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ArribaAbajoLo perdurable y lo efímero en la obra de Rubén Darío5

«Si nuestro Rubén, después de la Marcha triunfal (que es griega o romana) y del Canto a Roosevelt, que es ya americano, hubiese querido dejar los parises y los madriles y venir a perderse en la naturaleza americana por unos largos años, ya no tendríamos estos temas en la cantera; estarían desbastados y andarían entonando el alma del mocerío».


GABRIELA MISTRAL                



I

La celebración de los centenarios debe aspirar, cuando menos, a la belleza de la sinceridad. Sirven las exaltaciones promovidas por el candelario para hacer ceremonias de ritual cuando se trata de valores olvidados; mas, cuando se trata de los valores que podemos llamar presentes, vivos en la conciencia de unos pueblos, ya la celebración no puede reducirse a la evocación rutinaria, sino que ha de obligarse al recuento, al examen objetivo, al balance.

Se siente un poco de temor al hablar una vez más de Rubén Darío, porque este poeta padeció en vida, y sigue padeciendo en muerte, del horrible malentendido que tanta gente echa a andar en cuanto se habla de su poesía, de su grandeza, de su significación.

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Por fortuna, Rubén, que fue consciente de tantas cosas, tuvo clarísimo concepto del horror que le rodeaba. Del horror del mal gusto que se escudaba en él, de la cursilería, de la ñoñez y, sobre todo, de la espantosa emotividad hispanoamericana de principios de siglo, que consistía en poner los ojos en blanco cuando salía la luna y cuando una persona insistentemente cursi anunciaba que iba a decir, para complacer a la concurrencia, unos versos de Darío.

Porque invariablemente salían a reducir los peores versos, o aquellos que acaso tuvieran algún valor estilístico, de lección métrica, o de secreta significación, pero que a la superficie, al oído, sólo ofrecían una deplorable musiquilla y una atmósfera deletérea, como si eso fuera la realidad única y verdadera de Rubén Darío.

Es cierto que cuando un poeta da lugar, por sus pecados líricos, a la popularidad grotesca de ciertas recitaciones y de ciertas aplicaciones medicinales de sus poemas, ese poeta no puede sino cargar con la cruz de su propia imprudencia. Rubén padeció mucho, y se enfureció lo suyo, cuando vio lo que ocurría con el modernismo, o con lo que la gente denominaba «el modernismo de Rubén Darío».

Él quiso, tarde ya, rechazar toda escuela, toda agrupación de zotes y de podencos bajo su nombre, pues no era señor de banderías, ni de veras quiso esparcir tantas bobadas como a cuenta suya nacieron y dominaron en los ambientes de América. Rubén, como el de José Asunción Silva que hubo de gritarle una oportuna palabrota al adolescente cursi que fuera Enrique Gómez Carrillo (porque éste, equivocando la sensibilidad, confundiendo lo refinado con lo pompier, hubo de intentar definirle el crepúsculo con palabras que luego iban a pertenecer exclusivamente a la panoplia hirsuta de José María Vargas Vila), se vio obligado en más de una ocasión a echar rotundos ternos para librarse de los tontos, y de las tontas, que entienden por poesía el rosicler, el alfeñique, el moderado gas lacrimógeno, la mermelada de fresa y el crocante de ajonjolí.

Para Darío fue un calvario el soportar a los rubendarianos, o rubendariacos, como llegaron ellos mismos a llamarse en palabra de insuperable chabacanería. Fue éste, recordémoslo, uno de los muchos calvarios que hubo que recorrer aquel que tuvo la infausta destinación de nacer poeta, poeta entero y total, en una época y en un medio que vivía de espaldas a la poesía.



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II

Cuando un joven de habla española tiene la desdicha de nacer en una hora trágica de la poesía en esa lengua; cuando los dioses lares que acunan la balbuciente sensibilidad de un joven nacido para poeta sin remedio y sin límites, son subdioses tan pequeñitos como Campoamor, Núñez de Arce, Zorrilla y otras desdichas similares, hay que situarse en un campo de extrema objetividad y comprensión a la hora de juzgarle con ánimo de recuento y de finiquito.

No hay que ser determinista, ni excesivamente tainiano para admitir que si una persona de facultades poderosas, de demostrada potencia de verbo y de ideación cae, durante cierta época de su vida en irremediable cursilería, ésta no se debe a la persona en sí, sino al medio en que se mueve, a la sensibilidad formativa, o deformativa mejor, que le sirviera de escenario y de estímulo. Estoy diciendo, con la mayor serenidad posible, que entre 1867 y 1917, fechas de natalicio y de epitafio de Darío, América no estaba ni remotamente madura para darle a un ser tan prodigiosamente dotado como él, los impulsos iniciales, la educación estética, la norma a superar, a fin de conducirlo al auténtico reino de la poesía.

Darío había nacido con grandeza sobrada para haber sido poeta de cámara de Alejandro el Grande o de Julio César, y tuvo que ser poeta de cámara de rastacueros y de pigmeos. Pensemos tan sólo en un hecho que nos permitirá reflexionar y obtener consecuencias provechosas: en 1867, cuando Rubén nace, es precisamente cuando muere Charles Baudelaire. Es decir, ya la Francia poética había escalado la cumbre de su Charles, y nosotros estábamos chupándonos el caramelo de Zorrilla.

¿Hay para la poesía, como para todas las artes, un tiempo de madurez, una primavera, que decía Rilke? ¿Por qué se dan unos poetas determinados en un período determinado, y no antes ni después? En la poesía hispanoamericana no se había apartado nadie jamás de la tradición más fiel de obediencia a la poesía española del momento. Sor Juana Inés de la Cruz, nuestro primer gran fenómeno artístico femenino de estatura continental, es tan maravillosa como los otros clásicos españoles de la época, pero es precisamente un clásico español más. E incluso en los tiempos de Andrés Bello, los de la rebelión política, Bello, y Olmedo, y Heredia, son epígonos, muy brillantes, pero epígonos al fin, de la poesía española llamada civil, quintanesca, oratoria.

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Cuando esta poesía española se hundía, como un sol que huye ante la llegada de la noche, hundiéronse también las secuencias naturales, biológicas y de tradición cultural que se encarnaban en la poesía hispanoamericana. Originalidad no tuvimos, no podíamos tenerla. Íbamos a la zaga. Y cuando en España irrumpía un Núñez de Arce, la degeneración alcanzaba en América proporciones de catástrofe.




III

Rubén nace con una capacidad fabulosa, única hasta su llegada. ¿Pero qué encuentra en torno suyo? Digamos, para no provocar cóleras innecesarias, que encuentra un desnivel tan pronunciado entre la gran poesía que se está haciendo en el mundo de la alta cultura y lo que se llama poesía en los medios hispánicos, que si llega a salvarse, ello tendría que deberlo a un milagro.

Darío tenía dos años cuando se publicaba la primera edición de «Cantos de Maldoror». Y al arribar él a los ocho años, nacía en Praga Rainer María Rilke. El hecho de que Rilke y Darío parezcan seres de distintos planetas es mucho más significativo de lo que parece a primera vista, porque el desnivel, la diferencia, el abismo que separa a cada uno del modo de estar ante la poesía, del concepto del quehacer poético, no son explicables sólo por las naturales divergencias de raza, idioma, cultura, sino que hay algo mucho más hondo y más irreparable: hay el nacer dentro de una cultura poderosa o dentro de una cultura débil, el pertenecer a un mundo que exige a sus artistas una forma superior, o el pertenecer a un mundo que llama artistas a los dulzones y sentimentales tocadores de marimba.

Esto es un destino, es una fatalidad. ¿Quién puede creer que Stefan George y Paul Claudel eran tan sólo un año mayores que Darío? ¿O que éste tenía siete años cuando nacía, también en América, pero de paso Jules Laforgue? No quiero insistir en la evocación de contemporáneos, porque mi objeto es apuntar hacia unas razones extrahumanas, ambientales, absolutorias a la postre para Darío, y no indicar diferencias o jerarquías. Estoy convencido de que Rubén, potencialmente, no desmerecía de ninguno de los poetas citados o por citar. ¡Pero qué gran desgracia es nacer Napoleón y vivir condenado a no salir de una aldea!



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IV

Como veis, estoy dando vueltas en torno al tema central que me he propuesto abordar. Quiero llegar a hablar francamente de lo que veo de muerto, de perdido y de inane, en la obra de este portentoso frustrado, a fin de que podamos después hablar sin temor y sin hipocresía, sin exageración y sin huecas patrioterías, de lo que vea en esa obra de vivo, de perdurable.

Un poeta, y más un poeta de gran potencia germinativa, engendradora sin descanso, y tan arrebatada como la de Darío, viene a ser al final de su vida como un gran árbol. Y puede tener, como un árbol de demasiada fronda y de vida excesiva, ramas sobrantes, lianas parasitarias, incrustaciones que no han pasado de la corteza. Quitarle todo eso al árbol no es talarlo, sino dejarlo en su pura médula, en su esencia.

Como presumo que no hay ya ninguna persona tan llena de beatería por el falso lirismo como para seguir considerando que es irreverencia no bautizar como sagrado todo lo que un gran hombre haya hecho en vida -llámese Juárez-, voy a permitirme apuntar, primero, cuanto veo de efímero, de débil, de no logrado, en la obra de Rubén Darío. Ya pasaron los tiempos terribles en que mi viejo amigo, el ya desaparecido Rafael Heliodoro Valle, conmovido por la muerte de Rubén se lanzara a cantar:


Traed las ramas del acanto
para mezclarlas con laurel sombrío,
donde desgrane su cristal el llanto,
y venid a adorar a nuestro santo
que está en el cielo: San Rubén Darío.



Esto nos parece excesivo, pese a que sabemos cuán arraigada está en nuestra América la tendencia a convertirnos en Pontífices y decretar la canonización de éste o de aquél. Yo mismo, en mis épocas de viejo reaccionario, he hablado de San Felipe II; y Benjamín Carrión ha escrito «San Miguel de Unamuno», «Santa Gabriela Mistral», y otros santos laicos. No nos contentamos, en nuestras admiraciones infantiles, sino al colocar en el cielo a quienes amamos. Pero, ¿es válido esto? El propio Rubén dijo: «Creo en nuestros santos   —118→   que llenaron una misión, San Alfonso X, los dos Luises, San Lope de Vega, San Calderón de la Barca, San Cervantes, San Luis de Góngora, todos en sus altares gloriosos». ¿A qué conduce esa idolatría si luego acontece que el ídolo no es presentable más que ante la propia tribu? Hoy resulta muy difícil, más difícil cada vez, conseguir que los jóvenes (me refiero naturalmente a los jóvenes con inquietudes culturales, con sensibilidad estimable), se interesen por la obra de Rubén Darío.




V

No nos engañemos. No hay que confundir el aplauso a esta o aquella actitud pasajera suya, por ejemplo en la «Oda a Roosevelt», con el aplauso a su obra de poeta. Y aun en este aplauso, el malentendido sigue persiguiendo a Darío. Porque, ¿para qué empeñarnos en buscarle unas actitudes que realmente no tuvieron nada que ver con la militancia anti-imperialista, pongamos por caso? Esos que aplauden a Rubén porque dijo a Roosevelt que los americanos tenían todo pero les faltaba Dios, pueden seguir hojeando un poco más su obra hasta llegar a la «Salutación al Águila». Llevarán el disgusto de su vida al leer en el supuesto anti-imperialista cosas como estas, que enloquecían de rabia a Blanco Fombona y a muchos otros:


No es humana la paz con que sueñan ilusos profetas,
la actividad eterna hace precisa la lucha,
y desde tu etérea altura, tú contemplas, divina Águila,
la agitación combativa de nuestro globo vibrante.
¡Que la Latina América reciba tu mágica influencia
y que renazca nuevo Olimpio, lleno de dioses y de héroes!
¡Adelante, siempre adelante! ¡Excelsior! ¡Viva! ¡Lumbre!
Que se cumpla lo prometido en los destinos terrenos,
y que vuestra obra inmensa las aprobaciones recoja
del mirar de los astros, y de lo que hay más allá!



Y pareja desilusión pueden llevarse quienes asienten su admiración al poeta en una supuesta actitud antidictadura, o proespañola, o católica, o americanista,   —119→   en el sentido actual de cada uno de esos términos. No hay que referirse siquiera a la admiración basada en frivolidades, tonterías, suspiros e histerismos, que sin quererlo Rubén, seguramente, despertaba en torno suyo como una maldición.

No. En hombres de esta naturaleza, arrebatados por la inspiración del momento, dominados por una necesidad incoercible de poetizar, venga o no venga a cuento, resulta muy difícil poder adscribirlos, con honradez, a un bando, a una tendencia, a una doctrina.




VI

Esencialmente, el genio es un irresponsable, por cuanto es un Escogido, no alguien que se escoge a sí mismo para una tarea. En el fondo, el genio (pensemos en Mozart, arquetipo de esta condición) es tan inocente de su producción como un manzano o como un ruiseñor. Y esa naturaleza altamente concentrada y pura, ese estado natural, de origen y de materia prima inmaculada que es la existencia del genio, caracterízase además por la inagotable sensibilidad -en el sentido que dan los fotógrafos a esta palabra- ante los reactivos y estímulos exteriores.

Hay una adaptabilidad instantánea a las circunstancias, al ambiente, que se manifiesta ante todo por la veloz e inmediata captación del estímulo, del indicio, de la idea apenas examinada. En fracción de minutos, estas naturalezas aprehenden lo que no han aprendido, lo que a otros cuesta un doloroso esfuerzo incorporar a su intelecto o a su memoria.

Es el mimetismo, es la facilidad increíble para imitar un modelo, es la impasible y hasta espontánea adopción constante de nuevas posturas, de ideas distintas a las profesadas ayer, de criterios y de orientaciones que surgen del exterior, lo que más irrita a los hombres vulgares cuando tropiezan con uno de estos raros especímenes de plasticidad, de «incorporación», de rápida transformación en algo que sueña a propio, de todo lo que a sus voraces naturalezas ha producido curiosidad o necesidad de apropiárselo. Por eso son desconcertantes y contradictorios. Quien busque la grandeza de estos seres en una conducta rectilínea, invariable, constantemente igual, comete un grandísimo error. Ellos no son grandes porque se adscriben a esto o a lo de más allá, como un hombrecillo   —120→   cualquiera. Ellos son grandes porque pueden adscribirse, con el aire de la mayor autenticidad y de la más apasionada entrega, a todo lo que en un momento cualquiera de su vida les parezca importante, glorioso, bello, digno de imitación y de reverencia. Pueden ser árbol o pez, niño o monstruo, buenos o malignos, sanos o podridos hasta las raíces.




VII

La grandeza de hombres como Darío está, pues, en muy otra parte que en sus filias y sus fobias. Particularmente nuestro poeta presenta el problema, muy desde su temprana, desde su precocísima aparición en las letras, de poseer (o de ser poseído) una asombrosa y hasta excesiva facilidad para lo que podemos llamar el contagio, la contaminación, la asimilación vertiginosa de un tono, de una ideología, de un vocabulario, de una manera de entender y de expresar una cuestión o un sentimiento.

Evoquémoslo por un instante a sus quince años de edad, escribiendo el poema «La Poesía Castellana». Es bien sabido que este prodigioso caso de adaptación a unos modelos no figura nunca en las antologías de Rubén. Sin embargo, a mi juicio, nos da una clave, una llave maestra para poder enfrentarnos más tarde con el proteísmo y con la facilidad imitativa de quien reaccionaba ante un estímulo fuerte con el mismo candor y con la misma pasiva obediencia con que la sensitiva recoge sus hojas cuando la roza un objeto cualquiera.

Está el adolescente, el precoz en todo, leyendo a los viejos poetas de la por aquellos siglos poderosa lengua castellana de poesía. Y de manera casi mecánica, espontánea, al joven se le da dentro de sí el eco de cada autor, el sentido de cada etapa. Va del Poema del Cid al Arcipreste, y a Juan de Mena, y a Berceo, y toca en Santillana y en Manrique, y en Garcilaso y en Góngora, contrahaciendo en cada momento, con la perfección con que Mozart contrahacía en su música los vaivenes del alma, aquello que le han incidido en lo profundo, aquello que lo ha preñado de un germen reclamador de gestación y de nacimiento a través suyo.

Leamos la imitación de Garcilaso. Darío está en León, no ha salido al mundo todavía, no sabe sino lo que los librotes le dejan ver de la belleza escrita. Y escribe: «Dulce como la miel de los panales / que en las ramas del árbol gotas   —121→   deja, / cuando la liba zumbadora abeja / que gira sobre juncos y gramales; // sonora cual las brisas otoñales / que el eco vago de sentida queja / parecen derramar, cuando se aleja / Véspero entre los verdes robledales; // como el murmullo de la fuente suave / que se desliza con rumor escaso, / y como dulce cántico del ave: // así en la Égloga está de Garcilaso, / llena de majestad, pura y galana, / la armoniosa Poesía Castellana».




VIII

¿Hallazgo casual?, ¿acierto pasajero? Nada de eso. Véamosle pasearse como por su casa por el bosque maravilloso de la poesía anterior a ese clarísimo Garcilaso. El poema «La poesía castellana» se abre, naturalmente, en un tú por tú con el Romancero del Cid: «A guisa de regocixo poyanse a trovar / e cantabanl'a las dueinas con polido cantar. / ¡Oh inorado d'ensalçar: / cata que la tu trova sabrosa ovía de gvstar!».

Y entra Berceo: «Façian dolçe prosa a los prados olyentes / e a los que creyan que eran convenyentes; / davanl'muchas prosas de la sus myentes / que salyan sabrosas e bien corryentes». Y luego el Arcipreste: «E plañe en las tumbas de almas precitas / "con lágrimas tristes e non gradescidas", / e siempre son gratas sus trovas sentidas / si canta sus querellas, si canta sus coitas». Ahora hace su aparición el marqués de Santillana: «E dulce'e ozana / e grata e fermosa / era la sabrosa / fabla castellana. // E iva adelantando / ivase estendiendo / e se iva sintiendo / e se iva admirando. // Face Santillana / que se multiplique; / e mas la engalana / la trova lozana / de Jorge Manrique». Viene éste, y con «galanura, / brinda su trova fermosa / tan sonora, / que llena de grande finura, / es cual la canción graciosa / que hay agora. // Gratos sospiros e lloros / guarda en las sus notas bellas / en verdat / sabrosos cantos sonoros: / trovas que se mira en ellas / poridat».

Este sentido de la palabra, del ritmo, ¿no revela una capacidad única para imitar el modelo que se tiene delante? Y quien piense que no tiene valor sino de pastiche, de puntual repetición de lo ya hecho por otro esto de hacer poemas «a la manera de», sin que resulten plagios, sino precisamente eso, «a la manera de», que intente, no a los quince años, a los setenta si quiere, añadirle unas coplas a las de Manrique o unas liras a las de San Juan de la Cruz. Hay que   —122→   poseer el don de mudarse a la piel ajena, ese misterioso y atormentador poder reservado a los genios.

No le demos vueltas. Con Darío estamos en presencia de uno de los más extraordinarios portadores de la palabra, del sonido como instrumento de explicación y dominio del mundo. Es con el oído con lo que escribe, no lo olvidemos. De lo que oiga en torno, dependerá mucho su música. ¡Quién pudiera darle a tiempo nobles melodías, y no vulgares sonsonetes!




IX

Otra prueba de esta precoz audibilidad del interior ritmo ajeno nos la ofrece un soneto escrito un año antes -¡y todavía un año más hacia la niñez y la puericia!- en la última página del Romancero del Cid. Oigamos resonar en un rincón de Centroamérica la arcaica y deliciosa voz de los trovadores:


Mi non polida pénnola desdora
aqueste libro con poner un canto
en las sus fojas, que me inspiran tanto
que facen agitar mi plectro agora.
Nin la fermosa cara de la aurora,
nin de la noche el estrellado manto,
nin el milagro de cualquiera santo,
belleza como él non atesora.
Ca magüer es verdad que es non polida
la mi pennola ruda e homildosa,
yo tanto entro del pecho, aquí encendida,
la foguera del bardo tan fermosa.
Por ende pongo aquí, magüer mal fecho,
aquesta trova, rosa de mi pecho.



En resumen, por dejar a un lado esta cuestión de capital importancia para comprender (comprender, es decir, perdonar) ciertas fallas y caídas que vinieron después, digamos que Rubén Darío variaba ante cada estímulo exterior, como varía el mar con cada hora del día. Cuando llegó la hora de alzar el   —123→   vuelo con sus propias alas, ya no estaban presentes Garcilaso y Góngora, Manrique y Berceo. Algo horrible había ocurrido en la poesía española. ¡Qué aire tan pobre se ofrecía a un vuelo tan alto!

Esto explica el vaivén, el arrebato como de vate enloquecido cuando tropieza con la verba torrencial de Víctor Hugo; esto explica muchas y muy variadas cosas. Fue tan vasta su obra, reflejo del vasto variar y fluir del océano, que en ella podemos encontrar de todo, para aplicarlo a la luz o a la sombra, al día o a la noche, al bien o al mal, a la virtud o al pecado.

¿Para qué, por lo tanto, fijar el centro de la atención y de la admiración hacia él en ideas políticas, en actitudes de programa y de secta? Los hombres muy religiosos hallarán en él, como en José Martí, poemas de una religiosidad total, lindantes con lo místico; los hombres ácratas, ateos o agnósticos, indiferentes o panteístas, hallarán en él poemas e ideas que resonarán como dichos por un hermano de ideales. Y en ambos casos, en todos los casos, esos hombres se estarán engañando, y Darío no estará mintiendo, ni fingiendo lo que no siente, ni pretendiendo engañar a nadie.




X

Se trata de algo más difícil de comprender que la rotunda adhesión a un credo o a una idea. Se trata de que el genio (y doy aquí otra vez a la palabra su sentido genésico, paridor, en este caso, de palabras creadoras, de formas nuevas de expresarse, de ideas no circulantes en la masa, de sonidos de una música diferente), el genio es siempre una especie de materia prima, de Fuerza sumamente rica y abierta, pero dúctil y maleable, que lo mismo se acondiciona a una que a otra forma, a uno que a otro modelo.

El proteísmo del genio se observa en Darío desde los primeros años de su vida, ya lo hemos visto detenidamente. Si hay que cantar lo religioso, lo canta religiosamente; si el acto es bélico y hay que entonarle loas marciales, allá se van las loas bélicas perfectas (pienso en «La Marcha Triunfal», escrita ad hoc para el ejército argentino); si de amor se tercia, o de planto funeral, o de alabanza de bellas y de bellezas, da su canto echa fuera su verso, como dicen los campesinos de América, con la maravillosa autenticidad del irresponsable ruiseñor. Y siempre suena a profunda, a auténtica verdad largamente sentida y dolida por el   —124→   poeta la canción que entrega. (Piénsese en el horrible «canto épico a las glorias de Chile», que es exactamente el poema que ha de escribirse para un concurso de índole patriótica).

De esta condición de arcilla que luego se cristaliza en mármol, y comenzando por ajustarse a un molde, acaba por imprimirle a éste su propia forma íntima, nace la acomodación o adecuación del Darío juvenil a los ambientes exteriores, que tanto influían en él, y que de tal modo determinaban el curso de su producción y de su expresión.

Por eso he insistido desde el comienzo en la importancia que tiene en él la etapa en que se encontraba a su llegada la poesía, es decir, la sensibilidad general hispanoamericana, e igualmente he insistido en su facultad realmente única de imitación y de adaptación. De los clásicos pasó a Victor Hugo, y ya lo tuvimos para unos años haciendo exactamente lo que Hugo hacía: el torrente, el constructor de poemas a chorro abierto, el Stentor que no se arredra ni ante la potencia del océano ni ante la magnitud de la montaña. ¿Imitación simiesca, del estilo de esa que siempre ha servido para acusar a los literatos de allá, llámense García Márquez, y aproximándole su Faulkner y su Joyce, o llámense Cortázar y aproximándole su Jules Renard? No en el caso de Darío.




XI

Se necesitará mucho tiempo todavía para que nuestros escritores reciban un placet europeo incondicional, por algo más que por el exotismo y la novedad de los temas. Por largo tiempo se hurgará todavía en la obra de cada uno para localizarle la fuente en que ha bebido. Pero en Rubén, insisto, el caso era otro: las fuentes estaban a la vista de todos, y él no hacía nada por ocultarlas, ya que sentía orgullo de verse emparejado con sus bienamados Catulle Mendès o Leconte de Lisle, pongamos por caso.

Lo que ocurrió fue que equivocó los manantiales. Fue a dar con lo menos importante de una gran poesía, como veremos más adelante. Y en el trayecto hacia ese gran error, pasó por el terrible trance de terminar su formación en unos medios culturales que no necesito describir demasiado, pero de los cuales podemos tener la convicción de que eran los menos adecuados para obtener del potencial único de Darío una cosecha clasificable en el primer renglón de la poesía universal. ¿Por qué se nos quedó a medio camino?

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Si con una persona con semejante condición «de esponja», de rápida captación de cuanto lega a su sensibilidad, se ve obligada a vivir en una atmósfera poco exigente en el orden estético, su producto estético poseerá muy poco valor. Conocemos bastante de la fisonomía que tenían aquellas reuniones de periodistas y de poetas, que lo mismo en Managua que en El Salvador, en Guatemala como en Santiago de Chile, conociera Rubén Darío, para comprender que exista en la obra de éste una zona (la de los poemas interminables del comienzo, la de Abrojos, la de Rimas), que no es otra cosa que respuesta automática al ambiente, obediencia a una especie de consigna tomada por moda. Hay una sensibilidad en aquel momento, una emotividad más bien, que se sentía satisfecha y conmovida cuando escuchaba un poema como éste:


Cuando la vio pasar el pobre mozo
y oyó que le dijeron: «¡Es tu amada!...»
lanzó una carcajada,
pidió una copa y se bajó el embozo.
-¡Qué improvise el poeta!
Y habló luego
del amor, del placer, de su destino...
Y al aplaudirle la embriagada tropa,
se le rodó una lágrima de fuego,
que fue a caer al vaso cristalino.
Después, tomó su copa,
y se bebió la lágrima y el vino!...






XII

Este es el tipo de poema que dio popularidad a Darío en América antes de 1900. Pero aun en esa balumba de sentimentalidad y de facilismo, de filosofemas a lo Campoamor y de locuras irrefrenables de la verbosidad que son los primeros libros, encontramos de repente, como quien encuentra una perla en el sitio menos esperado, que Rubén Darío se ciñe, se recorta al vuelo altisonante y oratorio, y en 1887 escribe este poema:

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Alba. Olor a azucena;
un mar azul diviso,
y una barca serena, y un ángel timonel.
¡Que hora tan buena
para tomar pasaje al paraíso!...



Podrá pensarse que viene del temblor de Bécquer esta fina pintura del natural, coronada por la presencia anticipada de los ángeles, que darían luego tanto que hacer en la poesía hispánica, pero venga de Bécquer -buen padrino por demás-, o de quien viniere, hay en ese poema como una huella o una clave de la dualidad que va a ir creciendo en la persona y en la obra de Darío. La dualidad que toda su vida la arrastrará de un sitio a otro, tanto en lo geográfico como en lo moral, tanto en lo mental como en lo cotidianamente vivido.

Es que hay un Darío exterior, exteriorizado, sacado fuera de sí por la moda, por el grupo, por la mala compañía que se le da al artista, casi siempre cuando menos le beneficia tener compañía. Y hay el Darío interior, remetido en sí, como diría Unamuno, dentrísimo de sí, como diría César Vallejo, y es el Darío a quien nunca dejaron ser a totalidad, en íntegra persona.




XIII

En lo que llamamos efímero en la obra de él, lo que prevalece es el exterior, la imitación, el acatamiento servil a lo que le hacían creer, o él mismo creía, que era lo más chic, lo «comme il faut», de moda última y exquisita. Es, en suma, el afrancesamiento apresurado y de relumbrón, o mejor, el parisinismo, o más aún, el bulevardismo de los metecos, de los paletos hispanoamericanos en París, que constituían un deplorable género aparte de la Humanidad.

Esos pobres aldeanos, deslumbrados con la leyenda de «lo maldito», estaban en París, pero no vivían París. Ellos se congregaban en tribu y pretendían llegar a famosos en el bulevard, en un París que no ese París (ciudad respetable si las hay), ni mucho menos en Francia, la Francia interior y sólida, de la gran cultura, de la vida cerrada en sí, de la casi inexpugnable comunicación con el extranjero ansioso de «triunfar» rápidamente.

Aquello no era París, sino un par de calles abiertas en la maravillosa ciudad para que por ella paseasen y malgastasen su vida, creyendo estar   —127→   corrompiéndose a la «dernier cri» y tocando las cumbres, unos hombres inteligentísimos, pero llenos de terror al espejo: los a veces amonedados y los siempre atarantados hispanoamericanos, que iban huyendo -si es que ya no van- de lo que ellos tenían por feo y por inferior en sus pueblos y en sus vidas.




XIV

Recordemos la paradoja. En tanto que los grandes poetas franceses soñaban con huir hacia las islas, hacia las verdes selvas, hacia las praderas del «Far West» para descubrir los vivos elementos de la Naturaleza y rehacer el hombre en su peso original; en tanto que Mallarme se mostraba cansado de haber leído todos los libros, y Rimbaud se veía navegando hacia Floridas nunca vista, y Baudelaire sufría la nostalgia de los espacios abiertos y de la santa vida del salvaje, pero ninguno se movía de su centro, los poetas hispanoamericanos soñaban con fumarse una pipita de opio, tomarse una tacita de té con Liane de Pougy, o batirse con Rochefort porque había insultado a Robert de Flers. ¿Habrase visto mayor infantilismo?

Deberíase esto a que las culturas pasan por etapas o épocas imitativas, de fuga de sus hijos por miedo a la existencia en formación y fermentación, cruda todavía; deberíase a la gran crisis del carácter y de la organización socio económica de nuestras naciones en aquel fin de siglo pasado y primeros treinta años de éste, o a cualquiera otra misteriosa ley de la Historia, no sé. Pero fuesen cuales fuesen las razones metafísicas, fatales, inexorables, el resultado terrible fue que se produjeran fracasos tan dolorosos como éste que consiste en que un Rubén Darío muera sin haber escrito el gran poema de América, el gran poema de lo americano.

Cuando Rodó dijo lo que dijo tenía razón sobradísima, porque su pensamiento era que no basta con nacer en América para ser el poeta de lo americano. El hecho de que Rubén fuera el más grande poeta de América (nacido en América quiere decir), no implica que fuera el poeta de lo americano. Una vida y una escena extrañas se interpusieron entre él y la visión de América, que indudablemente le estaba reservada como al cantor que era.



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XV

¿Sería que aún no estaba madura la evolución histórica y cultural de aquellas tierras, que aún no había llegado la hora de tener su Homero y su Virgilio, o por lo menos su Lope y su Calderón? Puede ser, porque cada día creo más que en la cultura no se producen saltos y no hay en rigor sorpresas. Leonardo y Goethe, como Sócrates y Mozart, son el final de un camino, la conjunción de cien senderos, de riachuelos secretos que un día afloran como ríos poderosos. A nosotros no nos ha tocado todavía. Hay que resignarse y mirar a los nuestros con amor, pero sin idolatría.

Es harto sabido que Darío, antes de ir físicamente a París, ya estaba instalado mentalmente en París. Dice que de niño pedía en sus oraciones no morirse sin conocer París. (Según Carretero, Rubén le dijo que había estado en París a los diecinueve años, cosa que no era cierta). Ya en Chile, la lectura de unos artículos de Paul Groussac y de otros le bastaría para echar a andar su imaginación tropical, su capacidad única de asimilación vertiginosa, y a poco de leer los dichos artículos lo teníamos escribiendo como si en vez de haber nacido en Chocoyos hubiese nacido en la placita de la Tortuga, ahí al lado de la maisón de Víctor Hugo. Era tal, junto con la ya repetida velocidad para hacerse a una situación con sólo un indicio, la pasión de Rubén por huir, por dejar lo que estimaba aldeano, reducido, asfixiante, que si hizo el meteco y hasta el rastacuero, si se arrodilló de manera tan humillante ante figurillas de barro que él tomaba por de oro y diamantes, no fue por avilantez de ánimo, ni por espíritu de adulación, sino por entender que así dignificaba su condición de hijo de América.




XVI

En el fondo, lo que él quería probar, lo que ellos querían probar, era que también los hispanoamericanos eran capaces de refinamientos y de celebramientos tan extremados como los descritos por el cretinoide Jean Lorrain en la que hoy vemos como infecta novela «Monsieur de Phocas», pero que en su tiempo parecía a los paletos el summum de la civilización. Había debajo de una altitud tan ingrata e indeseable una especie de patriótica palabra de presente en un cortejo que se tomaba como muy importante y valioso. Creía Rubén, de   —129→   veras, estar asistiendo a un renacimiento de la Grecia antigua cuando veía pasar de lejos a Verlaine o al inocuo viejecito Arsenio Houssaye. Todo lo que estos pobres hispanoamericanos creían ver en Moreas, en Rémy de Gourmont, en Robert de Montesquiou, en Catulle Mendés, no era sino una máscara para ocultarse a sí mismo el rostro de sus patrias, que ellos veían pequeñas, poco luminosas, aldeanas.

Si de pronto, cuando hacían el oso y el tonto metidos en un café de Boulevard, donde nadie los conocía (pero donde la malicia francesa adivinaba que había indios con dinero de Potosí), alguien les hubiese dicho «Recuerden que ustedes son de Managua, de Guatemala, de Bogotá o de Quito y que allá han de volver un día; aquí nadie los conoce ni quiere conocerlos, porque para los franceses todos los de América son monos del otro lado de la costa», ellos se hubieran sentido como perseguidos por la envidia y la incomprensión de sus compatriotas. Y todos a una correrían a esforzarse más y más en demostrar a los indiferentes semidioses que ellos eran tan franceses como Notre Dame y tan perversos como un personaje de Rachilde.




XVII

¡Pobre gente y pobre época! No se trata de no ir a París. Se trata de no huir a París y de no hacerse jamás la ilusión de que París es la tierra natal. Se trata, en fin, de no menospreciar la cuna. Ahí está la diferencia aportada por César Vallejo. Él va también a París, pero cuando Rubén se emborrachaba en París y con París, lo que quería era huir del espectro de su América mestiza, inculta, aindiada, y soñarse, en brazos del alcohol, como siendo un rubio duque perigordien, que no ha visto indios nada más que en los libros del vizconde de Chateaubriand.

Cuando Vallejo se emborrachaba en París lo hacía para volver de un salto al fondo del Perú, para sumergirse, por el recuerdo y por la magia del alcohol, en las entrañas de Santiago de Chocos, en las minas de plata peruana, en la sangre petrificada, hecha piedra, del indio y de la colla. Por eso París es un bien para Vallejo y un mal para Rubén. Lo que París deja al uno es lo efímero, porque le vacía las entrañas, y al otro le entrega lo permanente, porque le sublima y consolida las propias entrañas.



  —130→  
XVIII

Se dice, y se dice demasiado a juicio mío, que el año de 1888 es importante en la poesía hispanoamericana porque fue el de la publicación de «Azul», ese libro de título tan horrible como su inspiración. No. El año de 1888 es importante en la poesía hispanoamericana porque fue el año del nacimiento de Ramón López Velarde. «Azul» (y me refiero por supuesto a la primera edición, antes de las adiciones de 1890, que lo mejoraron tanto) es un libro que no añade nada a la gloria de Darío ni al progreso de la poesía hispanoamericana, y que con toda probabilidad ha de perderse en el desván de la noche de los tiempos. ¿Cuál de sus poemas puede pasar a una antología, por manguiancha que ésta sea? ¿Y tienen importancia valor perdurable, esos cuentos? Hay que llegar a los sonetos y medallones de la adición sagaz para encontrarse con algo recordable, como la descripción impresionante de Caupolican o el verso magnífico: «Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar».

Y es en esta sección añadida de «Azul» en donde hallamos de nuevo una de las muestras más claras de la técnica, de la manera de trabajar que tenía Rubén Darío. Cuenta Juan Ramón Jiménez que el propio Rubén le dijo cómo había escrito el soneto a Whitman. No había leído todavía un verso del autor del «Canto a mí mismo». Le había sido suficiente la prodigiosa crónica de José Martí sobre Whitman -publicada en junio de 1887- para «apresar» el aura, la atmósfera y el sentido de este hombre maravilloso. Y con ese material, con esa chispa eléctrica que echó a andar los motores de su imaginación poderosa, escribió el famoso soneto:


En su país de hierro vive el gran viejo,
bello como un patriarca, sereno y santo,
Tiene en la arruga olímpica de su entrecejo
algo que impera y vence con noble encanto.
Su alma del infinito parece espejo;
son sus cansados hombros dignos del manto,
y con harpa labrada de un roble añejo
como un profeta nuevo canta su canto.
Sacerdote, que alienta soplo divino, anuncia en el futuro tiempo mejor,
—131→
dice el águila: «¡Vuela!» «¡Boga!» al marino,
y «¡Trabaja!» al robusto trabajador.
¡Así va ese poeta por su camino
con su soberbio rostro de emperador!






XIX

Y como es natural, no podían faltar, para cerrar eficazmente «Azul», los poemas en francés. Luego vino «Prosas profanas». Aquí la carga de lo efímero, de lo brillante por fuera y vacío por dentro, llega a la culminación. Y al mismo punto de saturación llega lo que se llamó popularmente modernismo, la orfebrería de latón, el desfile de princesas neurasténicas y de decorados para teatro infantil de barrio rico. Ya en el repudiable prólogo, Rubén se hartó de decir impertinencias, bobadas, chiquillerías. ¡Un hombre, un hombrazo como él diciendo estas cosas!: «¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África o de indio chorotega o nagradano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués; mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles; ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un Presidente de República no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh, Halagabal!, de cuya corte -oro, seda mármol- me acuerdo en sueños».

¡Qué desdicha! Y las otras esquirlas de paletismo: «mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París»; «mi órgano es un viejo clavicordio pompadour, al son del cual danzaron sus gavotas alegres abuelos»; «la absoluta falta de elevación mental de vuestro continente». Bien hizo Unamuno en zurrar de lo lindo a Darío por estas tontadas.

Mas, como siempre en el dual Darío, debajo y detrás de lo que dice en obediencia a lo que considera su postura elegante e boulevardier, temblaban otras luces, otras flechas certeras. Darío interior vivió en una perpetua lucha contra el Darío exterior. Y del mismo modo que en «Prosas profanas» tropezamos -no hay otra manera de decirlo-, tropezamos con cosas como ese detestable «Era un aire suave», como la atroz «Sonatina» (uno de los instantes más desdichados de la poesía hispánica de todos los tiempos pese a los cacareados hallazgos métricos), como la increíble «Divagación», en donde llegamos al   —132→   pasmo de leer: «Verlaine es más que Sócrates y Arsenio Houssaye supera al viejo Anacreonte», pero después encontramos poemas como «Coloquio de los Centauros», «Año Nuevo», «Responso a Verlaine» y la primera «Marina», en ese mismo prólogo aparecen expresiones como éstas: «Si hay poesía en nuestra América, allá está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlan, en el indio legendario y en el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro»; o bien: «Yo no tengo literatura mía para marcar el rumbo de los demás: mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea»; o este mandamiento de estética, que d'Ors pudo haber incluido en su «Decálogo de la Sencillez»: «Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta».




XX

A Darío no le hicieron caso los hispanoamericanos en lo de no imitarle servilmente, y América comenzó a padecer de una «dariitis», de una rubendariorragia espantosa. No había cursi que no hablase en sus poemas de cisnes y de clavicordios, y que no intentase imitar la difícil aliteración de «El olímpico cisne de nieve, / con el ágata rosa del pico, / lustra el ala eucarística y breve / que abre al sol como un casto abanico /», que es un juego de palabras, de amaneramiento casi perfecto del lenguaje, pero que no es imitable ni recomendable como materia de poesía, al margen de su técnica. (La técnica, que es lo que justifica a algunos poemas horribles de Rubén, no llega al público).

Fue esta la época que marcó para siempre, con una especie de flor de lis grabada a fuego en el hombro, la denominación de «modernista», y la subsecuente estimativa muy penosa, pero muy merecida, de esta denominación. Modernista llegó a ser sinónimo de esa cosa ridícula que es el término nefelibata: de esa otra cosa atomizable -merecedora de la bomba atómica- que es el hispanoamericano exquisito viviendo en el boulevard, desarraigado y despreciador de lo suyo para cultivar, en pésimo francés, los pompones y los floripondios.

Ya he recordado en más de una ocasión lo que cuenta Álvaro Armando Vasseur, el uruguayo traductor de Whitman. Dice en su libérrimo poema ¡Pts! de su encuentro con Almafuerte, que era justamente el reverso de Darío del   —133→   900. Almafuerte representaba, con sus ribetes de mal gusto y todo (¡lo inevitable!), eso que ahora denominan poesía social y que es tan viejo por lo menos como los poemas satíricos de Horacio o como los denuestos de Dante contra los tiranos.

Por supuesto, para el hombre recio que tomó ese pseudónimo de Almafuerte y que tenía por maestro al Carducci más enérgico, al contraposto del D'Anunzio de la suntuosidad y del decadentismo (quiero recordar, al pasar, que César González-Ruano llamaba a Vargas Vila «el D'Anunzio de los negros»), el modernismo de Darío resultaba algo así como una peste, como una infección que podía llegar a destruir la virilidad y el carácter.

Lo que dice Vasseur es lo siguiente: «¡Almafuerte! Yo vi en Trenque Lauquen -en el umbral pampeano, la escuela del Rabbí... -pero fue en la Plata donde comí en su mesa, -donde su amigo fui... ¡Su amigo! Más de una vez me dijo, en cólera -contra mí: "¡Usted será un Rubén Darío!" Y era tal su desdén -que me ofendí... ¡Un saltimbanqui errante! ¡Un cantor porque sí!».




XXI

El propio Darío expresó más de una vez, ya en broma, ya en serio, su desconcierto por lo que la gente llamaba modernismo. En el trivial mensaje en versos titulado «Versos de año nuevo», escrito en París en 1910, evoca su estancia en Buenos Aires y burla burlando cuenta su transporte, su transfiguración de joven que sólo conocía de oídas lo parisién, en el autor que enseñaba a los demás a conocer París y sus presuntos diabolismos. Él dice: «Luego, un cambio. Duro entrecejo / la suerte me empieza a mostrar. / Y perdí el cargo consular / como cualquier romano viejo. // Vivía en mundos irreales, / y para guerra a mis reposos / se imponían los peligrosos / paraísos artificiales. // Paréntesis. El Ateneo. / Vega Belgrano piensa. Ezcurra, / discurre. Pedro despanzurra / a Juan. Surge el vocablo feo: / "Decadente". ¡Qué horror! ¡Qué escándalo! / la peste se ha metido en casa. ¡Y yo soy el culpable, el vándalo! / Quesada ríe. Solar, pasa. // ¡Yo soy el introductor / de esa literatura aftosa! / Mi verso exige un disector, / y un desinfectante mi prosa...».

Aquí se refería Darío nada más que a los aspavientos y tontadas de los críticos a lo Valbuena o a lo Prudencio Iglesias, que todo lo convertían en   —134→   problema de vocablo más o menos correcto, y el galicismo, vitando para ellos, era la suprema norma para aprobar o condenar un poema. Pero la gravedad de lo del decadentismo no estaba en esas minucias, ni en las inevitables reacciones contrarias de los viejos críticos. Es normal que los viejos críticos voten en contra. La gravedad estaba en el tipo de vida falso, ridículo, imitativo y de segunda mano a que obligaban, con Darío a la cabeza, aquellos que escribían en cierta forma, leían a ciertos autores y defendían ciertas ideas. Esa ilusión ridícula de vivir como suponían ellos que vivía un Teophile Gautier, un Catulle Mendés, era, desde luego, complejo de aldeanos, de personas que no querían mirar en derredor, sino que ante el disgusto que les procuraba la vida hispanoamericana de entonces acogíanse al cómodo e infecundo expediente de imitar una vida ajena, una historia ajena y, por supuesto, una poesía ajena.




XXII

Fue el caso lindante con lo trágico de Julián del Casal, nacido también con facultades maravillosas, que malgastó en trivialidades e intrascendencias, pretendidas por él como trasunto de las japonerías, las chinerías, las exquisiteces de turbante y opio. Casal creía, ¡en la Habana de 1890!, que lo bello era un cuadro de Gustavo Moreau. Darío tomaba como pseudónimo para una sección de periódicos nada menos que el nombre del revulsivo personaje de Huysman en «Al revés».

Y es esta circunstancia la que lo lleva a la tan mentada aventura de traer a versos españoles las poesías francesas, pero no la gran poesía, sino por excepción (como en el «Coloquio de los Centauros»), sino casi siempre la frívola, la salonier, la que al pasar a la viril lengua española se convertía en una cursilada. (Obsérvese, de paso, que la traducción al español de ciertos poemas, como los de Verlaine, amén de resultar una aventura incierta, arrastra a lo cursi. Se pierde la música, la matización, y queda el hueso desnudo de palabras que no saben de crinolinas ni de nuances. Rubén oía, con el prodigioso caracol de su oído, un ritmo, una música, y quería traerla a esta lengua militar, perentoria; el resultado, con todo lo que su genio musical le permitía dejar sobre el papel, era frecuentemente una desdicha).



  —135→  
XXIII

El gran drama de Darío consiste en que él siente, él adivina, él sabe, que eso no es lo verdaderamente bello ni lo permanente. Pero su debilidad de carácter y, sobre todo, su necesidad de demostrar que estaba «al día», que se codeaba con «los semidioses», que París se le había rendido a él, el joven del rincón de Nicaragua, lo ancla en el Boulevard. Y como trajo al mundo una facultad realmente mágica para adecuarse a un ambiente o a una manera de hacer, de construir y hasta de pensar, arrojose de cuerpo entero, por más tiempo del conveniente, en la moda de aquella vida que, encima de ser prestada, no era en modo alguno una vida importante, una vida digna de imitación. Desdichadamente, lo que de un poeta pasa a la calle, a la popularidad, no es siempre lo más puro suyo. Habría que utilizar coyunturas como esta del centenario para limpiar la figura de Darío del polvo colorinesco y artificial que la recama y anquilosa. Si Darío no fuera más que el autor de poemas como Sonatina, Era un Aire suave, etc., no valdría la pena de ocuparse de él para nada. Pero en Rubén hay, ante todo, el arquero que cuando acierta da caza al Unicornio, el autor de una prosa magistral, y hay el Rubén poeta perdurable, cristalizado en un número de poemas ciertamente creadores dentro de la poesía hispanoamericana.




XXIV

¿A qué llamamos poema creador dentro de una poética, de una historia de poesía? A aquel poema que alcanzó a concentrar en sí una manera esencial de ver el mundo, una peculiar filosofía de la existencia o una manifestación estética que de veras contenga los símbolos de un espíritu nacional, de una personalidad. Poema creador, por ejemplo, es «Suave Patria», de López Velarde; poema creador es «Sueño con claustros de mármol», de José Martí; poema creador es «La rueda del hambriento» o «Palmas y guitarras», de César Vallejo; poema creador es «Entrada a la madera», de Pablo Neruda; poema creador es «Réquiem», de Humberto Díaz Casanueva; es «Altazor», de Huidobro; es «Muerte sin fin», de Gorostiza...

En fin, no estamos intentando una antología esencial de la poesía hispanoamericana ni mucho menos, sino señalando la gran línea maestra, línea nacida   —136→   gracias a Rubén en grandísima medida, y dentro de la cual entendemos que él está por derecho propio, aunque representado por un número reducido de creaciones, una vez que dejamos en la otra orilla, en la de lo anecdótico, aquel río de poemas débiles o francamente malos, que infortunadamente son los más manoseados y recordados cuando se habla del poeta.




XXV

Darío fue ante todo un oído, un oído musical espontáneo, naturalmente nacido con un sentido frecuentemente perfecto de la medida. Esta condición de espontaneidad es netamente hispanoamericana, aunque no exclusiva de allí. También la tuvo el maestro de prosa de Darío, José Martí. Ambos sabían más de lo que habían estudiado. Luego, hay en Darío un fuerte sentimiento de la libertad personal, que se simboliza desde muy temprano en la sed de viajar, de cambiar de sitio (esta desazón tan española), y más tarde se encarna en su libre manera de vivir. Incluso en la rebelión que supuso volver las espaldas a la poesía española de su tiempo inicial y entregarse altaneramente a importar otra sensibilidad, brilla también la señal del amor a la libertad irrestricta que experimenta el hispanoamericano.

La desdicha fue que esa hermosa rebelión encallase en una zona poco apreciable de la poesía francesa. ¿A qué se debió esto? Posiblemente, y que nadie se ofenda, a que nosotros, los hijos de pueblos señalados por la presencia de los candorosos seres precolombinos, nos deslumbramos muy rápidamente ante el brillo de unas lentejuelas, ante el sonido de un cascabel, ante los reflejos de un espejito roto. Muy bien observó este lado de la cuestión Darío el poeta Luis Cernuda, uno de los espíritus más rebeldes y sinceros, al tiempo que lúcidos, que ha producido la literatura española de todos los tiempos.




XXVI

En uno de los estudios mejores que conozco sobre Darío (y no llamo estudio sobre Darío a ninguna tediosa investigación sobre metros y rimas que Rubén, en definitiva, usaba por intuición o por imitación, pero no por cálculo técnico) dice Cernuda entre otras cosas igualmente eficaces y certeras: «Pocos   —137→   errores y extravíos en él que no derivasen principalmente de aquella elección de Francia como patria suya espiritual. Bien francesa es su tendencia a estimar las cosas no por ellas mismas, sino por la estimación reiterada y anterior de otros; de lo cual es consecuencia que elaborara sus versos a base de objetos y cosas que estimaba previamente "poéticos": rosas, cisnes, champaña, estrellas, pavos reales, malaquita, princesas, perlas, marquesas, etcétera. Sus versos son un inventario de todos esos artefactos poéticos ad hoc. Hay unas líneas -prosigue Cernuda- donde expone lo que él cree sus gustos "aristocráticos", juntando cosas dignas y cosas indignas, cosas exquisitas y cosas vulgares, mostrando simplemente qué gran confusión había en su cabeza: "En verdad vivo de poesía. Mi ilusión tiene una magnificencia salomónica. Amo la hermosura, el poder, la gracia, el dinero, el lujo, los besos y la música. No soy más que un hombre de arte. No sirvo para otra cosa". Darío -concluye Cernuda-, como sus antepasados remotos ante los primeros españoles, estaba presto a entregar su oro nativo a cambio de cualquier baratija brillante que le enseñaran».




XXVII

Hay mucho de verdad en esta amarga reflexión del autor de «La Realidad y el Deseo» (título que, por otra parte, puede explicar muy bien la obra del propio Darío). Pero es indudable que Cernuda se limita a un Darío determinado -iba a decir prejuiciado, predeterminado-; desde luego al más desagradable y popular, el justamente más vapuleado. Insisto en preguntar, ¿es que todo Darío es eso, indio deslumbrado, niño atraído por el fulgor del «boulevard», aldeano fascinado por un mundo que desconoce, y al cual toma, equivocándose, por el supremo? Mi respuesta personal es que no. Mi convicción es que hay un Darío de tamiz, de alquitara, de selección rigurosa, que aun cuando conserva, como no puede ser menos, huellas y presencias de la mala influencia, sobrenada y domina en él aquella trágica búsqueda interior de un alto sentido, de una vida más bella, de una estética que no le sonase a falsa ni a superficial.

Oigamos a Rubén en una de las innumerables confesiones de su dualidad, de su lucha entre el demonio y el ángel, entre la sinceridad y la comedia literaria:

  —138→  

En las constelaciones Pitágoras leía,
yo en las constelaciones pitagóricas leo;
pero se han confundido dentro del alma mía
el alma de Pitágoras con el alma de Orfeo.
Sé que soy, desde el tiempo del Paraíso, reo;
sé que he robado el fuego y robé la armonía;
que es abismo mi alma y huracán mi deseo;
que sorbo el infinito y quiero todavía...
Pero, ¿qué voy a hacer, si estoy atado al potro
en que, ganado el premio, siempre quiero ser otro,
y en que, dos en mí mismo, triunfa uno de los dos?
En la arena me enseña la tortuga de oro
hacia dónde conduce de las musas el coro
y en dónde triunfa, augusta, la voluntad de Dios.






XXVIII

Para que respondamos a esta dualidad con otra dualidad, es decir, con un juicio afirmativo, que contraría lo que dejó dicho Cernuda (más lo que está en su ensayo que lo transcrito aquí), podemos acercarnos a un poeta muy de hoy, el mejicano Octavio Paz, quien nos dice: «Entre la estética de Prosas profanas y el temperamento de Rubén Darío había cierta incompatibilidad. Sensual y disperso, no era hermético, sino cordial; se sentía solo, pero no era un solitario. Fue un hombre perdido en los mundos del mundo, no un abstraído frente a sí mismo. Lo que da unidad a Prosas profanas no es la idea, sino la sensación -las sensaciones-. Unidad de acento, algo muy distinto a esa unidad espiritual que hace de Les fleurs du mal o de Leaves of grass mundos autosuficientes, obras que despliegan un tema único en vastas olas concéntricas».

Y ahora añade Octavio Paz lo más rotundo (y para mí lo más polémico de su reencuentro con Darío): «El libro del poeta hispanoamericano es un prodigioso repertorio de ritmos, formas, colores y sensaciones. No la historia de una conciencia, sino la metamorfosis de una sensibilidad. Las innovaciones métricas y verbales de Prosas profanas deslumbraron y contagiaron a casi todos los poetas de esos años. Más tarde, por culpa de los imitadores y ley fatal del tiempo, ese   —139→   estilo se degradó y su música pareció empalagosa. Pero nuestro juicio -es Octavio Paz quien sigue hablando- es diferente al de la generación anterior. Cierto Prosas profanas, a veces, recuerda una tienda de anticuario repleta de objetos art nouveau, con todos sus esplendores y rarezas de gusto dudoso (y que hoy empiezan a gustarnos tanto). Al lado de esas chucherías, ¿cómo no advertir el erotismo poderoso, la melancolía viril, el pasmo ante el latir del mundo y del propio corazón, la conciencia de la soledad humana frente a la soledad de las cosas? No todo lo que contiene ese libro es cacharro de coleccionista. Aparte de varios poemas perfectos y de muchos fragmentos inolvidables hay en Prosas profanas una gracia y una vitalidad que todavía nos arrebatan».




XXIX

Y ahora, Octavio Paz, como en una gran coda final, llega a decir lo que nos parece excesivo, pero es sintomático que un poeta tan avisado y tan en el meridiano de la última poesía como él no titubee en afirmar: «Sigue siendo un libro joven. Critican su artificio y afectación: ¿se ha reparado en el tono a un tiempo exquisito y directo de la frase, sabia mezcla de erudición y conversación? La poesía española tenía los músculos envarados a fuerza de solemnidad y patetismo; con Rubén Darío el idioma se echa a andar. Su verso fue el preludio del verso contemporáneo, directo y hablado. Se acerca la hora de leer con otros ojos ese libro admirable y vano. Admirable -detalla Octavio Paz-, porque no hay poema que no contenga por lo menos una línea impecable y turbadora, vibración fatal de la poesía verdadera; música de este mundo, música de otros mundos, siempre familiar y siempre extraña. Vano, porque la manera colinda con el amaneramiento y la habilidad vence a la inspiración. Contorsiones, piruetas; nada podría oponerse a esos ejercicios si el poeta danzase al borde del abismo. Libro sin abismo. Y no obstante...».

Ni tanto ni tan poco. Ni el criterio de Cernuda, ni esta exaltación hacia la totalidad de Prosas profanas -y diciendo este libro se está citando la obra-clave, la definitoria si no la definitiva de Darío-; ni la mitificación ni la desfenestración que con ese libro han querido hacer otros. Uno no ve que en todos los poemas haya por lo menos una línea turbadora e impecable, pero tampoco ve que sea una vitrina de mal gusto y de esnobismo. En cambio,   —140→   sí es bien visible en el corazón de ese libro el gran poema compuesto de las dos mitades de la vida y de la guerra a muerte que consigo mismo libró siempre el poeta. Nadie más consciente que él de los obstáculos y de las deficiencias de Darío hombre y de Darío artista. Él cuenta cómo se fue hacia Citeres dice, y debemos entender hacia el Viejo Mundo, hacia París, dejando atrás su América, donde tanto sufriera desde niño. Se arroja al mar en busca de la isla de Ulises, y produce un poema que, pese a contener su dosis de Watteau externo, de Theophile Gautier y de Verlaine, o precisamente por contener esa dosis, es una de las mejores autobiografías líricas del íntimo desastre, de la desorientación secreta y misteriosa que tanto atenaceó y paralizó a este hombre:


Como al fletar mi barca con destino a Citeres
saludara a las olas, contestaron las olas
con un saludo alegre de voces de mujeres.
Y los faros celestes prendían sus farolas,
mientras temblaba el suave crepúsculo violeta.
«Adiós -dije-, países que me fuisteis esquivos;
adiós, peñascos enemigos del poeta;
adiós, costas en donde se secaran las viñas,
y cayeron los Términos en los bosques de olivos.
Parto para una tierra de rosas y de niñas,
para una isla melodiosa
donde más de una musa me ofrecerá una rosa».
Mi barca era la misma que condujo a Gautier
y que Verlaine un día para Chipre fletó,
y provenía de
el divino astillero del divino Watteau.
Y era un celeste mar de ensueño,
y la luna empezaba en su rueca de oro
a hilar los mil hilos de su manto sedeño.
Saludaba mi paso de las brisas el coro
y a dos carrillos daba redondez a las velas.
En mi alma cantaban celestes filomelas
cuando oí que en la playa sonaba como un grito.
—141→
Volví la vista y vi que era una ilusión
que dejara olvidada mi antiguo corazón.
Entonces, fijo el azur en lo infinito,
para olvidar del todo las amarguras viejas,
como Ulises un día, me tapé las orejas.
Y les dije a las brisas: «Soplad, soplad más fuerte;
soplad hacia las costas de la isla de la Vida».
Y en la playa quedaba desolada y perdida
una ilusión que aullaba como un perro a la Muerte.






XXX

Repitamos ese poderoso y viril verso final: «Una ilusión que aullaba como un perro a la Muerte», que puede ser un verso de Poe, pero también puede ser una anticipación de los poderosos y sorpresivos versos de César Vallejo. Porque en Rubén hay mucho pasado y pasajero, pero en él está latente, germinativo, todo lo porvenir. Anotémosle en lo más perdurable suyo la condición de simiente o punto de partida de tantas cosas que hoy están desarrolladas y maduras ya. Veamos un apretado relieve del seco y lácteo a un tiempo fluir de los versos de Gabriela Mistral cuando Darío dice:


Te recomiendo a ti, mi poeta amigo,
que comprendas mañana mi profundo cariño,
y que escuches mi voz en la voz de mi niño,
y que aceptes la hostia en la virtud del trigo.
Sabe que, cuando muera, yo te escucho y te sigo;
que si haces bien, te aplaudo; que si haces mal, te riño;
si soy lira, te canto; si ángulo, te ciño;
si en tu cerebro, seso, y si en tu vientre, ombligo.
Y comprende que en el don de la pura vida,
que no se puede dar manca ni dividida
para los que creemos que hay algo supremo,
yo me pongo a esperar a la esperanza ida,
y conduzco entre tanto la barca de mi vida;
Caronte es el piloto, mas yo dirijo el remo.



  —142→  

El empleo de las palabras seso, ombligo, cíngulo, manca nos sitúa en el mundo recio del vocabulario espartano y militar de Gabriela. Y, para aproximarnos un poco más a otra cima nuestra, veamos este retrato en verde, en rojo, en llama, retrato porvenirista, que de quién sería Porfirio Barba Jacob escribiera Darío hacia 1904:


Rosas rosadas y blancas, ramas verdes,
corolas frescas y frescos
ramos, ¡alegría!
Nidos en los tibios árboles,
huevos en los tibios nidos,
dulzura, ¡alegría!
El beso de esa muchacha
rubia, y el de esa morena,
y el de esa negra, ¡alegría!
Y el vientre de esa pequeña
de quince años, y sus brazos
armoniosos, ¡alegría!
Y el aliento de la selva virgen,
y el de las vírgenes hembras,
y las dulces rimas de la Aurora,
¡alegría, alegría, alegría!



¿Y no es también un retrato de la técnica, del ritmo y del talante del grandioso fauno Porfirio (ese que se acercó como nadie a ser el Whitman de la América Hispana, pero quedó a medio camino, un poco enredado también en mirajes de Ofir, minas de Salomón y damas de cabellos ardientes), esta estrofa rotunda de Darío?:


Yo, pobre árbol, produje al amor de la brisa
cuando empecé a crecer, un vago y dulce son.
Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa:
¡dejad al huracán mover mi corazón!





  —143→  
XXXI

El mismo Jorge Luis Borges, de quien se ha dicho que tomó de la prosa de Lugones una buena parte de los misterios que le anotamos a la cuenta de Kafka y de otros, ¿no está anticipado, hasta en ciertos giros sintácticos, en un rico y misterioso poema Metempsicosis, escrito por Rubén hacia 1890 ó 1893?


Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre
tuve de Galia, y la imperial becerra
me dio un minuto audaz de su capricho.
Eso fue todo.
[...]
Yo fui llevado a Egipto. La cadena
tuve al pescuezo. Fui comido un día
por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.
Eso fue todo.



Estas grandes simientes, que en todos los poetas realizados nuestros, sin excluir al «punto y aparte» Julio Herrera Reisig, están visibles y presentes, forman, con la selección de los poemas miliares de Rubén, la porción más noble de lo perdurable suyo. Él dejó un sentido de la dignidad estética del poema, de la construcción cuidadosa, llena de decoro, del poema en sí, que nadie ha podido abolir. Leopoldo Lugones intentó salirse hacia otros campos, y asaltó fortalezas nuevas después de Rubén, pero en el fondo, el ritmo, la música, el órgano poderoso como de ventarrón en la pampa que alcanzaba en ocasiones Lugones, llevaba debajo el sostenido, la respiración melodiosa de Rubén Darío. (Y no hablamos aquí, hoy, del prosista excepcional que fuera este discípulo fiel de Martí, pero menos barroco que su maestro, más sencillo).




XXXII

Y es de lo perdurable en él su angustia vital, su guerra privada con su propia existencia. No nos engañemos ni halaguemos a ningún credo religioso presentándolo como un lento converso, que siguiendo la trayectoria normal en   —144→   las vidas poco serenas, termina sus días a las puertas de un convento o poco menos. No. Rubén poseía una poderosa religiosidad, pero típicamente hispanoamericana, es decir, muy difusa, muy entrelazada al panteísmo natural de la naturaleza de América, si vale la redundancia de redundancias que hay en este decir.

Soñaba con Dios y con los dioses, como él afirmaba en más de una ocasión. Amaba a Cristo desesperadamente, pero su apertura a la luz y al sonido del universo teñía de robusto paganismo su fe en lo trascendente. Lo que cuenta, para su autoridad a figurar como maestro, no de una moda literaria que nunca tuvo demasiados títulos para influenciar a la juventud, sino como maestro en el difícil arte de vivir la existencia desde la poesía, y hacer con la poesía una manera cotidiana de transformar la existencia, es su inalterable voluntad de artista. No pensemos en sus caídas estéticas, sino en su elevación prodigiosa, de súbito, como un paréntesis de lucidez espiritual que tiraba contra la absorbente sensualidad y el hedonismo. Rubén fue capaz de escribir versos como aquel que dedicara a Bolívar:


¡Tu voz de Dios hirió la pared de lo oscuro!



Ahí se siente el peso del Poeta con mayúsculas, del poeta sin más. Él no fue culpable de provocar ciertas admiraciones. (Llegó a decir: «A Rubén Darío le revientan más que a Clarín todos los afrancesados cursis, los imitadores desgarbados, los coloretistas, etcétera»). En verdad, él no fue culpable de nada -si es que existe algún hombre que pueda ser llamado culpable de algo-. Fue una víctima que a fuerza de sufrir se iba llenando de clarividencia sobre su propio amargo destino.




XXXIII

¿Quiénes somos nosotros, su pedante y desagradecida posteridad, para pedirle cuentas? Hay que poner el oído junto al Rubén próximo a morir, para escucharle la canción secreta, la verdad que se le escapa por los sudores y por los lagrimones. Oigámosle cómo, ya a un paso de la muerte, responde a alguien que le interroga sobre los libros que él considera los mejores del mundo. ¿Va a   —145→   hablar de Verlaine, de Gautier, de Monsieur de Phocas? No. Rubén Darío no incluye en su selección final de grandes obras ningún libro de decadencia, ningún libro de lo francés que él amara cuando el deslumbramiento juvenil. Menciona algunos de esos textos que ahora mismo están monopolizando la curiosidad intensa de las gentes, porque hablan de tesoros, de tierras exóticas, de viajes infinitos, de mágicas transformaciones y de desdoblamientos de la personalidad. Quien quiera conocer un poco profundamente al Darío integral y último, léase, o reléase, los libros que él apuntaba como supremos: La Sagrada Biblia; Don Quijote de la Mancha; Las mil noches y una noche; El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, Ella y Las minas del rey Salomón, de Rider Haggard, y La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells. ¡Extraña relación, pero cuán lógica resulta!

Es la imaginación, la fantasía desbordada, el rodar de las perlas y de los zafiros en el cofre de los piratas, es lo infantil maravilloso, y lo terrible, lo espantable incluso, que toca en los hondos de lo humano y quiere vencer a la muerte y al pecado. Todo Darío está en esa selección de textos capitales para su sensibilidad y para su hambre de conocimiento y de respuestas. Y el último libro que lee en su vida es el Borkman, de Ibsen. Otro símbolo inesperado.




XXXIV

Yo no sé, creo que nadie lo sabe en definitiva, cuál será el juicio de los juicios en el orden literario, ni si lo que hoy tenemos por superficial y efímero pasará mañana a ser considerado como lo más profundo y permanente. No sé. Pero se siente como un hecho irrevocable, que este poeta tiene derecho a lo permanente, a lo que no muda ni con las generaciones ni con las terribles mudanzas humanas, porque dejó grabada para siempre mucha bella palabra castellana, mucho trágico sentimiento de americano, y porque dejó su propia alma escrita para toda la lectura de que seamos capaces mientras vivamos, cuando se volvió hacia el hondo de sí, y con un postrer esfuerzo de su genio y de su oficio, dominó una vez más, al borde de la tumba, a las musas y a las normas y dijo:


Mis ojos espantos han visto,
tal ha sido mi triste suerte;
cual la de mi Señor Jesucristo,
—146→
mi alma está triste hasta la muerte.
Hombre malvado y hombre listo
en mi enemigo se convierte:
cual la de mi Señor Jesucristo,
mi alma está triste hasta la muerte.
Desde que soy, desde que existo,
mi pobre alma armonías vierte;
cual la de mi Señor Jesucristo,
mi alma está triste hasta la muerte.






XXXV

Aun quitándole todo lo que sobre, lo adventicio, lo superficial, lo admitido sin rigor en la poesía de este hombre; aun dejándolo ras con ras con la sensibilidad hoy predominante, lo que resta de Darío es tan poderoso, que hasta los defectos se convierten en virtudes, en enseñanzas, en advertencias. Gracias a todo lo que él fue con su todo, nuestra poesía pudo salvar en pocos años los abismos que se abrían ante ella cuando Rubén compareció.

Si nos empeñásemos, por obediencia excesiva a los nuevos modos de pensar y de sentir, en dejar sin materia y sin mensaje el cuerpo poético de este hombre, y rechazásemos tanto de lo suyo que lo redujésemos a un ingrimo esqueleto, cuando hubiésemos llegado a los puros huesos nos encontraríamos con que esos huesos eran de diamante.

Porque su gran voracidad de poesía le permitió ingurgitar impasiblemente lo puro y lo espúreo, la espuma y la broza, los que vinieron después de él hallaron menos cieno en torno, y divisaron mejor las más altas estrellas.





  —147→  

ArribaAbajo Saint-John Perse, Cronista del Universo6


I

En esa selección ideal y casi siempre fallida que hacemos todos los años los curiosos del Nobel, teníamos presentados dos poetas: Ezra Pound y Saint-John Perse. Estos dos nobelizables son como el haz y el envés de la poesía. El americano vive en Europa y el europeo vive en América; son los desterrados. El americano ha hecho de la cultura una llave para encontrar el secreto de la poesía, y el europeo considera que la llave de la poesía está dentro del conocimiento directo del mundo, ahuyentando en lo posible a la cultura cuando de tarea poetizadora se trate. Los papeles ya se han cambiado. Pound ha tenido demasiada notoriedad, y se le ha hecho polémico; Perse parecía que no estaba en ningún sitio, y muchos lo tenían por difunto. Las nuevas ediciones de Pound aparecen por todas partes; sus últimos Cantos publícanse incluso en revistas para deleite de turistas. De Perse no había sino tardías y esporádicas muestras de existencia.

Y de pronto, el Nobel. ¿A cuál de nuestros dos candidatos preferíamos? Preferíamos a Pound. Pero Saint-John Perse posee, si bien se mira, más derechos reglamentarios para recibir el premio, ya que indudablemente es más fabulador, que aquél a quien Eliot llamara «il miglior fabro». La técnica de Pound, su sabiduría, su oficio, han acabado por pesar sobre su poesía. Y además -que nos perdonen los alejandrinistas- todavía el mundo necesita utilizar más la mirada y menos la especulación. Nos hemos apresurado, especialmente en poesía -no   —148→   así en pintura ni en música-, a dar por terminado el mundo físico y a ensanchar demasiado el mundo subjetivo, imaginado. Antes de haber conocido suficientemente la realidad se ha saltado al sobrerrealismo. La poesía de Saint-John Perse es una poderosa lección del arte de mirar el mundo en torno. Se le ha llamado «cronista del mundo», no sólo por la universalidad de sus viajes, ni por el escenario variadísimo en que se mueve, sino por su esfuerzo grandioso, profundo, enérgico, para apresar de nuevo los Elementos.




II

El agua, el fuego, la tierra, el aire, la luz, nos son familiares, pero ¡nos son tan poco conocidos! Ya los miramos como pasado, como cosa muerta, que nada dice ni puede decir. Nos lanzamos hacia otras zonas del conocimiento, y no sentimos que el dificultoso viaje nace de que no nos tenemos bien sabidos los Elementos. La comodidad de llamar cultura a la acumulación y recordación oportuna de datos externos, cubre como una alta tapia la comunicación real entre el hombre y el mundo. Cree que vivir en el mundo de la cultura es, por supuesto, vivir en un mundo superior, desde donde cabe desdeñar los primitivismos, los simples cimientos y garfios originales que sujetan el hombre al mundo. Muy de tarde en tarde descubre que si el mundo de la cultura no le funciona, no le provee de felicidad, de sabiduría de experiencia, esto es debido a que el mundo de la cultura no puede excluir nada, pero mucho menos que nada a los Elementos. Una cultura que no sea una cultura del Fuego, del Aire, del Agua, de la Tierra, del Cosmos en una palabra, no es una cultura, es un aislador, un esterilizador. Desde estos elementos profundamente asimilados puede salirse a la cultura, pero no a la inversa. Siempre será incompleta, como una estatua amputada, una cultura construida desde la teoría, la erudición, la especulación filosófica, la imaginación caprichosa. Goethe llega a la cultura, y es la cultura, desde su sorprendente capacidad para percibir los latidos de una estrella o el ascenso del alba. Lo que Perse ha traído a la poesía contemporánea es la alabanza del mundo, de sus especies, de sus plantas, de sus horizontes, de sus mares y arenas. Ha hecho una poesía impersonal, pero no por abstracta, sino por testificadora, por testimoniante. Ha procurado apresar el movimiento de la naturaleza, esa sucesión de caos y creación, de despilfarro y de reconstrucción, que   —149→   encoleriza a los poetas, mortifica a los biólogos y enmudece a los místicos. Su largo viaje a caballo por el desierto de Gobi no le sirve para narrar un viaje, sino para traducir en palabras -y eso es la Anabasis- la extensión que el alma adquiere a medida que se adhiere a un largo y misterioso camino. Se ha sorprendido grandemente al ver que un crítico consideraba sus poemas como una cristalización: la poésie pour moi -ha dicho- est avant tout movement, dans sa naissauce comme sa croissance et son élargissement final. Por el movimiento perseguido en su poesía, ha podido dar la imagen de un viajero, de un andarín, cuando en realidad Perse es lo menos viajero que pueda imaginarse, en el sentido que damos al viajero de hombre ansioso de cambiar de paisajes. Ni por viajero ni por amor a lo exótico ha hecho de escenarios lejanos el marco de su poesía; si coloca el desarrollo de sus poemas en sitios remotos, inéditos para la civilización, extraños y misteriosos, es porque quiere conocer la naturaleza en su forma más pura, menos mancillada por la civilización, menos adulterada por el espeso manto aislador que la cultura arroja sobre los Elementos. Así como Lanza del Vasto trata de un viaje a las fuentes, y por éstas entiende los orígenes del saber religioso de la humanidad, Perse viaja a las fuentes, pero no de lo religioso, sino de la naturaleza pura. Por eso ha acertado maravillosamente al definir su obra: «La philosophie meme du "poete" me semble pouvoir se ramener, essentiellement, au vieux "rheisme" elementaire de la pensée antique-comme celle, en Occident, de nos Pré-Socratiques».




III

Este es el programa, el objetivo de la poesía de Perse. Cómo lo ha realizado, es su obra. La riqueza verbal de que dispuso desde sus primeros poemas, la utilización de nombres olvidados o desconocidos, la descripción de experiencias visuales de primera mano y de hermoso valor estético, le permitieron añadir a la poesía francesa una imagen del mundo, una apertura de la prisión cotidiana, que son su mejor ofrenda. Poco ha inventado en el orden métrico, y a nadie se le oculta su parentesco con el Claudel de las grandes odas; pero ese sentido de una marcha, de movimiento, que puede ser el de una vela sobre el mar, el de un jinete atravesando el desierto a lomos de un caballo veloz, o el de una flecha que lleva destino fijo, es un poderoso documento de la necesidad europea   —150→   -necesidad del hombre fáustico, diría Spengler- de viajar en busca de lo desconocido. Pero el viaje de Perse no es una fuga, no es la aventura del civilizado harto de museos, de teorías, de saber, que un día se echa a los mares para convivir con las frescas tahitianas o con las graciosas doncellitas de canela que alegran las islas del Caribe. El viaje de Perse es hacia el mundo original, hacia la planta planta, la fruta fruta, la arena arena. Es un viaje hacia atrás, hacia el instante en que el hombre saboreaba todavía la sorpresa de una puesta de sol, el majestuoso musicar de las mareas, el milagro de contemplar su rostro en el espejo de las aguas. Caillois ha llamado a esa poesía una ciencia de la percepción. Ha dicho además que Perse es el poeta de la verdad y de la realidad, «el poeta de toda civilización, es decir, de todo esfuerzo paciente y razonado para alcanzar alguna excelencia; el poeta de las instituciones, de las casuísticas, de las ceremonias, de los ritos, de los procedimientos, de las retóricas, de todos los ardides milenarios del hombre para imponer un orden, un estilo, a la naturaleza y al instinto, siempre ¡ay! rebeldes; siempre, felizmente, inagotables y vivaces».




IV

La búsqueda del orden en Perse se ha hecho bajo el signo de la libertad de la mirada. Su largo trabajo, iniciado en la alabanza que el adolescente arroja desde todos sus poros hacia la dicha de vivir, pasó después por el sentimiento de desesperanza, de vacío, que siembra en el ser profundo la contemplación de la muerte: más tarde, remontándose hacia donde lleva el espíritu a quienes sienten que la vida no es los sentidos, sino que los sentidos son poderosos instrumentos de la vida, caminos para comprender la vida, echa a andar hacia adelante, por los desiertos, por el mar, por las florestas, por la magia de los bellos animales, y siente la magna presencia de un mundo renacido, fresco, ofrecido al hombre como alimento y como constancia de que no desaparece cuando muere. Perse es exactamente lo contrario de un surrealista. Es un intrarrealista, un Colón de los seres y de las cosas en su plena autenticidad. Canta el poeta, feliz de tener el mundo entre las manos, y dice los grandes himnos de alabanza a aquellos Elementos que parecían gastados, inútiles, inservibles ya. Envuelto en el aire, en la lluvia, en las extensas llanuras, es un hombre libre, devuelto al universo. La poesía tiene en él el valor de una acto sagrado, de un exorcismo.   —151→   Paradójicamente, este refinado hombre de la diplomacia, este apartado y silencioso Alexis Leger, de quien muchos de sus compañeros de carrera no supieron que era un gran poeta sino cuando Hitler se lo hizo conocer, es uno de los pocos primitivos que el arte moderno ha producido. Primitivos, es decir, Adanes. Y cuando Adán sabe escribir, cuando sabe expresarse magistralmente en una lengua literaria insuperable -de Perse escritor cabe decir cuanto él dijera de Valery Larbaud-, su obra equivale a una pintura del Paraíso posible.

1960.





  —152→  

ArribaAbajo Dos notas sobre César Vallejo

... el verdadero poeta haría poesía hasta en una isla desierta y escribiría sus versos sobre la arena aunque viese va al rinoceronte dispuesto a reducirlos a cieno.


HEBBEL                



El poeta puro


I

Si el término «poeta puro» no estuviese lastrado por tanta interpretación errónea como pesa sobre él, habría que comenzar una nota sobre César Vallejo diciendo: he aquí al poeta más puro de la América Española. Por que la pureza poética no es cuestión literaria, de teoría, sino que expresión de la palabra creadora, genésica, a través del verso. César Vallejo fabricó una realidad tan nítida, tan rotunda, que da la impresión de estar presente, en persona, diciéndose a sí mismo por entero a medida que el poema avanza. Y no es un yoísta, ni un cínico, ni un ansioso de autobiografiarse a cada paso, que si cualquiera de estas cosas fuera, no sería un poeta puro. Hay una densidad, una seriedad radical en cuanto este hombre hizo, y da a lo suyo un tinte que es, posiblemente, el genuino color de América. Algo de indio reconcentrado, algo de lenta introspección, de amargura, de protesta ante el misterio y aporreamiento constante que la vida da, presta a Vallejo un carácter de abogado defensor de la pobreza humana, de la fatalidad, de la tremenda y desequilibrada relación entre la pequeñez y condena del hombre y la potencia de lo Supremo.

  —153→  

Hizo política, tuvo ideas políticas, pero está mucho más allá de la política terrera y vulgar; se fue con su paso de indio tenaz hacia una política relativa al diálogo con Dios y con las grandes fuerzas que pesan sobre el alma y a menudo la dejan petrificada, llena de llanto, comida por el terror. No hizo americanismo, en el sentido folklorista, y, sin embargo, es él el más representativo de lo americano. Misteriosa piedra de obsidiana, olvidado pedernal que sirviera acaso de daga en los ritos incaicos, ancestro bien fundido en la copa de las montañas y en el fondo de los lagos que fueron tumba de civilizaciones, de todo eso está hecho César Vallejo.




II

Cronológicamente, viene de un gran momento en la poesía hispanoamericana. Ya se escuchaba la en apariencia humorística libertad del mejicano Ramón López Velarde (1888-1921), uno de los maestros cimeros de la poesía en el Nuevo Mundo: por su palabra suelta, por la audacia de su imaginación, por el lirismo fuerte y verdadero. Ya recorría el plano superior de la sensibilidad americana -¡qué importa que aún dominasen los oradores, los poetas pomposos, los que cantaban mucho y no decían nada!- una corriente de grandeza y de creación. Vallejo es de los puntales de esa corriente. Se le relaciona con el grupo creacionista -Huidobro, Gerardo Diego, Juan Larrea-, pero la realidad es que en Vallejo no hubo nunca más moda que la de ser Vallejo. Su libro Los heraldos negros es de 1918; por esto, a pesar de que Trilce, libro de 1922, puede dar la impresión de que está en medio de la poesía ultraísta, creacionista o como quiera llamársela, se siente que este hombre reconcentrado, cetrino, indio por dentro y con orgullo de serlo -no con los temores de Darío o de Chocano- no fue a nada por moda, ni era un literato en el sentido profesional de la palabra.

En Trilce hay ejercicios de libertad, de ruptura con las formas, pero ya en Los heraldos «se le veía venir» a Vallejo. Trae en sus manos, a pesar de estar en París, una quena (la flauta de los indios del altiplano, de sonido tristísimo, de persistencia que llega a enloquecer), pero no la alegre que a veces acompaña los bailes, sino el manchay puito, que es la quema sofocada, la de la muerte misma. Quiere la leyenda que la quena sea hecha con huesos humanos, y dicen que su lúgubre sonido viene del llanto personal que queda cuando la tibia se ve limpia de médula y huérfana de vida. La poesía de Vallejo, y no es leyenda esto, se acompaña con la   —154→   música sagrada y dolorosísima del hueso humano, y es por eso un punto y aparte en las letras hispanoamericanas. Vallejo no es un literato, ni un escritor, ni un propagandista de nada; es lo más difícil que se puede llegar a ser en la vida: un hombre escrito, un hombre entero y total fabricado con materia prima de letras, palabras, versos sintaxis, ¡cosas a menudo inertes!, y que anda, llora, canta, come, grita, se rasca, ruge y acaricia, como un androide de Alberto el Grande, como un espantapájaros a quien Dios diera cuerda con el manubrio de la poesía.




III

Sacar del horno de las letras un hombre vivo y sangrante es realizar el ensueño verdadero de los poetas. Evocar por el canto de una sombra, y que esta sombra sea luego carne y huesos, y que esa carne y esos huesos se vuelvan autónomos, sufrientes o reidores, como nacidos de cuerpo de mujer, se ha dado pocas veces en la poesía de cualquier latitud, y menos que pocas en la poesía hispanoamericana. Algunos de los poemas de la Storni, alguna actitud de Gabriela Mistral, fragmentos de Humberto Díaz Casanueva, ímpetu de Huidobro, momentos solemnes de Neruda, algún relámpago de Luis Carlos López, el corazón de López Velarde, este o aquel temblor de Eguren, un grito de José Martí, un desgarrón de Greif, una lágrima de Delmira -escenas, episodios, instantes-, jalonan el arduo camino hispanoamericano hacia la grandeza poética. Pero en cuerpo entero, de pie pulgada a pulgada, está César Vallejo. Palos y pedradas, tenebrosidades de la vida, fueron sobre él, y por poco le agujerean la garganta, como hacen con sus gallos los indios araonas, para que no canten.

Frente a todo ello, el indio resignado, tenaz, imperturbable, se escabullía y, en quedándose solo, sacaba de debajo de su piel uno de sus largos huesos. E inundaba de música funeral y genésica a un tiempo los ámbitos del mundo.

1959.






A los cincuenta años de Los heraldos negros


I

La estatura del poeta Vallejo crece por días a los ojos del mundo. Si hoy se realizara una encuesta, sea en América, sea en España, para saber a quién se   —155→   tiene allá y acá por el poeta más representativo, puede que apareciese algún sufragio para Darío, para Lugones, para López Velarde, para Barba Jacob, para Borges, para Huidobro, para Neruda, para Gabriela, y puede que hasta para Chocano. Pero el consensus general, aplastante, proveniente de todas las zonas de la sensibilidad y de la composición social, recaería en diputar a César Vallejo por el poeta de lo americano integral y puro: por el poeta de la raíz americana y del hombre americano en pie.

Era tan poderosa la capacidad de poesía que trajo al mundo Vallejo, que ni la filiación política muy definida consiguió destruirle la riqueza de su espíritu. Y eso que es bien sabido que no hay destructor ni corrosivo mayor para la poesía que ciertas filias de fanatismo y de obcecación politizante. Lo primero que pierden muchos que se adscriben a supuestos credos de libertad es la libertad, su libertad. Vallejo no. La mecánica marxista, la aplastante máquina de producir actitudes, conceptos, juicios y prejuicios que es el marxismo, no pudo con la libertad metafísica ni con el verbo de este indio. Por eso se salvó Vallejo para la poesía; él, que no faltó a lo que consideró su deber civil, su deber de hombre de la calle. Esos subpoetas que se refugian en la martingala de que son «sociales» para escribir pésima poesía, tienen en Vallejo un juez y un tribunal; ellos ofenden por igual a la poesía y a la militancia política cuando las presentan como una obligación de vulgaridad y de ramplonería. Vallejo les dice que se puede escribir sobre el hambre o sobre la guerra un poema grandioso, digno de ser llamado poesía, amén de lo otro que contenga y comunique.




II

Por eso, porque Vallejo era un hombre libre, no hubo tema que le limitara ni preocupación humana que le fuera extraña. Libertad es sinónimo de audacia. Ahora, en este año y en este mes de junio, llegamos a la cincuentena de la aparición en público -¡y fue en la propia voz de Vallejo donde se le escuchó primero!- de un poema histórico, Los heraldos negros. ¡Qué enorme audacia mental y de expresión representaba este poema! Ahí nació Vallejo, y ahí nació una nueva etapa de la poesía hispanoamericana.

Fue el día 10 de junio de 1917. En la ciudad peruana de Trujillo, en la calle Gamarra, al número 441, residencia de Macedonio de la Torre, celebrábase   —156→   esa noche una fiesta en honor de los intelectuales de la localidad. A esa fiesta concurría el joven César Vallejo. Nadie descubriría al verle allí, vestido de etiqueta, como los otros concurrentes, y muy sereno, que por esos días Vallejo se encontraba angustiadísimo, lleno de tristeza, por una tragedia estrictamente familiar. En su casa se estaba sufriendo mucho, y él, el sufridor por esencia, había recibido los golpes a los suyos con más fuerza y más pena que los otros familiares. Por eso, cuando en esa fiesta llegó la hora «de decir poesías», y en esa hora le llegó el turno a Vallejo, todos se quedaron asombrados por el tono profundo de su voz, por el misterio que se contenía en sus palabras, por la fuerza de aquello que estaba leyendo. Pues él se había puesto en pie y había dicho:

-Voy a leerles algo que acabo de componer.



Y lo que leía era esto: «Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé. / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... ¡Yo no sé! / Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. / Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas, / o los heraldos negros que nos manda la muerte! /

// Son las caídas hondas de los Cristos del alma, / de alguna fe adorable que traiciona el Destino. / Son esos rudos golpes las explosiones súbitas / de alguna almohada de oro que funde un sol maligno. /

// Y el hombre.... ¡Pobre... pobre! Vuelve los ojos como / cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza como un charco de culpa en la mirada... / ¡Hay golpes en la vida tan fuertes!... ¡Yo no sé!».

El poema produjo la impresión de estupor y de anonadamiento que sigue produciendo en nuestros días. Allí había una nueva manera de expresarse; había un desafío a la sintaxis y a la concepción trivial de la divinidad. Vallejo, de un golpe, había saltado a la otra orilla. Sentían ya todos que él era diferente, que él no venía a la poesía para repetir fórmulas ni superficialidades.




III

De la lectura de ese poema comenzó la expansión de su fama. Local primero, pasó después a la capital, y luego de pueblo en pueblo. Años más tarde, Vallejo, desde Madrid y desde París, ¡ríase colocando, lentamente, a la cabeza de   —157→   la poesía. Su muerte terrible colaboró -¡lo de siempre!- al reconocimiento universal. Sólo los muertos son acatados sin reserva en el mundo.

Hoy, en cuanto se le nombra, todos recuerdan, por los menos, el poema de «Los heraldos negros», que diera título a su primer libro, publicado en 1918. Sólo que ahora, sus lectores conocen el poema en la versión posterior que a la lectura de aquella noche en Trujillo diera el poeta. Esa versión consistió en lo siguiente: la primera estrofa quedó igual que en 1917; en la segunda desapareció el signo de admiración que la cierra, y la palabra «atilas» iba con minúsculas; fue en la tercera estrofa donde Vallejo introdujo las variantes más significativas: en lugar de «que traiciona el Destino», puso «que el Destino blasfema», y en sustitución de los versos que decían «Son esos rudos golpes las explosiones súbitas -de alguna almohada de oro que funde el sol maligno», puso «Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema»; el resto del poema quedó igual. Esas variantes tienen una grandísima importancia. La almohada de oro olía todavía a posmodernismo, a ornato, a adorno nada esencial. En cambio, el pan que en la puerta del horno se nos quema, ya es puro Vallejo, ya tiene dentro de sí a todo Vallejo.

A los cincuenta años del nacimiento de una pieza poética de semejante importancia en la lírica actual de lengua española, vale la pena de recordar que César Vallejo produjo tal manifestación bajo el imperio del dolor, del desconcierto, y del asombro ante los increíbles giros de la existencia. Cuenta su hermano que la noche en que escribió el poema, César no podía dormir. Le parecía imposible lo que había ocurrido en su casa. Decía una y otra vez: «¡hay golpes tan fuertes, hay golpes en la vida tan fuertes!», hasta que, de pronto, se levantó y comenzó a escribir. Puso el alma en lo que escribía, y ha quedado. Ahí está.

1967.