Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Gran señor y rajadiablos

Eduardo Barrios



portada



  —5→  

«El bien que acarreó Barrios a nuestra literatura fue particularmente el de darnos la primera prosa fina usada en el género de novela; nuestros novelistas generalmente sabían urdir buenas tramas, pero escribían en estilos bastante derrengados», comenta Gabriela Mistral, quien prologa la obra Y sigue la vida... Algo similar opina Alone, a pesar que no le convencen los personajes de Barrios, pero de su estilo dice que «si la prosa, la buena y bella prosa, fuera la máxima virtud del novelista, Barrios sería sin discusión el primer novelista chileno. Escribe admirablemente, con suavidad, transparencia, nobleza y sus términos son puros.»

Este gran escritor, Premio Nacional de Literatura en 1946, tiene una vida curiosísima, llena de altibajos: ocupa los más variados cargos, desde trabajos menores a Ministro de Estado.

Nace en Valparaíso en 1884 de padre chileno, que muere siendo él muy niño, y de madre peruana, que, al enviudar, vuelve a vivir con su familia a Lima. Aquí el muchacho hace sus estudios primarios y secundarios y a los quince años regresa a Chile.

Luego de permanecer un corto tiempo en la Escuela Militar, recorre casi toda América en busca de soluciones económicas y aventuras. Él mismo cuenta: «Hice de todo. Fui comerciante; expedicionario a las gomeras en las montañas del Perú; busqué minas en Collahuasi; llevé libros en las salitreras; entregué máquinas por cuenta de un ingeniero en una fábrica de hielo de Guayaquil; en Buenos Aires y en Montevideo vendí estufas económicas; viajé entre cómicos y saltimbanquis, y como el atletismo me apasionó un tiempo, hasta me presenté en público como discípulo de un atleta de circo, levantando pesas...»

Entre todo este ajetreo, Eduardo Barrios se da tiempo para escribir. Es 1907 publica, en Iquique, su primera obra, una recopilación de cuatro cuentos: Del Natural.

  —6→  

Después de viajar por Argentina y Uruguay, se radica en Santiago, donde obtiene un cargo en la Universidad de Chile y el de taquígrafo en la Cámara de Diputados. Su obra Los mercaderes del templo gana el premio del Concurso de Teatro que se realizó en homenaje al centenario de la Independencia Nacional. En 1915 aparece su primera serie de novelas. Cabe destacar El niño que enloqueció de amor, obra con la cual el autor, al demostrar una gran penetración psicológica, obtiene gran éxito; Un perdido, su primer gran relato, en el que cuenta la historia de un desadaptado que nunca logra encauzar su vida; El hermano asno, uno de los títulos más conocidos, se considera una de sus obras cumbres al enfocar el amor divino y el amor humano.

Ingresa en el grupo de «Los Diez». Esta cofradía, de gran importancia en la vida literaria chilena, publica una revista en la que colabora regularmente.

En 1925 asume el cargo de Conservador de Propiedad Intelectual, recién creado, y, dos años más tarde, toma la dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, labor que interrumpe por un corto tiempo cuando es nombrado Ministro de Educación. Finalmente, en 1931, jubila y se va a vivir a un fundo que adquiere con su desahucio.

Junto con dedicarse a las labores agrícolas es redactor de la página editorial de «El Mercurio» y escribe su última serie de novelas. Aparecen Tamarugal, en 1944, y Gran Señor y Rajadiablos, en 1948, donde retoma la línea psicológica que tanto éxito tuvo. Durante la segunda Presidencia del General Ibáñez vuelve a la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos.

Retirado de la vida literaria, vive sus últimos años en un hogar bien constituido, acompañado de sus hijos y nietos. Fallece es 1963 a los setenta y nueve años. Sus restos fueron velados en la Biblioteca Nacional, de la que, como sabemos, fue por dos períodos Director.

  —7→  

TOLLE, LEGE...

  —9→  

Bajo la encina centenaria, desdibujada dentro de la húmeda sombra, inmóvil como zorro al acecho, está el patrón.

¿Por qué a través de los años, siempre, siempre lo recuerdo en aquel instante de su plena madurez? Algo significativo encierran momentos del hombre, para sobreponerse así a los demás. Actitudes hay que valen por retratos de fuera y dentro, y permanecen.

Lo cierto es que aquella visión manchó mis retinas y se pinta encima de todos los demás recuerdos que de la figura del Tata José Pedro conservo. Al evocarlo, así lo veo primero, inevitablemente.

Allí está, pues, quieto y fantasmal, emboscado bajo el árbol añoso. El poncho de vicuña cae desde sus hombros fuertes, a todo lo largo de su talla empinada sobre los tacones huasos. Veo el destello de sus ojos claros, que pone reflejos en la barba rubia, recortada en punta. La barba de don Juan Tenorio, decía doña Marisabel. Una barba entonces clareante ya, joya de plata sobredorada que va perdiendo el sahumerio. Allí está. Se ha echado encima de las cejas el sombrero alón y sus pupilas brillan muy despiertas, no se sabe si coléricas o maliciosas. ¿Sonríen? Diríase que asoman y recogen la sonrisa entre las pestañas, y que a la vez algo violento arde más adentro. No se mueve; allí se está, duro y estatuario, todo lo que tardan en buscar los policías al llavero, en recibir al fin de él un par de galletas para el camino, en beber unos sorbos de agua y, sobre todo, en parlotear como bravucones comediantes.

En cuanto los dos soldados vuelven a montar y se marchan, con el preso bandolero a pie y siempre adelante, maltratándolo deliberada y teatralmente, avanza el Tata fuera de la penumbra. Con la mano velluda en alto, hace unas señas al llavero y mándale a buscar al capataz:

-¡Hijunas! Corre, vuela...

Mas ya vendrá esta evocación, a su turno, como tantas otras.

Porque toda, entera, como si fuese la mía, puedo evocar la vida de aquel hombre. En la perspectiva larga de los años, pueden venir a   —10→   presente los cuadros, las escenas, los procesos, los silencios y aun los enigmas, unos en pos de otros. No en vano él, sus allegados, sus favorecidos y sus víctimas -veneradas fuéronle muchas de ellas- se tejieron con su vida tanto como con la mía. Tanto anduvieron mis pasos sobre sus pasos, que hoy, ocultándome, silenciándome yo, desapareciendo de todo escenario, fácil me resulta sentirme su mero espejo. Nadie como yo habría de comprenderle hasta la identificación: porque admirar y querer a un ser humano, vituperarlo y sufrirlo, compadecerlo en algunas ocasiones, reír de él en otras, y hasta odiarlo antes de perdonar sus faltas, todo ello junto hace la comprensión perfecta.

Murió hace días apenas. Amagó los ochenta y aunque debilitado, no vencido. Aun cuando su cuerpo se doblara, intacta seguía su feroz virilidad. Poseía el don del superior. ¡Ay!... para el bien como para el mal.

En el caserón de su fundo estoy ahora, solo, frente a la vieja palmera que plantó él de media vara y que sube hoy por encima de todas las copas del parque. Todavía se halla presente su cadáver. En el aire, en las cosas, en las almas y en las flores. En las flores, particularmente: desde que lo pusimos en la urna y lo cubrimos con ellas, diríase que han dejado en todas las demás, aun en las que abrieron sin alcanzarle a ver, olor a coronas de túmulo. Aquí continúa, en cuerpo y alma, los peones andan silenciosos por el camino porque llevan el cadáver a su lado, todos, aunque algunos no lo bendigan. Les bastó siempre ser suyos, más adentro del temer y el juzgar. Y esto es también amor. Por estos corredores blancos, él continúa, sombra trajinante. Bajo todos los párpados, con buen o mal recuerdo, hay rescoldo de llanto, y de minuto en minuto, hay respiraciones que se detienen entre los labios azules de angustia.

Cae la tarde. Con ella, todo va cayendo dentro del silencio. Pero como cuando el chorrillo de la pila se corta, algo queda latiendo.

Y ante mí empiezan a sucederse las estampas de sus días. De sus días soberbios y de sus días desventurados, de sus días abominables y de sus nobles y generosos días. He llegado a crear un duplicado suyo en mi interior. Lo ajeno, a veces se conoce, a veces se supone. Tanto da, cuando se logra la identificación. Nada encontré jamás absurdo, ni siquiera contradictorio, en el gran viejo: cuando le veía rezar en la soledad de su cuarto, ¿difería para mí acaso el rosario entre sus manos de la rienda con que gobernaba sus caballos terribles? Sus temeridades aventureras   —11→   como sus miedos católicos, sus ternuras humildes como sus cóleras lívidas, sus delicadezas paternales como el diabolismo de su vino, su distinción en sociedad como sus desentonos de huaso bizarro, todo lo suyo se acomodaba en conjunto de valores complementarios. Que así suele Dios amasar un hombre con los barros del mundo. Un hombre de los creadores, de los que destrozan cosas para hacer cosas, y van cometiendo pecados para algo engrandecer -hasta sin sospecharlo- y matando los días para tender el tiempo.

Patrón, señor, en toda circunstancia: eso fue el Tata José Pedro. Duro y tierno, serio y tarambana, demócrata y feudal, rajadiablos -cual muchos le definían- pero gran señor. Eso fue don José Pedro Valverde, o don Pepe Valverde, antes Pepito Valverde, alegremente, y mucho antes, durante su infancia de sobrino criado por curas y canónigos, nada más que un niño rural a quien sus mayores dieron en llamar Caballo Pájaro.

Luego, acaso personificó su época; pues las épocas no son sino la acción de sus hombres. Empresas, cosas y figuras sobreviven según la porción de alma que de los hombres va quedando en ellas.

Dejemos fluir los recuerdos. Que surjan las estampas de una historia, sin la mañosa organización de las novelas. Cuando ello sea preciso, vuelvan los acontecimientos vivificados por la imaginación, pero estrictamente ciertos, sin adornos mentirosos, que la mentira es superficie y la verdad tan honda que la fantasía la alumbra y se torna en su fuerza esplendente.





  —13→  

ArribaAbajoPrimeras evocaciones

El temple del acero


  —15→  

Caballo pájaro, sí, como suena, fue su apodo desde la infancia. Además, el grito que siempre, en todo el curso de su vida, tradujo la clave recóndita de su carácter. ¡Caballo Pájaro!, exclamaba para vitorear sus éxitos; ¡Caballo Pájaro!, se decía como invocando el poder de una divisa cuando en trances apurados encontrábase, y nombraba también Caballo Pájaro, por cariño, a quien, bestia o ser humano, le conmoviera por admirable.

No se le perdía el origen de esta locución entre las vaguedades de la primera niñez. Solía recordar él bien que por las mañanas, apenas levantado, sus pasitos de párvulo revoloteante le conducían al dormitorio de su tío. A fuer de eclesiástico, algo latinista, el cura mantenía sobre su velador cierto volumen de Ovidio y otros poetas latinos decorado con un Pegaso en la portada. Y fue uno para el chico descubrir tan singular imagen y sumar a su innata pasión hacia los caballos este deslumbramiento de hallarse con un equino alado.

-¡Oh! ¡Un caballo pájaro! -gritó ante la figura milagrosa.

Tanta gracia causó ello al sacerdote, que así, Caballo Pájaro, motejó para lo venidero al mocoso. «Ven, Caballo Pájaro», «Pórtate bien, Caballo Pájaro», «Dios te guarde, Caballo Pájaro»... se le estaba oyendo decir todo el día, entre sus risotadas y sus ternezas de célibe obligado a oficiar de padre por designio del cielo.

Ocurría esto allá por los años... Quizá diez haría por entonces de la muerte de O'Higgins en Lima. Del «huacho Riquelme», como el otro tío de Pepito Valverde, el tío abuelo canónigo, se complacía en designarlo por sabe diablo qué mal escondido rezago realista que le dictaba de cuando en cuando voces desde el fondo de la estirpe gaditana.

Rememoraba con frecuencia el Tata, pintándose vigorosa entre la indecisa memoria infantil, aquella noche remota en la cual había llegado el canónigo a caballo y, al desmontarse, había dicho al sobrino   —16→   cura las palabras que se repetirían después cada vez que de algún desmemoriado se tratase:

-¿Sabes? Murió el huacho Riquelme. El Señor lo acoja en su santa gloria.

Luego las dos sotanas habíanse internado por el caserón oscuro. Sólo guardaba él de aquello estas palabras y una estampa aislada: un candil de aceite va por las tinieblas del corredor; balancéase la llama humosa, avanza y se aleja entre sombras que aletean como ánimas; chilla desde los maitenes una lechuza... Después, alguien sopla el candil. Y oscuridad, en la escena y en el recuerdo.

Cuántas risas provocó aquello, sin embargo, a través de la vida familiar: el viejecito había olvidado la muerte del prócer, acaecida un par de lustros antes, y la traía como fresca noticia.

De esto hace muchos años, sí; pero él lo ha de rememorar siempre. Se le imprimió en aquellos días tempranos, porque también a él solían decirle «huacho, huachito». Por algún tiempo, se figuró que O'Higgins había sido tan sólo un muchachito como él, aunque, además, Padre de la Patria, algo que sonaba con trémolo en el aire. ¡Qué confusión! Pero qué sencillo es lo confuso para los niños.

Muy pequeño, muy pequeño era él todavía. Su padre, allá en el sur, luchaba por desbrozar los campos que concluyeron costándole la vida. De su madre jamás tuvo figuraciones precisas: había muerto ella mientras en el infante nada se graba. Como que le hubieron de amamantar primero con una burra, con una cabra después, para recurrir al cabo a los «ñacos», auxiliados por la leche de una perra negra «para hacerle buen estómago».

-Y no hay que reírse -advertía él hasta viejo-. A esas cucharaditas perrunas le debo el digerir piedras hasta hoy.

Lo bravío no veníale al retoño del padre, en realidad. Veníale del cura; su tío. Mucho se querían aquellos dos hermanos; pero en nada revelaban semejanza. El progenitor de la criatura, José Vicente, laborioso, sufrido y manso; José María, el presbítero, bravo, batallador, indómito. Pendenciero habría sido, a no impedírselo la vestidura talar.

-¡Bah, bah! -oíase a menudo decirle al tranquilo José Vicente, si algún suceso lo excitaba-. Cambiemos, hombre de Dios; toma tú los hábitos y dame a mí la manta y la chicotera.

Nació y creció el muchacho en La Huerta, campo que había de convertir él en fundo, con empuje y tiempo y salvo pocos años que pasó   —17→   internado en el Seminario Conciliar, para darse letras, números y fundamentos de la fe, su adolescencia y su mocedad allí también transcurrieron.

La Huerta, La Vuerta o La Vuelta -nunca se dilucidó bien la propiedad del sustantivo- tendía sus valles, arrugaba sus lomas y erizaba sus montes impenetrables a dos o tres leguas de Leyda, o L'eida, o La ida, pues tampoco hubo nunca seguro acuerdo para esta denominación. Cuando los rieles todavía no llevaban trenes por allá, quienes desde Melipilla debían viajar hasta las haciendas de la costa y de la boca del Maipo tenían que marchar en diligencias; y una posada había para la ida y otra para el regreso, cada cual en el punto de la jornada donde anochecía. Para la pernoctada del ir, el mesón se bautizó Posada de la ida, o, en huasa pronunciación, Posá de L'eida; para hospedarse al volver, ¿no era lógico hacerlo en una Posá de la huerta, o de la vuerta, o esmeradamente, de la vuelta? Andando el tiempo, tendida ya la vía férrea hasta el mar, aquellos dos parajes cedieron sus títulos a los fundos que en tales campiñas formaron señores de la región. A Leyda, alguien que viajó a España le trajo de allá la y. A la Huerta, el florecimiento le fijó apelativo. Aunque allá en sus mocedades el propio embellecedor, nuestro José Pedro Valverde, ya gran caballero y cargado de saber regional, aún vacilaba entre poner en la data de sus cartas la v y poner la h.

Pertenecieron estos terrenos, ab initio, a los abuelos, entre varias encomiendas que los Valverde hubieron del Gobernador General, y como herencia los recibió sólo José Vicente. Los bríos del cura don José María, por disturbiosas incidencias en sus tierras maulinas, exigieron cierta forma de permuta después entre ambos hermanos. El sacerdote no había deseado en un principio bienes para sí. Inició su carrera religiosa con voto de pobreza perfecto. Creía en aquello de que primero pasa un camello por el ojo de una aguja que un rico por la puerta de la gloria. Pero la complicidad de su genio cuando se endiablaba -porque si en algo se parecían tío y sobrino era en unos ímpetus que de repente les poseían, como cuando el diablo entra en el cuerpo- le convirtió de buenas a primeras en terrateniente, y su cristianismo de renuncia pasó al de todo un Quijote de los pobres.

Solía recordar aquellos tiempos y aquellos disturbios el Tata José Pedro.

  —18→  

-No sé, no sé bien -se le oía titubear al referirse a tan lejanas ocurrencias-. Era yo muy mocoso. No sé si todo aquello lo vi. En parte, de seguro; en parte me lo contarían, digo yo. Y luego lo escuchado vivió en mi mente. No sé; pero... como todo es verdad para los niños...

  —19→  

-No sé, no sé... Cuánto ha que pasó -él pronunciaba cuantúa-, pero lo estoy viendo como si denantes no más hubiera sucedido...

Vuelto hacia la ventana, dejó irse la vista por la llanura. Ya pardeaban allí los trigos, el viento hacía olas sobre las mieses y, por encima de este mar, las visiones parecían ir llegando desde los confines del horizonte. Acudían una tras otra, y él las traducía en palabras. Hablaba, hablaba, regocijado y pintoresco, enardecido por esa imaginación verdad de los niños. Así, todo resultábale viviente. Sin advertirlo, Tata José Pedro era pues, un artista; ya que a su frase «todo es verdad para los niños» bien cabe añadir que las artes nacen de una suerte de infancia perenne que algunas almas logran mantener en sí.

-¡Caráspita! Cuantúa... Y como ahora. «Caballo Pájaro, nos vamos», me dijeron. «Ahora sabrás de rodar tierras». Mi padre y mi tío partían conmigo a Los Tréguiles, nuestros campos del Maule. «¡Caballo Pájaro!», grité yo, frenético, palmoteando en mi entusiasmo. Una pena tuve, me acuerdo: ahí, donde comienza la sementera, había entonces un molle seco, y tenía un nido...

Reapareció entera la mañana del viaje. Era el primer día de bonanza después de ocho sin escampar. En aquel ramaje renegrido, negro también, se destacaba un nido sobre el ciclo recién lavado. ¡Irse dejando esos huevecillos, que de fijo serían verdes, salpicados de chocolate! Pero estaba el coche listo para arrancar cuando el chico hizo su descubrimiento. Y no supo él cómo lo echaron entre líos de mantas, bolsas con monturas, costales de peludo cuero, alforjas y maletas. Lo sentaron frente al cura, de sotana nueva, y al padre, vestido esa vez de ciudad, y se halló rodando caminos.

Pisaba ya en los umbrales del uso de razón; de suerte que sensaciones, goces y cariños apegábanle a las cosas con lazos de raciocinio. Mas tan sólo a las cosas: criado entre hombres, sin mimos de madre, sin más acogedora falda que la de una vieja «contra todo pecado», ama del sacerdote, las cosas adquirieron para él valor de personas,   —20→   entre ellas se desarrolló su intimidad y fueron ellas para el varoncito parientes y amores de su corazón.

Por esto cuando al irse divisó a Pascual, el muchacho recolector de leñas sueltas para el hogar, vagando como todos los días entre los pinos sombríos, su pensamiento voló del nido a las piñas que el peoncito buscaba en el suelo e iba metiendo en un saco. Maduras, secas, bien abiertas ya, constituían el combustible preferido para la chimenea de los patrones. No había madera que más alegremente crepitase, ninguna que infundiera tan violento calor, ni mirra o incienso como su resina para ennoblecer el aire. Él, además, llamaba «pavitos» a esas piñas, pues pavos engrifados haciendo la rueda se le figuraron siempre. Y por ello gozaba él también al acompañar al otro rapaz en tal mandada. Ratos muy largos iban y venían los dos sobre la tierra húmeda del pinar; mil veces agachábanse y otras mil erguíanse, cogiendo y escogiendo, y ante los troncos enfermos gustábales pegar los dedos a la goma fragante. Aun horas después, daba placer olerse las manos.

Rodó el viejo coche de trompa, rodó y rodó.

Pasaron bajo los castaños. Recordó él ese otro suelo de sus vagabundeos. Allí pisaba los erizos abiertos, que habían soltado su pepa de caoba: en los pequeños cuencos lustrosos de la cáscara solía quedar entazada la lluvia. ¡Cuánto le divertía siempre ver cómo había lavado el agua los que él enlodara con sus pisotones antes del aguacero! El carruaje proseguía su marcha indiferente; pero él continuaba con los ojos sobre las cosas. Subía de las posesiones un penacho de humo mañanero que la brisa torcía, destrenzaba y desteñía por fin, y de cada rancho, cual de una emboscada, cargaban contra el coche tropillas de perros sucios con furioso ladrar. El rechinar de hierros bajo la caja bamboleante le traía también su recuerdo: el cerrojo del patio. Para correr aquel enorme cerrojo había que mover el mango de arriba hacia abajo muchas veces, a la manera de quien achica una bomba, y luego era menester empujar el portón con el hombro, en esfuerzo supremo, y abrir poco a poco, al peso de todo el cuerpo.

El sol empezó pronto a caldear el carromato y la polvareda del camino a empolvarlo. Hasta que al niño le fueron mareando vaivén y bochorno. Al cabo no pudo ya discernir dónde se hallaba ni en qué consistían aquellos sonidos apagándose. Caíansele los párpados como cuando al acostarse, en el silencio de su cuarto, unas arenitas se oían   —21→   correr por momentos sobre el empapelado, o maullaba muy quedo el gato y le traía el sueño con sus pasos de felpa.

Despertó en Melipilla, donde bultos y personas subieron a una diligencia. Desde allí, otro rodar. Potreros, álamos, fundos cuadriculados. En Santiago, la noche en un hotelito. Y a la mañana siguiente, al tren, la novedad -novedad nacional-. Luego, más llanos apotrerados, golosinas en los paraderos, y noche a poco; y antes de amanecer, el desembarco en una estación oscura, con olor a humo de carbón y vaho de locomotora, para en seguida tomar otra diligencia; y vuelta al traqueteo por carreteras. Con las primeras luces del alba, arribaron a un río trémulo, ancho y solemne, el Maule. Se cruzaría en lancha. Ya en la orilla de enfrente, sobre gredas amarillas con vegetación muy verde, la tropa de mulas y algunos caballos les aguardaban, alertas al arriero y al sirviente. Entonces, tras de haber cargado y ensillado, entre olor a bestias tibias, bajo las flechas de sol que iba disparándoles el oriente y en medio de cierto frescor de rocío que se descuaja, reanudaron el cabalgar. Cientos de lomas subieron y bajaron, durante horas. En Empedrado, aldehuela vetusta de traza española, se improvisó el almuerzo, para de nuevo andar y andar. Por fin, poco antes de la oración, cuando en el aire se saborearon de repente las sales del mar, asomaron hacia Los Tréguiles.

Al tramontar la última cumbre de la jornada, el paisaje de Los Tréguiles apareció de improviso, verde y plata.

El fundo entero lo abarcaba la vista. El fundo y algo más: aquellos campos lomados, que se desondulaban hasta irse allanando por las orillas del mar y del río, salpicábanse de pequeños cuadros en cultivo y de una que otra casita clara. Y allá, interrupción mayor en la floresta, un caserío apiñado, con su torre.

-La Parroquia -dijo con énfasis el cura, cual si subrayara la mayúscula; y luego medio rezongo y medio suspiro, añadió-: Esta parroquia de mis pecados...

Pues La Parroquia nombraban al poblacho y en él estaba la parroquia de don José María; ésta, por supuesto, sin exigencia de iniciales mayores.

-¿Y esas son las casas?

-Esas, hijo -confirmaron a una padre y tío.

Miró el niño con placer. Bajo el cielo, todo él una sola nube blanca cortada a tajos paralelos, abríase un anfiteatro selvático, y en medio   —22→   formando una T cuya cabecera se asomaba curiosa como para observar la curva lenta de un brazo del Maule, divisábase la casa, pequeña y puesta con gracia de juguete sobre un promontorio abrigado entre dos cordones de serranías densas y silvestremente arboladas. Era modesta, y sus muros, chatos al extremo de distinguirse apenas como lista de cal, desaparecían casi bajo la montera de tejas.

Pero aun de noche, a la luz de velones y candiles, tuvo aquella vivienda para el chico no sabía él qué alegría y qué alientos de confianza.

Muy temprano, sin embargo, con la madrugada primera, presintió que su padre y el cura, engolfados en conversaciones que les preocupaban horas y horas, le dejarían entregado a Pacífico.

¡Bah! Aquello significaba libertad también.

Viejo seductor este Pacífico. El Muñeco de Crin, lo bautizó él. ¿Y no era en realidad su aspecto el de un muñeco de crin? Por las muchas aberturas de sus pocas ropas le asomaban crines grises. Del pecho descamisado, de las bocamangas, de bajo el sombrero astroso, de los descosidos y las roturas brotaban mechas y mechones. Y eran cómicos a la vez que respetables sus tendones y sus carnes magras y color de greda, y su seriedad, y sus ojillos diminutos, pero con luz, con la luz de sus cuentos, sus leyendas, sus sentencias y sus manías. Tal fluido simpático irradiaba empero, que chicos y adultos ponían el gesto alegre cuando a su vera lo tenían.

El patroncito -así lo trató Pacífico siempre- se le hizo inseparable desde el primer desayuno. Juntos bajaron las laderas del promontorio a conocer las viñas en descenso hacia la ribera. Unas cepas jóvenes plantadas por el sacerdote, en desarrollo todavía, apenas anunciadoras de que se formarían «de cabeza» con algunos años de crecimiento. Subieron juntos después a conocer el lagar de pisar la uva y el de la prensa en construcción; y juntos recorrieron la bodega de vasijas, en las que se habían armado algunos fudres ya y se levantarían otros conforme las vendimias lo fueran exigiendo.

Gustábale a José Pedro desayunar en la cocina, con Pacífico, su mujer y el hijo, Segundo. En el comedor, al lado, lo hacían los patrones grandes. Ellos siempre cavilosos, habla que habla, discute y discute, entregaban al niño a su propia vida. Los miraba él de vez en cuando y solían los tres cambiar entonces sonrisas desde lejos; pero él prefería la cocina con su penumbra que el fogón llenaba de humo y resplandores y Pacífico de relatos legendarios.

  —23→  

Aquello era para él íntimo y cautivador. Allí preside la gata, que se hace una peana con su cola, se sienta en el centro de ella, como hechicera dentro de un círculo mágico, y frunce los párpados, apagando el azufre de sus pupilas en la unanimidad de su manto negro. Hay una vaga relación entre la gata y las consejas del gañán.

Pero al muchacho nunca le amedrentaron machis, ánimas ni fantasmas. Eso, para oír, fantasear y entretenerse. Su alegría interior vive fuerte y traviesa. De modo que no bien acaba Muñeco de Crin alguna historia, él lanza los ojos afuera, al paisaje, y respira hondo: ha venido el viento, ha soplado las nubes y ha henchido el cielo como una inmensa vela azul.

Le dan unas ganas de andar...

-¿Vamos, Segundo? -invita.

-Vamos, patrón.

Y sale con Segundo.

Este hijo de Pacífico nació para contraste con su padre. Si asombraba por lo peludo el viejo, al mozo habría sido imposible descubrirle pelos fuera de la cabeza. Común sólo tenían el color moreno. En cambio de los ojillos enmontados, el muchacho abría unos ojazos preguntones y color de charco limpio. Mientras el uno, comunicativo, hervía en tradiciones y noticias, el otro, los párpados siempre de par en par y las orejas en esfuerzo, mantenía permanente esa expresión de los seres que parecen escuchar aun cuando van distraídos. Tanto charlaba su progenitor, que tampoco lograría elegir él más hábito que el de atender. De súbito, sí, soltaba grandes risotadas. Sus risas «a dieciséis dientes», como el cura las definía.

Sin embargo, si mucho diferían, tan serviciales y buenazos eran ambos, que unidos componían un todo completo, para los patrones como para el patroncito.

Desde su entrada en Los Tréguiles halló, pues, José Pedro compañía. Sólo de varones, cierto: tampoco había en estas casas más hembra que una, la enormemente gorda mujer de Pacífico, y ella no abandonaba la cocina sino para coger algunas legumbres.

A pesar de tal gordura y de guisar sin descanso, nadie suponía que a ella le atrajese la comida.

-¿Cuándo comes tú, Zunilda? -solía el niño preguntarle.

  —24→  

Entonces el marido, con gesto de secreto, manera muy socorrida para él, dada su afición al misterio, respondía:

-Cuando reza.

No mentía, el hombre. Zunilda, primero daba de comer a los demás; luego, sola, entregábase a rezar y engullir lebrillos de pebre o guisados de harina tostada con cebolla. Y, la verdad, en ambas actividades alcanzó siempre largueza y provecho, pues obesa se mantenía y medio santa la reputaban.

En compañía de estas buenas gentes fueron corriendo los días de José Pedro; y se despedía ya la primavera cuando, una tarde, comenzaron a intrigarle tantos conciliábulos de sus mayores.

-¿Qué hacen? -interrogó a Pacífico.

Muñeco de Crin, al oído le repuso:

-Cosas.

-Pero...

-Cosas graves. A lo mejor, todo esto para en bolina.

-Yo veo a mi tío correr al pueblo, volver, desensillar, ensillar de nuevo, ir de acá para allá...

-El señor cura sale a decir su misa, de alba, y la dice, y junta a los feligreses, y recorre después sus capellanías, y a todo esto va combinando planes... Porque se defiende, no es ningún tonto ni quedado, y a muchos los está defendiendo...

-Pero mi papá, siempre aquí, ¿qué hace?

-Hace.

-Ir a las viñas, a las limpias; a los papales, a las aporcas.

-Hace.

Sobrevino un silencio a este último «hace»; y sólo cuando ya decaía la curiosidad de José Pedro, habló el viejo algo aún:

-Dios lo quiere así. Hay cosas que no se ven y que pasan. Cosas que no se entienden y se ven. Y si no, ahí está el sapo: nadie lo ve comer y sin embargo es el animal de boca más grande... Y tamaño de gordo.

José Pedro se quedó perplejo. Era demasiada afición al misterio, la que tenía el viejo.

De repente partió a todo correr. Lo llamaba Segundo desde el macizo de camelias. Años atrás, desde San Javier, había enviado esas matas «la finada señora», como la recordaban los sirvientes; y a él   —25→   complacíale oír cómo habían llegado pequeñitas las plantas mandadas por su madre, y medir ahora los árboles que habían alcanzado a ser.

Pero las palabras enigmáticas de Pacífico le persiguieron. «El sapo: nadie lo ve comer y sin embargo es el animal de boca más grande... Y tamaño de gordo». Papá era gordo. ¿A él se refería Muñeco de Crin? «Hace»... «Hace»... Nunca, en efecto, había visto él un sapo comiendo... «Hace»... Algo hacía su padre. Algo bueno, eso sí, porque, Pacífico, que lo quería tanto, no pensaría nada malo.

En medio de todas las horas que siguieron lo hizo cavilar el enigma.

  —26→  

Dueño de una mente poco más madura, José Pedro habría organizado y visto claro cuanto fue oyendo a su padre y a su tío desde entonces.

Porque la inquietud que le insuflaron los enigmas de Pacífico indújole a permanecer ahora en el corredor cuando, tras el almuerzo y la lectura de sus horas canónicas, llamaba el sacerdote a su hermano y emprendían ambos, como conspiradores, paseo y más paseo, de testero a esquina y de esquina a testero.

Llenaba la pareja el angosto espacio entre pared y pilares. Las cabezas casi rozaban los maderos de la tejavana. Espiábalos el niño sin perderles gestos, cogiendo palabras y frases al vuelo, en procura de hilvanar fragmentos con imaginaciones que les dieran sentido. Gordo, sí, era su padre; pero sapo... No. Alto y gordo; y como gordo, apacible. Amarillas las pupilas, mas de mirar tranquilo y reflexivo. Aun su barba, en forma de pera y rubia, ponía en su semblante cierta dulzura de huaso bonachón... Mientras el cura, erecto y huesudo, de nariz corva y violenta mandíbula vasca, más, con impetuosidad.

Luego de analizarlos, José Pedro componía, con la perspicacia simple de sus nueve años, algún significado para los indicios. Y algo consiguió al fin, algo que le dictó conducta y le llevó a participar, desde su puesto de niño, en cuanto los adultos emprendieron de allí en adelante.

Por lo demás, mucho aportaron, en cada oportunidad, las indiscreciones misteriosas de Muñeco de Crin. Desde luego, que había conflicto.

Había conflicto. Por esto había dejado el padre sus rulos de La Huerto en manos de mayordomos y estaba hoy en Los Tréguiles, dispuesto a secundar al tío José María, aun a obedecerle.

La propiedad de Los Tréguiles tenía complicada historia y ésta condujo a José María y José Vicente, si no hasta la pobreza, a luchas porfiadas para salvar y acrecer lo poseído.

  —27→  

Vástagos de un muy mentado capitán Valverde, que en hazañoso y donjuanescos lances derrochó cuanto a moneda redujo -y a tales reducciones tendían sus pasos cotidianos- heredaron el uno La Huerta, hipotecada, y el otro aquellos suelos sureños, agrestes y selváticos, aunque de porvenir. Cuando José María se ordenó, fundábase por allá una colonia. Tanta feracidad había inducido al gobierno, siguiendo prédicas de Pérez Rosales, a poblar y abrir nueva región a la riqueza de mañana. Trasladáronse a lomas y llanos muchas pobres gentes que, desmonta ayer, roza hoy, arranca troncos en seguida y siembra por último, concluyeron por instaurar un conjunto de hijuelas de gran promesa. Si bien hijuelas fueron denominadas, poco les cuadraba el diminutivo, ya que las menores medían quinientas o más cuadras.

Tan pronto la tierra comenzó a sonreír al esfuerzo, el arzobispado instaló allí una parroquia, y el cura Valverde fue para los colonos el primer pastor de Cristo. Su hermano, entretanto, recibía para él solo, por cesión y convenio cristiano con el fervoroso sacerdote, las extensas campiñas de La Huerta. Ahí nació José Pedro -un José más: todos los Valverde, por tradicional devoción, entraban al mundo bajo el patrocinio de San José-; y ahí también, por sobreparto, quedó huérfano de madre.

Pero en las leguas colonizadas del Maule trazaba el cura las sendas del Señor tanto como guía de almas hacia el cielo cuanto enjambrando intereses y pasiones. La política, redentora y católica, enclavó su brújula en medio de la grey. El partido conservador halló en el cura eficacísimo agente; y su dominio se recreaba en la obra de Dios y de la Santa Madre Iglesia, cuando el primer juez de distrito cayó, en las nuevas tierras. Era, éste, liberalote y hereje, susurrábase que radical, de la recién nacida hueste; y tras él fueron llegando, como exploradores al principio, poco a poco en actitud de colonos con títulos ganados bajo el ala del partido, algunos correligionarios suyos. Vivían estos individuos en torno a su juez, ganando querellas a los vecinos y, paulatinamente, derivando los derechos de fallos en primera instancia hacia juicios ordinarios por el dominio sobre terrenos propios de los colonos.

Hubo -lo de siempre- traidores de oportunidad, listos, de los que siempre acechan la ventaja. Entre ellos, un famoso Guatón Moreno, terrateniente aborigen, obeso y picado de viruelas, que poseía extensiones heredadas y acrecidas después con malas artes.

Pacífico les había enterado de las gracias del tal Moreno.

  —28→  

-A mí no me enreda la madeja el Guatón -decía Muñeco de Crin. Y apretaba la boca en gesto significativo, llenaba de agua hirviente su mate, reponía la tetera sobre las brasas y, despegando de repente los labios con sonido de botella que se destapa, destapaba él también su saber-: Lo conozco desde el año de las necesidades. Fue un año malo, pero de los malos. Hambre, lo que se llama hambre tuvimos que pasar los pobres. Al Guatón, tipo de gana y guarda, de aguaita ocasión y aprovecha, no sé qué idea le había venido tiempo atrás de plantar en su campito manzanos y perales. Y el año de las necesidades, pues, patrón, le valió su idea. ¡Ahí tiene usted! La gente hambreada empezó a comprarle peras y manzanas secas al fiado y a firmarle papeles. Corría el invierno y el Guatón se volvía cada vez más duro. Lloraban los chiquillos de hambre, las mujeres se llenaban de piojos, buey no quedó ni uno. ¿Y no se retaca entonces el Guatón Moreno? Ni pera más. Hasta que aceptó largar su comistrajo, pero trocando peras por tierra. Un almud de sus charquis por una hectárea de suelo. Cuatro veces los rulos que tenía llegó a juntar. Yo... de entonces ha que soy peón...

Este hombre formó entre los primeros listos de la felonía. Varios le siguieron, y el éxito del advenedizo cacique político sonrió hasta la vanagloria.

Aquí, el quijote que dormía en las venas del cura tuvo que despertar. Fuere por su natural justiciero e intrépido, fuere por vehemencia de presentar batalla contra la herejía de los intrusos, irguiose adalid de su doctrina y defensor de feligreses amenazados con el despojo. A Santiago viajó continuamente, inflamado de justicia e indignación. Vencía en incidentes allá, entre curia, tribunales y ministerios, y con algún triunfo regresaba.

La atmósfera se cargó así de latencias. Como el juez, por su lado, contaba también con apoyos políticos en la capital, insistía en los abusos. A menudo trataba de imponer por la fuerza sus sentencias o sus «precautorias», improvisando a su arbitrio, con forajidos y sayones, la «fuerza pública» citada por los códigos, ya que no había por allá en aquella época policía, ni rural ni comunal. Los colonos, que ya se denominaban agricultores y componían numeroso huaserío, uníanse para enfrentarse con las bandas, y lo usual era que las derrotasen.

Para ciertas elecciones, empezaron a llegar con anticipación muchos desconocidos, a quienes el juez hospedaba y que, según decires,   —29→   figuraban en los registros como electores inscritos. Osó el caudillaje hereje formar con ellos y algunos felones de las hijuelas, cierta vez, una columna de manifestantes electorales que desfilaron con ostentaciones de predominio. Y mucho impresionó aquello a los pobladores más pobres; tanto, que algunas decenas, presumiendo que las huestes saldrían victoriosas al fin, inclináronse a plegarse a sus manifestaciones. Pero en el acto el cura, rápido y decidido, organizó en la aldea otro comicio. A éste asistieron, bien montados, con sus arreos chapeados en plata, con laboreados chamantos, bonetes bordados de flores y cuantos lujos pudieron ostentar, los ricos de la columna, escoltados por peonadas de caballería, gañanes en columna de a pie, mujeres de celeste cinta o escapulario sobre mantos y rebozos, ellos adelante, a la puerta de la iglesia ellas; y tal efecto se logró, que los tibios volvieron al redil y la elección se ganó a la postre. Más todavía: la urna sólo recibió los votos que el cura quiso que fueran sufragados, y después, aun se decidió exigir a los forasteros que como electores trajera el juez, retirarse de la zona.

El vino ardiente que pulsaba en el corazonazo de don José María Valverde levantó llama de victoria en las almas.

Y la bonanza sobrevino.

-Sólo relativa -opinaba, sin embargo, el cura-. No me fío yo de primaveras.

Pacífico solía levantar los ojillos entonces al cielo y agregar:

-Se juntan nubarrones quizá dónde, señor. El diablo se la pasa soplando.

-Así es.

-Así.

De aquí que don José María, de pronto decidiera un viaje relámpago. Pararía en la capital, solicitaría ciertas medidas preventivas allí; luego, debía convencer a su hermano José Vicente y traérselo unos meses a su lado. Al calor de su consejo, maduraría planes para lo venidero. ¡Ah! y en lo íntimo, encendió su propósito una ilusión: que les acompañara el niño, su debilidad, ese Caballo Pájaro tan vivaz y tan suyo, tan tierno y tan hombrecito, sin embargo.

Causa y manera fueron estos asuntos para que todos se hallaran, pues, en Los Tréguiles.

  —30→  

Semanas duró la paz.

Cierto mediodía, sin embargo, la tardanza del cura en volver de servicios parroquiales y correrías puso alarma en los corazones.

-Nunca pasa el sol a este lado del morro -observó Zunilda desde la puerta de su cocina- sin que lo tengamos a él aquí.

-Menos mal que con él fue Pacífico.

-Y de un galope habría volado con el parte, si algo hubiera.

-Pero aguaiten.

-Segundo.

-Mande.

-Ya. Guarda esos corriones y aguaita vos también.

Hasta José Pedro se irguió entonces, contagiado por la zozobra. Tampoco podía ya seguir absorto en el corte de correhuelas que prolijamente hacía Segundo a una lonja de cuero. Hubieron de abandonar, mozo y niño, la tarea de talabartería que les había encomendado Pacífico para confeccionar al patroncito sus primeros sumeles. Con amor ayudó José Pedro a reunir los correoncillos. Sumeles, típicas botas maulinas moldeadas a la pierna del huaso con el cuero de la pierna de un vacuno, fundas conformadas sin abrir, en pieza entera y bien sobada. Sumeles para él, para su afición ecuestre, ensueño de meses...

Pero cómo no posponerlo todo ahora. Con lo que había cundido por casas y aledaños la inquietud. Si de todas partes acudían en la misma cuita. Si hasta los perros, adivinadores de ánimos, venían y, ellos a su vez, parando las orejas y tendiendo el rabo, escrutaban el faldeo por el cual bajaba el sendero.

De pronto se oyó un coro de balidos sin concierto en el cerro y se movieron los copos de cien cabras en dispersión. Respondieron desde las vegas los tréguiles con sus graznidos de alarma.

Los perros partieron veloces monte arriba.

  —31→  

Y al fin asomaron dos jinetes sobre lo alto del portezuelo. Al filo de aquel cerro verde se destacaron contra el cielo fulgurante y raso.

-¡Ellos!

-Los barrosos. En la pareja de barrosos montaron hoy.

Vieron todos cómo descendían ya los dos caballos, manchitas de ceniza en la verdura; la una con la silueta negra del sacerdote encima; la otra con el chamanto del sirviente, como un acento rojo.

Algo raro traían, no obstante: un bulto pesado que Pacífico acababa de soltar por la delantera de su montura.

-¿Un hombre?

-Un hombre con Poncho de Castilla.

Sí; un hombre, un desconocido. Lo echaban a caminar a pie ahora.

-Arreándolo vienen.

Perdíanse los tres por instantes, ocultos por árboles y matorrales. Reaparecían. Tornábanse a eclipsar. Y todo ello entre el ladrar de los canes y el chillido de los tréguiles, que el eco multiplicaba de loma en loma.

Al cabo llegaron.

Ceñudo y silencioso, se apeó el cura. Su entrecejo impuso silencio. No se cuidó de arreglarse las sotanas recogidas a la cintura, sino de ordenar apenas a Muñeco de Crin.

-Trábale los pies.

Y el viejo echó a los tobillos del extraño un cabestro y se lo anudó ciego.

Rondaba la gente alrededor del hombre, que, pálido y desconcertado en el primer minuto, concluyó por adoptar una cómoda impavidez.

A José Pedro se le encendió una chispa en los ojos: irrazonados deseos de pegarle a ese sujeto le acometían.

-¿Qué pasa? -preguntó al fin don José Vicente.

-Vamos. Luego les contaré -dijo el cura-. Y tú, Pacífico, ya lo sabes. Que te ayuden.

Mientras los peones conducían al intruso hacia la boca oscura de una bodega, el eclesiástico se marchó con los suyos casa a adentro.

En el comedor, pequeño cuarto blanqueado y con cuatro muebles de tablas al natural, se bajó primero las sotanas, que mantenía sujetas bajo el cinturón; luego de alisárselas con calma y de lanzar la teja sobre   —32→   el sillón frailuno, y cuando Zunilda hubo servido el puchero, bendijo la mesa.

Persignáronse tío, hermano y sobrino y ocuparon sus asientos. Sólo entonces él habló:

-¿No te había dicho, José Vicente? Esos dos bribones me andaban espiando. Ayer lo supe, me cercioré. ¡Ah, pero a mí no me pillan como a cualquier boquiabierto!

-¿Qué, te asaltaron?

-Eso hubieran querido ellos. Los madrugué.

-El tipo ése...

-Es uno de la pareja. Verás.

Y la narración fluyó de sus labios con vehemencia.

Cierta confesada, una doña hurguillas y doña correveidile, habíale prevenido. Que tanta conformidad y tanto silencio eran sospechosos; que circulaban lenguas, en sigilo de beatas que repiten rumores oídos a los maridos... El aviso llegó por confesionario y sacristía. «Dos afuerinos, señor, han aparecido en La Parroquia. No hay más que verlos para comprender que se trata de facinerosos. Y se habla ya de que la vida misma del señor capellán corre peligro. Para la fiesta de Cuasimodo, anuncian, cuando estén corriendo a Judas y haya laberinto...»

-En suma, que hasta podía caer yo asesinado. Esto me... Tú conoces mi genio, Dios me perdone, cuando me pasan la mano contra el pelo... Esto, en lugar de meterme susto, me enardeció. Observé. Observé mucho. Los vi anteayer, mientras salían de la posada, como a conocerme bien. Tate, pensé. Y si no facinerosos, matones sí me parecieron, de esos capitalinos, con mantas de Castilla y puñal.

-Los clásicos metemiedos.

-¡Miedo! Unos farrutos, hombre. Tate, tate, tate... hice averiguar muchas cosas y al fin de cuentas me dije: No; éstos no aguardan hasta Cuasimodo, haciéndose notorios y dejando acumularse pruebas y evidencias. Necesitan más rapidez. ¡Rapidez! Aguárdense a ver quién madruga, me propuse. Divulgué ayer que iría hoy a confesar una enferma de Empedrado. Y, aunque no temía nada con seguridad, salí esta mañana con Pacífico. Ensillamos los barrosos: eran menester animales fuertes, ágiles y de buena rienda. Te aseguro que si el pobre Muñeco de Crin tuviera más ñeque, a los dos me los traigo.

-¡Caballo Pájaro! -masculló regocijado José Pedro.

  —33→  

El cura le miró con orgullo, cambió guiños con José Vicente y se dirigió sólo al chico desde entonces, para proseguir:

-Habíamos regresado a la parroquia y guardado los ornamentos. Nos veníamos. Y fíjate bien, a la salida del pueblo, ya en el camino... los dos esperándome. No cabía duda. La intención manifiesta. Se habían resuelto. Decisión inmediata: «Tú -le dije a Pacífico- al de tu lado. Caballazo y aturdirlo, y si puedes lo recoges. Yo al de la izquierda». Me apreté las sotanas a los riñones, medí las distancias, me afirmé el sombrero. «En nombre sea de Dios» y «¡Ya!» alcancé a decir para que Pacífico también se lanzara. Picar espuelas y, a todo correr, caerles encima fue cosa de un relámpago. El grito de mi hombre se ahogó en la polvareda. Se portó el barroso a su altura: estrellón, salto al lado y... quietecito. En fin, que veo al tipo en el suelo, envuelto en su propia manta, y me descuelgo sobre un estribo, lo agarro, lo subo como un pelele a la cabecilla de mi montura y de un solo puñetazo en la nuca lo duermo. Inerte, como un saco.

-¿Y el otro?

-No se le vio ni el polvo. Averigua tú cómo desapareció. ¡No ser más forzudo el pobre Muñeco de Crin! Listo sí es. Miren: le quitó este puñal a mi presa. Se lo distinguió entre la faja cuando lo tendí yo, y se lo escamoteó.

Puso el cura una daga de a cuarta sobre la mesa.

-Después lo amarramos. Ni chus ni mus dijo el pobre diablo. Como a un muerto se lo cargó Pacífico por delante. Lo demás lo han visto ustedes. ¿Eh, qué te parece, Caballo Pájaro?

El chico exultaba, febril.

-Caballo Pájaro -repitió en su delirio.

Y concluido el almuerzo, entre comentarios y planes de acción, se dirigieron todos a la bodega de las herramientas. Allí debían guardarles al cautivo.

-En cepo de campaña -explicó Muñeco de Crin-, como usted dispuso.

Al fondo, en la oscuridad, fue distinguiéndose al preso. Aparecía encuclillado; sus propios brazos le abarcaban las piernas; le habían atado las manos encima de las tibias, y por bajo las corvas, como una cuña entre muslos y antebrazos, habíanle pasado una barreta. Era el cepo de   —34→   campaña que Pacífico sabía improvisar desde su enrolamiento para la pacificación araucana.

-Bien -aprobó el cura.

-Me quedaría yo con él a solas -díjole aparte don José Vicente-. Conviene sonsacarle. Sus fines, los instigadores, el cómplice...

-Déjalo. No suelta el cepo lenguas sino con el correr de las horas.

Visto, pues lo hecho, retirábanse los dos hermanos, cada cual a su menester. Mas a poco de caminar, voces y rezongos de Pacífico los detuvieron.

-Malo, muy malo... -traía de la mano a José Pedro-. Bueno que los hombres sean bravos desde chicos; pero así, un niño por su cuenta...

-¿Qué?

-No me pude contener.

-¿Qué hiciste?

Entre cohibido y taimado, el chico guardó silencio.

-¿Qué hizo, Pacífico?

-Que no bien salen ustedes de la bodega, se abalanza el patroncito a sopapear al preso. ¡Dar y dar, mi alma! Hecho un quique.

-No me pude contener.

No había logrado contenerse. Como Valverde, padre y tío lo comprendieron. Sobre todo el tío.

Así es que luego, escuchando las muy educativas reflexiones de su hermano al hijo, él reía.

Reía para sus adentros: ¡Señor, Señor! Promete, el hombrecito...

  —35→  

El cepo soltó al preso la lengua no muchas horas después.

A mitad de la clase de lectura y cuatro operaciones con que diariamente, hacia media tarde, instruían a José Pedro sus mayores, asomó Pacífico en el umbral:

-Ya, patrón. Cantó el hombre. ¡Psh! Es pájaro que vuela poco.

Estaba radiante, las crines floreciendo en gloria.

-A ver, habla.

-Yo me le instalé a la entrada de la bodega. Así trabajo y vigilo, decidí. Cargué con los pellones que le vengo escardando al niño, y, sacude y peina, peina y sacude seguía yo, cuando el roto suspira y rompe a cantar: «Mal me tratan y no es para tanto». Ehi fue la mía. Reflexión va y reflexión viene, lo mesmo que el zorro en los cuentos. Porque le hice ver el despanzurro de atentar contra un reverendo ministro de Dios, querido... que no hay quien no lo bendiga, por esa bondad suya con los pobres... «¿Es bueno?», me pregunta. «Bueno», le contesto. «¡Y tan forzudo!», me dice, «Ah, eso sí», le dije yo...

Las carcajadas interrumpieron el relato.

Pero luego surgió la esencia de los hechos. En efecto, al juez le habían despachado desde Santiago a la yunta de guapetones, que no lo eran siquiera de muchas apariencias. Ladinos, de origen carcelario; sí, pero endebles y gallinas, tanto, que ese preso juraba que a su compañero no le descubrirían ya ni el rastro. Además, no se trataba de asesinar al párroco; de correrlo únicamente, de cansarlo para que abandonase la región. En suma, no merecía ya el caso más preocupación que la de remitir al individuo a las autoridades de Talca. Despacharían un propio al obispo, espetarían consejo y procederían con prudencia y reserva.

Entre tanto, se informó el cura sobre los comentarios del pueblo. Acerca de su proeza nadie sabía nada. Apenas decíase que los malvados habían desaparecido de La Parroquia. El propio juez, según las hurguillas y correveidiles, concluía suponiéndose burlado por sus matones.   —36→   Aburrimiento, miedo acaso, induciríales a desistir. Y se habían ido sin despedirse ni ofrecer la menor excusa.

-Bueno, más vale así.

-Sácalo del cepo ahora, y asegúralo.

-Con la cadena de la rastra lo tengo ya.

La vida se reanudó en Los Tréguiles sin más afán que preparar viaje al propio.

Una mañana, empero, regresó de sus oficios el cura en compañía de cuatro forasteros. Cuatro navegantes en desgracia que, como muchos ya, habían naufragado en las aguas sin cesar tempestuosas de Punta Carranza.

Y esto cambió los planes. Ya desde la iglesia, tras de implorar la caridad del sacerdote, aquellos marinos criollos habían propuesto seguir al fundo, cortar madera en su montaña y construir dos lanchas allí, una para ellos, a fin de botarla al río y proseguir en su carrera, otra para Los Tréguiles, en pago de materiales y sustento. Variaron, pues, las perspectivas. Ventaja y disimulo mayores presentaba la de mandar a don José Vicente a Talca, con los náufragos y el preso. En caravana, éste pasaría inadvertido. Entregado a las autoridades allá y luego de iniciarse denuncias y precauciones para el futuro, se comprarían herramientas de aserradero y carpintería; y al retorno, la paz, en fin.

Como se proyectó se hizo.

El chico estuvo de fiesta. Él y Pacífico acompañarían la expedición hasta los confines de la hacienda, lo que significaba vestir sus arreos de huaso.

Siempre recordará él aquella mañana toda sol y azul de cielo. De ambos colores teñíanse, allá abajo el río, aquí hasta el pelo de los caballares. Aun en las voces, algo azul repintado de oro había. Su padre le dio esa vez, antes de partir, una clase más de equitación. Cómo admiraba él a su padre, desde su apostura de campesino muy patrón hasta su piel encendida y rubia. Luego, tan hábil y famoso como equitador a la chilena, como domador de chúcaros y adiestrador de redomones y yeguas corraleras. Pues trenzando lazos o urdiendo cabezadas ¿no era también un maestro? Como que de él aprendiera Pacífico lo que sabía.

Cuando en aquellos momentos el chico, ya en su tenida huasa -sumeles y espuelas, chamanto de labores y bonete abatanado y con   —37→   arabescos de seda en siete matices-, fue a treparse de un salto sobre su Mampato, el padre lo detuvo:

-Se sube despacio. Ya se lo he dicho. Bájese. Suba de nuevo... No te voy a dejar salir más con Segundo. Se encaraman en cualquier pingo viejo por ahí, como pumas, y salen como disparados.

-Bien, papá.

-A ver. Primero, dé una vuelta alrededor del caballo. Revisé su apero. Así. Póngale la mano en el anca ahora: eso lo mantiene tranquilo. Suba. Despacio... Despacito... No se parte al tiro. Sentarse bien, esperar un rato con la bestia quieta: así el animal no se pondrá nunca nervioso...

Jamás debía olvidar José Pedro aquellas lecciones. Valía mucho, su padre. Durante la ausencia de los expedicionarios, el niño quedó entregado a Pacífico. De madrugada, mientras cumplía el cura sus deberes religiosos, ambos se dirigían, a caballo, a las faenas. Recorrida la viña, pasaban a las tierras negras donde comprobaban la prosperidad de los papales. Bien venía para éstos el año: poco vicio en plantas; de seguro, abundancia en tubérculos. Conocería los ayuntos José Pedro ahora, esas papas enormes y ramificadas que raro es ver fuera del Maule.

-Algunos ayuntos parecen tortugas; otros, estrellas. Yo hallé una vez uno igual a un burrito, con orejas, patas y todo.

Durante la marcha, sirviente y patroncito, además, recogían ciertas piedras. Ya estaba José Pedro en el secreto de esta manía de Muñeco de Crin. Al vicio le obsedía el oro, descubría indicios de minas y lavaderos por donde transitase. Ya lo sabía el niño, y acaso creyera él también un poco en ello.

Pacífico usaba en su montura un bolsico para tales recolecciones. No había ruta en que no se detuviese de pronto, se desmontara y recogiese algún cuarzo. Observábalo mucho al sol y se lo embolsicaba, serio y parsimonioso.

Y como el niño le interrogara mucho y se viese precisado a violar su silencio, acercábasele con misterio y, al oído, cual si revelara un secreto, en voz que más era soplo, le decía:

-Oro.

Mucho se reían de Muñeco de Crin los Valverdes grandes; pero al mocoso le seducía. Y es que le poblaba de leyendas y fantasmagorías la imaginación.

  —38→  

A horas de siesta, si los mayores recogíanse a sus cuartos, él se colaba en el cuchitril del viejo. Allí, entre los rimeros de muestras auríferas, mirándole cómo ablandaba garras con una maceta, o cómo torcía rebenques, o cómo trenzaba con tientos alguna chicotera, embebíase y se deslumbraba con sus narraciones.

-Sí, mi señor. Hay que saber contar y contar para saber. Mire, este cuero, sin ir más lejos, ¿será de un animal cualquiera? No. La vaca era hija del toro que así no más nadie ha visto.

Decía y alargaba en seguida una de sus pausas inquietantes, en las que el espacio parecía llenarse con la atmósfera de los encantamientos. Conocía el arte de las esperas cuya virtud consiste en prender, dentro de las almas que escuchan, la magia de la curiosidad.

-¿Cuál toro, Pacífico?

-El toro.

Aguardaba más aún repitiendo, entre silencio y silencio, las dos palabras suspensas en el arcano: «El toro»... «El toro»...

Por fin, dejaba la aguja clavada en el mango de la lezna, cogía lentamente su mate, lo cebaba, devolvía la tetera a las brasas, acomodábase en su banqueta y se quedaba mirando lo invisible en el aire.

-¿Qué toro, pues, Pacífico?

Entonces, despegando repentinamente los labios con su característico chasquido de botella que se descorcha, rompía con su leyenda:

-Había un toro, años ha, en estos contornos. Un toro solitario, de nadie. Él mesmo era su dueño. Gordo y enorme, colorado y... con los cachos de oro.

-¡De oro!

-De oro.

-¿Tú lo conociste?

-Lo vide una sola vez. Voy por la cuesta de los canelos y lo diviso. Está parado, él. Me mira. Bufa. Se pone a rascarse los cachos en la piedra grande. Yo me paro. Un cristiano se para en un caso así. Él, ráscase que se rasca, y mírame y mírame después de cada restregón. Hasta que de un repente pegó un corcovo y desapareció entre el monte. Por eso hay oro por todas partes aquí, aunque no se hallen las minas. Uno se engaña por eso. Por el toro, que se rasca los cachos y deja la limadura en las piedras. Pero hay minas también; la cuestión es dar con ellas.

  —39→  

-¿Y ya no está por aquí el toro?

-Ya no.

-¡Lástima!

-¡Lástima! Con él, teníamos los pobres harta crianza. Era muy seguro. Y daba unas crías... No bien nos entraba una vaca en calor, solita se largaba monte adentro. Pues cubierta volvía, señor. Pero... Dios nos lo dio, Dios nos lo quitó. Se fue, se fue.

-¿Adónde?

-¡Uy! Muy lejos.

-¿Tú sabes adónde?

-Yo sé -murmuró Pacífico, y mirando a todos lados, como temeroso de oídos indiscretos, repitió:

-Yo sé. Muy lejos. Mire, desde entonces, como está viviendo a orillas del agua, por allá, arriba, las arenas del río también traen oro. De sus cachos, donde él se restriega... ¿Y no pregunta la gente por qué agora unos pescados tienen la carne amarilla? Salmones, llaman los gringos. Nada, señor. Si son las mesmas truchas de antes. Sólo que el toro les ha dorado las carnes allá. Antes, ¿había de estos pescados acaso? No había. Puras truchas negras y puros pejerreyes treida el río.

-¿Yo no lo podría ver?

-¿Al toro? ¡Qué esperanza!

-Si tú sabes dónde para... Dime dónde.

-No debo.

-Dime.

-No

-Te lo ordeno.

-¡Ah! Obligado sí puede el cristiano decirlo. Pero una cosa es obligado y otra así por la sola porfía.

-Dime, Pacífico.

Tanta insistencia de José Pedro tornó caviloso a Muñeco de Crin. Por último cediendo, pero apelando como siempre a su maña de sigilo, le sopló al oído:

-En la Laguna del Maule. Allá está, cordillera adentro, cerros de cerros arriba. Quizá por qué. Cuando se le acercan hay tempestad y bajan los pescados con oro en la carne, y las arenas con pepas...

  —40→  

Mucho reían los Valverdes de tales fábulas. También José Pedro tomábalo a broma. Pero en su alma perduró la fantasía, cierto ensoñar y creer, cierto dejar vagar la mente entre seres fabulosos, en cuyo tropel, no faltaba, por supuesto, aquel caballo alado que, siendo párvulo, se forjara él delante de un raro libro.

  —41→  

Jamás como entonces hubo que reconocer cuán eficaces eran los consejos de don José Vicente y con qué tino procedía este hombre para secundar a su hermano. Si el cura, impulsivo y valiente, afrontaba situaciones, él las resolvía. Con su habilidad en tejer bozales o riendas de lujo, trenzaba esta otra índole de cabos, hasta darles remate perfecto. Cumplió su misión en Talca no sólo con éxito sino de tan sagaz y fructífera manera, que a poco andar las cosas cambiaron en la región.

Para cúspide de su conducta, tuvo cierta vez en el pueblo un providencial encuentro con el juez, que también se había hecho nombrar subdelegado por el gobierno. Aunque sin importancia fuera la disputa, el mandón había perdido en ella los estribos. José Vicente, al revés, imperturbable y muy dueño de su señorío, había dejado correr aquel aluvión de iras. Y por último, como alardeara el leguleyo de mucha ciencia en códigos y mucha versación en letras, él, tras de subir calmadamente a su yegua mulata, y ya desde lo alto de la montura, volviéndose a los circunstantes con la más luminosa de sus sonrisas, habíase limitado a decir:

-Sí, sí. Ya ven ustedes, señores, cómo también hay burros con letras.

Proverbial debía ser pronto la frase. Voló de boca en boca y aquello de «burro con letras» adquirió carácter de remoquete para poner punto final a todo comentario posterior acerca del letrado.

Por lo demás, el tiempo y las gestiones de prelados y correligionarios en Santiago parecían asegurar un triunfo definitivo al cura. Allá, el presidente Montt, si bien no era clerical, seguía pensando en la utilidad de la religión en les campos y pueblos apartados. No de otra manera explicábase que, de la noche a la mañana, el juez y subdelegado extremista fuese reemplazado por uno conservador. Cesaron los pleitos con miras al despojo, las pasiones políticas se resolvieron en concordia y hasta pudo regresar don José Vicente a sus rulos de La Huerta, cuyos   —42→   trigales amenazaban con desgranarse si no acudía pronto el patrón para efectuar la trilla.

José Pedro permaneció, a ruego del tío, en Los Tréguiles.

Así como al ritmo de los buenos tiempos habíase apaciguado la vida en la región, se había sosegado la naturaleza: a los ímpetus de la brota primaveral, sucedía el sopor del estío, con los andares lacios del hombre y la pereza caliente que gravitaba en la atmósfera. Amarillos ahora los prados dormían bajo el sol, un sol cuya torridez levantaba en las memorias el recuerdo de incendios espontáneos. Ya las arboledas, único verdor sobre las lomas, a nadie daban sensación de frío; tan sólo de refresco bendito, pues bajo ellas encontraba el peón alivio y a su sombra sobrevivían algunos pastos para regalo de ganados. El chico aprendió mucho, también, de faenas y cultivos. Enseñole Pacífico por qué los soles, si algo agostaban, mucho maduraban en cambio: ahí estaban los granos de la uva llenándose de transparencias y azúcares, y las papas bajo la tierra hinchándose, y la tierra misma levantándose y como creciendo en los surcos repletos.

Pasó diciembre, se deslizó enero. Los náufragos concluyeron su lancha. La caridad del cura rehusó la embarcación en pago para Los Tréguiles. Lanzaron, pues, los hombres la suya al río y, bendiciendo al párroco, se fueron por las aguas cubiertas de lentejuelas de sol.

Pacífico y Segundo llevaban consigo al niño a todos los quehaceres agrícolas y él aprendía con instinto de raza. De vuelta, a la oración, rezábase el rosario, al aire libre, bajo la voz cantante de Zunilda y coreado por el personal de la hacienda. Pero dentro de las habitaciones José Pedro encontraba, como guardado, el bochorno del día y aun en la noche, dentro de su pieza, creía sentir que las cosas latían cual si la canícula les acelerara el pulso; por esto, en concluyendo de comer, uníase al sacerdote para sentarse con él media hora siquiera en el corredor: allí desde la luna caía una claridad fría que llamaba al sueño, metiéndose primero por las pupilas e invadiendo al fin las venas como un dulce narcótico.

En vísperas de marzo, se recibió carta de don José Vicente. Con ella en la mano, dijo el cura:

-Nos recuerda tu padre que vas a cumplir los diez años, Caballo Pájaro. ¿Y sabes lo que esto quiere decir?

-Sí, tío.

  —43→  

Quería decir colegio. Sabía él que a esa edad ingresaría en el Seminario.

Y hecho a la idea estaba.

De suerte que viajar a La Huerta primero, y luego, de allí, con sus mayores, ir a presentarse en el Seminario Conciliar de Santiago le resultó paso natural.

Por lo demás, no era él criatura pusilánime para que la vida escolar le acoquinara. Acostumbrado a clérigos vivió siempre, amas o regazos jamás haríanle falta. Lógicamente, pues, la novedad del ambiente seminarista le causó más placeres que nostalgias. Había tantos niños allí... y que conocían juegos nuevos, hacían volantines, bolas, cometas y estrellas... Y niños a los cuales él caíales en gracia... Porque «el huaso Valverde» fue para educandos y monitores desde el principio personaje pintoresco y querido.

¿Los estudios? Él estudiaba, sí, lo necesario. ¿Por qué? Porque había que estudiar, como hay que levantarse y comer y lo demás. Para desasnarse, como sentenciaba el rector, no; que bien decía su padre; hay burros sin letras y con letras. Estudiaba, pues, aunque sin aplicarse mucho. Tenía buena memoria, los amigos le «soplaban» siempre... Él fue aprobado en todos los exámenes.

Algunas tardes, durante el invierno, eso sí, decaía en cierto ensimismamiento. Hacíale falta la naturaleza abierta para no deprimirse con las lluvias. Debía soportarlas dentro de los claustros, los ojos nostálgicamente idos por los cielos. ¡Cuán diferente aquello al llover campesino!

Sin embargo, las nubes acompañan a los hijos del aire libre cuando los hallan entre paredes. Son por esto evocadoras y alegres para José Pedro. Enmarcadas por cuatro tejados las mira, pero las ve sobre la inmensidad de los campos. Son a veces nubes lentas que navegan en línea. Otras, nubes inmóviles que aguardan refuerzos para descargarse a llover. O nubes que ruedan y se retuercen sobre sí mismas. Algunas, negras como el hollín, esperan el milagro del rayo para resolverse en blancura, en granizos. Nubes de agua, en fin, simples nubes de agua que marchan procesionales, apretujándose, refundiéndose hasta formar una sola que cubre toda la redondez del cielo. Entonces, ráfagas tibias, como sofocadas bajo aquella multitud, funden los primeros goterones calientes: ya puede venir el aguacero helado y copioso. Más tarde, cansada la noche, seguirá la lluvia menuda que da brillo a las tejas   —44→   frente al farol de la arquería conventual. Ama José Pedro también las nubes sin clase, las pobres vulgares nubes: a ratos el sol atisba débilmente por entre ellas, un instante. ¿Se juntarán en una, única, densa, igual, plomiza, que se licuará en gotera sin fin, capaz de conducir a una tristeza también sin fin?

El chico pregunta y aun apuesta. Pero... son, ésas, nubes vulgares; y frente a lo vulgar, cosa o persona, ni apostar con interés cabe.

También, eso de la tristeza es parecer fugaz, después de todo; porque, por último, un atardecer cualquiera, aparecen sobre el patio nublados que se entreabren y se arrebolan. Súbito, anuncia entonces José Pedro a sus condiscípulos:

-Ya no llueve. «El sol miró p'atrás», dicen los huasos, y es la pura verdad.

-¡Este huaso Valverde! -exclaman los otros niños, riendo.

Pero no es cabalmente que rían; es que te sonríen, o hasta le ríen. Le quieren, por inteligente, por vivaz, por apuesto, por corajudo, por hombrecito.

Ni ese ni otro año escolar alguno pesarán por lo tanto sobre la vida del estudiante.

Y se desliza confiado en el tiempo.

Entretanto, en el campo maulino sucede mucho de nuevo.

Los hacendados, gratos al cura, cediendo cada cual una faja de sus terrenos, han formado una hijuela compuesta por los lomajes que mueren a orillas del río y se la regalan a su defensor.

A José Vicente, reflexivo y alerta, el asunto no le dicta juicio muy promisor; puede aquello halagar su natural de hormiga que junta, suma, acrece y busca fortuna; pero ¿no empañará eso el prestigio del pastor de Cristo?

-En fin -concluye-, si la politiquería explota esto en contra tuya, cédelo a la parroquia.

Y en ello se conviene.

La decisión permite un esperanzado fluir del tiempo. Dos años pasan así. El cura, en su cuádruple papel de terrateniente, conductor de almas, abogado de pobres y caudillo político, domina. Ha encontrado, por lo demás, buen medio para mantener el triunfo: si campañas de liberalismos extremos surgen para iniciarle grescas, apela él a sus largas columnas de huasos bien montados y colonos fervorosos, hace   —45→   desfilar huestes y cofradías por aldeas, caminos y encrucijadas, enrola más y más adictos, multiplica su falange de almas e intereses.

Paralela, empero, la política maneja en la capital otros hilos. En el Congreso se ha dado en llamar cacique al cura. Inopinadamente se ha enmarañado la causa. Y es que tan luego sube al ministerio un hombre del propio credo y le afianza, como éste cae y otro asciende para contrajugarle, para desvalidar sus actos, para desautorizar su conducta. Varias veces ha debido el arzobispado librar batallas por él; pero he aquí que de pronto échasele en cara el haber recibido tierras de regalo, el haber «medrado» con la investidura religiosa. Responde su desinterés cristiano entonces, que siempre le llamó al voto de pobreza, y sella la respuesta cumpliendo el consejo de su hermano: las tierras de la ofrenda son regaladas a la parroquia. Sobreviene así renovada era de confianza y honor. Mas el quijote místico que hay en él no descansa; antes bien, descubre coyunturas a cada oportunidad, y a favor de la bondad del nuevo subdelegado y juez inicia querellas y recursos contra los usurpadores de ayer, con tal ventura, que aun los hambrientos que trocaron cuadras por peras rescatan sus tierras.

¿Quién penetra, sin embargo, en algunas tolerancias de Dios para con el Enemigo Malo?

¿Pues no estalla en Santiago un conflicto entre Iglesia, Poder Judicial y Ejecutivo? Un famoso incidente que la prensa hereje moteja «de los sacristanes», endemoniada rivalidad por fueros entre cabildo, canónigos, prebendados, vicarios, sacristanes mayores y menores; pugna, finalmente, entre lo eclesiástico y lo civil. Todo ello por la remoción de un portero, mas lo bastante grave para que intervenga la Corte Suprema y dictamine contra el Señor Arzobispo «bajo apercibimiento de destierro».

-Y lo peor: que los tales Montt y Varas están con la justicia ordinaria. ¡Leguleyo al cabo, el don Manuelito!

-Cosas del diablo -fallan las beatas.

Mas como el Maldito protege a los adversarios, enrédase la defensa del quijote del Maule; y a poco de apagado el incendio capitalino, el episcopado allá transige y resuelve trasladar al «muy meritorio señor cura Valverde». «Una parroquia en más cultos poblados le acomodará mejor, si bien se juzga y premia.»

  —46→  

Valverde por encima de todo, él no acepta. A cualquier «mejora» renuncia. Conviene con José Vicente una permuta agrícola: venga éste por algún período a Los Tréguiles, forme un mayordomo que prosiga el desarrollo de la obra iniciada; el cura se irá en cambio a La Huerta.

-Obtendré licencia de capellanía -decide-. Con capilla en el fundo, asistiré como capellán a los fieles del contorno, que bien numerosos son y harto lo necesitan.

Como las decisiones de aquel genuino Valverde no admitían reconsideración, mucha mudanza sobreviene.

Y mientras los acontecimientos se suceden, José Pedro entra en el año decimotercero de su vida, año en el cual iba el destino a poner sobre su personal temple de Valverde, resplandores de orgullo temerario y, también, la sombra de un gran dolor.

  —47→  

A pesar de que una fuerza de terquedad y arrojo dejan esa vez encendido el orgullo de José Pedro, una congoja le quedará para siempre anudada en el corazón. ¿Por qué tolera el buen Dios algunos trances? Si diríase que aun los inspira y los conduce. ¿Forja las almas fuertes, así, enrojeciéndolas primero sobre el ascua del pecado, para mejor templarlas después en el óleo del arrepentimiento?

Atardecía ya, en La Huerta. Y es como un atardecer desolado, aquel recuerdo.

-¿Listo?

-Listo -responde Rosamel.

José Pedro echa entonces un vistazo más a su compañero y le sonríe satisfecho. Tiene su misma edad Rosamel -doce a trece-; es sobrino del médico legista de Melipilla, y ha venido del fundo próximo, al vespertino paseo a caballo. Tras la última inspección, lo ha encontrado bien, de traza y de semblante: espigado y carirredondo, con gesto despierto de pajarillo nuevo: dos ojos en círculo bajo dos negras cejas unidas, y una nariz de pico breve que le respinga la boca.

-Vamos al estero.

-Bien.

Coloca José Pedro entonces las riendas sobre la cabecilla, quita la manecilla y la engarza entre los pellones, y por último remece la montura para cerciorarse de que está bien cinchada.

Mientras endereza el estribo, especie de calabazo labrado en palo de quillay, se acerca el perro a olfatearle los talones y él le da con la espuela de plano en el hocico.

-¡Fuera!

En seguida, lentamente, sube a caballo. Recuerda las lecciones de su padre. ¡Querido viejo! Allá estará, en Los Tréguiles, lucha y labora.

Él acaba de llegar, a vacaciones. Ha vuelto a vestir de huaso, y traje flamante y a su medida, con pantalones largos ahora. Quedaron los sumeles en el Maule. Otra laya de botas se usan aquí, de apolainado   —48→   corte, altas y negras, bordadas con tientos blancos y chorreando correoncillos desde las abrochaduras. Lleva manta de colores además, y sombrero de pita con fiador de cordón que se ajusta bajo la nariz.

-No regresen oscuro.

Del interior ha salido la voz ancha y redonda. Está el clérigo de pie, a la sombra del corredor azaguanado. Asoman sus tobillos bajo la sotana suspensa por el abdomen y huelgan como badajos al emerger de los zapatos.

-Y no meterse al estero, ¿entienden?, que viene en crecida.

-Conforme, tío.

Se han tornado los dos muchachos a observar al cura. Tan severo. Y tan alto: casi roza con la frente la techumbre de tejas sustentada por flacos pilares de luma.

-Ya, rodajea.

Vibra en el aire el sonido de las espuelas. Y ha partido la pareja, al paso menudo de los bayos colinegros. Chilenitos, pequeños, pero «reforzados».

Hasta el estero irán.

Toman el camino que se interna por el fundo. Se van sobre el largo colchón de polvo flanqueado por espinos y romeros. Andan, galopan, redúcense nuevamente a la marcha. El paisaje arde y se perfuma. Por la derecha bajan las lomas trigueras en racimo, las unas lucientes de rastrojos, pardas y opacas las que en barbecho aguardan. A la izquierda, a todo lo largo de una quebrada seca el monte virgen trepa cerros y alegra su verde sin matices con plumeros de palmeras que aquí y allá se agrupan como personas educadas entre manadas salvajes. Juntos, inseparables, hermanos en la libre felicidad de los campos, los muchachos charlan y cambian sus proyectos. Y si pasan frente a un potrero, los caballos, a su vez, se expresan: escorzan la cabeza en dirección a las bestias que pastan sueltas, abren mucho las narices y, por entre los belfos tremolantes, rebrinca la salutación de sus relinchos.

-¿Viene el perro?

-Sí; todavía nos sigue.

-Ya nos abandonará.

-Está muy viejo, el pobre Valiente. Se cansa.

Pero Valiente aún continúa detrás. Su lengua, pulpa que pendula y gotea, enrojece la pelambre azafranada del cuerpo. De su feo cuerpo   —49→   de can sin clase. Menos mal que, como tiene de bronce las pupilas, en el amarillo del pelo se prenden dos brillos y lo hermosean.

Alto y limpio, el cielo abre hacia arriba el paisaje; porque abajo la tierra se ha ido velando por una sombra fresca. Es la manera que la brisa tiene de hacerse sensible cuando se duerme en la fronda.

De pronto se oyen unos graznidos, como si chispearan allá arriba, en el gran resplandor que ya sólo sesgadamente manda el sol por encima de las cumbres. Y aparecen dos pájaros.

-¿Águilas?

Hay uno grande, gris con festones blancos bajo las alas, y planea dueño de su majestad. El otro, el que sin cesar chilla, es menor.

-¿Son águilas?

-Un águila con su aguilucho.

-Su hijo.

-Mira. Le enseña a volar.

A medida que marchan, los niños admiran aquella enseñanza. Vuela en círculos de gracia el águila, inmóviles los remos, silenciosa con el silencio del cielo. El hijo no sabe de orden ni sosiego, quiebra las curvas de sus arabescos, aletea, sube, baja, y todo ello sin callar. Una vez, el aguilucho se ha remontado tanto, que ha de dar el maestro un golpe de timón, y emprender una espiral y también elevarse hacia el infinito azul.

Pero algo inesperado sucede.

-Fíjate. Se cansó el mocoso.

-¡Alabado sea Dios! ¿Ves?

Rendido, el aguilucho de repente ha bajado, cual si ya en el vacío las alas no se le apoyasen, y el águila, milagrosamente detenida en el aire, lo recibe sobre sus lomos. Parece imagen para un escudo, blasón en que un rey llevara sobre un hombro el azor, tal cual en los viejos libros de señorío que se guardan en la biblioteca del Seminario.

Poco después el pichón despega del águila y vuela recto y se aleja, para no divisarse ya más.

-Se largó.

-¡Se largó!

-¡Caballo Pájaro!

Entre sorpresas y ocurrencias, sin advertirlo casi, han llegado a la hondonada del estero. Allí hace calor. Vaho de fuego despiden los   —50→   pedregales y un olor a monte bravo expándese con la evaporación de las aguas.

-Ahí -dice Rosamel señalando una isla que divide la corriente- hay granadas.

Ya lo sabe José Pedro. Ya estaba él contando las esferas reventonas que pintan rojas en el matorral. Siempre le han gustado a él las granadas. Desde muy pequeño. Se le ocurría, mientras rezaba delante de Nuestra Señora del Rosario, que el globo terráqueo terminado en una coronita que sostenía el Niño sobre la palma era una granada. Si hasta la coronita, la lleva esta fruta...

-Antes -agrega en alta voz a sus pensamientos- yo vaciaba granadas. Las abría por el asiento, ¿comprendes?, y las dejaba huecas, pero enteras. Después, calando el cascarón con los mismos dibujos de las platerías, hacía coronas para la Virgen. De esas coronas grandotas con otra coronita encima.

-¿Pasemos a la isla?

-No hay vado, dicen.

-Por aquí, mira.

-¿Será tan traidora la corriente? No. Y se lo hemos prometido a mi tío.

Como el crepúsculo ha empezado a envolver ya en su misterio todas las cosas, ellos no piensan desmontar. Permanecen un rato mudos. Los ha ido cogiendo el encanto de los malvas que suavizan el tronar de las aguas; y tras el encantamiento despuntan ya las tentaciones de atravesar el torrente, cuando gañe un zorro y todo lo avienta: ¡Huaj! ¡Huaj! ¡Huaj!

-¡Huaj! ¡Huaj! -remedan los muchachos.

-¡Huaj! ¡Hijuna gran p...! -exclama Rosamel aún. Y porque siempre le hicieron gracia los malhablados, ríe José Pedro.

-Contestémosle. ¡Huaj!

-Parecen carcajadas.

-A lo mejor es el zorro que nos comió el gallo la otra noche.

-Que se está burlando de ti.

-¿Y el perro? ¿Qué se hizo?

-¿No te dije que nos dejaría solos?

¡Huaj! ¡Huaj! ¡Huaj!, insistía entretanto el emboscado raposo.

-¿Por dónde grita?

  —51→  

En vano los oídos buscaban. El eco multiplicaba los gañidos por todos los herbazales, los rincones y los vericuetos. ¿O era que cambiaba escondites aquel animal?

Lo agarraría del gañote...

-La cuestión es pillarlo. Saben mucho los zorros. Si te ven venir a pie y sin escopeta, ni se alteran; siguen caminando, con un desprecio... Y cuando se consigue atrapar uno, vieras, se hace el muerto, y tú que le crees y te descuidas y él que aprieta a correr.

José Pedro lanzó aquí una carcajada.

-¿Te ríes?

-Me acuerdo de lo que dijiste una vez. Habían cazado un zorro y lo tenían muerto en el suelo, ¿te acuerdas tú? Yo, porque al darle con el pie le oí sonar el gaznate... aire que le quedaría y que le gorgoriteó... dije: «¿Está vivo?» Y tú saltaste: «No, hombre, ¡se hace el vivo!»

-Ya. Déjate de bromas. Es que saben tanto estos bribones. Mira, caen en un lazo, y dan al alambre, a diente, hasta que lo rompen.

-No hay como la trampa de fierro.

-Pues te vas a quedar boquiabierto: uno se cazó una noche en la trampa. ¿Y qué hizo? Ya convencido de que no se zafaría la pata, se la cortó. ¡Tranquilamente! ¿Creerás? Con sus propias muelas, como quien masca un hueso para comérselo.

-Y se escapó.

-La pata, no más, hallamos por la mañana.

-Eres bien embustero, Rosamel.

-¡Qué sabes tú! Bueno. ¿Cruzamos a la isla?

-¿Tú conoces bien el vado? Debe ser cierto que es peligroso. Hay harta piedra, y harta corriente...

-Y harto miedo.

-Yo no tengo miedo, ¡mierda!

-Entonces...

-Vamos. ¡Qué tanto será!

Empezaron a buscar el vado. Tanteaban con los cascos las bestias y volvían grupas. Pero ¿resistían? Pues a cambiar el punto de ataque.

-Déjale caer las espuelas a ese manco flojo.

-Hazle caso al caballo, Rosamel. No lo obligues. El animal sabe por qué rehúsa.

Entre intentos y resbalones, seguían los bayos bufando; temblábanles las carnes en los pechos y en las paletillas. Al fin descubrieron   —52→   los muchachos un rumbo sin honduras. El agua no subíales más arriba del estribo. Pero en el fondo rodaban piedras que pegaban en los nudillos a los animales y hacíanlos tropezar, buscar nuevo piso, enmendar traspiés.

Abordaron a pesar de todo la isla. Y se hartaron de granadas. Y vocearon su proeza.

-¡Caballo Pájaro!

Triunfaban, pues.

Sólo que al regreso, de pronto le parece a José Pedro que ha sentido, en medio del estruendo sostenido de las aguas, un grito. Más bien ha sido una voz estrangulada que la masa líquida se hubiera tragado en el acto, y aun más que voz, el sonido de un presentimiento súbito y pavoroso. Aunque la corriente oblígale a seguir bregando, mira en torno. ¡Virgen Santísima, Rosamel no está junto a él ya! Únicamente el instinto lo sostiene y lo enardece. Espolea, sujeta las riendas en alto, para que se apoye en ellas el caballo y salga. Apura, en fin, los esfuerzos al máximo y sale.

Pero en la orilla mide toda la tragedia: un bulto informe voltea y da tumbos en torbellinos, allá en lo más hondo y tumultuoso del torrente.

-¡Rosamel! -clama.

Mas la voz se ha deshecho en el viento. Sólo permanece la angustia latiendo, como una onda entre el corazón y los borbollones del agua.

Corre, riberas abajo, desatentado.

-¡Rosamel!

Inútil.

Y ha oscurecido mucho.

Llegaba el momento de no saber qué hacer. Tan luego va José Pedro por la orilla, escrutando, llamando a gritos: ¡Rosamel! ¡Rosamel!, como vuelve al punto de partida. Está preso en un circuito mágico de espanto. Impulsos de llorar, a gemidos, le acometen; pero sus ojos se resecan y tan sólo su mente busca en la desesperación. Hasta que divisa el caballo de Rosamel, que sale del estero, allá por un recodo. A prisa corre al encuentro. Pero antes de alcanzarlo ha distinguido al animal que, sin jinete, ha emprendido el galope. Ya no parará sino en la querencia, en los corrales de las casas. Acude no obstante al sitio por donde asomó la bestia, y escruta, registra la turbulencia del río, las   —53→   márgenes de pedrazón y arbustos. Nada. En esto su propio caballo relincha: ha oído que le responde su pareja y ha decidido galopar él también detrás.

José Pedro entonces se deja llevar.

Ignora cómo se ha presentado minutos después ante su tío. Porque vieran llegar solo al bayo de Rosamel, y empapado, con el apero chorreante, se habían puesto en alarma. Él refiere como un sonámbulo qué ha ocurrido. Y después... Después toda la noche pasará dislocada, cadena de eslabones sueltos, a su conciencia. Le perseguirán las visiones por el resto de su vida. Peones con antorchas, candiles o chonchones; caminata en romería; búsqueda desesperada en que se empeñan fantasmas negros entre resplandores que más que de llamas, diríanse de sangre sobre el luto de la noche. Por fin, al amanecer, el cadáver de su amigo. ¡Ah!, lo verá siempre, húmedo aún, desencajadas las facciones, entre cárdeno y pálido, bajo el corredor que también palidece y se amorata con el alba. Sobre los ladrillos van y vienen los pasos de las gentes; chasquean todavía empapados, y marcan sus huellas de lodo, aquellos pies. Hasta que al cabo, en el amparo de un rincón, José Pedro consigue llorar.

¡Ah!, sólo aquel llanto largo y a solas le desahoga.

Plena conciencia no alcanza, sin embargo, sino a la tarde, cuando el sacerdote y el médico, a quien fueron a buscar para entregarle al sobrino muerto, le llaman.

Comparece José Pedro dueño de todo su temple A toda pregunta responde, sin atenuar faltas, sin excusas infantiles. Le son indiferentes las recriminaciones. En el fondo, hasta querría él purgar la desgracia, cual si fuera el victimario de su amigo.

De suerte que atiende a cuanto le quieren decir.

-Y ahora -concluye el cura- ven con nosotros. Más que una tanda de azotes, que la merecías, te ha de doler lo que vas a presenciar. Desobediente, loco, temerario...

Para escarmiento, ha decidido que presencie la autopsia del cadáver.

-Yo lo conozco mejor que ustedes -arguye al médico, cuándo éste habla del sistema nervioso-. Caracteres como el suyo -«y como el mío», tiene deseos de agregar en un paréntesis- necesitan lecciones así, hasta crueles, para correctivo eficaz.

  —54→  

José Pedro no rechaza el castigo. Erguido, pues, va y asiste a la autopsia del médico legista.

Cuando la escena horrible concluye, una cólera sorda le arrebata. Una molestia rabiosa que le hace ir derecho a su cuarto, a encerrarse. Algo hay en él que le causa siempre tales reacciones; ese algo que le endiabla el genio, como de sí mismo suele confesar también el cura. ¡Ah, qué horrorosa escena! No tanto por el cadáver, no por la imagen de la muerte, ni por la piedad, no; lo cruel y desesperante ha sido para él la desnudez de su amigo, ese desnudo tratado con irreverencia, deshonesto, injuriado en el pudor. Este sufrir de una injuria, de algo semejante a una profanación, a una violación casi, es lo que oscuramente y turbulentamente le persigue y le retuerce el alma. Bien. Acaso lo merezca, por no haberse opuesto, él que tan hombre se cree, a la porfía del pobre Rosamel.

Toda la tarde llora tendido en su cama. Hasta que se duerme sin saber cómo.

Despierta vestido, a la mañana siguiente, cuando entra Nicolás a buscarle, por encargo del sacerdote.

-¿Qué quieres?

-Dice el señor capellán que vaya conmigo al estero.

-¿Al estero?

-Sí. Hemos juntado las prendas del finadito; pero falta la cabezada. La bestia no la treida. Y como usted sabe dónde pasó todo...

-Bien. ¿Ensillaste?

-Sí, patrón.

-No los bayos, supongo.

-Los mesmos, patrón.

-Desensilla, entonces. O los cambias, o no voy.

-Cambio. ¡Qué cuesta!

Es hombre hablador, este Nicolás. Tiene la verbosidad del indio cuando sale de lengua suelta. Parlotea sostenido, hasta dialoga consigo mismo en ocasiones.

-Bien mirado, patrón -va diciendo por el camino-, su tío lo quiere más que a hijo. ¿Cree que me ha mandado con usted para encontrar ese freno o esa cabezada? ¡Bah! Para que no se halle usted en las casas ahora. Para eso. Porque van a llegar la mamá y las hermanas del finadito, a llevárselo. «Será de partir el alma», dijo el señor capellán. «Y el niño ha sufrido ya bastante». Así es que cuando me ordenó   —55→   que fuéramos juntos al estero con el encargo, yo le contesté: «Sí, sí; a buscar el freno, a cualquier cosa me lo llevo». Y él se rió. ¿Ve?

José Pedro no respondía. En silencio se apearon para la búsqueda. No apareció la prenda, por supuesto. Pero Nicolás charlaba sin tregua.

-¿Por dónde vadearon, patrón?

-Por aquí.

-¡Uf! En lo peor.

-Ahí veníamos ya cuando él se me desapareció.

-¡Qué barbaridad! Si no se puede jugar con las aguas bravas, ni en el mar, ni en los ríos, ni en los esteros, por chicos que nos parezcan. ¡Ni darles miedo! Ya ve, ahora... ¡Jesús, María y José! A riesgo de que se hubiera ahogado usted también...

-Cállate.

-Me callaré. Pero es preciso que reflexione, patroncito, por Dios. ¡Tirarse así! ¡Zas! No. Hay unos hoyos, unas honduras, unos remolinos de fondo donde menos se piensa. Falta piso y... ¡cataplún!

-Cállate, Nicolás. Me estás cargando.

-Yo lo digo porque...

-Porque eres un cobarde. Me revientan los cobardes. bien lo sabes.

En verdad, ante la cobardía tal vez como ante fenómeno alguno irritábasele a José Pedro el carácter.

-Ser valiente, sí, muy bonito, cuando...

-Siempre se debe ser valiente. Tú no pasas de ser un indio de mierda. Cobarde, mira. Así se hace.

Y enfurecido, ante el asombro y los aspavientos de Nicolás, descargó las espuelas sobre los flancos de su caballo, se lanzó al agua, por el mismo paso de la tarde anterior, trepó a la isla, volvió ipso facto grupas y vadeó el torrente de regreso.

-¡Caballo pájaro! -exclamó al pisar de nuevo la orilla.

-¡Jesús! Está loco.

¡Ah! Entonces pudo, ¡al fin!, lanzar José Pedro un suspiro. El primer suspiro de alivio. Aquel acto le volvía de veras en sí, le redimía de   —56→   penas, de remordimientos, de todo. Sería un loco. Bien. Así era él.

-¿Viste, Nicolás? -preguntó alegremente.

Nicolás quiso reaccionar.

-Yo voy a tener que decírselo a su tío.

-Tú que abres el hocico y yo que te lo parto a pencazos. ¿Oyes?

Y muy capaz de hacerlo creíalo Nicolás. Bien sabía los puntos que calzaba el muchacho. Como conocía también los del señor capellán.

El suceso mantendríase, pues, en secreto.

Y en secreto se mantuvo.

  —57→  

Pero las turbulencias en el pecho de José Pedro resolvíanse poco a poco en suave pena, cuando una desgracia mayor estremeció todas las almas en La Huerta.

Primero en rumores surgidos de cierta noticia publicada por diarios de Santiago y casi de inmediato por un propio venido de Los Tréguiles a revienta caballos, se supo que don José Vicente había sido asesinado. Salteo en el fundo. Y muerte. Pacífico, el infeliz Muñeco de Crin, había caído al pie de su amo, con la cabeza partida. Don José Vicente había sido acribillado a balazos. Estaban heridos también, y ya en Talca hospitalizados, Segundo y Zunilda. Toda una catástrofe. Culpábase a los viejos enemigos del cura, al juez, lastimado por lo del «burro con letras», al Guatón Moreno; buscábase además a los matones de la hazaña pasada, que habrían vuelto en venganza... Pesquisas, conjeturas, cuentos, hilvanar de síntomas, indicios y antecedentes. Pero lo efectivo, la suma no disminuía la tragedia.

Durante días, mientras se organizaron y cumplieron viajes, traslados de restos, misas y sepultaciones, el afán entretuvo algo los ánimos. Poco después, ya todo cumplido, tío y sobrino decayeron hasta hundirse en dolor inenarrable. Sólo reaccionaban cuando al comentar los crímenes, reconocían el peligro incesante que acechaba en los campos de Chile a los hombres fuertes, laboriosos y honrados que se habían impuesto la ilusión de crear la agricultura. ¿Estarían por siempre a merced de pícaros, venales funcionarios y salteadores?

-Los huasos, hijo -solía concluir don José María entonces-, Dios me lo perdone, pero Él sabe que así es, deben vivir en estas tierras con el arma al cinto y el alma en el arma. Carecemos de policía, no hay defensa ni amparo. Los tribunales rara vez y tarde alcanzan hasta nosotros. Nuestra justicia queda en las manos misericordiosas de Nuestro Señor.

-Y en nuestras manos propias -pensaba José Pedro en voz alta, mordiendo las palabras.

  —58→  

-También. Al menos la defensa. Hasta que se nos dé patria más segura.

Toda una visión le anticipó entonces el porvenir a José Pedro. Afortunadamente, a él sobraríale coraje.

Mas ninguno de los dos pudo evitar que, por el resto del verano, desmayase la vida en un plano de tristeza. Cumplidos los deberes del día, amaban pasarse los crepúsculos en el corredor, ante el pequeño jardín, mudos, contemplativos, perdida la vista en las lejanías, a solas con su duelo y sus reflexiones cansadas. Pasaba el capataz arreando los terneros de la lechería; achiqueraba; sus gritos, el trémolo largo de su silbido y los mugidos distantes de las vacas deshijadas permanecían vibrando en el atmósfera, como un cántico flotante. Otro cántico tendían los celajes en el cielo terso. Hasta que paulatina y deliciosamente adormía la noche la campiña, aquellos campos tan amados, aquellos rulos que hombres duros y sanos, a veces aventureros y amigos de la pendencia bizarra, pero siempre buenos en el fondo, iban labrando, constituyendo, incorporando a la civilización.

Bellísimo era todo eso. Y era inocente. Las tragedias no le pertenecían. Sólo belleza ofrecía el mundo de Dios. De contemplarlo y comprenderlo, José Pedro asombrábase a menudo. ¡Tanta paz! -¡Tan absoluta indiferencia! Su dolor, el dolor de su tío, el fracaso de su padre ¿no valían para la naturaleza?

Así era la naturaleza. Para una dicha como para un horror, tenía la misma dulzura en los celajes, la misma placidez en la campiña, la misma inalterable armonía de las cosas. La gran conforme. Había que dejarse inspirar por ella y dar al corazón el mismo ritmo de grandeza inocente. La suprema sabiduría ¿era un candor?

Aunque no lo pudiese razonar bien, José Pedro se reincorporó a sus cursos aquel año con todo ello dentro. Cierta revolución llevaba su alma. Dolor, intrepidez, locura, temple... y poesía, también sí... algo unido en humana mixtura iba en su pecho, hacia el porvenir.



IndiceSiguiente