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Al padre maestro fray Gaspar de Villarroel, definidor de la Provincia del Perú de la orden de nuestro padre San Agustín, y vicario en ella, fray Pedro Ramírez de su mismo hábito. Salud.

Si Vuestra Paternidad quisiere saber cuál fue mi gozo con este sermón suyo, vea la epístola 34 de Séneca, y allí lo hallará. Cuantos leyeron me pedían un traslado del, que los escritos en quien la Sagrada Escritura se declara sin adulterarla (vicio que por común ha perdido el horror) y donde todo lo que se dice es a propósito; precepto, que sus mucho transgresores han facilitado, la predicación, donde las sentencias son graves, la erudición con que se ilustran selecta, la elocuencia propia, y sin afectación, por breves que sean, como este sermón me lo ha parecido, Tractavi Nolut non legi29; causan nuevos deseos de leerlos al mismo punto que se acaban de leer.

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Por satisfacer a esta voluntad común, o por asegurar el original le hice imprimir sin permisión de Vuestra Paternidad. Si se ofendiere su modestia, póngala en paz, con persuadirle, que con estos primeros frutos de su ingenio comienza a desengañarse España, que el oro, y plata de las Indias no son los más preciosos tesoros que le vienen de allá. Guarde Dios a Vuestra Paternidad como deseo. Sevilla a 10 de enero de 626.

Fray Pedro Ramírez.



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«Sintlumbi vestri proecinti, lucernae, ardenter in manibus vestris, et vos similes hominibus expectantibus Dominum suum quando revertatur a nuptys».


Luc. cap. 12.                


La religión de nuestro padre San Agustín (que compara a las aguas, y ajusta la comparación, si son de la fuente, o nube, que hacía veces della en el Paraíso; pues cual esa, derramándose por todo el mundo ha fertilizado la universal Iglesia; o las del mar océano, pues de esta religión, como caudalosos ríos, han salido otras tan ilustres) viene hoy a dar el parabién a los hijos del glorioso patriarca San Ignacio, de la nueva calificación de su instituto, en la canonización dichosa de su padre; cuyas fiestas, si bien han sido célebres en todo el cristianismo, a Lima de especial recreo, cuando las nuevas de que se le anegó casi todo su tesoro, y con él las vidas de tantos hijos, la entristecieron, sacando a los rostros de tantos las demostraciones del dolor, al tamaño de la causa, que dentro de los corazones residía, dando torcedor al alma.

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Discreta providencia, traer suspensos los interesados, levantando los ánimos caídos, para que aún en esta desdicha se le debiese a la Compañía de Jesús, sino el prevenirla, el olvidarla.

«Multum oculi, sed plus aures debere fatentur se tibi; quod spectant, qui recitare solent».


Le dijo a Domiciano Marcial, que le estaban en mayor obligación los oídos, que los ojos, porque si a estos les entretenía en ver palacios, vergeles, fuentes, prados, bosques, casas, anfiteatros, juegos, espectáculos, saraos, plata, oro, perlas, y piedras preciosísimas, más le debían que eso los oídos, pues más que todo montaba traerlos entretenidos escuchando agudos conceptos, «quod spectant, qui recitare solent». Estas magníficas fiestas, este real aparato, en obligación ha puesto los ojos de todos, así por hallarse entretenidos con telas, brocados, plata, oro, perlas y diamantes, como porque ahí conozca el Perú, que de esta, que parecía pérdida universal, escaparon riquezas tantas. Pero en mayor obligación se reconocen los oídos. «Plus aures debere fatentur», por hallarse regalados hasta aquí con tan agudos conceptos, como han dicho en este púlpito tan eruditos y excelentes predicadores. Correr tras tantos, turbará al más presumido, y agobiará al más valiente. Aliéntame sin embargo, lo que pudiera acobardarme, haber de hablar del glorioso San Ignacio, que si se dice de San Felipe Neri su contemporáneo, y compañero en esta dicha, que cuando se hallaba tibio, se iba a la celda de Ignacio, llamaba a la puerta, salía a ella el santo, y se volvía sin hablarle, porque quedaba afervorado sólo con verle, pues ya le miramos glorioso, pues que le vemos triunfante, pues que ya nos muestra el rostro con divinos resplandores retocado; no hay dudar, sino que la tibieza de mi espíritu sólo con tal vista ha de quedar reparada. En especial si la Virgen Nuestra Señora interpone su autoridad para alcanzarnos la gracia. Supliquémosla. Ave María.

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«Sint Lumbi vestri praecinti, lucerne ardentes in manibus vestris, et vos similes hominibus expectantibus Dominum suum quando revertatur a nuptys».


Luc. cap. 12.                


Las religiones le tiran a Dios los ojos, le roban el corazón, son lo más bien parado de su Iglesia, lo que más le recrea, y enamora, en ellas ocupa sus pensamientos, ahí endereza sus obras, ahí encamina su conversación. Tal vez con parábolas y símbolos otras muchas. Llenas está la Sagrada Escritura de esa forma de platicar. Admirable es entre otras la que usa en el capítulo 8 de Isaías. «Congregamini populi, et vincemini, confortamini et vincemini, accingite vos et vincemini». ¿Qué importan tantos estruendos de guerra, tantas máquinas militares, tantas prevenciones bélicas, si ninguna os ha de aprovechar? Juntad ejércitos, haced levas de diversas gentes, preveníos, alentaos, que al cabo os han de vencer. Así habla a la letra Dios por una irrisión retórica, a los enemigos de su pueblo, Senacehrib rey de los asirios, Rasín, y Phacee reyes también, el uno de Siria, y el otro de Samaria. Pero en sentido místico, de otras guerras, de otro género de milicia tengo de entender el lugar. Que cerco ponen al alma sus apetitos, nunca dejan de batirla, siempre tratan de asaltarla, y cuando Dios es a defenderla, claro es, que no han de conquistarla; ellos quedarán vencidos, aunque entren a pelear muy alentados. «Congregamini populi, et vincemini»30. ¿A eso los convida? Sí, que al verse vencidos le ha de ser de importancia, «Confortamini, et vincemini». Esforzaos para que os venzan. ¿Pues para que los venzan han de esforzarse? ¿Qué esfuerzo es necesario para dejarse vencer? Preparaos a la pelea, que eso es «accingite vos,» armaos, preveníos.

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«Atque omnis facibus pubes acingitur atris».


¡Qué diligencias tan encontradas con que les está mandado! Que se alienten, que se ciñan para dejarse vencer. Diligencia es, que con nada frisa menos, que con lo mismo que se les ordena. Pues allá Paulo el tirano, que tuvo a España en tan grande aprieto después de la rota Narbonense, y en llegando a los pies del rey Ubamba, se quitó el ceñidor, y lo trasladó al cuello, en fe de que se daba por vencido. Y si el darse es lo mismo que desceñirse, no sé cómo para el rendirse, para el vencerse manda Dios a aquestos, que se ciñan. «Accingite vos, et vincemini». Mas ya lo entiendo; no hay tan grande valentía, no hallo esfuerzo tan grande, como pudiendo vencer, darse voluntariamente por vencidos. Pelea Jacob con el Ángel toda una noche, véncele en la lucha, y sin embargo de que lo congoja, y lo aprieta, pídele que lo bendiga, y el ángel gustoso échale su bendición. Contempla Agustino este hecho, halla por su cuenta, que el bendecir dice superioridad, y como ésa es ajena de un vencido, admírase, de que habiéndose rendido el ángel, bendiga a su vencedor. «Stat victus, et, benedicit victorem». Y hállase el mismo santo la salida, aunque nos la deja con grande oscuridad. «Et quando nisi vellet Angelus?» ¿Cómo le venciera si el ángel no gustara? Ya está llana la dificultad. Véncele porque quiere dejarse vencer, bien le puede bendecir, que no hay tan gran valentía, como pudiendo vencer, darse voluntariamente por rendido. Y siendo esa obra de tanto valor, teniendo tanta dificultad, bien es que les persuada Dios a que se alienten, a que se esfuercen, a que se ciñan para dejarse vencer. «Confortamini, et vincemini, accingire vos, et vincemini». ¿Qué ven cimientos son estos? Orígenes, y Teodoreto, voces dice que son de los Apóstoles a los gentiles, con que les persuaden rindan el discurso a nuestra fe, y se dejen vencer del Evangelio. Vencimiento, que como explica Gazco, les cederá en gloria, y autoridad, «vincemini». «Pulchra victorias vobis, et gloriosa, captivi, facti in obsequium Christi». San Jerónimo, de la Junta en la universal Iglesia, de la confederación, y paz entre los hijos della, interpreta este   —491→   lugar. San Basilio elige otro camino, y cada cual de los Santos, si no descubre uno nuevo, juzga que no se encuentra con la dificultad. Yo me persuado a que ahí, como en parábolas, se intimaron a la iglesia los divinos consejos, la vida religiosa, y el camino de la perfección. Primero dice, que se junten en uno, que hagan congregaciones, que vivan en comunidad, que es el fundamento primero; sobre que carga el edificio de una religión. «Congregamini populi»; luego les dice tres veces que han de quedar vencidos. «Et vincemini, confortamini, et vincemini, accingite vos, et vincemini». Fue decirles, que se dejasen vencer tres veces, que tres veces se sujetasen, por los tres votos esenciales, obediencia, pobreza, y castidad; y correspondiendo a cada uno el «vincemini», tengo ponderado yo, que al primero, que denota la obediencia, no le añade, «confortamini», como al segundo, en quien la pobreza se entiende. Quizá, que porque para ser pobre cualquiera podrá esforzarse. Virtud, que, aún con los filósofos antiguos recabó la naturaleza. Pero tratando de la obediencia, no dice «confortamini», porque sería como por demás esforzarse a obedecer, si no esfuerza al obediente Dios, ¿qué fuerzas humanas bastarán para obedecer un mal prelado? ¡Oh! Cuando hay un malentendido, desbaratada, ¡qué estrago hace en una triste comunidad! «Percutiam omnem equm in stuporem». Dice Dios por Zacarías: Darles he unos caballos espantadizos, «et ascensorem eius in amentiam». El caballero sin seso, y espantadizo el caballo. Prelados poco cuerdos sobre sus prelacías quiso decir, y vese claro en lo que añadió después. «Ponam iudices Iuda, sicut caminum ignis in lignis, sicut face, in face». Serán sus jueces, sus superiores, sus prelados, un horno de fuego entre lo más seco de un bosque, y una hacha encendida entre el heno más enjuto. ¿Y qué resultará de ahí? «Et devorabunt ad dexteram, et ad sinistram». No les quedará nada en pie; qué de un hombre sin cordura, y sobre un caballo espantadizo, ¿qué otro efecto se puede esperar? Y para sujetarse a este estrago, para obedecer así, ¿qué esfuerzo humano bastará? Ninguno. Pues líbrese todo en Dios, y no le digan que se aliente; pues siendo Dios el que le ha de esforzar, claro   —492→   está que el «Confortamini» sobraría ahí. Añádese cuando de la pobreza se habla, «Confortamini, et vincemini», y a la verdad, aunque la pobreza no tiene la dificultad tan conocida, como la que en la obediencia se halla, como a singular virtud la trata Dios en el honrarla, y en el favorecerla. La castidad claro está, que en el último «vincemini» se encierra, que la palabra «accingite», conque el «vincemini» queda señalado, la seña es con que los santos conocen esa soberana virtud en las primeras palabras de nuestro Evangelio. Esta virtud es tan hermana de la religión, tan dependiente este voto de los dos primeros, que no era menester expresarlo. En último lugar se pone porque de los dos precedentes se origina. Claro está que la pobreza le da la mano, pues al hijo pródigo la deshonestidad le faltaba al paso del dinero; y después de haber dicho el Evangelio, que gastó cuanto tenía en desenvolturas, «consumsit omnia luxoriose vivendo», no hace mención de liviandad alguna, que la plata es la materia en que el fuego de la lascivia suele conservarse. La falta della cercenó ese entretenimiento al gran maestro de deshonestidades.

«Cur sim mutatus que vis? quia munera poscis».


Y la obediencia es la otra columna en que la castidad estriba, y estos dos votos que la sustentan, quizá que son aquellas dos columnas sobre que puso Salomón las azucenas. Aquel reconocimiento del superior tan forzoso, aquel retiro tan ordinario en que los religiosos se crían, aquel no poder ver, hablar, ni salir, en que los instruyen, mucho apaga, mucho sujeta, mucho mortifica. Diga allá en buen hora esotro.

«Cui peccare licet peccat minus, ipsa potestas
Semina nequitia languidiora facit».


Que la libertad vence la inclinación, y tener la voluntad sin piguelas, es evidente resfrío en el pecar. Piénselo   —493→   así, que era provechosa lección, y a su propósito, para descuidar un marido, que yo la clausura religiosa, el muro la llamo de la castidad. La obediencia que al religioso le sabe cercenar los pasos, celadora eficaz pienso que es de la pureza; y así habiendo precedido el ser pobre, y obediente, habiéndose sujetado a Dios con esos votos, no hay sino haldas en cinta, y caminar a ser casto. «Accingite vos, et vincemini». He aquí platicada la sustancia de la religión, y esa misma, como en símbolo, se halla en las tres cláusulas de nuestro Evangelio. «Sint lumbi vestri praecincti». He ahí la castidad dando la mano al «accingite vos, et vincemini». Que ¿qué santo en esa forma de ceñirse no la conoció dibujada? De la pobreza buen hieroglífico es un hombre, no con una, sino con dos candelas encendidas, «et lucerne ardentes in manibus vestris», que embarazarles ambas las manos, estorbarles es el recibir, el tener. Y de la obediencia, ¿cómo se nos pudo hablar más claro, que tratando de la vigilancia con que los criados esperan de noche a su señor, con disposición en el ánimo, de responder al primer golpe cuando llame? «Et vos similes hominibus expectantibus dominum suum, quando revertatur o nuptys». Engazados quedan ambos lugares; discurramos por ellos para hacer arrimo a las alabanzas del glorioso patriarca San Ignacio, y de su religión ilustrísima, cuyas excelencias predicamos.

«Congregamini populi». ¿Quién no divisa en estas palabras la Compañía de Jesús congregada de los pueblos todas; no sólo porque en su principio, entre diez solos compañeros, se juntaron las más distantes naciones, sino también, porque está ya tan extendida, tan dilatada, que abraza todo el mundo, y ámbito de la tierra? Oh ilustrísima familia, ¿quién te conoció ayer tan desmedrada, que viéndote hoy tan crecida, no juzgue, que habló en profecía el Pontífice Romano, que confirmándote, reconoció el dedo de Dios en ti, digitus Dei est hic? Y quién pondrá en aquel los ojos, y en este estado, que no conozca habló Isaías contigo, cuando dijo: «Paupercula; tempestate convulsa, absque, ulla consolatione, ecce ego sternam per ordinem lapides tuos, universos filios tuos, doctos a Domino». Pobrecita, Paupercula: habla a la Compañía en el   —494→   lenguaje que ella profesa, pues siendo tan grande fe juzga tan pequeña, que no tiene sujeto, que si la toma en la boca deje de llamarla, «minima nostra», mínima compañía. La pequeñita prenda mía, la pobrecita, la desvalida, la ultrajada, «paupercula»; la que entre las hinchadas ondas de la envidia, parece que se anega, «tempestate convulsa», la que no tiene a quién volver los ojos, ni de quién oír una sola palabra de consuelo, «absque ulla consolatione»; ca, alégrate que aquí me tienes. «Ecce ego», la regla y cordel tengo en la mano, yo comenzaré breve a poner en orden tus piedras, para levantar el más suntuoso edificio, que de tan chicos principios pudo jamás pensarse. «Ecce ego sterna per ordinem lapides tuos». La piedra fundamental sobre que todo estriba, ha de ser tu patriarca Ignacio, que no fuera disposición ordenada, que otra piedra se colocará primero; que antes que él, alguno otro se canonizará. Murmure el mundo, de que a San Francisco Javier, santo de arte mayor, soberano apóstol de la India (cuya incorrupción es milagro de por vida) le estorba su canonización Ignacio; que no se colocarán las piedras por su orden, si se le quitara el primer lugar, a la que fue primera. Eso le promete Dios a la Compañía; eso le asegura cuando le dice, que le pondrá por orden los sillares, dando a San Ignacio el primer lugar, y a San Javier el segundo, «Sternam per ordinem lapides tuos». Y no contento con eso, haré que todos tus hijos sean doctos, «universos filios tuos doctos a Domino». Cumplió Dios su palabra, que si la Teología se perdiera, en la Compañía se hallara. Ahí todos son entendidos, todos avisados, todos saben, todos son doctos, «universos filios tuos doctos a Domino». Los setenta intérpretes no leen doctos a Domino, sino «Discipulos Dei». Allá maestros que enseñen, hombres proyectos, «doctos a Domino», ¿y acá aprendices «discipulos Dei»? ¿Maestro que enseñe, y discípulo que escuche? Sí, que no hay saber calificado en el que enseña, si eso mismo que ha de enseñar, en la escuela de su Dios no lo ha querido aprender. Y esa es la soberanía deste Divino Maestro; esta es la eminencia de su escuela, que asentarse por su discípulo, «discipulos Dei», es tirar plaza de docto, «doctos a Domino». ¿Y quién que con tan fácil   —495→   diligencia puede echar fiadores a lo que ha de decir, le deja de consultar? Deste parecer está nuestro padre San Agustín, cuando hablando de la escala de Jacob, con ocasión de aquellas palabras del C. I. del Evangelista, «Videbitis coelum apertum, et Angelos Dei ascendentes, et descendentes supra filium hominis». Vino a decir: «Angeli Dei boni predicatores Christum praedicantes, hoc est super filium hominis ascendere, et descendere». «¿Ángeles que suben, y bajan haciendo escala de Cristo para bajar, y subir, que otra cosa son (dice Agustino) sino los que le predican?» «Quomodo ascendunt, et quomodo descendunt?» «¿Qué bajar, y subir es éste?» -duda el santo, y respóndese él. Que un discreto predicador sube, cuando se remonta con su agudeza, aunque tal vez aniña el estilo, y le abaja, cuando la incapacidad del auditorio lo requiere. El ejemplo es admirable. «Et dissertus aliquis Pater si sit tantus orator ut lingua illius Tora concrepent, et tribunalia conquutiantur si habeat parvulum filium, cum ad domum redierit, se ponit forensem eloquentiam, quo ascenderant, et lingua puerili descendit at parvulum». Séase esotro un Demóstenes, declame tan eficaz, que a su elocuencia se estremezcan, no sólo los jueces que le escuchan, más aún las salas donde residen, y los tribunales donde se asientan, que en verdad, que so pena de poco cuerdo, cuando vuelva a casa, si sale a recibirle el chicuelo, dejando para su lugar la eminencia en el decir, ha de hablar en niño, achicándose el tamaño del sujeto con quien habla. Queréis verlo en San Pablo (dice Agustino) pues oídle, y vereisle bajar, y subir en sola una sentencia. «Audi uno loco ipsum apostolum ascendentem, et descendentem in una sententia. Sivi enim inquit, mente excesimus, Deo? sive temperantes sumur vobis. Quid est mente excesimus, Deo? Ut ea videamus, que non licet homini loqui». He ahí la alteza a que se sube Pablo, cuando se encarama hasta el tercero cielo, donde concibe tales misterios, que si acá los hablara, fuera como usar de tropos y figuras con el niño, que aún gorjea. «Quid est, temperantes sumus, vobis?» Prosigue nuestro doctor. «Nunquid indicavi mescire aliquid inter vos, nisi Iesum Christum, et hunc crucifixum?» Eso es bajar San Pablo, cortarle al   —496→   talle del auditorio, achicarse al tamaño de los oyentes. Haber visto misterios tan grandes en la divina esencia, que le descubrió la cara, y disimularse de manera, que casi daba a entender, que los ignoraba, pues sólo trata de Cristo crucificado, pudiendo hacer ostentación de tantos Sacramentos; con esos a quienes escribía. Bien explica ahí Agustino las bajadas y subidas del Predicador. Pero aún más, moral es su segunda exposición. «Manifestum, quia et praedicatores ipsius ascendunt imitatione, descendunt praedicatione». Que si quieren hacer humilde el auditorio, se suban al cielo con la contemplación, y se vista de la humildad de Cristo, que habiendo subido a aprender, «ascendunt imitatione», bajarán seguros a enseñar, «descendum praedicatione». Excelentes agudezas de Agustino; y a vueltas dellas diría yo, que suben primero a consultar a Dios lo que predican, y bajan a predicarlo después. Suben a tratar con Dios sus desvelos, a registrar su sermón; y si vienen de allá, donde es todo verdades, ¿qué de veras hablará el predicador? Que es necesario asentar primero en la escuela de Dios, hacerse sus discípulos, «discipulos Dei», para saber enseñar; para ser doctos, «doctos a Domino». Tan eminentes predicadores en la Compañía, tan excelentes letrados, tanto saber, tal destreza en enseñar, ¿dónde se pudo aprender? En el orar. Tanta oración, tanta meditación, tan alta contemplación; como hay en la Compañía, que es sino asentar en la escuela de Dios, hacerse sus discípulos, «discipulos Dei», para alzarse justamente con el saber. «Doctos a Domino». Aquel retirarse los sujetos, aquel hurtarse a los ojos del mundo, para hacer aquellos santos ejercicios, en que el gloriosísimo Ignacio dejó retratado al vivo su espíritu Seráfico, que es sino irse a consultar con Dios primero lo que han de predicar, preguntar todo lo que han de decir, y conferir lo que han de hablar. Ésa fue la alta providencia de Dios con la Orden de nuestro padre San Agustín, retirarla a los desiertos casi ochocientos años, para enseñarla primero que la sacase a poblado, haciendo de los yermos escuelas, donde cursando aquellos divinos solitarios, aprendiesen en la oración tanta Teología, que habían de enseñar después. Húmedas las arenas de los desiertos de   —497→   África con la sangre de las disciplinas, mojados con arroyos de lágrimas los pelados cerros, cuyas cumbres jamás debieron otro tanto rocío al cielo, retumbando en las grutas los gemidos, examinados a los rayos del Sol los hijos del Águila, que a fuerza de estudios propios, con mayor razón ganó en la Iglesia aquese título, aprobados ya por buenos discípulos de Dios, discípulos Dei, trasládalos a las ciudades para que enseñen; y como lo que se aprendió despacio no se puede olvidar aprisa.

«Dedicit animus sero quod didicit diu».


Estámonos ermitaños, aunque nos tiene Dios hechos sus predicadores. Que San Juan, no porque salió a predicar, renunció el yermo, antes por ese camino se alzó con ambos títulos, «Erimique cultor maxime vatum»; y claro está, que en el púlpito había de defender el mayor, si en el desierto, en las escuelas de Dios aprendió a predicar. Este es el predicar de la Compañía, mucho platicar con Dios, mucho trato con Su Majestad, mucha familiaridad en la oración, de siete horas era la de San Ignacio, aun en los principios de su conversión. Eso es; ser discípulos de Dios y de ahí les nace ser tan doctos, «doctos a Domino». De gente así hizo su junta Dios, y aunque en su principio tan desmedrada, y pobrecita, paupercula, hoy tan crecida, y dilatada, que apenas hay nación en el mundo, que no tenga parte de ella, no hay pueblo que no la siga. Congregamini populi.

Esta grandeza de la Compañía de Jesús, bien expresada estuvo en aquella admirable visión, en que a este soberano patriarca, cuidadoso de la grande obra que emprendía, se le representó la creación del mundo. Y pica luego la dificultad: ¿en qué frisa esta fundación con la creación del mundo, qué se representa ésta, cuándo de aquella se trata? Yo siempre entendí que fue encarecer la prudencia con que esta religión se porta, se conserva y rige, como cortada a la medida de aquella con que Dios gobierna aquella máquina, «Artingens a fine usque   —498→   ad fienem fortiter». ¿Y qué hay, que sea remedo desto, sino la fortaleza, con que un hombre desde Roma alcanza tan de lleno con su poder a Lima, a la China, al Japón, al Brasil, y porque por menor no puede referirse, a todas las cuatro partes del mundo, sin que sus mandatos, sus órdenes admitan resistencia? Eso es, «attingens a fine usque ad finem fortiter». Pues lo suave de esta disposición, disponit omnia suaviter, ¿dónde se hallará tan parecida a la de Dios, como en la Compañía? La blandura del gobierno, con gobierno tan absoluto, quien lo supo casar así. «Regese os in virga ferrea», dice Dios a los prelados por David. He aquí el rigor, el «attingens, a fine, usque ad finem fortiter». Pero nótese la suavidad: «Et tanquam vas figuli con fringes eos», hace el golpe, pero como en vasos de barro por cocer. ¿Por qué no como en vasos de vidrio? Porque éste, si se quiebra, no se puede soldar: el vaso crudo de barro, sí. Haga golpes reparables el superior, tire a herir, no a matar. La blandura de la Compañía en corregir, ¡qué grande! La suavidad en castigar, ¡qué admirable! qué detenida es en ultrajar, qué próvida en prevenir, en atajar; los mismos que no puede sufrir, no los sabe deshonrar. Esa es la suavidad. Es un remedo del gobierno de Dios la Compañía; y así cuando se trata su fundación, represéntesele a Ignacio todo el mundo, para que se entienda, que su forma de gobernar, fue aprendida del gobierno del mismo Dios. O digamos que se le representa el mundo, cuando trata de fundar su Religión, porque el santo entienda, que no emprende en eso menos, que si tratara de criar un mundo, pues todo él está cifrado en la Compañía y de todo él se agrega y se compone. «Congregamini populi».

«Et vincemini». Como a valiente hizo Dios la guerra a San Ignacio. Alcanza Agustino cuan grandes son los desvaríos de los Manicheos, con tan desatentada superstición se halla despechado; los ritos, y ceremonias judaicas le obligan a dar arcadas; ascos hace del paganismo, la llaneza de nuestra fe le causa hastío; ve que su entender le da garrote, y enojado consigo se arroja debajo de una higuera, allí le manda Dios, que lea en San Pablo, «tolle lege, tolle lege». Y claro estaba, que había de buscar al   —499→   más elocuente de los santos, para convertir al más elocuente hombre del mundo. Va orgulloso San Pablo abrasado en celo de su ley, y en furor y rabia contra el cristianismo, camina hacia Damasco jurándosela a cuanto hallare de parte del crucificado. Sálele Su Majestad al encuentro, derríbale del caballo, no lo convierte con un sermón, conviértele con una voz que le espanta. Era Ignacio valiente capitán, tan feroz, tan alentado, que rendida Pamplona en el Reino de Navarra, sólo por su esfuerzo no se rendía la fortaleza. Enamórase Dios de aquel denuedo, y aficionado del para otra mejor conquista, con una bombarda hace que le quiebren una pierna; desmantela la pelota un lienzo de la muralla, cae una piedra, dale en la que le quedaba sana, y derríbalo en el suelo, cual a Pablo del caballo; que a un caballero tan valiente, claro está que había Dios de convertirle sólo con valentía. Misericordiosísimo Dios, piadosísimo Padre, Pastor amorosísimo, que a costa de vuestra salud comprasteis la de vuestro rebaño, y a la oveja más perdida, no entendéis, que la halagáis, si sobre vuestros divinos hombros no la ponéis; ¿qué rigor es éste que con Ignacio mostráis? Mas ya lo entiendo mi Dios, que cuando la oveja se descamina, cuando no responde al silbo, cuando no hay traza de detenerla, tal vez le tira el pastor con el cayado para alcanzarla, que menos daño es herirla, que perderla. Volvió en sí Ignacio, y pues le despertó el torcedor, no era confirmado el letargo: «aegrotavit Azá», dice la Sagrada Escritura, «dolore pedum vehementisimo», que le lastimó Dios los pies, que asestó hacia las piernas el tiro, y no volvió en sí, ni quiso convertirse; y como ponderándolo el sagrado texto, añade: «neque in infirmitate quae sivit Dominum», lastímanle los pies, y no se da por vencido; en el andar está de un obstinado. ¡Oh excelente natural de Ignacio, oh admirable inclinación, que a la voz primera de su Dios responde, al primer golpe de su Dios se rinde! ¡Oh hidalguía, oh blandura de un corazón noble, que apenas le llamó el que le tiene obligado, cuando aún sin pies corre tras Él, sólo porque le llama! ¡Qué fácil en buscar a Dios, qué firme, qué inmutable en servirle después de hallado! Que la constancia de Ignacio entre tantas   —500→   contradicciones, su perseverante resolución en tan turbado siglo, quiso Dios se divisase, cuando ordenó que el golpe de la bala le dejase cojo. Burlábanse allá ciertos soldados de uno, que siendo cojo se alistó en el ejército de Agezilao; entendiolo el prudentísimo Príncipe, y riéndose dellos, y con él, le echó el brazo al cuello y les dijo: «An ignoratis opus esse in bello, non qui fungiant, sed qui loco maneant»: Ignorantes, ¿ahora no sabéis que en batalla, donde se ha de vencer, o morir, nada importa menos que pies? No sabéis que en pelea, que se ha de hacer a pie quedo, ninguno guardará su puesto mejor, que quien no sabe correr. «Opus esse in bello, non qui fungiant, sed qui loco maneant?» Oh valentísimo Ignacio, cuán justamente tenéis la conducta, que gozáis, que en guerra tan entablada, contra espirituales fuerzas, contra invisibles contrarios donde no vale el huir, partido es el quedar, cojo, para saber pelear. Que en pelea, donde sólo ha de vencer, quien más sabe porfiar, dicha es no tener pies con que huir. He ahí la perseverancia de Ignacio, he aquí su porfiar, he ahí su no dejarse vencer, cuando todo el infierno le combate; pero he ahí su darse por vencido a la primera bala que le tira Dios, vincemini.

Este vincemini tres veces repetido, por el misterio del número, que dice multitud, como todos los demás que se componen de dos; el uno igual, y desigual el otro, tengo por sin duda, que declara la obligación de un perfecto religioso, que en todo se ha de rendir, en todo se ha de dejar vencer, en todo se ha de mortificar. Es nuestro Dios muy celoso, todo el corazón nos pide, toda el alma le debemos dar. De todo lo criado se ha de desasir quien le quiere agradar. Todo asimiento humano se ha de temer, ni el ser en materia pequeña es bastante a disculpar; que estoy atado, ¿qué importa que no me ate una cadena, si un hilo de alambre basta? Harto delgado era el que antes de su última resolución tenía preso a Agustino: «Sic aegrotabam (dice hablando de ese tiempo) excruciabar accusans me metipsum solito accerbius nimis». Encarecido lo dice, que falta en el bien decir, por no faltar en el encarecer, en el exagerar. «Solito accerbius nimis». Me crucificaba a mí mismo, acusándome más áspera y rigusosamente   —501→   que solía, solito «acerbius nimis»: Mas mucho nimis. Pues ¿de qué era el enojo? ¿Qué era lo que se reprehendía? ¿Qué es lo que de sí, a sí mismo se acusaba? «Volvens, ac verfans me an vinculo meo, donec abrumperetur totu, quo totu exiguo tenebar». Bregaba contra lo que me impedía, lo que me ataba, hasta que se rompiese aquel delgado hilo que me prendía, «quo tam exiguo tenebar». Pues estando ya tan delgado el lazo, ¿por qué os enojáis Agustino, por qué os enfurecéis? Por eso mismo, porque basta a detenerme, aún estando tan delgado, «sed tenebar». ¡Qué lástima, que deje el otro (enunciando, el siglo) cuánto tuvo, y cuánto pudo tener, trocando sus esperanzas por la mortaja de una religión, que haya roto las cadenas con que el mundo le amarraba, y que quede atado, y asido al lazo de un librito, o de una lámina! ¡Qué por seguir a Cristo más ligero, se descargue, aún en la expectativa a la prebenda, a la garnacha, y que la precedencia de un solo lugar lo detenga, y embarace! ¡Qué habiendo dado en el suelo con su hacienda, porque le hacía dar traspiés su incomparable peso, que habiendo dejado el tener por no pecar, peque por gastar sin licencia seis reales! ¿Hay tal desdicha? Delgado es el hilo, pero ésa es la mayor bajeza, que con ser tan delgado baste a detenerle, «sed adhuc tenebar». Oh admirable conversión, o resolución valiente la de Ignacio, qué fácil rompe las ataduras, pica las amarras, y queda libre. Deja la vida suelta, y recreable de la milicia, los sueldos, las ventajas, las conductas, desprecia su calidad, la ilustrísima casa de Loyola, y el antiguo lugar de lo mejor de Vizcaya: estima en poco el respeto de sus deudos, el amor, y caricias de su hermano, tanto, que ni una carta suya leyó, hasta que pasó desta vida, quemando en Roma las que le venían de su patria, porque no le asiese el corazón con abrirlas, el pequeño gusto y recreo, que le daría el leerlas. Todo lo deja, de todo se deshace, de todo se desnuda; la espada y daga ofrece a la Virgen gloriosa en Monserrate, como dando a entender, que renuncia las esperanzas de aquella, y que a nueva milicia se consagra. Las galas pisa, sus vestidos deja, aún hasta aquellos con que se cubre trueca con un pobre; queda desnudo, y huyendo de la propia,   —502→   busca cual otro peregrino, Abraham, ajenas tierras; que quien como él, ha de ser padre de tantas gentes, bien es, que para tan gran multitud juzgue por angostos los términos de la suya. Sale de Venecia para Jerusalem, y pagado el flete entra en cuentas consigo, halla en la bolsa un poco de dinero, congójale cada real, cual si fuera una postema; mira a cada maravedí con el temor que pudiera a un enemigo, y como está hecho a nunca tener nada, discurre ansioso por la playa, buscando a quien dar, lo que aún yendo sin matalotaje, pensó que le sobraba. Y no hallando persona, entre la arena lo arroja, juzgando que, pues, las aguas en el mar Bermejo, por no atraverse al peso de semejante carga, se apartaron, dando a pie enjuto pasaje a los hebreos, cargados de las riquezas de Egipto, no sería razón cargarse lo que aún a las aguas del mar agobiara. ¿Pues de tan pequeña cantidad, tales recelos? Sí, que Ignacio de todo se desembaraza, todo lo deja, de todo quiere estar desasido, no quiere que le detenga, ni un hilo; ¿qué importará ser uno, si ese sólo bastará a detenerle? «Sed tenebar». Toda su vida fue una entablada pelea, una continuada lucha, una cruz de por vida. En todo se mortificó, en todo se dejó vencer, con tan grande cuidado renunció lo que en el camino de la perfección parece aún niñería, como aquello en que su salvación se atravesaba. Eso tengo ponderado yo en las reglas de la Compañía, que descienden a cosas tan menudas, que a quien las mirare sin atender a lo delgado, con que esta religión de su mismo Dios se enamora, y al temor con que siempre está, si sólo en un punto le desplace, las juzgará por unas excusadas niñerías; pues no son sino importantes preceptos; que demás que en ellos claramente descubrimos la fidelidad del siervo, de quien con evidencia se arguye, que tratara con limpieza todo el caudal de su dueño, pues puso tan gran cuidado en tan pequeñas partidas, son requisitos necesarios para un buen religioso, que el que trata de perfección, nada que huela a observancia ha de intermitir. «Latum mandatum tuum minis nimis», (dijo David). Gran latitud, Señor, tiene el camino de la virtud, que holgada es vuestra ley, ancha es la senda de la perfección. San Agustín lo explica del   —503→   precepto de la caridad, «in qua sine angustijs», (dice el Santo) «via quoque ambulatur angusta». Ancho es el precepto de la caridad, porque se extiende hasta el enemigo, y angosto por eso también, que otra cosa pone en tanto aprieto nuestra naturaleza, ¿cómo querer bien a quien nos hace mal? «Latum mandatum tuum nimis». Ya lo entendería de la Ley de Dios. ¡Oh a lo que se entiende! Otras leyes dicen, que no maten, acá, que ni aún lo imaginen; otras leyes el adulterio castigan; acá, aún el deseo es adulterio, «maechatus es eam». Esto mucho es, pero, aún lo lícito cercena la perfección evangélica, de quien habla este lugar. Que el «no omnia expediunt» de San Pablo, después del «omnia mibi licent», del aprieto en que pone la perfección, lo han querido algunos interpretar. Pero es más seguro parecer que apenas hay cosa lícita al religioso, de las que lo son al secular. Todo lo ha de perder, en todo se ha de crucificar. Representábansele a San Agustín el día de su conversión sus apetitos, y decíanle como lamentándose: «Dimittis nenos, a momento ista nom erimus tecum in ae teum?» Desde ese punto, ¿de nada ha de haber apetito? Claro está, que todo lo circuncida la ley de la perfección. No hay niñería a que no se atienda, «Latum mandatum tuum nimis». Oh santísima Compañía, claro está, que, siendo tan perfecta, sabiéndote en todo vencer, sabiéndote en todo crucificar, habías de ser de Jesús, que en todo quiso padecer. Gustó la hiel y vinagre, «cum gustasset», no la quiso beber, (dice San Bernardo) «noluit bibere potum non potandum, sed potius degustandum, quia ad tormentum lingue sufficit acetum gustasse». Bastó probarla para afligir la lengua, porque sola ella les faltaba por atormentar. ¿En qué no pruebas tus fuegos? ¿En qué no los afliges? ¿En que no los mortificas? Ninguno hay en ti que no parezca está en Cruz. La vileza del vestido, el desaseo en el calzado, el desaliño en la celda, lo humilde y pobre en la cama, lo corto y moderado en la comida, la igualdad del que no estudió con el letrado, ¿qué es sino crucificar tus hijos? ¿Traerlos siempre en todo mortificados? Cortados al modelo de tu glorioso patrón, de tu humilde patriarca, que en todo se mortificó huyendo tanto el honor, que para   —504→   expeler un mal espíritu, para sanar un endemoniado quiso encerrarle, en su celda, porque también la gloria del milagro se encerrase. ¿Esto no es apretarse en todo? ¿Crucificarse en todo? ¿Vencerse en todo? Sí. Pues dígase, que en todo infinitas veces se venció, y que esas se profetizan en el vincemini, tres veces repetido.

Vincemini, ese es el primer vencimiento de Ignacio, la obediencia. En esa virtud fue extremado. Voto hizo (y ese es el cuarta de los esenciales en la Compañía) de obedecer al Papa para todas las misiones, en que para cualquier parte del mundo le ocupase. En esta virtud es tan admirable esta religión, que dijo della la gloriosísima Santa Teresa de Jesús, hablando de un religioso de la Compañía que la confesaba; tenía superior, y ellos tienen esta virtud en extremo, de no se bullir, sino conforme a la voluntad de su mayor. Esas son las palabras de la santa, o del Espíritu Santo, que pienso es el que las dictó. Tan puntual fue San Ignacio en enseñar a obedecer, que escribiendo a San Francisco Javier una carta, en que le ordenaba viniese de la India a Roma, no quiso firmar su nombre entero, contentándose con la I, que es la primera letra del, juzgando de la grande obediencia de la Compañía, que para tan grande peregrinación bastaba sola una letra: imaginar que el superior lo mandaba, ver aún en cifra su nombre; no leerlo, sino adivinarlo. Y claro está que eso bastara para el Santo Javier, si cuando llegó el mandato no se le hubiera Dios llevado. Es grande obediencia la de la Compañía, fácil se rinden al superior, déjanse vencer del prelado, vincemini.

«Confortamini, Vncemini». He ahí el voto de pobreza. Grande fue la de Ignacio, amó mucho esta virtud. La más grande que hoy se halla, la más célebre en la Iglesia, es la de aquel vivo retrato de Cristo, aquel serafín en carne, aquel patriarca divino, que dejó ricos a sus hijos, fundándoles mayorazgos sola en la providencia de Dios, el glorioso San Francisco. Y lo que ensalza esta pobreza, lo que lleva a las otras de ventaja, es no admitir cosa propia en común ni en particular. Esta es la pobreza que profesa la Compañía, en los colegios, no donde los estudios   —505→   se entablan, donde los ejercicios de letras se platican; que fuera temeridad en siglo, donde la caridad está tan resfriada, librar en la cortedad de la limosna cuotidiana, el sustento de gente tan ocupada, que no podía comprarla, aun a costa de pedirla. Las casas profesas, si se estiman tanto en ser pobres, que renuncian el tener en común, ni en particular. Viven sin rentas, no admiten profesiones, ni un peso reciben por la limosna de una misa. Viven de la propiedad ordinaria de los fieles, pidiendo de puerta en puerta alcanza el sustento de cada día, y en fe de que profesan eso, hacen que mendiguen sus sujetos, sacándolos con la alforja al hombro por las plazas, antes de darles la profesión última. ¿Hay mortificación tan grande? ¿Quién pidiendo así no colorea? ¿Quién no se turba? ¿Quién no se congoja y aflige? Bien conoce Dios la dificultad, pues les previene que se alienten para dejarse vencer de la pobreza. «Confortamini, vincemini». La castidad fue tan querida del glorioso San Ignacio, que nada le sobrefaltaba, sino santos recelos de perderla. En ella le confirmó Dios a instancia del amparo, y asilo de los castos, a ruego de María, fuente de la pureza. Fue purísimo este patriarca santo. Y admírame, que con eso tratase tan de paso en sus reglas del voto de la castidad. En los demás se detiene mucho, y de este apenas habla. Sólo les dice a sus hijos, que han de ser como ángeles, y que este voto no admite interpretación. ¿Que no gastase tiempo en exceptar la lascivia, en poner penas a una deshonestidad? No, que juzgó por tan sucio aqueste vicio, que ni aún para reprenderlo quiso tratarlo. Represéntale Dios a Joseph sus trabajos, sus cárceles, sus penas, su reducción, su triunfo, sus medras, y sus glorias; y repara San Teodoreto, en que no le reveló el trato deshonesto de su ama. El santo, en que era figura de Cristo halla salida. Pero sin tocar ahí, diría yo, que ese vicio es tan asqueroso, que quiso Su Majestad, que ni aun por la imaginación le pasase; que una alma religiosa ha de temblar de una desenvoltura, aún imaginada. Duerme el apóstol de la India, el segundo Pablo en la predicación, el vaso de elección, en que el nombre de Jesús llevó a tantos gentiles, «ut portet nomen meum coran gentibus». Duerme, en   —506→   efecto, una noche sosegado San Francisco Javier, y comienza a dar voces entre sueños, a estremecerse y sudar, a temblar, y acongojarse, como si bregara contra la pesadumbre de un monte, que a fuerza de brazos desease echar de sí; fue tan grande la que hizo, que la reventó sangre por los ojos, y le echó a borbotones por la boca. Despertó, como quien sale de aprieto, que causó semejante estraga; preguntole su compañero, ¿qué pasión le tenía tan sobresaltado, y qué ocasión tuvo la sangre que vertía? Y respondiole: hermano, un sueño deshonesto. ¡Oh pureza angelical! ¡Oh rara castidad! ¡Oh honestidad portentosa! ¡Que le desatase las venas, que le reventase sangre por los ojos una torpeza, aún soñada! Tanto estrago hace en una alma religiosa una desenvoltura no admitida, sino representada. Oh gloriosísimo Ignacio, ilustre fundador de un nuevo cielo, cuyos habitadores son ángeles en la pureza; ya entiendo porqué la deshonestidad, haciendo reglas, no quisisteis escribirla. Fue vuestra castidad tan grande, tal vuestra pureza, que os reventara sangre por los ojos, como vuestro hijo la fealdad de la lascivia, si aún para reprenderla tratárades de hablarla, si para castigarla quisieseis escribirla; ese vicio tan en rostro le daba a San Pablo, aún el oírlo, que no consentía nombrarlo, ni aún para contradecirlo, «nec nominetur in vobis», que ni al púlpito habíamos de traerlo, aún para abominarlo: Su celestial pureza, su angélica castidad dejó vinculada a sus hijos San Ignacio. Parecen hechos de materia de cielo. Son unos serafines, en cada niño que sale por esa plaza, va segura la honra de toda su religión. No hay recato tan advertido en encubrir un trato que pareciese mal; como el que tuvo Santa Teresa de Jesús, para encubrir la comunicación con los de la Compañía, dando por causa su humildad, porque quien la viese comunicar gente tan santa, pensaría que había en ella una grande santidad. Y dijo bien, que la modestia y honestidad de esta religión es tan grande, que la modestia de cualquiera della, no sólo autoriza una casa, más aún puede calificar un linaje. Todos son puros, todos son castos, todos están ceñidos; tomaron bien el consejo del Evangelio: «Sint lumbi vestri praecincti». Y esto no lo chimeriza mi antojo, ni   —507→   se le antoja a mi devoción, en ellos se divisa, luces tienen en las manos. «Lucerne ardentes in manibus vestris», que por eso se pone tan cerca esta de aquella cláusula, porque se entienda que su modestia, su honestidad, su virtud se remite al ver, no se libra en el adivinar. He ahí en San Ignacio, y en su Compañía ajustadas las tres cláusulas del Evangelio con los tres votos esenciales, que el cuarto no lo pongo en diferente categoría, porque lo reduzco al primero, y ambas cosas con el vincemini tres veces repetido.

En tres virtudes fue aventajadísimo San Ignacio, y admirable la Compañía: humildad, caridad y tolerancia, y como todas tres son tan desconformes con nuestro natural, y para ganarlo y rendirlo están en continua lucha, y el sujetarlo es la victoria mayor, bien podemos arrimar lo que destas tres virtudes hemos de decir al vincemini, que repite tres veces Isaías. Venció en Ignacio la humildad, apoderose de su alma de manera que le tengo por tan humilde, como el que lo es más entre los santos del cielo. Admíranme el rigor, con que obligó a sus hijos a no pretender obispados, ni otras eclesiásticas prelacías, obligándoles con pena de pecado mortal, y estrecho voto a no hacer diligencia, ni aún indirectamente, para acudir a ellas. ¿Esta no es modestia rara? Moderación singular y humildad incomparable? Claro está que sí. Pues aún más ponderable es haber fundado una religión tan ilustre, sin querer, que ni aún en el nombre parezca suya. Los Basilios decimos, los Agustinos, los Benitos, los Jerónimos, los Dominicos, y los Franciscos de los nombres de sus fundadores, y sólo la Compañía huye ese título. Encubrir la honra, hacer la hazaña y esconder la mano, es la mayor modestia. San Juan en el cap. 12 de su Evangelio refiere, que entre muchos extranjeros, que a la fama de los milagros de Cristo, venían por verle, unos gentiles deseosos de hablarle, y de conocerle, llegaron a San Felipe y le suplicaron les sirviese con su maestro de padrino o de tercero, que les allanase la entrada, y les asegurase la audiencia; y dice el Sagrado Texto: «Venit Philippus, dicit Andrae, Andreas rurfus, Philippus dixerunt Iesu, tanquam ei, qui ante erat, ille non arrogat sibi suggestionem».   —508→   Que a San Andrés rogó San Felipe alcanzarle aquella gracia, y San Andrés, porque no pareciese se alzaba con toda la de su maestro, hizo que entrase a la parte en el ruego San Felipe. Y ponderó la modestia de ambos; singularmente Teosilato: «Vide modestiam Philippus dicit Andrae». ¡Oh modestia admirable, que no sea mayor el negocio, que la privanza de Felipe, y que quiera ocultarla! Y que San Andrés tema tanto parecer el valido; que quiera darnos a entender que para alcanzar cosa tan poca, ha menester compañero. ¡Y que huyendo de las gracias, por dejarlas ganar a San Felipe, para hacer el ruego, guste de llevarlo consigo! Esa es la mayor modestia, la más excelente humildad, hacer la valentía, y excusar las honras della. Oh humildísimo Ignacio, ¿a quién no pasma, a quién no asombra tan portentosa humildad? ¡Que seas dueño de una tan gran maravilla como tu religión sacrosanta, que acometieses entre tantos enemigos, la más dificultosa empresa, que en tan breve tiempo la acabases y que de nada cuidases menos que de dar a entender al mundo que era tuya! Cercó Joab (dice la Sagrada Escritura) a Rabath, ciudad de los amonitas, apriétala de manera, que excusa el batirla, porque sabe de cierto que ha de entrarla y no quiere por sí rendirla, porque tiene avisado a David que venga en persona a asaltarla, y dale por razón al rey: «Nepostquam a me vastata fuerits urbs nomini meo adscribatur victoria». Que venga a saquearla, porque aunque ha trabajado en el cerco, y en los rebatos, no quiero que la victoria se ponga en su cabeza. No se llama (dice Ignacio) de Ignacio esta Compañía, aunque me ha costado tanto, llámese de Jesús, bórrese de ahí mi nombre, «me nomini meo adscribatur victoria». Que habiendo sido de Cristo los alientos en la pelea, sólo el nombre de Jesús ha de sonar entre los gloriosos triunfos de la victoria. ¡Ay, humildad tan profunda! Excusar con tantas ansias, que sepa el mundo puso la mano en obra tan señalada. Que prueba tan clara deste deseo, lo que hizo en su muerte San Ignacio. Después de haber enviado por su bendición, y licencia para morir al Papa (para que aún en morir por obediencia fuese retrato de Cristo) se recoge en su celdita, y entrándose en sí mismo, que era   —509→   su más quieto oratorio, a solas con su Dios expira. Que no llamase a sus hijos, como hicieron los demás patriarcas; que no juntara sus religiosos, que no les encomendara la observancia de su regla; que no se despidiera amorosamente de su religión, de su vergel, de su viña. ¿Que la plante y no la vendimie? No, que nada excusa tanto como que se piense que es suya. Y como nunca buscó, sino la mayor gloria de Dios, quiere, que a sólo Dios se le dé la gloria. ¿No se echa de ver, en aquella forma de tener en la mano la venera en que está escrito el nombre de Jesús? Siempre entendía, que el poner delante el nombre de Jesús, era prevención contra los tiros, que esperaba, que del nombre inefable hacía escudo. Y tal vez me persuadí era alentarnos en nuestros trabajos, y decirnos, como Dios, mostrando la Cruz a Constantino, «In hoc, signo vinces». Nadie desconfíe en el vencer, si con este nombre entra a pelear. O que conociendo cuán inclinado es el mundo al interés, con la boca trataba de convertir, y mostraba en la mano lo que había de pagar, como diciendo: Nadie dude de padecer, pues es ésta la presea que ha de ganar. Pero después que he considerado la suma humildad de Ignacio, lo que huía el honor, el afecto, con que sólo para su Dios le pretendía, me resuelvo a pensar, que viéndose ya de todo el mundo venerado, y que toda él le hinca la rodilla, pone delante a Jesús, y como escondido tras Él, dice al pueblo devoto, que se le inclina, «ne nomini meo adscribatur victoria». Cristiano, el nombre de Jesús venció, no le descamines el honor de la victoria; El sí te rinde, te sujeta, que es mi Señor; a mí no que soy entre las suyas la más vil y apocada criatura. Esas súplicas, esos ruegos, esas lágrimas, a este nombre las encamina, en este libra sus deseos, en este puedes poner tus esperanzas, en mí no, que soy un pobrecito. Ilustrísima religión es la Compañía, pero no es mía, sino de Jesús, no a mí, sino a este Señor le da los parabienes. Dificultades hubo en recogerla, grandes inconvenientes tuvo el entablarla, valientes enemigos se atropellaron al defenderla, imposibles se vencieron al confirmarla; pero esa victoria no es mí a, deste nombre es, no la hurtéis para mí, «ne nomini meo adscribatur victoria».   —510→   Oh humildísimo Ignacio, aunque más huyáis la honra, ella correrá tras vos, pues ese Señor a quien se la dais, toda la que tiene, a no entrar sus queridos a la parte en ella, la juzgara desabrida. Justísimamente gozáis esa honra que tenéis, y pues en ella se honra Dios, en cuyo nombre vencisteis, no la excuséis, que cuando por lo que peleasteis, por lo que padecisteis, por lo que ganasteis, no merecierais el nombre de vencedor, lo merecéis porque lo huís, que no hay vencer tan glorioso, como por humillaros, rendir la inclinación al honor y daros voluntariamente por vencido. «Et vincemini».

La caridad es la otra virtud con que Ignacio rindió lo rebelde del natural, con ella fue fervorosísimo. Fue (como su nombre dice) un abrasado serafín; por ahí comenzó su vida. El primer paso fue hacer limosna, hasta quedar desnudo, dando el vestido por Dios. Eso caridad es; pero aquel anhelar por reducir almas, aquel fervor en negociar la salvación de sus prójimos, aquel encenderse en celo, viendo ofendido a su Señor, era la caridad más grande a Su Majestad, y a ellos. A costa de gran dinero, de sumo trabajo, y aún de propia reputación, labró casa para que las mujeres de mal vivir se pudiesen recoger, si se quisiesen reducir. ¿Que no sufrió al predicarlas, al convertirlas, al recogerlas? No perdonó trabajo, ni aún al de escuderearlas, llevándolas por las plazas de Roma al recogimiento que les había edificado. Reprendíanle sus amigos aquel cuidado, juzgábanlo por perdido, y decíanle que en gente tan ruin al primero lance había de verlo mal logrado. Y respondió el santo lleno de amor de Dios, que si gastara la hacienda y el favor de sus amigos, toda su industria y sosiego, su salud y aún su propia vida, compraba muy barato, que enmendara la suya un alma por una hora, que todo era poco, por sacar un alma una hora sola de pecado. ¿Hay caridad tan viva? ¿tan encendida? ¿tan dilatada? ¿Que a gente tan ruin, tan asquerosa quiera extenderla? Afecto es, que me admira en la Compañía de Jesús, cuando la veo ocupada en la educación de la ingrata juventud, en la enseñanza de indios rudos, y negros bárbaros, penetrando por entre nieves heladas, montes, fieras, desiertos, las tierras más remotas, más   —511→   apartadas, teniendo por honrosa conquista la de un indiezuelo miserable, olvidado entre riscos, más rebelde que todos ellos. Y lo más ponderable en estos padres no es la grandeza de sus corazones, donde caben niños, hombres, viejos, letrados, ignorantes, presos, enfermos, pecadores, sino aquel hacerse con todos por granjeárselos a Dios. Aquel desdecir de su instituto por cumplir bien su instituto. Aquel faltar al recogimiento y clausura que profesan, sólo por ganar las almas con quienes tratan. Esto es el más refino amor. Del de Dios lo ponderó Agustino. «Delectat me imitare quantum valeo. Mansuetudinem Domini mei Iesu Christi, qui etiam ipsius mortis malo, quo nos exuere voluit indutus est». Desea imitar (dice Agustino) aquella piadosa mansedumbre de mi Dios, que con aborrecer tanto nuestros achaques, sólo por librarnos dellos quiso hacerse achacoso. Este amor imita la Compañía, desea extirpar ocupaciones, cercenar negocios, enseñar recogimiento y entablar en el mundo la oración; y tal vez oración y recogimiento atropellan por reducir un alma. ¿Es ese amor como quiera? ¿Es pequeña caridad? Es lo más delicado, lo más puro, lo más encendido, lo más acendrado della. Esa es la que buscaba Agustino, la que en nuestro Dios deseó imitar, «qui etiam ipsus mortis malo, quo nos exuere voluit indutus est». Grande amor, caridad notable; trocar la propia por la ajena comodidad. ¿Y esta sería pequeña lucha consigo mismo en el corazón de Ignacio? ¿No daría voces el natural, que es tan amigo de sí? Claro está, pero ésa fue la valentía, venció a su inclinación el afecto de la caridad, «et vincemini».

Su paciencia, su tolerancia, le dieron a San Ignacio tercera vez el título de vencedor. La irascible quedó hollada, la propia estimación y las pasiones todas, que al sufrir se oponen, fueron vencidos, «vincemini». Las persecuciones de San Ignacio le hicieron un mártir de por vida. ¿Tan grandes contradicciones como las que este Santo tuvo qué fueron, sino un entablado martirio? San Basilio, a quien refiere Santo Tomás, sobre aquellas palabras que de Cristo cuando niño profetizó Simeón, «positus est insignum, cui contradicetur». ¡Oh, y que dello le han de contradecir! Leyó: «Insignum, quod crucifigetur». Que   —512→   le crucificarán, dice esta versión, y que le contradirán aquella. ¿En qué se cifran? ¿En qué se parecen? En mucho, que siente tanto Cristo nuestro Señor que le contradigan, como que le crucifiquen. Según esto, en una continuada Cruz estuvo Ignacio todo el tiempo de su vida; y aún hasta hoy le ha martirizado el mundo; que martirios padecen aún cuando ya están los santos en el cielo. «Ab auditione mala non timebit», dice del justo David después de muerto. Consuélale de los murmuradores; no con que no dirán del, sino con que no temerá que digan; no con que no oirá blasfemias, sino que no estará en estado de sentirlas, ni tendrá por qué temerlas. «Ab auditione mala non timebit». Y el no sentir no les descamina a los santos, en cierta manera la corona; que al Bautista los doctores le llaman mártir dos veces, porque muchos siglos después de su martirio, quemaron e hicieron polvos sus soberanas reliquias. Y la lanzada de Cristo, en cuenta entra de su pasión, aunque se la dieron muerto. Semejantes estragos hicieron en Ignacio desenfrenadas lenguas, instrumento tan pernicioso y nocivo, que concuerda San Agustín el encuentro, al parecer, entre los Evangelistas cerca de la hora en que crucificaron a Cristo, con que a la hora de Sexta le crucificaron en el Calvario, y a la hora de tercia, diciendo: «Crucifige, crucifige», le tenían con las lenguas ya crucificado. Muy advertido tengo aquel gemir nuestro Redentor sanando al mundo, «tetigit Linguam Eius, et suspiciens in caelum ingemuit»; ¿para desatar la lengua gime y mira al cielo? Si, como quien dice: ¡Ah, que hay una lengua más! Es grande enemigo, hace más sensibles martirios; llega donde el hierro no llegó, sabe trinchar una honra, y herir un alma. Aún en el cielo no estaba Ignacio libre della. En lo que padeció en su vida, halló una forma de padecer tan sutil, tan delicada, que parece que se anduvo a buscar lo más fino del apretar, la quintaesencia del afligir, del congojar. No hay tan sensible persecución como la que a manos de gente virtuosa se padece; que cuando la levanta un hombre desgarrado, antes es autoridad ser perseguido. Tertuliano, hablando de la alteza de nuestra fe, vino a decir: «Consultile commentarios vestros illic reperietist primum Neronem in   —513→   hanc sectam tum maxime Romae Orientem Caesariano gladio ferrocisse, sed tali dedicatore damnationis nostrae etiam gloriamur, qui enim scit illum inteligere potest, non nisi grande aliquod bonum a Nerone damnatum». Que la ley de Cristo, cuando no tomemos de ahí su honor, con ver que desplace a un hombre tan ruin como Nerón, queda calificada; pero que gente virtuosa os lastime, será poner en balances vuestra opinión, y en opiniones vuestra inocencia; y aún será milagro que haya quien en vuestro favor opine. Y éste es el mayor sentimiento, el más apretado dolor, y la más áspera maldición que esotro pudo echar al que le aborrecía.

«Dignusque puteris
Ut mala cum tuleris plurima, plura feras
».


Esta es la manera de padecer que tuvo San Ignacio, a manos de católicos, pues el Reino de España le persigue, y ha menester irse a Francia. De hombres letrados, pues en Salamanca no cabe, cuando la Universidad de París le admite, y le da por hijos los que tenía entonces más lucidos. Maltrátale gente cristiana, espiritual, eclesiástica. Ya le examinan, le prenden, le castigan; ya le acusan, le ultrajan, le destierran, ya le llaman embustero, sospechoso en la fe. Y como si dogmatizara, aun el predicar le prohíben. Hácenle comparecer cada rato, en todo tribunal le calumnian, en todo juzgado eclesiástico le obligan a dar razón de sí, de su conversación, de su trato. Provisores, inquisidores, obispos, hacen averiguaciones, pesquisas de su proceder, de su vida. Nadie la aprueba, nadie la apoya, nadie la favorece. ¿Hay tal padecer? ¿Hay tal apretar? Cuando la inocencia y santidad del que persigue es el más abonado testigo contra el que padece, ¿quién no le condenará, si no tiene excepción el que la acusa? ¿Quién pensará que es justo, si justos le abominan? Notables son aquellas palabras de Cristo Señor nuestro. «A sanguine Abel iusti, usque ad sanguinem Zachariae». «Pagaréis todas las muertes de los santos   —514→   profetas, que os envié, y ninguna me ha de quedar sin castigo, desde la de Abel justo, hasta la de Zacarías». Señor, ¿y Zacarías no es justo? Claro está, que si fue el padre del Bautista muerto en defensa de la pureza virginal de Nuestra Señora, como allá se imagina Orígenes, con quien San Basilio, Eutimio y Teofilato sienten, notoria es su santidad. Y si es uno de los doce profetas menores, como sintió Strabón; ¿quién pudo negarle el título de Justo? Y siendo, como sintieron San Jerónimo, Beda, y los demás doctores, Zacarías, hijo de Joyadas, a quien otros llamaron Barachías, muerto por decreto del rey Joas, a manos de todo el pueblo, que le apedreó en odio de la verdad que las predicaba; claro está que pudiera Cristo nuestro Señor haberle llamado justo, como a Abel; y vemos con todo que no quiso, «a sanguine Abel iusti, usque; ad sanguinem Zachariae»; tal vez me persuadí, que fue por guardar el decoro al primer justo que padeció martirio, porque en presencia del que a tan alta empresa supo abrir camino delante del primero que con su sangre compró el título de justo; dársele a otro, sería como alzársele con su título. Y ésa es la razón por donde en mi sermón parezco mal partido; pues siendo de tres la fiesta, y viendo a los lados del glorioso Ignacio a San Francisco Javier y al Santo Luis Gonzaga, sus dos discípulos, no parto con ellos estas alabanzas. Ellos han menester ser quien son para el lustre de su Padre. «Filius sapiens laetificat Patrem», y no era necesario ser quien es San Ignacio, para que con él se honrasen. «Gloria filiorum parentes corum», que por eso al parentes no se añade la palabra sapiens, que añade al hijo. Y eso bastaba por alabanza, pero no las excusé por eso, sino porque, como cerca del primero justo que derramó su sangre, quitan a Zacarías con serlo, aquese título; en presencia deste sol, deste primero justo de la Compañía, desde que fue el primero, que abrió camino a este instituto, no hay otro que se descubra, ni tan grandes alabanzas, que entre las suyas no queden ahogadas. Que es bien guardar cada Abel su decoro, «a sanguine Abel iusti, usque ad sunguinem Zachariae». Vamos a la segunda razón de haberle añadido a Abel el título de justo. La más valiente que halla es porque su mismo   —515→   hermano le quitó la vida. Ya se descubre la dificultad. ¿Su mismo hermano le mata? Pues quién, si no le canoniza Dios, no pensará que dio la ocasión él al fratricida? Llámese justo a boca llena. «A sanguine Abel iusti». Hágase sombra a su virtud, échese ese fiador a su gran santidad, atropelle la Iglesia inconvenientes, dispense en el tiempo, apresúrele a San Ignacio sus honores, invóquele en la letanía, declare al mundo su santidad, que padece a manos de católicos que sus mismos hermanos le persiguen y ¿quién con eso juzgará que es santo, si el mismo Dios no le canoniza? Ea que ya le ha la Iglesia canonizado, ya está declarada su santidad, ya está indubitable su virtud, hasta hoy duró el vencer, todo lo pudo un buen sufrir, vincemini.

¡Oh valentísimo soldado! ¡oh resuelto capitán! ¡oh terror y asombro del infierno! ¡oh abrasado serafín! Esparcidas quedan entre lo desaliñado destos discursos, unas toscas alabanzas, y si al efecto en sentirlas, igualara el efecto en disponerlas, sin asco pudierais admitirlas. Pero porque ni ahí os faltase qué sufrir, qué perdonar, se ha librado en la cortedad de mi ingenio la Crónica de vuestras hazañas. Una nos decís ahí, que no quisiera se desluciese, porque la repito yo. Al lado tenéis a Javier, y parece que nos decís que ésa es la alabanza mayor. Que si para Filipo fue una suma de cuanto le pudieron alabar, que tenía a Alejandro por su hijo. «Hoc unun sufficiat filium te habuisse Alexandrum». Ea, gloriosísimo patriarca, diferentísimo legislador, ya hemos dado con la más grande de vuestras proezas, tener tal hijo. Basta decir de vos: «hoc unun dixisse sufficiat filium te habuisse Franciscum», iba a decir, mas no se dice tan bien, como diciendo Alexandrum, que cuando veo a San Francisco en la India conquistando aquellos bárbaros; levantando el estandarte de la fe, y sujetándoles tantos reinos, considero en él un Alejandro en la Iglesia. Y cuando uno bastaba, si a vuelta deste tenéis tantos Alejandros por hijos, ¿qué encomios, qué alabanzas merecéis? Gloríense otros con la multitud de hijos, que cuando vos, divino Ignacio, no tuviérades más que esos dos de hoy os acompañáis, no hallo   —516→   padre a quien envidies; que Bellos y de vos hubiera dicho Ovidio mejor, lo que de esotros dos hijos.


Nec genitrice tua fecundior ulla parentum
tot bona per partus, que dedit una duos.


Que ¿qué fecundidad no quedará igualada con dos hijos, cuyo vivir a tantos ha de aprovechar? Que parto podrá presentar a Dios el más levantado espíritu, que achique el destos dos hijos que dejan la Iglesia tan lucida, tan ilustrada, con que tiene tantos bienes el mundo. «Tot bona»: por cuya intercesión hay salud, vida, gracia y gloria. «Adquam nos perducat Iesus Christus Filius Dei, etc.».







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ArribaApéndice

Soneto a la excelentísima historia de Juan de Castellanos


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Elegías de varones ilustres de Indias por Juan de Castellanos

(Elogios de la obra por varios ingenios)





A la excelentísima historia de Juan de Castellanos, por Gaspar de Villarroel y Coruña, su servidor


Dichoso en vida y muerte a quien destina
tan bien el largo cielo, que levanta
el alma a lo que el vulgo vil espanta,
y el monte, yerto de virtud camina.

Pues la tierra al Antártico vecina  5
apenas ha tornado en sí, de cuanta
gente cubre los cuerpos, cuando canta
sus hechos vuestra trompa peregrina.

Con verdad, sin afeite, con dulzura
no vista, ilustres versos y cristianos  10
engrandecéis la estrecha sepultura.

Y eternizáis valor, consejo y manos
de los que en hambre, sed y guerra dura,
los ojos vuestros vieron soberanos.