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ArribaAbajo- II -

Una de las nueve cabezas


En 1917, año de su muerte, Rodó era sin lugar a dudas la figura más conocida -tanto en su país como en el extranjero- de la promoción literaria uruguaya que fue identificada por la crítica como la Generación del Novecientos. Posteriormente, la prematura caducidad del estilo rodoniano y otros factores, que tienen que ver más con la política o la sociología que con la literatura en sí, han provocado un decrecimiento en el interés del lector. Infortunadamente para Rodó, las formas más actuales de su estilo están en sus trabajos de crítica literaria o histórica, por cierto mucho menos conocidos que Ariel o Motivos de Proteo, cuyo envase oratorio no estimula la sensibilidad, ni satisface el gusto del lector contemporáneo. Hoy en día, los nombres uruguayos más apreciados del 900 deben ser Florencio Sánchez (en el Río de la Plata) y Horacio Quiroga (en toda América latina).

En realidad, fueron nueve los escritores que alcanzaron un destacado nivel literario y una mayor influencia, así como también una más notoria resonancia pública. Ellos son: el filósofo Carlos Vaz Ferreira (1872-1958), el dramaturgo Florencio Sánchez (1875-1910), el ensayista y crítico José Enrique Rodó (1871-1917), los narradores Carlos Reyles (1868-1938), Javier de Viana (1868-1926) y Horacio Quiroga (1878-1937), los poetas Julio Herrera y Reissig (1875-1910), María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924) y Delmira Agustini (1886-1914). Como puede observarse, la longevidad no fue una característica de la promoción. Vaz Ferreira, con sus fecundos 86 años, constituye la excepción. En el otro extremo, Sánchez, Viana y Delmira desaparecen en plena juventud.

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Borrador de una carta de Rodó a Baldomero Sanín Cano, 26 de septiembre de 1909 (RI)

Además de estos nueve, hubo una verdadera legión de escritores que, sin llegar a tener la importancia y el eco de los mencionados, produjeron sin embargo una obra parcialmente estimable. Entre ellos cabe mencionar a Víctor Pérez Petit, Roberto de las Carreras, Ernesto Herrera, Álvaro Armando Vasseur, Emilio Frugoni, Daniel y Carlos Martínez Vigil, José Pedro Bellán, Raúl Montero Bustamante, Ángel Falco y César Miranda. Siempre ha resultado una tentación comparar a esta promoción con la española del 98, pero el contacto es más que nada tangencial. Virtualmente sólo los une (además de la preocupación por el destino nacional, que ya otros han señalado), un caótico inconformismo y cierto deleite vocabulista; pero la aproximación a la realidad y el arte del paisaje (características fundamentales en los hombres del 98) sólo aparecen, respectivamente, en algunos cuentos misioneros de Quiroga, y, como rasgo tímido y descolorido, en ciertos fragmentos de El gaucho florido, que por cierto no representan el mejor Reyles.

Emir Rodríguez Monegal73 aplica minuciosamente las teorías de Julius Petersen a la generación uruguaya del 900, reconociendo en sus representantes el equivalente de los ocho factores básicos (herencia, fecha de nacimiento, elementos educativos, comunidad personal, experiencias de la generación, caudillaje74, lenguaje generacional, anquilosamiento de la vieja generación) que reclama el ensayista alemán, y aunque en alguno de dichos puntos el ajuste parece algo forzado, cabe señalar que en sus rasgos más generales aquella promoción de escritores soporta el test del crítico y adquiere su definitiva patente de generación.

Por otra parte, Carlos Real de Azúa, en su excelente ensayo Ambiente espiritual del Novecientos75 no cree «que pueda hablarse de una ideología del 900, sino, y sólo, de un ambiente espiritual caracterizado, como pocos, en la vida de la cultura, por el signo de lo controversial y lo caótico»; señala que el liberalismo, de tono doctoral y universitario, siguió siendo el rasgo más general del pensamiento hispanoamericano («Mucho más liberal que democrático, es decir: mucho más amigo de la libertad de una clase superior y media que preocupado e imantado por lo popular») y particulariza el deterioro de la concepción decimonónica en una serie de significativas disgregaciones: por el individualismo (al que denomina, más correctamente, egocentrismo o heroísmo protagónico), por lo estético, por lo social, por el vitalismo.

Los hombres del 900 (Vaz Ferreira es nuevamente la excepción) no son universitarios sino autodidactos (en este sentido, tal vez sea Rodó el más representativo), y ello puede ayudar a comprender que nunca constituyeran un grupo ni establecieran entre sí relaciones de estable y verdadera amistad. De los nueve más destacados, hubo quien tuvo como amigos a figuras secundarias de la promoción (es el caso de Rodó con respecto a Víctor Pérez Petit y los hermanos Martínez Vigil, o el de Julio Herrera y Reissig con respecto a César Miranda), pero entre ellos se trataron a respetuosa distancia. Quizá la más cordial línea escrita de uno a otro miembro de la Generación, haya sido una esquela enviada, en agosto de 1909, por María Eugenia Vaz Ferreira a Delmira Agustini: «Querida Delmira: Le mando ese otro retrato de mi prima Matilde Ribeiro, en que me parece más parecida y es el que Ud. vio en La Razón. Mamá sigue enferma y creo que será cosa de tiempo; hágase alguna escapada, con eso nos reímos agarrando para la jarra las mutuas liras. Recuerdos a su mamá y la abraza, María Eugenia»76.

Rodó mantiene alguna correspondencia con Quiroga, Viana, Herrera y Reissig, María Eugenia Vaz Ferreira, pero el tono general está lejos de una franca confianza, de una cordialidad verdadera (sólo con Reyles mantuvo una intermitente amistad). Median aún, y no precisamente para mejorar esas relaciones, incidentes como el extravío de la obra de Herrera y Reissig (al que antes hice referencia) en un concurso de obras teatrales cuyo jurado integraba Rodó; o las diferencias entre Rodó y Reyles con motivo del Club Libertad; o también una esquela casi mendicante, de Javier de Viana a Rodó, que por cierto no habrá servido para bien disponer al destinatario. En el aspecto meramente crítico, o de aprecio intelectual, han quedado muestras, en cambio, de la actitud de Rodó con respecto a Sánchez (aunque como crítico prácticamente lo ignoró, durante su segunda legislatura promovió un proyecto de ley para enviar a Europa al dramaturgo) o a Quiroga (en una carta de 1904, el crítico elogia El crimen del otro y censura implícita y retroactivamente Los arrecifes de coral).

Si se compara la digna mesura de Rodó con agravio personal y demagógico que ejercieron, en célebres polémicas, otros integrantes de la Generación (Roberto de las Carreras, Álvaro Armando Vasseur y el propio Julio Herrera y Reissig), cabe reconocer que Rodó nunca descendió al insulto, a la tendenciosa invención de vicios o deshonestidades, con el único fin de descalificar al adversario77. Cuando polemizó (recuérdense sus diferencias con Manuel Ugarte) lo hizo con altura y -lo que es más importante aún- con argumentos.

Aunque los otros ocho escritores de primera línea que integraron la generación del 900, no llegaron nunca a reconocer el liderazgo de Rodó, es evidente que, en la época de su muerte, y aunque sólo habían desaparecido Sánchez, Herrera y Reissig y Delmira Agustini, él era el escritor uruguayo de mayor prestigio, no sólo en el ámbito nacional sino en toda América Hispánica e incluso en España, donde la alta estima que, pese a ocasionales desacuerdos, evidenciaron por su obra escritores como Unamuno o Leopoldo Alas, significó para Rodó la posibilidad de un reconocimiento intelectual, comúnmente escatimado en la Península a los escritores latinoamericanos.




ArribaAbajo- III -

El pionero que quedó atrás


Hace algo más de medio siglo, en una conferencia que pronunció en el Ateneo de la Juventud de México, Pedro Henríquez Ureña no vaciló en calificar a Rodó como «el primero, quizá, que entre nosotros influye con solo la palabra escrita»78. En esa época y en esta América, semejante tipo de influencia todavía representaba algo insólito, sobre todo si se considera que Rodó -especialmente a través de su Ariel- influyó en los jóvenes mucho antes que en los maduros intelectuales.

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En los Andes, con Jaime Bravo y Juan Zorrilla de San Martín, cuando representaron al Uruguay en las fiestas del centenario de Chile, 20 de septiembre de 1910.

Ahora que la aspiración de trascendencia ha pasado a ser una actitud generalizada en el intelectual latinoamericano, es fácil caer en la tentación de tratar -y situar- injustamente a Rodó. Pero en los primeros años del siglo, el impulso y la influencia de Rodó fueron los de un pionero. Antes que él, sólo Martí había obtenido una similar resonancia continental, pero el prestigio del cubano no era exclusivamente literario; su persuasión latinoamericana fue sobre todo póstumamente ejercida, al amparo de su vida y su muerte de héroe. Rodó, en cambio, no era un héroe, ni pretendía serlo. Aun el heroísmo protagónico (individualista, o, más correctamente, egocentrista) que Carlos Real de Azúa atribuye con razón a la Generación del 900, en Rodó se da de un modo amansado, contemporizador. Es sencillamente un escritor que tiene algo que decir y que, por eso mismo, siente la obligación moral de comunicarlo, de hacerlo ajeno a medida que lo va haciendo suyo.

Influir con solo la palabra escrita era por cierto una novedad; ni el intelectual, ni -menos aún- el simple lector, estaban siquiera medianamente preparados para asimilar ese impulso. Si no a todos tomó de sorpresa, en la mayoría produjo una conmoción. El lenguaje de Rodó es refinado, pero a la vez comunicativo, y tal simbiosis suele desconcertar. El estado de ánimo, la reacción que siguió al Ariel, no puede calificarse de desconcierto, pero es curioso que un libro tendente en cierto modo a exaltar el equilibrio, provocara algunos arranques j que, para la época, deben haber aparecido como extremos.

Hoy resulta tarea fácil detenerse en las carencias de Rodó, en sus miopías, en sus dictámenes fallidos, en sus pronósticos errados, en las amplias volutas (ya pasadas de moda) de su estilo, tantas veces desprovisto de calidez. Hoy resulta sencillo indicar qué caminos debió haber seguido, en qué bifurcación se equivocó. Pero no hay que olvidar que en muchos de los temas que trató, Rodó abría la primera brecha. ¿No alcanza el mérito de haber inaugurado una actitud, para disculparle algunos balbuceos, algunas faltas de intuición, algunos pasos en falso? Es cierto que, por ejemplo, Rodó parece a veces no advertir el fenómeno imperialista (ya veremos más adelante que, sin embargo, tal fenómeno no le pasó totalmente inadvertido) y pone todo el énfasis de su discurso de 1900 en la denuncia de un «mercantilismo corruptor», pero también es cierto que buena parte de la visión adulta que hoy tienen los intelectuales latinoamericanos acerca de la actitud económicamente colonialista de los Estados Unidos con respecto a las naciones, más o menos independientes, que están al sur del Río Bravo, tiene su origen (o recibió su impulso) en aquella honesta, aunque débilmente documentada, denuncia de Rodó. En ese sentido, la mayor importancia del discurso rodoniano radicó en una función que no ha sido vista hasta ahora con suficiente claridad. En un instante de la historia de América en que el nuevo poderoso acababa de vencer a España y daba a Cuba una precaria libertad, Rodó recalcaba que «la admiración por su grandeza y su fuerza es un sentimiento que avanza a grandes pasos en el espíritu de nuestros hombres dirigentes, y aún más quizá, en el de las muchedumbres fascinables por la impresión de la victoria». La labor efectiva cumplida por Ariel fue cambiar ese estado de admiración por un estado de alerta. Quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo. Recuérdese, finalmente, que Rodó no era un hombre de izquierda. Quizá podría llamársele un liberal, pero con cierta proclividad a las tendencias más conservadoras dentro de esa denominación. El enfrentamiento con Batlle y Ordóñez dentro de las filas del coloradismo, pudo haber tenido su pretexto en episodios aislados y en distanciamientos personales, pero en el fondo significaba asimismo un desacuerdo político, un choque entre la habilidad maniobrera y política de Batlle (a quien, según Rodó, la oposición acusaba de «fomentar estos disturbios semisocialistas») y cierta resistencia idealista y a la vez conservadora, de un escritor que vivía entre libros, tenía muy pocos contactos verdaderos con el pueblo, y estaba, sin quererlo, un poco al margen de las realidades sociales más ingratas del Continente.

En la controversia política, Batlle venció holgadamente a Rodó, y creo que tuvo suficientes razones para vencerlo. Examinadas hoy las respectivas actitudes, es evidente que Batlle tuvo más pupila, más intuición, más astucia y también más cultura política. Reconocerlo, no impide admitir que los planteos de Rodó fueron de los más honestos y mejor intencionados que conoció la política uruguaya. Y sea dicho esto, aun incluyendo en la confrontación los «viejos tiempos» de los llamados partidos tradicionales, o sea cuando éstos no habían llegado al grueso estilo de mostrador, que ahora parece definitivamente impuesto.

Todavía hoy, desde la actual (y cada vez más motivada) militancia antiimperialista, siguen llegando reproches contra Rodó. Sin embargo, probablemente fuera más útil reconocer que la de Rodó fue una de las primeras voces que se alzó en el Continente para reivindicar la común raíz latina de estos pueblos, y una de las primeras asimismo en relevar la posibilidad de oponer al poderoso del Norte todo un haz de naciones, unidas por la herencia, el idioma y el pasado comunes.

Es claro que Rodó desconocía muchas realidades de nuestra América. «Ni una línea para el indio hay en Ariel» se queja con razón Medardo Vitier79. Pero Rodó no desconocía esas realidades tanto como -por cierta pereza investigadora- se ha dicho. En las Obras Completas de Rodó, publicadas en 1957 por Aguilar, en Madrid, se incluye por primera vez un artículo («Nuestro desprestigio», Diario del Plata, 29 de abril, 1912) en el que Rodó enumera varias de las más deprimentes realidades continentales.

En América latina siempre hay dos acusaciones listas para ser disparadas contra todo aquel que se atreve a opinar, en términos personales, sobre la realidad nacional o continental. «Lo que dice os obvio», dicen unos, con elegante menosprecio, como si obvio fuera sinónimo de falso. Por desgracia para el esnobismo doméstico, las verdades también pueden ser obvias, y en ese caso, el prejuicio intelectual contra el lugar común no resulta un aceptable pretexto para callarlas. «Lo que dice demuestra su falta de información, ya que ignora los planteos y teorías de A, B y C». Pero todavía no ha sido demostrada la conveniencia de que la erudición deba ser manejada con sentido evangélico, o enarbolada con pretensiones de infalibilidad.

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A los cuarenta años
(Foto Fitz Patrick, Montevideo)

Rodó ha sido una frecuente víctima propiciatoria de tales denuncias, particularmente centradas sobre Ariel. Apenas diez años después de la publicación de este libro, Pedro Henríquez Ureña salía en su defensa: «Hoy, cuando entre nosotros empieza a perderse la castiza costumbre de pensar personalmente las cuestiones morales y se prefiere tratarlas según las fórmulas librescas de una psicología barata y de una sociología endeble, el esfuerzo de Rodó, al renunciar a tan fácil y vulgar triunfo, adquiere significación señaladísima: atrevido es desafiar así a la moda que se presenta con máscara de ciencia. Pero, pese a lo que, para concederle valor máximo al libro, necesitarían encontrar, al abrirlo, una aparatosa clasificación de elementos étnicos y una autoritaria valuación de influencias ambientes; pese a los que creen imposible hallar ideas donde hay estilo -como si el gran estilo no exigiera, precisamente, ejercicio de pensar, como si los grandes pensamientos de la humanidad se hubieran expresado siempre en la prosa incorrecta de Comte o en la enmarañada de Krause, y no más bien en la pintoresca de Bacon, en la ágil de Descartes, en la perfecta de Platón, "el maestro de la prosa griega y acaso el maestro supremo de la prosa en la humanidad" según la expresión de Gilbert Murray-, pese a toda incomprensión, Ariel es la más poderosa voz de verdad, de ideal, de fe, dirigida a la América en los últimos años»80. Y en 1945, usando ya todo el peso de su prestigio continental, señalaba el mismo ensayista dominicano que Ariel «predica verdades fundamentales, por más obvias que parezcan», y agregaba: «Las palabras de Ariel se dijeron en el momento oportuno. El prodigioso desenvolvimiento de los Estados Unidos, seguido de la victoria de 1898, asombrosamente fácil, sobre una nación que nominalmente seguía conservando rango de potencia mundial, había hallado incontables admiradores en los países del sur. Surgió un brote de nordomanía. Y, como la admiración conduce a la imitación, buen número de admiradores del éxito soñaron con una Sudamérica entregada por entero a empeños 'prácticos', de acuerdo con su interpretación miope del ejemplo dado por la democracia norteamericana. Rodó les puso en guardia contra el remedo a ciegas de una civilización que él veía como magnífico torso, pero no como estatua terminada, y nos advirtió a todos del peligro de que nuestra reciente prosperidad pudiera llevarnos a un futuro fenicio»81.

Hoy, la actitud de Rodó puede parecer corta, limitada, tímida quizá. Pero ¿qué otra había para sustituirla en 1900? «Era la época del A quoi tient la superiorité des Anglo-Saxons? -explicaba Alfonso Reyes en 1936, pero refiriéndose a los principios del siglo-. Y era la época de la sumisión al presente estado de las cosas, sin esperanzas de cambio definitivo ni fe en la redención. Sólo se oían las arengas de Rodó, nobles y candorosas» 82. Nobles y candorosas, es cierto, pero virtualmente únicas. La peor injusticia que puede cometerse con respecto a Rodó, es no ubicarlo, al considerar y juzgar su obra, dentro de un proceso histórico.

Es justamente en ese proceso histórico, donde el mérito de Rodó se acrece, sobre todo si se tiene en cuenta que, pese a haber heredado maneras, sensibilidad y estilo, de sus maestros europeos; pese a ser él, temperamentalmente, mucho más europeo que americano, no vacila sin embargo en dedicar una parte vital de su tiempo y de sus energías a la búsqueda de las más entrañables motivaciones de su realidad hispanoamericana. Son justamente figuras hispanoamericanas (Bolívar, Montalvo, Juan María Gutiérrez) las que sirven de temas a varios de los mejores ensayos que figurarán en El mirador de Próspero. Y justo es reconocer que Rodó no se queda en la significación histórica (caso de Bolívar) o literaria (caso de Montalvo o Juan María Gutiérrez); se muestra, además, como un ameno y documentado narrador de vidas.

Ariel fue en su momento, no sólo para América sino también para el propio Rodó, una suerte de síntesis, de puesta al día. Por un lado, la hierática veneración hacia la juventud que recoge de sus autores griegos («Grecia hizo grandes cosas porque tuvo, de la juventud, la alegría, que es el ambiente de la acción, y el entusiasmo, que es la palanca omnipotente»); por otro, el paralelo de esa juventud ideal con las nuevas promociones (inexpertas, maleables, disponibles) de América. Ariel es, para Rodó, un diálogo con sus dudas, con sus temores, con sus esperanzas. (Para Arturo Ardao, es también un diálogo del autor con sus demonios interiores83. (Afirmar que Próspero, el viejo y venerado maestro que alecciona en Ariel a sus discípulos, es la automática personificación de El que vendrá («trasposición americana de un Zaratustra más benigno» al decir de Ventura García Calderón 84) significa ceder a una tentación demasiado fácil. Aparte de que el autor del opúsculo de 1897 era -pese a los pocos años de diferencia- considerablemente menos maduro que el de Ariel; aparte de que el mismo Rodó se confesó más adelante intelectualmente alejado de El que vendrá pero en cambio mantuvo una general adhesión a los términos de su Ariel, es conveniente señalar que la encendida oración de 1897 tiene una seguridad casi ofensiva, mientras que el discurso de Próspero pesa cuidadosamente argumentaciones; aconseja, más que asegura; estimula a pensar, en vez de brindar fórmulas hechas. Casi podría asegurarse que a la fecha de la publicación de Ariel, el salvador tan enfáticamente anunciado por Rodó en el primer cuaderno de La vida nueva, ya se había virtualmente convertido en el que no vendrá. De las seis partes en que se divide Ariel, sólo una está consagrada a los Estados Unidos. (Las otras cinco se dedican a exaltar la belleza moral de la juventud y la «fe en la vida»; a aconsejar el desarrollo de la naturaleza entera y no una sola faz del espíritu; a relevar la importancia de la cultura estética en el carácter de los pueblos; a advertir contra los peligros de la democracia mal entendida y a demostrar que una democracia bien entendida es el ambiente más propicio para la cultura intelectual; a exaltar, finalmente, la confianza en el porvenir.) Sin embargo, los severos reparos que opone Rodó a los Estados Unidos y a su agresivo utilitarismo, se han conservado como la más conocida faceta del discurso de Próspero. ¿A qué se debe esa difusión, cuando la mayor parte de los críticos (desde Pedro Henríquez Ureña, quien calificó ese análisis como «la parte más discutible y más discutida de la obra», hasta Zum Felde85) han señalado sus debilidades y su insuficiencia? En rigor, parece haber más de una causa. El tema -que fuera planteado por Rodó con ejemplar honestidad- se presta sin embargo para la cita tendenciosa86, cuando no para la falsa oposición. Están los que acuden a Rodó para menospreciarlo, para señalar su ignorancia del fenómeno imperialista, para acusar su prescindencia de los factores económicos. Están los que acuden a Rodó para glosarlo con rectificaciones, como fue el caso del director de un diario montevideano que se dio el lujo de rectificar el célebre «los admiro, pero no los amo» de Rodó, a los Estados Unidos, mediante la escueta eliminación del adverbio negativo, dejando así expresa constancia de su admiración, agregada a su amor. Están los que recurren a Rodó para los efectos finales de su oratoria (ministros, senadores, diputados, suelen apelar a su mnemónico digesto rodoniano para decorar el tedio de sus énfasis). Están, por último, los que se acercan sin doble intención al latinoamericanismo de Rodó. Solo estos están en la actitud mental imprescindible para admitir que, pese a sus carencias, omisiones e ingenuidades, la visión de Rodó sobre el fenómeno yanqui, rigurosamente ubicada en su contexto histórico, fue en su momento la primera plataforma de lanzamiento para otros planteos posteriores, menos ingenuos, mejor informados, más previsores; y admitir asimismo que la casi profética sustancia del arielismo rodoniano conserva, todavía hoy, cierta parte de su vigencia. Me refiero particularmente a dos aspectos. Es probable que la oposición de Rodó a lo que llamó nordomanía fuera para él una mera aplicación de su resistencia al utilitarismo (en un artículo de 1912, escribió: «Confesemos que la nueva vía interoceánica que abren al Norte los yanquis, con separarnos geográficamente nos acerca más al foco europeo. Y esto ya es algo»), y ésta, a su vez, sólo un aspecto de su posición idealista. Pero la nordomanía ha invadido, de mayor a menor, toda la vida latinoamericana. Coca Colas y Marión Brandos, Philip Morris y «Reader's Digest», leones de la Metro y atentados kukluxklánicos, tecnicolor y discriminaciones raciales, sex-appeal y macartismo, televisión y redadas policiales, todo se ha ido calcando sin mesura, en un estilo de grosera, inconsciente parodia, que era precisamente el más temido por Rodó y que Pedro Henríquez Ureña sintetizaba en dos palabras claves: «futuro fenicio».

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Retrato por Vázquez Díaz para el artículo «Cabezas» de Rubén Darío, aparecido en Mundial, enero de 1912

Pero hay otro aspecto todavía más importante. Aunque Rodó desconociera (o, por lo menos, omitiera) ciertas vergonzantes realidades, políticas y sociales, de América latina; aunque el enfoque latinoamericanista de Rodó pueda haber tenido otras raíces y otras intenciones; lo cierto es que, después de Bolívar, su voz debe haber sido la más tenaz en señalar la común raíz de estos pueblos, la más optimista en reclamar una solidaridad latinoamericana frente (y no junto) al gigante del Norte. Alfonso Reyes fue uno de los primeros en reconocer esa importancia del llamado de Rodó. Es increíble lo actuales que suenan unas palabras escritas por el escritor mexicano para la revista Unión Panamericana: «No sé si os asombrará lo que os digo; pero hubo un día en que mi México pareció -para las conciencias de los jóvenes- un don inmediato que los cielos le habían hecho a la tierra, un país brotado de súbito entre dos mares y dos ríos: sin deudas con el ayer ni compromisos con el mañana. Se nos disimulaba el sentido de las experiencias del pasado, y no se nos dejaba aprender el provechoso temor del porvenir. Toda noticia de nuestra verdadera posición ante el mundo se consideraba indiscreta. Por miedo al contagio, se nos alejaba de ciertas "pequeñas repúblicas revolucionarias". ¡Y teníamos un concepto estático de la patria, y desconocíamos los horrores que nos amenazaban, sólo para que gimiéramos más el día del llanto! Y creíamos -o se nos quería hacer creer- que hay hombres inmortales, en cuyas generosas rodillas podían dormirse los destinos del pueblo. Y entonces la primer lectura de Rodó nos hizo comprender a algunos que hay una misión solidaria en los pueblos, y que nosotros dependíamos de todos los que dependían de nosotros. A él, en un despertar de la conciencia, debemos algunos la noción exacta de la fraternidad americana. ¡Y hasta por estar a mil leguas de las mecánicas preocupaciones políticas era más exacta esa noción! Hasta por desentenderse de toda esa andamiada jurídica del panamericanismo, y fundarse sólo en un impulso de colaboración superior que dicta el sentimiento y que la razón corrobora. Porque son una gran mentira todos esos centros de propaganda, todos esos congresos parlantes, todas esas tramas diplomáticas. Porque la fraternidad americana no debe ser más que una realidad espiritual, entendida e impulsada de pocos, y comunicada de allí a las gentes como una descarga de viento: como un alma»87.

Una última observación. Tanto se ha hablado de la ceguera de Rodó con respecto al fenómeno imperialista, que parece conveniente traer, en su descargo, una cita francamente reveladora. Se trata de un artículo (no incluido hasta ahora en ninguna edición de sus Obras completas) publicado por Rodó el 4 de agosto de 1915, en El Telégrafo88. En ese año, el gobierno de los Estados Unidos había propuesto a la consideración de los representantes diplomáticos de las naciones latinoamericanas, la conveniencia continental de una acción conjunta para intervenir en la situación interna de México y procurar una solución que la normalizara. La situación trae recuerdos más cercanos, y son precisamente esos recuerdos los que permiten valorar mejor la respuesta de Rodó, que en sus párrafos sustanciales decía: «En principio, toda intervención extranjera en asuntos internos de un estado soberano, máxime cuando estos asuntos no tienen complicaciones de hecho que hieran directamente las inmunidades o la dignidad de otros Estados, debe excluirse y repudiarse con resuelta energía, haciendo de esa exclusión uno de los fundamentos esenciales de toda política internacional americana. Aceptar transacciones o condescendencias en la aplicación de ese principio, significaría un gravísimo precedente, que, más que a nadie, debería alarmar a las naciones de escasa extensión territorial, condenadas -si ese criterio quedase autorizado-, a la afrenta de las intervenciones de afuera, siempre que la apreciación, justa o injusta, de sus vecinos poderosos creyera llegada la oportunidad de inmiscuirse en sus querellas internas. La política internacional de los Estados Unidos del Norte tiene antecedentes conocidos, en cuanto a su ingerencia en las cuestiones domésticas de los pueblos de este Continente. El propósito de intervención que ahora se insinúa, resultaría en cualquier caso lógico y consecuente con esa orientación histórica de la política norteamericana, pero para los demás pueblos del Nuevo Mundo -consultados con cortés oficiosidad- se presenta la ocasión de resolver si les toca cooperar, directa o indirectamente, al desenvolvimiento de una norma internacional que tienda a establecer, en América, algo como una tutela protectora y filantrópica de los fuertes y ordenados sobre los débiles y revoltosos. Que, valida de la superioridad de su fuerza, la poderosa nación del Norte haya efectuado sus intervenciones desenmascaradas, como en Cuba y Panamá, y ejerza una intervención constante y encubierta en los negocios públicos de otros Estados hispanoamericanos, es cosa que no constituye gran baldón para las demás repúblicas del Continente, si se considera que no les es exigible con justicia una acción internacional proporcionada a los medios y recursos de su enorme vecino. Pero que todo eso vaya a continuar y completarse con el asentimiento expreso y la colaboración complaciente de los propios pueblos de la América latina, es una aberración que jamás podría disculparse y contra la cual deben prevenirse seriamente los gobiernos consultados para dar forma al propósito interventor de que se habla».

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Dibujo de Dumont para ilustrar un artículo de Rodó sobre Santiago Maciel aparecido en Caras y Caretas, 7 de diciembre de 1912

Refiriéndose a unas palabras de Rodó, por las que éste negaba que Sarmiento, Bilbao, Martí, Bello o Montalvo, fueran escritores de una u otra parte de América, sino que debían ser considerados ciudadanos de la intelectualidad americana, escribió cierta vez Unamuno: «No sé si esto no es más que un sueño de Rodó; pero es un sueño alto y noble. Es el sueño del gran Libertador, de Simón Bolívar, que pretendía dar libertad a Cuba y Puerto Rico y "establecer un equilibrio permanente entre la gran República de origen inglés y las repúblicas de origen español"»89.

Como en todo sueño, en la visión de Rodó sobre la concordia hispanoamericana, hay mucha realidad distorsionada. Pero también la realidad sufre distorsión en las pesadillas que nos enseñan a soñar quienes mediatizan nuestras naciones. A diferencia de las frustráneas pesadillas, los sueños nobles y altos sirven de estímulo. De los pueblos hispanoamericanos va a depender que la realidad corrija y mejore aquel futuro soñado por Rodó.




ArribaAbajo- IV -

Ideas en circulación


De la importante correspondencia que Rodó sostuvo con Miguel de Unamuno, es posible entresacar dos postulados que me parecen fundamentales en la obra literaria del escritor uruguayo. En una carta del 12 de octubre de 1900 (año en que aparece Ariel) le escribe Rodó a Unamuno: «Tengo en mucho el aspecto artístico y formal de la literatura; creo que sin estilo no hay obra realmente literaria; y en la medida de mis fuerzas procuro practicar esa creencia mía. Pero también estoy convencido de que sin una ancha base de ideas y sin un objetivo humano, capaz de interesar profundamente, las escuelas literarias son cosa leve y fugaz». Catorce meses más tarde, en otra carta de Montevideo a Salamanca, figura este párrafo: «En América sigue predominando la literatura de abalorios, juguetes chinos y cuentas de cristal. Luchamos por poner en circulación ideas; por hacer pensar; por formar público para el libro que trae quelque chose dans le ventre, como dice Zola. Estos pueblos son escenario muy pequeño (para empresas de orden intelectual) en la actualidad; pero nos anima el que el porvenir de ellos es grande y seguro. Es nuestra única ventaja».

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En su gabinete de trabajo, a los cuarenta y un años, 1912

Los postulados que me parece reconocer son éstos: 1) sin estilo no hay obra realmente literaria; 2) luchamos por poner en circulación ideas. Sintetizando aún más: estilo e ideas son en Rodó algo así como obsesiones. El primero es vehículo indispensable para la difusión de las segundas -y éstas constituyen lo único que otorga sentido al estilo. Tratemos, en consecuencia, de ver qué evolución experimentó Rodó en ambos aspectos.

Conviene, sin embargo, que el repaso de esos procesos en la obra de Rodó sea precedido de un intento de ubicación de esa misma obra frente al fenómeno (para decirlo con un término también rododiano) más proteico de la historia de la literatura hispanoamericana: me refiero al Modernismo. Incluir a Rodó entre los modernistas, se ha convertido no sólo en un lugar común, sino también en un hábito crítico. Con o sin reservas, con o sin vacilaciones, los nombres de Rodó y Darío figuran, en la mayoría de los panoramas críticos, en un nivel y una categoría que parece otorgarles el liderazgo del movimiento. De la idea de ese doble caudillaje, deriva una probable confusión. Aparte de ser el verdadero promotor de esa revolución lírica, Darío mantuvo, a través de libros y de años, una fiel consecuencia con la actitud poética que él proyectó (mirándolas con una innovación contagiada pero arrolladora) sobre las letras españolas e hispanoamericanas. Desde Azul (1888) y Prosas profanas (1896), hasta el Canto a la Argentina y otros poemas (1910), es posible verificar las transformaciones de un creador, pero contemporáneamente con ellas, es dable reconocer la evolución que sufre el mismo Modernismo. Darío no es sólo el promotor, sino también el barómetro del movimiento.

En cambio, la actitud de Rodó con respecto al Modernismo es mucho menos compacta, y sólo es legítimo incluir su obra en el movimiento, si se considera a éste en los términos más amplios y no en los restringidos. O sea que si los modernistas hispanoamericanos, como quiere Federico de Onís, «son al mismo tiempo clásicos, románticos, parnasianos, simbolistas, realistas y naturalistas», entonces puede ser que Rodó sea uno de ellos. Si, en cambio, el modernismo hispanoamericano sólo es, como pretende Pedro Salinas, el campo de una poesía brillante, cromática, exquisita, sensual, entonces hay que borrar a Rodó del movimiento. Max Henríquez Ureña, que escribió una no tan Breve historia del modernismo (que, si a veces, en el juicio individual sobre autores no resulta demasiado feliz, acierta sin embargo en su ojeada de conjunto) señala: «El punto de partida del modernismo fue simplemente negativo: rechazar las normas y las formas que no se avinieran con sus tendencias renovadoras y representaran, en cambio, el viejo retoricismo que prevalecía en la literatura española de aquel momento. Hacer la guerra a la frase hecha, al clisé de la forma y al clisé de idea. Modernista era todo el que volvía la espalda a los viejos cánones y a la vulgaridad de la expresión. En i o demás, cada cual podía actuar con plena independencia. El modernismo no era propiamente una escuela, y, por lo tanto, no cabían en él exagerados pruritos de escuela»90.

Pues bien, aun definición tan amplia como ésta, no le cae estrictamente de medida a Rodó, quien, si bien le volvió la espalda a la vulgaridad de la expresión, no se la volvió en cambio, por lo menos totalmente, a los viejos cánones. En cuanto a las frases hechas y al clisé de ideas, Rodó no sólo no les hizo la guerra, sino que muchas veces las eligió (con intuición, con inteligencia, con buen gusto, con erudición) para que sirvieran de basamento (como el Anch'io sono pittore de Corregio) o de toque final (como el Creen que creen de Coleridge en el desarrollo de sus propias ideas. Más aún: tan bien aprendió Rodó la lección de los antiguos acuñadores de lemas, que él mismo no vaciló en acuñar los propios. Precisamente uno de ellos, el más difundido: «Reformarse es vivir», es la frase inicial de Motivos de Proteo. Y su célebre reacción frente a los Estados Unidos («aunque no les amo, les admiro») es recogida más de una vez por el propio Rodó en su correspondencia91. Evidentemente, se trataba de una de esas ideas que quería poner en circulación, según el propósito confesado a Unamuno.

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Manuscrito de Rodó, 1913 (RI)

Lo cierto es que la actitud de Rodó frente al Modernismo fue variando a través del tiempo. De 1897 es este fragmento: «Al modernismo americano le matará la falta de vida psíquica. Se piensa poco en él, se siente poco». (Es curioso comprobar que acusaciones semejantes serán lanzadas luego contra Rodó por los antiproteístas que encabezaran Alberto Zum Felde en el Uruguay y Luis Alberto Sánchez en el resto del Continente.) Del mismo año es otro texto más contundente: «Me parece haberlo afirmado alguna vez: nuestra reacción antinaturalista es hoy muy cierta, pero muy candorosa; nuestro modernismo apenas ha pasado de la superficialidad. En América, con los nombres de decadentismo y modernismo, se disfraza a menudo una abominable escuela de trivialidad y frivolidad literarias, una tendencia que debe repugnar a todo espíritu que busque ante todo, en la literatura, motivos para sentir y pensar». Y agrega: «Los que vemos en la inquietud contemporánea, en la actual renovación de las ideas y los espíritus algo más, mucho más, que ese prurito enteramente pueril de retorcer la frase y de jugar con las palabras a que parece querer limitarse gran parte de nuestro decadentismo americano, tenemos interés en difundir un concepto completamente distinto del modernismo, como manifestación de anhelos, necesidades y oportunidades de nuestro tiempo, muy superiores a la diversión candorosa le los que se satisfacen con los logogrifos del decadentismo gongórico y las ingenuidades del decadentismo azul».

En 1899 publica Rodó su estudio sobre Prosas profanas, y ese año marca seguramente su mayor proximidad con el Modernismo. Aunque el ensayo comienza con la afirmación (seguramente, dolorosa para Rodó) de que «Rubén Darío no es el poeta de América», no tiene inconveniente en aseverar que hasta su advenimiento «no cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que ésta a todo el sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo». (Otra curiosa equivalencia: éste, o parecido reproche, esgrimirán también contra Rodó los anti-rodonianos de la generación del Centenario.) Pero también destaca en el poeta un «individualismo soberbio» y un «delicado instinto de selección», y habla de su «genialidad» y de su «absoluta pasión por lo selecto y por lo hermoso». Aunque como labor crítica resulta excelente y esclarecedora (todavía hoy sigue siendo una lectura ineludible si se estudia a Darío), lo que aquí me interesa destacar no es esa innegable virtud, sino el punto de aproximación al Modernismo que significa el estudio sobre Prosas profanas en la trayectoria de Rodó. Una aproximación que es asimismo (aunque sólo provisoria, aunque pródiga en salvedades) identificación: «Yo no soy un modernista también; yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas. Y no hay duda de que la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra frívola y fugaz de los que le imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores. Por eso yo he separado cuidadosamente, en otra ocasión, el talento personal de Darío de las causas a que debemos tan abominable resultado; y le he absuelto, por mi parte, de toda pena, recordando que los poetas de individualidad poderosa tienen, en el sentir de uno de ellos, el atributo regio de la irresponsabilidad para los imitadores, dije entonces, ha de ser el castigo, pues es suya la culpa; a los imitadores ha de considerárseles los falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas, al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura de la virginidad».

Después de esa adhesión condicionada, Rodó volvió a alejarse del Modernismo. Evidentemente, su acercamiento transitorio tuvo más que ver con su reconocimiento de Darío como poeta excepcional, que como adherente a los rasgos más peculiares del movimiento acaudillado por el nicaragüense. En carta a Manuel Díaz Rodríguez, del 20 de enero de 1904, dice Rodó: «En efecto; siempre que me ha tocado dar juicio sobre la literatura americana contemporánea he insistido en que su defecto radical y más grave es su despreocupación infantil respecto de toda idea, de todo alto interés que afecten a las sociedades en que esa literatura se produce. Vive cultivando formas, sonidos y colores. Y yo, que como el que más gusto, en el arte literario, de lo que esencialmente es arte; yo que venero la forma, el estilo, y me deleito en el color, no por eso limito mi concepto de la literatura a lo que en ella hay de desinteresado, de asimilable al juego, como del arte opina Spencer; sino que he creído siempre en la trascendencia social, en lo que tiene de propaganda de ideas, de eficaz instrumento de labor civilizadora». A Unamuno le escribe el 20 de marzo de 1904: «La vida literaria se arrastra por aquí (y, en general, en América) muy perezosa y lánguida. Por fortuna, va pasando, si es que no ha pasado ya, aquella ráfaga de decadentismo estrafalario y huero que nos infestó hace ocho o diez años. Yo creo que pocas veces en pueblos civilizados del todo se habrá dado ejemplo de tan pueril trivialidad literaria y tanta perversión del gusto, y tanta confusión de ideas críticas, y tanta ignorancia y tanta manía de imitación servil e inconsulta, como se vio en algunas partes de nuestra América con motivo de aquello». Y a Luis Enrique Azarola Gil, el 27 de septiembre de 1909: «Nada más justo que lo que usted observa sobre la vanidad de la obra de imitación o de falsificación, en que se disipan las fuerzas de los que aún imaginan vivos los decadentismos y se empeñan en americanizarlos». Si a esto se agrega el artículo sobre la antología de Manuel Ugarte, La joven literatura hispanoamericana, escrito por Rodó en 1907 con la transparente intención de sinonimizar modernismo y decadentismo y transferir a la primera palabra todas las acusaciones que tenía disponibles para la segunda, el modernista de 1899 resulta virtualmente imposible de reconocer en la última etapa de la otra rodoniana.

Refiriéndose a una probable equidistancia de Motivos de Proteo con respecto al academismo y al modernismo, dice Carlos Real de Azúa: «Hacia ninguna de las dos vertientes se inclina muy decisivamente el lenguaje del libro que, aunque se halle convocado con una fruición mayor a la que operaba en Ariel, es fundamentalmente, genérico y neutro, y posee escasas palabras inusuales. En obra tan taraceada, esta contención es signo de gusto seguro»92.

Toda reflexión sobre el estilo de Rodó ha de estar en cierto modo marginada, comentada, enjuiciada, por sus relaciones con el Modernismo. Pero también ha de tener estrecha relación con su concepto del oficio literario. Existe una carta de Rodó a Luis Contreras, del 28 de febrero de 1902, en la que Rodó detalla una verdadera arte poética: «Esta manera de escribir para ser leído por el público es nuestra esclavitud, nuestro oficio por lo menos, como todo lo que se hace por oficio, llega a producir hastío irremediable. Libertémonos transitoriamente de él, escribiendo para nosotros mismos o para alguno de nuestros semejantes de los que son capaces de comprender aquel hastío y esta voluptuosidad. Como usted, yo busco ahora la paz de la conversación callada con la propia conciencia o con la tranquila Naturaleza, libre de vanidades y exhibiciones, destilando íntimamente el jugo que el alma quiera dar de sí, sin oprimirla con los artificios de la producción forzada y convencional, que es mi mayor aborrecimiento. Creo que nada serio y fecundo puede producirse sin el antecedente de un período de reclusión, sinceridad y olvido de preocupaciones ajenas a lo esencial de la idea que queremos expresar».

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Caricatura por M. Barthold, en 1913

En su varias veces aquí citada Introducción, dice Rodríguez Monegal: «Cuando se habla del estilo único e inmutable, fijado para siempre desde los mismos orígenes el escritor»93. ¿Cuál es ese estilo Rodó? Evidentemente, el de Ariel y, sobre todo, el de Motivos de Proteo («un estilo que se celebra o se vitupera como único», dice el mismo crítico). En ambos libros Rodó desenvuelve una tendencia muy personal hacia el dilatado período y la amplia voluta; da vueltas y revueltas con imágenes sucesivas o encadenada, antes de dejarlas caer, con todo el paso de su atavío literario, sobre el toque final del larguísimo párrafo. Creo sinceramente que este estilo de Rodó, en el que todavía se regodean muchos glosadores, no sólo es la parte más vulnerable de su labor literaria, sino también la más agotada, la más exangüe. Pero, al margen de esta afirmación, conviene hacer dos aclaraciones: 1) la perecibilidad del estilo no implica necesariamente el agotamiento de las ideas que subyacen en él (contrariamente a la afirmación de Rafael Cansinos Assens: «Rodó me ha hecho pensar más de una vez en la mediocridad bien vestida»94, podría afirmarse que las obras de Rodó son, muchas veces, buenas o excelentes ideas, mediocramente vestidas, o por lo menos vestidas con barroca cargazón verbal); 2) ese estilo de gran ensayo (ejemplificado especialmente, para mal o para bien, por Motivos de Proteo) no es el único estilo de Rodó.

En los primeros años de su carrera, Rodó no escapó al itinerario más o menos ritual de todo neófito literario, y escribió algunos poemas, de los cuales sólo se conocen cinco, incluidos en el primer tomo de la edición oficial de las obras completas de Rodó: Los escritos de la «Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales». Poesías diversas95, que estuvo a cargo de Juan Antonio Zubillaga y José Pedro Segundo. Este último, además, es el autor de un estudio sobre Rodó poeta, incluido en el mismo volumen. Ni siquiera la aproximación simpática de Segundo, puede disimular que la obra poética de Rodó carece de valor. Después de señalar pormenorizadamente varios defectos de ejecución («descuidos», los llama tolerantemente Segundo) en los poemas de Rodó, agrega: «Estas incongruencias formales constituyen un problema lleno de curiosidades e interés; cómo este hombre de pluma, escritor de tan probada corrección en su labor de prosista, incide de improviso en estas imperfecciones constantes, no bien se acomoda sobre el lomo de Pegaso y oprime los ijares del alado pisador mitológico»96. La respuesta es fácil, sobre todo si se piensa que el mismo Rodó nunca reunió -ni autorizó que nadie reuniera- sus poemas en volumen. Éstos fueron simplemente ejercicios, sin mayores pretensiones literarias. Según testimonio de Juan Antonio Zubillaga, Rodó negó en alguna oportunidad haber escrito versos, justificando así ese no reconocimiento de sus frustradas tentativas: «Versos que el autor no reconoce, son versos sin responsabilidad para él». De modo que tanto los críticos como el autor juzgado, coinciden en considerar como inexistente esta zona de la obra rodoniana. Por mi parte, no pienso alterar esa unanimidad.

Un terreno mucho más estimable (sin ser por cierto el más importante) de la obra de Rodó, es el narrativo. Sin llegar a ser propiamente un narrador, Rodó creó suficientes parábolas como para reclamar una ojeada especial a este sector. No creo, sin embargo, que Rodó haya sido un auténtico narrador. Sus cuentos siempre son simbólicos y están incluidos en algún desarrollo intelectual; son algo así como carteles ilustrativos, o de alerta, que sobrevienen en ciertas curvas de su pensamiento. «Frenadas del ritmo discursivo», han sido acertadamente llamadas97. Sus parábolas no son narraciones con mensaje, sino meras ilustraciones de un desarrollo intelectual. Este reconocimiento no disminuye la calidad literaria de tales virtudes, sino que simplemente sirve para situarlas en su contexto, al que inexorablemente pertenecen. Por eso la edición aislada (probada varias veces) de las parábolas, despoja a éstas de un sostén que les es indispensable y en definitiva amortigua su efecto, deprecia su valor. Tanto Roberto Ibáñez (que ha dedicado un excelente estudio98 a las parábolas) como Real de Azúa, convienen en afirmar que las parábolas pertenecen a su alrededor, funcionan con él. «Unas cuantas parábolas -decía en cambio muy parabólicamente Ventura García Calderón refiriéndose a Motivos de Proteo- florecerán en la barca galilea, y en todo el resto podrá hacer el otoño su estrago magnífico»99. En realidad, todavía es prematuro para afirmar que las parábolas han de salvarse, o por el contrario hundirse en el olvido, pero en cambio parece seguro que el olvido o la salvación no habrán de sobrevenir para ellas solas, considerándolas como algo desgajado del resto. Su destino final, su última resonancia, será también la de Motivos de Proteo.

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Primera página de una carta a Leopoldo Lugones (RF)

En 1900, Rodó escribió una breve página titulada «La gesta de la forma» (incluida trece años más tarde en El mirador de Próspero) que probablemente resume, mejor que ningún análisis crítico, cuál fue su modo de componer, incluidas sus obsesiones, sus luchas, sus manías, y también, como es lógico, su innegable capacidad de creación. «Desde el momento en que queréis hacer un arte -dice allí Rodó-, un arte plástico y musical, de la expresión, hundís en ella un acicate que subleva todos sus ímpetus rebeldes. La palabra, ser vivo y voluntarioso, os mira entonces desde los puntos de la pluma, que la muerde para sujetarla; disputa con vosotros, os obliga a que la afrontéis; tiene un alma y una fisonomía. Descubriéndonos en su rebelión todo su contenido íntimo, os impone a menudo que le devolváis la libertad que habéis querido arrebatarla, para que convoquéis a otra, que llega, huraña y esquiva, al yugo de acero. Y hay veces en que la pelea con esos monstruos minúsculos os exalta y fatiga como una desesperada contienda por la fortuna y el honor. Todas las voluptuosidades heroicas caben en esa lucha ignorada. Sentís alternativamente la embriaguez del vencedor, las ansias del medroso, la exaltación iracunda del herido. Comprendéis, ante la docilidad de una frase que cae subyugada a vuestros pies, el clamoreo salvaje del triunfo. Sabéis, cuando la forma apenas asida se os escapa, cómo es que la angustia del desfallecimiento invade el corazón». Y agrega esta frase reveladora: «La lucha del estilo es una epopeya que tiene por campo de acción nuestra naturaleza íntima, las más hondas profundidades de nuestro ser».

En Rodó, el estilo parabólico está indisolublemente unido al ensayístico, al desarrollo que intenta un gran vuelo de pensamiento. Existe, sin embargo, otra zona de su obra que vive y sobrevive con bastante independencia (en verdad, toda la relativa independencia que puede tener un sector particular de la obra de un creador multilátero): me refiero a la crítica literaria.

Rodríguez Monegal ha señalado con acierto que no sería difícil probar hoy que Rodó fue un mal crítico literario (recuérdense sus elogios, prodigados a Campoamor, Núñez de Arce, Vargas Vila), o un crítico literario meramente correcto (recuérdense sus tolerantes juicios sobre Leopoldo Díaz, Francisco García Calderón, Carlos Arturo Torres) o un buen crítico literario (ensayos sobre Galdós, Rubén Darío, Reyles, Juan Ramón Jiménez, Rafael Barret, Montalvo). Sin perjuicio de reconocer que Rodó fue un crítico irregular100 en materia de aciertos, creo sinceramente que sus buenos trabajos en esta zona constituyen no sólo lo más estimable de su obra, sino también la parte de la misma que menos ha sufrido el riguroso castigo, la inevitable discriminación del tiempo. Lo único lamentable es que Rodó no haya practicado este género con más asiduidad. Su extenso ensayo Juan María Gutiérrez y su época, con notable re-creación del ámbito histórico que condicionó y a la vez estimuló una determinada eclosión literaria, es seguramente un trabajo ejemplar y el que mejor justifica la «esplendorosa facultad crítica» que Carlos Real de Azúa le atribuye a Rodó.

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Portadas de varias ediciones con selección de parábolas tomadas de Motivos de Proteo

Para el rastreo de influencias hay una base -que puede descartarse- en un párrafo de una carta de Rodó a Unamuno, escrita el 12 de octubre de 1900: «Mis dioses son Renan, Taine, Guyau, los pensadores, los removedores de ideas, y para el estilo, Saint-Victor, Flaubert, el citado Renan». Completando esta confesión, sucesivos críticos han señalado otras influencias. Isaac Goldberg, Zum Felde y René Bazin señalan el aporte de Platón; Gonzalo Zaldumbide, aparte de los dioses admitidos por Rodó, menciona los nombres de Emerson, Maeterlinck y Macaulay; la influencia de Bergson (puesta en duda, o negada, por Osvaldo Crispo Acosta, Clemente Pereda y Zum Felde) es relevada por Pedro Henríquez Ureña («la grande originalidad de Rodó está en haber enlazado el principio cosmológico de la evolución creadora con el ideal de una norma para la vida»101), en tanto que Arturo Ardao limita el aporte bergsoniano a las teorías psicológicas; Carlos Real de Azúa se detiene (además de otros nombres ya citados) en la contribución de Amiel, Sainte-Beuve, la probable de Hartmann; Ventura García Calderón cree reconocer el trazo de Barrès; Rodríguez Monegal (además de confirmar, después de haber tenido acceso a los cuadernos preparatorios de Proteo, que Rodó había leído y extractado directamente a Montaigne y Bergson) agrega los nombres de Dostoievsky, Nietzsche, y, entre los franceses, los de Brunetière, France, Baudelaire, Gautier, Villemain; Medardo Vitier reconoce la influencia de Carlyle y de Bourget; Clemente Pereda, la de Marco Aurelio; Rafael Barrett, la de William James; Roberto Ibáñez, la de Ibsen.

Es corriente que a veces se confundan las fuentes con las influencias. Leconte de Lisie, indicado a veces102 como fuente probable de la historia del mancebo Hylas (cap. CVIV de Motivos de Proteo) no ejerció, sin embargo, ninguna influencia visible en Rodó; tampoco unos versos de la Medea de Séneca, aludidos en la parábola de Leuconoe103, sirven para ejemplificar una verdadera influencia del filósofo cordobés. Al formular serias objeciones a la labor investigadora de las fuentes rodonianas, realizada por Clemente Pereda104, Rodríguez Monegal señala atinadamente que dice el autor «no siempre distingue entre escritores que (como Renan o Taine) alimentaron largamente su pensamiento y otros que sólo sirvieron para inquietarlo un instante (Amiel, por ejemplo) o fueron usados como lujosos ejemplos de algún desarrollo (Gracián). Tampoco distingue, entre los pensamientos reflejados por las páginas de Rodó, aquéllos que eran patrimonio cultural del 900 o lugares comunes de todas las épocas, y otros que provenían de fuentes que el pensador había consultado largamente»105. Esta observación podría extenderse a buena parte de los estudios sobre fuentes de Rodó, minuciosos pero a menudo algo miopes, que suelen llevarse a cabo como trabajos de seminario o tesis universitarias, y que caen fácilmente en la investigación detectivesca. Algo de eso tiene, por ejemplo, el enorme trabajo, de concepción y estructura un poco escolares, efectuado por el crítico español Glicerio Albarrán Puente sobre El pensamiento de José Enrique Rodó106.

Después de todo, cierta desorientación crítica resulta explicable, si se considera que una de las características de asimilación más importantes en Rodó es cierta extraña capacidad para amalgamar en una modalidad creadora y personal los distintos elementos detectados por su interés y su sensibilidad. Ni en el estilo ni en las ideas puede reconocerse una impronta única, un sello permanente. En el primer aspecto, es posible relevar párrafos enteros que responden a los ritmos verbales de Saint-Victor, pero también otros que heredan la obsesiva caza del vocablo ideal -a través de sinonimias, de paralelismos- que tan hábilmente practicaba Flaubert. En el segundo, la mimetización del legado normativo muy a tono con el temperamento y las preocupaciones de Rodó, no es por cierto el único ejemplo a contabilizar. Arturo Ardao ha visto con claridad la curva filosófica que trazara Rodó desde le positivismo al idealismo, registrada, en el campo del conocimiento, mediante una sustitución «del dogmatismo de la razón abstracta, por un alerta sentido crítico de una razón identificada con la experiencia vital»107. El propio Rodó confesó alguna vez (en 1899, ensayo sobre Rubén Darío) pertenecer con toda su alma a «la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas», agregando luego (en 1910, ensayo sobre Carlos Arturo Torres) que el positivismo, «piedra angular de nuestra formación intelectual, no es ya la cúpula que la remata y corona». Ardao ha señalado que el idealismo de Rodó, en cuanto expresión filosófica, «no procede directamente de idea, como en aquel sentido metafísico, sino de ideal. Este término deriva a su vez de idea, pero aquí no como adjetivación o predicado, sino con la significación sustantiva de idealidad. La idealidad es, para Rodó, una esfera generada por la existencia plural del ideal, que su pensamiento distingue y opone con insistencia a la de la realidad. El ideal existe, aunque sólo en idea; mas, no en calidad de representación abstracta o de concepto puro, engendro formal de la lógica. Existe, para decirlo con el término que ha hecho fortuna en la filosofía contemporánea y cuya proyección Rodó no tuvo tiempo de conocer, como valor que apunta a la realidad aspirando y exigiendo ser trascendido de algún modo a ella. Es por esta afirmación, y sólo por ella, del ideal como valor, que oponía el idealismo al positivismo, considerado éste en todas sus manifestaciones -estéticas, éticas y especulativas- como realismo»108.

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Dedicatoria de Rodó a Juan Antonio Rodríguez

Rodó, que (según su categórica confesión) no aguantaba a Pascal, tenía sin embargo una suerte de vocación religiosa embarcada en un rumbo racionalista. En su excelente ensayo, Ardao ha brindado algunos cabos de este planteo, abonándolo con oportunas citas del propio Rodó, pero creo que es lícito ir más lejos en ese reconocimiento. A pesar de que este terreno, como tantas otras zonas del pensamiento rodoniano, está lleno de tembladerales, me parece reconocer en toda la actitud de Rodó una tendencia, una calidad de alma, una predisposición, que parecen corresponderse con la sed religiosa de alguien que no ha hallado su religión. Que Rodó no haya encontrado la explicación religiosa que en cierto modo exigía la pigmentación racionalista de su epidermis intelectual, no significa por cierto que el agnosticismo le viniera de un impulso interior. Por algo escribió (en Liberalismo y jacobinismo): «Nos inquietarán siempre la oculta razón de lo que nos rodea, el origen de donde venimos, el fin a donde vamos, y nada será capaz de sustituir el sentimiento religioso para satisfacer esa necesidad de nuestra naturaleza moral, porque lo absoluto del Enigma hace que cualquiera explicación positiva de las cosas quede fatalmente, respecto de él, en una desproporción infinita, que sólo podría llenarse por la absoluta iluminación de una fe». A Rodó nunca le llegó la fe, y por eso se mantuvo la desproporción infinita, la inseguridad espiritual que es en cierto modo el tono más sostenido en la obra -psicológicamente proteica- de Rodó. Por eso sirve menos como mensaje que como testimonio personal; por eso ha dejado, en varios sentidos, de ser actual pero sigue siendo patética; pe eso, aunque en varias facetas del estilo aparezca como caduca, en su relación inevitable y umbilical con el espíritu que la generara, sigue pareciendo humanamente viva; por eso, aunque se haya vuelto parcialmente anacrónica y el tiempo haya subrayado sus flojedades proféticas, todavía es posible reconocerla como fundamentalmente honesta. En 1911 (Mi retablo de Navidad), Rodó habló, con extraño calor, de un Dios en formación y a él se dirigió en estos términos: «Tú puedes ser un símbolo en que todos nos reconciliemos. Tal vez el Dios de la verdad es como Tú». Quizá a esa altura de su vida sintió Rodó que Dios se estaba formando en él, pero es más que seguro que nunca llegó a transformarlo en una convicción. Resulta curioso recortar, de la última página escrita por Rodó, precisamente el párrafo final: «Presencié, en Viernes Santo, una procesión callejera, al uso antiguo de nuestras ciudades, con séquito populoso y formas de teatral solemnidad. Un simulacro de Cristo, de peso abrumador, a juzgar por el visible esfuerzo de sus portadores, era llevado en hombros de una veintena de tiernos congregantes». También Rodó fue, a través de su vida, algo así como un tierno congregante que nunca pudo concebir otra cosa que un simulacro de Dios. Aunque resulte de un peso tan abrumador como Dios mismo, un simulacro, un remedo de Dios, no sirve en cambio para apuntalar ningún tipo de esperanza.

¿Conclusiones? Pocas, o ninguna. Recuerdo que hace algunos meses, estando en España, interrogué a dos poetas del grupo de Barcelona acerca de su actitud con respecto a la generación del 98, y uno de ellos me dijo textualmente: «Lo que pasó con los del 98 es que a nosotros nos enseñaron que debíamos considerarlos como valores vivos. Bueno, como valores vivos nos resultaron insoportables. El único que parecía muerto (un clásico, bah) era Valle-Inclán, y entonces no tuvimos prejuicios para apreciarlo como el estupendo escritor que es». Algo de eso nos pasa a nosotros. Creo que ha llegado la hora de considerar a los escritores del 900 (tal vez con la única excepción de Quiroga) como valores muertos, como ilustres e importantes valores muertos, y sólo así estaremos en la posición justa (no sólo con respecto a nosotros, sino también con respecto a ellos) para apreciarlos en su medida exacta, en su verdadera dimensión. Es abusivo confrontar a Rodó con estructuras, planteamientos, ideologías actuales. Su tiempo es otro que el nuestro, y eso resulta palmario en una lectura minuciosa y total como la que he debido efectuar antes de compaginar este volumen. Alguien ha señalado con justeza que «Rodó derivaba de Spencer y de Taine; no de Kierkegaard o de Nietzsche, de Marx o de Proudhon, adelantados del siglo XX»109. Rodó no fue un adelantado, ni pretendió serlo. Es cierto que penetró en el siglo XX, pero más bien lo visitó como turista, incluso con la curiosidad y la capacidad de asombro de un turista inteligente; su verdadero hogar, su verdadera patria temporal, era el siglo XIX, y a él pertenecía con toda su alma y con toda su calma. Pero los capítulos de historia (así sea de la historia literaria) no sólo están hechos por quienes los anuncian, sino también por quienes lo culminan. Rodó no fue un lujoso remate de una época que se extinguía. Reprocharle sus miopías resultaría hoy tan cándido como el inocuo intento de reactualizar sus ingenuidades. Su actitud intelectual fue de una permanente honestidad, y su dignidad de escritor no fue una metáfora, sino un hecho. Y en ese sentido, su nombre irradia ejemplo hacia todas las épocas y generaciones, incluido (¿por qué no?) nuestro tiempo, tan propenso a las súbitas, retadas contriciones, y -algo infinitamente más desalentador- a las explicaciones del arrepentimiento.

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Cédula de identidad expedida el 7 de julio de 1916, una semana antes de que se embarcara para Europa. La edad está equivocada: no tiene 42 años, sino 44 (RF)






ArribaAbajoTextos escogidos de Rodó


ArribaAbajoNotas sobre crítica

Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela y merezca la atención de la más cercana posteridad.

...Leopoldo Alas traduce acertadamente en máxima de crítica la frase famosa de Terencio: «No me es ajeno nada de lo que es humano». El mejor crítico será aquel que haya dado prueba de comprender ideales, épocas y gustos más opuestos.

Si hubiera de graduarse el nivel a que alcanza en la clasificación de las inteligencias el espíritu de cada escritor, tomando por base sus aspiraciones respecto de la crítica que ha de pronunciarse sobre sus obras, yo propondría la fórmula siguiente: «El escritor de noble raza es aquel que ambiciona, ante todo, ser comprendido. El vulgar escritor es aquel que procura, ante todo, ser elogiado».

El ministerio de la crítica no comprende tareas de mayor belleza moral que las de ayudar a la ascensión del talento real que se levanta y mantener la veneración por el grande espíritu que declina.

Reservad la benevolencia de la crítica para juzgar las caídas de los grandes y no la empleéis en cohonestar la inepcia de los pequeños.

El crítico que al cabo de dos lustros de observación y de labor no encuentre, en aquella parte de su obra que señala el punto de partida de su pensamiento, un juicio o una idea que rectificar, una página siquiera de qué arrepentirse, habrá logrado sólo dar prueba, cuando no de una presuntuosa obstinación, de un espíritu naturalmente estacionario o de un aislamiento intelectual absoluto.

10 de enero de 1896.




ArribaAbajo«¿Mi autobiografía?»

Carta al director de la revista La Carcajada


Sr. Pedro W. Bermúdez Acevedo.

Amigo de mi aprecio: Empezaré por confesar Ud. que de todas las cartas que recuerdo haber recibido en mi vida, la que Ud. ha tenido la amabilidad de dirigirme, es acaso la que me ha puesto en mayor perplejidad. Expone Ud. en ella su deseo de que a la caricatura que se propone dar de mí en su jovial e interesante «Carcajada», acompañe algo escrito por mí mismo y que se parezca lo más posible a una autobiografía. Mi perplejidad empezó al llegar en su carta a esta palabra, que leí varia veces, restregándome otras tantas los ojos por si había leído mal. ¿Cómo haría yo para satisfacer su pedido sin limitarme a enviar a Ud. mi partida de nacimiento ni recurrir al expediente de inventarme una novela de aventuras, y cómo contestar, por otra parte, a su amabilidad, con el desaire de una absoluta negativa?

Si yo quisiera aprovechar la oportunidad para hacer una frase, y para declararme, al mismo tiempo, libre de responsabilidad en el hecho de no encontrar en mi vida nada que merezca ser objeto de una revelación más o menos interesante u oportuna; adoptaría la solución de parodiar en esta carta un dicho famoso. El poeta de las Orientales decía una vez a sus críticos: «No me habléis de lo que hubiera podido hacer, sino de lo que he hecho». Volviendo la frase del revés y acomodándola a las exigencias de situación, yo, con igual énfasis, le diría «No me pregunte Ud. por lo que he hecho, sin por lo que hubiera podido hacer».

Todos los Bouvard y todos los Pécuchet del mundo se reservan el derecho de pensar que ellos hubieran podido ser unos grandes hombres, si hubieran nacido en tiempos menos difíciles y prosaicos que los que les han tocado en suerte. Cada pacífico burgués es libre de declararse atormentado por la nostalgia de Grecia, ni más ni menos que Enrique Heine o Alfredo de Musset, con la segura convicción de que, si hubiera vivido en tiempos de Pericles, hubiera sido un Sófocles o un Fidias.

Dado, pues, que en punto a los acontecimientos narrales e interesantes de mi vida, sólo podría satisfacer decorosamente su curiosidad con esa disculpa vanidosa de no tenerlos, y todavía me quedaría el camino de referirme en mis informaciones, no a la vida íntima, y a darle fiel y exacta cuenta de mis cualidades, de mis defectos, de mis cavilaciones, de mis pareceres y mis gustos.

Pero ¿qué quiere Ud.? Este género de subjetivismo, que me parece tolerable, y aun delicioso, en labios de los poetas, antójaseme ridículo o pedantesco cuando se le da por envoltura el tejido ordinario de la prosa.

No me propongo negar que las confesiones, las memorias, los diarios -todos esos géneros de literatura íntima que tan mal le parecen a M. Brunetière, el antipático y discretísimo censor literario de la «Revista de Ambos Mundos»- sean, según alguien lo ha dicho, delicado manjar, muy gustado por los sibaritas del entendimiento. Pero si los tengo por tal, es sólo a condición de que procedan de quienes lleven dentro, o hayan realizado en su vida, algo que merezca la pena de ser sabido de los otros, y a condición también de ser absolutamente sinceros, ferozmente sinceros, con aquel grado de sinceridad que acaso no es legítimo ni razonable pedir sino al que escribe memorias que no han de darse a la publicidad mientras el autor pertenezca al mundo de los vivos.

No me parece odioso el yo como a Pascal: lo que me parece odioso es el falso yo de las confesiones amañadas pensando en el efecto y adoptando la pose más conducente al visible fin de interesar como los Credos de ópera, hechos para ser cantados ante el público de los teatros. Creo, pues, en el interés de las confidencias literarias, cuando ellas son ingenuas y cuando nos guían por los vericuetos de un espíritu escogido; no me parece que se pierda el tiempo refistoleando y sutilizando, con la porfía de un Amiel, en los propios pensares de pensares, cuando esto se hace con sagacidad y con gracia; pero me causa horror pensar en lo que podría llegar a ser este género de literatura personal el día en que se la declara puerto franco y fuera fácilmente accesible para las tentaciones de la tontería.

¿Cuán es, pues, el medio que me queda por ensayar para complacerle?

Aún podríamos salir del paso, planteando Ud. y contestando yo uno de esos cuestionarios inocentes, en los que la indiscreción se limita a averiguar del interpelado cuál es su color favorito, cuál es la flor y el manjar que más le gustan, en qué país desearía habitar, qué autor es el de su predilección, etc., etc. Pero como de todas las maneras que pueden idearse para hablar de sí mismo, ésta me parece la más tonta, renuncio a aprovecharla como la solución de mis dudas y la reservo para cuando haya de llenar una página de álbum.

En suma: que por esta vez se queda Ud. sin autobiografía, ni confesión, ni prosa confidencial o subjetiva, ni cosa que lo valga, ya que no hallo camino de cumplir de razonable manera los deseos de usted.

Otra razón, justificativa de mi excusa, se me ocurre, para el caso de que me resolviera a pasar por alto las dificultades de alguno de esos medios de complacerle. Y es ella que, aun dando por cierto que yo no merezca figurar en la categoría de vulgo literario, ¿sería éste suficiente motivo para que alguien encontrara interés en lo que yo me arrojara a decir de mí?

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Cena de despedida, el 12 de julio de 1916. Rodó es el séptimo de la izquierda

Piense Ud. en que abundan las gentes para quienes nuestra afición a ocuparnos en asuntos de literatura significa sólo un pasatiempo, un entretenimiento inofensivo; una manera de llenar los ratos de ocio, comparable al billar, al ajedrez, al juego de damas, o a la resolución de charadas o logogrifos. Escribir bien es, pues, una habilidad que en concepto de muchas gentes doctas y serias, y aunque ellas no lo digan, no debe de exceder en mucho a la que cabe demostrar aplicándose a cualquiera de esos juegos. Y yo todavía no sé que, por voraces e insaciables que sean la curiosidad y el espíritu investigador de nuestra época, por increíbles que sean los extremos a que haya llevado esa universal manía de la información que Pompeyo Gener clasifica entre las grandes neurosis contemporáneas, ellos hayan llegado nunca hasta pedir que sean sometidos a una interview, para obtener la revelación de sus cosas íntimas, un ajedrecista distinguido, un hábil aficionado a juegos de ingenio, o un buen jugador de carambolas.

¿No le parece a Ud., amigo mío, que con todo lo dicho se halla suficientemente justificada mi excusación y que debe usted perdonarla con su habitual y generosa benevolencia? En caso contrario puede Ud. hacer uso de esta carta, presentándola como una prosaica imitación del soneto de Violante, en la que se trata de los medios de escribir una autobiografía y se concluye por no adoptar ninguno.

Deseo a «La Carcajada» la resonancia y la duración inextinguible del reír de los dioses; y me suscribo a Ud. afectísimo colega y amigo.

José Enrique Rodó

Montevideo, enero de 1897.

(Publicado en «La Carcajada», 25 de enero de 1897.)




ArribaAbajo La gesta de la forma

¡Qué prodigiosa transformación la de las palabras, mansas, inertes, en el rebaño del estilo vulgar, cuando las convoca y las manda el genio del artista!... Desde el momento en que queréis hacer un arte, un arte plástico y musical, de la expresión, hundís en ella un acicate que subleva todos sus ímpetus rebeldes. La palabra, ser vivo y voluntarioso, os mira entonces desde los puntos de la pluma, que la muerde para sujetarla; disputa con vosotros, os obliga a que la afrontéis; tiene un alma y una fisonomía. Descubriéndonos en su rebelión todo su contenido íntimo, os impone a menudo que le devolváis la libertad que habéis querido arrebatarle, para que convoquéis a otra, que llega, huraña y esquiva, al yugo de acero. Y hay veces en que la pelea con esos monstruos minúsculos os exalta y fatiga como una desesperada contienda por la fortuna y el honor. Todas las voluptuosidades heroicas caben en esa lucha ignorada. Sentís alternativamente la embriaguez del vencedor las ansias del medroso, la exaltación iracunda del herido. Comprendéis, ante la docilidad de una frase que cae subyugada a vuestros pies, el clamoreo salvaje del triunfo. Sabéis, cuando la forma apenas asida se os escapa, cómo es que la angustia del desfallecimiento invade el corazón. Vibra todo vuestro organismo, como la tierra estremecida por la fragorosa palpitación de la batalla. Como en el campo donde la lucha fue, quedan después las señales del fuego que ha pasado, en vuestra imaginación y en vuestros nervios. Dejáis en las ennegrecidas páginas algo de vuestras entrañas y de vuestra vida. ¿Qué vale, al lado de esto, la contentadiza espontaneidad del que no opone a la afluencia de la frase incolora, inexpresiva, ninguna resistencia propia, ninguna altiva terquedad a la rebelión de la palabra que se niega a dar de sí el alma y el color?... Porque la lucha del estilo no ha de confundirse con la pertinacia fría del retórico, que ajusta penosamente, en el mosaico de su corrección convencional, palabras que no ha humedecido el tibio aliento del alma. Eso sería comparar una partida de ajedrez con un combate en que corre la sangre y se disputa un imperio. La lucha del estilo es una epopeya que tiene por campo de acción nuestra naturaleza íntima, las más hondas profundidades de nuestro ser. Los poemas de la guerra no os hablan de más soberbias energías, ni de más crueles encarnizamientos, ni, en la victoria, de más altos y divinos júbilos... ¡Oh Ilíada formidable y hermosa; Ilíada del corazón de los artistas, de cuyos ignorados combates nacen al mundo la alegría, el entusiasmo y la luz, como del heroísmo y la sangre de las epopeyas verdaderas! Alguna vez has debido ser escrita, para que, narrada por uno de los que te llevaron en sí mismos, durara en ti el testimonio de alguna de las más conmovedoras emociones humanas. Y tu Homero pudo ser Gustavo Flaubert.

1900.

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Despedida en el Círculo de la Prensa, 13 de julio de 1916 (AS)




ArribaAbajoEl Cristo de la jineta

Después del Cristo de paz, hubo menester la humana historia del Cristo guerrero, y entonces naciste tú, Don Quijote. Cristo militante, Cristo con armas, implica contradicción, de donde nace, en parte lo cómico de tu figura, y también lo que de sublime hay en ella.

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Homenaje estudiantil a Rodó frente al Círculo de la Prensa, 13 de julio de 1916

Atribuyeron a Cristo casta real, dijeron que era de la sangre de David; y tú conjeturaste que había que pasar igual cosa contigo: «Podría ser, ¡oh Sacho! -dijiste- que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey». Nació Cristo en su aldea humilde, a la que para siempre levantó de la oscuridad su cuna. Lugareño fuiste también tú, y sólo por ti vive en la memoria del mundo tu Argamasilla. Cuando se aludía a Él por su nacimiento, no se vinculaba a su nombre el de su pueblo, sino el de su región: el Galileo se lo llamaba; como tú tomaste para añadir a tu nombre el de la comarca de que eras, el del viejo Campo Esportuario: la Mancha de los moros. Él, antes de poner por obra nuestra redención, quiso ser consagrado por manos del Bautismo; como tú, antes de arrojarte a no muy menores empresas, quisiste recibir, del castellano de tu castillo, la pescozada y el espaldarazo. Cuarenta días y cuarenta noches pasó Él en retiro del desierto; y tú, en tu penitencia de Sierra Morena, pasaras otros tantos, no sacarte de allí maquinaciones de los hombres. Rameras hubo a Su lado y las purificó Su caridad; como a tu lado, y transfiguradas por tu gentileza, maritornes y mozas del partido. Él dijo: «Bienaventurados los que padecen persecución de la justicia»; y tú, pasando del dicho inaudito al hecho temerario, trozaste la cadena de los galeotes. Él atraía y retenía a su cohorte con la promesa del reino de los cielos; como tú a la cohorte tuya -unipersonal, pero representativa del pululante coro humano-, con la promesa del gobierno de la ínsula. Si enfermos sanó Él, tú valiste a graviados y menesterosos. Si Él conjuró los espíritus de los endemoniados, a ti te preocupó el remediar encantamientos. Ni a Él quiso reconocerle el sentido común como Mesías, ni a ti como andante caballero. Burla y escarnio hicieron de Su mesianismo como de tu caballería; y si la madre y los hermanos del Maestro le buscaban para disuadirle y Él hubo de decir:«No tengo madre ni hermanos», bien se te pusieron y te obstaculizaron en tu casa, tu ama y tu sobrina. Cuando desbaratas el retablo del titiritero, donde lo heroico se rebajaba a charlatanería de juglar, haces como Él que echó por tierra las mesas de los mercaderes y las sillas de los vendedores de palomas. Indígnanse los sacerdotes de Jerusalén, porque ven que festeja la multitud a Cristo; y porque a ti te festejan en casa de los Duques, se indigna un ensoberbecido y necio clérigo... Y es tu Jerusalén la casa de los Duques; allí, después de festejársete, padeces persecución; allí te befan, allí te llenan de ignominia. Como Pedro al Maestro, Sancho, hechura tuya, te niega, cuando con cobarde sigilo llega a confesar a la Duquesa lo que el vulgo llama tu locura. El letrero que en Barcelona cosen a tu espalda es el «Éste es el Rey de los Judíos», con que se te expone a la irrisión. Sansón Carrasco es el Judas que te entrega. Un publicano, San Mateo, escribió el Evangelio de Cristo; y otro publicano, Miguel de Cervantes, tu Evangelio. Dos naturalezas había en ti, como en el Redentor: la humana y la divina; la divina de Don Quijote, la humana de Alonso Quijano el Bueno. Murió Alonso Quijano, y para otros quedaron su hacienda, y las armas tuyas, y el rocín flaco y el galgo corredor; pero tú, Don Quijote, tú, si moriste, resucitaste al tercer día: no para subir al cielo, sino para proseguir y consumar tus aventuras gloriosas; y aún andas por el mundo, aunque invisible y ubicuo, y aún deshaces agravios, y enderezas entuertos, y tienes guerra con encantadores y favoreces a los débiles, los necesitados y los humildes, ¡oh sublime Don Quijote Cristo ejecutivo, Cristo-León, Cristo a la jineta!

1906.




ArribaAbajoRecóndita Andalucía

Al margen de las Elegías de Juan R. Jiménez


Quien en el verbo lírico ame, sobre toda otra cosa, la verdad de la expresión personal, lea el libro de Jiménez. Esta poesía es personalísima del poeta, en la esencia y en la envoltura; es su alma misma, puesta en la más limpia y transparente expresión que alma humana pueda darse en palabras. Infunde el poeta de tal modo su espíritu en los caracteres de la forma, que nuestra lengua, de duro bronce resonante, semeja pasar en sus versos por una entera transfiguración. Nunca se la hizo tan leve, tan vaporosa, tan alada. Leyendo estas Elegías se reconocen, con sorpresa y arrobamiento, todos los secretos de espiritualidad musical, de sugestión melódica, que cabe arrancar al genio de una lengua tenida por tan exclusivamente pintoresca y estatuaria.

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En Pernambuco, a bordo del Amazon, el 21 de julio de 1916

Y si en la forma es singular, en la manera como el poeta siente la poesía de las cosas, su personalidad aparece aislada, y como nostálgica, en su medio. Jiménez nació y vive en la más meridional Andalucía. Sabiéndolo, alguien me preguntaba después de leer conmigo este libro: «¿Dónde está aquí el sol andaluz?»... Y, en efecto, el sol que el poeta canta no es el que ven los demás en Andalucía: es el suyo; es el sol velado, melancólico y mustio que difunde sobre los campos su «pena de enfermo», en una admirable página de las Elegías. El cielo que el poeta refleja no es el que inspiró los encendimientos de gloria en las Concepciones, de Murillo; no es el que inflama de oro y de púrpura el ambiente del Viaje incomparable de Gautier: es el cielo gris que ha dejado, para siempre, en el arroyo, donde ve el poeta la imagen de su corazón, un fondo de ceniza, según otra página muy bella de este libro. Los jardines por donde el poeta vaga no son los que visten las márgenes del Betis y el Genil con las pompas triunfales de una primavera inmarcesible: son aquellos a cuyos tristes rosales prestó la dulce y pálida paseante de otra de las Elegías la gracia melancólica de sus maneras... ¿Será esto razón para concluir que no es Jiménez un poeta de Andalucía? Yo creo que sí lo es, y que lo es de la manera más honda. Leopoldo Alas decía, a propósito de El patio andaluz, de Salvador Rueda, que no hay una sola Andalucía, sino varias. Hay seguramente muchas; pero, por mi parte, yo también sé, o tengo vislumbres, de varias. Hay una que detesto; otra que admiro; otra, muy vagamente sabida, que quiero y me encanta. La que detesto es la de la plaza de toros, y el alarde vulgar, y la alegría estrepitosa, y el gracejo de los chascarrillos. La que admiro es la de los poetas sevillanos, y los pintores fervientes de color, y la naturaleza ebria de luz, y las pasiones violentas e insaciables. La que quiero y me encanta es una que, por muy delicados indicios, sospecho que existe: una muy sentimental, muy suave, muy dulce; como nacida de la fatiga lánguida y melancólica que siguiera a los desbordes de sangre, de sol y de voluptuosidad, de aquella otra Andalucía, la admirable, la solamente admirable; no la adorable, la divina, la hermética... Y Jiménez es el poeta de esta última Andalucía, soñada más que real, y tiene de ella el alma y la voz.

1910.

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Imagen 47  (Pág. 144)

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Portadas de varias ediciones de Rodó publicadas por la Editorial Cervantes de Barcelona




ArribaAbajoMi retablo de Navidad


- I -

El Niño Dios


De toda la pintoresca variedad del Nacimiento vistoso -con el divino Infante, la Virgen doncella, el Esposo plácido, las mansas bestias del pesebre- no venía a mí más dulce embeleso ni sugestión más tenaz que los que traía en sí esta idea inefable: «Dios en aquel día era niño...» Niño en el cielo, niño de verdad, como lo representaba la figura. Mientras yo contemplaba el inocente simulacro, un celeste niño gobernaba el mundo, oía las plegarias de los hombres, distribuía entre ellos mercedes y castigos... ¿Cuándo la idea del Dios humanado, del Dios hecho hombre por extremo de amor, pudo mover en corazón de hombre tan dulce derretimiento de gratitud, mezclado a la altivez de tamaña semejanza, como en el corazón de un niño la idea del Dios hecho niño?

Hoy, que convierto en materia de análisis los poemas de mi candor (el hombre es el crítico, el niño es el poeta), se me ocurre pensar cuán apetecible sería que Dios fuese niño una vez al año. En la «política de Dios» hay, sin duda, inescrutables razones, arcanos planes, propósitos altísimos, a los que se debe que su intervención en las cosas del mundo se reserve y oculte con frecuencia, y que su justicia, mirada desde valle oscuro, parezca morosa, e inactivo su amor. El día del Dios-niño, toda esa prudencia de Dios desaparecerá. Al Dios sabio y político sucedería el Dios sencillo y candoroso, cuya omnipotencia obraría de inmediato, en cabal ejecución de su bondad. En ese día de gloria no habría inmerecido dolor que no tuviese su consuelo, ni puro ensueño que no se realizase, ni milagro reparador que se pidiera en vano, ni iniquidad que persistiera, ni guerra que durara. A ese día remitiríamos todos la Esperanza, y el mayor mal tendría un plazo tan breve que lo sobrellevaríamos sin pena. ¡Oh cuán bella cosa sería que Dios fuese niño una vez al año, y que éste fuera el bien que anunciasen las campanas de Navidad!...

Pero no... Ahora toman otro sesgo mis filosofías del recuerdo del Niño-Dios. Antes que lamentarse porque Dios no sea niño de veras durante un día del año, acaso es preferible pensar que Dios es niño siempre, que es niño todavía. Cabe pensar así y ser grave filósofo. El Dios en formación, el Dios in fieri en el virtual desenvolvimiento del mundo o en la conciencia ascendente de la humanidad, es pensamiento que ha estado en cabezas de sabios. ¿Y hemos de considerarla la peor, ni la más desconsoladora, de las soluciones del Enigma?... ¡Niño-Dios de mi retablo de Navidad! Tú puedes ser un símbolo en que todos nos reconciliemos. Tal vez el Dios de la verdad es como Tú. Si a veces parece que está lejos o que no se cura de su obra, es porque es niño y débil. Ya tendrá la plenitud de la conciencia, y de la sabiduría, y del poder, y entonces se patentizará a los ojos del mundo por la presentánea sanción de la justicia y la triunfal eficiencia del amor. Entre tanto, duerme en la cuna... Hermanos míos: no hagamos ruido de vanidad, ni de feria, ni de orgía. Respetemos el sueño del Dios-niño que duerme y que mañana será grande. ¡Mezamos todos en recogimiento y silencio, para el porvenir de los hombres, la cuna de Dios!!

Imagen 50  (Pág. 147)

Una de las últimas fotografías de Rodó
(Foto Faig, de Montevideo)




- II -

El asno


Asno del pesebre donde el Señor vino al mundo, yo te quería y te admiraba. Tú eras, en aquel espectáculo, el personaje que me hacía pensar. Iniciación preciosa que te debo. Tú, abanicando con los atributos de tu sabiduría, diste aliento a la primera chispa de libre examen que voló de mi espíritu. Tú fuiste mi Mefistófeles, ¡oh Asno! Por amor a ti, por caridad y compasión con que me inundabas el alma, me hiciste concebir los primeros asomos de duda sobre el orden y arreglo de las cosas del mundo, y aun sospecho que, por este camino, me llevaste, con ignorancia de los dos, a los alrededores y arrabales de la herejía.

Verás cómo, Yo, prendado de la gracia inocente y dulce que hay en ti, y que no suelen percibir los hombres, porque se han habituado a mirarte con la torcida intención de la ironía, me interesaba por tu suerte. Viéndote allí, junto a la cuna de Dios, me figuraba que te era debido algún género de gloria. Entonces preguntaba cuál fue tu destino ultratelúrico, y me decían que para los asnos no hay eternidad. Para los asnos no hay en el mundo sino trabajo, burla y castigo, y después del mundo, la nada... La Nueva Ley no modificó en esto las cosas. El sacrificio del Hijo de Dios no alcanzó a ti. El viejo esclavo de Pompeya que debió de trazar, bajo tu imagen, dibujada en la pared, la inscripción de amarga ironía: «Trabaja, buen asnillo, como yo trabajé, y aprovéchete a ti tal como a mí me aprovechó», dijo la desventura del asno pagano y del cristiano. De poco te valió estar presente en el nacimiento del Señor, ni más tarde llevarlo sobre tus lomos en la entrada a Jerusalén, entre palmas y vítores. Ni mejoró tu suerte en la tierra, ni, lo que es peor, se te franqueó el camino del cielo. A mí, este privilegio de la promesa de otra vida para el alma del hombre, con exclusión de la candorosa alma animal, capaz de inmerecido dolor remunerable y capaz también de una bondad que yo no había aprendido todavía a discernir de la bondad humana, porque aún no había estudiado libros de filosofía, se me antojaba un tanto injusto y me dejaba un poco triste. ¡Cómo! El perro fiel y abnegado que muere junto a la tumba del amo, acaso torpe y brutal; el león hecho pedazos en la arena infame; el caballo que conduce al héroe y participa del ímpetu heroico; el pájaro que nos alegra la mañana; el buey que nos labra el surco; la oveja que nos cede el vellón, ¿no recogerán siquiera las migajas del puro festín de gloria a que nos invita el amor de Dios después de la muerte?... De esta manera me acechaba la parvedad herética tras el retablo de Navidad.

Quedábamos en que para ti no hubo Nochebuena. Asno amigo; pero siglos después estuviste a dos dedos de la redención. Un paso más y te ganas los fueros de la inmortalidad, con el suplemento de alguna tregua y alivio en tu condición terrena. Fue cuando, en humilde pueblo de la Umbría, apareció aquel hombre vago, y tal vez loco, que se llamó Francisco de Asís. ¡Venturoso momento! La piedad de este hombre se extendía, como los rayos del sol, sobre todo lo creado. Sentía, presa de exaltadas ternuras, su fraternidad con las aves del cielo, con las bestias del campo y hasta con las fieras del bosque. Hablaba amorosamente del Hermano Lobo, del Hermano Cordero y de la Hermana Alondra. Era como el corazón de Cristo rebosando sobre su amor por nosotros y derramándose en la Naturaleza. Era un Sakiamuni menos triste y austero, más iluminado de esperanza. Parecía venido a predicar un Testamento Novísimo, ante el cual el nuevo pasase a viejo. ¡Yo creo, y Dios me perdone, que a él también le acechaba la herejía!... Pero se detuvo, o no lo comprendieron del todo, y la Naturaleza siguió sin Nochebuena. Tú, Asno hermano, perdiste con ello tu redención, y acaso no perdimos menos los hombres. ¡Ah, si el dulce vago de Asís se hubiera atrevido...!




- III -

Sueño de Nochebuena


En Nochebuena era el soñar despierto, girando la mariposa interior en torno a la imagen de luz pura, que ya aparecía, infantil, en el regazo de la Madre; ya a márgenes del lago o sobre el monte, con sus rubias guedejas de león manso; ya, trágica y sublime, entre los brazos de la Cruz. Mi imaginación era invencionera; la fe le daba alas. Cuentos, leyendas, ficciones de color de rosa, nacían de aquel soñar. Una recuerdo. No sabría reproducirla con su tono, con el metal de voz de la fantasía balbuciente. Será una idea de niño dicha con acento de hombre; será un verso de poeta que ha pasado por manos de traductor.

Era en la soledad de los campos, una noche de invierno. Nevaba. Sobre lo alto de una loma, toda blanca y desnuda, se aparecía una forma, blanca también, como de caminante cubierto de nieve. En derredor de esta forma flotaba una claridad que venía, no de la luz de una linterna, sino del nimbo de una frente. El caminante era Jesús.

Imagen 51  (Pág. 150)

Hotel des Palmes, en Palermo, Sicilia

Allá donde se eriza el suelo de ásperas rocas, un bulto negro se agita. Jesús marcha hacia él; él viene, como receloso, a su encuentro. A medida que el resplandor divino lo alumbra, se define la figura de un lobo, en cuyo cuerpo escuálido y en cuyos ojos de siniestro brillo está impresa el ansia del hambre. Avanzan; párase el lobo al borde de una roca, ya a pocos palmos del Señor, que también se detiene y le mira. La actitud dulce, indefensa, reanima el ímpetu del lobo. Tiende éste el descarnado hocico y aviva el fuego de sus ojos famélicos; ya arranca el cuerpo de sobre la roca..., ya se abalanza a la presa..., ya es suya.... cuando Él, con una sonrisa que filtra a través de su inefable suavidad la palabra:

-Soy Yo -le dice.

Y el lobo, que lo oye en el rapidísimo espacio de atravesar el aire para caer sobre Él, en el mismo rapidísimo espacio muda maravillosamente de apariencia: se transfigura, se deshace, se precipita en lluvia de blancas y fragantes flores. A los pies de Jesús, entre la nieve, las flores forman como una nube mística, sobre la que el divino cuerpo flotara. Y todo mi afán de poeta consistía en que se entendiese que no fue voluntad del sagrado Caminante, ni intervención de lo alto, lo que movió la transformación milagrosa, sino que fue virtud del propio sentir del lobo, espantado, loco, al reconocer a Aquél a quien iba a destrozar con sus dientes: virtud en que arrepentimiento, dolor, vergüenza, ternura, adoración, se aunaron como en un fuego de rayo, y derritieron las entrañas feroces, y las refundieron en aquella forma ducísima, todo ello mientras declinaba la curva del salto que tuvo por arranque la intención de hacer daño... Agregaba mi cuento que el Señor, mirando a las flores que a sus plantas había, hizo sonar los dedos como quien llama a un animal doméstico. Entonces, debajo el manto de flores se levantó, cual si despertara, un perro grande, fuerte y de mirada noble y dulce, de la casta de aquellos que en las sendas del Monte San Bernardo van en socorro del viajero perdido.

Imagen 52  (Pág. 151)

Tumba del cementerio de Palermo, en Sicilia, donde se depositaron transitoriamente sus restos el 2 de mayo de 1917 (AS)

Algunas veces asocio al recuerdo de mi ficción candorosa la idea de esas súbitas conversiones de la voluntad, que por la devoradora virtud de una emoción instantánea, consumen y disipan para siempre la endurecida broza de la naturaleza o la costumbre: Pablo de Tarsos herido por el fuego del cielo, Raimundo Lulio develando el ulcerado pecho de su Blanca, o el Duque de Gandía frente a la inanimada belleza de la Emperatriz Isabel.

1911.






ArribaAbajoNuestro desprestigio

El caciquismo endémico


Todavía ha de pasar mucho tiempo para que en Europa desaparezca el prejuicio que hace aparecer a una gran parte de las repúblicas americanas como semillero de revoluciones, como países fecundos en motines, disturbios y masacres de todo género.

La fama viene de atrás. La figura trágica de los cabecillas que luego de arribados al poder, por la sorpresa de las bayonetas la mayoría, se convirtieron en césares absolutos: Rosas siniestros, Francias sombríos, García Morenos a lo Borgia, ayer; Zelaya, Castres, Alfaros, Reyes no ha mucho; estas siluetas de terror y arbitrariedad son las que han contribuido al descrédito que se cierne sobre el Continente, no obstante las notas aisladas de progreso, de orden, que al presente dan algunas repúblicas.

Pero basta una recorrida a vista de pájaro por nuestras nacionalidades, para que surja la consideración, bastante triste, de desencanto acaso, de que la extinción del prejuicio europeo está lejana aún.

Allí tenemos en México el desenfreno revolucionario en todo su vigor, hasta temerse para aquella república fuerte la deprimente intervención yanqui.

Todavía el eco nos trae, de aquella Saint-Barthélemy de Quito efectuada en los jefes revolucionarios, el frenesí de las turbas ensañadas en los cadáveres de los prisioneros; y el ánimo se consterna ante esa regresión a épocas de barbarie o a las degollinas de manchúes en la China contemporánea.

Sin ir muy lejos, en el Paraguay se bate el record de los problemas políticos insolubles, hasta el punto de que esa tragedia interna caiga en ocasiones bajo el dominio del chascarrillo.

En el Perú se ejecuta a obreros inermes cuyo único delito consistía en la protesta contra el rudo trato de los caporales y la mezquina retribución de un jornal irrisorio.

La autonomía exagerada que ha dado origen al caciquismo en los estados del Brasil, y a las revueltas lamentables de Ceará, Pernambuco y otros puntos, al bombardeo de Manaos, a los motines de la Armada, constituye una seria interrogación para aquella república, hoy, cuando la gran figura de Río Branco ha desaparecido del escenario y su palabra de concordia no repercute.

En la propia Argentina, ¿no hablose hace días del estallido de una revolución? Fortuna fue que la actitud del presidente Sáenz Peña, insólita en esta América donde las elecciones son un mito, actitud que ennoblece ante la historia su administración, conjurara el conflicto.

Si de nosotros se trata, sucede algo peor. Nuestros recientes progresos y la tregua de paz que gozamos, no han bastado para elevarnos a la consideración unánime de los estados florecientes. Se nos confunde tristemente con el Paraguay, acaso por la vecindad o por la consonancia guaranítica de los nombres.

Tanto es así que días atrás un importante diario madrileño publicaba un telegrama que decía poco más o menos: «Los revolucionarios paraguayos atacaron la capital. Reina pánico en Montevideo».

Imagen 53  (Pág. 155)

Manifiesto del Comité de Homenaje a Rodó cuando se velaron sus restos en la explanada de la Universidad y se inhumaron en el Panteón Nacional. 27 y 28 de febrero de 1920 (AS)

Imagen 54  (Pág. 155)

Exhumación de sus restos en el cementerio de Palermo, 1920 (AS)

Y luego hablemos de congresos y conferencias, y propaganda del país en el exterior.

De este desconocimiento en que yacemos en tierras que están ligadas a la nuestra por razones de historia, lenguaje, raza, etc., tienen en gran parte la culpa los representantes diplomáticos que enviamos sin discernimiento, algunos de los cuales sólo se ocupan del confort y del aparato de sus personas, instalando en las legaciones escenarios, salas de baile, de juego; pero sin acordarse de colgar un mapa del país siquiera, en algún rincón.

Todavía pasará, pues, algún tiempo para que la Europa se entere de lo que atesoramos, de las energías que se despliegan en este Continente joven surgido como una promesa a las aspiraciones de todos.

Mañana, cuando el telégrafo en vez de transmitir el bochorno de las revueltas armadas, los destrozos de las guerras civiles o el resultado de las corridas de toros en algunas capitales -Lima, Caracas, México-, cuando en vez de propalar los retrocesos propague los progresos que se alcanzan, los veneros que se explotan, las energías que se despiertan, entonces, sí, vendrá la consideración mundial y con ella la confianza del crédito.

La sensatez patriótica realizará este ensueño.

Entre tanto, confesemos que la nueva vía interoceánica que abren al Norte los yanquis, con separarnos geográficamente, nos acerca más al foco europeo.

Y esto ya es algo.

Calibán

(Publicado en «Diario del Plata», 29 de abril de 1912.)




ArribaAbajoLos gatos del foro trajano

Tomando la Vía Alejandrina para entrar en la del Corso, paso todas las tardes junto al Foro Trajano, o si queréis, junto a la Columna Trajana, que es lo único que verdaderamente queda en pie de aquel complejo monumento, acaso el de más sonada magnificencia entre cuantos vio levantarse y caer este sol de Roma. Un paralelogramo cercado, de nivel mucho más bajo que la calle, contiene, entre silvestres hierbas y lodosos charcos, truncas columnas de granito, algunas de ellas arraigadas al suelo, otras tumbadas; y en medio de estas ruinas resalta, entera y majestuosa, la Columna Trajana, de mármol esculpido, en toda la extensión del fuste, con bajorrelieves que recuerdan el sometimiento de los dacios por el magnánimo y glorioso Emperador. Sus cenizas reposan, o reposaron, dentro del pedestal, dispuesto como sarcófago. Sobre el dórico capitel, en vez de la imagen de Trajano que lo coronaba, descuella, desde tiempos de Sixto V, un San Pedro de bronce.

La primera vez que pasé junto al Foro Trajano, ya casi entrada la noche, y me asomé a la oscura hondonada, vi deslizarse, entre las rotas piedras y las matas de pasto, una sombra fugaz. A esta sombra siguieron otras y otras, en varias direcciones. Luego advertí que con aquellas cosas pasajeras solían correr unas extrañas lucecillas. ¿Almas de tribunos, de mártires, de héroes, como las que en este venerando suelo de Roma han de reconocer un despojo de su vestidura corporal en cada grano de polvo, en cada hilo de hierba?...

Volví a pasar de día, y las sombras me revelaron su secreto. El ruinoso Foro está poblado de gatos. Allí ha puesto su cuartel general, su concilio ecuménico, su populosa metrópoli, la que llamó Quevedo «la gente de la uña».

Los hay de todas pintas. Barcinos y atigrados, amarillos y grises, blancos y negros. En los cuadros de sol, sobre la fresca hierba, disfrutan, con envidiable e indolente placidez, su dicha de vivir ya gravemente sentados, ya tendiéndose en esas actitudes inverosímiles y absurdas con que encantaban a Teófilo Gautier. Uno, negro como la tinta, inmóvil, sobre una tronchada columna que le forma pedestal, parece una esfinge de ébano. Micifuz se relame sobre un derribado capitel. Zapirón remeda, rascándose «la pata cola de Mefistófeles». Zapaquilda amamanta a sus bebés en el hueco de dos piedras donde ha tendido el césped blanco tálamo. Ignoro si el problema económico de esta comunidad se resuelve mediante la protección del vecindario, o si ella vive de su propia industria con la libre caza de sabandijas; pero observo que todos los asociados están gordos y lucios y que el rayo del sol arranca de los esponjados pelambres reflejos, ya de oro, ya de azabache, ya de nieve.

No quiero a los gatos. Me han parecido siempre seres de degeneración y de parodia: degeneración y parodia de la fiera. Son la fiera sin la energía; son el tigre achicado, el tigre de Liliput; el instinto contenido por la debilidad; la intención pérfida y sinuosa que sustituye el arrebato de la fuerza; la mansedumbre delante del hombre y la ferocidad delante del ratón.

Cuando la corona de los seres vivientes está sobre la frente del león, como en la hermosa fábula de Goethe, la propia tiranía se ennoblece y la propia crueldad cobra prestigios de justicia. ¡Ay del reino animal cuando manden los gatos!

Contemplando a la plebe felina adueñada de aquellos despojos de la grandeza imperial, se me figuró ver cifrado en este caso un carácter constante de las decadencias. Caer en manos de los gatos, ¿no es el destino de todos los poderes que envejecen, de todas las glorias que se gastan, de todas las ideas que se usan?... Luego otra figuración embargó mi pensamiento. Me pareció como si se presentara entre las ruinas el alma de un antiguo romano, y, con la amarga ironía de su orgullo señalase en aquella vasta gatería una pintura de nuestra civilización, un símbolo de nuestra edad.

Somos, para los antiguos, gatos para fieras. Reproducimos su genio y su cultura, como el gato los rasgos del felino indómito y gigante. Para dar voz a otros hombres y otros tiempos, el Ramayana la Ilíada, la Comedia. Para expresar la democracia utilitaria y niveladora, la Gatomaquia. Carecemos de la crueldad que empurpuró la arena del Circo y maceró las carnes del esclavo; pero tenemos la perversidad del rasguño, de la pupila que escudriña en la noche, de la mano esponjosa que dilata la agonía del ratón. Gatunos son nuestros crímenes. Económicas, tibias y falaces nuestras virtudes, pulcritud de gato. Si se aparece entre nosotros el Héroe, el miedo nos infunde valor y le saltamos a la cara, como nuestros congéneres hicieron con Don Quijote. Suplimos nuestra timidez para afrontar las puertas bien guardadas, con nuestra habilidad para marchar por las cornisas y trepar por los muros.

Las lamentaciones de Isaías, las amenazas de Daniel, las maldiciones de Dante, las quejas de Prometeo Encadenado, retumban en las concavidades del tiempo como rugidos en la selva. Los ayes de nuestros dolores, la declaración de nuestro moderno pesimismo, el clamor de nuestras rebeliones y nuestras esperanzas, ¿no sonarán en los oídos del futuro como maullidos de azotea?

El patriotismo romano, propagandista y conquistador, fue un inextinguible anhelo de espacio, y rebosando sobre el mundo, hizo nacer de la idea de la patria el sentimiento de la humanidad. Nuestro patriotismo, contenido y prudente, egoísta y sensual, ¿no tiene mucho del apego del gato a la casa donde disfruta su rincón?... ¡Oh tú, que te levantas allá enfrente!, sombra del Coliseo, erguido fantasma de la antigüedad, genio de una civilización de águilas y leones: ¿no será ésta de que nos envanecemos una civilización de gatos?

Roma, 1917.

Imagen 55  (Pág. 160)

Portada del número extraordinario que le dedicó Nosotros en 1917




ArribaAbajoSeis cartas confesionales


I. A Juan Francisco Piquet

Montevideo, 28 de marzo de 1897

Sr. Juan Francisco Piquet

Rolon

Cuando recibí, estimado amigo, su última carta me hallaba en una situación de espíritu que quitaba para mí todo interés a lo que pasaba en nuestra tierra, a los acontecimientos a que usted se refería y que han continuado desenvolviéndose cada vez más luctuosos y más graves... Todo lo que ha sucedido en esta última quincena, en estos días que bien podemos llamar desde ya inolvidables, tristemente inolvidables en nuestra historia, lo he visto al través de una espesa niebla, lo he sentido como un eco vago y lejano... Cuando la resonancia de la batalla sobrecogía de dolor o electrizaba de entusiasmo a los corazones, el mío, embargado por inquietudes muy ajenas a la lucha de los partidos, apenas participaba del interés y de la emoción de los demás. Empiezo ahora a darme cuenta de lo que ha pasado, y me siento lleno de patrióticas angustias al pensar en el salto atrás que esto significa en la vida de nuestro pueblo. Me acongoja el espectáculo de la guerra civil; me apena figurarme el porvenir a que marchamos por esta senda oscura..., y como una atenuación del sentimiento depresivo que experimento, me enorgullece ese soberbio derroche de heroísmo que ha dejado empapado en sangre de orientales el mismo campo en que tal vez leerá usted estas líneas mías... Ricardo Flores, llevando ahí su glorioso 2º de cazadores a la muerte, con temeridad sublime, puede presentarse como la personificación de nuestra vieja leyenda heroica, que resucita para probar que no es la bravura la que faltará jamás en las generaciones orientales... No discutamos sobre cuál es la causa por que sus bravos han luchado: pensemos sólo en que el enemigo que tenían al frente no representaba, por cierto, otra más noble ni más justa...

Ha sido usted espectador en la batalla y algún día nos referirá cosas llenas de interés sobre ese episodio que será inmortal en nuestra historia.

¿Quién se acuerda de nuestra querida literatura en días como los que pasan? ¡La existencia de la «Revista» significa ahora un esfuerzo casi heroico de nuestra voluntad!... ¿Quién escribe? ¿Quién lee? El frío de la indiferencia ha llegado a la temperatura del hielo, para estas cosas. Montevideo es mitad un club de hablillas políticas, y mitad una factoría de negociantes. Nunca fue cosa muy distinta. Hace medio siglo, sitiada y ensangrentada, en vida de una generación de la que no parecemos nietos, siquiera había en ella vida intelectual, gente que demostraba afición a las cosas del espíritu... Hoy, cuando no nos conmueve la noticia de un encuentro sangriento o el anuncio de otro que va a realizarse, vegetamos entre la chismografía política, las pequeñas angustias de la lucha por la vida, penosa y difícil, y el tajear de las lenguas que manifiesta nuestro maravilloso desconcierto de voluntades, nuestra incurable anarquía de esfuerzos y de opiniones... No hay tribuna, no hay prensa política, no hay vida de la inteligencia. Cada uno de nosotros es un pedazo de gran cadáver.

En cuanto a mí, la decepción, el desconcierto de esta situación, me apartan de la labor literaria, porque escribir de literatura sería trillar en el agua en estos tiempos; pero, por otra parte, no hacen sino robustecer mis aficiones, confirmarme en mi amor a la grata, a la noble vida del pensamiento y el trabajo intelectual. Los desengaños, las rudas experiencias, los sabores amargos de la vida han tenido siempre sobre mí la virtud de fortalecer mi culto por el refugio sagrado del arte y del estudio, adonde las cosas bajas y miserables no alcanzan. Sin mis libros, sin mis admiraciones, sin mi manía de borronear papel -y mi ilusión de que, haciéndolo, hago algo- lo vería todo del color gris del fastidio. Y a medida que en las otras manifestaciones de la actividad, en las otras esferas de le vida, aprendo, a pesar mío, a dudar de los hombres y de las cosas, me vuelvo más creyente en la divina religión del pensamiento y del arte y en su virtud regeneradora de los ánimos enfermos, fatigados y tristes.

¡Dejemos pasar las olas turbias de los mercantilismos y de las menguadas pasiones, poniendo entre ellas y nosotros un libro que nos levante el alma!

Su affmo. amigo,

José Enrique Rodó




II. A Miguel de Unamuno

Montevideo, 12 de octubre de 1900

Sr. Miguel de Unamuno

Muy distinguido amigo: Aunque con gran tardanza, quiero contestar a su interesante carta sobre mi última obrita; carta en la que no sólo obliga usted a mi gratitud por lo benévolo de sus apreciaciones y la sinceridad de sus reparos, sino que me ofrece la agradable oportunidad de conocer su modo de pensar y su criterio en cuestiones que me interesan y preocupan tanto como a usted.

Y no menos que la carta a que contesto, fue grata para mí la lectura provechosísima de sus Tres Ensayos, obra que por su originalidad, su arranque personal y propio, la profundidad y virtud sugestiva de sus ideas y la fuerza varonil de su estilo, es de las que se encuentran sólo por rarísima excepción en la literatura española contemporánea. Usted es, dentro de ella, una personalidad aislada que a nadie se parece, ni por su manera de pensar, ni por su manera de escribir. Cierto es que, como usted me dice en su carta, nos separan, y aun alejan, ideas muy importantes y tendencias, muy características, del gusto. Yo me reconozco muy latino, muy meridional; por lo menos como manifestación predominante de mi espíritu; pues una de mis condiciones psicológicas es la flexibilidad con que me adapto a diversos modos de ver, y hay veces en que mi latinismo se eclipsa y me siento vibrar al unísono con un Carlyle o un Heine o un Amiel. Mi aspiración sería equilibrar mi espíritu hasta el punto de poder contemplar y concebir la vida con la serenidad de un griego o de un hombre del Renacimiento. Me seduce lo francés por la espiritualidad, la gracia, la fineza del gusto y la generosa amplitud y liberalismo del sentimiento. Lo que más se me resiste en cuanto usted se manifiesta es su antipatía al espíritu francés. Claro está que, al decir esto, no me propongo defender el prurito infantil y vano de imitación que domina en nuestra juventud americana y española; imitación inconsulta y pedantesca de lo peor, que sólo conduce a una abominable escuela de frivolidad y snobismo literarios. Usted, que es tan benévolo conmigo, querrá hacerme la justicia de no confundirme con esos falsificadores de la literatura de «La Plume» o la «Reveu Blanche». Mis dioses son otros. Mis dioses son Renán, Taine, Guyau, los pensadores, los removedores de ideas, y para el estilo, Saint-Victor, Flaubert, el citado Renán. Con esta afición a lo francés concilio perfectamente mi amor a todo lo que puedo comprender dentro de lo septentrional, pues creo tener cierta amplitud de gusto y de criterio. Lo español me merece sincera y viva simpatía. Nadie más que yo admira a los representantes de verdadero mérito que quedan a la intelectualidad española. Nadie admiró más a Castelar, ni tiene más alta consideración por Menéndez Pelayo, Leopoldo Alas, Valera, Galdós, Echegaray, Pereda y tantos otros. Tengo los ojos fijos en la juventud de esa España para ver si algo brota de su seno. Si pudiéramos trabajar de acuerdo aquí y allá, y llegar a una gran armonía espiritual de la raza española, ¿qué más agradable y fecundo para todo?

Imagen 56  (Pág. 165)

Traslado de sus restos del Puerto a la Universidad, el 27 de febrero de 1920 (AS)

Imagen 57  (Pág. 165)

Cortejo fúnebre (AS)

Por muchas que sean las ideas en que usted y yo no concordamos, me complazco en entender que son más y más fundamentales aquellas en que estamos de acuerdo. Así, por ejemplo, en espíritu amplio y generoso, su odio a las limitaciones y formulismos de cualquier género, su varonil anhelo de originalidad y sinceridad en cuanto se piense y diga, su profunda espiritualidad (claro que no va esta palabra en el sentido de ingenio ameno chispeante), son otros tantos motivos de simpatía que hacen singularmente grata la lectura de las obras de usted y que me inspiran el vehemente deseo de no dejar interrumpidas nuestras relaciones literarias. Aparte de lo que usted, por su valer propio, tiene que enseñarme y aconsejarme, como hermano mayor a quien se escucha con respetuoso afecto, las mismas diferencias de criterio y orientación que usted nota entre ambos son, como usted mismo lo dice, una conveniencia más para el cambio de ideas y sentimientos que hemos establecido.

Mi aspiración inmediata es despertar con mi prédica, y si puedo con mi ejemplo, un movimiento literario realmente serio correspondiente a cierta tendencia ideal, no limitado a vanos juegos de forma, en la juventud de mi querida América. Tengo en mucho el aspecto artístico y formal de la literatura; creo que sin estilo no hay obra realmente literaria; y en la medida de mis fuerzas procuro practicar esa creencia mía. Pero también estoy convencido de que sin una ancha base de ideas y sin un objetivo humano, capaz de interesar profundamente, las escuelas literarias son cosa leve y fugaz. Mi propósito es difícil; usted lo sabe bien. Nuestros pueblos (España por anciana, América por infantil) son perezosos para todo lo que signifique pensar o sentir de manera profunda y con un objetivo desinteresado. No importa; trabajaremos mientras nos quede un poco de entusiasmo, estimulándonos recíprocamente los que formamos la minoría más o menos pensadora. Otros vendrán después que harán lo que no nos sea concedido a nosotros. Mi Ariel es punto de partida de ese programa que me fijo a mí mismo para el porvenir. Me satisface que, hasta donde sea sensato esperarlo, el éxito del libro ha sido bueno, en España y América. Valera, Clarín, Altamira, Rueda, Benot, Blanco García, Gómez de Baquero, Rubió y Lluch, han tenido muy cariñosos juicios para Ariel. Creo que va a hacerse de él una tercera edición en España. En América, ya se han agotado dos. Preparo para dentro de poco un nuevo opúsculo sobre una cuestión psicológica que me interesa mucho.

Pero basta de hablar de lo mío. Envíeme, en lo posible, lo que usted crea que puede interesarme más de aquello que usted escribe, o indíqueme a lo menos dónde puedo leerlo. Los Tres Ensayos los tengo bajo el pisapapeles de mi mesa de estudio, para releerlos siempre.

Lamento que la forma escrita no consienta la extensión y la prolijidad de las confidencias verbales, pues me agradaría infinito conversar con usted sobre muchos temas que para ambos tienen interés. Pero no hay más remedio que poner punto, después de renovar mis protestas de estimación y de afecto sinceros.

Ordene usted a su affmo. amigo.

José Enrique Rodó




III. A Luis Ruiz Contreras

Montevideo, 28 de febrero 1902

Estimado amigo: Grata de veras fue para mí su carta del 8 de febrero, no sólo por ser de usted y traerme noticias suyas, sino también porque mi estado de ánimo en estos días podría reconocer su expresión más completa y adecuada en algunos párrafos de su carta.

Por eso me complace doblemente contestar a ella con la libertad y satisfacción que se tiene al dejar correr la pluma confidencialmente, sin pensar en que se escribe para ser leído por el público. Esta manera de escribir «para ser leído por el público» es nuestra esclavitud, nuestro oficio por lo menos, y como todo lo que se hace por oficio, llega a producir hastío irremediable. Libertémonos transitoriamente de él, escribiendo para nosotros mismos o para alguno de nuestros «semejantes» de los que son capaces de comprender aquel hastío y esta voluptuosidad.

Como usted, yo busco ahora la paz de la conversación callada con la propia conciencia o con la tranquila Naturaleza, libre de vanidades y exhibiciones, destilando íntimamente el juego que el alma quiera dar de sí, sin oprimirla con los artificios de la producción forzada y convencional, que es mi mayor aborrecimiento. Creo que nada serio y fecundo puede producirse sin el antecedente de un período de reclusión, sinceridad y olvido de preocupaciones ajenas a lo esencial de la idea que queremos expresar. De uno de estos períodos nació mi pobre Ariel, que por eso tiene quizá cierta frescura y sentimiento.

¡Y qué acertado, qué conforme con lo que yo siempre he sentido encuentro lo que usted dice sobre lo abominable de la disputa en la esfera intelectual! Su concepción de la vida de la inteligencia como un mundo sereno y reparador es exactamente la mía. Cuando veo cómo las mezquinas pasiones, las torpes vanidades, todas las miserias humanas, en fin, invaden este que debiera ser nuestro refugio bendito para los días de tregua y de concentración saludable, me desconozco y me pregunto a mí mismo dónde podrá encontrarse en el mundo ese soñado ambiente de paz, si el pensamiento y el arte no son sino otros campos de mezquinos combates, como la política, como los negocios, como las actividades en que se persiguen ventajas materiales más o menos groseras.

¿Querrá usted creer que no he recibido el folleto cuyo envío me anuncia usted, agregando que ya me lo había remitido antes y que sospecha se haya extraviado entonces? Como usted no me dice el título o asunto del opúsculo, no sé si será de los que tuve el gusto de recibir hace tiempo y agradecí en carta que debe de tener ya más de un año de escrita. Veremos si en el próximo correo viene la obra, con lo cual tendré la grata oportunidad de escribir nuevamente a usted.

Por más que la disposición de espíritu que usted confiesa sea para mí completamente comprensible y casi justificable, y por más que yo me reconozca poco autorizado para censurarla -aun cuando merezca censura-, porque me asalta también no pocas veces, bueno será, a pesar de todo, que luchemos con nuestro desgano y tratemos de sobreponernos a él. Espero, pues, de usted, para dentro de poco tiempo, alguna cosa nueva, que recibiré por mi parte con verdadero contento.

Disculpe la precipitación con que trazo estos renglones, y crea en la sincera estima con que me suscribo de usted afectísimo compañero y amigo.

José Enrique Rodó

Imagen 58  (Pág. 169)

La tumba de Rodó (AS)

Imagen 59  (Pág. 169)

Túmulo en la explanada de la Universidad (AS)




IV. A Miguel de Unamuno

Montevideo, 20 de marzo de 1904

Sr. Miguel de Unamuno

Salamanca

Muy estimado amigo: Grata fue para mí su última carta, no sólo por ser de usted, sino por las esperanzas de reacción y regeneración de que usted me habla, refiriéndose al presente estado de alma de España. Algo de eso había vislumbrado ya por hechos significativos, y celebro que la autoridad de su juicio confirme ahora mis presunciones. He seguido con interés la campaña valiente y generosa de Grandmontagne, que coopera a la misma tarea salvadora, y estoy atento a cuanto pasa en esa tierra digna de mejor destino, que también considero mía por mi sangre y por el afecto que le consagro.

De mi país nada nuevo ni bueno puedo decirle. La guerra civil no es cosa nueva, tratándose de pueblos donde parece haber arraigado casi como una diversión o sport nacional. Sin embargo, aunque tal guerra sea cosa triste, injustificable y vergonzosa, y nos perjudique y afrente, he de decir a usted que no considero el porvenir inmediato de estos países con el criterio pesimista de muchos; creo que los males de ahora pasarán; percibo que, en medio de tantas tribulaciones, vamos adelante, aun en lo político y administrativo, y veo tanta vitalidad, y tanta riqueza, y tanta fuerza almacenada en estas tierras bendecidas por la Naturaleza, que tengo por cuestión de tiempo el triunfo sobre los resabios del pasado y el predominio definitivo de los hombres de pensamiento sobre los caudillos levantiscos.

Lo innegable es que, para los que tenemos aficiones intelectuales y tendencias a una vida de pensamiento y de cultura, resultan más que incómodas, desesperantes las condiciones (siquiera sean transitorias) de este ambiente, donde apenas hay cabida sino para la política impulsiva y anárquica, que concluye por arrebatar en su vértigo a los ánimos más serenos y prevenidos. Yo no aspiro a la «torre de marfil»; me place la literatura que, a su modo, es milicia; pero cuando se trata de luchar por ideas grandes, de educar, de redimir. En fin: estoy muy hastiado de lo que por aquí pasa; y tal vez, tal vez, si logro arreglar mis asuntos, no pasará un año antes de que me vaya a oxigenar el alma con una larga estadía en esa Europa.

Tengo casi terminado mi libro, que probablemente haré imprimir en Madrid o Barcelona. Es extenso. El tema (aunque no cabe indicarlo con precisión en breves palabras) se relaciona con lo que podríamos llamar «la conquista de uno mismo»: la formación y el perfeccionamiento de la propia personalidad; pero desenvuelto en forma muy variada, que consiente digresiones frecuentes, y abre amplio espacio para el elemento artístico. Será un libro, en cierto modo, a la inglesa en cuanto a los caracteres de la exposición, que puede tener parecido con la variedad y relativo desorden formal de algunos «ensayistas» británicos. Veremos qué resulta.

La vida literaria se arrastra por aquí (y, en general, en América) muy perezosa y lánguida. Por fortuna, va pasando, si es que no ha pasado ya, aquella ráfaga de decadentismo estrafalario y huero que nos infestó hace ocho o diez años. Yo creo que pocas veces en pueblos civilizados del todo se habrá dado ejemplo de tan pueril trivialidad literaria, y tanta perversión del gusto, y tanta confusión de ideas críticas, y tanta ignorancia y tanta manía de imitación servil e inconsulta, como se vio en algunas partes de nuestra América con motivo de aquello. En Montevideo no es donde hizo más estragos, felizmente. Aquí hay formado cierto espíritu de crítica vigilante y perspicaz y respiramos un ambiente más europeo, en estas cosas, que en otras partes de América, sin exceptuar algunas donde la civilización es más espléndida y suntuosa y mayor la prosperidad material.

En Lima ha empezado a escribir un crítico, muy joven, García Calderón, muy bien orientado, estudioso y reflexivo. Pronto publicará una colección de artículos, para los que me ha pedido unas palabras de introducción, que he escrito con gusto, por que es de las buenas esperanzas que veo en la novísima generación americana.

Imagen 60  (Pág. 172)

Fotografía de Rodó aparecida en el número de homenaje que le dedicó la revista montevideana Ariel (1920)

De España recibo siempre dos revistas: «Nuestro Tiempo» y «Helio», ambas muy interesantes. Aquí había empezado a publicarse una, modelada sobre «Helios», pero hubo de suspenderse a consecuencia de la guerra civil.

Si ve o escribe a Grandmontagne, hágame el favor de felicitarle en mi nombre por su valentía y bien encaminada propaganda. A Grandmontagne le consideramos casi como americano, y por eso nos satisfacen más sus esfuerzos en pro de la libertad y la cultura españolas.

Llevo escrito de más y no me queda tiempo para hablarle, como deseaba, de la halagüeña noticia que nos da el telégrafo, sobre fundación de estudios hispanoamericanos en esa ilustre Universidad.

Será otro día, acepte usted, entre tanto, la seguridad de la consideración y afecto que le profesa su muy sincero amigo.

José Enrique Rodó




V. A Juan Francisco Piquet

Montevideo, septiembre 1904

En la Ciudad Luz recibirá usted esta carta con que contesto a varias suyas, después de largo silencio de mi parte, impuesto por atenciones que tienen más de absorbentes que de gratas, en este círculo dantesco donde rugen las pasiones y el humo denso envenenador del odio, del temor, del pesimismo, de la angustia..., enturbia la atmósfera, casi irrespirable. El tiempo que rescato para mí mismo lo consagro a Proteo; a los toques finales del libro en que he puesto lo mejor de mi alma.

Con ese libro debajo del brazo saldré de mi país -cuando pueda- para empezar una nueva etapa de mi vida; para iniciar una marcha de Judío Errante por las sendas del mundo, observando, escribiendo en las mesas de las posadas o en los vagones de los ferrocarriles, y lanzando así mi alma a los cuatro vientos, como esas pelusas de cardo que revolotean en el aire, hasta disiparse en polvo y en nada.

Así me veo en el porvenir, especie de personificación del movimiento continuo, alma volátil, que un día despertará al sol de los climas dulces y otro día amanecerá en las regiones del frío Septentrión para quedar, por fin, extenuada de tantas andanzas, quien sabe adonde; alma andariega como una moneda o como una hoja seca de otoño, sin más habitación que la alcoba del hotel o el camarote del barco, sin más muebles propios que la maleta de viaje, sin más domicilio constante que el mundo, sin más nostalgia que la de los tiempos en que había una «Atenas» viva en la tierra...

Seré como una bola de billar en una mesa de mármol. Seré la salamandra escurridiza de las leyendas. -Pasaré como una sombra por todas partes, y no tejeré mi capullo, ni labraré mi choza, en ninguna-. Dejaré mi personalidad en mis correspondencias, y procuraré que ellas me sobrevivan, y den razón de mí cuando sea llegado el momento del último viaje, y la bola viajera de mi vida quede detenida en un «hoyo» del camino. Si alguna vez parecerá que echo raíces en alguna parte, será como el zorro cuando se detiene en su carrera para esperar a su perseguidor con la cabeza apoyada en las patas delanteras, pronto a reanudar su carrera vertiginosa apenas se aproxime el que quiere detenerlo.

Y, sin embargo, hay veces que estas veleidades de nómada tienen que luchar dentro de mi corazón con otros proyectos y tentaciones; y hay una voz íntima que suele decirme por lo bajo: «Radícate; echa raíces en tu tierruca; zambúllete de cabeza en este pozo; pon lastre en tu carga para evitar los caprichos de alzar el vuelo. El ideal de la vida está en tener una choza propia; en construir una familia; en esperar en santa paz el desvanecimiento de esta gran ilusión que llamamos vida, al abrigo de la borrasca, junto al fuego del hogar tranquilo y alegre». Pero esta voz dura poco, y prevalece la otra, la que me aconseja el movimiento continuo. Lo indudable es que llegando a cierta altura de su vida, el hombre ha menester decidir su destino, en un sentido o en otro. Vegetar no es para hombres que se estimen. No quiero permanecer estacionario en este ambiente enervador. La reputación que he conquistado con mis esfuerzos tiene para mí más de asiento que de término o meta.

Tracé mi destino en la vida: el de manejar la pluma. Y a tal destino me atengo. Hay mucho que hacer en América con este instrumento de trabajo y yo me debo a esta América donde mi nombre suele despertar resonancias que no son vulgares, ecos que vuelven a mí en forma que me estimula y me enaltece.




VI. A Juan Francisco Piquet

Caro amigo Piquet: Le escribo mientras atruenan los aires los cohetes y bombas con que se festeja el restablecimiento de la paz. ¡Este es nuestro pueblo! Vivimos en una perpetua fiesta macabra, donde la muerte y la jarana alternan y se confunden. Gran cosa es la paz, sin duda alguna; pero cuando todavía no están secos los charcos de sangre, cuando todavía no se ha disipado la humareda de las descargas fratricidas, cuando todavía está palpitante el odio, y las ruinas de tanta devastación están por reponerse, tiene algo de sarcástico esta alegría semibárbara, estos festejos que debían reprimirse, por decoro, por pudor, porque lo digno sería recibir con una satisfacción tranquila y severa la noticia de que cesó el desastre, y pensar seriamente en ver cómo se han de cicatrizar las heridas y pagar las enormes trampas de la guerra. ¡Pero no, señor! Hay necesidad de hacer una fiesta carnavalesca de lo que debiera ser motivo de recogimiento y meditación. Es lo mismo que si una madre a quien se le hubieran muerto dos de sus hijos en la guerra, al saber que habían salvado los otros dos, festejara esto último abriendo sus salones, descotada y pintada, y dando una opípara comilona, cuando aún estuvieran calientes las cenizas de los hijos muertos.

No se puede transitar por las calles. Las hogueras y barricas de alquitrán calientan y abochornan la atmósfera y llenan de un humo apestoso. Los judas populares cuelgan grotescamente de las bocacalles. Los cohetes estallan entre los pies del desprevenido transeúnte. Las bombas le revientan el tímpano con su estampido brutal. La chiquillada, salida de quicio, estorba el tránsito con sus desbordes, y el graznido ensordecedor de las pandillas de compadres mancha los aires con algún ¡viva! destemplado o alguna copla guaranga, mientras murgas asesinas pasan martirizando alguna pieza de candombe. Parece que se festejara una gran ocasión de orgullo y honor para el país. Y lo que se festeja es apenas que la vergüenza y la miseria no se hayan prolongado por más tiempo y no hayan concluido del todo con esta desventurada tierra.

Hay en todo esto algo de insulto para los hogares que visten luto, y para los trabajadores honestos arruinados por la locura nacional, y para el país mismo, desacreditado y asolado por la ignominia de la revuelta montonera. ¿Por qué no se respeta la majestad de tanto dolor inmerecido y de tanta desgracia irreparable, arrojándoles al rostro la risa burda de las francachelas populacheras, el regüeldo tabernario de la hez de los arrabales, desatada por la calle como en noche de carnaval? Pueblo histérico, pueblo chiflado, donde al día siguiente de despedazarse en las cuchillas se decreta la verbena, pública, y donde los teatros rebosan de gente la noche del día en que llega la noticia de la batalla más espantosamente sangrienta que ha manchado el suelo de la patria.

Estas son expansiones confidenciales, que Ud. ha de disculpar, reservándolas para inter nos.

Pasemos a otra cosa. Según me dice Zubillaga, Ud. ha desistido de su viaje a París. Eso indica que se ha naturalizado en su patria de origen, y que, al contacto del ambiente, se han despertado en su espíritu las afecciones heredadas, arraigando en el terruño de la raza a que pertenecemos y compenetrándose de su generosa savia. Yo me lo figuro a usted con la roja y elegante barretina hablando en el dulce y delicado idioma de Ausías March y Raimundo Lulio, vocalizando en el tono bajo, velado y discreto que pone en sus conversaciones ese pueblo suavísimo y afeminado, y quizá uniendo su destino al de alguna etérea y lánguida ninfa de los bosques de Montserrat, de esas de exiguo pecho, breves pies y modales parisienses.

Y aquí pongo punto para no pasar del pliego, esperando tener en breve nuevas de Ud.

Siempre suyo affmo.

José Enrique Rodó

(Septiembre, 1904).

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Caricatura por Mario Radaelli publicada en El Plata de Montevideo, el 27 de febrero de 1920








ArribaAbajoBibliografía

Para esta bibliografía he tenido en cuenta el carácter de divulgación y no de investigación erudita que tiene esta colección. No traté, por lo tanto, de estructurar una bibliografía exhaustiva (como quiso ser, en su momento, la de Arturo Scarone) ni tampoco rigurosamente crítica (como lo es, sin duda, la de Emir Rodríguez Monegal). Preferí, sencillamente, proporcionar al lector los datos imprescindibles para una aproximación, más amplia y más completa que la de este volumen, a la obra y la vida de Rodó.

De la obra original del escritor, sólo figuran los datos de la primera edición de cada libro, así como los cuatro intentos de presentar sus obras completas. No se incluyen ediciones fragmentarias (parábolas, algunos ensayos); tampoco figura la extensa nómina de artículos periodísticos, la mayoría de los cuales fueron posteriormente recopilados por Rodó (El Mirador de Próspero) o por editores póstumos (El Camino de Paros, Los Últimos Motivos de Proteo, Los escritos de «La Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales», Poesías dispersas).

Para la sección de Estudios sobre Rodó he tomado como base las mencionadas bibliografías de Scarone y Rodríguez Monegal, pero debo aclarar que las supresiones y agregados con respecto a las mismas, no siempre indican un criterio selectivo; más bien tienden a completar la nómina de obras consultadas y citadas en este libro, o a incluir trabajos que, aun no poseyendo significación crítica, aportan, sin embargo, rasgos complementarios, detalles pintorescos o episodios ejemplificadores.

Aparte de los datos de las ediciones originales, y siempre que ella ha estado a mi alcance, he agregado los de alguna nueva edición que en la actualidad sea más asequible. En lo que respecta a artículos sueltos, que han sido incluidos en recopilaciones posteriores, he procurado dejar constancia adicional de ese último dato, generalmente más fácil de situar para el lector interesado.

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Óleo por M. Barthold


Obras de Rodó

  • La vida nueva, I (El que vendrá, La novela nueva). Montevideo, 1897, Imprenta de Dornaleche y Reyes.
  • La vida nueva, II (Rubén Darío. Su personalidad literaria, su última obra). Montevideo, 1899, Imprenta de Dornaleche y Reyes.
  • La vida nueva, III (Ariel). Montevideo, 1900. Imprenta de Dornaneche y Reyes.
  • Liberalismo y jacobinismo. Montevideo, 1906, Librería y Papelería La Anticuaria.
  • Motivos de Proteo. Montevideo, 1909, José María Serrano & Cía.
  • El mirador de Próspero. Montevideo, 1913, José María Serrano.
  • El camino de Paros (meditaciones y andanzas). Valencia, 1918, Editorial Cervantes.
  • Epistolario. (Con dos notas preliminares de Hugo D. Barbagelata). París, 1921, Biblioteca Latino-Americana.
  • Los últimos motivos de Proteo (Manuscritos hallados en la mesa de trabajo del Maestro). Montevideo, 1932.
  • Los escritos de «La Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales». Poesías dispersas. (Introducción de José Pedro Segundo.) Montevideo, 1945, edición oficial, Barreiro y Ramos.

En cuatro oportunidades se ha intentado la publicación de las Obras Completas de Rodó. En rigor, sólo la de Aguilar, Madrid, merece el nombre de tal. La nómina es la siguiente:

  1. Editorial Cervantes. Valencia-Barcelona, 7 volúmenes, 1917-1927.
  2. Edición oficial, Montevideo, iniciada en 1945. 4 vols. publicados. Al cuidado da José Pedro Segundo y Juan Antonio Zubillaga.
  3. Ediciones Antonio Zamora, Buenos Aires, 1948, 1 volumen. Al cuidado de Alberto José Vaccaro, también autor del prólogo.
  4. Editorial Aguilar, Madrid, 1957, 1 volumen. Introducción, prólogo y notas de Emir Rodríguez Monegal.



Estudios sobre Rodó

  • ALAS, Leopoldo, Ariel (Artículo publicado en «El Imparcial», de Madrid, 28 de abril de 1900; figura como prólogo en la 2ª edición de Ariel; está incluido en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1922, págs. 39 a 49).
  • ALBARRÁN PUENTE, Glicerio, El pensamiento de José Enrique Rodó (Madrid, 1953, Ediciones Cultura Hispánica, 782 págs.)
  • ANDERSON IMBERT, Enrique, Historia de la literatura hispanoamericana. México, 1954, Fondo de Cultura Económica. Hay tercera edición ampliada (2 vol.), 1961.
  • ARDAO, Arturo, Espiritualismo y positivismo en el Uruguay (México, 1950, Fondo de Cultura Económica).
  • ——,La conciencia filosófica, de Rodó (Ensayo incluido en revista «Número», Nos. 6-7-8, enero-junio 1950, Montevideo).
  • «ARIEL», Homenaje a José Enrique Rodó (Número especial de la revista «Ariel», órgano del Centro de Estudiantes «Ariel», Montevideo, 1920, incluye 25 trabajos sobre Rodó).
  • BACHINI, Antonio, Rodó (Discurso pronunciado con motivo de la entrega de los restos del escritor; incluido en la entrega especial de la rev. «Ariel», Montevideo, febrero-mayo, 1920).
  • BARBAGELATA, Hugo D., Rodó y sus críticos (Recopilación de trabajos críticos sobre Rodó, editados por H. D. R., París, 1920).
  • BARRET, Rafael, El libro de Rodó «Motivos de Proteo» (Artículo publicado inicialmente en «La Razón», junio 24 de 1909; incluido luego en Al margen, Montevideo, 1912; figura asimismo en las Obras completas, de R. B. [tomo III, págs. 135-141], Ed. Americalee, Buenos Aires, 1954).
  • BAZIN, Robert, Histoire de la littérature américaine de langue espagnole (París, 1953, Hachette).
  • BLIXEN, Samuel, Un artículo notable: «Lo que vendrá» (sic). (Art. publicado en «La Razón», Montevideo, julio 3 de I 1896).
  • CALLORDA, Pedro Erasmo, Films (Evocando el pasado). (Lima, 1939).
  • CASSOU, Jean, Renan et Rodó (En «Revue de l'Amérique Latine», 2me. année, vol. V, pág. 232 y siguientes, París, 1923).
  • CASTELLANOS, Jesús, Rodó y su «Proteo» (Conferencia pron. el 6 de noviembre de 1910 en la Sociedad Conferencias; impresa en La Habana, 1910; incluida en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920, págs. 57 a 104).
  • CASTRO, Cristóbal de, Los grandes de Hispanoamérica (En «A.B.C.», Madrid, octubre 4 de 1929; transcripto en «Imparcial», Montevideo, octubre 23 de 1929).
  • ——, El testamento de Rodó (En el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920, págs. 341-345).
  • CRISPO ACOSTA, Osvaldo («Lauxar»), Motivos de crítica hispanoamericana (Montevideo, 1914). El ensayo sobre Rodó, figura ampliado en Rubén Darío y José Enrique Rodó (Montevideo, 1924, Agencia General de Librería y Publicaciones).
  • DAIREAUX, Max, Panorama de la littérature hispano-américaine (París, 1930, Ed. Kra, págs. 249-251).
  • DARÍO, Rubén, Cabezas. José Enrique Rodó. (En «Mundial», París, enero 1912; incluido en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920, págs. 105-107).

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Busto de Rodó por Morelli

  • ELLIS, Havellock, Introduction a «Motives of Proteus» (Londres, 1929).
  • ETCHEVERRY, José Enrique, Un discurso de Rodó sobre el Brasil (En «Revista del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios», diciembre 1949).
  • ——, La «Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales» (1895-1897). (En «Número», enero-junio 1950. Montevideo.)
  • FRUGONI, Emilio, La sensibilidad americana (Montevideo, 1929, Ed. Maximino García).
  • GALLINAL, Gustavo, Crítica y arte (Montevideo, 1920, La Editorial Uruguaya).
  • GARCÍA CALDERÓN, Francisco, Hombres e ideas de nuestro tiempo (Valencia, 1907, Sampere & Cía.).
  • GARCÍA CALDERÓN, Ventura, Semblanzas de América (Madrid, 1920, Biblioteca Ariel, editada por la «Revista Hispanoamericana Cervantes»). En la edición de Páginas escogidas (Madrid, 1947, Ed. Javier Morata), se incluye en págs. 397 a 416 la semblanza de Rodó.
  • GIL SALGUERO, Luis, Ideario de Rodó (Preludios de una filosofía del heroísmo). Montevideo, 1943, Ministerio de Instrucción Pública, Biblioteca de Cultura Uruguaya, 333 páginas.
  • GIMÉNEZ PASTOR, Arturo, Figuras a la distancia (Buenos Aires, 1940).
  • GOLDBERG, Isaac, La literatura hispanoamericana (Madrid, Ed. América, 1922).
  • GÓMEZ RESTREPO, Antonio, José Enrique Rodó (En «Nosotros», Buenos Aires. 1908).
  • GONZÁLEZ, Ariosto D., Rodó. Su Bibliografía, y sus críticos. (Prólogo a Bibliografía de José Enrique Rodó, por Arturo Scarone; Montevideo, 1930.)
  • HENRÍQUEZ UREÑA, Max, Rodó y Rubén Darío (La Habana, 1918, Soc. Ed. Cuba Contemporánea).
  • ——, Breve historia del modernismo (México, 1954, Fondo de Cultura Económica, 544 págs.).
  • HENRÍQUEZ UREÑA, Pedro, Ariel. La obra de José Enrique Rodó (En «Cuba Literaria», 12 de enero de 1905; incluido en Ensayos críticos, La Habana, 1905; actualmente, la edición más asequible es Obra crítica, México, 1960, Fondo de Cultura Económica, págs. 23 a 28).
  • ——, La obra de José Enrique Rodó (Conferencia pronunciada en el Ateneo de la Juventud, de México, el 22 de agosto de 1910, y publicada en el volumen «Conferencias del Ateneo de la Juventud». México. 1910, págs. 63-83; posteriormente incluida en el volumen Ensayos en busca de nuestra expresión. Buenos Aires, Editorial Raigal, 1952. págs. 118 a 131).
  • ——, Literary Currents in Hispanic America (Cambridge, Massachusetts, 1945. Harvard University Press; hay traducción española de Joaquín Díez-Canedo, con el título: Las corrientes literarias en la América hispánica, México. 1949, Fondo de Cultura Económica).
  • IBÁÑEZ, Roberto, Sobre Motivos de Proteo. (En «Anales del Ateneo», Montevideo, junio 1947.)
  • ——, Originales y documentos de José Enrique Rodó (Catálogo de la exposición inaugurada el 19 de diciembre de 1947 en el salón de actos del Teatro Solís, Montevideo).
  • ——, Americanismo y modernismo (En «Cuadernos Americanos», México, enero-febrero 1948).
  • ——, Noticia previa a la Correspondencia de José Enrique Rodó (En Fuentes, 1, págs. 51 a 63, Montevideo, agosto 1961).
  • JIMÉNEZ, Juan Ramón, Españoles de tres mundos (Buenos Aires, 1942, Ed. Losada, ver págs. 61 a 63).
  • LASPLACES, Alberto, Opiniones literarias (Montevideo, 1919, Ed. Claudio García: ver págs. 77 a 139, incluye uno de los más violentos ataques que se escribieron contra el Ariel de Rodó).
  • LEGUIZAMÓN, Julio A., Historia de la literatura, hispanoamericana (Buenos Aires, 1945, Editoriales Reunidas S. A., 2 vol.; ver especialmente págs. 457 a 463 del tomo II).
  • MASSERA, José Pedro, Reflexiones sobre la moral y la estética de Rodó (Ensayo incluido en la entrega especial de la revista «Ariel», Montevideo, 1920; reproducido en Estudios filosóficos, Montevideo, 1954, Biblioteca Artigas, págs. 3 a 108).
  • MONTERO Bustamante, Raúl, ¿Qué es Rodó? (Incluido en la entrega especial de la revista «Ariel», Montevideo, 1920, págs. 121-123).
  • MONGUIÓ, Luis, De la problemática del modernismo: la crítica y el «cosmopolitismo» (En «Revista Iberoamericana», enero-junio 1962, págs. 75 a 86).
  • NIN FRÍAS, Alberto, Ensayos de crítica e historia (Montevideo, 1902; reproduce dos artículos sobre Rodó, publicados anteriormente en «El Siglo»).
  • NOGUEIRA, Julián, Cómo murió Rodó. Los últimos momentos del escritor uruguayo. (En El Día, de 28 de enero de 1920.)
  • «NOSOTROS», Homenaje a Rodó (Número extraordinario en homenaje al escritor uruguayo, publicado por la revista argentina «Nosotros», en junio de 1917, tomo 26º).
  • ORIBE, Emilio, El pensamiento vivo de Rodó (Buenos Aires, 1944, Ed. Losada).
  • PEREDA, Clemente, Rodó's Main Sources (San Juan de Puerto Rico, 1948, Imprenta Venezuela, 252 págs.).
  • PEREIRA RODRÍGUEZ, José, La técnica de lo poético en Rodó (En «Nosotros», II época, Buenos Aires, noviembre 1943, págs. 134-146).
  • ——, Prólogo a «Parábolas. Cuentos simbólicos», de Rodó. (Montevideo, 1953).
  • PÉREZ PETIT, Víctor, Rodó. Su vida. Su obra. (Montevideo, 1918, Imp. Latina; hay 2a. edición, Montevideo, 1937, Ed. Claudio García.)
  • PIQUET, Juan Francisco, Perfiles literarios (Montevideo, 1896, Imp. y lit. Oriental).
  • REAL DE AZÚA, Carlos, Rodó en sus papeles (En «Escritura». Montevideo, marzo de 1948, 3, págs. 89 a 103).
  • ——, El inventor del arielismo (En «Marcha», 20 de junio de 1953).

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Detalles del monumento a Rodó por José Belloni

  • ——, Prólogo a «Motivos de Proteo» (Montevideo, 1957, 2 vols., Biblioteca Artigas, págs. VII a CLIII del tomo I).
  • REYES, Alfonso, Rodó (Una página a mis amigos cubanos). (En «Unión Hispanoamericana», Madrid, 11 junio 1917; incluido en El cazador, Madrid, 1921, Biblioteca Nueva; figura en Obras completas de A. R., tomo III, págs. 134-137.)
  • ——, Notas sobre la inteligencia americana (Incluido en Última Tule, México, 1942, Imp. Universitaria; figura en Obras completas, de A. R., vol. XI, págs. 82 a 90).
  • RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir, José E. Rodó en el Novecientos (Montevideo, 1950, Ed. Número; recopilación de seis estudios sobre Rodó, publicados anteriormente en «Marcha», «Número» y «Cuadernos Americanos»).
  • ——, Rodó, crítico y estilista (En «Número», 21, octubre-diciembre 1952, págs. 366-378).
  • ——, Introducción a las Obras completas de Rodó (Madrid, 1957, Ed. Aguilar, págs. 19 a 136); también le pertenecen los prólogos y las notas de la edición).
  • ROXLO, Carlos, Historia, crítica de la literatura uruguaya (Montevideo, 1916, Ed. Barreiro y Ramos, tomo VII, pág. 239 y siguientes).
  • SÁNCHEZ, Luis Alberto, Historia de la literatura americana (Santiago de Chile, 1937; hay nueva edición bajo el título Nueva historia de la literatura americana, Buenos Aires, 1944, Ed. Americalee).
  • ——, Balance y liquidación del 900 (Santiago de Chile, 1941, Ed. Ercilla).
  • SCARONE, Arturo Bibliografía de José Enrique Rodó (Montevideo, 1930, Publicaciones de la Biblioteca Nacional de Montevideo, 2 vols.).
  • SEGUNDO, José Pedro, Introducción al volumen I de la Edición Oficial de Obras Completas de J. E. R.: «Los escritos de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales». Poesías dispersas» (Montevideo, 1945).
  • SOIZA REILLY, Juan José, Hombres luminosos (Buenos Aires, 1920).
  • THEVENIN, Leopoldo («Monsieur Perrichon»), Colección de artículos (Montevideo, 1911, Ed. Barreiro y Ramos, págs. 281 a 288).
  • TORRES RIOSECO, Arturo, La gran literatura iberoamericana (Buenos Aires, 1945, Ed. Emecé; hay 2a. ed. con el título Nueva historia de la gran literatura iberoamericana, Buenos Aires, 1960, Ed. Emecé).
  • UNAMUNO, Miguel de, Ariel (Incluido en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920).
  • VALERA, Juan, Cartas americanas (Madrid, 1916; incluidas en el vol. I de sus obras completas, Madrid, 1942, Ed. Aguilar).
  • VAZ FERREIRA, María Eugenia, Carta abierta a Rodó, respondiendo al envío de su libro «Motivos de Proteo» (En «La Razón», Montevideo, julio 7 de 1909; incluida en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920).
  • VITIER, Medardo, Del ensayo americano (México, 1945, Pondo de Cultura Económica; ver capítulo «El mensaje de Rodó», págs. 117 a 136).
  • ZALDUMBIDE, Gonzalo, José Enrique Rodó (En «Revue Hispanique», t. XLIII, París 1918; hay varias reediciones, entre ellas de Ed. Claudio García, Montevideo, 1944).

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Monumento a Rodó situado en el Parque Rodó, en Montevideo, por el escultor José Belloni. Se inauguró el 27 de febrero de 1947

  • ZUBILLAGA, Juan Antonio, Estudios y opiniones, tomo III: «La obra de Rodó» (Montevideo, 1933, A. Monteverde & Cía.).
  • ZUM FELDE, Alberto, Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura (Montevideo, 1930; hay segunda edición ampliada, Montevideo, 1941, Ed. Claridad).





ArribaIconografía de Rodó

Las ilustraciones han sido cronológicamente ordenadas. En cada una de ellas se ha procurado establecer su origen o, por lo menos, la publicación que inicialmente las reprodujo. Como algunas de estas fuentes están varias veces repetidas, se han usado las siguientes abreviaturas:

  • AS.- Bibliografía de José Enrique Rodó, por Arturo Scarone (Montevideo, 1930).
  • RF.- Revista «Fuentes», 1. Publicación del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios. (Montevideo, agosto 1961).
  • RI.- «Revista del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, 1 (Montevideo, diciembre 1949).
  • ER.- Catálogo de la exposición Originales y documentos de José Enrique Rodó, (Montevideo, 1947).


Imagen 67  (Pág. 192)

Busto de Rodó por Edmundo Prati