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ArribaAbajo La naumaquia


Luis Bagué Quílez



I

El oleaje bate contra las velas,
suenan las ondas consteladas,
replica el mar que se resigna a ser de noche.

Y él, que aprendió a conjugar las distancias,
a reírse del arrebol de los lejanos puertos...
¿Qué nombre aguarda ya tras los cuerpos ficticios?
Él quisiera. Y ese enfermizo deseo le es suficiente.

Bajo el rugido crecen anémonas,
corales tan semejantes a unos labios
que cualquier día nacerán de la pluma de un poeta.

Él contempla las islas que nunca poseerá,
su condición de náufrago lo embarga suavemente.
En esos momentos alcanza a creer, recuerda un sabor
asimilable con la juventud, llega a empapar hasta su sombra
el alma prendida en el aliento como la flor en la solapa.

Él es lo que otros fueron, la lava vieja de las generaciones
que se consume en un fragor inútil por jamás perfilado.
Él es sus espejismos, sus noches y cada uno de los días,
el deseo perenne que se sucede y existe con la misma constancia.

Laderas densidad miembros tentáculos tierra, tal vez salitre.

Él quisiera. Y no puede renunciar a esa verdad.

Tras la nocturna mansedumbre pace el átomo,
las espumas que van lamiendo la falda gris de una montaña
hasta ser plata labrada, ríos imaginarios de papel y naftalina.
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Es tan débil el recuerdo y tan fugaz la impresión...

Él lanza un grito que le devuelve el eco del océano,
los rumorosos filos que empañan las gargantas.
Él ha surcado los espejos. Conoce el opio y el acanto,
la mordaza que cubre los gritos abortados de todas las sirenas.

Y piensa que da igual la pérgola o la guerra,
movimientos tribales o almenas en asedio.

Mientras a estos enigmas merodeaban esfinges,
bajo una bóveda se cernía la madrugada,
desbrozando las estrellas del cielo,
trocando los contornos por bocetos de luz.


II

Apenas se acostumbra el cuerpo a la mañana,
al lento desplegar de unas pestañas, a un bostezo apagado.

Hileras de rostros pasan ante su vista.
Rostros en los que reconoce cada máscara.

Y escucha un izarse celeste en el telón del teatro.
¡Rara simetría la de este mar! -sentencia-.

Desde lo hondo brotan las carcajadas.

Ignora la turbia pátina que cubre las arenas.
Y una mueca «¿qué es esto?» asoma hacia sus labios.
Busca en vano la tierra húmeda donde posar el ancla.
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Grave quietud impregna la marea que mueven unos brazos,
repitiendo el gesto legendario de naves más antiguas.
Si tan sólo pudiera comprender el doblado cristal
que presta su rueca a estas mandíbulas batientes...

Bajeles artificiosos se aproximan,
una premonición el roce de sus cuerpos.
La multitud aclama, unánime voz que juzga y que condena.

Él debería ser la tez oscura, los ojos parcamente sabios,
la boca por cuyos vanos escapan las palabras,
pero existe un verbo descubrir que lo detiene.
Descubrir el ensueño, un corto parpadeo y volverá la noche.

Primero suenan los aplausos, después el mar Adriático y una flecha lejana.

Las agujas enhebran el tejido sobre el que construir la imagen;
un afluente de cálices y urnas aguarda tras la rada.

Y ni siquiera sentirá la ceniza piadosa ascendiendo a sus labios,
la resina que cubre una colmena como segunda piel.

Antes percibe la detonación que el sonido del mar
tan oscuramente amortiguado... casi en un murmullo
de aves sorprendidas en el impune aleteo sobre las jarcias.

Queda la nave herida, arrojando su fábula a pies del caminante.

Tendida al breve cielo igual que un obelisco.

El público abandona la sala mascullando bocanadas de humo.
Nicotina en los dedos, la naumaquia ha resultado previsible.
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III

Retroceden las gradas, los hombres, el cortinaje azul,
el cañón aún no ha alcanzado a emitir su relámpago.

En el foro yacen obstinadas estatuas para gafas de sol;
los turistas se desviven por postales y colores chillones.

A menudo consigue recordar cómo se despeinaba el cierzo,
cómo la noche cernía sobre sus hombros un poderoso séquito de estrellas.

Atrás quedan los pasos, o tal vez sea su voz la que se acerca.

Hasta un rescoldo de idea primigenia, hasta el árbol, hasta el cinemascope.

Se agota en un suspiro el agua de las vitrinas, los ojos de los escaparates.

Retrocede el bajel que inauguró el bautismo febril de la platea,
el gesto que asiente, las lonas solares que suplantan al día.

En el foro yace el coral pintado de carmín, la piedra recién encalada.
La perla jamás necesitó su collar, la pareja del fuego es el esmalte.

A menudo consigue recordar cómo dormía el sueño plácido,
cómo el alcohol se deslizaba hasta prender las venas.

Atrás queda el cenit en un instante, regresa el transcurrir de las vidrieras.

Hasta la corona de ceniza de una virgen, hasta la toga, hasta el bustrófedon.

Se agota lentamente el caudal y la víspera, el ayer en un hoy y el hoy en un mañana.

Retrocede el sinuoso corredor que lleva hasta el quejido de las fieras,
el hedor a claro de luna, el nombre grabado en la corteza funeraria del sauce.

En el foro yace el poso de un vino con gusto a agua salada, el fruto de las redes,
una zarza que apenas ilumina la estancia y se consume, cinco panes y una multitud.
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A menudo consigue recordar el rastro del cometa que guiaba el horizonte,
el rumbo aprisionado en la cruz de un timón, el mástil que se va haciendo mujer...

Atrás quedan la brújula y el canto del vigía, permanecen la tierra y la veleta.

Se agota el raído toldo de la noche, el escenario de aren a transfigura al reloj.

Hasta la erosión de los antepasados, hasta el tenue balbucir, hasta el edén y la serpiente.

Retrocede la infancia, el inconsciente llanto, el hombre engendrado de otra tierra.
Retrocede la nave, la mueca inesperada, la ceguera innata a la que vuelve, la naumaquia.