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Habiendo reconocido entre las Cédulas las que tratan de las cortesías, me ha puesto en admiración ver que son tantas y que hablen en tantas menudencias. Admiro la paciencia del Consejo, pero no me escandalizo de que a personas tan calificadas, como obispos y capítulos de Iglesias, haya sido necesario, por repugnancias suyas, darles para las cortesías reglas, en especial cuando los oidores son unos vivos retratos del rey, como queda probado ya; y es forzoso que se dé por deservido de los que andan cortos en respetar sus retratos.
Si los oidores consideran la alteza de su estado, será caso prodigioso el no hacerse engreídos, porque el dominar en muchas, a los muy cuerdos les hace vanos. Tan gran poder como se ve en un oidor mucho le ayudará para que se pueda engreír; y habrá, alguno que sólo estime el poder en cuanto puede dañar. Quiero representarles —402→ a los que son de este porte, con una prodigiosa historia, lo poco que hay que fiar de la fortuna, y que de Dios o del rey teman una residencia, y no se prometan perpetuidad en sus plazas.
La historia prometida es rara. Apuntela en el primer tomo de mis Historias Sagradas y Eclesiásticas, y es en esta manera. Un rey poco avisado y bastantemente soberbio oyó cantar un día aquel soberano Cántico que compuso Nuestra Señora en la Visitación de su prima; llegaron los músicos a aquel verso, en que hablando la Virgen del poder de Dios y de lo que vale en sus ojos la humildad, llegó a decir: «Bajó a los soberbios de sus tronos y trasladó su honor en las almas que tienen humildad». Enfureciose el rey, y dijo a los que cantaban: Borrad luego esa sentencia. ¿Quién es poderoso para quitarme mi silla? Dicha esta blasfemia, se retiró a su cámara y hallose con melancolía. El día siguiente, para vestirse, quiso bañarse. Entró en el baño, puso un paje sobre un bufete el vestido y saliose fuera mientras el rey se bañaba. Llegó un ángel, sin verlo él, en forma suya; púsose su vestido, y dejando a la puerta del baño uno muy andrajoso, salió a vista del pueblo y de los criados; acampañáronle a Palacio unos y otros. Acabose de bañar el rey y nadie le respondió. Dio voces porque se hallaba en carnes, y era darlas en desierto porque sus criados se habían ido con un rey tan bien representado; salió del agua para tomar la camisa, y no hallándola, llegó furioso a la puerta, no vio persona humana; creció su furia, y viendo aquel vestido roto, se lo puso para irse a su palacio con ánimo de hacer en sus criados todos un muy ejemplar castigo. Anocheció con estos embarazos, y túvolo por alivio, porque la obscuridad pudiese encubrir lo roto y llegase a su casa sin afrenta. Salió abrazado en ira, disponiendo la venganza. Entró en palacio, vio la guarda, las luces, las hachas y que con grande estruendo se disponía la mesa; pasó por todas las salas sin que hubiese en ellas quien hiciese caso de él; juzgó que aquel aparato todo era para esperar a que volviese del baño; quiso pasar adelante, porque se juzgaba dueño, y un camarista le dio de bofetadas. —403→ Pensó perder el seso; clamaba que era el rey, y teniéndolo por loco, con muchas coces le echaron de palacio; pasó aquella noche con la confusión que podemos entender en un fracaso tal; pero creció mucho más por la mañana, cuando vio salir el rey a la capilla rodeado de los grandes y asistido de la guarda. Era caso para que el más sesudo perdiese el juicio si no se le conservara Dios para su mayor tormento. Lloraba y gemía, decía que era el rey; reían del loco y del tema, pero de lástima le daban de comer en la cocina. Pasó muchos días entre estas amarguras. Salió el rey retratado en un jardín suyo, y fuese de intento solo, por hablar sin árbitros al despojado. Estaba el cuitado tan afligido, que no osaba salir de un rincón para hablar al rey. Llamole él con mucha piedad; preguntole ¿quién era, qué quería y qué hacía en su casa? Refiriole prolijamente su historia; lloraba con muchas ansias y pedíale con humildad que se doliese de él; y díjole el ángel: -¿Acuérdate de aquel verso que mandaste borrar del Cántico? -Sí señor, respondió él. ¿Has entendido (le volvió a decir) que es Dios poderoso para bajar de su trono a un rey soberbio? -Sí (respondió él muy compungido) ya lo tengo entendido y muy llorado. -Pues toma tu vestido, dijo el ángel, y vuelve a tu reino; no hagas novedad, que todos tus vasallos piensan que eres tú el que hasta ahora han tenido por su rey, y no blasfemes de hoy más ni hagas concepto tan vil del soberano poder.
(C. XI, art. III, pp. 41-43).
—404→
Entramos ya en el punto del dosel a vista de la Audiencia Real; y en esta materia no quiero valerme de obispos, sino de jurisconsultos y Consejeros.
El doctor Barbosa dice y prueba que en su catedral y en cualquier otra iglesia de su obispado podrá el obispo erigir dosel y excomulgar a quien lo quisiere contradecir. Don García Mastrillo oidor es de Sicilia, y lleva por opinión que, a vista de las Audiencias y de los virreyes, puede el obispo poner dosel en su catedral. Mauricio de Alcedo, que en el Consejo Supremo de Castilla ha sido grande abogado, contesta con los referidos.
Veamos ahora si es limitación aquella palabra: «en la iglesia», porque parece que queda en duda si podrán poner el dosel en otra parte.
—405→Un caso sucedió en la ciudad de Lima, de que ahora que soy prelado he hecho juicio. Era recién llegado a aquella ciudad el señor don Gonzalo de Ocampo, arzobispo de ella; era virrey el señor marqués de Guadalcázar; don Diego Fernández de Córdova, caballero discretísimo y de singular prudencia; dispuso la ciudad, con especial orden del Virrey, grandes fiestas de cañas y de toros para mostrar su alegría con el nuevo prelado; llegó el día de las fiestas, aderezose ricamente la plaza, hízose con solemnidad el encierro, colgose de sedas el balcón del arzobispo, que cae en Lima muy cerca del palacio; salió el virrey al suyo para ver la que en la plaza se había dispuesto, y vio un rico dosel en el balcón. Extrañolo mucho por caer tan cerca de la Audiencia Real y de él; y como era un príncipe tan reportado y tan detenido conservó interior su sentimiento y envió a llamar al licenciado Juan Ramírez que era entonces, y lo es hoy, cura de la catedral, (fue camarero y Maestro de ceremonias del señor arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, antecesor del dicho señor don Gonzalo), y díjole estas palabras: «Aquel dosel que está en el balcón del señor arzobispo, no ha de ver los toros del pontifical, no sé a qué título ha de estar esta tarde en él; mas porque siendo yo tan su servidor no quisiera quitar a su dignidad lo que le hubiere permitido otro virrey; dígame el señor Juan Ramírez ¿si en tiempo del señor Príncipe de Esquilache y del señor marqués de Montesclaros, el señor Lobo Guerrero puso su dosel en los toros?» Respondiole que nunca había sacado dosel al balcón, y que en semejantes actos se echaba un paño de terciopelo, y sobre él una almohada para los brazos, a que se arrimara el arzobispo sin que en la testera hubiese dosel, sino sólo un tafetán sin sombra ni caída. Y aunque el cura es persona de mucha importancia, como el Marqués era un príncipe de gran cordura y de mucha espera; no se dio por satisfecho con sola su disposición, e hizo llamar al doctor Becerril, que había sido secretario del señor Lobo Guerrero; hízola la misma pregunta y contestó el secretario con lo dicho. Mandó el Marqués llamar al doctor Juan Ramires de Montalvo, oidor más antiguo, caballero de grande —406→ peso y comunicole el caso, refiriéndole las diligencias que había hecho. Certificole él que los clérigos le habían dicho la verdad, y que en veinte años que había sido oidor, ningún señor arzobispo había puesto en su balcón el dosel. Pidiole el Virrey que tomase a su cargo el entrar por su camino al arzobispo, y para que se efectuase el negocio sin ruido y sin escándalo, le hablase en nombre suyo, advirtiéndole que sería buen corte pasase a su palacio a ver los toros, y que, estando a su lado y en buena conformidad, no había quien notase que se quitaba el dosel. Cumplió el orden el oidor. El arzobispo tenía muchas ayudas de costa para errar en el punto: ser muy caballero, muy rico, muy reciente prelado, con su punta de colérico; diose por ofendido, y como las Cédulas de las Indias no andan incorporadas en los derechos, aunque en ellos era el arzobispo bastante docto, no había tenido tiempo para haberlas reconocido. Respondió al oidor muy acedo, pasaron muchos lances en el negocio, y como habló de ellos variamente el vulgo y yo no sé referir sino lo que sé que es cierto, no quiero tratar sino de lo que vi. Quitose el dosel como a las dos, y desde medio día hasta la hora no se había efectuado con el arzobispo; estaba ya la plaza llena; mandó desnudar el balcón, despejar los otros toros, cerrar las ventanas; y echa la competencia notoria por lo que había durado la resistencia, estaba el vulgo dividido en pareceres, y ya juntos el Virrey y los oidores. Habían estado cerradas las puertas del arzobispo; abriose de repente, y salió tan por la posta en su coche, como pudiera, si fuera huyendo de un toro; llegó hasta la esquina de la calle que va de la plaza a Santo Domingo; halló la barrera cerrada, y el desatarla pedía más espacio que el sufría su priesa; dio vuelta la carroza y, tan apresuradamente como había corrido, entró en la puerta principal del palacio del Virrey, y atravesando los patios, salió por la que llaman del Río, y dio consigo y con su enojo en un convento de franciscanos descalzos que está fuera del pueblo. Causó asombro su apresuramiento, menos en el Virrey que para todo tenía reportación; no se dio por entendido de la ida del arzobispo ni de su sentimiento; salió a la plaza a caballo, —407→ rodeola como en fiestas grandes lo acostumbran los virreyes; recogiose a su palacio, lidiáronse los toros, jugáronse y corriéronse las cañas; y acabada la fiesta, muy persuadido que la había aguado, se redujo a su casa el arzobispo. De esta historia de las Cédulas referidas y de lo que se platica en las iglesias todas, se ve con claridad que los obispos no usan de dosel sino en las casas y en la iglesia, y entonces, si están presentes la Audiencia o el Virrey, han de estar de pontifical entero o medio pontifical.
(C. XII, art. II, pp. 52-54).
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Deben las Audiencias Reales, pues son vivas representaciones de los reyes, honrar mucho a los prelados, como lo hacen ellos. Nuestros Reyes Católicos, en señal de que lo estiman mucho, cuando van a besársela ellos, nunca les dan la mano, aunque es conforme a Derecho, y aunque antiguamente, o porque había prelados menos quejumbrosas que algunos de nuestro siglo o porque los reyes no reparaban en ello, se dejaban besar la mano. Yo hice instancia con Su Majestad, cuando me venía a mi iglesia, suplicándole que me diese su real mano, para que habiéndosela besado, viniese a reinos tan apartados con algún consuelo; retirómela sin responderme palabra; e instándolo yo, fuera de lo que se acostumbra, a vista de tanta soberanía, me dijo, ablandando el semblante, como dándose por servido de mi porfía: «Nunca doy la mano a los obispos, id con Dios».
—409→Álvaro Pelagio, obispo Siluense, o no era tan apasionado por su rey o era demasiado puntuoso por su dignidad, pues se acusa, como un grave delito, porque besó a su rey la mano. Confiesa que la besó compelido (que eso no fue haberla besado); y concluye que pueden besarla los obispos que tienen feudos. Graciosa distinción la de Álvaro Pelayo: ¡que bese la mano del rey un obispo conde, en cuanto conde pero no en cuanto obispo! Como que hubiera en el mundo quien hiciera las procesiones de los metafísicos en ese caso, o hubiera un rey tan impío, que quisiese, valiéndose del sentido que llamamos reduplicativo los escolásticos, que la besase la mano el sacerdocio; no se la besa sino su vasallo. Bésasela un hombre que es obispo, humíllase al rey de España un obispo, no la apostólica dignidad.
Un vaquero vio armado al arzobispo de Colonia y hecho caudillo de un grueso ejército; riose mucho; preguntole la causa el arzobispo, y respondiole él: Porque he oído que los apóstoles andaban desnudos y descalzos, y vos que sois sucesor suyo, andáis armado y gobernando ejércitos. Y díjole él: ¿No ves, hombre, que, aunque soy obispo, también soy duque? Riose más el villano con esta distinción y díjole: Querría preguntarte, si este duque se fuere al infierno, ¿a dónde irá el alma del obispo?
(C. XII, art. III, p. 63).
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Veamos ahora lo que se dispuso en una Real Cédula en materia de la falda. Es la muchas veces referida para las competencias de Chuquisaca, (su fecha en Balsáin, a 5 de setiembre de 1609), en que habiendo hablado en las concurrencias del obispo y
presidente de los actos públicos meramente eclesiásticos, añade en un breve capítulo estas palabras: «Y cuando fuere a las Casas Reales, se lleve hasta la puerta del aposento donde estuviere el presidente, y allí la haga soltar»
. Y otra más nueva, en Ventosilla, a 17 de octubre de 1614: «Que a ningún prelado se lleva la falda, cuando fuere a ver al virrey o
presidente, más que hasta la puerta del aposento donde estuviere, y allí la suelte, y vuelva a tomar en saliendo»
. (Es la falda en el obispo una lista de mucha autoridad).
Si se le hiciere duro este estilo a algún obispo, si le doliere soltar la falda en palacio, si no le pareciese bien —411→ esa prerrogativa del gobernador, si le llegare a sentir una tan justa preeminencia del virrey, consúltese con Pedro Blesense, que él le dará un remedio, que aunque es atajo, será sin peligro. Que huya de ser áulico, que no entre en palacio sino a lo forzoso. Que aunque es verdad que este doctor no cura ahí de engreídos sino de ambiciosos, es tan peligrosa la vanidad y son tantas las diversiones que contraen los obispos en las casas de sus príncipes, que les estará bien a sus iglesias que sean escasos de cortesías; porque aunque sea con ánimo de excusarlas, residan en ellas.
(C. XIII, art. II, pp. 113-114).
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¿Si puede predicar el obispo en presencia de los oidores y del virrey, con todo el aparato del ceremonial? Los obispos que no están consagrados y están en obispado ajeno no tienen lugar en el artículo; porque, asistiendo el virrey o la Audiencia Real a su sermón, en muy poco se distinguen de los otros predicadores, porque ni usan dosel, ni silla, ni cojín en esa ocasión.
El primer sermón que prediqué en Lima, no estando consagrado, fue en el ilustre monasterio de la Concepción, día de los Inocentes. Y aunque la fiesta no pedía tanta asistencia, fueron por hacerme merced el Virrey y —413→ la Audiencia Real. Era Virrey el señor conde de Chinchón, varón de rara prudencia y gran celador de su dignidad. Supo bien temprano que los capellanes de las monjas habían puesto en el púlpito una almohada de terciopelo. Mostró sentimiento; y como en los palacios hay testigos para todo, hubo algunos tan diligentes, que certificaron aún del semblante. Yo, que nunca fui amigo de competencias, mandé retirar la almohada, y quedé advertido con aquella ocasión cómo había de predicar asistiendo la Audiencia o el Virrey. Prediqué otras dos veces después de consagrado en los dos monasterios de mi religión; uno de monjas y otros de frailes. No tenía el púlpito más aderezo, fuera del ordinario, que silla y la mitra sobre una almohada. Era el púlpito tan angosto, que la silla me servía de embarazo. Mandela quitar y no lo consintió el Virrey, con que quedó el pueblo advertido de lo que hay en un obispo electo a un consagrado. Esto basta para advertir a los que no lo están.
Habiendo de estar el obispo de pontifical, no hay duda que puede poner dosel, y no es justo que predique sin ese aparato, así por su dignidad, como por la honra de la predicación. La duda es ¿si asistiendo al sermón la Audiencia o el Virrey, no predicando de pontifical, podrá predicar debajo de dosel? No he hallado Cédula que especialmente lo contradiga; pero colígese en su evidencia, así de lo que generalmente se practica, como de las que quedan ya apuntadas.
Este punto levantó tal vez en las Indias un grande escándalo; y el obispo, que tan a poca costa como ponerse una mitra, puede conservar la paz con una Real Audiencia y no partir la república, y huye de su misma mitra, ¿qué frutos puede prometer del trabajo de un sermón? Querer predicar cierto obispo, asistiendo la Audiencia, sin vestirse de pontifical, puesto el dosel, fue una centella que levantó tanta llama que llegó el humo a Castilla y no se pudo apagar con muchas diligencias del rey. El presidente y la Audiencia tuvieron con el obispo tan grandes encuentros, que no bastando con el obispo una represión severísima, fue forzoso mudar al presidente a Audiencia de menos porte. Pero Dios, que lee los —414→ corazones, aunque los puso el rey en partes tan distantes, como la distancia no les enfriaba la ira, envió por ellos y murieron casi juntos. Por su reputación y por lo que nos falta por decir, no digo sus nombres ni nombro la ciudad.
Subió en efecto al púlpito el obispo, sin embargo de dos recados que le había enviado la Audiencia, harto comedidos, pidiéndole que les hiciese merced de vestirse de medio pontifical, porque de otra suerte no podrían asistir; a que respondió, más como rico y como caballero que como prelado. Fuéronse saliendo los oidores de uno en uno, y para cada uno le ofreció una grande injuria su enojo; obligó a que de abajo le perdiesen el respeto, y fue desastrado principio de sermón romper tan fuertemente la paz. La ira con más facilidad se previene que se ataja.
(C. XIII, art. V, pp. 133, 135, 136).
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Santo Tomás en la III parte, cuestión 42, explicando aquellas palabras del capítulo 5.º de la carta que escribió San Pablo a Timoteo, su discípulo: «Seniorem ne increpaveris»
, para que pone claras listas de los obispos que pecan en público, y se resuelve, que ésos deben ser en público reprendidos. Agrias parecen las palabras, y heme admirado que el padre maestro fray Juan Martínez, habiendo sido tan noticioso y tan admirable letrado, por no averiguar la palabra
seniorem de que usa allí San Pablo, se pusiese en obligación de buscar sutilezas de Cayetano, para librar de Santo Tomás los obispos, habiendo otro camino más llano. San Pablo usa de la palabra Senior entendiendo en ella a cada paso los obispos; pero en esta ocasión no le pasó por el pensamiento. Habla derechamente de los ancianos, no de los obispos; y para probarlo basta no descuartizar el texto «No reprendas al que es más viejo que tú; y si hubiere
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pecado, amonéstale con el respeto que pudieras a tu padre. A los mozos con la llaneza y caridad de hermanos; a las viejas que hubieren pecado, como si te hubieran parido; a las mozas, como si fueran hermanas tuyas, repréndelas con todo amor; pero echando resguardos a la castidad; a las viudas que guarden la virtud y la viudez, trátalas con mucho honor»
. Estas son las palabras de San Pablo. Habla de las edades, no de los obispos; hace mención de viejos y viejas, de mancebos y de mozas, de doncellas y de viudas; pero de obispos, ni una palabra. Y ni Santo Tomás habló de los obispos en el lugar referido; que con esto solo pudiera el padre maestro Márquez dejarnos satisfechos.
(C. XIII, art. VI, pp. 151-152).
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Notorio incendio de las guerras todas del mundo es el natural apetito de ensanchar los términos. Alejandro sentía, siendo mancebo, las victorias de su padre Filipo, juzgando que le descaminaba la gloria de dilatar su reino. Para este deseo tuvo por estrecho el mundo, porque su ambición le incitaba a pasar más allá de lo criado. Cartago comenzó con no mayor sitio, que el que rodeaban las cintas que se cortaron de la piel de un toro, y llegó Aníbal con sus banderas hasta las puertas de Roma. Y ella, que cuando se fundó era de tamaño que cabía en el puño, no estaba contenta, habiendo sujetado a la suya todas las monarquías. Nabucodonosor, rey de los Asirios, puso sus pensamientos todos en sujetar al mundo. La
Sagrada Escritura en el capítulo 24 del «Libro de Judith» nos dice su vanidad: Resolvió el Consejo de guerra que se denunciase a todas las gentes; señaló a Holofernes el rey por su Capitán general, y fue éste el orden que le
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dio: «No perdonarán tus ojos a ningún reino, y rendirás a mi yugo toda ciudad murada»
. Tanto es el hipo de ensanchar sus términos en el corazón humano. Grande desdicha, que este efecto se traslade de entre paganos a los ánimos católicos, y mucho mayor, si fueren eclesiásticos.
Han turbado las repúblicas los casos de competencias. Encuentros entre obispos y magistrados han inquietado mil pueblos; y si unos y otros quisieren contenerse dentro de sus propios términos, se atajarán muchos escándalos; pero como hay pocos que pueden sufrir no ensanchar su jurisdicción, pocas veces se llega a litigar sin grave ofensa de Dios y sin deservir al rey. A la verdad, es calificada virtud defender cada uno su jurisdicción, y dejarla caer será pecado mortal. Pero débese atender en los resguardos de la jurisdicción lo que importa la paz con los ministros del rey, pues el rey se la encarga tanto a ellos.
(C. XIV, art. I, pp. 164-165).
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Aunque tal vez excedan los magistrados, súfranles los obispos que no puede ajustarse todo; porque es nota de corazón ligero azorarse a cada paso. Muy bien parece la tolerancia en
una mitra, y para lo humano y para lo divino, hace mucho el sufrimiento. El señor don Fernando Arias de Ugarte, criollo del Nuevo Reino de Granada, fue oidor en tres Audiencias, y en pocos años tuvo cinco prelacías. Comenzó por el obispado de Panamá, que no aceptó; ascendió al de Quito, y tuvo sucesivamente los tres arzobispados del Perú, que son Nuevo Reino de Granada, Charcas y Lima. No hubo acá otro escalón adonde poder subir. Gobernaba en el Perú el señor
virrey conde de Chinchón; dudose si tocaba al Patronazgo y al obispo juntos, por modo de concordia, proveer una permuta. El arzobispo insistía que le tocaba a
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él sólo, porque no era nominación de nuevo beneficio, sino trocar dos clérigos aquellos en que estaban presentados. El Virrey debió de hallar razones y pareceres de que aquella permuta se había de hacer con intervención de la persona del Virrey, a quien toca la administración del Patronazgo Real. Hiciéronse apretadas diligencias con el arzobispo. Y aunque él era muy santo, y el Virrey muy discreto, muy religioso y muy detenido; el arzobispo se detuvo más de lo que
debiera y el Virrey se apresuró más de lo que solía. Enviole un recado al arzobispo, que le había dictado el enojo; y en lo que anduvo muy prudente fue en la elección que hizo del de Santiago, entonces catedrático en la Universidad de Lima y hoy en Santiago de Chile oidor de la Real Audiencia. Este caballero, como tan entendido, se halló en grande aprieto de dar el recado, porque le juzgaba acedo para la dignidad y virtud del arzobispo; y por otra parte la legalidad y el justo respeto al orden del Virrey le pusieron en grande confusión. Comenzó por rodeos a encarecerle lo que le amaba y respetaba el Conde. Refiriole el aprecio que en alguna ocasión había visto que hacía de él. Discurrió por mil rodeos, y como no acababa de hilar el recado, le dijo sonriéndose el arzobispo: «Ya tengo entendido a Vuestra Merced, señor don Nicolás. Dígame Vuestra Merced sin melindre lo que le mandó que me dijera el Conde. Y éste advertido que estoy
muy expedido de que cuando sufrí, subí»
. Este es gran documento de lo que el sufrir le importaba a un prelado; pero es tan ejecutivo el deseo de ser solo y tan doloroso el poder acompañado, que querer trocar sólo un beneficio, le puso al arzobispo en este aprieto.
(C. XIV, art. I, pp. 166-167).
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Unos prelados querellosos que siempre juzgan lesa la libertad eclesiástica, y en habiendo el rey lo que le toca, claman que pisa la Iglesia, son obispos que lastiman al rey la honra; y debe el rey mirar mucho por su pundonor. En los reyes pesa mucho el tener buen crédito. Pondera, y con razón, el cardenal Damiano en el cap. 44 del opúsculo LVII la gran prudencia de Hugo, duque de la Toscana, provincia ilustrísima de Italia que llamamos Etruria y los griegos Terrenia, porque yendo a caza o haciendo jornadas se adelantaba con un criado solo y un vestido ordinario; y entrándose en los casares hablaba con los pastores, y disimulándose con ellos y con el villanaje les preguntaba ¿qué persona era su duque? Respondíanle ellos bien, y él quería empeñarlos comenzando la murmuración. Decía algunas cosas contra sí y quisieran los villanos matarle en defensa de su príncipe. Y él con una grande humildad daba de su buen crédito las ganancias a Dios.
(C. XIV, art. I, p. 169).
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Si alguno de los que tropiezan en todo, extrañase que refiero largamente las palabras de algunos doctores, póngase en paz con entender que, si había de decir sus sentimientos en este idioma en que escribo, es ahorrar decirlos en su latín. Y pues sufrimos a algunos señores juristas llenar sus libros de letras humanas, y con oraciones cortas trasladarnos cien poetas, permítannos autorizar el nuestro con palabras de hombres doctos. Demás que, como escribimos para jueces eclesiásticos, y los más de ellos son teólogos, serán nuestras resoluciones entre ellos más bien recibidas yendo tan honrosamente apadrinadas.
(C. XIV, art. III, p. 201).
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Discurriendo yo tal vez en cuán propio es de los obispos el desnudarse para los pobres, me vino a la memoria aquel santo Cristo que dicen envió la señoría de Génova al religiosísimo convento de Nuestra Señora de Atocha. Fuile a ver pocos días después que llegué a Madrid, y extrañé mucho ver en la cruz una imagen de Cristo Nuestro bien vestido de pontifical; e hízoseme más nuevo verle con un pie descalzo y calzado el otro. Pregunté el misterio, y refiriéronme aquel tan sabio milagro que sucedió en Génova con la imagen del Santo Cristo de quien se copió este trasunto. Lloraba un pobre amargamente delante de él su grandísima necesidad, movió la imagen el pie y sacudiendo un zapato bordado de perlas, diamantes y oro, se le trasladó a la mano, con que el pobre le dio por entendido que le hacía Dios aquel socorro. Era —424→ él de un corazón tan sencillo, que sin recelo buscó quien le comprase el zapato. Conociose luego, prendiéronlo por ladrón, y hallándosele la presea en su poder, aunque alegaba el milagro, le dieron por convencido. Inspirole Dios lo que había de alegar; pidió que le llevasen a la capilla del Santo Crucifijo y que el mismo Dios declararía allí la verdad, pues que le había dado el zapato él. Vinieron en ello los magistrados; concurrió gran parte del pueblo, y el pobre afligido habló al Santo Crucifijo con la misma llaneza que pudiera a un camarada: Señor, yo os dije mi necesidad, vos me disteis vuestro zapato, y me ahorcan por ladrón. Decidles a estos hombres lo que pasa porque no me quiten la vida, ya que me quitaron vuestra limosna. Habíanle calzado ya el zapato al Santo Cristo y en pronunciando las últimas palabras el pobre acusado y afligido, sacudió el Santo Cristo el pie y le arrojó el zapato a vista de todo el pueblo, que viéndole al dichoso pobre en la mano, levantaron las voces hasta el cielo dando gracias a Dios por el repetido milagro. Y porque tamaña maravilla se hiciese más notoria, rescatando el zapato por gran precio se puso al pie de la cruz, pero no en el pie de Cristo. Ahora se descubrirá mi discurso. ¿Cristo de pontifical? ¿Cristo crucificado en traje de obispo? Sí. Porque ¿quién sino un obispo ha de dar hasta zapatos? Que siendo tan propio de Dios el dar, quiso hacer aquel prodigio en traje de prelado, para que tengan todos entendido, que el desnudarse para otros, es carácter en los obispos.
(C. XIV, art. IV, pp. 227-228).
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Que Judas se llegó a persuadir que era ramera Thamar, dítelo claro el sagrado escritor: «Judas, al verla, sospechó fuera una ramera»
. Pero ¿qué le motivó a entenderlo? Aunque nos lo dice, no nos lo dice claro: «Porque había ocultado su rostro»
. De aquí infiero yo que las antiguas rameras seguían el estilo, en cubrir el rostro, de las que llamamos tapadas; con que sabrán las tapadas que tienen
ya una lista de rameras.
(El crimen del oidor Mesa, página 239).
(C. XIV, art. V, p. 248).
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Quiero referirles a los señores obispos, para que no yerren en un tan grave negocio, lo que me dijo en Lima el señor conde de Chinchón, siendo Virrey. Gobernó nueve años el Perú con admirable satisfacción, y dejó su buen juicio tan grande crédito en él, que los virreyes que quisieren acertarlo todo hallarán ejemplares en su prudente gobierno. Habíame despedido para venirme a mi obispado, y fue a mi casa a hacerme visita, que es la postrera de las que llamamos de estampa, entre las que los señores virreyes de estos reinos hacen a los obispos extraños. Y aunque me hizo muchas mercedes, el tiempo que gasté en disponer mi viaje, fue la más estimada una admirable advertencia, y tengo en la memoria sus palabras. Hízome un discreto preámbulo, como paladeándome el gusto para darme un consejo. Cargó la mano en alabarme mucho, como el diestro barbero, que antes de —427→ picar con la lanceta, la trae por el brazo. Tanto amarga en el mundo un buen consejo, que le pareció al virrey que era bien almibararlo, siendo de tanta importancia uno que me traía. Díjome que en España ya eran conocidas mis letras; que el Supremo Consejo me había visto en el púlpito; que mis escritos andaban impresos, y a éstos añadió otros favores, como captando la benevolencia al oyente: «Yo soy ya (me dijo) gobernador viejo; Vuestra Señoría está en España conocido por las partidas todas referidas; lo que no puede saber es, si sabe gobernar. Y así quiero darle un consejo brevísimo en que se cifra toda la razón de estado que cabe en un buen gobierno: No lo vea todo, ni lo entienda todo, ni lo castigue todo». He procurado seguir este consejo, y débole a él toda la paz que he gozado en ocho años de gobierno.
(C. XIV, art. V, pp. 264-266).
—428→
Apretemos la dificultad y veamos ¿qué debe un obispo hacer, si se habla con publicidad en que está amancebado un oidor? ¿Ha de atropellar su alma por atarse a las leyes de la prudencia? ¿Ha de dejar pasar una culpa escandalosa? No ha de ser ella prudencia gentil, sino una prudencia cristiana atada a la ley de Dios; y a éste no se falta cuando se atiende a la paz de la república. Pese el obispo el amancebamiento y las culpas y escándalos que se originan del remedio, y ver a que no ha faltado si anda remiso. Válgase, teniendo entera noticia de la culpa, del ruego, de la exhortación, del halago; y si viere dureza ablándela con sus lágrimas; ore y celebre por su oveja. Si estas diligencias las experimenta reflojas, válgase del virrey o del gobernador; y si, contemporizando ellos, dejaren el adulterio sin reparo, informe, informe con verdad al rey, que pues se le aconseja —429→ a la Inquisición (como ya dijimos en cosas que importan más) bien será usar de ese estilo en una que pesa menos. Podrá un señor obispo vehemente en lo que trata, y más si vestido de celo representa un escrúpulo, alegar que es ése muy espacioso remedio. A ése le preguntaría yo ¿cuál es en su castigo el atajo? Al auto ordinario ha de preceder información; y ésta contra un oidor ¿hácese con brevedad? Quebranta al auto primero; ahí no se puede proceder sin nueva información. Hecha ésta (que Dios sabe cuándo se acabará), procede al castigo contra él o contra ella; ella o él interponen la apelación; deniégasela por frívola; protesta el real auxilio de la fuerza; preséntase en ese grado. Pide los autos la Audiencia, declara que hace fuerza el obispo, otorga para el Metropolitano, el término para presentarse es en Chile de ocho meses. Da el Metropolitano otros ocho para que se cite la parte; dura allá la causa un año. Mucho coraje ha menester el obispo para costear el pleito; no conforman las sentencias; apélase para Guamanga; cuesta cien ducados una ejecutoria; y por no moler al lector, dura este pleito cuatro años. Pregunto yo, ¿es éste atajo o rodeo?
(C. XIV, art. V, p. 267).
—430→
Yo conocí en Lima (y prediqué sus honras) al licenciado Juan Pérez de Laguna, oidor de aquella Real Audiencia, de tantas letras y de virtud tan rara, que pudiera honrar la Presidencia de Castilla. Enviele cierto caballero unas jaulas de pájaros, porque era aficionado a los jilgueros. Enojose tanto del presente, que unos indiezuelos que le habían traído, huyeron amedrentados. Cogió las jaulas el oidor con sus propias manos y llamándolos a voces salió corriendo tras ellos, y apoderose de él tanto aquel sentimiento, que siendo un caballero de gran juicio y sumamente reportado, se halló lejos de la casa en cuerpo y destocado. Y arrojando las jaulas en el suelo se retiró corriendo, no tanto de haber salido a la calle tan desautorizado, como de que aquel caballero se hubiese atrevido a enviarle los pájaros.
—431→Partió en su mesa una lima, teniendo una fuente de ellas; alabola al partirla (danse en Lima de balde a carretadas); preguntó a su mujer ¿qué le había costado?, y respondió que se las había enviado un vecino. Enojose el oidor y mandolas volver, y enviole a decir que no se atreviese a regalarle otra vez; pero que le perdonase el haber partido aquella lima, que le volvía entre esotras, porque al partirla no supo que era ajena.
(C. XV, art. II, pp. 295-296).
—432→
¿Si en el reino de Chile pecan la Audiencia y los gobernadores consintiendo a los indios muchas mujeres, y si podrán los obispos conocer en esa remisión y extirpar de la tierra una tan notoria poligamia?
Conclusión I.- Los indios de Chile que están en sus reducciones y viven entre cristianos, si ellos no son católicos, no pueden sin pecar casarse con muchas mujeres, y todas las que reciben después de contraído el matrimonio con la primera, no son mujeres legítimas, sino mancebas.
Conclusión II.- Los indios chilenos, no siendo católicos, aunque vivan entre cristianos, no pueden los obispos obligarles a que dejen sus mujeres; y no pecando en consentírselas las Audiencias ni los gobernadores, no hay derecho canónico que dé facultad a los prelados para —433→ proceder en ese caso contra ellos. San Pablo lo dijo con harta claridad: «¿Quién nos manda juzgar a los que están fuera de la Iglesia?»
Conclusión III.- No pueden los indios de Chile, siendo cristianos, casarse con muchas mujeres; ni hay en la tierra quien pueda dispensar con ellos en la poligamia.
Conclusión IV.- No pecan las Audiencias y gobernadores de Chile consintiendo a los indios cristianos que llaman amigos, que tengan muchas mujeres en sus casas, como las instruyan suficientemente que de ellas sólo la una es mujer legítima y mancebas las otras, y que queden enterados que también es pecado el amancebamiento, y les den bastantes ministros para que poco a poco les vayan instruyendo y sanando. Esta conclusión dicha absolutamente no suena bien; pero es evidente, si se explica y se da la causa. No hay duda, sino que concurriendo dos inconvenientes, que estando encontrados son inevitables, se debe elegir el menor. El reino de Chile está como colgado de un cabello; tiénenlo en pie un buen número de indios que llaman amigos; éstos o se bautizan cuando se reducen, o viven bautizados si son de los indios antiguos que nacieron antes del general alzamiento. Unos y otros entran en sus reducciones casados con muchas mujeres, y son contra sus naturales unos leones. Acompañados, cuando hacen sus entradas o malocas, de un corto número de nuestros mosqueteros, hacen prodigios. En las campeadas son soldados y gastadores, que como es tan monstruosa la tierra no fuera posible andar un solo paso sin ellos; y como ladrones de casa, saben veredas y atajos. Tienen con sus parientes las correspondencias que bastan para que se tengan noticias de los designios del enemigo, y a éstos importa que les suframos mucho.
Pero dirame el teólogo que toca en temporal lo referido, y que en opinión de mi padre San Agustín, pesa mucho más un pecado que la conservación del mundo. Y responderele yo, que en eso dice la verdad; pero que no pongo en dos balanzas estas utilidades, y aquellas culpas. —434→ Pongo en el peso pecados y pecados. Consideremos aparte cuatro docenas de amancebamientos, teniendo tres mil indios amigos entre nosotros, contemporizando los gobernadores con ellos; y en otra parte consideremos estos tres mil vueltos a su natural y que la iglesia pierda tres mil hijos en un día, ayer católicos y hoy reducidos al andar miserable de paganos; ayer cerca de los sacramentos, y hoy adorando los ídolos. Cuando, rebelados los indios antiguos, se llevaron enjambres de mujeres, hubo mil infames poligamias; porque las casadas, se casaron con los indios; las niñas y muchachos olvidaron de la fe los primeros rudimentos; y de la mezcla de las españolas con los paganos, ha quedado tanto número de genízaros (llamémoslos mestizos, así porque nos entiendan mejor) que demás de ver la nobleza española tan manchada, son éstos los que sustentan la guerra. Y si los indios ya reducidos se hacen con ellos, ¿qué habrá de homicidios? ¿qué de estupros? Esperamos cada día que los holandeses pongan el pie en esta tierra. Está amenazada Valdivia; reciben los enemigos estos rebeldes con gusto; beben a un paso, son hermanos en armas y pretenden los herejes señorear esta tierra; sembrarán en ella la herejía. Y acometiéndonos errores y deshonestidades, ¿no sería saber pesar los inconvenientes, por quitarles a los indios las mancebas, abrir la puerta a los dogmas? ¿No se han permitido en España y en otras provincias católicas las casas de mujeres públicas? Pues ahí no pudo haber otro motivo sino atajar; con uno permitido, otro mayor pecado. No es aprobar los pecados el disimular con ellos; y el permitir, no es cooperar.
(C. XV, art. III, pp. 299-309-311).
—435→
Pueden los Reyes Católicos, y en su nombre los superiores ministros, que son los virreyes y las Audiencias, echar de sus reinos, especialmente en las Indias, porque, por lo apartado, son las inquietudes de mayor peligro, los clérigos o religiosos inquietos, escandalosos, que con persuasiones o con armas les inquietan sus tierras.
En este mi obispado hará tres años se ofreció un negocio de buen tamaño y harto a propósito para calificar la paciencia del obispo. Un esclavo de un clérigo hermano mío, grave, modesto y anciano, cura rector de la Catedral, mató a un mulato en el puerto de Valparaíso; y llevándole preso, porque le sacaron de un navío, se desasió de las manos de la justicia y ganó la iglesia. Sacáronle de ella, y trayéndole un ayudante a esta ciudad de Santiago, fingió mi hermano que estaba cazando; dejó —436→ dos seminaristas muchachos que había llevado consigo, (porque era Rector también del Colegio Seminario), y salió a encontrarse con el ayudante y el preso. Rogole el clérigo que le diese de mano; resistíase el ayudante como buen ministro. Diole mi hermano una cadena de oro; soltó con grande piedad al preso, y fuese paso a paso a la iglesia de San Francisco. Entró a la Real Audiencia a dar cuenta de su buen despacho, y dijo que mi hermano con nueve hombres armados y con monterillas todos de rebozo, le habían violentamente quitado el preso. Diose orden al Corregidor, antes que hubiese el ayudante llegado, que saliese con una compañía a hacerle escolta; supo al salir de la ciudad la novela de los enmascarados; encontró con el clérigo; prendiole dos pajes, un indio ya de edad y un mulatillo que no pasaba de diez años. Esta prisión la sintió el clérigo de muerte porque no descubriesen el cohecho del ayudante. Asiose con el Corregidor en palabras, y sacó como de un San Pedro cierta daguilla contra una cohorte entera, porque le pusieron cerca del rostro veinte alabardas. Pareciole (como lo era) necesidad mayor de marca llevar adelante su porfía; dejó llevar los pajes y fuese a su casa. Era el corregidor casado con una sobrina de un señor oidor de la Real Audiencia, que para el caso fue una gravísima circunstancia; subiose de punto la resistencia; hízose acuerdo sobre el negocio; comenzó a recibir una información intitulando el proceso (que tengo en mi poder) con nombre de causa criminal. Cuando estaban en acuerdo prendí a mi hermano, remití la causa al Provincial de Santo Domingo, y al tercero día, en el ínterin que la Audiencia Real revolvía Cédulas, como yo las he reconocido todas y sabía de memoria la del clérigo de Tambobamba, y con eso había leído la doctrina del señor Solórzano, porque no pareciese que aquel delito se había hecho a sombra del prelado, y que a título de eso andaba remiso, hice abreviar los términos; y cuando en la Audiencia se estaba descubriendo la maraña, y por el dicho de los pajecillos presos, sacándole al ayudante de la cadena, quedó aprobado el soborno y averiguada la patraña de los enmascarados, poniendo nombre de informativo aquellos autos, —437→ trataban de remitirlos y de que se me intimase una provisión por ruego y encargo. Sin embargo de una información de toda la nobleza de la ciudad, de los prelados de las religiones y religiosos graves, que a petición de mi hermano se había recibido en su abono, (que pudiera ayudar a la canonización de un santo), le hice sentenciar en suspensión de todos sus oficios y del beneficio, y en destierro de esta ciudad y de cien leguas alrededor por cuatro años, los dos precisos y los dos voluntarios. Apeló de la sentencia, denegose la apelación, presentose en la Audiencia Real por vía de fuerza, declararon los señores oidores que no se le hacía; y como el otorgarle la apelación en cuanto al efecto devolutivo es tan forzoso, fueron los autos al señor metropolitano y él al destierro. Violos el Ilustrísimo señor don Pedro de Villagómez, arzobispo de Lima, y díjome en una carta, entre otras cosas, que quisiera más ser mi enemigo que mi hermano. Pero de que yo me hubiese resuelto, tuvo la culpa el señor Solórzano por aquellas palabras del lugar citado: «Cuando los prelados eclesiásticos tardan en hacer esto (castigar a los clérigos díscolos) la culpa está en las costumbres del prelado mismo, faltas de medicina».
(C. XVIII, art. III, pp. 478-482).
—438→
Hay una muy grande diferencia entre el tener en la mano la vara y tener la pluma, entre el juzgar y el escribir. Mi padre, que me dejó por herencia, no sus virtudes, sino su nombre, era (no importa que lo diga) de los mayores letrados que se vieron en las Indias. Hay hoy de él bastante memoria en las escuelas y no se apagará mi crédito si no se acabare el nombre de sus discípulos. Bien puede honrar un maestro el señor arzobispo Feliciano. Fue exactísimo reverenciador de la eclesiástica inmunidad. Hacía oficio de Justicia Mayor en la ciudad del Cuzco por ausencia del corregidor don Antonio Osorio. Sucedió allí un caso atroz con la muerte alevosa del licenciado Puga. Hizo cuarto a los alevosos; llamose a la corona uno de los homicidas. Era notorio que no la tenía; y porque se podía temer la dilación, apresuró el —439→ castigo antes que comenzase el juicio eclesiástico; y aunque se procedió después, se probó con evidencia que había sido embeleco esta falsa alegación del clericato. Más sin embargo del justo procedimiento en esta causa, tuvo hasta que murió dentro del alma una espina. Lloró amargamente su vida toda (que fue muy dilatada) aquella apresurada ejecución de su sentencia. Y díjome a la postrera hora que todos sus pecados juntos no le hacían en ella tanto peso. Y declarome que éste fue el motivo en hacerse sacerdote luego que murió mi madre. Hizo una octava latina en que ciñó los cuatro novísimos con que lloraba éste que tenía por gran pecado. Y quiero escribirla, porque murió con ella y a la palabra última dio la postrera boqueada, y por dejar uno como epitafio en memoria de un padre que quise mucho, y para que los jueces que afectan atreverse a lo eclesiástico, tengan en este escrito un provechoso monumento:
(C. XVIII, art. III, p. 491).
—440→
Nuestros Reyes Católicos tienen especial derecho de Patronazgo en las Iglesias todas de las Indias y en muchas de las de España, mayormente en aquellas que llamamos de nueva conquista. El Patronazgo de las Indias lo concedió Julio II, el año de 1508, a los Reyes Católicos doña Isabel y don Fernando; está la Bula de la Concesión en el 1.er tomo de las Cédulas impresas de las Indias a fojas 33, y tráela también a la letra el señor Solórzano en el número 1.º del lugar citado. Y pondera bien en el número 24 las justas causas que se hallan para esta gracia en la misma Bula: conquistar y allanar la tierra, introducir en ella la fe católica, fundar las iglesias y dotarlas, sustentar los ministros y arrancar de raíz las idolatrías todas de aquella región. Y que fuese esto lo que movió a tanta costa hacer aquella conquista, divisase en la cláusula del testamento de la Católica Reina doña Isabel, —441→ de gloriosa memoria, que está a fojas 34 de aquel libro I de las Cédulas.
Solórzano infiere bien, siguiendo grandes doctores que cita desde el número 16, que este privilegio de Patronazgo no se puede llamar meramente gracioso, pues se concedió con tantas cargas y se consiguió con tantos gastos; y que en esa conformidad no fue comprendido este privilegio en la general derogación de los patronazgos que hizo el Santo Concilio Tridentino, sesión XXV, cap. 9 «de Reformatione», y prueba en el número 20 que, aunque expresamente se revocara, podrían los Reyes Católicos suplicar de esa revocación.
Otro título tienen hoy los Reyes Católicos que gozan en las Indias pacíficamente de su Patronazgo, que es la costumbre bastantemente prescrita y con justo título introducida desde el descubrimiento de ellas. Y que la costumbre puede haber dado este justo título, es llano en Derecho.
(C. XIX, art. I, pp. 536-537).
—442→
Los juicios de Dios son inescrutables, no sólo de entendimientos de hombres, sino de serafines; y en esta conformidad, cuando les buscamos el por qué, sólo nos valemos de las conjeturas. Ésas son las que han de rastrear algo de este secreto. No hay para qué parecernos nuevo en el mundo, que cause a los hombres espanta ver que asuela Dios sus mismas iglesias.
Arruinó Dios por sus secretos juicios todas las de esta ciudad de Santiago con un horrible terremoto, cuyas miserables consecuencias estamos hoy padeciendo. Y porque en una como apología que hice en defensa de esta república, después de hecha la relación del suceso, resuelvo la última duda del artículo, quiero poner a la letra la relación y la apología.
—443→Excelentísimo Señor:
Departió Dios entre los más ilustres de sus ángeles la tutela de sus provincias; y a imitación de Dios, nuestro Católico Rey pone hombres que juzga que son ángeles, para el presidio y amparo de sus reinos. Ninguno tan rico ni tan devoto al servicio de su dueño como éstos que están tan distantes de todo el orbe, que por lo apartado y por lo crecido se llaman Mundo Nuevo. Es Vuestra Excelencia el ángel que dichosamente por tutelar nos cupo: igualmente le tocan nuestras medras y nuestras desdichas. La de Santiago y sus términos con un espantable terremoto es lo que a Vuestra Excelencia refiero. Procederé por sus grados en los sucesos, cuidando más de la verdad que del aliño; porque una tragedia tan lastimosa debe ser representada sin matices ni cultura. Para mover pechos de bronce busquen palabras los elocuentes; pero para Vuestra Excelencia que es señor y padre, antes habíamos de procurar dorarle el frasco por no lastimarle el pecho. Oiga Vuestra Excelencia con la piedad que acostumbra en estos renglones que ha escrito, a un infeliz prelado a quien tantas veces benévolo escuchó en el púlpito, y pues que me hizo obispo, atiéndame menesteroso.
A 13 de mayo de 647, víspera de San Bonifacio, que ese día lunes no hubo santo en el calendario, porque en —444→ un tan declarado castigo no tuviese la desdicha que nos amenazaba quien se encargase de nuestra tutela, a las diez y media de la noche, medio cuarto más, comenzó un temblor de tierra tan sin prevensión ni amenaza, que se arruinaron en un momento los edificios todos, sin que hubiese más que un instante que pudiese hacer continuación entre el temblar y el caer. No se ha podido hasta hoy averiguar de dónde vino el temblor; por algunos efectos se ha colegido que vino de la ciudad de Valdivia y pasó por la Concepción; y siendo igual en ésta y aquellas tierras el ruido, fue desigual el estrago. Los hombres ancianos juzgaron uniformemente en la Concepción que, como fuese tomando fuerzas el elemento que mueve tan grande máquina, iría también creciendo la ruina, y que desde luego daban por caído a Santiago. Sucedió así, porque vimos la desolación de Jerusalén; y aunque la profecía de que no quedaría piedra sobre piedra, intimada por boca de Cristo Señor nuestro, no se cumplió hasta el tiempo del emperador Juliano, que en odio del cristianismo y de Cristo Nuestro Señor, quiso que se reedificase aquella santa ciudad, en ésta de Santiago vimos en partes distintas llena una clara imitación de aquella profecía. Porque, caídas las casas y los templos, se vieron casas en que los cimientos, como si les hubieran fabricado minas, arrojaron las mismas piedras. Duró el temblor recio con un admirable ruido, como medio cuarto de hora; obscureciose el cielo, estando bien alta la luna, con unas palpables tinieblas: ocasionáronlas el polvo y unas densas nubes, poniendo tan grande horror en los hombres, que aún los más cuerdos juzgaron que veían los preámbulos del Juicio.
El ruido fue tan grande al caer esta máquina, que el padre Pedro Moyano, visitador de este obispado y cura de Aconcagua, con juramento afirma que le oyó en la cordillera. Es la cordillera lo que llaman Sierra Nevada, distante de esta ciudad quince leguas, y dice que no fue vago el ruido, sino que conoció con evidencia que fue caer la ciudad de Santiago. Y porque no quiero molestar a Vuestra Excelencia con los casos particulares de esta general desdicha, no pudiéndome hurtar a la obligación de los que —445→ no se pueden omitir, quiero significarlos en diferentes capítulos, porque cuando Vuestra Excelencia se sirviese de leerlos, tenga también sus treguas la lectura.
El de la Catedral es obra tan prima y de tan excelente fábrica, que aunque hay otras más suntuosas, no hay en las Indias otra que se pueda igualar, quedándonos en los términos de la arquitectura; tiene tres naves de piedra y la del medio de unos arcos hechos en forma tal que sólo ellos se pudieron oponer a tan horrible temblor; quedaron todos en pie, y como no desmintieron un punto, sustentaron todo el enmaderamiento. Cayeron las dos naves, porque la pobreza de esta tierra obligó a que se acabasen de adobes; faltaron seis estribos o seis montes hechos a mano; rompiéronse las piedras, y como el temblor no las pudo desencajar, las hubo de partir; voló gran parte de ellas, como pudiera la bala en un cañón de crujía: una de hasta diez quintales de peso cayó enmedio del patio del obispo, como si la tiraran a mano; salvó una tapia sin lastimar una teja. Cayó un rico sagrario, y haciéndose mil pedazos, enterró el Santísimo Sacramento; sacole con gran trabajo y peligro el doctor Juan Ordóñez de Cárdenas, cura rector de la Catedral, hermano del obispo y Visitador General del obispado. Cayó un precioso tabernáculo del altar de San Joseph, que al lado del Evangelio es el colateral, quedó hecho piezas menudas el retablo, y hallose entre las ruinas la imagen de talla del glorioso San Joseph con el Niño Jesús enteros y sin lesión, y ni en la balona ni en el manto hallamos rastro de polvo. El retablo del lado izquierdo era dedicado a San Antonio, Patrón de este pueblo por las inundaciones del río, y su retablo todo pareció no quebrado sino molido y moviose al caer con tamaño impulso que voló del nicho casi veinte pasos; sacárnosle tan destrozado que ningún ensamblador le hallará remedio. Estaba una imagen —446→ de la Expectación como por coronación del retablo, y con ser de tan alto la caída y tener sobre sí gran suma de tierra, piedra y maderos, salió no sólo sana, pero tan hermosa, que los que antes la vieron la desconocían. Este mismo estrago padecieron las capillas todas de la iglesia, y entre ellas la de don Francisco de Ovalle, en que puso un santo Crucifijo de talla entera y de cabal estatura traído de Lima con grande trabajo y costa; sacose en cien pedazos al octavo día. Las sillas del coro quedaron desencajadas, y sola la Episcopal con sus gradas y sitiales se halla en pie y sin lesión. La sacristía que edifiqué desde sus fundamentos, despedida la teja toda y mucha de la madera se rajó por mil partes, cayendo algunas pinturas que traje yo de Lima, y parte de ellas salió hecha pedazos, causando este estrago los maderos. En conclusión, valió la pérdida de este templo más de treinta mil ducados, y lo que queda en pie no se podrá obrar con cuarenta mil. Derribó el órgano el temblor, arrancando de cuajo su tribuna, y tiene sobre sí tanto de las ruinas, que habiéndose pasado casi un mes, no se ha descubierto una flauta; valdría tres mil ducados porque era el mejor del pueblo. Sacáronle enteros los sagrados bultos de Nuestra Señora de la Victoria y de San Pedro que estaban en el altar mayor; y Santiago, Patrón de esta ciudad sin la mano derecha, que no se ha podido hallar hasta hoy, como dando a entender, que aunque es nuestro tutelar, no tuvo mano para defendernos, porque los santos no siempre son poderosos para detener los castigos.
El templo de Santa Ana, principal parroquia de esta ciudad, edificio nuevo, bien labrado, con un rico tabernáculo, cayó todo sin que en las imágenes y retablo haya cosa de provecho.
San Saturnino, a quien por los temblores eligió por patrón esta ciudad, tiene una iglesia muy antigua y de corta arquitectura, quedó entera en fe de que hiciera el Santo, si lo mereciéramos, en nuestras casas, la protección que hizo en la que era suya. Traje de Lima una imagen suya de talla entera, y teniéndola depositada en mi sacristía, en el ínterin que se le acababa un retablo que mandé hacer con limosnas mías y ajenas, cayendo —447→ una gran pared, el monigote de la testera principal, y rasgándose dos imágenes de Cristo Nuestro Señor, quedó ilesa la del Santo con dos golpes tan grandes de dos vigas en brazo y mano, que, quedando el tafetán en que estaba envuelto hecho una yesca, y en dos heridas pequeñas parte de la seda ya molida, cayendo en un dedo la una, no se le derribó; milagro en que tenemos entendido que para lo poco que nos queda en pie y para lo que habemos de edificar no nos faltará su favor. Cayó la casa del dorador sobre su retablo, y llenándose de tierra, habiendo sobrevenido dos grandes agujeros, salió tan encendido y tan bruñido el oro, como si no le hubieran tocado ni el polvo ni el aguacero. Con que creemos que no despreciará esta tierra, pues cuando huyen los vecinos de sus casas, no desampara el Santo la suya.
Las demás parroquias de la ciudad y las semiparroquias del partido de Santiago, quedaron arrasadas, que son muchas y el Seminario de esta Iglesia corrió la misma fortuna.
El de Santo Domingo estaba acabado con una ilustre iglesia y un claustro nuevo; quedó todo tan asolado, que no ha habido una celda sola en qué poder recoger un religioso; tenía la iglesia quince capillas, perdiéronse todas, y una escalera que entre las del Escorial pareciera bien. Montará la pérdida de todo doscientos mil ducados.
San Francisco era mucho mayor convento con una admirable iglesia y dos excelentes claustros, muchas y muy buenas celdas y gran número de oficinas; tenía una torre; la mejor y más fuerte de las Indias, desbaratolo todo la ruina, y la de la torre derribó un excelente coro, con una muy costosa sillería. Estaba en él a aquella hora en oración un santo religioso lego; oprimiole la ruina, y sacándole veinte días después, hallaron sus miembros tratables, fresca la sangre, sin rastro de corrupción, —448→ antes oliendo bien. Su buena vida y el santo ejercicio en que estaba y un áspero cilicio que le hallaron en el cuerpo, son claros indicios que desde el coro fue trasladado al cielo. Apréciase la pérdida del monasterio en treinta mil ducados.
San Agustín ha sesenta años que está edificando un suntuoso templo, todo él de calicanto; estaba acabado el edificio de la nave principal, porque tenía tres; levantadas dos bóvedas, y para la perfección cabal se comenzaba todo a cubrir. En la nave del Evangelio, que estaba cubierta de obra gruesa, se celebraba. Cayó todo y lo que no ha caído, está en mucho peor andar que lo que cayó, porque por mil partes abierta una tan grande máquina, no le sirve a los religiosos sino de horror y espanto. Tienen estos padres un devotísimo crucifijo fabricado por milagro, porque sin ser ensamblador, le hizo, habrá cuarenta años, un santísimo religioso; estaba en el tabique que cerraba un arco, tan fácil de caer, que no tenía que obrar en él el temblor; y caída la nave toda, quedó fijo en la cruz sin que se lastimase el dosel. Halláronle con la corona de espinas en la garganta como dando a entender que le lastimaba una tan severa sentencia; y nos prometimos para lo que quedaba su grande misericordia. Conmovido el pueblo con su antigua devoción y este reciente milagro, le trajimos en procesión a la plaza, viniendo descalzos el obispo y los religiosos, con grandes clamores, con muchas lágrimas y universales gemidos. Las celdas no quedaron arruinadas todas pero amenazando ruina. Están los religiosos todos en un cañón a toldo hecho de cordellates, que aunque los defiende del agua, en saliendo el sol, les sirve de hoguera. Valdría cien mil ducados lo perdido.
Los religiosos de Nuestra Señora de las Mercedes tenían una excelente iglesia y ricamente adornada; arruinose toda, menos la capilla mayor que juzgan asegurada con nuevas tejas. De un rico tabernáculo nuevo, sólo se movió San Pedro Nolasco, que, como si tuviera total movimiento, le hallaron en su nicho vuelto hacia Nuestra Señora, como pidiéndole amparo para sus hijos. El claustro principal no estaba cubierto; cayeron todos los arcos —449→ y con ellos lo restante del convento. No podrán con cien mil ducados ponerse en el estado en que le tenían.
El Colegio de la Compañía de Jesús quedó asolado todo. Murió el padre Joseph de Córdova, muy humilde y muy grande obrero. Con el padre Antonio Félix, lector de teología y muy lucido predicador, hizo un insigne milagro San Francisco Javier; cogiole debajo toda su celda; fue prodigioso el modo de sacarlo. Y porque los padres, para honra de Dios y gloria de su Santo, harán relación del caso por extenso, no quiero gravar a Vuestra Excelencia refiriendo las circunstancias todas. La iglesia de estos padres costaría cien mil ducados; tenía la capilla mayor media naranja de obra tan prima, que en tan general trasiego de edificios la sustentaron los arcos; a grande costa tenían edificada una botica, que era el alivio de los pobres y el socorro de su casa; perdiéronse tres mil ducados en ella en vasos y drogas. Hago mención de esta pérdida, siendo las suyas tan considerables, porque quedan los pobres todos sin reparo y sin consuelo.
El Hospital del Beato Juan de Dios reconoció su tutela en la enfermería, porque sólo ella quedó sana, y los enfermos todos (aunque con susto) en sus camas sin peligro.
El insigne monasterio de la Concepción, de monjas de mi padre San Agustín, que en santidad y en número con todas las de Europa podría competir, entre criadas y monjas encierra, cuatrocientas almas; tenía una excelente iglesia y riquísimamente adornada; muchas y muy buenas celdas, costosas y curiosas oficinas, juzgado de todo el reino por un jardín de Dios, no tuvo en este estrago inmunidad. Cayó el convento y fuera dicha que cayera todo, porque como la gente es mucha y el sitio pequeño, no puede darse paso sin peligro; y es caso prodigioso que siendo tantas, sólo peligró una esclavilla que del polvo murió ahogada; era de cinco años y habíasela dado yo dos meses antes a una sobrina mía. Fue la dicha de estas señoras embarazarles la turbación para no poder abrir tan presto sus dormitorios; porque cayeron unos corredores altos y las puertas se abrieron por sí mismas —450→ con el impulso del peso de lo caído, y salieron todas por sobre sus ruinas, que sin duda las oprimieran si salieran cuando lo deseaban. Habiéndose de derribar los dormitorios, es forzoso que se fabrique todo el convento de nuevo, y para ponerse en el andar antiguo serán menester doscientos mil ducados. Di licencia general, porque estamos a las puertas del invierno, que entrasen cuantos quisiesen, como, entrasen a hacerles chozas; están en ellas hoy y vámosles levantando las cercas. Es constante opinión de los confesores que entre negras, indias y monjas, en ninguna de todas sus confesiones se hallan fácilmente pecados veniales, con que tal vez no hay en todo el monasterio materia de confesión. No dijera yo esto a Vuestra Excelencia, aunque esta relación hubiera de sepultarse en sólo su secreto, si no fuera notorio en todo el reino, y ha sido necesario decirlo por lo que quiero decir. Una monja cuya virtud se descuella entre las demás, le dijo a la Abadesa cuando comenzó el temblor: ¿No ve, señora, en el cielo aquella espada y un azote con tres ramales? Yo juzgo, Señor Excelentísimo, que la espada se movió contra los muertos, y está durando el azote para los que quedamos vivos, porque son increíbles nuestros trabajos.
El Monasterio de Santa Clara, a obediencia de los padres de San Francisco, tiene tantas y tan humildes monjas; que para representar al vivo las del Monasterio Imperial de Madrid no les falta sino ser descalzas. Eran mucho más pobres que las mías, y aunque no perdieron tanto como ellas, siempre pierde mucho el que lo pierde todo; cayóseles la iglesia y toda la casa. Viven en una laguna porque se les llueve toda. Hanlas favorecido los religiosos que las gobiernan, atendiendo más al amparo de ellas que al reparo de su casa. Ha sido mucho que las unas y las otras se conserven en la clausura; porque no han faltado pareceres para que las repartiésemos en las casas de sus padres. Consultáronme los religiosos el caso, y hallando que no era de los que expresa el Derecho, resolvimos con grande conformidad y sujeción de ellas todas, que aún en aprieto tamaño guardasen su encerramiento. Pásanlo con intolerable trabajo; pero la virtud —451→ que tienen les hace tolerable lo que pasan; y para pasar las de Santa Clara con lo que basta y sólo conservar la vida, es gasto forzoso el de cincuenta mil ducados, que en sus pocas fuerzas y en las de los religiosos en cuya mendicidad aún el obispo se halla hoy, quedan pocas esperanzas de poder ser socorridas. Estas son las arras que da Dios a sus esposas, los trabajos y la cruz que comenzaron en su Encarnación.
El primero, grande número de niños que llevó Dios a su remo; y después de éste es digno de ponderación que no pereció persona de cuenta que no fuese de conocida virtud. Con que se deja entender la misericordia inmensa de Dios, que para reducir a los que le ofendemos, quitó las vidas a tantos amigos suyos. Confesábanse; a voces aún los más sesudos. Del pueblo menudo se han casado hasta hoy más de doscientos, confederándose todos los enemigos; y fue la compunción tan universal y las demostraciones exteriores tales, que no sé que las de Nínive fuesen mayores. Pusimos en la plaza el Santísimo Sacramento sin más reparo que un pabellón de seda mío que quedó en mi casa colgado; y pienso que fue él sólo el que a toda esta tierra perdonó por entonces la ruina. Trajeron los padres de San Francisco la imagen de Nuestra Señora del Socorro, que ha hecho en esta ciudad muchos milagros. Viniéronse azotando los religiosos, y de ellos un lego haciendo actos de contrición con tanto espíritu y tan bien formado, que yo como aprendiz en las escuelas de la devoción, iba repitiendo lo que decía él. Movió mucho al pueblo este espectáculo; y aunque creció el arrepentimiento, no pudo decrecer el susto porque temblaba la tierra cada rato; y aunque no temíamos que cayera, temíamos que nos tragara, porque se abrieron en la plaza muchas grietas, y en los caminos tan hondas, que como conmovidos los abismos, rebosaron las sentinas, —452→ despidiendo aguas de mal olor y grandes sumas de arena a diez y doce leguas de la mar.
En una caja de plata vino el Santísimo Sacramento del convento de la Merced, porque estaba enterrado el de la Catedral, que, como queda dicho, mi hermano le sacó después; y el que estaba en el Sagrario de los curas le sacó después de algunos días el doctor don Pedro Lillo de la Barrera, que también es cura. Para lo uno y para lo otro abrí yo camino; porque estando a la puerta un monte de lo que se había arruinado para poder pasar, y para asegurar el huir si nos temblase otra vez, (porque en veintitrés días habrá temblado setenta veces), dejando la capa y el sombrero comencé a cargar palos y piedras. Hizo luego lo mismo el capitán don Antonio Chacón de Quiroga, alcalde ordinario, y cuantos se hallaron en la plaza a nuestro ejemplo. Puse en ella, la noche de que hablaba, cuarenta y cinco confesores entre clérigos y frailes; repartimos por las calles muchos para los enfermos y heridos. Di facultad a todos los sacerdotes simples; y siendo tantos unos y otros, fueron las confesiones tantas y tan repetidas, que embebimos la noche en ellas. Y con estar yo herido en la cabeza, sin tomar la sangre ni tener con qué cubrirla, estando en cuerpo como salí, no dejé de confesar. Socorriome después el maestro de campo don Juan Rodulfo con un liencezuelo, y no tuve otra medicina para mi llaga. Descubrí el Santísimo Sacramento y anduve entre toda la gente con él, y a su asistencia crecían los gemidos y las lágrimas; y a la presencia de este gran Señor a quien obedecen los vientos y los mares, se disolvieron las nubes, con cuya oscuridad en el miserable pueblo crecían los sustos. Amanecioles llorando y dando gritos, y en una capa de un criado mío, con algunas candeladas hechas de los maderos de las ruinas para templar el frío y viento de la Cordillera, pasamos lo que de la noche quedaba. El licenciado don Antonio Fernández de Herrera, oidor de esta Real Audiencia, y yo repartimos los demás oidores para el socorro de los miserables, y atendiendo el dicho don Antonio desde allí a que se juntasen las compañías y se sacasen las armas, porque los enemigos domésticos no pescasen —453→ en río turbio; y divisose la importancia de esta prevensión en los justos recelos que se divisaron después. Llegado el día 14 de mayo se dijeron muchas misas y comulgó grande número del pueblo, pero el temor cobró fuerza al anochecer; juntose gran multitud y fue tan grande el ruido y la conmoción, que me sacaron de un toldo que me armaron mis pajes en el cementerio. Salí con ánimo de rogarles que se recogiesen, si bien los miserables no tenían dónde. Subiéronme en hombros sobre un bufete en que estaba el Santo Crucifijo de San Agustín, porque yo no podía moverme por mí mismo, por los golpes en mi entierro, de que haré relación después a Vuestra Excelencia, aunque es mi trabajo lo que hoy menos importa. Alentome Dios y comencé a predicar; duraría como hora y media el sermón. Y esforzó Dios la debilidad de mi voz y mi salud tan prodigiosamente, que me oyeron en todas partes. El padre maestro fray Bartolomé López, de la orden de Santo Domingo, Provincial que ha sido, afirma con juramento que me oyó desde su claustro; está casi tres cuadras de dónde prediqué. Dista cinco enteras de la plaza la casa del Maestro de campo don Nicolás Flores Lisperguer, y con el mismo juramento afirma que le dijo un esclavo suyo que el obispo predicaba; salió de una choza que hacía, oyó la voz con claridad, vínome a oír y alcanzó los dos tercios del sermón. A poca menos distancia estaba don Francisco Cortés, don Joseph de Guzmán y un hidalgo llamado Cabiedes, y oyeron mi voz tan distintamente y tres absoluciones que hice a ausentes y presentes de algunas excomuniones en que yo pensaba que este pueblo incurría, que afirman que llegaba la voz tan clara que a cada absolución doblaban la rodilla. Viose una cosa harto memorable que callaba a ratos yo para dejarlos gemir, y callaban todos en haciéndoles con la mano una señal, enfrenándose tanto el pueblo en tan grande turbación y conflicto, con sola una señal de su Pastor; y lo que es más, todos se fueron al punto que se lo mandé, menos lo que gastaron en pedirme de uno en uno la mano y la bendición. Y es la piedad de nuestro Dios tan grande, que por el consuelo de estos pobrecitos, en quien causaba devoción la sombra —454→ de la Dignidad, siendo yo un hombre enfermizo y que entre mil cortinas no tenía, a sólo un soplo del aire, resguardo alguno mi cabeza, habiéndome hecho sudar mucho el sermón y la fatiga, gasté dos horas expuesto a un recio viento de la Cordillera, sin que ni entonces ni ahora haya sentido un instante mis antiguos dolores de cabeza; y estoy con tan buena salud como en lo más robusto de mi edad, levantándome al amanecer con un pardo y viejo capotón, con un sombrero muy malo, los pies por el lodo, acudiendo a mis monjas, iglesia y seminario, llevando las limosnas que puedo por mi misma persona a los arrabales de la ciudad donde es la necesidad mayor.
En la Audiencia Real, demás de su piedad antigua, ha obrado sus efectos el terremoto; porque han nombrado un oidor de entre sí, de mucho celo y actividad, que es el doctor don Nicolás Polanco de Santillana, de la orden de Santiago, para que asista y dé calor a una iglesia de madera para trasladar la catedral por ahora; y antes de edificar las Casas Reales para hacer la Audiencia, nos han dado las vigas y la madera de la caída para depositar en este corto edificio el Santísimo Sacramento, estando ellos en lo que en España llaman chozas y los indios ranchos.
Hoy cinco de junio después de consolarnos mucho con sus cartas, el señor Gobernador don Martín de Mújica ha enviado un ayudante suyo con dos mil pesos de su hacienda, para que entre los pobres se repartan de limosna; vienen también seis toldos para recoger en ellos las monjas más necesitadas; y dice el portador que vendrá una buena cantidad de dinero de la hacienda de Su Majestad que llegó con el situado para que tenga esta ciudad algún socorro. Y que dando cobro a lo que tiene a su cargo, vendrá en persona a ayudar y favorecer esta tan general desdicha. Habiéndose las trojes derribado y después llovido y habiendo sucedido lo mismo en casi cien leguas que corrió el temblor desde Cauquenes hasta Limari, ha quedado perdido el pan; y para lo poco que ha quedado no quedaron hornos ni molinos. Con que esta —455→ limosna llega a ser de grande importancia, porque es fuerza que valgan mucho los pocos mantenimientos que han quedado.
Los más son mentidos, los otros imaginados; siendo así que el terremoto es un prodigio y cada vida un milagro. Díjose que poco antes parió una india tres niños y que el uno de ellos predijo el fracaso. Que a un mayordomo le habló con rigor un Crucifijo. Que el Santo Cristo de San Agustín volvió tres veces el rostro. Que una india vio un globo de fuego, que entrando por la Audiencia salió por las casas del Cabildo y que comenzó a temblar habiéndose desvanecido. Que en la Cordillera se oyeron voces de los demonios, cajas y trompetas, sonidos de arcabuces, disparos y como chocar dos ejércitos. Que tuve yo revelación de que Dios estaba ya desenojado y que ya alzaba la mano del castigo. Originose esta hablilla en el pueblo, de que les dije, en el sermón que ya Dios estaba aplacado por su mucho arrepentimiento; y que lo conocía de que, aunque conferido el castigo con nuestros deméritos, era muy corto, conferido con lo que Dios acostumbra; había sido severo, y que ya había efectuado Dios lo que pretendía que era su compunción y sus lágrimas. Menos fundamento tuvieron los prodigios que quedan referidos, porque los averigüé de uno en uno y hallé que todos eran falsos. He querido sin embargo referirlos a Vuestra Excelencia, porque si llegaren allá otras relaciones con ellos, tenga entendido que todos son fabulosos.
Uno sí diré yo a Vuestra Excelencia que sucedió en mi casa. Yo traje de España una imagen de Nuestra Señora del Pópulo, que llaman en Madrid la del Milagro, porque cayendo un rayo en la celda del padre fray Martín Cornejo, prior del Monasterio de Madrid, de mi religión, le rodeó la moldura, dejándosela ahumada y sin lista de —456→ daño en ella. Teníala en mi oratorio, solos dos dedos alta del altar y arrimados a ella tres pequeños cajones de cristales, y dentro de ellos San Francisco, San Juan y la Magdalena; junto al ara una cruz de tan débil pie y tan alta ella que se caía cada rato por sí misma; en el ara el cáliz y la patena. Y a vista de dos criados míos cayó del clavo que, como dije, distaba del altar dos dedos, y siendo natural quedarse en pie, dio un salto, y salvando todo lo referido y sin caer de todo ello cosa alguna, cayó en la tierra, la cabeza hacia el altar y sin lesión. Quisimos ponerla donde estaba, sin tocar en el cáliz, cristales y cruz; y tres personas de pies, las dos sobre el altar, no pudimos volverla al clavo sin estorbo. Mis pajes, mi compañero y mi hermano, teniendo el negocio por prodigio, lo interpretaron a medida de sus deseos: que Vuestra Excelencia, atendiendo a diez años de servicio, sin pleito, sin mal ejemplo, a los achaques que he contraído en este país, sobre todo a su mucha piedad, me sacaba de este reino, (que como digo a Su Majestad en mi carta que leerá Vuestra Excelencia, no ha servido poco un obispo que llega a sobrevivir a su obispado); y que nos decía el caso que estábamos de camino. Pero yo que conozco mis pocas partes y que he repartido entre pobres lo que había de gastar con mis agentes, juzgué que no tenía Vuestra Excelencia quien se lo acordase, y les dije a los referidos: ¿No sea decirnos que se nos quiere echar a cuestas este oratorio? Yo solía a aquella hora pasar mis cuentas y rezar la Corona a la Virgen Santísima, y por mis achaques había hecho un oratorio de invierno en lugar más retirado; así no estuve en el de verano cuando el terremoto, y fue el primero que cayó en mi casa de todos sus edificios. Hallose sana la imagen de Nuestra Señora, pero fuera de su moldura. Esto no es parábola, Señor Excelentísimo, ni hacerle a Vuestra Excelencia algún recuerdo, pues para la piedad de su pecho bastan las desdichas que paso. Y en esta conformidad, juro por mi santa consagración, sea o no sea milagro, que es cierta y verdadera la sustancia de lo referido.
Quiero referirle a Vuestra Excelencia un extraño caso de un caballero. Don Lorenzo de Moraga fue un hombre de grande calidad, y por lo soldado nadie se le adelantó en este —457→ reino. Era con eso muy buen cristiano. Diole ocasión un mulato y azotole; y aunque le costó mucho dinero, el mulato era temeroso y tendría de noble algún retazo. Tuvo por afrentoso el suceso y murió tres días antes del terremoto. El capitán don Lorenzo les dijo al padre presentado fray Luis de Lago, mi compañero, al capitán don Luis de las Cuevas y al capitán Valentín de Córdova, corregidor de Colcagua, padre de los pajes míos el mismo día del terremoto: Dícenme que Mateo (así se llamaba el mulato) me ha citado para el Tribunal de Dios; y aunque confieso y comulgo muy a menudo, hoy confesé y comulgué por si acaso es ciera mi citación. Tembló a la noche y cogiéndole en una torrecilla del capitán Andrés de Neira, viendo ya la casa caída, se arrojó por una ventana; cayó sobre él una viga y le rompió la cabeza sin que en toda esta ciudad se vea otra sangre en la pared; quizá que diciéndonos cuán a su cargo tiene Dios la tutela de los pequeñitos; que no nos dijo de balde el Redentor que los ángeles custodios de los pobres están siempre viendo la cara de su padre; antes quiso que entendiésemos que era muy para temerse el lastimar a los pobres teniendo en la Corte de Dios unos procuradores tales.
Fueron en grande número, pero el cierto y fijo no está aún averiguado. Traíanlos en carretas de seis en seis; hubo casa donde murieron trece. Hice curas a todos los religiosos, porque no podían los curas con tantos entierros. Hubo días que nos echaron diez en las ruinas de la Catedral; mandé a los curas que en aprieto tan extraño no hablasen en derechos, y pagaban ellos de su bolsa el abrir las sepulturas, porque tantos cuerpos muertos, no infestasen a los vivos. Yo tengo una ramada sobre catorce de ellos, con harto temor de que no habiendo podido por la priesa ahondarse las sepulturas, o me han de apestar o me ha de desterrar el mal olor y no —458→ tengo dónde poderme ir ni fuerzas para edificar, con constar los edificios de paja y de palos. Dícese que en los términos referidos serán los difuntos seiscientos. Algunos se alargan más. La Real Audiencia ha mandado hacer la lista, claro está que la remitirá a Vuestra Excelencia.
Pudiera referir mil prodigios en todos los que se escaparon, porque no hay hoy persona viva en quien Dios no mostrase su misericordia. Pero sería cansarle a Vuestra Excelencia mucho y no me han dado más que dos días de término para este despacho, que aunque ya había yo escrito, no tuve para la relación alientos, y hoy que me he cobrado un poco no he querido dejar a Vuestra Excelencia sin estas noticias. Pero ceñireme a solas dos personas para acabar con ellas mi relación.
El licenciado don Antonio de Heredia, oidor de la Real Audiencia, es un caballero manchego (digo su patria por decir sus fuerzas); tiene un naranjo en el patio de su casa; asiose a él; porque el movimiento de la tierra era tal que no podía sustentarse en pie, y arrojole el naranjo tres veces de sí con tan extraña violencia que lo desvió tres varas. Mi suceso le refiero a Vuestra Excelencia por milagro porque en el devotísimo y santo pecho de Vuestra Excelencia tenga mejor lugar San Francisco Javier, juzgando que con un tan devoto le pago lo que le debo. Yo acababa de rezar mis avemarías y adelanté este ejercicio media hora, mostrando Dios en esto su providencia; porque constando mi casa de treinta personas, y entre ellas de pajes muchachos, que por los rincones se quedan dormidos y trabajamos para cenar en despertarlos, fue forzoso que, anticipándose el tiempo acostumbrado, los despertasen más presto; que a hallarlos el temblor dormidos perecieran todos. Al sentarme a cenar comenzó el temblor; saliendo corriendo todos, fui yo el último, y el penúltimo mi compañero; asió de mí al pasar de un callejón, no sólo con porfía, sino como con desacato, y fue desacato tan dichoso que por él he quedado vivo: porque Leonardo de Molina, un paje mío que fue el último que salió después de quien yo había de salir (por ser el paso más angosto, entre el cual y la sala había un pequeño patiezuelo), —459→ al salir de ella le rompió un madero la cabeza, y aunque no le derribó le abrió una gran herida. Juntáronse en el patio mis criados todos; cayeron los corredores y el campanario, y como hacía tan oscuro, sin saber dónde estaban, se salvaron todos en tan corto espacio, que después con la luz aún no cabían en él. Cayó sobre mi compañero gran parte del edificio; a los primeros adobes caímos los dos en el suelo, yo la cabeza en tanto hueco (que hizo un pedazo del umbral) cuanto bastó, no para moverse, sino para no quebrarse. Los adobes de la pared de enfrente se despedían como si salieran de una bombarda; con ellos y con los del callejón quedamos yo y mi compañero enterrados, sin oírseme otra palabra que: «Javier, ¿dónde está nuestra amistad?». El paje criado que referí, convocando los demás y arrancando la linterna de mi zaguán, vino a buscarme cuando ya mi compañero y yo apenas podíamos respirar. El más afectuoso tiró del umbralejo, y, si no le aviso, me quita la vida, quitándome aquel reparo. Descargáronme la cabeza, y viéndome hasta el hombro fuera de la ruina, mandé que me dejasen así y acudiesen a mi compañero, temiendo lo que sucedió después, que acabase de caer lo que perdonó el temblor. Sacáronnos medio muertos al patio y nos trasladaron a la plaza repitiendo el temblor con mayor fuerza, y allí comencé a obrar lo que he referido; y sin ponerme en cura ni haberme sangrado, aunque lleno de cardenales, estoy tan bueno. Entrome el día siguiente por mi sacristía invocando a San Francisco Javier, y estando caída la mitad y la otra amenazando, saqué la plata toda de mi iglesia, los ornamentos, pinturas, cajones y alacenas que valdrá todo doce mil ducados.
Esto es, Excelentísimo Señor, parte de lo que ha sucedido y de lo que hasta aquí se ha obrado. Pongo a los de Vuestra Excelencia este mi miserable pueblo, suplicándole que se sirva de ver lo que se hizo con Trujillo; y pues Vuestra Excelencia no gobernaba entonces estos reinos, no permita que, no adelantándosele alguno en lo piadoso, se sienta hoy menos favorecido Santiago. Guarde Nuestro Señor a Vuestra Excelencia como —460→ puede y lo suplico. En Santiago de Chile, 9 de junio de 1647.
Excelentísimo Señor,
besa a Vuestra Excelencia la mano su capellán
fray Gaspar, obispo de Santiago de Chile.
(C. XX, art. II, pp. 573-580).
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Dios que saca de las culpas gloria, engendra con las penas gracia. Al uno y al otro mal podríamos extender unas palabras de mi padre San Agustín: «No permitiera (Dios) que en sus obras hubiese males, si no fuese tan omnipotente y bueno que lograse sacar bienes del mismo mal»
. Fue necesario tal el latín para haberlo de poner en esta mi apologética relación. Que como semejantes escritos son para que anden en manos de todos, y en el más entendido pueblo hay grande parte del vulgo,
y deseamos que la entiendan todos, pretendemos retirar todo aquello que la pueda oscurecer. Sentado, pues, con la autoridad de mi padre San Agustín, que es tan grande la piedad de Dios, que ni permitiera culpas si nos repartiera
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penas, si no bastara su poder, y no quisiera su bondad hacer de los malos unos firmes escalones para que suban las almas a gozar de perdurables bienes, tengo por cierto que asoló la ciudad de Santiago con aquel prodigioso terremoto tan sabido, para sacar de este mal unos colmados frutos.
Esos son los que quiero referir, para que los que han temido el divino rigor, sepan que se sabe aplacar, y quedan edificados viendo el excelente camino por donde echó este pueblo afligido para quitarle a Dios el azote de la mano.
Presupongo que los terremotos no siempre son castigos de los pueblos, y que estas universales ruinas no es forzoso que se originen de culpas. Muy de ordinario sirve de probación una gran penalidad. Y si es de fe que da Dios trabajo a sus mayores
amigos, ¿por qué habemos de presumir que los que ha enviado a esta ciudad son listas de su indignación? Tobías ¿no era santísimo cuando Dios le quitó la vista de los ojos? ¿Dejó de ser justo porque le dejó tanto tiempo sin
consuelo? No estaba poco desconsolado cuando dijo: «¿Cómo puede caer en mi alma gusto, si no veo la luz del cielo?»
¿Castigole Dios con la ceguera alguna culpa? No, así se lo dijo San Rafael: «Porque Dios ha conocido tu gran virtud, quiso que la tentación de esta pena la dejase ejecutoriada»
. Entre los padres antiguos ¿hubo alguno de más señalada virtud que el Patriarca Abraham? Todos me dirán que no. Pues ¿cómo le dio tan grande susto con hacerle verdugo de su propio hijo? Mandole tres días antes que lo descabezase en un monte y no le quiso decir al santo viejo cuál había de ser el funesto cadalso; porque como era montuosa toda aquella tierra, a ningún monte volviese los ojos donde no hallase un
inmortal dolor, juzgando que en cada uno veía la tumba de su heredero. ¿Para qué tanto afligirlo? Para examinarlo. «Ahora (le dijo por su ángel Dios) llegarán los hombres a conocer quién es el patriarca Abraham»
. He ahí otra penalidad, que tiene su raíz en la virtud. La Iglesia ¿no es santa? Pues ¿hay cosa más perseguida? ¿Han tenido los turcos Nerones ni Domicianos; los moros ni los herejes, persecuciones
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iguales? Pues sólo un hereje diría que son ellos mejores que la Iglesia. Salomón en los Cantares compara la Iglesia a una torre y no le pone más armas que pavesas, como dando a entender que no han de faltarle tiros hasta que se acabe el mundo. No le descamina Dios las balas, dale armas con que se defienda de ellas. La Iglesia no ha de tirar sino rebatir. En una barca quiso Cristo predicar; dábale golpes la resaca, porque era símbolo de la Iglesia; y dijo San Ambrosio: «No hay que temer que esta barca se hunda, porque las ondas sólo sirven de lavarla. Y así muchos temblores de tierra sólo sirven de sacudir el polvo de las almas para que queden más limpias. Lleguemos más al punto con nuestros ejemplos y dejemos esta doctrina probada con evidencia»
.
Hace Dios una junta universal y quiere que en un consistorio tan santo asista nuestro común enemigo. Pregúntale su Divina Majestad de dónde viene; sólo por darle ocasión a lo que él le había de decir. -Vengo de pasear el mundo. Y como el paseo es forma de entrar en la posesión de una heredad, quiso dar a entender que aquel paseo era tomar posesión de un mundo que era suyo por perdido. Y Dios, disimulando la mentira de Satanás, le quiso proponer la virtud de Job, y díjole: ¿Has visto en él hombre de tan grande santidad como mi amigo Job? Y respondiole: Si Job os quiere servir, es porque tiene en eso su interés. Tocadle en la salud y en la hacienda y veréis cómo os escupe mil blasfemias en la cara. -Ahora, dijo su Divina Majestad, yo te le pongo en las manos; como no llegues a la vida, tócale en todo y tendrás experiencia de las virtudes grandes de su alma. Presupongo por sabido todo el proceso de las persecuciones de este santo, sólo por irme acercando al terremoto. Herido de lepra y abrasada su hacienda toda, estando sus hijos en casa del mayorazgo con sus mujeres en un convite, dispuso el enemigo un tan grande terremoto que derribando la casa murieron todos en aquella miserable ruina. Quien juzgare a bulto, pensará que este terremoto fue castigo de pecados, y no volviendo los ojos ni atendiendo a la raíz de esta persecución, se podría persuadir (con ser tan pestilencial la tierra de Hus, de que quiso —464→ el sagrado texto hacer mención diciendo que Job moraba allí, porque como ponderó San Gregorio creciese la opinión del Santo, pues se conservó en virtud entre gente tan ruin) que eran mejores los que habitaban aquel pueblo, pues no los había comprendido tan horrible terremoto; como simple o temerariamente lo han entendido algunos, confiriendo con este mi pueblo afligido otros que no han sido azotados, midiendo necios las virtudes con la falta de aflicciones. Y pudieran atender a la tentación que turbó el espíritu de David cuando ponderaba la buena fortuna de los pecadores, confiriendo lo próspero de sus sucesos con las adversidades y trabajos de los justos; donde es la respuesta ordinaria, que se regala y engorda aquella res que está más cercana a la víctima, y en cuyo cuello está para descargar el cuchillo. Volvamos a Job y a su terremoto.
Que Job no sólo no pecó en media de sus llagas, pero que no dijo una sola palabra inadvertida, es proposición de fe. Los que han leído el texto saben que nos lo dijo el mismo Espíritu Santo, que es el autor de su libro. Ponderemos, pues, unas palabras de Job, porque no sólo no parecen santas, más aún una como sobrevista de blasfemia. Habla con los amigos que habían venido a verle y díceles: Ojalá y en una balanza pudiera yo poner mis culpas y en otra mis penas, que entonces se echaría de ver que la de mis penas pesaba más. Esto ¿no parece que es notar a Dios de injusto? ¿No es una verdad clara en toda teología que Dios premia mucho más allá de lo que le merece nuestra virtud, y en el castigo de los pecados anda tan detenido que siempre queda corto? Sí. Pues ¿no es notarle de injusto y de inhumano, decir que pesa más aquella que esta balanza? Luego Job, tan alabado de la divina boca, ¿sacó de la suya una blasfemia? -Habló como santo y como gran teólogo. Sus amigos, que incitó el demonio para que con color de consolarle le ayudasen a afligirle, le dijeron que tamaño castigo debió de nacer de algún grande pecado oculto; quiso probarles Job que aquel no era castigo de la divina justicia, sino probación de la divina misericordia; y formó el argumento —465→ de esta manera: Cotéjense mis culpas con mis penas, y hallárase que estas son mayores. Dejó el santo supresa la consecuencia, y una premisa, porque no le dio facultad su modestia para expresarlas. Pero nosotros acabemos el silogismo: Dios no da mayores penas que lo que merecen las culpas; no son tantas mis culpas como mis penas; luego no me castiga culpas. Con lo dicho tenemos a Job por nuestra parte; con que todo cristiano se debe persuadir, llegándose a la más pía opinión, que los temblores de tierra no tienen conexión necesaria con nuestras culpas. Y en esa conformidad, los que hubieren visto la ruina de Santiago y los que la hubieren oído no procederán con la sinceridad que enseña el Evangelio si se arrojaren a juzgar que este terremoto fue castigo de los ciudadanos.
Lo sentado es tan conforme a buena teología y a la ley de Dios, que sería pecado mortal juzgar que sus delitos asolaran este pueblo. Porque, o no había de ser de los ordinarios, o siendo de ellos habían de divisarse en todos para tan solemne castigo. Y era juzgar, en materia gravísima, mal del prójimo sin bastante fundamento. Para que se vea cuán flaco es el que se fabrica con sola la ruina, no es necesario añadir cosa a lo dicho; pero porque lo que se ha sentado tenga bastante fundamento, hablaré con la verdad que pide mi profesión y con el tiento que requiere el firmar este escrito de mi mano en las virtudes presentes y pasadas de este pueblo. Y pues mentir un prelado a vista de tantos testigos, aunque sean interesados muchos de ellos, ha de causar horror por su persona y por su dignidad, nadie presuma que, como padre, quiero encubrir los defectos de mis hijos; pues si los tuviesen ellos, con sólo callarlos, había llenado su obligación el obispo.
Comenzando por las cabezas, no es corto indicio de que estaban sanas, que no peligró ninguna. No lastimó el terremoto en un cabello a la Audiencia Real y a sus ministros. Los dos Cabildos y los prelados todos de las religiones quedaron indemnes. Yo soy muy malo, pero quedé bueno; y siendo un hombre enfermizo y poco sano, —466→ he servido un año entero, acudiendo a tanto (que faltara a la modestia si lo declarara) sin un dolor de cabeza.
La soltura de las mujeres en materia de deshonestidades, pudiera acarrear temblores. Pero en toda la cristiandad no se ha visto este sexo ni más modesto ni más detenido. Diez años ha que instituí la procesión de la Calle de la Amargura, y no se ha visto que mujer haya hablado una palabra en ella. Acá la ramera Babilonia, que vio a caballo y coronada el profeta, anda tan desvalida, que si una mujercilla no tiene la opinión entera, es infamia de una señora el hablarla una palabra; no hay coches ni galanteos, no hay alameda o lo que en otros lugares llaman damas. Y cuando (que no lo dudo) haya en alguna gente ordinaria algún descuido, es prodigioso el recato. Y donde no levanta bandera la deshonestidad, no hay para qué atribuirle el temblor; que pecados generalmente consentidos, y por lo mismo ministros como canonizados, son los que suelen ocasionar terremotos; que dos pícaros y dos cuitadas no hacen temblar la tierra; no se vio acá jamás cubierta de ojo una mujer, y no habrá quien no se escandalice de que hable con un hombre en la calle.
Vino a este reino, por cierta ocasión, un caballero del Perú, discreto y galán muy cortesano y muy dadivoso; y como los caballeros de la tierra son tan halagüeños con los advenedizos, no hubo en toda ella quien no le entrase en el alma; aborreciéronle las mujeres de manera que le tiraban lanzas; admireme de este aborrecimiento común, y más cuando supe que se escondían de él, y que oyendo misa se echaban los mantos sobre las caras; queríale yo muy bien y tenía para ello mucha razón; hice grande diligencia para descubrir la raíz de esta conjuración, y no daban más causa sino que se reía con ellas y les quitaba la gorra. Dispensó una, y hubiérase de abrasar la tierra; hoy es monja, y díjome él con buena gracia: Señor obispo, yo he hecho un grande servicio a Dios, porque con esta dama le he dado tres monjas. Escribí al señor marqués de Baydes en su favor, y díjele que pues gobernaba esta tierra, debía con salario público hacerle discurrir por todo el reino, pues tenía habilidad para dar —467→ esposas a Dios. Tierra donde se hila así en materias de honestidad, ¿hemos de juzgar que ha sido castigada por deshonesta?
Que las mujeres sean recatadas no es maravilla, porque a ese sexo Dios le hizo corto y detenido; pero ¡qué tantos caballeros mozos y tantos mozos ordinarios sean naturalmente tan modestos, que llamen loco y señalen con el dedo al que tal vez habló en un corrillo de su afición! Diga mi padre San Agustín si es caso para admirar. Acúsase el santo de que, no teniendo galanteo, cuando se hallaba entre los mancebos de su edad y veía que cada uno refería su amor, temiendo que no lo tuviesen por vil, se levantaba a sí mismo un testimonio y refería unos amores fantásticos. Perdóneme el que no sabe, que los que saben ya habrán advertido cuántos latines ahogo, porque no podré dejar dos palabras latinas de mi padre San Agustín: «Para no ser tenido por más vil, cuanto más casto era... Pues si es afrenta entre caballeros mozos no hablar de sus divertimientos, y un hombre tan discreto quiso fingirle, cuando no quiso tenerle, ¿quién no se admira que, en esta ciudad de Santiago de Chile, se tenga por sambenito en un caballero mozo que hable liviandades en un corrillo? ¿Hallaranse muchos pueblos en las Indias en que así se convengan hombres y mujeres en respetar las virtudes?
Hablemos en la entereza de la fe. En estos cortos renglones no gradúo las virtudes; bien sé que la religión es el fundamento de la santidad, trato de cada una como ocurre a la memoria. Enternecime mucho lo que le decimos a Dios cuando le encomendamos un alma: Señor, aunque éste por su flaqueza os haya ofendido, ha sido fino católico, no negó en ninguna ocasión el misterio de la Trinidad; y siguiendo esta doctrina de la Iglesia, cuando en Santiago hubiera habido algunas flaquezas, (que nunca las he entendido) no se puede no alabar su grande entereza en la fe. Ha más de un siglo que está este reino fundado, y no se ha visto un hombre sólo castigado por el Santo Oficio.
Y añádase, en alabanza de esta tierra, que vivió muchos años en ella un judío llamado Silva, que el Santo —468→ Tribunal relajó en persona; era muy discreto, muy placentero, muy dadivoso y en todas las profesiones grande letrado; amábanle todos mucho, no sólo por la dicho sino por gran médico; el comercio con todo género de personas, por la entrada que le daba la medicina era forzoso y continuo; cortemos o anudemos esto aquí. Detesta el Espíritu Santo aquel impío celo de los judíos, con que trasiegan el mundo para hacer un prosélito; quiso decir que lo tientan todo para prevaricar un cristiano. Ahora, pues, volviendo a lo referido quiero tomar mi argumento: si un judío tan judío no se atrevió en tantos años a hablar en su secta una palabra sola, ¿no es bastante indicación que juzgó en Santiago inexpugnable el muro de la fe? Confírmase este argumento con que mató más hombres con su medicina, que nos han muerto los aucaes con las armas. En un judío, tamaño rencor ¿no es haber calificado la fe? El no gustara de matarlos si pudiera prometerse el reducirlos. Lindos humores de un cuerpo, cuando no daña el contagio. Y pues Cristo llama lepra a la herejía, es gran prodigio comer con un leproso en un plato y no quedar herido; él no era de esta tierra natural y es asombro de católicos su mujer que reside en la Concepción. Y es muy para admirar el terreno de esta tierra, que siendo en los dos casados la carne una, ayudándose de la gracia se divide la lepra.
Hay pecados que no debiéramos nombrarlos, aún para reprenderlos. San Pablo dijo que las almas castas no habían de tomar en la boca aun la palabra lujuria; las especies feas de este vicio abominable no llegaron a la imaginación de esta gente, sino cuando vieron un caballero (que por falta de probanzas había venido desterrado) por ese delito públicamente quemado. Y aunque muchas particulares no pueden denigrar la fama de una república, como ni particulares virtudes canonizar por santas las ciudades, es grande misericordia de Dios que en ésta no se halle vicio común, y que sea punto asentado que a cualquiera amenaza un muy solemne castigo, porque ninguno disimulan los magistrados. Y tengo yo, muy advertido que ayuda a que se enfrenen estos pueblos, ser todo el reino un presidio bien cerrado; la cordillera —469→ se pasa pocos meses y tiene guardas; la salida para Atacama también las tiene, sobre tener por muro un horrible despoblado en el puerto de Valparaíso se embarcan por contadero; conque de las manos de la justicia ningún delincuente se escapa. Y es muy para ponderar que siendo la gente toda honrosamente altiva, por valiente y por calificada, están enfrenados por sí mismos y tienen tanta reverencia a la justicia, que se pasan dos y tres años sin sacarse en esta ciudad una espada. Don Lorenzo de Moraga era un caballero tan alentado que no le faltó para igualarle al Cid sino grande plaza donde militar, que aunque no eran tan valientes los moros como estos indios, había allí muchos con quien lidiar y más testigos que lo pudiesen ver. Irritó en la plaza a éste un hombre muy desigual, porque por lo menos no era cabalmente español; sufriole muchos desacatos, y a los que le conocían pareció prodigioso sufrimiento; pero significando él lo que le reportaba, volvió los ojos a las casas de la Real Audiencia, y díjole al atrevido: No te mato, porque les tengo a aquellos señores gran respeto. Aquí pudiera yo explayarme mucho alabando la grande fidelidad con que acata este pueblo a su rey; pero fidelidades a sus príncipes son cortos elogios para bien nacidos.
La caridad de la gente de esta tierra compite con las mayores de Europa; en ella no hay lo que llaman tambos en el Perú y ventas en España; harán el reino todo millares de advenedizos; apéanse donde les anochece o donde les coge el medio día, con la misma satisfacción que pudieran en sus casas; acarícianlos, hospedándolos, regálanlos, danles viático para el camino, y tienen una grande arenga estudiada para pedirles perdón del regalo que les han hecho; y de aquí nació lo que llaman el perdón de Chile, quedando por proverbio en muchas partes.
Esta caridad se envuelve con la virtud de la religión, porque para el culto divino son tan profusos, que parece, no quedan, sino que derraman. Diez años que se fundó en mi Catedral la Cofradía de las Ánimas, y se han dicho por ellas poco menos que cuarenta mil misas, que en tierra tan agostada, es ésta una limosna prodigiosa.
—470→Para el día de los difuntos hacen a su costa un túmulo de cofrades, que compite con los de las honras de los reyes. La Semana Santa se hacen siete procesiones de sangre, y con sola la cera que se gasta pudiera quedar rica una república. Las demandas ordinarias que piden con mi licencia llegan a dieciséis, y montan casi doscientos ducados cada semana. Habrá 500 mujeres pobres que piden de noche de puerta en puerta; y a tener cada una una carreta, cada una llevara una carretada, porque no hay cosa que no pidan, y no hay cosa que les nieguen. Quejáronseme unos presos de que no comían, sólo por sacarme unos realillos para entretener el juego; hice diligencia para saber su necesidad, porque el socorrerla tocaba a mi obligación, y supe con evidencia que los señores oidores los sustentaban a porfía, enviándoles por turno la comida de sus casas, y a su imitación muchos caballeros de esta ciudad. Han señalado los señores de la Audiencia Real un alguacil para recoger la limosna cada semana, y he admirado en él un nuevo cuervo de Elías, de quien ponderó San Ambrosio que siendo un ave tan voraz, le llevaba al santo entera la ración. No tengo para qué me declarar, siendo este ministro alguacil; lo que sé, es que la pide con tanta devoción y la lleva con tanta fidelidad, como pudiera, si los presos fueran sus hijos. En esta caridad, que tiene listas de religión han sido los señores oidores excelentes ejemplares, porque ha casi doce años que tomaron por su cuenta celebrar las fiestas del Santísimo Sacramento toda su octava, y hácenlas con tamaña grandeza, que aunque hemos hecho cuanto se ha podido para poner a su liberalidad algún término, se le hace romper su mucha devoción; y las señoras oidoras vienen a poner los ramilletes, los olores y las palomas, pendenciando con sus criadas si ponen la mano en un tan santo ejercicio, juzgando que las defraudan de tan estimado fruto, conque las demás señoras tienen en los monasterios solemnes y costosas fiestas. La Real Audiencia desde su primera institución celebra por tres días a Nuestra Señora en su monasterio de la Merced la fiesta de la Natividad; y en ésta crece mucho la costa por la mayor capacidad de la capilla. El Cabildo, Justicia y Regimiento —471→ tiene por voto, en diferentes partes, seis procesiones sin la de San Antonio de Padua y la de San Andrés, en que es el gasto mayor, con que en todas consumen una grande suma. Tienen en pie la cofradía de la Veracruz, que sale el Jueves Santo de la Merced, y sácanla con mucha costa y solemnidad, prorrateando el gasto entre sí mismos, porque en esta ciudad son cortísimos los propios; y aunque no lo fueran, no gustaran de aprovecharse de ellos. La Pascua de Resurrección, antes de amanecer, sale de Santo Domingo para la Catedral una grande procesión, y el que no se asienta por cofrade, no se juzga bastantemente noble; salen muchos caballeros muy venerables con unos vaqueros de tela o de seda blancos, y como van en cuerpo, juzgo un David en cada uno cuando para festejar el arca arrojó el ferreruelo. Edificó la ciudad a su costa tres iglesias, San Saturnino, San Lázaro y Santa Ana; y habiendo quedado asoladas con la ruina, tratan de su reedificación antes que la de sus casas.
Cuantas señoras hay de importancia en esta tierra se han hecho congregadas en la Compañía; tienen su sermón cada semana, no asisten hombres con ellas, y tenían a su costa casi acabada una insigne capilla honrándola con el título de Nuestra Señora de Loreto, que la asoló el terremoto. No pondero que comulgan a menudo, porque ya acá no nos causa asombro; de personas que comulgan cada día hay un admirable número en esta tierra. Vemos tantos jubileos de Cuarenta Horas, que parece que hay cada mes una verdadera Semana Santa. Yo tengo devoción de comulgar el pueblo en semejantes días, y cada vez traigo propósito de no repetir esta mi devoción, porque vuelvo a mi casa con el corazón en prensa, viendo unos caballeros tan galanes y tantas mujeres hermosísimas derramando arroyos de lágrimas, tantos niños y niñas, tantos indios y indias y tanto número de negros y de negras acusando mi devoción de tibia, y juzgo que voy a este ministerio sólo para que en mí sea mayor el cargo; pues siendo el enseñar mi oficio, me enseña todo mi pueblo. Y acúsame mi padre San Agustín cuando encamina su reprensión a los doctos, que en el camino de la virtud —472→ hacen pundonor de seguir a quien no lo es. Mas avergonzados (dice el Santo) habíades de quedar de no quererlos seguir: Pudeat sal tem non sequi.
¡Oh, cómo holgara de que ajena mano escribiera las virtudes de mis clérigos! Que el amor del padre obliga tal vez a mostrarse enamorado de un hijo contrahecho, y es achaque de la naturaleza que los hijos de menores virtudes arrastren los corazones de sus padres. ¡Lo que David amó a Absalón! ¡Qué le costó al Pontífice Helí el disimular con Ophni y Phinees! Yo juzgo que no caben estas listas en hijos del alma. La obligación de padres de este porte bastará para no propalar sus culpas, pero no para verter mentiras en sus alabanzas. Hago testigo a Dios que en diez años que ha que sirvo esta Iglesia, en pueblo donde se sabe todo, no he sabido ni entendido una sola palabra menos limpia de alguno de mis prebendados. Sólo uno hay viejo, ese nunca fue mozo, y los mozos que tengo son unos religiosos observantísimos; en el encierro y en el hábito haranles ventaja los Cartujos, pero no en las virtudes ni en el coro; y su obediencia, su reverencia al Prelado, y su humildad son toda mi confusión; tienen mula y gualdrapas, nunca andan en ellas; por soles y por barros vienen a pie a su coro. Prebendado pudiera yo nombrar que tiene cada día cinco horas de oración, no tengo cárcel de clérigos, porque no hallo delitos; sólo no dejarme ver de un clérigo es para él un horrible castigo. Si como hombres tienen algún descuido, es sólo su tormento que llegue a saberlo el Prelado. Algunos han venido de otras partes con achaques de buen porte y en cada uno alabo la santa severidad de su Prelado; porque, teniendo prendas de importancia, no poder parar en su Iglesia, es señal que vela la vara. No hallan en mis clérigos abrigo ni en el obispo halago, en descubriendo los achaques porque salieron de sus obispados y duran en éste poco. No he advertido esto por sindicarlos, sino porque como he alabado con generalidad mis clérigos, los que han visto malear algunos, no juzguen que hablamos a bulto, y pierda esta mi deposición su crédito. Instituí la congregación de los clérigos en la Compañía de Jesús, señalándoles por fiesta la Expectación. Acuden —473→ todos los lunes a ella desde el deán hasta el sacristán menor; háceseles una plática y dícese una letanía; y para que se vea cuál es la gente de estas partes, quiero advertir, que instituí esta congregación envidioso de los legos que siguen y sirven la suya con asombro. Toda la cuaresma tienen tres noches de disciplina cada semana, y asisten a ella al ejemplo que se les predica desde el corregidor hasta el último alguacil y desde el mayor caballero hasta el oficial más ordinario; he ido a ella tal vez y vuelvo con admiración. Hay días de este ejercicio para estudiantes, para indios y para negros; y de estos estudiantes que llama el vulgo monigotes, tiene lista mi provisor y en ciertos días les hace comulgar, mandato que obedecen ellos con mucho gusto; no usan guedejas, y si alguno se descuidó tal vez, se las cortó mi provisor estando revestido en el altar; y digo revestido en el altar, porque como tenemos pocos colegiales, sirven también los de menores órdenes. Es acá gravísimo pecado entrar algún ordenante en una casa de juego; y aunque no estrecho la disposición del Santo Concilio de Lima para que no entren en estas casas, he puesto censura, y no sólo hay prohibición para los que juegan en tablajes, sino también para los que llamamos mirones.
Para alabar los dos monasterios de monjas que hay en esta tierra, habíamos de convidar a los ángeles o tener yo sus virtudes: tamaña luz a nadie se puede esconder. No habrá ido hombre de Chile a Lima que no se haga lenguas en alabanzas de monjas; si alabo las de mi obediencia, es alabar mis agujas; si callo de ellas a títulos de mías y trato de las grandes virtudes de las de Santa Clara, habrá quien, no conociendo las unas ni las otras, juzgue que las agustinas no son dignas de mis alabanzas. Su proceder santísimo es un perdurable elogio. De estos dos monasterios sólo no tengo de callar un acto de prodigiosa virtud. El Ilustrísimo y Reverendísimo señor don Pedro de Villagómez, arzobispo de Lima y el insigne Cabildo de aquella Santa Iglesia metropolitana me enviaron una gruesa limosna para que la repartiera entre estos dos monasterios de monjas y las vistiera conforme la necesidad de cada una. Era uno solo el espíritu que —474→ las movía, y respondieron como por una sola boca: No queremos vestirnos, sino encerrarnos, queremos andar desnudas, pero no sin cerca; y habiendo venido la limosna referida en excelente ropa, la vendieron, y de lo procedido de ella se cercaron y hicieron algunas otras oficinas. De este porte son acá las monjas.
Prosiguió la ciudad su reformación, hicieron penitencias grandes y esparcieron unos rumores de que el año del fracaso primero había de verse un triste aniversario, y que a la misma hora del temblor se había de hundir la ciudad. Vivían con grande susto y salíales a los rostros aquella terrible lista del Juicio: «Secándose los hombres por el temor». Hice para sosegarles mucho, pero pude poco. Instituí una Cofradía con advocación del Santo Cristo de San Agustín; y porque estuvo muchos días en la plaza acompañada de Nuestra Señora, llamé aquella Hermandad de Jesús María. Dispuso que saliese aquel día que tenían por fatal a hora que pudiese aquella noche estar en la plaza a las diez; salió con grande solemnidad, y excediola la devoción. Los aspados causaron monstruosidad; los penitentes llenaron un número increíble; la cera y el gasto desmentían el terremoto. Fabricose en la plaza un cadalso; colocaron a veinte pasos de él el Santo Cristo; pusieron en mi iglesia las andas y las insignias; dejaron encendidas las hachas, con que de la noche se hizo día; y a la misma hora del terremoto subí yo en el tablado, porque seis iglesias juntas no bastaron para el auditorio (los más diestros computistas afirmaron que hubo en él siete mil almas), y como prediqué a un pueblo tan lastimoso, tan devoto y tan conmovido, trabajó poco mi retórica en obligar a correr arroyos de lágrimas; no encaminé mis palabras a su enmienda, porque demás de ser el pueblo tan reformado, como tengo dicho, no necesitaban unos ánimos tan afligidos de nuevos espantos, sino de mucho consuelo. Efectuolo Dios a lo que entendí porque prosiguió la procesión, no cesando el llanto sino trocándose el motivo. Habían llorado medrosos, ya lloraban agradecidos, juzgando por nueva misericordia que, en aquella hora tan temida, no se los tragó la tierra.
—475→Aquel día por la mañana había celebrado yo de pontifical y dado al pueblo la comunión, que a ejemplo de la Real Audiencia y del Cabildo, acudió tan numeroso y tan devoto, que se echó bien de ver que aquel amago tan temido juzgaron que era el postrero. Hice diligencia en los conventos de religiosos, en los de monjas y en mis parroquias para averiguar el número de los que habían comulgado ese día, y hallé que entre todas condiciones de gentes se habían gastado más de cinco mil formas. Y hasta hoy, primero de agosto del año de cuarenta y ocho, en que estoy reformando y haciendo reescribir estos libros, hemos pasado cuatro meses sin que nos haya afligido aquellos tan repetidos temblores. Y aunque no ha temblado, no se ha desmandado el pueblo ni se ha divisado en esta ciudad tibieza alguna en su primer fervor.
Con lo referido hasta aquí queda bastantemente probado que no se halla forzoso vínculo entre delitos y terremotos. Y pues los divinos juicios son un piélago sin fondo: Iudicia Dei abyssus multa, y son sus fines tan ocultos a los hombres, pensamos que puede ser que la ciudad de Santiago de Chile, aún antes de su ruina, haya sido muy virtuosa.
(C. XX, art. II, pp. 580-587).
—476→
Fue muy frío en esta ciudad de Santiago el mes de mayo el año 47 en que sucedió el terremoto; y aunque el frío no apretaba de día, todas las noches helaba; y como se enterró la mayor parte de la ropa, suplíase con muchas hogueras. Éstas se cebaban con los maderos de las ruinas. En esto no tuvo inmunidad mi iglesia, porque no tenía quien la guardara, y nadie la pudiera defender de una aflicción popular. Por esto y porque traspalé a la casa que yo edificaba para mí parte de las tejas que cayeron sanas, reconocí los doctores que hablan de estos materiales. Consulté a mi Cabildo, que las llevaba como un depósito; y por eso y por ser ya eclesiástico, salí del escrúpulo.
(C. XX, art. II, pp. 589).
—477→
Han dudado algunos ¿por cuya mano ha de correr el dinero que se gastare en el edificio o reparo de una iglesia catedral que tiene patrón? Ha dado motivo en Chile a esta duda el reparo de mi iglesia; porque habiéndose arruinado con aquel terremoto, tantas veces referido, desea la Audiencia Real que se reedifique. Tiene de mano de Su Majestad (como las demás catedrales de este nuevo mundo) lo que de las rentas decimales llamamos noveno y medio; llegará esta renta a mil pesos, el año que los diezmos se rematan más subidos; éstos se los he trampeado muchas veces al mayordomo, y los he puesto a censo con otros doce mil ducados que cobré del espolio de un obispo. De suerte que toda la renta (llamémosla ahora fábrica de la iglesia) será poco más de dos mil ducados; y el reparo de la catedral, si es como debe ser, pasará —478→ de treinta mil; y habiendo la iglesia de sustentarse de lo que tiene, le queda poco para rehacerse. Débenle hasta seis mil pesos de los corridos. Envió doce mil el señor virrey, marqués de Mancera, con que su Excelencia, y a su instancia otras personas socorrieron este reino. Cupieron a la catedral menos de cinco mil. Tiénenlos los señores oidores en poder de los oficiales reales. Ha habido sobre el caso muchos acuerdos. Está nombrado el oidor más antiguo para que con el señor fiscal y el prelado dispongan el edificio, con que se va el edificio muy despacio. No han puesto de la hacienda del rey un solo real. Hanse entrado con buen celo en gran parte de mi oficio, y juzgando yo que ésta no es materia muy limpia para formar un obispo competencia, y que no habiendo de darse un paso en que el negocio dirá el vulgo que, por un punto de jurisdicción, dejé sin reparo mi catedral, no sólo llevo con paciencia el caso, sino con agradecimiento.
El tope de jurisdicción lo arrasó el deseo de servir a Dios y al rey con que trabajamos de conformidad. Hanme los señores oidores ayudado tan cristianos y puntuales, que lo edificado nos ha parecido prodigio; en lo que resta por edificar no hay cuatro meses que hacer. Con una limosna de Lima, que aplicó la Audiencia Real para la obra, con las que yo pedí de puerta en puerta, y con lo poco que perdonó el temblor en mi corta casa, por no gravar la hacienda del rey, siendo tan notorios sus precisos gastos en siglo tan revuelto y en tiempo tan turbio, se han doblado de suerte las tareas, que a no interponerse el invierno con sus aguas, tuviéramos en su perfección la iglesia; pero será lo mismo no llover y acabarse la catedral. He añadido esta relación porque se vea lo que efectúa la paz, que si los señores oidores y el obispo apostaran a caprichosos, quedárase Dios sin su templo, el rey deservido y el pueblo escandalizado.
Quiero concluir estos libros del Gobierno Eclesiástico Pacífico con una exhortación del predicador de las gentes, Pablo, encaminada, a lo que tengo entendido, a los ministros legos y a los jueces eclesiásticos. Está en el capítulo 4.º de la carta a los Efesios: «Os suplico, pues, yo
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prisionero en el Señor, que no caminéis como corresponde a la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos mutuamente con caridad, ansiosos por conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz»
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(C. XX, art. III, pp. 600-601).
—480→
Como lo está mi alma, estarán sujetas mis obras al sentir de la común Madre, la Santa Iglesia Romana, y a los pies del que ocupare su primera Silla.
(C. XX, art. III, p. 620).
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Por el padre maestro fray Gaspar de Villarroel, de la orden de nuestro padre San Agustín, definidor de la Provincia del Perú, catedrático de Prima, y Vicario Provincial del convento de Lima.
A nuestro muy reverendo padre maestro fray Pedro Ramírez, de la misma orden, Provincial absoluto en la Provincia de Andalucía.
Con licencia
Impreso en Sevilla, por Francisco de Lyra, año de MDCXXVI.
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Debe a Vuestra Paternidad este reino lo que sabe, y yo los deseos de saber; y pagáraselo consagrando a su nombre de Vuestra Paternidad muchos desvelos, a no juzgarle más satisfecho no pagado, que pagado en esas pajas. Este sermón prediqué en la Compañía de Jesús a la canonización del bendito patriarca San Ignacio. El mandato destos padres venció mi encogimiento, para que lo predicase, y no bastó para que lo imprimiese, hasta que llegó a pesar más el desabrimiento que hizo detenerlo, que la obligación en que puso el predicarlo. Enviósele a Vuestra Paternidad, como quien da a corregir la plana, que aunque habiendo llegado Vuestra Paternidad a estar de esotra parte de la envidia, ya que las suyas sean las —485→ primeras letras de España, es de desmedrada alabanza, que enseñó al Perú, las con que hoy se engríe; por creerse él, y autorizarse, llama a Vuestra Paternidad su maestro, su Demóstenes cristiano, y su Tertuliano español; cuya falta nadie la divisara, a no habernos faltado, que no pudo llegar el más divino entender, adonde esta experiencia llegó. Guarde Nuestro Señor a Vuestra Paternidad como puede.
Fray Gaspar de Villarroel.