Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoProfesor en Salamanca


Hacia una nueva poesía

Los galanteos no han impedido, sin embargo, a Meléndez aplicarse a su formación. Todavía estudiante, en 1776, comienza a enseñar como profesor auxiliar. Y en 1783 cerraría su ciclo con la consecución del grado de doctor en Derecho. Hacía dos años que había obtenido por oposición la cátedra de Humanidades94:

Años fundamentales en la formación del humanista y del jurista, sin que, como a la larga nos demostrará, ambas cosas fueran antagónicas. En el redescubrimiento de la antigüedad clásica desempeñaron un papel importante sus relaciones con el padre Zamora95, que formó su gusto en conversaciones y reuniones. El poeta clásico que predomina en el Meléndez de esta época tiene esencialmente esta raíz.

La afición que Cadalso introdujo en él a la lectura se convierte ahora en pasión hasta el punto de llegar a enfermar. Y en este afán encuentra un guía seguro en la figura de Jovellanos. Desde 1776 mantiene relaciones epistolares con Jovino, residente en Sevilla y partícipe en su Academia poética, al que conoce a través de los contactos entre fray Miguel de Miras y fray Diego T. González. El conocimiento real no vendría hasta 1781. Las cartas que Meléndez dirige a su nuevo mentor nos muestran todas sus preocupaciones de este momento: estudios, lecturas y afanes poéticos. Jovellanos se convierte en maestro y crítico; todo su espíritu ilustrado comienza a transvasarse al joven profesor y estudiante. Aconseja lecturas y corrige sus composiciones. Incluso su interés se proyecta en la protección de su persona endeble y excesivamente sensible.

Episodio fundamental en estas relaciones fue su famosa Epístola de Jovino a sus amigos de Salamanca (1776), porque significó el inicio del cambio de rumbo en la poesía de Batilo. El 3 de agosto de este año esperaba con impaciencia esta misiva según se lo manifiesta en su carta:

Esperando de correo en correo la Didáctica que V. S. me anuncia en su postrera carta, y queriendo yo, por otra parte, ofrecer a V. S. algo de mi cosecha que acreditase la estimación que hago de sus sabios avisos y la docilidad con que los ejecuto, me he ido deteniendo aún más que ya debiera en mi respuesta, casi olvidándome de demostrar a V. S. mi justo agradecimiento por los excesivos elogios con que se sirve honrarme96.



Y llegó la Epístola, y con ella el interés de Jovellanos por dar un nuevo giro a la poesía de los escritores salmantinos:


¿Siempre, siempre
dará el amor materia a nuestros cantos?
Cuántas dignas obras, ¡ay!, privamos
a la futura edad, por una dulce,
pasajera ilusión, por una gloria
frágil y deleznable, que nos roba
de otra gloria inmortal el alto premio.97



Con un sentido clásico e ilustrado a la vez pretende asignar a cada uno su futura misión poética: para Delio la filosofía moral; Batilo, la épica; Liseno, el teatro. No seguirá Meléndez al pie de la letra el consejo de su amigo. Arrebatará su misión a fray Diego T. González y comenzará su poesía filosófica siguiendo los modelos de la escuela sevillana98, perfeccionándolos, y según las indicaciones de Jovellanos.


Y canta las virtudes inocentes
que hacen al hombre justo y le conducen
a eterna bienandanza. Canta luego
los estragos del vicio y con urgente
voz descubre a los míseros mortales
su apariencia engañosa, y el veneno
que esconde y los desvía dulcemente
del buen sendero y lleva al precipicio.
Después, con grave estilo, ensalza al cielo
la santa religión de allá abajada,
y canta su alto origen, sus eternos
fundamentos, el celo inextinguible,
la fe, las maravillas estupendas,
los tormentos, las cárceles y muertes
de sus propagadores y con tono
victorioso concluye y enmudece
al sacrílego error y sus fautores.99



Todo un programa a desarrollar, que tuvo una respuesta con la factura de las primeras Odas filosófico-morales. Pero cabe preguntarse si bastó el consejo de Jovellanos para que de inmediato dejara la poesía frívola. Una serie de circunstancias favorecen estas nuevas perspectivas. Por un lado, sus estudios le van dando una mayor madurez, que le lleva por el camino de la ilustración hacia una firme reflexión y compromiso con la realidad. Sus abundantes lecturas provocan, además, sus nuevas orientaciones filosóficas y literarias. De las cartas de estos momentos podemos deducir su interés por una variada gama de escritores europeos: Locke, Young, Malebranche, Marmontel, Pope, Rousseau, Bateux, Boileau, Saint Lambert, Thomson, Gessner, Dubois, Condillac, Heinecio, Van Espen, Racine, Leibnitz, Metastasio...100 Todo un conglomerado que se une a su profundo interés por Fray Luis de León y escritores griegos y latinos (Horacio y Virgilio, sobre todo). «Sírvase V. S., escribe a Jovellanos en 1776, decirme los libros que más puedan aprovecharme, tanto poetas como de buena filosofía, derecho natural y política, pues en estas ramas de literatura he hecho y deseo hacer una buena parte de mi estudio».

El interés filosófico de Meléndez no se desarrolla en solitario. Coincide con un momento de fuerte efervescencia en la Universidad salmantina, en la que el nuevo espíritu ilustrado, de corte moderno y europeo, se opone al peso de la tradición101. Quintana recordará más tarde a este respecto:

Empezaba ya a formarse aquella escuela de literatura, de filosofía y de buen gusto que desarrugó de pronto el ceño desabrido y gótico de los estudios escolásticos, y abrió la puerta a la luz que brillaba a la sazón en toda Europa. La aplicación a las lenguas sabias, así antiguas como modernas, el adelantamiento en las matemáticas y verdadera física; el conocimiento y gusto a las doctrinas políticas y demás buenas bases de una y otra jurisprudencia, el uso de los grandes modelos de la antigüedad, y la observación de la naturaleza para todas las artes de imaginación; los buenos libros que salían en todas partes, y que iban a Salamanca como a un centro de aplicación y de saber; en fin, el ejercicio de una razón fuerte y vigorosa, independiente de los caprichos y tradiciones abusivas de la autoridad y de las redes caprichosas de la sofistería y charlatanismo; todo esto se debió a aquella escuela, que ha producido desde entonces hasta ahora tan distinguidos jurisconsultos, filósofos y humanistas.102



En esta lucha gastó Meléndez sus mejores armas, hasta que al final, cansado de los pocos resultados prácticos, de las oposiciones a lo nuevo, prefirió dejar la Universidad por el ejercicio de un cargo público. No pudieron caer en vacío las recomendaciones de Jovellanos, y desde ahora le vemos ocupado en la poesía filosófico-moral. Como consecuencia comienza a remitir su poesía amorosa. Las anacreónticas, que seguirá escribiendo siempre, adoptarán un tono más moral. Los galanteos de los primeros poemas, tocados por las influencias clásicas, se convertirán en églogas o silvas. O las nuevas corrientes europeas le traerán el gusto por los idilios. En una silva de 1777 que remite a Jovellanos, oidor de Sevilla, hace una renuncia formal de la ligera poesía amorosa que hasta poco antes cultivara, «Sobre mi amor»: «Tiempo fue gran Jovino, que amarrado / llevé del amor crudo la cadena»...103 Todo son lamentaciones por el tiempo perdido, por no haber encontrado a su debido momento un buen consejero. Desde los quince años su vida y su poesía no tuvieron otra razón de existir que el amor. Sus lecturas (Tibulo, Propercio, Catulo, Ovidio y Garcilaso) giraban también en torno a su corazón enamorado. Su marcha a Madrid le introdujo en el mundo real de los amores «porque allí plugo a Venus que morase / todo el Reino de Amor, y la hermosura» [...]. Y nuevas lecturas de amores fueron sus preocupaciones: Petrarca, Herrera, Figueroa, Lope. Sin resistir a Venus y Cupido fue presa del amor:


Errores, sueños y dolor de muerte,
miedo, vergüenza, y suspirar continuo,
confusa ceguedad, y largos ayes
de agudos celos, y esperanza vana,
vergonzoso sufrir, y en mil maneras
pesada servidumbre, tales fueron
de mi amor loco los acerbos frutos.



El amor fue para él un veneno que le privó de una dedicación más plena a las letras y ciencias. Por eso ahora agradece a Jovellanos que le haya sacado de tan absorbentes garras para desempeñar funciones más nobles. Tras la renuncia a la poesía amorosa, el año de 1779 le envía su primera composición filosófica La noche y la soledad104 que marca el paso al nuevo estilo. Larga y pesada, la oda es una alabanza de la soledad, que es reflexión al amparo de la noche, que libra de la corrupción del mundo y da, como efecto positivo, paz y alegría. La soledad inclina a la virtud y a la verdad. Es el puerto en el que el hombre se encuentra a sí mismo, invitando al éxtasis de la reflexión. La virtud se convierte en un bien intelectual al hacerla coincidir con la verdad, porque sigue a ésta como algo natural. Entonces por el camino verdad-virtud se llega a Dios que reina en la noche. Este poema es una mezcla de tendencias diversas en las que se puede reconocer gran parte de la imaginería y espíritu de Fray Luis de León y una ambientación ad hoc que recuerda las plumas de Young y Cadalso. No podemos precisar, sin embargo, qué poemas, dentro de esta tendencia filosófica, corresponden a este período universitario105. Las sospechas de Demerson, interpretando unas informaciones de Sempere y Guarinos106, le permiten dar unos caracteres que precisa en las siguientes palabras: «Merecían perfectamente el título de poesías filosóficas y sagradas que el poeta les dará en 1797. Saca, en efecto, su inspiración de los antiguos (epicureísmo en Horacio, estoicismo en Séneca y Marco Aurelio), de la Biblia (de la que imita o traduce diversos salmos), de los autores cristianos: Milton, Pascal, Young... Con toda evidencia, Meléndez, cuando se encauza por esta vía, sigue exactamente los consejos de Jovellanos»107.




En la desaparición de su hermano Esteban

Tres sucesos humanos afectan también a la vida y a la poesía de Meléndez en este período. El primero fue la muerte de su hermano Esteban en 1777, que marcó profundamente su sensibilidad. El 14 de abril de este año escribe a Jovellanos próximo ya el triste desenlace, por lo cual está «mi cabeza con un tropel de ideas tristísimas y lleno mi corazón de aflicción»108. La tisis va pudiendo más que sus buenos deseos, y sus sentimientos se desbordaron en continuas lamentaciones. «Para mí no hay consuelo y nada hallo que me dé la conformidad que piden estos casos, si su divina majestad no me saca de él con la cumplida felicidad que deseamos», escribe nuevamente desde Segovia a su amigo Jovino109. El 4 de junio quedaba marcado con una profunda soledad.

Desde entonces no se han enjugado mis ojos y nada hallo ni nada me dicen que pueda darme aquella conformidad y presencia de espíritu que piden estos casos, sobrecogido de tal manera y con tanto exceso que he llegado a un apocamiento indigno de un espíritu algo ilustrado y filosófico; cuando considero el íntimo amor que nos teníamos, sus oficios y la crianza que me ha dado, mi poca edad; mi carrera por acabar y otras mil cosas a que me imaginación se dilata, naturalmente viva y aquejada ahora por el dolor, es cosa de volverme loco y me pierdo en un abismo inmenso de futuras desgracias que me horrorizan y casi las toco con la mano.110



Jovellanos va a tener que ser algo más que un maestro y llenar el hueco que el vacío de la muerte de Esteban iba a dejar en su alma.

Los sentimientos se remansan y Meléndez quiere dejar constancia de sus recuerdos por la muerte de su hermano Esteban en dos elegías111. Llama, sin embargo, la atención, a través de los textos que nos ha transmitido Serrano y Sanz, que precisara un largo proceso de elaboración para construirlos, que le obliga a hacer previamente dos planes en prosa112. ¿Cómo conjugar la profundidad de los sentimientos y la facilidad expresiva que se le atribuye con este hecho? Pienso que éste es un síntoma de cómo fue mucha de la poesía neoclásica, que le da un cierto tono artificioso. Se entiende la poesía más como menester que como inspiración, a pesar de que hablen de las musas o del numen. Hasta lo más íntimo, como en este caso Meléndez, sufre esta maduración en la que los sentimientos, lejos de fluir en libertad, entran en los cauces marcados por modelos clásicos antiguos o modernos, con lo cual no se percibe un espíritu de primera mano sino tamizado y refrenado por la tradición y las normas que le hace perder esencias interiores, para ganar en ideas y perfección formal. Naturalmente que junto a esto va el concepto de imitación: la poesía buena es un bien comunal del que se debe participar si se quiere seguir el camino del buen gusto.

La elegía primera se centra en la muerte tras la contemplación de la fugacidad de la vida. Pero ésta es una idea común, de la que importa, quizá, los recursos de su expresión.

La noche llena el paisaje y el corazón del poeta con una connotación totalmente negativa («¡qué enemiga me fue siempre la noche!»). Los recuerdos de Young y de Cadalso se traslucen a través de esta imaginería nocturna113. Sombras y gemidos se unen a la expresión y en el recuerdo de las muertes de su madre, padre y ahora de su hermano. La segunda, que recoge ideas parecidas, acaba en una reflexión interrogativa:


¿Hay algo estable acaso acá en la tierra,
en esta estéril tierra? La ventura,
¿dó la hallarán los míseros mortales?
Todo acá abajo es llanto, todo frágil,
todo inestable y caduco, y la miseria
fijo su asiento para siempre tiene,
de los cuidados y el dolor seguida.



La oda XXIV, «A la mañana en mi desamparo y orfandad», parece que responde también a este momento. El poeta, que se siente huérfano y solo, no puede soportar la belleza del amanecer, porque la alegría de la naturaleza contrasta con su desconsuelo interior. Pide entonces que venga la noche, más acorde con sus sentimientos, «que en la callada noche al menos llora / sola su inmenso mal el alma mía»114.

Otras elegías de estas fechas recuerdan temas amorosos con espíritu nostálgico. En ellas el amor ya no tiene el sentido gozoso de versos anteriores, sino la amargura del amor imposible o de la partida. Nada tienen que ver éstas con las Elegías morales de la edición póstuma de sus obras, cargadas de más austeridad y reflexión o de rasgos autobiográficos.




Muerte de un militar amigo

El segundo episodio importante que trae a su vida tristes sones tiene lugar en marzo de 1786 con la muerte de Cadalso. El maestro que le introdujo en la poesía y en el pensamiento, con el que ha tenido comunicación constante, ha muerto en el sitio de Gibraltar. Nuevas lamentaciones para el dolor por el amigo. La oda XXIII, de las filosóficas y sagradas, recoge sus sentimientos ante esta desgracia. Vuelta a la escenografía fúnebre:


¡Silencio augusto, bosques pavorosos,
profundos valles, soledad sombría,
altas desnudas voces,
que solo precipicios horrorosos
mostráis a mi azorada fantasía!115



Y luego el recuerdo de lo que para él ha sido Dalmiro, sus virtudes, y los gritos contra la injusticia de su muerte sentida de todos. Poco después, en compañía de su amigo Arcadio, escribía a Ramón de Cáseda, enviándole estos versos y sus sentimientos:

¡Cuántas veces nos viene a la memoria su alegre risa, sus festivas sales, sus sabrosas y entretenidas conversaciones! ¡Cuántas sus conceptos saludables, aquellos divinos consejos que nos formaron el corazón y nos introdujeron al templo de la virtud y la filosofía ¡Oh, querido Hormesindo!, a él solo deben Arcadio y Batilo que las Musas les den sus blandas inspiraciones y Apolo su lira celestial, a él deben que libres de las nieblas de la ignorancia busquen la sabiduría en su Santuario Augusto, y no se contenten con su mentida sombra, a él deben el ver con los ojos de la filosofía y la contemplación las maravillas de la naturaleza; él fue el primero que sublimó nuestros tiernos ojos hasta los cielos y nos hizo ver en ellos las inmensas grandezas de la creación; él nos enseñó a buscar en el hombre el hombre mismo, y no dejarnos seducir de la grandeza y el poder; la blanda persuasión corría de su boca, como la miel que liban las abejas en los días del floreciente abril; su pecho era el tesoro de las virtudes; su cabeza el erario de la filosofía.116



Y tras el reconocimiento y el dolor, bajan a la práctica, pidiéndole los textos que conserve de Cadalso para su publicación.




María Andrea de Coca

El dolor, sin embargo, se enjuga con la boda de Meléndez, ese mismo año, con doña María Andrea de Coca. Extraña unión con una mujer que le supera en diez años de edad, y extrañas también las circunstancias de su realización. Sin motivo aparente se precipita el matrimonio que se hace en secreto. El expediente reservado que se guardaba en el obispado tampoco es demasiado explícito al respecto: «[...] conveniendo que por ahora sea con el mayor sigilo, por las justas y razonables causas y motivos que tengo representados y comunicados a V. S.»117. Ninguna causa externa, aparente, conocemos que pudiera exigir esta precipitación. Su mujer ejerció sobre él un autoritarismo que se convirtió con frecuencia en dirección de su conducta, superando su timidez innata. Por eso, no es de extrañar que, pasado el tiempo, su discípulo Somoza la recordara con cierta mala intención en sus memorias:

Doña María Andrea de Coca fue de la noble familia de los Maldonados de Salamanca. Tuvo hermosura, aun gracia hubiera también tenido si hubiera estado también dotada de mejor carácter. Las mujeres de mal genio necesitan belleza duplicada para no parecer monstruos.

El día en que Meléndez pidió consejo sobre esta boda al festivo Iglesias, al enérgico Cienfuegos y a otros amigos suyos, no hubo uno de ellos que la aprobase, y cada cual hizo de la futura una descripción de diverso estilo, y a cual menos favorable, pero Meléndez les tapó la boca confesándoles que estaba ya casado en secreto. En efecto, era un enlace bien extravagante el del dulce Meléndez con aquel energúmeno. Demonio encarnado la llamó su padre, don José de Coca.

Y, créanme mis jóvenes lectores, de lo que constituye la virtud en su sexo, nada había que tachar; pero, ¡qué virtud, Dios mío!, altiva, intratable, hostil, como la de algunas damas de Calderón o Moreto, a cuya lectura ella era muy aficionada. Es probable que jamás se atrevió ningún mortal a decirla un requiebro; más, si lo hubiera osado alguno, no se hubiera librado de una bofetada. Su talento e instrucción los pervertía un juicio estrafalario, y eran tan extremadas sus pasiones, que transformaban en vicios varias de sus buenas prendas. Por economía, ruin; por pundonor, ambiciosa; y por amor conyugal; intolerante y verdugo implacable del pobre hombre, y celosa de cuantos le estimaban, sin distinción de sexo.118



No queda bien parada doña María Andrea en estas palabras de Somoza. Hay que sospechar que algún motivo personal rige tales acusaciones, pues aunque, ciertamente, no fuera un dechado de virtudes, Meléndez encontró en ella la comprensión en los momentos difíciles de su vida y el apoyo en sus actividades. Quizá excesivamente absorbente en algunas ocasiones, en otras su ayuda hizo superarse al aparente carácter débil de Batilo. No pudo, sin embargo, darle hijos, y pienso que esto marcó un poco la psicología de Meléndez. En diversos poemas sueña en los hijos de los demás con un espíritu nostálgico, proyectando su interioridad de frustración. En el romance V observa gozoso al hijo dormido de Aminta y Lisi bajo el álamo umbroso. Recorre su boca, mejillas y brazos con adjetivos delicados; pero, sobretodo, fija, envidioso, su atención en la postura paternal de los esposos, silenciosos y ensimismados en su contemplación: «Por no turbar su reposo / ni a respirar se atrevían, / embebecidos gozando / de su beldad peregrina»119. Y el diálogo posterior entre ambos oscurece las mejores galas de la naturaleza en su comparación. Todo lo mejor de ella y las virtudes morales -caridad, piedad y justicia- se desean para esta vida en ciernes. Se alaba su inocencia y se piensa en su perspectiva feliz de juventud y consuelo de su vejez. Poema nostálgico en el que se encierra la proyección profunda de esta frustración. Vuelve a repetir sus sentimientos desde la voz de Aminta en el romance XX, «El cariño paternal». Y la visión de madre se completa con «La ternura maternal», con la Filis de sus poemas juveniles, ya madre. La ternura imposible se escapa en sus versos finales:


Esposa y madre, en su rostro
pudor y amor santamente
brillan unidos, y un ángel
para mis ojos parece,
que en lágrimas inundados
sentí al punto; y reverente
ya, aunque hermosa, no vi en Filis
la Filis de mis niñeces.120



Naturalmente, tras la boda, cambia el sentido de la poesía amorosa, ya en declive desde la Didáctica de Jovellanos. El poeta se olvida de Filis, casada con Licidas121, de la rotunda Rosana y de la pasajera Fany122. A los galanteos siguen los poemas a Clori. No es fácil confirmar cuáles son, pues en diversas ocasiones versos escritos para una persona encontraron otro destinatario con solo cambiar el nombre. Sin embargo, el tono más austero de alguno puede recordarnos esta nueva situación. Gozoso en el enamoramiento inicial, con imágenes de Parny y Rousseau, de la elegía IV, «El retrato»: «Clori, amor, vida, esposa...» Festivo observando el sueño de Clori, mientras el céfiro bullicioso juega con su cabello (silva V, «Al céfiro, durmiendo Cloris»). Tristeza compartida en el sufrimiento y en la ausencia, o alegría en el recuerdo de los amores primeros y lugares donde se fraguaron. Destaca de manera especial el romance XXII, «La hermosura del alma jamás se acaba, y es la mejor belleza», en el que el poeta nos hace una pintura precisa de las cualidades físicas y morales de su Clori. Ojos alegres, mejillas de grana y nieve, nariz agraciada, blanca frente, dulce boca, bien torneada garganta, seno de jazmines: invitación al amor y al deseo. Pero tiene otros dones por encima de todo esto: «Que los encantos del cuerpo / son vanos frágiles bienes, / flor de un día, que a la tarde / su pompa y matices pierde»123. Y se acerca a su alma para observar su inocencia, dulzura, ternura, sensibilidad, humanidad, sencillez, modestia..., mil y mil cualidades que sus ojos enamorados encuentran en ella, mientras huye cualquier mancha. Y esto es, sobre todo, lo que Meléndez admira de su esposa, porque «el alma, Clori, jamás envejece».




Meléndez, poeta nacional. Poesía neoclásica

Otros acontecimientos, literarios, llenan también la vida de Meléndez por estos momentos. En 1779 convoca la Real Academia de la Lengua su anual concurso de poesía, esta vez bajo el lema de Elogio de la vida campestre124. Animado por el cenáculo de amigos salmantinos, acepta dar el salto de su provincianismo a nivel nacional. Todo su espíritu clásico, contrastado en Horacio y Virgilio y en su modelo más próximo Garcilaso, se conjura ahora en su pluma para confeccionar su égloga Batilo. Y el premio confirma el quehacer poético de Meléndez al año siguiente125. Ha nacido el poeta nacional, el «restaurador de la poesía castellana». Y con el éxito, la envidia, esta vez del orgulloso Tomás de Iriarte, celoso por haber sido derrotado en el concurso. Irritado, intentó desbaratar su mérito con sus Reflexiones sobre la égloga intitulada Batilo126. Iriarte somete la égloga a un minucioso examen en el que cree ver inconsecuencias y equivocaciones, fallos en la versificación, repeticiones, descuidos de estilo y, cómo no, los arcaísmos que Meléndez tenía en tanta estima. La crítica hubiera sido válida si no estuviera animada por la animadversión, pero no fue capaz de superar Iriarte el encono con que se presenta ante Meléndez y ante la Academia misma. Algún interés tiene, sin embargo, al margen de los aspectos estilísticos criticados. Por un lado, su autor teoriza sobre lo que entiende por égloga; y en segundo lugar, y esto lo considero más importante, representa una actitud la suya más ilustrada respecto al hecho pastoril. En Meléndez se sigue aquí la noción tradicional de la pastoral clásica, aunque adobada en algunos momentos con ideas, más adelante las analizaremos, que nos hablan de un nuevo espíritu. Pero tiene razón Iriarte al afirmar que Batilo no es en modo alguno la suma del espíritu ilustrado: sobra la ficción pastoril y faltan los aldeanos racionales y reales en su verdadero contexto. Son dos maneras de concebir la poesía frente a frente; y es curioso anotar que el Meléndez que supo mostrar sus ideas ilustradas al hablar de aradores, segadores o vendimiadores, no pudo nunca desprenderse de la hojarasca pastoril.

La respuesta la encontró Iriarte en un escrito de Forner; antiguo contertulio de Salamanca, aunque con altibajos en su amistad con Batilo. Su constante espíritu polémico se vierte ahora en su Cotejo de las Églogas127. Forner olvida, por un a vez, su habitual crítica minuciosa para plantear el problema a otro nivel. Esta vez nos encontramos, ante todo, con el teórico de la estética. El criterio de enjuiciamiento que pretende aplicar se basa en la objetividad del arte. El arte es lo bueno, y lo bueno es lo verdadero; luego puede llegarse a él a través de la razón. La crítica no es tanto la impresión que provoca en mí una «obra de arte», sino la confirmación de que dicha obra es aplicación más o menos perfecta de unos cánones estético-racionales. Y, partiendo de esta postura crítica, analiza las églogas de ambos. También Forner comulga con las ideas de Meléndez sobre la égloga: «Pastores, gente sencilla, zagales simples y apasionados requieren sencillez de su estado. Discursos puros, naturales que dejan el sabor de la rusticidad y el olor de la simplicidad de los que los pronuncian, atribuye a las personas de la égloga el que traslada a sus versos la verdad de la Naturaleza»128. Y, en resumen, lo que le interesa resaltar en el cotejo de ambas églogas se resuelve favorablemente para Meléndez porque se ajusta mejor a los principios teóricos enunciados:

Y empezando por la materia o fábula, la del Batilo imita cumplidamente lo universal, representando en los razonamientos de sus pastores los comunes entretenimientos de la vida rústica. Dije representándolos, no refiriéndolos, porque aquello es propio de la poesía dramática, y esto, de la retórica; por esto, la fábula del Batilo no solamente es bucólica sino poética. Todo lo contrario, en la segunda égloga: su fábula es violenta, fundada en acontecimiento singular, inverosímil, que no representa o imita, sino que refiere, y, en lo poco que representa, se opone derechamente a lo que debiera imitar en su representación; por último, está sostenida a fuerza de suposiciones que no tienen lugar en poemas que no se hacen para el teatro, aunque sean dramáticos. De aquí concluyo que la fábula de esta segunda égloga no es poética, por dos razones: la una, porque en la mayor parte no imita, sino refiere o cuenta; la otra, porque en lo que imita no solo no imita lo universal, pero, antes bien, repugna a esta imitación, que es, como dijimos, lo que constituye el alma o esencia de la Poesía.129



Además, alaba «aquella gracia, llena de sencillez y naturalidad, con que están expresados los males de la ciudad y los bienes del campo»130, que quizá en el extremo de su elogio le lleva a afirmar que no tienen igual ni en nuestra lengua, ni en la latina, ni en ninguna otra europea.

Sin confirmar el elogio desmedido de Forner, la égloga de Batilo cumple su intención con bastante dignidad. Los tópicos se muestran nuevamente unidos a notas más realistas. Una y otra vez se vuelve a la naturaleza con un profundo goce de los sentidos. Verde prado esmaltado de flores, atravesado por un cristalino arroyo. Paisaje poblado de vida vegetal y animal: pájaros y ovejas. Pero también la cabra, y la novilla, que llaman a la realidad frente a la mansa oveja o al blanco corderillo de la tradición. Y «retoñan los tomillos», transmitiéndonos en las sensaciones olfativas esta auténtica innovación rústica. Por eso Antonio Tavira, juez en el concurso, decía de la égloga que «olía todo a tomillo»131.

Y un paisaje también reconocible: el valle de Otea, ribera del Tormes. En cuanto constante presentación de la naturaleza tiene esta composición un gran valor descriptivo.

Son dos los protagonistas del diálogo pastoril. Pero la exacta identificación ideológica entre ambos podría reducir la égloga a un monólogo. Batilo-Meléndez y Arcadio-Iglesias de la Casa132 nos hablan de la naturaleza y de la vida del campo en contraste con la de la ciudad. Estos son los auténticos temas de la composición, quedando un poco de lado las quejas amorosas de otros modelos, o como mucho se presentan alternadas por breves escenas pastoriles, todas ellas en tono gozoso (guirnaldas, bailes y canciones).

La valoración dei ambiente rústico es fundamental. El campo es goce de los sentidos y es paz frente a las preocupaciones de las riquezas y galas sociales. Y la alegría misma de la naturaleza en mayo se manifiesta en el rostro de los pastores y campesinos, mientras muestra el ciudadano su «semblante afligido». Todas las ideas de Virgilio, tamizadas, a veces a través de Garcilaso133, se repiten en los versos de Meléndez. Desprecio del lujo artificial por la sencillez, de las riquezas por la humilde pobreza, de la vida falsa por la verdadera... Pero también un cierto sentido materialista de comodidad, que recuerda algunas apreciaciones de fray Antonio de Guevara en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Dice Batilo:


Y a mí leche sobrada
me da, y natas y queso
y su lana y corderos mi ganado;
mis colmenas, labrada
miel de tierno cantueso;
y pomas olorosas el cercado.134



Hay, sobre todo, una idea que destaca Meléndez siguiendo los tópicos tradicionales sobre este tema: la oposición hombre de campo-virtud / ciudadano-vicios135. Mientras los habitantes de la ciudad son víctimas de sus gustos y su moral se quebranta una y otra vez en el engaño, la envidia, la gula o el odio; el hombre de campo vive su inocencia de la edad primitiva, la edad del siglo de oro que tanto añoraban los clásicos136. Dice en otra ocasión Batilo:


Así Tirsi decía
que la primera gente,
como agora vivimos los pastores,
por los campos vivía
en la edad inocente,
antes que del verano los ardores
marchitaran las flores;
cuando la encina daba
mieles, y leche el río;
cuando el señorío
los términos la linde aún no cortaba,
ni se usaba el dinero,
ni se labraba en dardos el acero.137



Y el agora, arcaísmo que intenta revivir el sentido de primitividad, se explica unos versos antes: «Aquí entre llana gente / todo es paz y dulzura / y feliz armonía / del uno al otro día. / La inocencia de engaño está segura, / y todos son iguales, / pastores, ganaderos y zagales»138. Solo el vicio destruye la igualdad, mientras la virtud unifica corazones y clases sociales.

Es muy posible que los antiguos tópicos clásicos y españoles en torno a estas ideas, sobre todo la referente al hombre natural, reverdecieran en el pensamiento de Meléndez de la mano del filósofo ginebrino Rousseau, expresado de manera particular en su Emile. Pero, sea cual sea la fuente, importa destacar la idea, porque será base de otras muchas de las que forman el pensamiento del catedrático de Salamanca, que se irán anotando más adelante.

La égloga termina con la presencia de un nuevo personaje, el Poeta, que cierra la breve historia, contando cómo lo que ha oído a estos dos pastores le ha convencido para abandonar la ciudad. A pesar de los recuerdos garcilasianos, hasta en la métrica, nada tiene que ver con sus pastores-cortesanos, porque en este mundo natural nadie puede estar triste, pues es el reino de la virtud y de la armonía. Zagales y pastores se corresponden amorosos, y el campo se muestra en todo su esplendor sin necesidad de oscurecer su brillo al compás de las tristezas. No son ya cortesanos metidos a pastores, sino zagales auténticos, con cierta «cultura cortesana», que viven en esta pura naturaleza rousseauniana libres de perversiones.

El resto de las églogas tienen menos entidad en este sentido. La segunda es un monólogo de Aminta ante su mujer Lisi y sus hijos. Quizá podemos destacar en ella la valoración e inocencia de los niños en contacto de la naturaleza, trasunto de las teorías de Rousseau. Mirtilo y Silvio dialogan en la tercera contándose sus amores, y en la que se recoge, como ya anotara Colford, el espíritu general de la égloga VIII de Virgilio. Y la cuarta, que fue su despedida de Salamanca, recuerda su pasado y los ambientes pastoriles en los que se localiza su obra. Volveremos a ella más a delante139. El ambiente bucólico podríamos completarlo con su obra teatral Las bodas de Camacho, comedia pastoril premiada en Madrid, y representada con motivo del nacimiento de los infantes Carlos y Felipe140.

Estas ideas campestres podrían ampliarse con las de la «dulce medianía» que Meléndez toma de Horacio y Fray Luis. La importancia del escritor latino en el salmantino es fundamental en esta época. No olvidemos que Meléndez fue profesor de latinidad y que Horacio fue tema obligado en sus explicaciones. En carta de 3 de noviembre de 1778 escribe a Jovino:

He venido a buen tiempo, pues vine al de la vacante de una cátedra de humanidades, que regentaba en sustitución al maestro Alba, de los agustinos, y que la universidad ha proveído en mí de la misma manera. Su asignatura es de explicar Horacio, y yo estoy contento por repasar ahora, que no tengo ya cátedras, todo este lírico, y porque también es la sustitución, contando, como cuento, con el favor de V. S., un escalón casi cierto de la propiedad.141



Valmar ya había notado esta influencia que el mismo escritor salmantino indicó sin rebozo. Pero fue Colford quien husmeó algunas fuentes concretas de determinados poemas, que completaron Froldi y Demerson. Así, podemos recordar deudas en algunas poesías: las linfas fugaces de la anacreóntica «A una fuente» (I, pp. 8-11) recuerdan al «Quid obliguo laborat / lympha fugax tepidare vivo?» (L. II, 3); o la fugacidad del tiempo («A Dorila», I, pp. 17-18) el «Eheu fugaces, Postume, Postume / labuntur anni...» (L. II, 14). El tema de la medianía se recuerda en la anacreóntica «De mis deseos» que traduce él «¿Quid dedicatum poscit Apollinem / vates?» (L. I, 31)142. Sin embargo, el tema de la medianía aparecerá con más pujanza en época posterior, fruto de sus desengaños cortesanos, y vendrá de la mano de Fray Luis de León, el más horaciano de nuestros escritores 143.

Estas deudas de Horacio y otras de Virgilio144, Ovidio145, Propercio146 y, en menor proporción, de otros escritores latinos, nos permiten afirmar que estamos en el período clásico (¿neoclásico?) de la poesía de Meléndez. Es quizá, juntamente con los sonetos, lo más «poético» de su producción. Pero, también ahora, la serenidad, el sentimiento falso o real del escritor clásico, tiene con frecuencia los mismos bordes de púrpura y nácar, la artificiosidad, del resto de sus versos anteriores, por lo que su sentimiento clásico queda afectado, en cierta medida, por el preciosismo de gran parte de su obra.




Gessner y la poesía idílica

Otra versión distinta del espíritu pastoril se manifiesta a través de los idilios. Iniciado en el sentimiento clásico, comenzó por traducir, en época temprana (1777) a Teócritos147. Pero este espíritu le llega sobre todo a Meléndez a través de los clásicos modernos. Existe una ligera diferencia de tono entre el Meléndez bucólico de las églogas y el de los idilios. Siguiendo la moda europea, cultiva en éstos un bucolismo más preciosista cuyo tono no estaría lejos del de las anacreónticas. Blandura, diminutivos, delicadeza artificial de cuadros repintados y bien puestos.

El idilio estuvo de moda en Europa mediado el siglo XVIII, sobre todo de la mano de Gessner, Fontenelle y Metastasio, y apareció unido en sus análisis de la naturaleza a las figuras de Thomson y Saint Lambert; Meléndez los conoció en época temprana. En 1778 escribe a su íntimo Jovino:

Delio está leyendo el poema las Estaciones de Saint Lambert, que yo he traído de Segovia; a mí me ha gustado mucho. Hace en las notas y el prólogo una mención muy honrosa de Thomson, y aún toma algunos versos suyos; pero en el plan de la obra son muy diferentes entre sí; el prólogo, que es un discurso sobre las poesías y estilo pastoril me ha agradado también; en él alaba mucho las poesías de Gessner como las más sencillas de todas las modernas. Yo no he visto nada de él, por lo que, si V. S. tiene algunas noticias más circunstanciales, o ha visto acaso sus églogas, estimaré mucho me diga su parecer y si juzga de ellas tan ventajosamente como el autor de las Cuatro Estaciones.148



No tardaría mucho más Batilo en conocer al bucolista suizo. Y por entonces comenzaría a escribir alguno de sus idilios, que no son excesivamente abundantes y que seguiría escribiendo en épocas posteriores. Sin embargo, no aparecieron hasta su edición final. Gessner estuvo prohibido por la Inquisición desde 1790 por «teólogo luterano»149. Y como si esto hubiera sido una llamada de atención es por entonces cuando comienzan a aparecer traducciones e imitaciones en la prensa madrileña. Se hizo eco sobre todo de él el Diario de Madrid. En un Discurso sobre la poesía bucólica, publicado en dicho periódico en noviembre de 1794, se habla de él en términos muy elogiosos:

Ninguno de los modernos ha comprendido tan bien como Gessner toda la extensión del género bucólico, sus poesías en este género son el más bello modelo que se puede presentar para la imitación. Allí se puede ver la gran variedad de asuntos, propios de la poesía pastoril, que hasta ahora no se habían tocado; el estilo es el más propio: los sentimientos, las imágenes, todo es pastoril, y todo encanta.150



Pretende ser, pues, una poesía encantada y encantadora, donde la realidad resulta embellecida con tonos dulzones y reducida a la dimensión de un bello cuadro. Y Meléndez captó pronto su espíritu, porque quizá no se hallaba demasiado lejos de Gessner. Por eso Quintana le llamó «alumno de Gessner». Y Lista recuerda en un poema laudatorio al Restaurador de la poesía castellana:


O bien la dulce y pastoril avena
robando al tierno Gessner, enlazado
dirás a amor con la virtud sencilla,
la piedad filial, y de la amena
campiña el don preciado,
y la linda pastora,
que entre el pudor y la inocencia brilla
más pura que la aurora,
y cándida beldad y fe constante
ofrece en premio al venturoso amante.151



Este vendría a ser un resumen preciso del tono y los temas a los que se refiere la poesía idílica. Temas, algunos ya tratados en sus anacreónticas, de amor, pero ahora con mayor empalago y, quizá, cursilería. El idilio VI es una descripción de la primavera, que pretende ser renacentista en su grandiosidad, pero aparece demasiado recamado de blanduras y purpurina. Sin embargo, intenta acercarse al Renacimiento a través de la profusión de cultismos. La edición del marqués de Valmar añade152 otro idilio con el título de «La amistad», inédito hasta entonces. El tema no es característico de la poesía idílica, lo cual nos confirma una vez más la observación del profesor Froldi, de la continua ruptura de los géneros en Meléndez. Pero si llamo la atención sobre él es, de manera especial, porque nos encontramos el espíritu, a veces algo del vocabulario, de Fray Luis de León, vertido ahora en esta sofisticada composición, de la que hubiera rehuido, sin duda, el poeta agustino. Posiblemente sea de época posterior a los anteriores, por el sentido de soledad y abandono en que el poeta dice encontrarse153.




Poesías, 1785

Hemos olvidado por un momento la historia de Meléndez y volvemos a recoger el hilo de su vida. Tras su éxito nacional con el premio de su égloga, al año siguiente, 1781, tuvo lugar su presentación oficial en Madrid como poeta. De la mano segura de Jovellanos, Batilo se presenta en la Real Academia de San Fernando, donde recita su oda La Gloria de las Artes154 con motivo de la distribución de premios de pintura, escultura y arquitectura. Eleva el tono de su voz y olvida su caramillo, cada vez más abandonado, de zagal.

Importa señalar que Meléndez se va haciendo un nombre en el mundo de la poesía española, que su voz comienza a ser conocida a través de copias manuscritas y que, por lo tanto, ha llegado el momento, así se lo indican sus amigos, de dar a luz pública sus composiciones. En 1785 publicaba en la imprenta de don Joaquín Ibarra su primera colección de Poesías. En septiembre del año anterior José de Guevara Vasconcelos daba su aprobación en los siguientes términos:

En cumplimiento del encargo de V. A., he leído las Poesías líricas que pretende publicar Don Juan Meléndez Valdés y he hallado que el autor tiene gusto, y conocimiento de la buena poesía, que procura acercarse al estilo de los poetas Griegos y Latinos y que en sus anacreónticas hay la suavidad y dulzura que corresponde a este género de composiciones. La materia de las Odas, Romances y Letrillas es propia de las Heróticas, y de la que usaron nuestros célebres poetas, Fr. Luis de León, Don Esteban Manuel de Villegas, y otros. De la publicación de este tomo de poesías podrán conocer así los extranjeros como los españoles que no faltan en nuestros días personas que desviándose del mal gusto de conceptos y equívocos que reinaba en el siglo pasado y en los principios de éste, cultivan las Musas amenas y festivas con gusto y elección.

En una materia de mera recreación y placer, lo único que puede exigirse es que esté desempeñada con gracia y naturaleza, como lo está según mi juicio la presente. V. A., en virtud de lo expuesto resolverá lo que estime conveniente155.



A pesar de que esta aprobación solo hace referencia a su poesía ligera, en la mente de Meléndez estaba el haber publicado un segundo volumen con otros poemas más serios que no desdijeran de su situación universitaria. Por eso presenta este primer tomo como poemas de juventud, y como un intento de recuperación del idioma. Leemos en el prólogo:

Estos versos no están trabajados, ni con el estilo pomposo y gongorino, que por desgracia tiene aún sus patronos, ni con aquel otro lánguido y prosaico, en que han caído los que sin el talento necesario buscaron las sencillas gracias de la dicción sacrificando la majestad y la belleza del idioma, al inútil deseo de encontrarlas.156



Sabe, sin embargo, que su obra será sometida a la crítica por quienes siguen prefiriendo lo tradicional o siguen por unos caminos más prosaicos. Por eso, tras buscar la protección de Jovellanos en la dedicatoria, se cura en salud indicando su estética brevemente y afirmando su fe en los arcaísmos, «innovación lingüística» tan personal de su poesía. La obra obtuvo un rotundo éxito. Pero Meléndez no pudo darse por satisfecho con ella. Tras la Didáctica, de Jovellanos, había emprendido nuevos caminos, que no estaban representados en el libro. Importaba, entonces, dar testimonio de su nueva poesía: las nuevas corrientes europeas de poesía de la naturaleza, su poesía reflexiva... Sobre esto volveremos más adelante.




Meléndez, profesor en Salamanca

Interesa indicar ahora que esta actividad literaria y la profundización en su poesía corren parejas a una gran dedicación profesional en el marco de la Universidad salmantina.

No podemos detenernos en la descripción de los problemas, por otra parte tan minuciosamente analizados por el profesor Alarcos y por el propio Demerson157, y solo los enunciamos para no perder el hilo de la evolución vital e ideológica de Meléndez a fin de entender mejor su quehacer poético.

Su acción se centra principalmente en dos puntos: mejorar la organización de la enseñanza e introducir las nuevas ideologías. Que la Universidad de Salamanca estaba en declive era un secreto a voces: disminuye el número de alumnos, cátedras sin dotar, absentismo profesoral, falta de actividades complementarias,... En todo ello intentó trabajar Meléndez haciendo gala de una gran modernidad, y los Libros de Actas de la Universidad dejan buena muestra de ello. Pero interesa más resaltar cuál era el espíritu que mueve toda esta acción. Meléndez, hombre reflexivo, aprende continuamente en los libros; de ahí le viene su amor a lo más sano de la tradición y las ideas más adelantadas en boga en Europa, que le llevan a configurar su ideología ilustrada. Esto le obliga a enfrentarse una y otra vez a las estructuras caducas que tiempo hace arrastran al país en una triste decadencia. Su reformismo ideológico le lleva a defender continuamente nuevas posturas literarias, pedagógicas, judiciales... frente al «goticismo» tradicional. En este camino libra Meléndez sus mejores batallas. Y desde aquí podemos comprender su interés por profundizar en nuevos temas, al compás de sus discusiones, que también se plasman en su obra poética. Los enfrentamientos continuos, incluso calumnias malintencionadas, desgastan, por otra parte, su ímpetu batallador, que se evade a través de la poesía y que acabará por desanimarle, impulsándole a tomar nuevos rumbos. Y, por otro lado, aparecerán también sus primeras poesías desengañadas, en las que muestra su disconformidad con la sociedad en la que vive a través de la sátira. La epístola V a su amigo Gaspar González de Candamo, catedrático también de la Universidad, muestra algo de esta discordias espirituales. Tiene que marcharse porque sobre él se ciernen «negras nubes» y «tanto monstruo». Se va y le deja a él en situación poco grata:


¡Ay, en qué amarga soledad me dejas!
¡Ay, qué tierra, qué hombres! La calumnia,
la vil calumnia, el odio, la execrable
envidia, el celo falso, la ignorancia
han hecho aquí, lo sabes, su manida;
y contra mí, infeliz, se han conjurado.
¿Podré, oh dolor, entre enemigos tales
morar seguro sin tu amiga sombra?158



Los versos son de 1787. El 24 de mayo del mismo año publicaba en el número CLIV de El Censor su poema «La despedida del anciano», que sería el primero de sus discursos en las colecciones poéticas posteriores159. Este poema significa el comienzo del compromiso político-social de Meléndez con la Ilustración realizado a nivel público a través de su poesía. Quizá convenga señalar que una semana más tarde, y en la misma revista, publicaba Jovellanos la segunda de sus «Sátiras a Arnesto», que hace sospechar un acuerdo intencionado en la lucha por la reforma del país. El discurso se inicia con la presencia de un anciano que vaga por un valle solitario víctima de la envidia y que acaba por hablar de los males de la patria. La ficción representa al mismo Meléndez, también calumniado, que realiza así la crítica del país: ni reina la virtud ni la verdad, por el contrario, es pasto de la calumnia, la desidia y la ignorancia. Sobran aduladores que engañan con sus mentiras dulces; recuerda por eso que «las virtudes son severas, / y la verdad es amarga; / quien te la dice, te aprecia, / y quien te adula, te agravia». No puede menos, entonces, que dirigir su vista a nuestro pasado glorioso, Siglo de Oro, cuando abundaban los héroes, de dominio en las letras y en las armas. El pasado es ejemplo para el triste presente, en el que falta la virtud, sufre en la pobreza el labrador, mientras en la Corte dispendiosa reina el lujo; las mujeres han perdido su recato, y aquella antigua dedicación al hogar y a los hijos; se alaba el adulterio y las prostitutas no se ocultan160, abundan los jóvenes afeminados:


Ve tus jóvenes perdidos,
y dile a su degradada
naturaleza que al moro
a la Libia volver haga.
Sus rizadas trenzas mira,
entre polvos y fragancia,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
cuando del femenil sexo
usurpan dijes y galas,
y de fatiga incapaces,
un sol, un soplo las aja.



La nobleza se pierde en el lujo, oro y galanteos cortesanos, mientras los pobres sufren. A los que no creen en la igualdad de los hombres les recuerda que «La virtud los aborrece / y la razón los inflama. / Sólo es noble ante sus ojos / el que es útil y trabaja, / y en el sudor de su frente / su honroso sustento gana». Los nobles son culpables con su insidia del decaimiento patrio. Los hombres ilustrados desecharon el antiguo precepto de que el trabajo deshonraba.

Sin inocencia ni pudor, sin trabajo, con injusticia, con desprecio de las leyes, no se puede construir una sociedad nueva. Es preciso poner cada cosa en su sitio: se necesita la «instrucción», las «luces sabias», Meléndez somete a la sociedad a un análisis, a veces minucioso, de sus aspectos negativos, para después de destruida levantar sobre ella una nueva realidad. Todo esto puede justificar, junto al deseo de ascensión social, su interés por salir de la tradicional Salamanca para ocupar otros puestos de responsabilidad, con la vista en Madrid, a través de los cuales realizar la reforma ilustrada en la sociedad española.





Anterior Indice Siguiente