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La poesía de Luis Cernuda4
SAINT-JOHN PERSE |
Pertenezco a una generación de lectores de poesía y de más tarde inevitables cultivadores de la poesía, cuyo gusto se formó al calor y a la sorpresa de la Revista de Occidente de Ortega y de la Antología de la Poesía Española de Gerardo Diego.
Creo que éste fue un hecho general en toda la América de habla hispana. Nuestro conocimiento de Jorge Guillén, de Gerardo Diego, del señor Aleixandre, de Pedro Salinas, de Lorca, de Rafael Alberti, de Luis Cernuda, se abrió por las páginas de las revistas; llegó luego al libro de cada cual y, finalmente, se nos transformó en un conocimiento humano, personal, cuando la tormenta de la guerra civil española aventó sobre las tierras de América a muchos de aquellos a quienes amábamos a distancia. Casi todos ellos, encabezados por el maestro general y total de todos, el maestro de siempre, Juan Ramón Jiménez, —80→ llegaban a las radiantes islas del Caribe como buscando un rincón para guarecerse del naufragio.
Quienes ya teníamos hecha, a través del libro y de la revista, nuestra selección personal, nuestras preferencias, veíamos aparecer la monumental serenidad como de fuente de Granada, como de fragmento de Falla, como de rey moro en el destierro, de Juan Ramón; y veíamos la sólida y ágil figura de Pedro Salinas, y la gracia amuchachada siempre, y como iluminada, de Altolaguirre, y la trágica y quijotesca imagen de León Felipe, y el colorido vigoroso de Alberti; y sabíamos que los otros, muertos o dispersos, y siempre preguntábamos: ¿cuándo vendrá Luis Cernuda, cuando podremos conocer personalmente a Luis Cernuda?
Porque a la distancia, desde los viejos tiempos de la Revista de Occidente, o sea, cuando tan sólo se conocían poemas aislados de él, ya se sentía la fuerza triste, la melancolía rígida y severa de un poeta que aun en los ejercicios iniciales de la nueva retórica en los hombres de su generación sabía introducir un misterio, una presión personal, como de quien apoya su expresión aparentemente en la técnica nueva, pero en la realidad es fiel a la antigua e inmodificable verdad de que una poesía sin persona dentro será siempre una poesía vacía, por muy poderosa, avispada y sagaz que sea la técnica del poeta.
Ante todo, quiero evocar mi primera reacción de alegría, de contacto con la poesía de Luis Cernuda. Como ocurre casi siempre, una sorpresa, una inesperada lectura, nos lanza de pronto hacia un mundo ajeno, hacia un mundo construido por otro, pero que se nos hace propio, que nos sabe a una vieja sustancia familiar. Es en ese momento en que el lector dice: «Esto es lo que yo quería decir hace tiempo, esto es en lo que tantas veces he pensado», cuando nace la identificación entre el autor y el lector. Un paso más, en hondura y en estrechamiento de la identificación, viene cuando ese autor muestra un mundo que no nos era conocido, pero que nos parece tan hermoso y habitable por nosotros mismos, como les pareció un paraíso a los descubridores de América la primera isla que se presentó ante sus ojos.
Un día, el día impreciso, el día que se olvida por conservar su fruto, leí por primera vez este poema titulado «Estoy cansado»:
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Desde este poema quedó en la memoria para siempre Luis Cernuda. Antes se le veía pasar en las raudas, en las esbeltas décimas que Jorge Guillén venía cultivando desde 1920. Parecía, a cuenta de aquellos versos iniciales y a primera
vista, uno del equipo poético de Jorge Guillén: «Urbano y dulce revuelo / suscitando fresca brisa / para sazón de sonrisa / que agosta el ardor del suelo; / pues si aquel mudo señuelo / es caña y papel, pasivo / al curvo desmayo estivo, / aun queda,
brusca delicia, / la que abre tu caricia, oh ventilador cautivo»
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Parecía, sonaba a Jorge Guillén. Pero una menor tensión visible de la técnica, un menor esfuerzo de composición y una inevitable tendencia a cargar de un pensamiento ligado a la persona propia el poema, establecían las diferencias iniciales, incluso en aquellos primeros tiempos del poeta jovencísimo (había nacido en 1902, y me refiero en este momento al Cernuda de 1924), cuando es natural y casi inevitable que se escriba bajo la fascinación y la secreta sumisión a un modelo o a un guía.
A partir de ese primer encuentro verdaderamente personal y aislado que es tocar en el poema de alguien la magia, la sorpresa, la indescriptible precisión —82→ del estar cansado tiene plumas, ya no hubo mediación ni muralla entre Luis Cernuda y su nuevo lector verdadero ahora. Cuando el poeta recogió sus libros iniciales bajo el título general de La realidad y el deseo, ese título que explica sobriamente toda su vida y, por ende, toda su poesía; cuando pudimos, al fin, conocerle palmo a palmo, poema a poema, libro a libro, no hicimos sino comprobar una vez más la puntería del instinto, la clarividencia de la intuición que lleva a preferir entre diez a uno determinado, que pone como una especial marca de fuego en la cabeza de aquel que ha venido a traemos un rico y personal presente.
Ya el poeta ha muerto. Ya se ha cerrado el extenso ciclo de su evolución. Ya su obra se nos entrega inerme, quieta, total, para que sobre ella y desde ella podamos explicarnos el sentido de aquella trayectoria, el valor de aquellas manifestaciones, el riesgo y el honor de aquellas posturas, que tantos quisieron confundir con innobles cinismos y con desconsiderado desdén a la vida de los demás, a las tradiciones de la patria y a la familia, y aun a la propia voluntad y norma de Dios.
Hoy vengo a hablaros, en forma sucinta y forzosamente alusiva, incitadora más bien, de la gran aventura espiritual, del heroísmo moral y de la significación en la lírica española de la poesía de Luis Cernuda. En obsequio a la necesidad de apretar los conceptos, de apresurar los resúmenes, voy a permitirme dar lectura a un articulillo mío publicado en La Habana el 25 de noviembre de 1951. Titúlase «Nota sobre Luis Cernuda» y fue escrito con motivo de haber llegado, por fin, a nuestra isla el poeta que faltaba, el poeta a quien veníamos echando de menos desde los años de la guerra española. Decíamos allí y entonces:
«Uno de los grandes poetas españoles contemporáneos ha llegado ayer a La Habana, Luis Cernuda, sevillano del lado triste y reflexivo de Sevilla, muy tocado por lo inglés, como sevillano legítimo, es uno de los poetas que mejor encarnan para la lírica española ese difícil papel de eslabones o signos de continuidad. Hay un hilo que mantiene unidos, bajo las sombras y el desesperarse del corazón, a poeta como Luis Cernuda y a poeta como Gustavo Adolfo Bécquer. La difícil asignación de personas concretas, de carne y hueso, a los modos de continuidad en una expresión cualquiera de la cultura, se resuelve en este caso con nitidez deslumbradora. Si el pasado es siempre una semilla, un estado que —83→ se transformará en otra cosa y la misma, el ser de Bécquer, sus trémulos mirajes, los torbellinos de polvos dorados y de visiones fugaces, no se perdieron, sino que entraron a pervivir en el tiempo bajo nombre transformado, reelaborado en el horno de la poesía. Se llamaba romanticismo entonces, y hoy recibe denominaciones contradictorias, que se avergüenzan un poco del viejo sustantivo, pero que en la íntima verdad no son sino maneras verbales de aludir al corazón, a las estrellas, al idilio, a las lágrimas y al peso de las violetas mustias sobre la luz del espejo. Era romanticismo ayer y es romanticismo hoy; ayer se salía de los labios dorados de Bécquer, con voluntad de arpa y adredes ricitos de bohemio; hoy sale de los labios de cobre de Luis Cernuda con un lento y tenaz empeño de detener el fluir, el inexorable pasar de las cosas -más fugaces cuanto más bellas, más efímeras cuanto más deseadas. Lo sevillano puro, lo mejor de Sevilla, tierra ascética bajo el verdor, está en Luis Cernuda como estuvo en Bécquer. Y a Cernuda le acompaña, del otro lado de su cuerpo, un arcángel que si acepta convivir con un poeta lo salva para siempre; es un inglés, joven y hermoso como la brisa fuerte golpeando contra el álamo; es un inglés de semitierra y de rasicielo, un viajero entre los dos mundos: es Percy Bysshe Shelley, renacido Ariel de las islas griegas, quien acompaña en visible asistencia arcangélica al sevillano Luis Cernuda. La proximidad de estos dos poetas se subraya por la absoluta conservación de su peculiar personalidad. Desde los cielos acompaña el inglés al sevillano en el difícil arte de mantener vivo en la tierra el sentir de Prometeo, que al pasar por cuerpo de poeta se convierte en vuelo de Icaro. Ese encuentro inesperado de sentimientos de desafío y rebelión frente a los elementos, tan de los marinos ingleses, con los sentimientos de meditación entre irónica y prefuneral propios de lo sevillano, da una poesía trágica sin desmelenamiento, dolorida sin alarido, elegíaca sin crespones ni sepultureros. En Luis Cernuda se reencuentra lo griego, se comprende que el punto final del romanticismo apuntaba más hacia el retorno a Grecia que el Renacimiento. Porque la monda de elementos exteriores, sobrantes, que el romanticismo acumulaba en un poema o en una sinfonía, conduce al descubrimiento de una realidad no soñada por los grandes artistas del Renacimiento: la de que debajo de un organismo barroco o exageradamente romántico, lo que se esconde es un templo o una estatua griega. —84→En la poesía de Luis Cernuda, llena de cuerpos limpios, de edificios y de formas sin aditamentos ni estorbos, resplandecen las estatuas griegas, los templos escuetos. A unas violetas dice: "Leves, mojadas, melodiosas. -Su oscura luz morada insinuándose. -Tal perla vegetal tras verdes valvas. -Son un grito de marzo, un sortilegio. -De alas nacientes para el aire tibio". Ya no es aquella desnudez de palabras rechazadas y de inmovilidad contemplativa que Juan Ramón trajo como aporte de la lección árabe de impasibilidades ante el paisaje; es la desnudez alcanzada por la clara presencia de un templo, de un edificio límpidamente diseñado. Y es una de las cualidades mayores de Luis Cernuda su capacidad y fidelidad en llenar estas rectas arquitecturas de sus poemas, con ardientes sentires, con profundas tristezas, con fuertes vetas de ese metal manoseado, pero siempre digno, que es el dolor. Que el grito no está en la abundancia de admiraciones, ni en el gesto superfluo de puntos suspensivos, ni en la insistencia en el "yo" como sujeto de sufrimiento, nos lo enseña a toda luz Luis Cernuda. Lo que ha hecho con su corazón en la poesía, la poesía que ha sacado de su corazón, puede reconciliarnos con el uso de las anécdotas personales como materia poemática. No sólo ha tenido el valor de trabajar directamente sobre su experiencia de hombre y de ser ante el mundo de los hombres y de las formas, sino que ha afrontado -¡él, tan moderno!- los temas que teníamos por gastados o cursis. Ir con un poema a la luna después de los infinitos lunicidios requería un coraje de romántico verdadero, es decir, de griego. Cernuda le canta a la luna:
Y vaya un rasgo final para esta nota de saludo. No se puede hablar de un español sin tocar, de lejos o de cerca, en la política. Aquí, en la América, y ello es un homenaje un poco triste pero admirable que hacemos a España, la guerra civil no ha terminado. Se mantiene en pie la petición de sectarismo político, y no falta el zángano que antes de opinar sobre la poesía de una poeta inquiere su filiación. Es el terror a elogiar a un contrario o rechazar a un correligionario. Es la cobardía de los antifranquistas que niegan a Aleixandre porque está en España, y de los franquistas que olvidan la grandeza de Juan Ramón Jiménez porque está en el exilio. Unos y otros, los que someten a esta circunstancia la apreciación de un poeta, son unos enemigos mortales de la poesía y sembradores sempiternos de guerras civiles. Los "papeles" de Luis Cernuda son ejemplares también en la triste contienda, que nos dolió parejamente por los dos bandos a quienes amamos a España. En su "Elegía Española" lloró por la Patria, no por este o aquel grupo. Era la Poesía en vela sobre el cuerpo estremecido de España. Los claros arcángeles, desesperados, tristes por la batalla, gemían serenamente:
El poeta Luis Cernuda llega a la Isla en días de luz áurea como nunca en el año, porque el otoño nuestro no es de los que se llevan las hojas en remolinos -fuga querida a los ojos de Shelley-, sino de los que hacen, como adiós al estío y preludio del oscuro tiempo, una fiesta de cielos, un reinar deleitoso de la luz». |
Ésta era mi opinión, mi criterio sobre la obra de Luis Cernuda, hace quince años. Ahora estamos, todos, en condiciones de apreciar mejor y más justificada e ilustradamente su obra, pues ya se cerró el largo peregrinar de aquel que mucho antes de 1936 ya se sentía desterrado, ya estaba en un exilio de naturaleza mucho más trágica y dolorosa que el exilio político.
Ya he recordado que el título genérico La realidad y el deseo agrupa y sella toda la obra de Cernuda. Su primer libro, que se tituló inicialmente Perfil del aire y más tarde Primeras poesías (obsérvese ya la rebaja de tono, la renuncia al énfasis supuesto en el título un tanto ambicioso de Perfil del aire, pasándolo a la modestísima designación de Primeras poesías), es un libro que nos ofrece, como dije, la entrada en fuego del artista, pero dentro del marco y corriente de la moda del momento. Hoy nos interesa, amén de esta o aquella imagen hermosa, de este o de aquel poema recordable, porque ofrece la mejor indicación sobre el paso que Cernuda daría hacia la sobriedad, la contención, la desnudez de palabras y de conceptos. Me limito a apuntar que las variantes no son notables en apariencia, pero tiene sentido general el hecho de que siempre las empleó para despojar a todo verso de un signo de admiración o de un giro que perteneciese —87→ a la tradición del romanticismo literario. En el segundo libro, titulado Égloga, Elegía, Oda, contentivo de cuatro poemas, es el primero de ellos un ejemplo altamente aleccionador del método empleado por Cernuda para modificar sus poemas anteriores a 1928 mediante la poda de los sentimentalismos, énfasis y subrayados que pregonaban la supervivencia de un poeta demasiado obediente todavía a un concepto literario, no vital, del poema.
Por considerar que a vosotros, estudiantes estudiosos, ha de interesar el cambio de ese primer poema, os lo entrego apareado con la versión posterior y definitiva. Obsérvese que incluso fue podado el título. En la revista Carmen de marzo de 1928, se titulaba Homenaje a Fray Luis de León. Si hoy leéis a Cernuda en las ediciones de La realidad y el deseo que están al alcance de todos, no encontraréis por parte alguna el nombre del maestro de Salamanca. Cernuda fue implacable y cuidadosísimo jardinero de su obra, pero no para hacer eso que llaman retocar, no para pulir, sino para talar, para echar fuera de su jardín cuanto pudiese ser maleza, estorbo, adorno innecesario.
Él iba persiguiendo, y pronto pudo lograrlo, el alcanzar una voz directa, desnuda, hecha a la economía de lo imprescindible y suficiente para expresar los sentimientos y las ideas. De esta primera etapa suya, la de los dos libros iniciales, así como del movimiento general de su grupo, llamado del 27 como homenaje perpetuo a Góngora, le quedaría hasta sus últimos poemas (se le hizo estilo personal, propio) un cierto recurso muy del gongorismo, como es el del hipérbaton, pero adelgazándolo, aligerándolo tanto Cernuda que nunca resulta difícil un poema suyo, pues basta la transposición hacia el sitio normal de la sintaxis de este o de aquel vocablo, para que se comprenda exactamente el significado. Por ejemplo, cuando en el poema titulado «A Larra con unas violetas» dice:
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Este poema fue escrito en 1937, en plena guerra, o sea, cuando el odio hacía de la vida humana algo agobiado, con pesos terribles e inútiles. En esa atmósfera, recoger violetas para llevarlas al recuerdo de un muerto representaba un consuelo, una tregua para el terror, para el miedo a expresarse, para el horror de la guerra. Y hay en esa estrofa además, y es este otro de los constantes signos o claves de la poesía de Cernuda, una explicación de su carácter, de su manera de ser. Él quiere decir a todos que si le encuentran mudo, sombrío, callado siempre, hostil para todos, es porque ya se ha vuelto hacia el mundo de los muertos.
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Esta inversión de los giros, este hipérbaton sencillo e inmediato, es trasunto del pudor con que siempre habló el poeta de sí mismo. El gongorismo sirvió y servirá por mucho tiempo todavía para colocar una máscara lujosa en el rostro de quien no pueda, o no quiera, comunicar las verdades que de ser dichas «en directo» pueden conducir a la hoguera, o al menosprecio de los demás, o al supuesto rebajamiento de la calidad del poeta al producirse en forma corriente, vulgar.
Piénsese en el elemento de orgullo americano del siglo XVII frente al desdén de la metrópoli que hay en el poema «El Sueño», de Sor Juana Inés de la Cruz, y lo que hay además de máscara para libertad su lenguaje sin provocar dimes y diretes mortales para una monja, y se comprenderá una vez más la función de lujo, defensa y exaltación que representa el gongorismo. Cuando Luis Cernuda comenzó a abandonar sus primeros trajes de teatro y ficción poética literaria, para desnudar su alma ante el lector y ante sí mismo, fue haciéndolo a través de una creciente dilución o debilitamiento del gongorismo. Es curioso, por evidente, seguirle a través de su obra, cronológicamente, para ver cómo va abandonando las túnicas iniciales, a la manera de un sacerdote antiguo que va despojándose de velos y velos a medida que asciende hasta lo cimero del altar.
Pero además tiene importancia capital para el estudio de la obra de Cernuda ese segundo libro, Égloga, Elegía, Oda, porque bajo este último título —89→ aparece ya apuntado el Cernuda que luego va a ser enteramente, el Cernuda que va pendulando entre la atracción irresistible de las formas hermosas, del cuerpo de la belleza, y los convencionalismos sociales, la raíz religiosa, y la fuerte barrera que la realidad opone a los deseos desatados.
Digamos en seguida que fue niño triste y joven triste. No puedo, ni hace falta, pormenorizar infancia y juventud en quien tanto y tan profundamente describió toda su existencia. Pero el drama comienza para Cernuda, no cuando se encuentra hombre triste, sino cuando cree posible vencer la tristeza, oponerle a la amarga sustancia del mundo la luz de la belleza humana, la arrasadora sensación de divinidad que emana de algunos cuerpos, de algunas estatuas vivientes.
Es la entrada en la sensualidad, en el imperio de los sentidos como en una patria desde la cual puede salvarse el infortunio y evaporarse la tristeza. En esa primera confesión de este drama, Cernuda acude todavía a un estilo rico, muy gongorino, aunque iluminado elegantemente por los giros y relumbres de Garcilaso. Él va a contar esta lucha entre la realidad y el deseo, o sea, entre la tristeza, la pena, la frustración, la soledad y la súbita y relampagueante presencia del deseo, encarnado en un cuerpo hermoso, real, concreto, pero tan bello que parece pertenecer al cielo y haber venido desde él por unos instantes para consolar al afligido.
Leamos algunas estrofas del poema que considero capital para entrar en el Cernuda auténtico, en desnudez progresiva, que va a dejar en la poesía española un testimonio único y de valor tal que por fuerza habrá de crecer con el paso del tiempo. Oigámosle todavía dentro de la música, del pudor y la máscara de Góngora:
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No es necesario forzar demasiado la imaginación para vislumbrar la dramática situación espiritual de quien inicia nada menos que una batalla entre su fe religiosa, la fe de la infancia y los llamados de la sensualidad.
Federico Nietzsche se refiere en alguna parte a esa terrible fuerza de los sentidos frente al espíritu y a la voluntad de elevación y de pureza, denominándola «la perra sensualidad». Una búsqueda de dioses de carne y hueso, cuando se produce en afán de sustituir a los dioses celestiales perdidos, aunque esto no se reconozca explícitamente, ha sido siempre el símil y la explicación más cumplida del amor. En definitiva, siempre se ama a Dios y se busca a Dios. Un predominio temporal de los sentidos puede hacernos creer que Dios puede estar en la flor o en la belleza humana, en las poderosas formas de las estatuas, en los mórbidos contornos del cuerpo dormido junto al mar, pero en definitiva todo eso no es sino símil, trasunto, metáforas del afán de Dios, de la sed de Dios.
Una primera lectura de los poemas de Cernuda a partir de este segundo libro puede hacerle pensar a la persona de visión demasiado estrecha y rutinaria que está en presencia de un libertino, de un hedonista, de un hombre que entre todos los bienes de la tierra y del cielo prefiere los bienes de la carne y los gozos del amor sensual. Nada de eso es así. La poesía de Cernuda, en definitiva, es la poesía de un desesperado, de un religioso que no quiere perder su fe, de un sensual que no quiere perder su pureza, de un realista amador del cuerpo que no quiere perder su castidad.
El libro Un río, un amor, de 1929, se abre significativamente con un poema titulado «Remordimiento en traje de noche». A continuación aparece «Quisiera estar solo en el Sur», que nos recuerda tanto al Lorca del «Llanto por Sánchez Mejía». Y está «Cuerpo en pena», uno de los grandes poemas de la primera época, y siempre, siempre la confesión de la pena interior. Ahora va hundiéndose en la terrible prueba de que la realidad no obedece al deseo, de que todo se va transformando en nube, en sombra, en pájaro que huye, inalcanzable. Allí está el poema «Razón de las lágrimas», y está «No intentemos el amor nunca», y allí aparece ya lo que luego va a ser norma constante: hablar de sí mismo en tercera persona, referirse a él en sus poemas como a un extraño, alguien que estaba en el sitio, un testigo o testimonio. Dice en «Desdicha»:
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Entra el poeta decididamente en la desesperación. Está contra el mundo y el mundo está contra él. Por mucho tiempo, una gran amargura va a dominarle. La amargura, que es madre del sarcasmo, del desafío, de la pretensión de vencer con el desdén a los demás. Se pregunta: ¿Son todos felices? Y responde:
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En 1931 la poesía española se vio sorprendida por una nueva recopilación de poemas de Cernuda, esta vez bajo el título de Los placeres prohibidos. Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos: - como nace un deseo sobre torres de espanto, - amenazadores barrotes de hiel descolorida, - noche petrificada a fuerza de puños, - ante todos, incluso el más rebelde, - apto solamente en la vida sin muros.
Era el acento de Baudelaire, uno de los dioses tutelares de Cernuda, del Baudelaire a quien le toma el lema general de su libro «A mon seul desir». Pero es el acento de Baudelaire puesto sobre formas vivas de la realidad personal y ambiental, al extremo de que (recordemos la fecha de 1931) llega a decir:
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Hay una turbación claramente visible en el poeta. Diríase que ha hecho crisis en su existencia esa fatalidad, ese sino de ser arrastrado por lo bello humano y hallarse sin respuesta, insatisfecho en el fondo, nostálgico siempre de una vida considerada más alta. Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman, dice, y escribe una breve prosa, que ahorra muchas meditaciones:
—96→«En medio de la multitud le vi pasar, con sus ojos tan rubios como la cabellera. Marchaba abriendo el aire y los cuerpos; una mujer se arrodilló a su paso. Yo sentí cómo la sangre desertaba mis venas gota a gota. Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro al tropezarme. Anduve más y más. No sentía mis pies. Quise cogerlos en mi mano, y no hallé mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La niebla me envolvía. Me pesaba la vida como un remordimiento; quise arrojarla de mí. Mas era imposible, porque estaba muerto y andaba entre los muertos». |
Ese sentirse muerto de antemano nunca le ha impedido a un hombre continuar viviendo, sobre todo si hace de su vivir una llama de lo amoroso, un torrente de amor y una aceptación gozosa del deseo. La palabra embeleso, tan de Cernuda, ha sido empleada más de una vez para definir la actitud de reverencia ante lo hermoso corporal. Es la inmersión en una forma de embriaguez, es el aturdirse con una fiebre cualquiera para huir de la interna guerra entre la realidad y el deseo.
Pero cometeríamos una grave injusticia si redujésemos aquí la noción de realidad a la posesión material de los cuerpos deseados. No. La denominación «paraísos artificiales», que fue dada a los refugios que ya conocemos, quería decir, quiere decir exactamente, paraísos falsos, construidos en sustitución del paraíso. El il-faut s'abetir de Pascal se aplica no sólo a la angustia metafísica ante el vacío, sino especial y diariamente se aplica a la circunstancia dolorosa de sentirse obligado a huir de la realidad que se es, que el mundo es, que la vida es.
Cernuda se arroja desde lo alto de su interna disociación, de su desasosiego, sobre los cuerpos hermosos, sobre el mar de la sensualidad, como otros se arrojan por las mismas o parecidas causas en el mar del alcohol o en otro mar cualquiera que permita hacerse la ilusión del abatimiento, de la conciencia abolida. Llega a dar la sensación, que ha engañado a muchos, de que ciertamente funde su vida con la sensualidad, porque en ocasiones dice cosas tan definitivamente retadoras como ésta:
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Pero la abolición de la conciencia es una ambición radicalmente inalcanzable para quien ha nacido con un determinado grado de lucidez intelectual. Hay una capacidad de expresión que, lejos de contribuir a liberar, no hace sino aumentar los sufrimientos, exponiéndolos implacable y nítidamente ante los ojos de quien no ve la paradoja de narrar puntualmente aquella aventura cuyo destino era, precisamente, elevar al hombre más allá de todos los raciocinios, las comprobaciones, las claridades sobre el abismo interior.
Si a esto se añade el ingrediente, o la esencia nada despreciable de ser español, de tener conciencia española del universo, del hogar, de la religión, de las relaciones entre los seres humanos, del estar en sociedad con los humanos; y hay que escribir, por tanto, en una lengua tan poco apta para lo sutil y lo ambiguo, para los matices, en una lengua que cuando queremos decir algo que no sea contundente, brusco, rotundo, nos vemos precisados a gastar una cantidad enorme de palabras, a construir unas difíciles y prolijas máscaras de palabras -se comprenderá que esa ilusión cernudiana de cierto momento de su obra, es decir, de su vida, no fue más que una ilusión, una apariencia.
En el fondo, en el subfondo como diría el poeta León de Greif, no le abandonó jamás la nostalgia de un mundo distinto, la nostalgia del paraíso en definitiva. Un modelo de esa evocación recóndita es el poema «El mirlo, la gaviota», cuya lectura apresurada es la que ha llevado a mi juicio, a incluir a Cernuda entre los poetas del surrealismo, o sobrerrealismo, cuando me —98→ parece una conclusión obvia de toda su obra un realismo muy a la española tradicional, que podemos llamar neorromanticismo, o romanticismo a secas, o cuando más poesía testimonial del ser, pero no surrealismo, ya que lo caótico, lo enumerativo del sueño, lo arbitrariamente diseñado por la imaginación en libertad, son elementos ausentes de la intención y de la estética de Luis Cernuda.
Una vez más, las apariencias engañan. El poema «El mirlo, la gaviota» es precisamente todo lo contrario de un poema surrealista. Es de un realismo tan exacto y minucioso que evoca las zonas de ensueño donde el poeta quisiera estar. Es el poema de la búsqueda de la nada, del vacío no doloroso, de la pura contemplación del mar, del universo, de las personas no como objetos de amor sensual, sino como embeleso inocente y puro. Dice el poema:
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Este hombre quiere olvidarse, olvidarse de sí mismo, olvidarse de por qué y para qué ha venido aquí, a la tierra de los hombres. Llega a creer, por un instante, que la única razón de estar aquí es ver, vivir por los ojos el espectáculo del mundo:
«He venido para ver semblantes - amables como viejas escobas, - he venido para ver las sombras - que desde lejos me sonríen... He venido para ver los mares - dormidos en cestillo italiano, - he venido para ver las puertas, - el trabajo, los tejados, las virtudes - de color amarillo ya caduco. - He venido para ver la muerte - y su graciosa red de cazar mariposas, - he venido para esperarte - con los brazos un tanto en el aire, - he venido no sé por qué; - un día abrí los ojos: he venido». |
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Significativamente, al libro Los placeres prohibidos siguió la colección breve titulada Donde habite el olvido, publicada en 1933-34. Quiere irse, como Bécquer, allá, allá lejos; donde habite el olvido. En estos diez años de expresión poética, de vida expresada, el poeta ha tropezado con el mundo hostil de los hombres, amén del mundo hostil, metafísicamente inapresable, de la realidad. Se revuelve airado contra quienes se volvieron contra él. Comprende que no han comprendido su sed interior, el núcleo misterioso y terrible de su desazón, pues él, en verdad, lo que ha querido, lo que quiere, es
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y la gente, el mundo, la cerrazón ajena, la malicia, la agresiva seguridad con que cada cual condena en los otros los defectos que él no tiene (sin mengua de pedir comprensión y hasta aplauso para los defectos propios), van empujando más y más al poeta hacia sí mismo, hacia la mudez, la incomunicabilidad, la reticencia, hacia todo eso que luego los humanos transeúntes iban a resumir diciendo: Cernuda es desagradable, parece un erizo, un puerco-espín; nadie puede acercársele. No se le quería oír cuando decía que partía ya, que había partido y no era más que una sombra, un estupor, un testimonio silencioso y apagado.
«Esperé un dios en mis días - para crear mi vida a su imagen, - mas el amor, con un agua, - arrastra afanes al paso. - Me he olvidado a mí mismo en sus ondas; - vacío el cuerpo, doy contra las luces; - vivo y no vivo, muerto y no muerto - ni tierra ni cielo, ni cuerpo ni espíritu». |
Se vuelve, es inevitable, hacia la muerte. Ese es el instante-crisis, recodo del camino, en el cual muchos, en un arrebato de lucidez, se suicidan. Ven ante sí el muro insalvable, el inmenso e interminable muro, y quieren saltarlo de un golpe. Cernuda, no. Él prosigue su camino por tierras extrañas - no me refiero, explico, a tierras geográficas, a países, sino a zonas del alma, a territorios de la experiencia existencial-, y piensa en la muerte con una estoica y sobria serenidad:
—101→«Quiero beber al fin su lejana amargura; - quiero escuchar su sueño con rumor de arpa - mientras siento las venas que se enfrían, - porque la frialdad tan sólo me consuela». |
Y más adelante:
«cuando la muerte quiera - una verdad quitar de entre mis manos, - las hallará vacías, como en la adolescencia - ardientes de deseo, tendidas hacia el aire». |
Ese libro, Donde habite el olvido, es otra etapa quemada, otra despedida. Va a bajar más hacia adentro. Dejará allí poemas como Los fantasmas del deseo.
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como Bajo el anochecer inmenso, como No es el amor quien muere, como Eras tierno deseo, Nube insinuante. En 1935 publica Invocaciones, que recoge algunos de sus poemas más bellos, estéticamente hablando, y más desenfadados en cuanto a tratar sin rebozo el difícil tema de los amores prohibidos. Ya no queda sombra de gongorismo, salvo, como dije, su vieja manera de tomar sintácticamente el final de la oración por comienzo del verso. A las estatuas de los dioses, El joven marino, una de las elegías mayores en lengua española, pese al propio criterio adverso que después tuvo sobre ella el afanoso de tanta sobriedad, Dans ma peniche, Soliloquio del farero, A un muchacho andaluz, con poemas definitivos, que dan ya completa y total la imagen de Cernuda en todos los sentidos.
Ahí está la muerte, el tema español por excelencia, dando el tono. Es en ese libro prodigioso donde se encuentran poemas como «Himno a la tristeza», cuya exégesis, cuya alabanza merecería toda una noche de devoción y de reverencia; a la tristeza, a su gran isla y castillo, la vez como madre inmortal que representa la compasión humana de los dioses. La amargura del poeta viviendo entre una humanidad que no lo reconoce en lo que es, le hace decir las fuertes palabras de condena, que luego serán constantes en sus labios hasta el fin de su vida:
—102→«Viven y mueren a solas los poetas, - restituyendo en claras lágrimas - la polvorienta agua salobre, - y en alta gloria resplandeciente - la esquiva ojeada del magnate henchido, - mientras sus nombres suenan con el viento en las rocas, - entre el hosco rumor de torrentes oscuros, - ala por los espacios donde el hombre - nunca puso sus plantas». |
Y ahí aparece el gran poema «La gloria del poeta». Demonio hermano mío, mi semejante, comienza en evocación directa de Baudelaire, hipócrita lector, mi igual, mi hermano, y muestra al atónito lector una de las más audaces y sinceras profesiones de fe en la poesía, de fe en sí mismo, de claridad sobre su drama y su alma. Se dirige a un poeta que puede ser Baudelaire, Poe, Whitman quizá, Nerval, no sé, no preciso la identidad del poeta, ni creo que sea indispensable para seguir con fruto el poema. Ve que él, como el otro, es consciente de estar produciendo
«nuestra mano hermosos versos que arrojar al desdén de los hombres». |
Es en este poema donde pone de relieve todo su desdén por el burgués, por el burócrata, por el rutinario de cualquier estamento social que sea; se ríe tristemente de todos ellos:
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Y en 1940 aparece el libro Las nubes, considerado por muchos como el más importante y acabado en la obra de Cernuda. Sobre esto de si un libro es más que otro, tratándose de colección de poemas, me resulta siempre imposible pronunciarme, porque siempre recuerdo otro poema, que no está en este libro, reputado como «el mejor» y que no puede ser olvidado. Pero sea o no el libro supremo de Cernuda Las nubes, será siempre, cuando menos, un libro absolutamente indispensable en su propia poesía y en la poesía española de todos los tiempos. Ahí está la «Elegía a Federico García Lorca»; está la «Elegía española»; están los sufrimientos del que ha visto derrotados sus ideales públicos, sus ilusiones en lo político y ha sido arrojado al destierro, al exilio, que dicen es tan fecundador y tan sugeridor de asuntos para los poetas.
En este libro único podemos leer «Resaca en Sansueña», «La visita de Dios», uno de los documentos capitales de la poesía religiosa (religiosa no es clerical, como sabemos) de todos los tiempos; «Niño muerto», que reproduce, en otro tono y con mayor profundidad, el mismo episodio narrado por un poema de Unamuno cuando su destierro.
Y está ahí «Atardecer en la catedral». El poeta se ha vuelto hacia la angustia de Dios, hacia el recuerdo de la familia, de la patria perdida, y quiere recobrarlo todo a través de la memoria, del polémico hablar con Dios, del alternativo resón de indiferencia y pasión, de altivez y obediencia, a las fuerzas supremas, a las potencias celestiales. «La adoración de los magos», «Cementerio en la ciudad», «Pájaro muerto», ¡cuántas maravillas! Y la evocación recia y vigorosísima de España, cantada con ese freno que sólo parece allegarse a los labios de los desterrados. «El ruiseñor sobre la piedra» es el poema de poemas a El Escorial. Este enorme poema trae además una novedad en la poesía de Cernuda: la de la evocación de figuras y hechos históricos. La dignidad artística de esas evocaciones nos recuerda una vez más, por si hiciera falta recordarlo, que para un gran poeta no hay temas malos o buenos, nuevos o viejos, manoseados o —104→ intactos. Un poeta de la médula de Cernuda produce una asombrosa pieza sobre El Escorial, que ha resistido tantas ñoñerías y tantas vacuidades, y sentimos la presencia del lirio de piedra, la viviente realidad de El Escorial.
Lleguemos al fin. Es demasiada ambición, con mis medios, pretender ofrecer una visión mínimamente válida de una obra como la de Luis Cernuda. Como una sinfonía o como un águila, su quehacer poético fue remontándose más hacia lo alto cada vez, y vino después de Las nubes Como quien espera el alba, superándose a sí mismo, tocando de veras las raíces del cielo. Enumero «Las ruinas», el prodigioso poema a Góngora; «La familia», conmovedora evocación de sus padres, de su hogar, de su pena por causar penas a todos; allí está el poema «A un poeta futuro», del cual sólo puede decirse que quien no lo haya leído ha perdido una buena parte de su vida en la tierra, y está la apología pro vita sua, con el título tomado de Newman; está el diálogo nocturno entre el poeta y el otro, titulado «Noche del hombre y su demonio», que nos da en suma poética todo Baudelaire, y todo Nerval, y toda guerra del hombre con las fuerzas oscuras; allí el demonio le dice:
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Luego viene, en 1950, Vivir sin estar viviendo, con los cuatro poemas a una sombra, y otras ruinas, y los poemas en los cuales comienza a sentirse anciano, pues él, así como fuera joven prematuro, fue prematuro viejo. Ya habla a los que vendrán, a los que están llegando a ocupar el relevo, desde la cumbre o abismo de la edad abatida. Se permite aún la sonrisa, ¡oh remembranzas de Sevilla!, y —105→ ensaya el humor en «Divertimiento»; escribe los poemas «El árbol», «El éxtasis» y «Un contemporáneo». Vuelve sobre Felipe II, en el poema «Silla del rey», resultándonos a todos una sorpresa verlo penetrar en el alma de aquel hombre extraño. Hay en este libro, excepcionalmente, y creo que es la única, una alusión al suicidio; está en el poema «Para estar contigo», dirigido a sí mismo, como ocurre en esta etapa próxima al final, donde cambia, de hablar de sí en tercera persona, a hablar consigo mismo en diálogo tenso y fulminante. Aquí dice:
«El sino te lleva, y puedes, - Si así lo quieres, pararle, - Cuando seguir cansa. Entonces - eres dueño en lo que vale». |
En el poema «Las islas» nos ofrece la experiencia del amor venal con una señorita de isla, como una de esas mujeres a las que no sabemos por qué razón el mundo llama «de la vida alegre». Una evocación inesperada del César, posiblemente, creo yo, Tiberio en la roca de Capri, le sirve a Cernuda para adentrarse en la psicología de un emperador, y nos deja un poema que cierra el libro Vivir sin estar viviendo de manera solemne.
Ya se aproxima el poeta al final de su existencia. Lo siente, lo palpa, lo anuncia. Recoge en 1957 en «Con las horas contadas» (sus títulos siempre contienen una amplia definición del instante que vive, de los pensamientos que le señorean en esa época); lo sentimos hundiéndose otra vez en las raíces de España, él de quien a la ligera se dice que era un desterrado en todos los sentidos de este trágico término. «Águila y rosa» es un poema que narra, sin decirlo expresamente, el viaje de Felipe II a Inglaterra en plan de bodas. ¿Son estos temas propios, imaginados como de Luis Cernuda? Insisto: no hay temas exclusivos para un poeta; no hay nada que su imaginación no pueda hacer suyo, anatomizarlo,
convertirlo en una alegoría verbal. En el «Nocturno yanqui», otra confesión de su soledad, de la monotonía de su existencia, de la despegada y fría conducta del mundo en torno, aparece de pronto una cita de Carlos V, «el tiempo y yo para otros dos»
. Es la nostalgia punzante, es la aparición indeclinable de España ante sus ojos de hombre que se siente descendiendo día a día hacia la muerte. El «Retrato de poeta» dedícalo a analizar líricamente, y con tanto
prodigio, el retrato de fray Paravicino por El Greco. A los antiguos sacrificios mejicanos, aquellos de entregarle los jóvenes predilectos al dios de la guerra,
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dedica Cernuda un poema, «El elegido». Y en una especie de reverencia final a la poesía, escribe un poema con ese título, la poesía, para describirse como el fiel, por fuerza, a esta devorante y absorbente deidad. Habla con ella y
confiesa:
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Sí, él era consciente de su fidelidad absoluta a la poesía. Amó a la poesía más que a la realidad, y me atrevería a decir que más que al propio deseo. Ya en la respuesta de 1932 a Gerardo Diego para anteponer a la antología de sus versos una poética o una declaración de sus objetivos, respondía de manera tajante:
«No valía la pena de ir poco a poco olvidando la realidad para que ahora fuese a recordarle, y ante qué gentes. La detesto como detesto todo lo que a ella pertenece: mis amigos, mi familia, mi país. No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si aún pudiera esperar algo, sólo sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esta grotesca civilización que envanece a los hombres». |
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Os recuerdo aquí que Cernuda está recogiendo en esas palabras, tácitamente, el pensar de Bécquer cuando en la rima 66 decía:
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Todo esto, antes del exilio, antes de la catástrofe. ¿Cómo no iba a intensificarle sus sentimientos de lejanía, de desdén, de aparente menosprecio de todo, la condición de desterrado? Pero, en el fondo, Cernuda, hasta el final, aun peleando a dentelladas contra los perros que le cercaban, aun pretendiendo haberse colocado por encima de los enemigos y de los negadores, pensaba en el porvenir, pensaba en las generaciones que le sucederían, pensaba en España.
En su último libro, terminado en 1962 y publicado en parte póstumamente, nos ofrece el gran recuento de todo su ser y de todos sus sentires y pensares. Paralelamente, había recogido en prosa sus opiniones, tan lúcidas, sobre la poesía de sus contemporáneos, sobre la de Rubén Darío (de quien ha dicho, al calor de la obra de Bowra, juicios que me parecen definitivos e irrefutables); sobre las influencias de Reverdy y otros que le acompañaron en la forja de sus versos iniciales; sobre los poetas metafísicos españoles (Manrique, Aldana y el autor anónimo de la epístola Moral a Fabio); sobre la gestación de su propio libro único y totalizador de poesía, La realidad y el deseo; sobre Goethe, a quien va a dedicar en el libro final un poema anti-Napoleón, que llevábamos tiempo esperando que alguien se atreviera a escribir; sobre Rilke, Holderlin, en fin, sobre la poesía, siempre la poesía, y España, siempre España, con Cervantes y Galdós a la cabeza.
Dejó su pensamiento explicado hasta el fondo. No hay engaños ni sombras. Cuando reúne sus últimos poemas bajo el título, también tan significativo, de Desolación de la Quimera, vemos que el desagarramiento, el dolor, la altivez moral, la dignidad de su destino como hombre, como español, como señor de sus ideas, llegan a un punto candente y fulgurante. Podrá gustar o no su actitud, pero no tiene paralelo la honestidad intelectual, la denodada aventura que Cernuda emprendió cuarenta años antes y, llevó consigo hasta la tumba en 1963.
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El poema «Díptico español», con su primera parte «es lástima que fuera mi tierra»
, tiene el estremecimiento de toda palabra final e irrevocable, de todo testamento. Todos sus viejos fantasmas le acompañan, coralmente, al final. Galdós, Mozart, Keats, Dostoievski, Goethe, están con él. Y están Rimbaud y Verlaine, manantiales de un justo y terrible poema sarcástico, pues a ellos, como a todos los poetas desde Homero (aquel a quien una vez muerto se disputaron ser
su cuna «las mismas siete ciudades donde mendigaba su pan para vivir»
), se les rinden honores por la posteridad, colocando una lápida en la casa en que vivieron en Londres. Y dice Cernuda, con ironía irrefrenable:
«Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde, todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud cuando vivían...». |
Y pregunta, con ferocidad:
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Es la amargura. En el libro final, incluso en poemas como el de evocación «Luis de Baviera escucha Lohengrin», las conclusiones sobre el destino humano no pueden ser más dolorosas. En el poema que da nombre al libro Desolación de la Quimera, se escucha a ese terrible monstruo medieval, la Quimera, susurrándole a la luna unas palabras que son, otra vez, admonición y derrotero para los poetas. Es la incitación a la libertad, sustancia de la poesía. Él ha llegado a un instante de liberación total, de desarraigo de todo lo terreno, sin que deje de recordar de tiempo en tiempo, sin que deje de amar las viejas reminiscencias. Se siente peregrino en el mundo, peregrino sin más, no ya exiliado, no ya abandonado, no ya solitario, sino peregrino. Cuando le preguntan si piensa volver, responde y se define irrevocablemente:
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El hombre libre dice adiós a todo cuanto amaba; corta todas las ligaduras, incluso la de los recuerdos más queridos, la de los cuerpos más admirados, la de los sentidos más disfrutados. Con una fina sonrisa, que tan dolorosa tuvo que haber sido, parte de la vieja tonada argentina, del tango «Adiós, muchachos», para despedirse de la juventud. Se siente vencido, viejo, como un Quevedo a la vuelta de tantas tundiduras; sabe, con la cruel claridad que siempre ha tenido para sí mismo, que si difícil es aproximarse a la contemplación de las estatuas, la dificultad crece y devora cuando los ojos del contemplativo han cometido el error de envejecer:
«Mano de viejo mancha - el cuerpo juvenil si intenta acariciarlo. - Con solitaria dignidad el viejo debe - Pasar de largo junto a la tentación tardía». |
Es el renunciamiento. Es el adiós. Ya ha dicho adiós a la gente joven.
Ahora va a despedirse de sus paisanos: «No me queréis, lo sé y que os molesta / cuanto escribo. ¿Os molesta? ¿Os ofende? / ¿Culpa mía tal vez o de vosotros?
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/ Acaso encuentre aquí reproche nuevo: / Que ya no hablo con aquella ternura / Confiada, apacible de otros días. / Es verdad, y os lo debo, tanto como / a la edad, al tiempo, a la experiencia. / A vosotros y a ellos debo el cambio. Si queréis / Que ame todavía, devolvedme / Al tiempo del amor. ¿Os es posible? / Imposible como aplacar ese fantasma que de mí evocasteis»
.
Esta lucidez, esta atroz conciencia de su destino, no le abandonó ni un instante. Esto supone un ánimo recio, un temple de acero, que no puede obtenerse sólo con el desdén. Es el fruto de la libertad interior, recóndita, absoluta. Por esa libertad, Luis Cernuda escribió su vida en poemas que sobrenadan modas y tiempos, y gustos, y políticas, y códigos morales o estéticos. Puso en pie, erguidamente, un hombre acorralado, acosado por el destino; un hombre, para evocar el exacto venablo de Lorca, asesinado por el cielo.
Y, sin embargo, vivió, resistió, hizo el Prometeo sin gritos, el Ícaro sin alaridos. ¿Qué importa que no se le comprendiese, que necesitase toda una existencia, y aun la falsa escena de la condición política, para que comenzasen por fin a apreciar su creación de artista, su vía crucis de hombre libre en medio de un mundo esclavizado? El sabía que su destino era padecer y cantar. Sabía además que hay un mañana, que tiene que haber en algún rincón del universo un mañana. Y pudo partir tranquilo, dejándole a los que llegan, a los que ya están aquí, y a los que vendrán, su confiada esperanza:
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Ofrezco dos versiones del poema dedicado a Fray Luis de León. La lectura de la izquierda es la actual, como puede verse en las ediciones de «La Realidad y el Deseo» (aquí se reproduce de la segunda edición de la Colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica, 1965, páginas 28-29). La lectura de la derecha reproduce la versión publicada en la revista «Carmen», editada en Gijón por Gerardo Diego, número 3-4, marzo de 1928.
2.ª versión: | ||||||||||||||||||||
Homenaje | ||||||||||||||||||||
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1.ª versión: | ||||||||||||||||||||
Homenaje a fray Luis de León | ||||||||||||||||||||
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