Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

En un lugar de la Mancha

Norma Román Calvo




ArribaAbajoPreámbulo

Durante mis clases de Literatura Española, y por muchos años, he acostumbrado leer a mis alumnos El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; por otra parte, innumerables veces me deleité a solas con la lectura de tan atractiva obra, apreciando en cada oportunidad ya uno, ya otro de sus diversos matices; de manera que cuando se me propuso la adaptación de esta para una versión teatral, encaminada a un público infantil, me consideré con cierta preparación para ello, e inicié la labor con entusiasmo. Sin embargo, algunas veces detenía mi trabajo y me amonestaba severamente: -Si don Miguel de Cervantes pudiese hablar, protestaría indignado por esta intervención, como hizo con aquel pobre e incapaz de Avellaneda-. Y no se me apartaba de la memoria aquel fragmento final de la obra en la que el insigne autor dice: «Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: Aquí quedarás colgada de esta espetera y deste hilo de alambre ni sé si bien cortada o mal tajada, péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes de que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres:


Tate, tate, folloncicos,
de ninguno sea tocada,
porque esta empresa, buen rey,
para mí estaba guardada.



Para mí solo nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar, y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en el sepulcro los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar contra todos los fueros de la muerte a Castilla, la Vieja, haciéndole salir de la fuesa...».

Y sintiéndome «presuntuoso malandrín», y además «con muy resfriado ingenio», abandonaba humildemente la pluma. Mas luego, una serie de razones que me parecía importante me incitaba a retomar el trabajo: Hay tantas personas adultas que nunca han hojeado el libro; otras que ni siquiera conocen su existencia. El teatro es un vehículo de comunicación masiva, directa y eficaz. Si la adaptación se pone en escena, irán los niños con sus papás, y unos y otros verán a don Quijote, a Sancho y demás personajes vivir en el escenario. Y tal vez, el día de mañana, se interesen por conocer mejor la novela. Entonces era cuando reanudaba con más ahínco mi trabajo, brindando disculpas a don Miguel por el desacato, y haciendo oídos sordos a las palabras de advertencia de Cide Hamete Benengeli.

En esta versión, hubiera querido respetar la obra en todos sus aspectos: conservar el acertado lenguaje y seguir fielmente la historia; pero no hubiera resultado un teatro para niños, porque el lenguaje del siglo XVI resulta incomprensible para los pequeños, y porque el orden de una novela no es siempre el adecuado para una obra dramática. Así pues, en lo que atañe a la forma, llevé el lenguaje al nivel del niño, dejando algunos giros del español de aquella época para que enriquecieran su conocimiento lingüístico. Lo narrativo se transformó en acción, y se seleccionaron las aventuras más claras, interesantes y accesibles a la mente infantil. También se trastocó el orden que tienen estos pasajes dentro de la novela, con objeto de lograr una mejor unidad en la síntesis. Asimismo, fue necesario fundir dos o tres personajes en uno solo, debido a la gran cantidad y variedad de figuras que recorren esta novela.

En lo que toca al contenido, se ha respetado completamente el espíritu de la obra; la nobleza de las ideas y el ágil humor cervantino. Están realzados los atributos de don Quijote: el idealismo, la caballerosidad y el amor a la justicia, de tal manera que sean para el niño un ejemplo a seguir.

Pluma es la mía de «grosera avestruz», pero bien intencionada. Si esta versión teatral de don Quijote inquieta al espectador y lo lleva a la lectura del libro maravilloso e incomparable, esta pluma modesta puede dar su misión por cumplida.

Román Calvo

Abril 10 de 1980. México.



PERSONAJES
 

 
MAESE PEDRO.
SANCHO.
CURA.
DON QUIJOTE.
PASTOR.
FRAILE 1.º.
FRAILE 2.º.
DUQUESA.
DUQUE.
DAMA.
VENTERO.
MERLÍN.
MAYORDOMO.
CRIADO.
LABRADOR 1.º.
SASTRE.
VIEJO 1.º.
VIEJO 2.º.
DOCTOR PEDRO RECIO.
PAJE.
LABRADOR 2.º.
ANDRÉS.
GAIFEROS,   voces de títeres.
GALAOR,   voces de títeres.
CARLO MAGNO,   voces de títeres.
MELISENDRA,   voces de títeres.
MARSILIO,   voces de títeres.
Duendes.
Fantasmas.
Insulanos.





ArribaAbajoActo I

 

En un lugar de la Mancha. En una esquina, un pequeño teatro de títeres con el telón cerrado. Varios labriegos, entre ellos SANCHO, están a la expectativa. Llegan paseando el CURA y DON QUIJOTE. De pronto, se escuchan trompetas y atabales. Sale MAESE PEDRO de un costado del pequeño teatro.

 

PEDRO.-  ¡Acérquense, acérquense todos! ¡Vengan a ver el maravilloso espectáculo de Maese Pedro! ¡Maese Pedro soy yo! ¡Miles de figuras en escena! ¡Maravillosas y verdaderas historias sacadas al pie de la letra de las crónicas francesas y de los romances españoles! ¡Princesas, magos y caballeros andantes!  (Repite el parlamento.) 

SANCHO.-  Acérquese, señor Cura, que ya va a empezar la maravilla.

CURA.-  Nada de maravilla, Sancho. Eso no es más que una montaña de embustes.

PEDRO.-  La verdadera historia del valeroso don Gaiferos y de su desdichada esposa Melisendra, hija del gran emperador Carlo Magno y cautiva sufriente del malvado moro Marsilio...

SANCHO.-  ¿No oye, señor Cura? Maese Pedro dice que es verdadera.

CURA.-  Necedades, repito. Imaginaciones de poetas desvelados. Y si no, que lo diga aquí nuestro vecino, don Alonso Quijano, que es persona de saber, y que tiene en su casa algunos libros de caballería.

QUIJOTE.-  Muchos libros de esos tengo, y más quisiera tener; que son ejemplos notables, y no fantasías, como usted dice, señor Cura.

CURA.-  ¡Cómo, mi señor don Alonso! ¿Acaso usted piensa que Amadís de Gaula, Gaiferos, Tirante el Blanco y toda esa caterva de caballeros andantes existieron de verdad?

QUIJOTE.-  Naturalmente; si no, entonces, ¿por qué se iban a escribir sus historias?

SANCHO.-  Sí, ¿por qué se iban a escribir?

CURA.-  Para divertirnos, para pasar el rato...

QUIJOTE.-  No, señor... Se escribieron para que sus grandes hazañas no se olvidaran. Y todos aquellos que niegan su existencia son enemigos envidiosos de los caballeros andantes.

CURA.-  ¡Bonito estaba yo en tener envidia de unos personajes de cuento!

QUIJOTE.-   (Jalándolo.)  Has de saber, Sancho amigo, que los tales caballeros fueron hombres valientes y decididos, que lucharon sin descanso por los débiles y los oprimidos.

CURA.-   (Jalándolo también.)  Pues has de saber, Sancho, que son seres de fantasía; de cuento. Y que no existieron nunca.

QUIJOTE.-   (Jalándolo otra vez.)  Y has de saber que por sus grandes méritos ganaron hermosísimas princesas y grandes y poderosos reinos.

CURA.-   (Jalándolo a su vez.)  Jamás existieron esos reinos ni esas princesas.

QUIJOTE.-   (Siguiendo el mismo juego.)  Y has de saber que lucharon con gigantes enormes; y muchas veces fueron encantados por hábiles y terribles magos.

CURA.-  Imaginaciones... ¡Mentiras! No existen los gigantes ni los magos.

SANCHO.-   (Desasiéndose.)  Por favor, señores. ¡Basta ya!, y déjenme ver las historias, sean verdaderas o no, que en casa llena presto se guisa la cena y no por mucho madrugar amanece más temprano. Total, yo lo único que quiero es divertirme un rato.

CURA.-  Diversión sí es, lo admito. Y vamos, que yo también quiero entretenerme. Como diversión, sí que lo es.

PEDRO.-  ¡Acérquense, acérquense, que empezamos!

QUIJOTE.-   (Indignado.)  Pues nunca pensó don Gaiferos en divertir a nadie, sino en ganar fama. Y es por eso que al fin de su vida fue premiado con grandes riquezas.

SANCHO.-   (Interesado.)  ¿Síííí...? ¿Grandes riquezas?

QUIJOTE.-  Y no solamente él, sino todos sus escuderos y criados que lo acompañaban.

SANCHO.-   (Maravillado.)  ¡Aaah! ¿También sus criados? Suerte te dé Dios, que el saber poco importa, y el que nace barrigón aunque lo fajen.

PEDRO.-  ¡Empezamos, empezamos!

 

(El teloncillo se descorre lentamente y DON QUIJOTE se acerca curioso. El CURA, visiblemente preocupado, detiene a SANCHO.)

 

CURA.-  Amigo Sancho, don Alonso está equivocado. No le creas.  (Se dirige a los niños.)  Ustedes, niños, tampoco vayan a creerle. Está totalmente equivocado. Esos personajes son de cuento.

 

(SANCHO levanta los hombros indiferente y se dirige al teatrito. El CURA observa a DON QUIJOTE, moviendo la cabeza preocupado. Vemos en el pequeño escenario a DON GAIFEROS y a GALAOR, los cuales juegan ajedrez.)

 

GAIFEROS.-  Y acerco la reina al rey...

GALAOR.-  Pues yo pongo aquí mi torre y me defiendo.

GAIFEROS.-  Y yo pongo aquí el caballo; ¡Y jaque al rey!

GALAOR.-  Quieres ganarme, Gaiferos, pero no me voy a dejar, porque yo...

 

(Tocan fuerte a una puerta. Se escucha la voz de CARLO MAGNO.)

 

CARLO MAGNO.-  ¡Ábranme la puerta! Pronto, pronto, que soy yo: Carlo Magno. ¡Abran!

GAIFEROS.-  ¡Mi suegro!

 

(Surge CARLO MAGNO sin que se abra puerta alguna.)

 

CARLO MAGNO.-  ¿Cuántas veces les he dicho que no pierdan el tiempo jugando ajedrez? Sobre todo a ti, don Gaiferos ¿No te he dicho ya varias veces que vayas en busca de mi hija, marido olvidadizo?

GAIFEROS.-   (Rezongando.)  Es que he estado muy ocupado.

CARLO MAGNO.-  Pues ahorita mismito te desocupas, coges tu espada y tu caballo, y te vas a pelear con los moros.

GAIFEROS.-  Pero...

CARLO MAGNO.-   (Golpeándolo cómicamente.)  ¡Nada de peros, mequetrefe! Hace un año que Melisendrita está cautiva de esos moros malvados, y tú no das un paso para rescatarla...

GAIFEROS.-   (Desganado.)  Ya voy... ya voy...

CARLO MAGNO.-  Y dime si no quieres ir, para que entonces vaya yo. ¡No faltaba más!

GAIFEROS.-   (Saliendo.)  Ya me fui... ya me fui...  (Se escucha el galopar violento de un caballo.) 

CARLO MAGNO.-   (Gritando.)  Y me la traes enterita.  (Ve a GALAOR.)  ¿Y tú qué haces ahí de bobo, don Galaor? Vete corriendo a la torre y me avisas cuando lleguen. Anda... anda.

GALAOR.-   (Saliendo de mala gana.)  ¿Y si tardan un año? ¿Y si tardan dos? ¿Y si tardan tres...?  (Desaparece.) 

CARLO MAGNO.-  Pues ahí te estás... no faltaba más.

 

(Aparece súbitamente un fragmento de torre y, sobre ella, MELISENDRA, la cual otea le horizonte y luego llora desconsolada, poniéndose las manitas en los ojos.)

 

MELISENDRA.-  ¡Ay... Ay... Triste de mí! Un año há que soy cautiva de Moros... ¡Ay, ay...!  (Indignada de pronto.)  Ese don Gaiferos debe estar jugando al ajedrez, ¡como si lo viera!

 

(Sale MARSILIO, un moro feo de gran cabeza.)

 

MARSILIO.-  ¿Otra vez llorando, Melisendra? No me dejas dormir... ya te he dicho que me chocan las lloronas... ¡me chocan, me chocan!

MELISENDRA.-  Pues si te chocan, déjame ir.

MARSILIO.-   (Burlesco.)  Sí, sí, cómo no, para que se ría de mí don Gaiferos. Tú aquí te quedas, y él que sufra. Y ya me voy a dar mi paseo.

MELISENDRA.-  ¡Ah, moro sin corazón! Moro sin entrañas, ¡moro feo!

 

(MARSILIO ríe y sale.)

 

¡Ay!, ¿qué haré? ¿Qué haré? Pues no me queda más que seguir llorando.  (Se dispone a llorar, pero se detiene y mira a lo lejos con curiosidad, poniendo una manita de visera.)  ¡Mas qué veo! Allá veo venir a un caballero. Tal vez vaya para Francia, o para París. (Declamando:) 


Si de amor pensa sentís
por mesura o por bondad
Caballero, si a Francia ides
por Gaiferos preguntad.


Decidle que la su esposa
se le envía a recomendar
que ya me parece tiempo
que me debía de sacar.

 

(Entra el caballero, que resulta ser don GAIFEROS.)

 

GAIFEROS.-  No hay necesidad de ningún recado, Melisendra, porque soy yo.

MELISENDRA.-   (Cursi.)  ¡Ay, si es don Gaiferos!, mi esposo y mi galán...

GAIFEROS.-  ¿Qué haces ahí trepada arriba de esa torre? ¿No miras que te puedes caer? Baja inmediatamente.

MELISENDRA.-  No puedo. Está cerrada la puerta. Y Marsilio se ha llevado la llave.

GAIFEROS.-  Pues entonces, tendrás que saltar. No voy a estar aquí esperando todo el tiempo.

MELISENDRA.-  ¿Saltaaaar? ¡Ay de mí!

GAIFEROS.-  Y salta pronto, que por allá estoy mirando que viene un moro.

MELISENDRA.-  Es Marsilio que regresa de su paseo. ¡Ah!, pero va a quedarse con un palmo de narices.  (Gritando.)  Adiós, Marsilio, que ya vino mi Gaiferos por mí. Adióóóóós.

 

(MELISENDRA salta y cae sobre el caballo, a espaldas de GAIFEROS. Empiezan a galopar al mismo tiempo que llega MARSILIO.)

 

MARSILIO.-  Alto. Alto ahí. ¡Ah!, es mi terrible rival, don Gaiferos. Flor y nata de la caballería... Grrr... qué coraje... qué rabia. Pero yo lo tengo que alcanzar, y lo regresaré atado a la cola de mi mismísimo caballo.  

(GAIFEROS y MELISENDRA salen.)

  ¡A mí, a mí la guardia...!, que alguien se roba a la prisionera y se la lleva a París... Grrr.

 

(DON QUIJOTE ha tomado una vara y, manejándola como una espada, se abre paso entre la gente y va hacia el teatrito.)

 

QUIJOTE.-   (Gritando indignado.)  No consentiré que en mi presencia ataquen los moros a don Gaiferos. Deténganse, malandrines, y vengan a luchar conmigo. Que don Gaiferos es un atrevido enamorado y Melisendra una dama muy principal.  (Lanza varazos a diestra y siniestra.)  Tengan villanos, arteros perseguidores de mujeres indefensas. Ya les enseñaré yo a tener princesas cautivas. Corred, don Gaiferos, que yo acabaré mientras tanto con toda esta morisma de infieles.

CURA.-  Deténgase, señor don Alonso, que esos que mata no son verdaderos moros, sino muñecos de pasta... deténgase.

QUIJOTE.-   (Atacando al CURA.)  ¡Atrás, atrás! Que si no, probaréis la fuerza de mi brazo.

PEDRO.-  ¡Ay, ay! que acaba con mi negocio.

 

(MAESE PEDRO se interpone, tratando de salvar a sus muñecos, y es atacado también por DON QUIJOTE. La gente huye. Solo SANCHO, asombrado, queda contemplando a DON QUIJOTE.)

 

QUIJOTE.-  ¡Ah! ¿Tú te interpones, gigante? Pues espera, que ni tu tamaño ni tus encantamientos, ni magias, quebrantarán mi valor...

 

(MAESE PEDRO esquiva el varazo, y DON QUIJOTE continúa golpeando. Derriba el teatrillo, y MAESE PEDRO, llorando, recoge algunas figuras.)

 

PEDRO.-  ¡Ay!, mi emperador Carlo Magno. ¡Ay!, mi rey Marsilio. Miren cómo me lo ha descabezado. ¡Pecador de mí!, que me he quedado sin fortuna...

QUIJOTE.-   (Retador.)  Que se me pongan ahora adelante esos que dicen que los caballeros andantes no somos de provecho... a ver... a ver...

CURA.-  Jesús... Jesús... ampáranos, Señor, que el bueno de don Alonso se ha vuelto completamente loco.

PEDRO.-  ¡Qué furia de hombre, qué furia!

SANCHO.-  Pues gracias a esa furia se salvaron el señor don Gaferro y su mujer, la melindrosa.

CURA.-  Melisendra, Sancho.

SANCHO.-  Eso dije.

QUIJOTE.-   (Saliendo.)  ¡Viva la caballería andante!

SANCHO.-  ¡Viva!

PEDRO.-  Han acabado con mis muñecos, pobre... pobre de mí...

CURA.-   (Compadecido.)  Tenga, Maese Pedro, tenga algo de este dinero para que compre otros. Y le pido perdón a nombre de mi amigo. Es un hombre bueno y pacífico, pero por leer tantos libros de caballería ha sido presa de una extraña locura. Ya ve, cree que todos esos personajes de fantasía son reales.

 

(Oscuro rápido. Luz a otra área del escenario. DON QUIJOTE entra cargado con una lanza, un casco y una vieja armadura desarmada. Deja la lanza a un lado, se pone el casco y trata de ajustar las piezas de la armadura.)

 

QUIJOTE.-  Con unos alambres aquí, un poco de aceite allá y una buena pulida, esta armadura de mi bisabuelo quedará como nueva.  (Limpia y pule, y trata de ajustar las piezas. SANCHO asoma la cabeza.) 

SANCHO.-  ¿Se puede? Me dijeron que quería su merced verme, y aquí estoy. Pues al mal paso darle prisa y que mal anda, mal acaba... ¿Ya no está su merced disgustado?

QUIJOTE.-  Esa ira que viste que desplegué, Sancho amigo, surgió ante la contemplación de la injusticia, pero una vez cumplido mi cometido, yo soy el caballero más amable y dulce que los siglos conocieron. Y para que veas que te tengo buena voluntad, he pensado en que me sirvas.

SANCHO.-  ¿Y en qué le puedo servir a su merced? ¿Quiere que le siembre el trigo? ¿Qué le are los surcos? ¿Qué le cuide la huerta? Todo eso sé hacer, y muy bien, aunque mal me esté decirlo.

QUIJOTE.-  ¡Oh, no! No será ninguna de esas comunes ocupaciones, Sancho. Es algo más importante y mejor. Me servirás de escudero.

SANCHO.-  ¿Escudero? ¿Y qué cosa es eso? ¿Puede saberse?

QUIJOTE.-  Pienso salir, como todo caballero andante que se respete, de correría por el mundo, a defender huérfanos y viudas, a luchar contra gigantes, y a libertar princesas cautivas; y necesito un hombre que cargue mi escudo, cuide mi caballo y lleve las alforjas.

SANCHO.-  ¡Ah!, pues no, no cuente conmigo, que yo no nací para viajero. Que mi madre bien decía: estate en tu casa y te lo mal emplees. Y si en mi casa tengo apuros y pobrezas, qué no será por esos caminos de Dios. Más vale un toma que dos te daré, y dime con quién andas...

QUIJOTE.-  Has de saber, amigo Sancho, que los antiguos caballeros andantes tenían por costumbre hacer a sus escuderos gobernadores de algunos reinos o ínsulas que ganaban.

SANCHO.-   (Interesado.)  ¡Gobernadores!

QUIJOTE.-  Así, yo no quiero ser menos, y pudiera ser que antes de seis días gane yo algún reino y...

SANCHO.-  Mejor sería una ínsula.

QUIJOTE.-  Sí, una ínsula; y tú podrías ser gobernador de ella.

SANCHO.-  ¡Yo gobernador! ¿Sancho, el labrador? ¡Ah, ja, jay! ¡Viva mi señor don Alonso...! Don Alonso el bueno.

QUIJOTE.-  Nada de don Alonso. Ese no es un nombre propio de un caballero andante. Te prohíbo, Sancho, que vuelvas a llamarme de ese modo.

SANCHO.-  Entonces, ¿cómo debo llamar a su merced?

QUIJOTE.-  Ya he pensado y re pensado durante un mes, y he llegado a descubrir un nombre hermoso y sonoro: Don Quijote.

SANCHO.-  ¿Don Quijote?

QUIJOTE.-  Pero no a secas, pues así, como el valeroso Amadís tomó el nombre de su patria, que era Gaula, y se llamaba Amadís de Gaula, yo escojo el nombre de esta región y me llamaré Don Quijote de la Mancha, para hacer famosa por siempre a mi patria, que es este lugar: ¡La Mancha!

SANCHO.-  ¿Y yo tengo también que cambiarme el nombre? No sabría responder a otro, que no fuera Sancho, que así me llamó mi madre desde que nací, y así me han llamado todos, y el que es perico, donde quiera es verde...

QUIJOTE.-  Tú seguirás siendo Sancho, pero no así mi caballo.

SANCHO.-   (Despreciativo.)  ¿Llama su merced caballo a ese rocín flaco y viejo que está ahí afuera?

QUIJOTE.-   (Indignado.)  ¡Rocín! Mira bien lo que dices, Sancho, que ese caballo se puede comparar a otros muy famosos que hubo en la historia, como Babieca, el del Cid o Bucéfalo, el de Alejandro.

SANCHO.-  Pues no los conocí, pero a mí, este solo me parece un rocín antes que un...

QUIJOTE.-   (Pensativo.)  Rocín... antes... ¡sí! ¡Rocinante! Qué buen nombre. Es fuerte, sonoro y significativo de lo que fue antes de lo que es ahora: El mejor de todos los rocines del mundo.

SANCHO.-  Pues si su merced lo dice, le llamaremos Rocinante... Por mí...

QUIJOTE.-  Pues ya está todo... ¡Ya está todo! La armadura, el caballo, el escudero...  (Entusiasmado.)  Partiremos mañana al amanecer. Y no te olvides, Sancho, de llevar en las alforjas algunas provisiones para el camino.

SANCHO.-  Y también voy a llevar mi burro, que yo a pie no sé andar, que el que anda entre la miel algo se le pega...

QUIJOTE.-   (Dudoso.)  ¿Burro? Pues no recuerdo a ningún escudero que, en mis libros de caballería, haya ido montado en burro.

SANCHO.-  Pues caballo no tengo.

QUIJOTE.-  Bueno, lleva el burro, ya conseguiremos un caballo.  (Grita, exaltado, de pronto.)  ¡Ay, ay, tonto de mí, Sancho! Soy un caballero olvidadizo y desleal. Qué va a pasar, dime tú, Sancho, si yo venzo en singular batalla a un gigante, de los que mucho abundan por ahí, y lo derribo y lo parto por la mitad...  (Sacudiéndolo.)  ¿Qué va a pasar?

SANCHO.-   (Medroso.)  ¿Qué va a pasar?

QUIJOTE.-   (Preocupado.)  ¿A qué dama de mis pensamientos lo voy a mandar para que le diga que yo lo vencí?

SANCHO.-  Pues yo qué sé.

QUIJOTE.-  Todo caballero andante que se respeta tiene una dama por quién suspirar.  (Soñador.)  Una dulce dama.

SANCHO.-  Pues yo no conozco a ninguna... solo labradoras: Maritornes, la de la Venta; María, la tuerta, y Aldonza, la hija de Lorenzo, la del Toboso. Pero dulce, lo que se llama dulce...

QUIJOTE.-  Dulce del Toboso... No, no... ¡ya sé! Dulcinea del Toboso  (Complacido.)  ¡Ah!, qué nombre tan músico y significativo. Ella será la dueña de mis pensamientos y la causa de mis suspiros...  (Suspira.) 

SANCHO.-  Si usted lo dice.  (SANCHO, arrobado, se sienta en el suelo, mientras DON QUIJOTE continúa hablando). 

QUIJOTE.-  ¡Ah, dichosa edad y siglo dichoso aquel donde saldrán a luz las famosas aventuras mías, dignas de tallarse en bronces y esculpirse en mármoles! ¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón, que tantas penas por vuestro amor padece...!

 

(Oscuro. Cambio de luces que den idea de un amanecer. Pasan algunos pastores: Uno jalando un árbol; otro un molino. Entran DON QUIJOTE, sobre un caballo de madera, y SANCHO, en un burro del mismo material.)

 

SANCHO.-  Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide la ínsula que me tiene prometida, que yo la sabré gobernar, por grande que sea.

QUIJOTE.-  Encomiéndalo a Dios, Sancho, que yo creo que lo que menos obtendremos será un principado.

SANCHO.-  ¿Principado? ¿Sería yo entonces un príncipe?

QUIJOTE.-  Sí, serías príncipe.

SANCHO.-  ¿Y mi mujer, princesa?  

(DON QUIJOTE no responde, pues, admirado, mira a lo lejos.)

  ¡Ah!, no con quien naces, sino con quien paces.

QUIJOTE.-  Suerte tenemos, Sancho, que ahí veo venir treinta o más desaforados gigantes, con los cuales voy a luchar, y a quitarles la vida, y con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer.

SANCHO.-  ¿Gigantes? Pero... ¿qué gigantes?

QUIJOTE.-  ¿No los ves? Son aquellos, los de los brazos que amenazan al cielo...

SANCHO.-  ¿Eso? Mire bien vuestra merced, que no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que parecen brazos son las aspas que giran.

QUIJOTE.-  ¡Te digo que son gigantes! Y si tienes miedo, apártate de aquí y ponte a rezar; mientras yo trabo con ellos fiera y descomunal batalla.

SANCHO.-  Son molinos, fíjese bien  (Al público.)  ¿Verdad niños que son molinos?  (Gritando.)  ¡Son molinos!, ¡son molinos!

QUIJOTE.-  Son gigantes...

 

(DON QUIJOTE se lanza al ataque.)

 

QUIJOTE.-  No huyan, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.  (Giran las aspas.)  Y aunque mováis los brazos tan fuerte como el gigante Briareo, yo os venceré.

SANCHO.-  Válgame Dios, pero qué hombre tan necio.

 

(DON QUIJOTE sale de escena y se escucha gran bulla de pastores:)

 

PASTORES.-  ¡Hey, cuidado!

PASTORES.-  ¿Qué va a hacer ese hombre?

SANCHO.-  ¡Ay, que ya le dio un lanzazo a las aspas! ¡Ay, que se quedó prendido...!

PASTORES.-  Se va para arriba con todo y caballo...

SANCHO.-  Suéltese, señor don Quijote...

PASTORES.-  Que se mata.

PASTORES.-  Que se mate el loco.

SANCHO.-  Mejor no se suelte, que se mata.  (Mirando hacia arriba.)  ¡Ay, hasta dónde está...!, hasta dónde ¡Ah... ya baja...!, ya baja.

 

(SANCHO huye y se protege con los brazos, como si DON QUIJOTE fuera a caerle encima. DON QUIJOTE aterriza en escena lanzado por las aspas. SANCHO se acerca.)

 

SANCHO.-  ¿Está su merced vivo? ¿Está vivo?

QUIJOTE.-   (Quejándose.)  ¡Aaaaay!  

(SANCHO le ayuda a levantarse.)

  Ayúdame, Sancho, que me parece que estoy roto en mil pedazos.

SANCHO.-  ¿No le dije yo a vuestra merced que eran molinos y no gigantes? Y ya ve, eran molinos, que no siempre el que porfía mata venado.

QUIJOTE.-  ¡Ay, ay...!, calla, Sancho, que tú no sabes de magias y encantamientos. Yo creo que el sabio Frestón, que me tiene mala voluntad, ha cambiado a esos gigantes por molinos de viento, para quitarme la gloria de haber vencido.

SANCHO.-  Si su merced lo dice... pero yo vi muy clarito que eran...

QUIJOTE.-  Pero acércate, Sancho, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan.  (DON QUIJOTE abre la boca. SANCHO se acerca y mira.) 

SANCHO.-  ¿Cuántas muelas tenía su merced de este lado?

QUIJOTE.-  Cuatro arriba y cuatro abajo; todas enteritas y sanas.

SANCHO.-  Pues arriba hay una y media; y abajo, nada.

QUIJOTE.-  ¡Ah!, cuánto siento esta pérdida, pues has de saber, Sancho, que un diente vale mucho más que un diamante.

SANCHO.-  Por eso mismo, hay que cuidarlos y no andar de peleonero... ¿No le parece a su merced que deberíamos regresar al pueblo para que lo vea el dentista?

QUIJOTE.-  De ninguna manera, Sancho. Son muchas aventuras las que nos esperan, y un caballero andante no debe preocuparse por diente de más o diente de menos. Seguiremos adelante.

SANCHO.-   (Sin entusiasmo.)  Pues seguiremos adelante.  (Va por ROCINANTE que ha quedado fuera de escena. Montan sus respectivos animales y salen. Oscuro.) 

 

(Otra área. Entra el CURA, se detiene y busca en la lejanía. Entra un PASTOR, el cual camina mostrando indignación. El CURA sale a su encuentro.)

 

CURA.-  Buenos días te dé dios, hijo.

PASTOR.-   (Malhumorado.)  Malos me los ha dado, señor cura. Muy malos.

CURA.-   (Algo amoscado.)  Dime, pastor, por casualidad... ¿no has visto por estos caminos a un par de personas... algo... raras...?

PASTOR.-   (Alzando la voz.)  ¿Por casualidad? Dirá su merced por mi mal... ¡son dos locos!

CURA.-   (Tímido.)  Uno. Solo uno de ellos; y ese es don Alonso, que el otro es cuerdo, pero algo tonto.

PASTOR.-  Pues el más loco de ellos, ese, don Alonso, ha hecho grandes destrozos por todo el campo de Montiel. Rompió las aspas de un molino, y atacó a mi rebaño de ovejas, que pacían tranquilamente, gritando que eran ejércitos de soldados armados.

CURA.-   (Resignándose.)  ¡Válgame el Señor!

PASTOR.-  Y por más que yo le grité que dejara tranquilo a mi rebaño y que se detuviera, no me hizo caso.

CURA.-  ¡Loco! ¡Loco está! ¡Dios nos asista!

PASTOR.-  ¿Y qué iba yo a hacer contra un hombre que lleva una lanza? Coger mi honda y lanzarle piedras. Allá quedó, tirado en campo. Y no me acuse a mí nadie, que él fue el que me provocó.

CURA.-  ¡Ah, si estará muerto mi pobre amigo! ¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer? ¡Ah, ya sé! El castillo de mis amigos los duques está cerca. Les pediré que me ayuden. ¡Pobre don Alonso!

 

(Sale.)

 

PASTOR.-  Sí, sí, se preocupa por el loco, pero no por mis pobres ovejas y carneros. Quién me los va a pagar a mí. ¡Quién!

 

(Sale también.)

 
 

(Hay un cambio de luces. Salen, por otro, lado DON QUIJOTE y SANCHO. SANCHO casi cargando al primero.)

 

SANCHO.-  ¿No le dije yo, señor caballero andante, que se regresara, que no eran ejércitos, sino carneros?

QUIJOTE.-  Todo eso me lo ha hecho ese sabio Frestón, mi enemigo, pero yo te aseguro que nada han de poder sus malas artes contra la fuerza de mi espada.

SANCHO.-   (Que ha sacado unas vendas y le venda la cabeza a su amo.)  Pues sí, pero mientras, ya quedó descalabrado. Ese pastor tiene buena puntería y... las piedras que llovieron fueron bastantes.

QUIJOTE.-  Son cosas de la guerra, Sancho. Cosas de la guerra.

SANCHO.-   (Contemplando el vendaje.)  Me parece que así quedó bien. Ahora descanse un poco, siéntese junto a esta encina. Y mientras, aprovecharemos para comer, que la lucha da hambre. Y a quién le dan pan que llore.

QUIJOTE.-  Come tú, si quieres, Sancho; que los caballeros andantes suelen quedarse sin comer hasta un mes, alimentándose tan solo de sabrosos pensamientos.

SANCHO.-  ¿¡Un mes!? Pues yo no lo podría dejar de hacer ni un día; así que como yo no soy caballero andante... ¡empiezo!  (Principia a comer y a beber de una bota, con gran satisfacción. De pronto, DON QUIJOTE se levanta precipitadamente.) 

QUIJOTE.-  O mucho me engaño, o esta va a ser la más famosa aventura de mi vida. Ahí tienes, amigo Sancho, a unos malvados encantadores que han raptado alguna princesa y la llevan secuestrada en aquel coche.

 

(Entran caminando dos frailes. Algo detrás de ellos, dos criados, los cuales llevan cargando una parihuela dentro de la cual va una mujer.)

 

SANCHO.-  ¡Ay!, creo que esto va a ser peor que los molinos de viento. Mire mi señor don Quijote, que esos son dos frailes; y la señora que va en el coche ha de ir de viaje.

QUIJOTE.-  Tú no entiendes nada de aventuras, Sancho. Ahora vas a ver que lo que yo te digo es verdad.  (Toma la espada y se enfrenta a los frailes, los cuales, asombrados, se detienen, lo mismo hacen los criados que van atrás.) 

QUIJOTE.-  ¡Gente endiablada y maligna, os exijo que ahora mismo dejéis en libertad a esa hermosa princesa que lleváis prisionera en el coche!

FRAILE 1.º.-  Nosotros no somos ninguna gente endemoniada, sino frailes.

FRAILE 2.º.-  Y ni siquiera conocemos a la señora del coche.

QUIJOTE.-  ¡Ah, queréis engañarme, pero yo os conozco, canallas!, ¡malignos encantadores, cautivadores de princesas! ¡Yo os conozco!

 

(Los ataca. Los frailes corren asustados. Uno de ellos huye, pero el otro se tropieza y cae. SANCHO se acerca a él y empieza a quitarle el hábito. Al ruido, la DAMA se asoma y llama a uno de los criados.)

 

DAMA.-  ¿Qué pasa? ¿Por qué nos detenemos, Ramiro?

CRIADO.-  No lo sé, señora ama.

DAMA.-  Anda a ver qué ha sucedido, muchacho.

 

(El CRIADO ve a SANCHO que despoja al fraile.)

 

CRIADO.-  Oye, tú, ¿qué haces? ¿Por qué despojas a este buen fraile?

SANCHO.-  Mi amo, el señor don Quijote, ha vencido a este malvado caballero y yo tengo derecho a todo lo que trae: su bolsa, su ropa y su...

CRIADO.-   (Asombrado.)  ¿Qué dices?

SANCHO.-  Son las leyes de la caballería.

CRIADO.-  ¡Qué leyes ni que ocho cuartos, eso es robar, sinvergüenza! ¡Ten! ¡Toma, ladrón! ¡Asaltante de caminos!

 

(Golpea a SANCHO con un palo y lo deja tendido. Mientras tanto, el FRAILE huye y DON QUIJOTE se ha acercado a la mujer, y abre la puertecilla del coche.)

 

QUIJOTE.-   (Galante.)  Hermosa dama, sabed que yo soy el gran caballero don Quijote de la Mancha y que he vencido a esos pérfidos secuestradores vuestros. Quedáis libre. Solamente os suplico que vayáis ahora mismo al Toboso, os presentéis a mi señora doña Dulcinea, y le digáis la valerosa hazaña que acabo de realizar.

CRIADO.-   (Acercándose.)  ¡Anda, mal caballero, deja pasar a mi señora, o te las vas a ver conmigo!

QUIJOTE.-   (Sacando la espada.)  ¡Ah!, ¿otro malandrín? ¡Ahora verás tú, quién es don Quijote de la Mancha, villano!

 

(El CRIADO blande el palo. El otro CRIADO se oculta tras la parihuela. Pelean cómicamente. El CRIADO resbala y DON QUIJOTE le pone la punta de la espada en el pecho.)

 

DAMA.-  ¡Por amor de Dios, deténgase!

QUIJOTE.-  ¡Ríndete, cobarde caballero, o te cortaré la cabeza!

DAMA.-   (Cayendo de rodillas ante DON QUIJOTE.)  Si sois caballero, yo os suplico que perdonéis la vida a este pobre hombre.

QUIJOTE.-  Se la perdono de buen grado, hermosa señora. Pero me habéis de prometer que iréis al Toboso y...

DAMA.-  ¡Sí, sí, iremos, iremos, iremos!  (Ayudándole al CRIADO a levantarse.)  Levántate. ¡Vámonos!

QUIJOTE.-  Y buscaréis a doña Dulcinea...

DAMA.-  ¡Sí, sí! La buscaremos.  (Al otro CRIADO.)  Vámonos pronto de aquí, este hombre es un loco.

QUIJOTE.-  Y le diréis que soy su leal caballero y le contaréis la valerosa hazaña que acabo de realizar.

CRIADO.-  ¡Sí, sí! Se lo diremos.

 

(La DAMA sube a la parihuela. Los criados la levantan y salen corriendo.)

 

QUIJOTE.-   (Gritando.)  Contadle la valerosa hazaña que acabo de realizar.

 

(SANCHO se ha levantado y se acerca a DON QUIJOTE.)

 

SANCHO.-  Espero que vuestra merced va a darme ahora el gobierno de la ínsula que en esta batalla ha ganado.

QUIJOTE.-  Esta aventura, Sancho, no fue de ínsula, sino de encrucijada; y me parece que solo he sacado de ella una oreja rota.

SANCHO.-  ¡Ay, y yo varios palos! ¿Así que no hay ínsula?

QUIJOTE.-  Pero ten paciencia, que otras aventuras vendrán... Y mira, ya estamos en este bosque, te diré que pienso realizar en él una hazaña que me haga famoso.

SANCHO.-   (Temeroso.)  ¿Y es muy peligrosa esa hazaña?

QUIJOTE.-  Has de saber que los caballeros andantes acostumbraban retirarse a algún lugar muy apartado y solitario como este, y ahí hacían gran penitencia; hasta que la dama de sus amores les escribía una carta. Y este me parece un lugar muy bueno para hacerla.

SANCHO.-  ¿Y cuál va a ser la penitencia?

QUIJOTE.-  No comer, no beber, darme cabezazos contra las piedras y... y... en fin, hacer locuras.

SANCHO.-  Y... y ¿por qué tantos disparates, mi amos?

QUIJOTE.-  Para que tú vayas y se lo cuentes a mi señora Dulcinea.

SANCHO.-  ¿Yo? De ninguna manera.

QUIJOTE.-  Tú vas y se lo cuentas.

SANCHO.-  Que no. Que el chisme agranda, y el chismoso enfada.

QUIJOTE.-   (Gritando.)  Vas y se lo cuentas.

SANCHO.-  Que... no...

QUIJOTE.-  ¡Es una orden!

SANCHO.-  Bueno, bueno, pero no se enoje su merced.

QUIJOTE.-  Y le dices que solo una carta escrita por sus dulces manos pondría fin a mis tristezas.

SANCHO.-  Pues entonces, parto al momento.

QUIJOTE.-  Espera. Quiero que antes me veas desnudo, haciendo una o dos docenas de locuras para que puedas jurar a Dulcinea que me viste hacerlas.

 

(Se quita la ropa y principia a hacer cómicas piruetas en el aire, al mismo tiempo que SANCHO se tapa, avergonzado, la cara, pero mira curioso por entre los dedos de sus manos. DON QUIJOTE, dando maromas, da vuelta a una roca y queda oculto tras ella.)

 

SANCHO.-   (Al asno.)  Ahora sí puedo jurar con certeza que lo he visto loco. Vámonos al Toboso, compañero.  (Sale montado en su asno, pero, de pronto, jala las riendas de su cabalgadura.)  Que tengo que hablar algo contigo:

 (Canción.) 

¿Sabes acaso a dónde vamos?
No, no iremos a comprar pasto ni grano.
¡No, por cierto!
Voy a buscar a una princesa,
hermosa como el Sol y el cielo juntos;
y además... dulce...
¿Y dónde esperas, mi rucio, que la busque?
¿En París? ¡No, por cierto!
En el Toboso,
donde no existen palacios ni de asomo.
Y donde no hay princesas, ¡ay de mí!
Sino fieras y burdas labradoras.
¿Y de parte de quién voy a buscarla?
Pues de parte de mi amo,
famoso caballero de la Mancha,
el que deshace entuertos y, por cierto, también mata gigantes.
¡Dónde voy a encontrar a una princesa,
hermosa como el Sol y el cielo juntos,
y además... dulce...!

 

(Baja a la luneta y da una vuelta. Regresa más tarde al escenario por el lado contrario de donde salió. Mientras tanto, entran el CURA, la DUQUESA y el DUQUE.)

 

CURA.-  ¡Cuánto les agradezco, queridos Duques, que hayan dejado su palacio!, y con esa alma bondadosa que tienen se hayan dignado venir a ayudarme en este trance tan apurado.

DUQUESA.-  Mi marido, el Duque, y yo lo estimamos mucho, señor Cura, y nunca podríamos negarle un pequeño servicio como este.

DUQUE.-  Y más si se trata de regresar a un amigo enfermo a su casa, como dice que está enfermo ese señor don Alonso.

CURA.-  Pues entonces, quedamos que la señora Duquesa fingirá ser una princesa desamparada y que el señor Duque será su criado.

DUQUE.-  ¿Y si el señor don Alonso, o don Quijote, como quiere ahora que se le llame, se niega a ayudarla?

DUQUESA.-  Pierde cuidado, que yo encontraré la manera de convencerlo. ¡Tengo imaginada una historia buenísima!

CURA.-  Ahora solamente nos falta encontrarlo. Me dijeron que anda por aquí.  (Ve a SANCHO.)  ¡Ah!, pero miren, queridos Duques, justamente allá viene Sancho, su criado. Alcáncelo y pregúntenle dónde está su amo.

DUQUESA.-  Sí, sí, pero que no lo vea a usted, señor cura, pues sospecharía el engaño.

CURA.-  Tiene razón, mi señora Duquesa. Me iré y los esperaré en la posada.

DUQUE.-  Sí, allá llegaremos.

 

(Van los Duques tras de SANCHO.)

 

CURA.-   (Al público.)  Ojalá logren su empeño, no está mi amigo en edad de tener estas aventuras. Ya está muy viejo.  (Espiando.)  Ya platican con Sancho. Sí, sí, les indica hacia aquel camino, por allá debe estar don Quijote.  (Sale.) 

 

(SANCHO y los Duques recorren el camino que SANCHO había realizado. El CURA sale. Se escuchan tristes lamentos y algunos cantos, proferidos por DON QUIJOTE. Este surge entre las peñas, declamando.)

 
QUIJOTE
Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea;
pues por pagaros escote,
aquí lloró don Quijote ausencias de Dulcinea...
del Toboso...
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal sin saber cómo, o por dónde,
hiriolo amor con su azote,
no con su blanda correa,
y en tocándolo el cogote,
aquí libró don Quijote ausencias de Dulcinea...
del Toboso...

 

(Llega la DUQUESA, seguida del DUQUE y de SANCHO, y dirigiéndose a DON QUIJOTE se postra de rodillas ante él.)

 

DUQUESA.-  De aquí no me levantaré. ¡Oh valeroso y esforzado caballero!, hasta que vuestra bondad y cortesía me otorgue un don.

QUIJOTE.-  Y yo no responderé palabra, hermosa señora, hasta que no os levantéis.

DUQUESA.-  Y yo no me levantaré hasta que me lo prometáis.

QUIJOTE.-  Y yo no os prometeré hasta que os levantéis.

SANCHO.-   (Bajo.)  Concédale el don que pide, mi amo. ¡Es cosa de nada!, solo hay que matar a un gigantote, y esta que lo pide es una princesa.

QUIJOTE.-   (Bajo.)  Sea quien sea, yo haré mi obligación, y lo que me dicte mi conciencia.  (A la DUQUESA.)  Y levántese ya princesa, que yo le otorgo el don que pide.

DUQUESA.-   (Levantándose.)  Pues lo que pido es que se venga luego conmigo, donde yo lo lleve; y no se ha de meter en otra aventura hasta vengarme de un traidor que me ha quitado mi reino.

QUIJOTE.-  Yo prometo que haré todo eso pues por algo soy caballero andante. Sancho, prepara mis armas y mi caballo. Ese traidor se las verá pronto con mi fuerte brazo, y vos princesa, ¡oh, hermosísima princesa!, recuperaréis vuestro reino.

DUQUE.-   (Bajo, a la DUQUESA.)  ¡Bravo, duquesa!, lo llevaremos a la posada, y de ahí a su pueblo, y a su casa.

DUQUESA.-  Me duele un poco engañarlo, pues se ve que es un alma noble; y cree luchar por la verdad.

QUIJOTE.-  Antes de ponernos en camino, señora mía, quisiera saber toda la historia si es que no os aflige el contárnosla.

DUQUESA.-  Yo la contaré, si es que no os aburre oír lástimas y desgracias.

QUIJOTE.-  No me aburre, no; al contrario.

 

(Todos se acomodan para escuchar la historia.)

 

DUQUESA.-  Deben saber ustedes que yo soy la princesa Micomicona, legítima heredera del reino de Micomicón. Mi padre fue Tinacrio, el Sabidor, quien, además de rey, era mago.

QUIJOTE.-  ¡Oh! ¿Lo oyes, Sancho? ¡Era mago!

SANCHO.-  ¿Y era dueño de alguna ínsula?

DUQUESA.-  No de una, sino de varias, además de ducados, condados y principados.

SANCHO.-  Señor amo, estas son las aventuras que me gustan. ¿Oyó? ¡Ínsulas y principados!

DUQUESA.-  Pues decía yo, que mi padre descubrió, por medio de sus artes mágicas, que cuando él muriera me iba a quitar el trono un enorme gigante llamado Pandafilando de la Fosca Vista.

DUQUE.-  ¡Nombre espantoso y terrible!

DUQUESA.-  Lo llaman así porque, aunque tiene los ojos en su lugar, y derechos, siempre mira al revés, como si fuera bizco; y lo hace solamente de pura maldad, para espantar a aquellos que lo miran.

QUIJOTE.-  Mirare como mirare; al revés o al derecho, a mí no me causará espanto. Pero, seguid la historia, princesa.

DUQUESA.-  Pues me dijo mi padre que cuando esto sucediera, me había de poner en camino por el mundo hasta encontrar un caballero de gran fama, que se había de llamar don Azote, o don Jigote.

SANCHO.-  Don Quijote, diría, señora mía.

DUQUESA.-  Así es, sí. Don Quijote. Me dijo también que si este caballero, después de haber degollado al gigante, quisiera casarse conmigo, que yo lo debía aceptar y hacerlo rey.

SANCHO.-   (Jubiloso.)  ¡Ah, al fin ya nos llegó el reino!

QUIJOTE.-  ¡Oh, alta señora!, yo degollaré a ese gigante, y vos podréis reinar entonces pacíficamente vuestro reino, pero... de casamiento... ¡ni hablar!

SANCHO.-  ¡Cómo que ni hablar!

QUIJOTE.-   (Romántico.)  Mientras yo tenga cautivo el corazón, y perdido el entendimiento por mi señora Dulcinea, no es posible que yo piense casarme ni aun con el Ave Fénix.

SANCHO.-   (Respingando, indignado.)  ¡Pero cómo! ¿Va a despreciar su merced una fortuna como esta? Así, nunca voy a tener ni condado ni ínsula. Y todo por la tal Dulcinea, que no le llega a esta princesa ni a la suela de los zapatos.

 

(DON QUIJOTE, indignadísimo, y sin decir palabra, toma la lanza y le propina a SANCHO un tremendo lanzazo. Intenta darle más, pero SANCHO corre y se protege tras la DUQUESA.)

 

QUIJOTE.-  ¡Bellaco descomulgado! ¡Cómo te atreves a hablar así de mi señora Dulcinea! ¿Qué no ves, lengua viperina, que ella es la que le da fuerza a mi brazo y valor a mi corazón?, ¿qué no ves, desagradecido, que yo vencería al gigante, y conquistaría a un reino, y te haría marqués, solamente porque ella me inspira?

DUQUESA.-  Has hecho muy mal, Sancho, en hablar tan a la ligera. Bésale la mano a tu señor, y pídele perdón.

DUQUE.-  Y no ofendas a la señora Dulcinea, que aunque no la conocemos, todos estamos para servirla.

DUQUESA.-  Y por mi parte te digo, Sancho, que tal vez yo encuentre en mi reino alguna ínsula, donde puedas vivir como príncipe.

SANCHO.-   (Humilde, a DON QUIJOTE.)  Perdóneme su merced, que yo reconozco que la señora Dulcinea me parece muy bien.

QUIJOTE.-  Pues ten mucho cuidado con lo que dices y que no vuelva a suceder. Y ya que estamos en estas pláticas, Sancho, dime tú: ¿Qué cara puso mi señora Dulcinea cuando le contaste mi penitencia? ¿Se sonrojó? ¿Se sonrió?

SANCHO.-  Pues ni se sonrojó ni sonrió, ni puso ninguna cara.

QUIJOTE.-   (Sorprendido.)  ¡Cómo Sancho, no entiendo!

SANCHO.-   (Aparte, a la DUQUESA.)  ¡Ay! ¿Cómo le digo que no fui al Toboso?

QUIJOTE.-   (Desconcertado.)  ¿Acaso te habló tras alguna cortina?

SANCHO.-  Sí, sí, eso es, tras una cortina.

DUQUESA.-  ¿Y por qué no fuiste, Sancho?

SANCHO.-  Porque está muy lejos. Y porque, además, cuando iba hacia allá, su merced me pidió que la trajera con mi amo. No puedo hacer dos cosas a la vez. Ir y quedarme.

DUQUESA.-  Pues confiésaselo.

SANCHO.-  Sí, cómo no, para que me dé otro lanzazo.

QUIJOTE.-   (Preocupado.)  Pero su voz, Sancho, su voz... ¿Temblaba al hablar de mí?

SANCHO.-  Sí, un poco.

QUIJOTE.-  ¿Y qué dijo...?

SANCHO.-   (A la DUQUESA.)  ¡Ay! ¿Qué le digo que dijo?

DUQUESA.-  Que... que le encantaba tener noticias de su caballero.

SANCHO.-   (A DON QUIJOTE.)  ¡Que estaba encantada, sí! Que estaba encantada.

QUIJOTE.-   (Alarmado.)  ¡Encantada! ¡Ah, Sancho, ese fue el malvado de Frestón, mi enemigo! ¡Encantada mi señora! ¿Y convertida en qué...? Con razón, con razón, Sancho, te habló protegida por una cortina. Debe causarle pena y dolor el que la vean convertida en su nueva figura. ¿Y no percibiste algo más, Sancho?

SANCHO.-   (Confuso.)  ¿Percibir? Sí, un fuerte olor a sudor y a ajos.

QUIJOTE.-   (Ofendido.)  ¡A perfume francés, querrás decir, Sancho! Que eso es a lo que huele mi señora.

SANCHO.-  Pues no, olía a ajos.

QUIJOTE.-  ¡Ay!, pues por lo que dices, estoy sospechando que ese malvado mago ha convertido a mi dulce princesa en una burda campesina. ¡Ay, una campesina que huele a sudor!

SANCHO.-   (Insistente.)  Y a ajos.

QUIJOTE.-   (Dolorido.)  ¡Ay, tan soberana señora!

SANCHO.-  Sí, ¡tan sobajada señora!

DUQUESA.-  Soberana, Sancho.

SANCHO.-  Eso dije, sobajada.

 

(DON QUIJOTE se pasea preocupado, murmurando.)

 

QUIJOTE.-  Ese malvado Frestón es un mago poderoso. ¡Tengo que encontrar la forma de desencantarla! ¡Oh, mi señora! ¡Dulce señora...!

DUQUE.-  Señor don Quijote, la noche ya se acerca, y nosotros estamos en el bosque. Debemos iniciar la marcha para llegar a tiempo a alguna posada.

 

(DON QUIJOTE no hace caso.)

 

DUQUESA.-  Dice bien mi paje, señor don Quijote, debemos ponernos en camino.

QUIJOTE.-   (Saliendo de su abstracción.)  ¿Eh...? ¿Qué...?

DUQUESA.-  Que debemos de ponernos en camino, pues se hace de noche.

QUIJOTE.-  ¡Ah!, sí, sí, vamos. Tengo que cumplir primero mi promesa, Sancho. Luego veremos la forma de desencantar a mi señora Dulcinea.

 

(Se escucha una música marcial con trompetas. DON QUIJOTE monta en su caballo, recibe sus armas de SANCHO y dice a los demás:)

 

QUIJOTE.-   (Altivo.)  Caballero andante soy, y esta es mi obligación: Ayudar a doncellas desvalidas, matar a espantosos gigantes y desencantar a hermosas princesas. ¡Adelante!  (Sale seguido de todos.) 

 

(Telón del primer acto.)

 

 

Antes del segundo acto, sale un trovador cantando, mientras se levanta el telón. El trovador se incorpora a las personas que están en la posada.

 

 (Canción para el trovador:) 


En un lugar de la Mancha,
que no quiero recordar,
ha mucho tiempo vivía
un hombre de cierta edad.


Don Alonso se llamaba;
Quijano, de añadidura;
amante de madrugar;
y de muy triste figura.


Pero aunque era inteligente
hizo una gran tontería:
gustaba de releer
libros de caballería.


Y tanto leyó y leyó,
de día, de noche, de tarde,
que el coco se le secó.
Quedó loco de remate.


Dio en creerse caballero,
protagonista de libros,
y se fue por esos mundos
a defender oprimidos.


Se inventó una Dulcinea;
buscó a Sancho de escudero,
y montando a Rocinante
va por polvosos senderos.


¡Ay, don Quijote, quijote!,
¡el de la Triste Figura!,
quiere defender princesas
y lo reciben con burlas.


-Don Quijote, ¿a dónde vas?
-le dice el Cura, su amigo-,
vanas son las ilusiones.
¡Vuelve, vuelve a tu camino!


Don Quijote no responde.
Mira delante, adelante.
Quiere luchar por el bien
y acabar con los gigantes.


-Ay, don Quijote, es locura
armarse con idealismo.
¡Cuidado con los gigantes,
pueden volverse molinos!


¡Te envolverán en sus aspas!
¡Te van a hacer picadillo!
Don Quijote nada dice...
y avanza por el camino.


IndiceSiguiente