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En torno a «Hilda», cuento de Eugenio de Ochoa

Sergio Beser





Como muy bien sabemos, entre enero de 1835 y abril de 1836, aparece en Madrid la revista El Artista, dirigida por Eugenio Ochoa y el pintor Federico Madrazo, la publicación más representativa de nuestro romanticismo. Como «Principal atalaya de los románticos» la calificó E. Allison Peers. «Revista militante» de la juventud y la literatura románticas, según Marrast, «se presentó», escribía don Vicente Llorens, como «publicación innovadora, saliendo en defensa del teatro romántico francés y del romanticismo en general, y atacando a los clasicistas». Pero fue también, como han reconocido los prologuistas de la edición facsímil, González García y Calvo Serradell, «algo más que una simple revista concebida y realizada con mejor o peor fortuna; se había presentado como un manifiesto, un nuevo programa cultural, como el portavoz de ideas sociales de regeneración para la sociedad post-fernandina». En ella se agrupaba y expresaba la juventud romántica, consciente, según escribía Eugenio de Ochoa en su artículo «Un romántico», de que sería inútil «buscar entre gente no joven partidarios del romanticismo; entre la juventud estudiosa es donde se hallarán a millares». Con exultante orgullo por el momento histórico en que viven, el mismo Eugenio Ochoa declaraba en la «Introducción» al primer número: «la experiencia confirma nuestra persuasión de que vivimos en una de aquellas grandes épocas, favorables al desarrollo de la inteligencia humana»; de ahí la segura esperanza en un brillante futuro: «ya grandes ingenios han inmortalizado el siglo en que vivimos», «y esta época, al parecer de algunos, tan desnuda de poesía, será para nuestros descendientes lo que es el siglo XVI para nosotros». Un año después, en la «Introducción» al tercer volumen, se afirmaba, con provocadora autosatisfacción: «La revolución literaria que empezaba a formarse cuando salió a la luz este periódico, y que nosotros abrazábamos con entusiasmo y convicción, ha sido ya coronada por el más brillante triunfo»; y seguía el anónimo redactor, indudablemente Ochoa: «A las piececitas de Mr. Scribe, que antes reinaban despóticamente en nuestra escena, han sucedido los dramas de Víctor Hugo, de Casimir de la Vigne, de Dumas y muchas producciones de ingenios españoles; la poesía lírica nacional ha tomado un carácter muy diferente del que antes tenía; el buen gusto en las artes ha hecho progresos evidentes; la afición a ellas y a la literatura ha aumentado de un modo casi increíble»; para concluir: «De muchos años a esta parte no se habían visto en España tantos adelantos hechos en tan poco tiempo». ¿Orgullo injustificado, autoengaño? Lo cierto es que muy poco después desaparecía El Artista, y también muy pronto la mayoría de aquellos jóvenes -la excepción, afortunadamente el mejor, Espronceda- iniciarían sus palinodias. Llorens señalaba la revolución de agosto de 1836, culminada en los sucesos de La Granja, como origen por reacción del romanticismo conservador, aunque algunos jóvenes escritores mantendrían sus ideales políticos y literarios hasta la regencia de Espartero. A todos ellos se adelantaría Larra.

La facilidad y rapidez con que esos jóvenes, a quienes habría que añadir algún otro nombre como el de Rivas, transformaron la literatura, impusieron unos nuevos gustos o consiguieron el éxito, puede justificar las declaraciones anteriores. Y El Artista fue expresión central de ese cambio literario y generacional. Nuestra perspectiva puede conducirnos al engaño. Muchos de los colaboradores eran apenas conocidos y otros totalmente desconocidos, y la mayoría gentes muy jóvenes: Federico Madrazo y Eugenio de Ochoa, los dos editores, contaban veinte años. Con razón ha escrito Leonardo Romero Tobar que El Artista «desempeñó una función incomparable como vehículo de definición artística para el grupo de jóvenes que acertó a cristalizar los ímpetus de cambio vividos por la sociedad española a raíz de la muerte de Fernando VII».

En el «prospecto» anunciador de la publicación, junto al objetivo de información y difusión de la cultura española y europea, presentado como principal aspiración, se indicaban otros como el análisis de las obras «dignas de atención», y, «para amenizar todos los números», de «novelitas, anécdotas, cuentos y trozos de poesía». La abundancia de esta producción creativa llevó a Peers a una manifestación errónea, o como mínimo discutible: «el significado principal de El Artista», afirmaba, «no fue de orden crítico, sino creador». Dejando de lado la abundancia de artículos sobre literatura o de carácter polémico, su interés para el estudio de la introducción de las ideas románticas en España o la calidad de alguno de ellos, como los sorprendentes comentarios teatrales del jovencísimo conde de Campo Alange, hay que reconocer una evidente correspondencia entre los escritores críticos y los creativos, pues estos últimos poseen un carácter innegable de búsqueda de modelos románticos.

La colaboración de Eugenio Ochoa, la más abundante con gran diferencia, abarca una cuarta parte de los escritos publicados, a los que habría que añadir aquellos que aparecen sin firmar, alternando los textos de creación con escritos informativos, biográficos o comentarios literarios. Quince de los primeros corresponden a la poesía, y siete son relatos cortos: «El castillo del espectro», «Zenobia», «Los dos ingleses», «Stephen», «Ramiro», «Luisa» y «¡Yadeste!», traducción de un episodio de una novela de Balzac. Esta atención a la narrativa por parte de Ochoa no se limita a su colaboración en El Artista. Ese mismo año de 1836, publicaba dos relatos en el Semanario Pintoresco: «Literatura. Un caso raro» y «Una buena especulación». A ellos habría que añadir alguno más aparecido en fechas posteriores, su novela El auto de fe (1837) y el primer volumen de la inacabada Los guerrilleros (1855). Junto a esa producción original hay que destacar la importancia de su labor como traductor de narrativa. En 1835 ya había traducido Bug Jargal y Han de Islandia de Víctor Hugo, y el 1836 Nuestra Señora de París. Ese mismo año aparecían los dos primeros volúmenes de la antología de cuentos Horas de invierno1, y el 1837 tercero y último; en ellos se recogían, entre otros, relatos de Telesforo Trueba, Hugo, Balzac, Dumas, Karr, Irving, y un texto de Hoffmann, «La lección de violín».

Horas de invierno corresponde a la misma voluntad que encontramos en muchas páginas de El Artista-, el esfuerzo por aclimatar el relato romántico en la literatura hispánica; actitud que no se limita a Eugenio de Ochoa sino que se amplía a toda una serie de colaboradores2. José Bermúdez de Castro con «Alucinación!!!», el conde de Campo Alange con «Pamplona y Elizondo», Luis González Bravo con «Abdhul-Adhel o el Mantés. Cuento del siglo XV», José Augusto de Ochoa con «Beltrán» y «El torrente de Blanca», subtitulados respectivamente «cuento fantástico» y «leyenda», testimonian esa atracción por la narrativa corta. A ellos podemos añadir ejemplos más interesantes como «Yago Yasck. Cuento fantástico» de Pedro Madrazo; «La pata de palo» de Espronceda, en el cual el tratamiento humorístico de elementos de probable origen folklórico produce una pequeña obra maestra; o «La mujer negra o una antigua capilla de templarios» del jovencísimo Zorrilla, interés que en este caso no corresponde a su escasa calidad sino al uso de motivos, temática y situaciones propios de la leyenda becqueriana. El primero, considerado por Gabriela Pozzi como el «más interesante y ambicioso desde el punto de vista de las intervenciones y multiplicaciones del narrador», consigue todavía impresionar al lector actual, por su desaforado tratamiento de la violencia, presencia de fuerzas infernales o tortuosas atracciones eróticas, pese a sus innegables debilidades, especialmente de carácter expresivo. Si el citado relato de Zorrilla muestra la incapacidad para lograr la leyenda becqueriana, en «Yago Yasck» hay algo de un buscado pero inalcanzable Hoffmann, que el autor parece querer hacer presente en un recuerdo directo de un fragmento de «El magnetizador» y en una referencia explícita al escritor alemán-, el físico del abate Yasck, «era lo mismo que una de aquellas caras terríficas que cree uno ver después de haber leído a Hoffmann».

De las narraciones de Eugenio de Ochoa nos interesa, por su relación con «Luisa», «El castillo del espectro», que sólo coincide en el título con la obra teatral de Monk Lewis, The Castle Spectre, de la cual procede El duque de Viseo de Quintana. De esos dos relatos escribió Allison Peers, en su Historia del romanticismo español: «Hoy es fácil tomar a chacota el artificioso mefistofelismo de "El castillo del espectro" [o] un cuento fantástico como "Luisa"». Pero la lectura de este último, subtitulado precisamente «cuento fantástico», produce en el lector actual una agradable sorpresa y el reconocimiento de una inesperada calidad. Publicado en el segundo volumen de El Artista, el 12 de julio de 1835, en 1867 lo recoge en su libro, aparecido en París, Miscelánea de literatura, viajes y novelas, con un nuevo título, «Hilda», algunas correcciones y notables cambios en los comentarios finales. La sorpresa se inicia con la visión del texto, dividido en treinta capitulillos de escasa extensión y significado unitario, reforzado por la numeración romana que los encabeza. El más largo, el XXIX, tiene en la edición de 1867 44 líneas, pero algunos no pasan de las ocho o nueve. Esta disposición en breves fragmentos unitarios -técnica utilizada en otros relatos de El Artista- se une a una marcada voluntad de poetizar la prosa, favorecida, a su vez, por la brevedad de las unidades. El fragmento o capítulo VIII podría ser un claro ejemplo de estos procedimientos:

Así que, inútil será decir cuánto se amaban Hilda y Arturo: sus almas se comprendían como dos hermanas gemelas, y hasta cierto punto formaban parte la una de la otra. Separarlas hubiera sido destruirlas, hubiera sido cortar el lirio de su tallo, arrancar al laúd sus cuerdas sonoras. Sus dos almas unidas formaban una misteriosa armonía; su amor era una predestinación, un afecto del irresistible influjo de las estrellas.



Las peculiaridades expresivas de Ochoa han sido relacionadas por sus comentaristas con diversas fuentes europeas. Ya en 1909, Georges Le Gentil, en su estudio Les revues littéraires de l'Espagne, pendant la première moitié du XIX siècle, señalaba que imitaba el estilo de los cuentos de Hoffmann. Donald Allen Randolph, en su libro de 1966, Eugenio de Ochoa y el romanticismo español, que sigue siendo el estudio más extenso dedicado al escritor, al tratar de «Luisa», mostraba la inseguridad que ante tan sorprendente texto surge en cualquier lector actual sobre la existencia de una posible fuente directa -«no resulta claro que Ochoa se inspirase en un determinado modelo»-, a la vez que sugería «otro préstamo3, tal vez indirecto de otra literatura extranjera». Se apoyaba en un artículo del propio Ochoa, publicado también en El Artista, «Literatura extranjera. Noticia sobre la vida y obras de Henrick Wergeland, poeta noruego», autor de un larguísimo poema de 15.000 versos, La creación, el hombre y el Mesías, publicado en 1830. En el escrito de Ochoa aparecen fragmentos de un poema de Wergeland, «consagrado a perpetuar la memoria de aquellos años memorables que mudaron la faz de Europa hacia principios del siglo XIX», presentados en cinco apartados, precedidos de numeración romana, con una extensión y estilo próximos a los de «Hilda». De ahí parece deducir Randolph que la «peculiar construcción» de «Luisa», en treinta breves capítulos, puede proceder de la estructura de las sagas nórdicas. Arriesgada propuesta que olvida varios posibles modelos más próximos a Ochoa y sus lectores, como pudieron ser la prosa de Chateaubriand o las primeras traducciones de Byron. Recordemos, por ejemplo, la primera de El corsario (París, 1827), en prosa y presentada como una novela, manteniendo la división del poema en breves fragmentos numerados.

El intento de crear una prosa lírica, la voluntad de poetización del relato a través de la expresión, cabe considerarlos como una constante de la narrativa de Ochoa. Todavía en su inacabada novela de 1855, Los guerrilleros, encontramos huellas de esa voluntad, que ahora nos parece ya más retoricismo imitativo que búsqueda de una nueva expresión:

La víctima en efecto aborrecía de muerte a su verdugo. En aquel pecho angosto y raso como una tabla, germinaba sordamente uno de esos odios conyugales, reconcentrados, implacables, pacientes, cuyo análisis está por hacer.



Otros colaboradores de El Artista comparten esa misma preocupación por el logro de una prosa lírica. Además de algunos de los relatos ya mencionados podríamos citar los escritos de Marcelino Azlor, «Arindal», de escasísima calidad, o «La predicción» de Salas y Quiroga. No podemos, sin embargo, reducir este esfuerzo de poetización de la prosa a El Artista4, pues se trata de una aspiración común a toda una serie de jóvenes escritores en el momento de plenitud de nuestro romanticismo. Recordemos ejemplos bien conocidos como el prólogo de López Soler a Los bandos de Castilla (1830) u otros olvidados como «El laletano y canto de muerte» de Milá, publicado en El Propagador de la Libertad, o el «Himno a la luna» de Vicente Matutano, único texto en prosa recogido por Jorge Urrutia en su Poesía española del siglo XIX. Casos ejemplares de esa tendencia los tenemos en Gil y Carrasco, con escritos como «Anochecer en San Antonio de la Florida» (1838) o los mejores momentos de El señor de Bembibre (1844), y en Pablo Piferrer, en cuya producción encontramos muestras claras del poema en prosa. El breve texto «Vuelta a la esperanza» (ca. 1845), formado por veintiuna breves unidades, es el mejor de esos logros. Con una perfecta conjunción lírica de la temática y la expresión, impone al lector, desde su inicio, la conciencia de lo poético:

El murmullo del arroyo no se perdía aún entre los rumores del río; las flores de la margen inclinaban hacia el agua sus campanillas resplandecientes con el rocío; y la brisa matinal venía a sorprenderles quieta y apacible, mientras en el espejo miraban su lozanía.

*  *  *

A su soplo se levantó lentamente la niebla; y rozando como una gasa inmensa las rocas y vertientes, devolvió a la montaña y al valle sus visiones matutinas, y me envolvió en su húmedo abrazo.



Pero entre todos estos intentos nos interesa destacar una extraña novela de uno de los escritores que mejor representa la voluntad renovadora de géneros y formas de nuestro romanticismo, el mediocre Antonio Ribot5, al cual su falta de calidad literaria ha reducido a la situación de materia para eruditos recuperadores. Se trata de la obra Los descendientes de laomedonte y la ruina de Tarquino, publicada en 1834, con el sorprendente subtítulo de «Poema en prosa», testimonio de la conciencia, por parte del escritor, de haber intentado una obra renovadora. Sus setenta y cinco páginas de texto están divididas en cuatro libros, subdivididos, a su vez, en pequeños fragmentos unitarios de extensión paralela a los capitulillos de «Luisa». Valga como ejemplo uno de esos fragmentos unitarios del inicio del primer libro, muestra de la voluntad de poetización y la incapacidad para lograrla:

Abanderados, Vélites y Aguilíferos en nada contribuyen al esplendor de tan solemne festividad. Solamente los Ballesteros, capitaneados por Casio, forman el Séquito Real. Una piel de leopardo viste su adusta cabeza; un pequeño broquel de hierro cuelga de sus espaldas; un silencio profundo reina entre ellos; las saetas mortíferas mantienen tirantes los arcos prontas a dispararse; sus miradas feroces y su continente adusto son el agüero funesto de la sangre que anhelan derramar. Los Hastados y Triarios, formados al pie del Capitolio, aguardan impacientes el himeneo de su caudillo. Este es el día en que el crimen hará triunfar su bando para siempre, ciñendo Tarquino la corona6.



A igual que ocurría en la «Vuelta a la esperanza» de Piferrer, también en «Hilda» se produce una integración de la forma expresiva con lo narrado, en un intento de salvar al relato de lo que no pasaba de ser, ya entonces, un encadenamiento de situaciones, personajes y motivos tópicos, propios del falso medievalismo del género denominado «trovadoresco» por algunos críticos. Una vez más nos encontramos con la historia de un amor impedido, y los consiguientes castigos posteriores. El impedimento, en este caso, representado por el padre. Situación nada original, aunque singularizada por los motivos que llevan al padre a oponerse a los amores de su hija, Luisa o Hilda, con el joven Arturo: no hay ninguna razón objetiva para esa oposición, tan sólo el amor que siente por su hija, lo que da a esa relación un marcado carácter de pasión incestuosa por parte del padre. Difícil decidir si se trata de un rasgo propiciado conscientemente por el autor o es tan sólo resultado involuntario de la hiperbolización de los sentimientos.

Como es usual en toda esta narrativa legendaria del romanticismo, los cronotopos desempeñan una importante función en la recreación poética. Espacio y tiempo están puntualizados con precisión, pero utilizados con voluntad de sugerencia connotativa. La acción se desarrolla en Alemania, pero en la Alemania recreada por el romanticismo, la de la imaginación y los mundos fantásticos. Ochoa inicia su relato con la referencia a esa Alemania literaria:

El país de las aventuras misteriosas, la patria de las sílfides y las ondinas, el suelo predilecto de los encantadores y las magas, es la Alemania, la poética, la nebulosa Alemania.



Esa presentación poetizada y mágica del país germánico ocupa las 16 líneas del primer capítulo. El autor sitúa así a su lector frente a un mundo en el cual lo maravilloso, lo extraordinario puede surgir en cualquier momento. El cambio de título -de «Luisa» a «Hilda»- puede explicarse por el interés del autor en reforzar el carácter germánico de la narración, que hizo afirmar a Randolph que «mientras la estructura de "Luisa" parece tener raíces escandinavas su contenido es alemán».

Sílfides, ondinas, encantadores, magas, selvas negras, duendes, fantasmas, fuertes castillos feudales, diablos azules, blancos espectros, góticas capillas, subterráneos, almenas, húmedos panteones, tumbas de piedra, antiguos señores de castillos, mencionados todos ellos en el primer capitulillo de la narración, parecen introducir al lector en el medievalismo romántico; sin embargo, en el segundo capítulo y en fuerte contraste con el anterior por su carácter de recolección informativa, concretiza el lugar de la acción y nos sitúa cronológicamente en otra Alemania:

Hay en la orilla izquierda del Rin una fortaleza de piedra de que era señor hace trescientos años un barón muy poderoso. Tenía este barón una hija de diez y seis abriles. Hablando de ella, decía en la crónica que escribió de aquella época el capellán del castillo, hombre ya asaz contaminado con las nuevas doctrinas de Lutero, estas palabras: «La condesa Hilda es una viva imagen de su madre la baronesa Matilde...».



Ochoa traslada el medievalismo romántico a la Alemania de la reforma luterana, pero, salvo en las referencias al capellán cronista, lector de la Biblia de Lutero, no aparece ningún otro rastro de aquel mundo nuevo.

Ya hemos indicado más arriba que el argumento de «Hilda» está formado por una sucesión de situaciones tópicas, vividas por personajes tópicos, que la expresión y otros aspectos formales, el papel del cronista, y la transformación final del relato, logran, sin embargo, personalizar. Randolph, en su estudio sobre Eugenio Ochoa, recogía un resumen del relato: el barón de Steinlonberg, vive con Luisa, su única hija, en un castillo sobre las orillas del Rin7,

viudo temeroso de que al casarse su hija le deje solo en su vejez, guarda celosamente a la doncella. Sin embargo, ella se enamora del gallardo Arturo, joven puro e inocente como un niño. Al saberlo el barón le acecha y lo mata [XV]. El cuerpo de Arturo es arrebatado por las aguas de un rápido torrente; pero esa noche Luisa descubre desde su balcón la figura de un caballero armado con las armas de su amante. Ha venido el guerrero para llevarla consigo; huyen ambos hasta llegar a la entrada de una gruta. Allí ante el horror de Luisa, el caballero se quita el casco para descubrir un cráneo pelado [XVI] y la expresión sardónica de una calavera8. La muchacha busca refugio en la cueva, sólo para morir allí a manos de la Ondina, la madre de Arturo, que, en la hija, se venga del padre. Poco después el barón, que ha perdido una batalla contra otro poderoso caballero, se halla sentado a la orilla del torrente que deposita a sus pies los cuerpos abrazados de Luisa y Arturo [XXIX]. Horror al que el desgraciado padre no podrá sobrevivir.



Si el traductor puede convertirse en traidor, más fácil resulta que el «resumidor» de narraciones se convierta en verdadero asesino. Se hace difícil pensar que este resumen pueda empujar a alguien a la lectura del relato; sin embargo, olvidada la discutible interpretación de la muerte de Luisa «a manos» de la ondina, no podemos negar la fidelidad del resumen al texto. Su pecado es de omisión, pues no está en lo que dice sino en lo que elude, resultado de un acto voluntario de eliminación o de una lectura equivocada. Eliminación o error graves, pues suprime la referencia al aspecto de mayor modernidad y riqueza literaria, aquel, precisamente, que convierte este relato en una verdadera sorpresa para el lector actual: la dualidad argumental, la integración en un solo texto de dos versiones distintas.

El relato se desarrolla en una clara organización compositiva. Los quince primeros capítulos, con una precisa sucesión lógica, narran una historia de amanerado medievalismo que, en ningún momento, integra elementos fantásticos o maravillosos, aunque alcance una especial importancia la creación de una atmósfera de amenazas, temores y presagios, que posibilita el salto posterior hacia la fantasía transformadora. Aspectos capitales de estos primeros capítulos son la presentación del amor apasionado y excluyente del padre por Hilda y la vitalización del tópico por la forma expresiva, mediante la cual, como ha señalado Carlos Pino en un trabajo inédito, «las imágenes toman vida lírica». Hilda, con sus diez y seis años, es descrita por el capellán del castillo, «asaz contaminado con las nuevas doctrinas de Lutero», en la crónica que está redactando, como la doncella-ángel de tantos textos románticos: los ojos, «color del cielo en una mañana de primavera»; el rostro, «con palidez de luna»; el cabello, «rubio ceniciento» en el que «brillan reflejos argentinos cuando los hiere la luz del sol; el cuerpo, «tan airoso y flexible como una palma oriental»; y toda su persona, «un no sé qué de aéreo e ideal, que revela una celeste naturaleza» [II], tan querida por su padre que «se la hubiera negado aun al mismo emperador de Alemania» [III]. Arturo corresponde a otro arquetipo de aquella literatura, el del joven enamorado, de misteriosos orígenes, marcado por una sino fatal, ingenuo como un niño y delicado como una doncella. El narrador reconoce su carácter representativo: era «uno de aquellos jóvenes, blancos como la nieve, apasionados y novelescos, de que tanto abunda la novelesca Alemania», «uno de aquellos seres sublimes y melancólicos», «especie de ángeles desterrados del cielo, condenados, por una injusta fatalidad, a vivir entre los hombres» [VI]. No sabremos ni cuándo ni dónde ni cómo surgió la relación amorosa entre los dos jóvenes, eliminación informativa que intensifica la fuerza de su inevitable amor: «inútil sería decir cuánto se amaban Hilda y Arturo», «Sus dos almas unidas formaban una misteriosa armonía; su amor era una predestinación, un efecto del irresistible influjo de las estrellas» [VIII]. Sabedor el padre del amor de su hija, «penetró en su alma la más profunda amargura» que se convirtió, al conocer al que amaba Hilda, en «un odio implacable, y le maldijo en el fondo de su corazón» [V].

Tenemos ya la situación inicial -la fatalidad de un amor- y el motivo primero y activo del relato: la oposición paterna a ese amor. A partir del capítulo IX y hasta el final del XV, el texto narra el enfrentamiento del padre a Arturo y la muerte de este. Escena puntualizada, se inicia con una determinación temporal: acaban de dar las seis de la tarde, en medio de una tormenta, Arturo se dirige a la cita fijada por su amada; el barón de Steinlonberg, conocedor, por el infiel mensajero de su hija, de esa cita, prepara una emboscada. El viaje hacia el encuentro de la amada se convierte así en un viaje hacia la muerte, que presenta evidentes relaciones con el viaje del caballero de Olmedo9. Miedos injustificados, temores supersticiosos y terribles presagios anidan en el corazón del joven que late «como el de un ruiseñor cautivo entre las manos de un niño» [X]. Culminación de esos presagios es la momentánea visión, en medio del amenazante bosque, de un fantasmagórico «bulto metálico que despedía reflejos de color de sangre» [XI], iluminado por un relámpago; para encontrarse inmediatamente después ante un guerrero real armado de blanco, el barón, que clava en su pecho «la punta helada de un puñal». Un torrente, desatado por la tormenta, arrastra el cuerpo de Arturo, provocando un «terror supersticioso» en el barón [XV].

Con la muerte del joven, se ha cerrado, al final de ese capítulo XV, la intriga que regía el avance del relato; nuestro interés se reduce ahora a la situación de Hilda. Por eso el XVI se abre con una introducción temporal y una escena, continuada en el XVII y XVIII, que parecen el inicio de una nueva «historia». La continuidad se mantiene mediante la figura del barón, sentado en un salón del castillo, sumergido en «inquietas meditaciones» mientras el «capellán cronista» lee, con voz «lenta y monótona», «las sublimes palabras de la Biblia heréticamente vertidas en lengua vulgar». Son ahora las inquietas meditaciones, los miedos interiores del barón los que proyectan el relato hacia adelante, anuncio o presagio de la abertura de una nueva intriga. La avanzada hora, el calor de la chimenea, la monótona voz del capellán, hunden al barón «en una agradable modorra»; al despertar descubrirá, sentado frente a él, al guerrero de las «armas negras», Arturo, abrazando a Hilda, mientras resuenan palabras de las Escrituras10, salmodiadas por el capellán. Nos encontramos con una posible irrupción de lo maravilloso, que puede explicarse, desde el plano de la verosimilitud, como parte de un sueño, plasmación onírica de los miedos interiores del padre, tal como se propone al inicio del siguiente capítulo (XIX): «todo esto debía ser una ilusión de aquel padre celoso». Se mantiene, en este fragmento, la sucesión cronológica, pero el narrador nos traslada a otro espacio, las estancias de Hilda, donde ésta, «llena el alma de inquietud», aguarda la llegada de su amado; espera que, desde nuestra información, sabemos superflua. El tiempo ha ido corriendo, es ya de noche, una noche blanca y fría; la joven lleva más de una hora en su balcón, cuando descubre un jinete, de armadura y caballo negros, que se dirige al castillo, y en quien reconoce al esperado Arturo [XXI]. Si la aparición de Arturo armado ha sido justificada en el fragmento anterior -los vasallos del barón tenían que acudir al castillo para partir, al amanecer del día siguiente, en campaña contra un señor feudal vecino-, el recuerdo del XV -muerte de Arturo y desaparición de su cadáver- integra lo maravilloso al relato, produciéndose su transformación en narración fantástica. La intervención de lo que sabemos irreal en el plano de lo verosímil lleva al lector hacia la aceptación de un proceso de desarrollo del relato distinto. Fácilmente podremos aceptar ahora el vacío informativo existente entre los fragmentos XX y XXI: se inicia en éste el fantasmagórico viaje de Hilda con Arturo hacia no sabemos qué misterios. La referencia al sueño del principio del XXI -«Creyó Hilda hallarse bajo la influencia de un sueño, cuando de repente, sin acordarse de haber salido del castillo, se halló sentada a la grupa del caballo negro que montaba Arturo»- nada tiene que ver con la mencionada modorra o ensoñación del barón. Nosotros mismos compartimos ese viaje, rápido como los relámpagos, y compartimos las angustias inexplicables, las visiones fantasmales de Hilda. El plano de la sucesión verosímil ha sido sustituido por la inseguridad de lo fantástico.

Inmersos en ese mundo de figuraciones, aceptamos que, al final del viaje, ante la entrada de una gruta, cuando Arturo, «grave e inmóvil como una estatua de bronce», anuncia a Hilda su separación inmediata y para siempre [XXIV], la mano que le ofrece sea la de un esqueleto y su cabeza una calavera. La joven, aterrorizada, delirante, penetra en la gruta «como penetra en los abismos un alma criminal acosada por los espíritus infernales», para descubrir atónita que había accedido a un mundo de maravillas. De un mundo de terror, de visiones espectrales, de luces crepusculares, hemos pasado repentinamente a otro mundo de maravillas y bellezas prodigiosas en radical oposición al anterior, concretada en cada uno de sus elementos y sensaciones: el «horizonte oscurísimo», los silencios en que ni siquiera se oye el galopar del caballo, el color negro de las armas de Arturo o del corcel, las llamas azules y rojas que éste arroja, dan paso a la gruta «fresca y hermosa», cubierta de «algas y conchas marinas» con un aire «puro como el que refresca en las noches de verano», con paredes «diáfanas y cristalinas», donde se oye una «dulce armonía, lenta, melancólica y sublime» que envuelve a Hilda y la atrae hacia su punto de procedencia; frente a «la rapidez del relámpago» con que había cruzado «colinas, selvas y llanuras inmensas», ahora parece no avanzar, siempre a «igual distancia del término de la gruta»; a la «horrible agitación» le sucede un «sentimiento de lánguida tristeza, inefable y profunda» [XXVI]. Llega al fin a la estancia de donde surgía la música, allí «mujeres como ángeles», con «harpas de cristal», rodean un túmulo funerario, en el que yace el cadáver de un joven, al que se abraza la más hermosa de todas ellas. Hilda, al reconocer en aquel muerto a su Arturo, siente «abrirse de nuevo todas las llagas de su corazón». Nos enfrentamos a otra transformación del joven, ahora un cadáver, en cuyo rostro reina una «calma infantil» que no esconde «los horribles indicios de la agonía que debió preceder» a su muerte [XXVII]. El narrador nos informará que la mujer reclinada sobre el cadáver es una ondina, pero un nuevo descubrimiento sorprenderá al lector, como sorprende a la joven: esa ondina es la madre de Arturo, la cual, comunicará a Hilda, recogió el cuerpo del joven en las aguas del arroyo que ella habitaba11, junto al cual lo asesinó el padre de la joven, acusada ahora por la ondina de ser la culpable de la muerte de Arturo. Cuando Hilda se acerca al túmulo mortuorio se hunde la cueva y es arrastrada, con el cuerpo de su amado entre los brazos, por una corriente impetuosa hacia el río, donde perdido el sentido desaparece abrazada al cadáver de Arturo, ante la mirada llena de dolor e ira de la ondina [XXVIII]. Hemos conocido el misterio del origen de Arturo, a la vez que hemos llegado a un nuevo final de la «historia»: a la muerte del joven del capítulo XV se añade ahora la desaparición de Hilda en las aguas del río. Acontecimientos imposibles, según una lógica racional, se van encadenando en una sucesión en que lo increíble es aceptado como creíble, pero sin llegar a producirse los rasgos pertinentes de la literatura fantástica, establecidos por Todorov. El lector no abandona nunca la conciencia de enfrentarse a una convención literaria, basada en la aceptación de lo inverosímil real como verosímil maravilloso. Relato que podríamos considerar como una «leyenda» prebecqueriana12, con la entrada de Hilda en la cueva y la referencia a las ondinas parece integrar elementos de un mundo feérico.

La intriga parece haberse cerrado. El capítulo siguiente, el XXIX, enlaza y continúa al XX, saltando hacia atrás por encima del viaje fantasmagórico y la escena de la gruta. El barón de Steinlonberg ha vuelto derrotado a su castillo, pero el narrador sustituye ahora su voz por la directa del capellán cronista, testigo presencial de los acontecimientos. Para reforzar la veracidad histórica de estos hechos llega a mencionar la página -la 542- de «la prolija relación», recogida aquí. «Serían las siete de la tarde -escribe el capellán-, cuando el barón, perdida ya toda esperanza, se retiró del campo de batalla, seguido de algunos escuderos y del autor de esta crónica». Agotado por el esfuerzo, rendido de cansancio, sentose junto a un arroyo, mientras la «espantosa lluvia» caída durante todo el día acrecentaba las aguas del arroyo, que arrastran a los pies del señor de Steinlonberg los cuerpos abrazados de Hilda y Arturo.

Si por un momento creíamos haber recuperado el relato de la verosimilitud histórica, reforzada por el testimonio de la crónica, la referencia a los cadáveres de los dos jóvenes nos sitúa, de nuevo, en el relato maravilloso, al manifestarse como continuación del final del fragmento anterior. Pero, inmediatamente, los comentarios del cronista nos devuelven al plano de lo verosímil, al explicar la causa lógica de la aparición de los dos cadáveres, a la vez que establece el tiempo transcurrido: «la noche del día anterior», al entrar en la habitación de Hilda, que «acababa de despertar de un largo y agitado sueño», vio a la joven lanzarse al río, que corría a los pies del castillo, al descubrir que las aguas arrastraban el cuerpo de su amado. El texto de la crónica termina con la referencia al trágico fin del padre: «El desgraciado barón al verla perdió enteramente el juicio, y pocos meses después murió de pesadumbre en el castillo de sus mayores». En la edición de 1867, el narrador añadía al final del capítulo: «Hasta aquí el texto histórico».

Las posibles incongruencias que hayamos podido ir encontrando en el relato provendrían del desarrollo alternante de dos versiones distintas de la «historia». Una de ellas, de carácter fabuloso, podría justificarse como verosímil a partir de la mencionada frase del cronista en este capítulo XXIX: Hilda «acababa de despertar de un largo y agitado sueño». El fantasmagórico viaje, Arturo convertido en esqueleto, la maravillosa gruta, la ondina madre, serían elementos de ese sueño, que deberíamos situar en el fragmento XXI. El inicio del siguiente -«Creyó Hilda hallarse bajo la influencia de un sueño»- abonaría esta lectura, y el sueño de la joven sería paralelo, en contra de lo que indicamos anteriormente, al de su padre en el capítulo XVIII.

El breve fragmento final [XXX] representa un cambio radical del mensaje lingüístico: el narrador abandona la narración, y la sustituye por comentarios sobre el texto, dirigidos al lector, con propuestas interpretativas de los orígenes y transmisión del relato llegado a manos del lector, transformando lo que empezaba a ser ya un motivo tópico en la narrativa romántica: el narrador como mero transmisor de unos sucesos, situados en un pasado legendario y probados documentalmente o mantenidos por la tradición. Esa breve muestra de «metaliteratura» sustentará la veracidad de lo narrado en la documentación -«la crónica» del capellán- o en la tradición popular, dualidad que establece, de forma concluyente, una lectura del cuento, que si bien estaba ya propuesta en el texto, su excepcionalidad en aquella época literaria puede llevar al lector actual a no percibirla, considerarla un logro casual o ver como incongruencias narrativas lo que era un acto de voluntaria y orgánica creación13. Este capítulo XXX, situado, por lo tanto, fuera o por encima de la narración, nos habla de dos versiones distintas de la «historia»: «la del capellán cronista», basada en la autenticidad documental, y la de «la tradición popular», que veía en Arturo el hijo de una ondina. Dos versiones de una misma «historia» integradas en un solo relato: una, la de la «crónica histórica», sucesión lógica de tópicos medievalizantes; la otra, «la de la tradición popular», fabulación maravillosa. Dejando aparte el capítulo I, presentación del cronotopo espacio-temporal, que puede servir de introducción a ambas versiones, el texto organiza y desarrolla alternativamente las dos: la primera, la «crónica histórica», ocupa los capítulos II a XX, la segunda del XXI al XXVIII. El XXIX retorna a la crónica, pero con algún motivo -los dos cuerpos abrazados- que se integra a su vez en la «tradición popular». La aparición de esos cuerpos abrazados representará el triunfo del amor que el barón no pudo impedir con el asesinato de Arturo, a la vez que motivará el triunfo de la justicia poética, al provocar la locura y muerte del señor de Steinlonberg.

Tanto este elemento temático como la integración de las dos versiones se refuerzan, en la edición de París, al referirse el narrador a los delirios del barón, mientras «se moría lentamente»:

He matado, exclamaba, al hijo de una ondina, y la ondina se ha vengado ahogando a mi hija. El espectro de su amante la atrajo a la gruta fatal: ¡allí está! ¡Ya se hunde la gruta!... ¡madre despiadada!...



El mismo narrador presentará esta «explicación fantástica» del barón como origen de la «tradición popular».

Es ahí donde reside la sorprendente modernidad del relato de Ochoa: sobre una única «historia» se desarrollan y se integran, en una congruente unidad literaria, dos versiones o relatos distintos. En la edición de El Artista, el narrador, en esas líneas finales, dejaba al lector que eligiese una de las dos: la «del capellán cronista» o la de la «tradición popular»; mientras él, «compilador español» de «estos sucesos», confesaba preferir la segunda. En la edición de París eliminaba estos comentarios, cerrando el texto con una escueta frase: «El lector escogerá como guste entre la historia y la tradición».

La maestría formal con que el autor ha logrado unificar la dualidad narrativa, y en la cual siempre es posible, desde la «crónica», la explicación verosímil de lo fabuloso, hace de «Hilda» un texto excepcional en nuestra prosa romántica. Por eso el lector actual, prisionero de una histórica desconfianza frente a la calidad literaria de nuestro romanticismo, se siente desconcertado y se pregunta si no habrá por las literaturas europeas alguna fuente directa de tan inusitada construcción. La comparación con otros relatos de Ochoa, publicados en El Artista, nos descubre una serie de motivos coincidentes que aportarían razones para el reconocimiento de la personalidad de nuestro escritor, siempre dentro de una tópica romántica. Por su relación con «Hilda» posee especial interés «El castillo del espectro». En él, el narrador-comentarista nos habla de distintas leyendas que, en torno a los restos de un castillo de Sierra Nevada, ha ido forjando la «tradición popular», «enemiga de todo lo que pasa según el orden natural de las cosas». El relato desarrolla una de esas leyendas, la que trata de los amores de Irene y Alfonso. La fama de la belleza de la joven provoca su secuestro por el diabólico señor del castillo. Alfonso, disfrazado de trovador, penetra en él, da muerte a todos sus moradores, libera a Irene, y arroja al señor al torrente que corre a los pies del castillo. Mientras se celebra la fiesta de la boda de los dos jóvenes,

se oye un grito terrible que sale del fondo del torrente y un brazo de inmensa longitud se levanta de en medio de las aguas, y con una mano cubierta de un guantelete de hierro precipita en las olas a la desdichada Irene.



Alfonso intenta salvar a su amada, pero sus esfuerzos serán inútiles y «después de profundas agonías desaparecen entrambos en el seno de las aguas».

Ese torrente vengativo que arrastra a los dos enamorados en «El castillo del espectro» es el antecedente del torrente que en «Luisa», relato publicado unos meses después, arrastra el cuerpo de Arturo [XV], y de la corriente de agua que arrebata a Hilda, abrazada al cuerpo del joven [XXVIII]. Pero en éste la presencia del mundo hídrico, limita de su forma expresado en «El castillo del espectro» a la mencionada referencia argumental, experimenta una expansión potenciadora, máximo acierto estético de su forma expresiva, con calidad literaria de vigencia actual. Desde el inicio del texto -«orilla izquierda del Rin»-, un eje de relaciones paradigmáticas construye un marco referencial al agua, en el cual elementos de denotación directa -torrente, lluvia, nieve, hielo, corrientes fluviales, etc.- integran elementos de correspondencia indirecta: ojos húmedos, cielos blancos, relámpagos, noches blancas y frías, cristal, sangre helada, etc. En la gruta, «fresca y hermosa, cubierta de algas y conchas marinas», de paredes «diáfanas y cristalinas», que parece pertenecer a un mundo submarino, encontraremos la máxima expresión imaginativa de este marco referencial. Aspecto merecedor de un estudio más detenido, tanto por su formulación expresiva como por su capacidad de actuación sobre el subconsciente del lector, nos limitamos aquí a dar constancia de él. No podemos, sin embargo, dejar de destacar el descubrimiento realizado por Hilda en la gruta: Arturo hijo de una ondina, de una habitante de las aguas14. Acierto del autor, que intensifica la fuerza imaginativa de la presencia de todo ese complejo referencial a lo acuático.

La naturaleza, concretada en ese mundo hídrico, logra erigirse en fuerza omnipresente y omnipotente, que parece dominar al ser humano y dirigirlo hacia un fatalismo destructor -la muerte-, pero, al mismo tiempo, reconoce y expresa, con los dos cuerpos abrazados, el triunfo del amor. La acusación que la ondina dirige a Hilda, la posterior persecución que parece impulsar a la joven hacia la corriente de agua, o las palabras finales del padre -«He matado [...] al hijo de la ondina, y la ondina se ha vengado ahogando a mi hija»-, permiten leer el texto, según la tradición popular, como historia de una venganza: la ondina madre Arturo, con la muerte de la joven, venga a su hijo, asesinado por el padre de Hilda. En el relato del cronista, sin embargo, la tragedia se produce como triunfo trágico de la fuerza del amor: asesinado Arturo, su amada se suicida. El padre es, en los dos casos, el motivo activo inicial y, en los dos, la naturaleza-agua pasa a ser, en distinto grado, una fuerza activa, como elemento que acoge en su seno a los jóvenes muertos y se levanta como voz acusadora contra el culpable, enfrentándolo al trágico resultado de su acción. Por eso podemos aplicar a la versión fabulosa de este texto las afirmaciones de Lovecraft, contenidas en su escrito El horror en la literatura: el cuento sobrenatural

debe contener cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, y el asomo [...] de una idea terrible para el cerebro humano: la de una suspensión o transgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y los espacios insondables.



Pero también encontramos, en «El castillo del espectro», anuncios de lo que se establecería en «Hilda» como dualidad narrativa, exponente del recurso técnico apuntado por Gabriela Poggi en distintos relatos de El Artista: «la presentación implícita o explícita de varias versiones de los hechos». Por un lado, como ya hemos señalado, el narrador nos habla de diferentes «historias» desarrolladas por la imaginación popular en torno a las ruinas del castillo, provocadas por «los vanos terrores que inspira su vista». A las transformaciones legendarias enfrentaba la alusión a una aproximación científica, al afirmar que lo que quedaba del castillo «sólo puede servir para objeto a las investigaciones de algún anticuario». Más próxima a la dualidad de «Luisa» se halla la explicación a los ruidos que parecen proceder del torrente y a las luces que se ven en el castillo. La «leyenda» desarrollada en el texto los transforma, respectivamente, en voces del malvado caballero, surgidas de las aguas, y luz que lo acompaña en sus recorridos nocturnos por el castillo. En la otra «leyenda», la del abad asesinado por los moros, mencionada al final del relato, son las voces y luces con las cuales la voluntad divina impedía que los musulmanes «manchasen con su presencia aquel santo asilo». Frente a esas transformaciones fabulosas, el narrador propone una posible explicación lógica: las voces eran los ruidos del torrente «al estrellarse en las peñas» y las luces procedían de viajeros aventureros o partidas de ladrones. Dos interpretaciones -la legendaria y fabulosa la histórica y verosímil- que en «Hilda» no iban a enfrentarse sino a integrarse en una lograda unidad orgánica.





 
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