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ArribaAbajoEvocación segunda

Amor y aventura


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Iban los dos caballos a tranco de viaje largo, picando con los cascos la greda del camino. Apenas si en la cintura de los jinetes advertíase levísima cimbra: tan suaves de paso eran los animales.

-Bien almorzados sí que venimos, don Pepe.

-Y ya nos queda poco.

Aquella vieja carretera, que atravesaba un monte, seguía por los llanos al sesgo, cruzaba primero Melipilla, luego el lecho pedregoso de un río seco y estrechábase por fin entre los tapiales de un callejón, era la vía más breve para dirigirse al fundo de las Lazúrtegui desde La Huerta.

-Usted, don Eliecer ¿conoce bien esa yeguada?

-La he visto criarse, don Pepito.

Sólo de cuando en cuando cambiaban alguna frase. Marchaban cansados. Aquellos paredones con bardas de teja no proyectaban sombra y las voces permanecían como vahos quietos en el calor de la media tarde.

Se detuvieron ante la puerta de un rancho que bostezaba humo. Una mujer de rodillas molía trigo sobre una gran piedra en declive.

-Tu marido, Josefa...

-En los corrales, don Eliecer.

-¿Le diste mi encargo?

-Sí, señor, que se apersonase a don Pepe Valverde.

Entre José Pedro y la mujer hubo, al sonar el nombre, una de esas sonrisas con que las gentes se presentan sin palabras. Y una chicuela descalza salió del rancho, miró al joven patrón y, sobrecogida, buscó el pecho de su madre para esconder la cara.

-¿Cómo te llamas tú?

-Contesta, di tu nombre: María del Tránsito, patrón.

No consiguieron que articulase la chica palabra alguna.

Pero tan pronto los jinetes hubieron partido, dejó el regazo,   —62→   corrió al medio de la vía y estúvose allí, embobada, siguiendo al patroncito rubio, con los ojos, hasta verlo perderse de vista.

-Ven acá, moledera. ¡Miren! Desde mocosa le tiran los caballeros. ¿No digo yo? ¿Buen mozo lo hallaste? Di...

Y es que José Pedro habíase convertido en muy apuesto, muy fornido y muy elegante huaso. Vestía con todo el embeleco de la rica juventud campesina: sus mantas agotaban el surtido en colores, tramas y floreos; a los lujos del apero, el temple de las espuelas -con rodajas enormes- sumaba esa música que prolonga en el aire los pasos y, por su timbre diferenciado con esmero, deja estela personal; y además, si el bozo y la sombra velluda dorábanle ya la cara con tentaciones de fruto apetecible, cierto verde azufrado le prendía en las pupilas extraño y dulce magnetismo. Así, pues, aun las tiernas criaturas que se azoraban en su presencia y se cobijaban como pollitos bajo el ala de su clueca, sentían emoción al verle.

Ya se percatara el tío cierta vez de ello, frente a las mozas de La Huerta. Porque decidió advertirle después, cuando estuvieron a solas.

-Mira, Caballo Pájaro, de juiciosos es hablar claro si la oportunidad lo aconseja. Escucha.

-Diga, tío.

-No sé cómo decírtelo -vaciló-. Pero... ¿te acuerdas de mi viejo tío, el canónigo?

-Naturalmente.

-El pobre, con su mala memoria, sus rarezas, sus modos... Aquello de nunca decir. «yo hago», «yo pienso», «yo siento», sino «hace uno», «piensa uno»...

-Como si lo estuviera oyendo.

-Bueno. Pues te voy a contar una anécdota suya, de mucha razón y que... me parece... lo expresa todo ahora. Cuando yo canté misa, hijo, él que fue mi padrino, me llamó aparte, me dio algunos consejos... y terminó con éste, para él primordial, y que nunca olvidaré: «Sobre todo, hijo, no caer en pecado mortal con una confesada. Jamás. Porque... se ceba uno». ¡Oh! No te rías.

-Y usted... cumplió, por supuesto.

-No te rías, repito. Y te digo yo ahora lo mismo: no caigas en pecado con el mujerío de la hacienda. Jamás.

-Porque se ceba uno.

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Habían reído entonces los dos de buena gana.

Y nada más.

Ahora, mientras se aproximaban a las casas de la viuda de Lazúrtegui, José Pedro venía refiriendo a don Eliecer el cuento.

-Bien lo conoce su tío, don Pepito -sentenció don Eliecer.

-Y yo a él.

-No lo haga padecer, señor, no lo haga padecer.

-Es que en el fondo, somos iguales. A mí basta que me prohíban algo para que me crezcan las ganas de hacerlo. Y lo propio ha dicho él siempre de sí mismo: si me pasan la mano contra el pelo, el diablo se me mete en el cuerpo.

-Ahora está viejo.

-Muy viejo está, el pobre. Y se ha puesto muy dominante.

-Pero hágase cargo, don Pepito: ¿cómo puede aceptar él, sacerdote, que por ahí le digan a usted...?

¿Qué?

-El potrito de campo, lo he oído yo nombrar.

-¿Sí?

Le hizo gracia el mote a José Pedro. Compararlo a los potros que se sueltan con las manadas de yeguas chúcaras y se reproducen sin registro...

Continuaron en silencio por el par de cuadras que los separaban de las casas aún.

Don Eliecer, era hombre puro. Uno de esos católicos en quienes la fe tiene poder contra el pecado. Ni la más venial mentira cabía en su moral. Acompañaba en las compras de caballos a Pepe Valverde porque nadie como él había para justipreciar al primer golpe de vista un equino. Distinguía por las líneas fundamentales de qué procedencia era, si de las crianzas de Quilamuta cuya estirpe fijara don Rodrigo González de Marmolejo, si de las doscientas yeguas salvadas en Alhué, si de Acuelo, de Vichiculén o del Principal. Pero el mismo escrúpulo que fincaba en rechazar «aguilillas» o «cuartagos» y en ajustarse al juicio técnico, le guiaba en los tratos de compraventa. En cierta ocasión, José Pedro, para obtener buen precio por una potranca, le quiso advertir:

-He dicho que usted me la vendió en veinticinco pesos. No me descubra si llega el caso.

A lo que repuso el pulcro don Eliecer:

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-Eso sí que no, don Pepe. Yo espero, con el favor de Dios y María Santísima, no mentir nunca.

Pronto esta virtud y otras, hicieron de don Eliecer el tratante de mayor confianza para los Valverde. Solían ridiculizarle por sus trazas y maneras. Mediano de talla y edad, mediano de carnes, mediano de atavíos personales y ecuestres, debilitaban más su medianía una voz meliflua, una expresión mansa en los ojos y una frentecilla de dos dedos escasos. Tenía sólo de recio el bigote -dos alas de tordo- y el pelo, negrísimo y cerdudo, aunque siempre causara la impresión de hallarse recién salido de la peluquería, por lo bien tusado y peinado.

Con él iba, pues, ahora José Pedro, ya el garrido, alegre Pepe Valverde, a escoger una veintena de hembras de vientre en las manadas chúcaras que por esos días liquidaba la empobrecida viuda Lazúrtegui en su fundo San Nicolás.

Cuando llegaron a los corrales, ya les habían hecho selección previa de las bestias.

Julián, el marido de Josefa, cumplió su encargo de «apersonarse» a José Pedro:

-Hemos despajado la masa, patrón. Usted dirá si lo quiere ver todo antes de que le demos el campo al desecho.

Estimose bastante lo apartado en la medialuna. De suerte que se abrieron las tranqueras del corral grande y quinientos caballares de diversos pelos y tamaños se lanzaron sobre la planicie amarilla moteada de espinos verdinegros. Como de una compuerta salían primero en chorro, abríanse luego en abanico galopante, las crines al aire que retemblaban de relinchos y, al fin, en desparramo, sosegábanse a pastar.

Dentro de la medialuna la faena fue larga y minuciosa, cansadora pero festiva. Las enlazadas, los peales y las risas encendiéronse con los dichos y con los ladridos de cien canes que servían al huaserío. Retozó José Pedro en su juego de jinete maestro, y más que él acaso, pues ello constituía su pasión, retozó el circunspecto don Eliecer. Hasta que, anocheciendo, sólo faltó pasar a las casas para cancelar la compra.

-Se me da que la niña, la mayorcita, ha estado reza y reza el día entero -suspiró don Eliecer mientras en el corredor de la viuda quitaba las espuelas a José Pedro.

-Ya está pensando mal.

-¿Mal? Si me la imaginé rezando.

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Pepe continuó en la cuenta del dinero con que pagaría.

Ahora... por quién reza... es otro cuento.

-Pero no me negará que es bonita.

-Linda, linda con ganas.

Como damas de sala y estrado recibieron las Lazúrtegui a José Pedro y su acompañante. Componían un cuadro. Al fondo, sobre la estera, en el sofá de tres medallones -jacarandá y damasco granate- misia Jesús sentada entre sus dos hijas. Mantenían las tres pañuelito de encajes entre los dedos y en las comisuras la suave sonrisa impuesta por los retratistas del siglo.

-Al retirarme, señora, mis respetos y...

-¡Cómo! Si no se pueden ir sin comer. No faltaba más -interrumpió ella mientras recibía el dinero. Sin contarlo, volvió el torso para posar graciosamente la bolsita sobre una consola, a los pies de una celestísima imagen de la Inmaculada, y-: Una copita, primero -continuó-. Sirvan, niñas, ustedes. En seguida pasarán a lavarse y sacudirse el polvo, y a la mesa.

Nunca olvidaría José Pedro aquella escena. Con delicia y dolor debía retornar siempre, a lo largo de los años, a su memoria. Fue su estreno social y su destino. Y cuando en la mesa tomó la señora de su plato la mejor presa de pollo para ofrecérsela a su propio tenedor, él comprendió que se le aceptaba, más aún, que se le atraía.

Después, Chepita, la romántica languidez con que revestía de compostura su vehemencia... Y Marisabel, la adolescente, cuyos ojazos abríanse adivinadores y volaban como mariposas de rostro en rostro, en espectáculo que la conmovía y en cierto modo fascinaba.

-Somos un poco parientes -había dicho también la señora- por la rama de su madre. ¿Se acuerda usted de ella?

-La verdad, muy poco.

-Lo dejó tan chico...

-No lo conocí, podría decirse. Tengo de ella más bien una imaginación. La veo en el retrato, más joven que yo y... no sé... pienso en ella como se piensa en las santas del cielo.

-Criado entre hombres solos, después...

Poe eso tienen que perdonarme un poco mi falta de maneras.

-Nada de eso.

-Nada.

-Es finísimo. La estirpe, hijo, manda.

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-Pues me he formado bastante salvaje.

-Yo lo temía, pero ha resultado al revés. Cuando de tarde en tarde lo divisaba con José Vicente o con su tío, y veía aquel chiquillo siempre con su chichón en la frente...

-Jamás me faltó el chichón.

¡Cuánto se habían reído! Sobre todo las niñas. Pero le habían demostrado adhesión. Adhesión y aun interés. Él quedó contento. ¡Caballo Pájaro!, exclamó in mente al considerarlo.

Acabando de comer se despidieron.

-Esperen que salga la luna.

-Ya nos saldrá caminando.

Era necesario partir. Tendrían tres horas de viaje.

Chepita en persona les acompañó alumbrándoles hasta la vara en que los caballos y el par de arreadores les aguardaban. Y de allí debía conservar José Pedro el mejor recuerdo de la visita.

Mientras don Eliecer y los peones fueron a sacar el arreo al camino, permaneció la pareja sola.

Hubo, cierto, un silencio difícil. Los sapos, que habían callado, reanudaron la canción de la noche con sus cascabeles de palo. En seguida, poco a poco, frases sueltas, que nada y mucho significaban. Pero la voz de Chepita lo había dicho todo. Aquella voz dará como la luz de un lucero. Las palabras, en sí mismas, nada. Sólo cuándo se les apagó la vela y él, despidiéndose, le tomó las dos manos... ¿Qué instinto, qué experiencia ancestral y ciega le había impulsado a estirarle los brazos hacia abajo, de modo que los dos rostros quedaron casi en contacto?

¡Ah! Caminaba, caminaba José Pedro en la culata del arreo y diríase que bajo el ala del sombrero las visiones iban poniendo sus estampas sobre la oscuridad. Subían desde el fondo de su corazón. Tan sólo su vista mecánica seguía la piara de yeguas, que marchaban en angosta columna, apegándose a las cercas de flequillo. Por momentos alguna bestia mordisqueaba las chilcas secas, y había que chascar los rebenques para que volviese a filas.

-¿Viene contento, don Pepito?

-Ya lo creo.

-Tanto cariño.

-Tanta fineza.

-¡Ah! ¿Misia Jesús? Es señora que arrastra cola.

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Con esta expresión definía don Eliecer el señorío máximo de una dama.

-Y buena mesa -continuó.

Mientras su aflautada vocecilla iba rememorando la comida, José Pedro se representaba cosas y personas. El mantel blanco, el ramo de clarines color cereza, la dama de negro, las chiquillas todo luz. Ambas eran bonitas. Sí, Marisabel, linda también. Más niña, más baja y en mejores carnes, sin aquella languidez cándida de Chepita, con otra colación menos oblicua de los ojos, pero en cambio con mucha vivacidad, resultaba una contraria réplica de la hermana mayor. Los ojos no podían ser más espléndidos: se pensaba en dos mariposas oscuras, con aquel aleteo de las pestañas, palpitación de alas sobre una rosa. Menuda y veloz de movimientos, vehemente la palabra, la risa pronta... ¡Caballo Pájaro! ¡Qué risa! Incontenible. Hasta imprudente para ella misma parecía resultar, porque le arrebolaba los carrillos cada vez que le estallaba. Sí, era linda también. Sólo que Chepita, suave, temblorosa...

-Usted les gusta a las dos -observó de improviso don Eliecer.

-Pero a mí me gusta Chepita.

-¿Se fijó en las manos, señor? Los deditos... De los que perforan una frutilla sin partirla en dos. Así, así los meñiques...

-Y tan señoril de porte.

-Ah, ésa ya arrastra cola, señor. Desde jovencita.

Bella noche aquella. Memorable. Arrearon así, ya exigiendo prisa en la marcha, ya calmándola y zurciendo evocaciones y comentarios. Pasaron el río seco lentamente: había que cuidar las uñas sin herraduras. En el llano asomó la luna de improviso, mientras galopaban: los lomos sudados pintáronse de reflejos, la polvareda se plateó como una nube desprendida del cielo y los arreadores sintieron deseos de cantar. Bella, bella noche aquella, en la tierra y en el pecho de José Pedro. Anduvieron, anduvieron, sin brega ni fatiga. Si descubrían pasto en alguna orilla de la carretera, paraban para que la recua pastase.

Por esto don Eliecer llamaba «el potrero largo» al camino siempre.

Bella, memorable noche.

Contentos, aprecian además la compra recién hecha:

-Bueno escogimos.

-La flor entre lo que había.

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-¿Han aumentado la masa caballar en La Huerta?

En eso estamos. Hay poco todavía. Y yo pienso sembrar mucho.

-No se trilla sin piaras.

-Es lo que yo digo. Pero la plata es loba.

-Qué, ¿no vendieron Los Tréguiles?

-Aquello se hizo sal y agua. Surgieron muchos pleitos. Dios da y quita, como dice mi tío, sin que uno entienda por qué. Total: que achicamos algo la hipoteca de La Huerta, compramos algunos bueyes, unas cuantas vaquillas para la crianza, otras pocas ovejas, ahora estas yeguas... y sanseacabó. En adelante, apretarse por años.

-El campo es así, señor, quiere tiempo. Y quien no ve chico no ve grande.

Entraron por el callejón de La Huerta en medio de un escándalo de perros. Despertaron los queltehues en los pastizales y diéronse a graznar a su vez. Y en el momento de contar, cuando metían el arreo en un potero, echaron de menos dos animales.

El cura que les aguardaba en la tranquera, resolvió:

-Cuestión de buscarlos mañana.

-Porque a la querencia tienen que ir a pasar.

-Vean que aloje la gente; tú, Pascual.

-¿Un trago de vino, don Eliecer? Tengo del blanco.

Risueños dirigiéronse a las casas.

Subía el parloteo hasta los árboles lunados y del otro lado respondían los queltehues despiertos.

-Los tréguiles -dijo don Eliecer.

-Felizmente aquí se llaman queltehues. No quisiera oír nunca más aquel nombre.

-Con razón, padre.

Y las voces se encerraron en la casa.

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-¿Ya marcaron mucho?

-Empezamos con la fresca; pero falta bastante.

La mañana se le ocurre al cura el original del que su casulla blanca y oro fuese la copia, cuando sube al tabladillo de los corrales. Ha dicho misa en la capillita, ha desayunado a prisa y ha venido al tranco de su mula sillera. Le acaban de quitar las espuelas, para holgura de sus pies, ahora tan sensibles; luego por sí solo se ha bajado las sotanas, ha trepado la escala recién hecha con palos verdes, y arriba ya, esos cúmulos también oro y blanco rodando por un cielo desteñido como raso antiguo, y esa brisa que parece bruñir cuanto roza, y aquella represa navegada por albísimos patos, y hasta las melenas de aquellos sauces, que bajan a mojarse como quien pone los dedos en la pila de agua bendita, todo ello para él, sacerdote y huaso y viejo, viene a prolongar rituales. Se ha vuelto un poco sentimental.

Ya lo confiesa. Está muy quebrantado. Sus ímpetus desmayan ahora pronto; el pensamiento -al menos así se le figura- inclínasele demasiadas veces hacia el perdón, y la dulzura de las horas trae consigo una paz algo melancólica que antes él no conocía.

En cambio, José Pedro resulta incansable. Basta verle allí. Trasnochó con el arreo y, sin embargo, se ha levantado antes que el sol, ha encerrado en los corrales las yeguas adquiridas y en la brega de marcar trabaja él como sus peones.

-Dios te bendiga, mi Caballo Pájaro -murmura para sí el cura considerándolo-, y te preserve de peligros. Esto, sobre todo -repite.

Porque le nacen temores.

Pero abajo, en la medialuna, arde la faena. Irradia de allí una fiebre que consume, avienta y borra todo blando considerar. A cada instante retiembla el tabladillo al choque de la tropa en espanto contra la quincha. El galope de los chúcaros redobla en el suelo y todo lo estremece, zumban los lazos por el aire y las carcajadas apagan los relinchos. Sonándose con su gran pañuelo frailuno el polvo de guano   —70→   que le invade las narices, don José María tiene que reír irremediablemente a cada rato, enardecido también.

José Pedro se revela formidable. A pie, pues no tardó en mandar su caballo afuera, con los perros perturbadores, bornea el lazo, lo lanza y coge por el pescuezo el animal, para resistir luego, con el látigo afirmado en la cadera, la tirada del bruto a carrera despavorida. Su fuerza es tal, que no hay tirón capaz de moverle siquiera del punto en que ha hundido los tacones. La bestia da en cambio una voltereta brusca y abiertos los cuatro remos, temblorosa y bufante permanece sujeta. Pasa José Pedro entonces el lazo a un huaso montado, que lo apeguala en su cincha; y él arroja otro lazo a las ancas del chúcaro. Desde las grupas al suelo abarca esta nueva lazada: sólo es necesario ya un pequeño retroceso de la yegua para que sus patas queden atrapadas también. Apenas falta tesar con maña. Y el animal cae azotando el polvo. Ya pueden acudir los peones, y maniatar, y hacer bozal con el lazo pescuecero.

-¡Marca! -ordena entonces José Pedro.

De la hoguerilla encendida junto al apiñadero viene corriendo el capataz con el hierro candente.

-Quemar apenas -recomienda José Pedro-. Al vacuno, el cuero; al caballar, el pelo -recuerda.

Un humillo pardo con tufo a cerda chamuscada queda flotando y evoca en los estómagos el asado que les aguarda.

Pero aún José Pedro, con las tijeras que saca de su faja como quien desenvaina un puñal, debe tusar las crines al equino. Si son negras, las colectará el llavero; si blancas, él, por mano propia, ha de llevárselas a su tío, quien las reserva para que las monjas clarisas tejan canastillos y primores.

Y a otra.

En el nuevo turno, Pepe no tira el lazo a la cabeza. Quiere lucir su habilidad en peales. Enlaza la yegua por las manos, arrojando el lazo con gracia de niño que juega al trompo. Cogida en su carrera repentinamente, la bestia se hace un arco toda ella; cae, apoyando el testuz en el suelo, da un rápido volantín y queda tendida.

-¡Esta es vuelta de carnero, miércoles! -exclama un entusiasmado.

Y desde una ladera, allá en la loma próxima, varios peones que se   —71→   agruparon a mirar, aplauden. Aun, imitando la voz del cura, uno de ellos vitorea:

-¡Caballo Pájaro!

Estallan así las carcajadas memorables de aquel día.

Hasta que se halló el sol alto duró la faena.

Luego almorzaron todos bajo los sauces. Un cordero se había dorado allí al amor de las brasas. El corro lo fue devorando entre dicharachos e interjecciones a los perros que rondaban con el rabo entre las piernas y la mirada hipócrita, en súplica de huesos y piltrafas.

Pero el cura no estuvo locuaz. Algo roíale por dentro, algo que sugería presentimientos o suspicacias. José Pedro recibía el reflejo en su sensibilidad alerta. Y aun sospechaba la causa. Prefirió empero no darse por advertido y, apurado el último sorbo en los tachos de té, ordenó apretar monturas.

-¿Listos?

-Listos, patrón.

-A soltar la tropa en la encierra nueva entonces.

-¿Vas tú con ellos? -le preguntó el cura.

-¿Cómo no voy a ir, tío?

-Es machucarte demasiado.

-Quiero, necesito revisar trabajo de la cerca también. Seis peones puse a tumbar ramas; pero hay que ver si las apoyan contra el monte vivo de modo que luego el viento sople apretándolas y no echándolas atrás y deshaciendo lo hecho. Son tan brutos...

-Bien. Anda anda. Y vuelve temprano.

-Sí, que falta salir en busca de yeguas perdidas.

Dijo esto y escrutó los ojos de su tío.

El cura no los alzó del suelo ni alteró el semblante.

Poco después la piara se alejaba en medio de gran polvareda, campo adentro, y don José María regresaba en su mula, solo, hacia las casas.

Hasta el atardecer no llegó José Pedro. Pero halló al cura con el gesto más francamente avinagrado.

-¿Que humos son estos? -inquirió como un fiscal cuando ambos hubiéronse acomodado en el corredor.

Estoy quemando el rastrojo de la cebada, tío.

Quedáronse mirando la quema.

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Habían prendido fuego a los rastrojos, después de roturada la tierra, y ardían elevando líneas de humillos claros. Iba cayendo el crepúsculo. Una curva de acequia tendía entre dos matorrales su sable de plata. Y conforme oscurecía, en el suelo matones de paja y champas de raicillas ardientes ponían sus ascuas anaranjadas bajo el gris de los humos.

Casi de repente, la noche agazapada bajo los árboles empezó a salir de todos lados y a tenderse sobre el potrero.

Entonces apareció Pascual, Pascualito, aquel muchacho que se criara con José Pedro y con quien éste recogiera piñas entre los pinos cuando era niño.

Habíase convertido en recio gañán de vozarrón grueso.

-Espera la gente su orden para salir, patrón -dijo descubriéndose.

-A buscar esas yeguas, tío -explicó José Pedro.

-Pero tú no irás, supongo.

-Iría. ¿Por qué no?

-No. No vas -resolvió perentorio el cura.

El mozo no dudó ya. Nacía de allí el desasosiego del viejo. Si nunca tuviera simpatía por las Lazúrtegui, ahora les temía.

Bien. ¡Paciencia! Se tumbó en el escaño y clavó la vista en la quema: cómo ardía el fuego bajo las cortinas de humo.

Pascual insistió, levantándose otra vez el sombrero:

-¿Qué manda, patrón?

-Se ha hecho tarde. Ya pasaré yo a disponer.

El gañán dejó caer de nuevo la chupalla encima de su pelambrera, pues tan sólo se descubría mientras sonaban las palabras, y se retiró.

Tras un largo silencio habló José Pedro:

-¿No está contento conmigo, tío?

-Sí, lo estoy. Trabajas mucho. Aunque te llenas de caprichos.

-¿Lo del monte? Comprenda. Quiero abrir campo a fin de sembrar más, ahora que tenemos bueyes, y me parece que al desmontar, la explotación de la leña y el carbón se impone.

-¿Qué pagan por la leña? Una miseria.

-Si la mandamos a Santiago, le sacaremos precio. Tratar allí con panaderos, en fin... Carretas hay...

Meneaba dubitativamente la cabeza el cura.

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-Por último, tío, La Huerta no pasa de ser un campo agreste, salvaje. Es preciso transformarlo en fundo, en fundo verdadero. Y otra cosa: los incendios de monte arruinan. Campos enteros se queman sin que sepa uno cómo ni por qué. ¿No habrá manera de atajar eso? Yo la tengo.

-¿Cuál?

Me propongo cortar mucha leña y quemar mucho carbón. Abriré con esto calles anchas al monte. Esas calles, en caso de incendio, serán cortafuegos. Más todavía, sembraré allí.

-Y se incendia un día el monte, arrasa con su vecinita doña sementera y el diablo se muere de risa.

-No lo ha de permitir Dios. Y de otra suerte no hay avance, no hay progreso. ¿Me hará pensar usted que ahora se ha puesto viejo, y se entrega? ¡Usted! «Nosotros, los hombres de ñeque, estamos haciendo a Chile», me predicó usted siempre.

-Así es, hijo, así es. Empuje te sobra y no seré yo quien te lo debilite.

-¿Pues entonces?

-Oye, comamos y acostémonos hoy temprano, que falta te hace después de los trotes que te has dado.

-Voy a despedir esos hombres -concluyó José Pedro. Y a poco, de vuelta-: Saldremos mañana con las primeras luces -dijo.

En el cura reapareció el gesto de vinagre.

Viéndole a él ahora con la vista fija en los rastrojos ardientes sonrió el sobrino para sí: continúa vivo el fuego bajo las cortinas de humo.

Más valía tomarlo con buen humor y orillar por de pronto lo escabroso.

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Después del nuevo viaje a San Nicolás, José Pedro estaba realmente cansado. Cuarenta y ocho horas de cabalgata, labores y travesuras doblegan a cualquiera. Su animalidad robusta exigíale dormir. El sueño, por suerte, reparábale pronto las fatigas. Durante las más rudas jornadas, érale suficiente descender del caballo y a la sombra de un árbol sestear algunos minutos, para reponerse y proseguir el esfuerzo con el cuerpo vibrante cual si lo tuviese montado sobre resortes de acero.

Pero llegó rendido aquella noche. Entró en puntillas a su pieza. Por ciertos indicios había presumido al cura despierto en la suya y, para evitar escenas, a oscuras se acostó. Sus planes, el conflicto que se anunciaba ya entre las dos tenacidades -la del tío y la propia- y las reminiscencias de aquella visita, en la que tanto decidieran Chepita y él, giraron instantes apenas por su mente, y poco demoró en coger el sueño.

A la mañana siguiente se levantó cantando.

El cura le dio la voz desde el comedor contiguo:

-Entonados amanecemos.

-Ya voy, tío. El sueño me agarró con ganas.

-¡Era que no, con lo que te has meneado...!

Tomaba don José María el desayuno en su tazón. Encontró él servido el suyo.

-¿Dieron con esas yeguas?

-En la querencia, como era natural.

-Querencia de bestias y jinetes.

José Pedro sonrió.

-Y a don Eliecer, ¿lo has visto?

-Antenoche se nos fue sin despedirse.

-¿Le pagaste algo?

-No quiso recibir. Que me acompañó como amigo... ¡En fin!

-Ya volverá, cuando necesite unos «cueritos» de oveja negra para renovar sus «pelloncitos» o a que le hagan una «maneíta»...

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El viejo remedábale la voz meliflua, los diminutivos, las maneras humildes y socarronas, y luego reía con su vozarrón cloqueante.

-Bueno, bueno, el don Eliecer -concluyó.

-Es bueno, es honrado.

-Y un poco alcahuete además...

Orillaba el cura el tema de su obsesión. José Pedro, que no deseaba eludirlo, sino que más bien perseguía la hebra para meterla en la lanzadera, bajó los ojos a su tazón e hizo un guiño mental a su energía dispuesta.

-Pues yo quise dejarte dormir largo -prosiguió don José María-. Está fría la mañana. Parece que se nos va el verano.

-Y esta casa, tan inconfortable.

-Ahora la encuentras así.

-Pero, tío, ni vidrios tenemos. Algunas noches, si no cierro la ventana, el viento me apaga la vela.

-No es casa de encomenderos, qué quieres. Allá, en San Nicolás, aunque las hipotecas se vayan engullendo la tierra... ¡claro!... esteras, damascos, jacarandá, hasta piano.

-Sin hundirnos, tío, podríamos procurarnos más decencia.

-¡Qué sabes tú!

-Pues yo, antes que lo impida el invierno, haré algunas mejoras. Eso es mísero. Este comedor, un dormitorio a cada lado... y pare usted de contar. Porque despensa, cocina, leñera, bodegas, todo en medias aguas y ruinoso, no puede considerarse. Salvo la capillita, lo único nuevo y decente...

-La morada de Dios.

-Cabal. Así ha de ser. Pero nuestra rusticidad, tío, por la Virgen Santísima, no me conforma. ¿En qué pisamos?, dígame. Fuera de unos pastelones en el trecho preciso para las camas, los pisos no tienen sino greda pisoneada. Con sol, crecerían hierbas. Como que la palmerita que planté de niño en el jardín nació en mi dormitorio, ¿se acuerda?, de un coquito rodado.

-¡Casas como las de San Nicolás!

-Ya le dio con San Nicolás, tío. Déjeme, yo haré...

-¿Haré, dijiste?

-...las mejoras imprescindibles.

-¿Quién manda aquí? ¿Quién hace?

-Usted manda y yo hago.

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-Cambia, entonces, el futuro por el hipotético.

-Da lo mismo.

-No da lo mismo. Y basta de impertinencias, ¿entiendes?

Había montado en una de sus cóleras súbitas. Se había plantado enfrente del sobrino, abiertas las piernas y embutidas las manos en la faja de la sotana, y mirábale con una llama en las pupilas.

José Pedro, violento a su vez, se puso de pie.

Ambos, pálidos, trémulos, con el mismo fulgor en los ojos, se midieron un instante. Se conocían, se amaban entrañablemente, pero en iguales trances, ya se sabía, igual demonio metíaseles en el cuerpo.

Fue José Pedro, empero, quien cedió al influjo filial. Sin timidez, pero con respeto, volvió a coger su silla y a sentarse.

Sobrevino un silencio, al cabo del cual también el cura tornó a su asiento.

-Hablemos, hijo, en paz pero con claridad. Eres porfiado.

-¿A quién habré salido, tío?

El viejo hubo de sonreír.

-Bien -continuó-. Yo quiero enterarte de algunas cosas. Escucha. ¿Sabes tú quién eres? ¿Sabes quiénes somos los Valverde? Descendemos de aquel fray Vicente Valverde que acompañó a Francisco Pizarro en la conquista del Cuzco. Este dominico fue quien, tras de presenciar y atestiguar ante escribano el descenso del inca Atahualpa, proclamó ante los trescientos mil indios de la capital incásica que si la soberanía de Carlos V reemplazaba desde entonces a la del inca, se ponía también el dios sol en el imperio indígena, para que sólo resplandeciera en él Jesucristo Nuestro Señor. Hermano fray Vicente fue tu tatarabuelo, don Joseph. Tu padre llevó ambos nombres, José y Vicente. No podría yo entrar en muchos pormenores de la heráldica, ciencia tan historiada, pero sí agregar que los Valverde, en España monteros del rey, nos legaron escudo: seis galgos atigrados se tienden a carrera sobre campo de sinople.

-¿Sinople?

-En heráldica, sinople se llama el verde. Todavía, sobre este escudo, un yelmo con cimera. ¡Hem, espléndido blasón!

Fueron encendiendo al cura los ecos de sus palabras, a las que voluntariamente imprimía cadencias y estilo de infolio. De los Valverde pasó a la línea materna, a los de Casaquemada, vástagos de cierto hidalgo castellano que con sus seis hijos varones y un puñado de siervos   —77→   batió a los moros después de incendiar la propia mansión, en lúcida estratagema. Por esta rama, de no hallarse ahora Chile constituido en república, al blasón de la familia se añadiría nuevo cuartel, con la casa en llamas bajo arco de siete estrellas -los siete varones cristianos- en lo alto del cielo, y entre la mansión y el arco, la media luna mora despeñándose a la hoguera.

-¡Caballo Pájaro! -exclamó José Pedro, entretenido.

-Deja las interjecciones risueñas. Estás llamado a ser siempre gran señor.

En verdad, no escondía el muchacho ánimo de burla. Antes bien, los gentiles de su ayer parecían acudir e inflarle de orgullo el pecho. Sí; él sentíase gran señor y amaba este sentimiento.

-Por el fuero de Casaquemada -continuó el clérigo- disfrutamos siempre, en España y aquí, derecho de asilo. Cadenotas de hierro que rodeaban los frentes de la casa lo advertían.

«Casa con cadenas, casa de mucho respeto», había oído muchas veces decir José Pedro. Ahora le explicaba el cura: prevenían esas cadenas que la mansión era inviolable. Aquello partía de lejos. Del paganismo lo adoptaron los cristianos. Asilo, en griego, significó lugar inviolable del cual ni perseguidos ni aun criminales podían ser sacados.

-¿De modo que si nosotros pusiéramos cadenas a esta casa...?

-Nadie tendría derecho a violarla. Pero... son otros los tiempos.

-No. Yo creo que no han variado como para renunciar a este privilegio. Nosotros, los hombres que luchamos en este Chile informe contra bandoleros, jueces venales y polizontes de caudillejos con autoridad política, necesitamos hacer valer nuestros derechos. Yo voy a poner esas cadenas. Y juro que las respetarán.

-Quijotería. Sin embargo... quién sabe si te sobre razón.

-Y los Lazúrteguis, tío, nuestros parientes...

-¿Parientes?

-Entiendo que lo somos.

-¿Yo? ¡No! Tú, por tu madre, por lo Aldana. Pero por lo Lazúrtegui... ¡no tendría el diablo más que hacer! Esos no fueron gentiles jamás.

José Pedro se contuvo en silencio. Tampoco veía necesidad de averiguar más. Como que desatábase a sus anchas ya el cura por la ruta que había perseguido para desencadenar su animosidad contra los Lazúrteguis.

  —78→  

-Claro que hoy -concedió al principio- han logrado cierta prosapia criolla. Y atiende bien, que a eso cabalmente quería yo llegar.

Desarrolló entonces, entre menosprecios y sarcasmos, el árbol genealógico de los aborrecidos. Los vascos Lazúrteguis, los primitivos, enriquecieron en el tráfico de sebos, pellejos y carnes saladas. Comenzaron por salar tasajos para los españoles; luego produjeron charquis y chalonas a la usanza indígena, más gratos al paladar criollo; alcanzaron fama elaborando los mejores velones con que se alumbraran los estrados; y de aquellas fetideces expedían partidas al Perú. El hecho es que juntaron barras de plata, obtuvieron licencia de acuñar en la Casa de Moneda patacones, reales y cuartillos con la efigie de Carlos IV y, para dar lugar a las nuevas ganancias, abrieron espacio en sus arcas invirtiendo lo que de ellas rebosaba, en campos de la naciente Melipilla de don Joseph Manso de Velasco. En la segunda generación un clérigo, consagrado sin dificultad obispo a causa de sus muchos medios, hizo leer por vez primera en los papeles de barbas, antepuesto al Lazúrtegui, el tratamiento de Señoría Ilustrísima.

-Y... ¿hacía falta más? Prosapia les otorgó... y ya ves tú qué merecida... la sociedad chilena.

-Pero Aldana es apellido...

-Allá voy. Serafín Lazúrtegui casó con misia Jesús Aldana. Hubo, entonces sí, aristocracia en la familia.

Tras breve pausa de recapitulación, devanó también esta madeja. El primer Aldana partiera de Cádiz hacia el virreinato del Perú, con su título de Cirujano Mayor de la Reina en la escarcela. Había desposado allí a la hija de un oidor, doña Rosa del Espíritu Santo Cárdenas y Santisteban. Ejerció su articiencia en Lima y, cuando a la capital de los virreyes «llegó la patria», como expresábanse por entonces, embarcó para Chile, donde al menos no había padecido en propia carne la hostilidad patriota. En Santiago compró suelos y edificó solar. Cirujano, físico, único predecesor del protomedicato, rodaba su importancia en calesa o picaba los empedrados en su caballejo blanco, yendo de casa en casa, bajo verde quitasol en los veranos y al amparo de amplísimo paraguas durante las lluvias, a sangrar apopléticos, extraer raigones o aplicar sanguijuelas. Asociado a cierto albéitar, puso botica en la Plaza de Armas. Iban allá las recetas y todo era barrido para adentro.

  —79→  

-No, no creas que digo esto con intención maligna. Al fin y al cabo, aquella botica significó para Santiago el primer casino, el primer estuche de la sociabilidad. Allí, al son del mortero que batía los untos de la trastienda, se comentaba, mentía y salpimentaba lo público y lo privado. Y Aldana valía, ya lo creo. Aun cuando no fuera conde ni marqués, ni pudiera ostentar escudo, título poseía, y supo latín, por lo menos un latín de receta.

-No habría muchos más cultos.

-Fuera de la Iglesia. Bien. Con Jesús Aldana casó Serafín Lazúrtegui

-¿Prima de mi madre?

-Prima. Era Serafín el disoluto de la familia, como que desposeyó a tu madre. Tú lo sabes. Nacieron dos niñas, Chepita y Marisabel. Educadas entre las monjas, han disfrutado poco, apenas la niñez, la fortuna de sus padres. Al caballerete le dio un buen día por viajar. Tras de reconocer las vascongadas de su origen, vivió en Madrid y jaraneó en Andalucía, para instalarse por un año en Francia.

-¿Solo?

-Y suelto. Entretanto, las chicas en Chile, a cargo de su madre, que sabía divertirse por su lado, no te creas...

Cuanto agregó el cura, bien acotado de tajos y alfilerazos, lo conocía José Pedro por boca de sus amigas de San Nicolás. Terminaban ellas el año conventual para descansar las vacaciones en el fundo y, salvo algunas visitas a parientes, ignoraron otro placer. Cuando volvió Serafín de Europa, trajo muchas novedades. Instaló en su casa el primer «parquet» conocido por los santiaguinos. Dieron los esposos, para inaugurar sus nuevos salones, un baile muy sonado. Por años se recordó después la caída largo a largo que sufriera cierto ministro al resbalar, durante una contradanza, sobre suelo tan liso.

-Pero misia Jesús también viajó.

-Eso fue después. El perla de Serafín hizo con ella un segundo viaje.

Esta vez importaron muebles de caoba y cuadros que opacaron el arte quiteño; se habían hecho pintar por David, en grandes óleos, en miniaturas por Isabé, sobre vitela y marfil, y como la invención del daguerrotipo los corrigiera en París, también vinieron con ellos, dentro de   —80→   unos estuchitos en óvalo, sus retratos. Las plaquitas de plata espejeante, como diminutas aguas encantadas, ofrecíanles, al buscarles bien la luz, el prodigio de sus figuras exactas. Pero tanto rango llamó a ruina. Si mucho gastaron por allá, no menos dilapidaron aquí después. Sorpresa de fácil explicación fue así la venta de la casa y el retiro al fundo, mientras se la reponía con otra menos fastuosa. Luego, para comprar esta segunda, se hipotecaron las tierras. Como suele ocurrir que el servicio de una deuda ocasiona trampas nuevas, cuando murió Serafín, durante una peste de viruela, se hubo de retirar la señora con sus hijas al campo.

-Ahí espera cazarles ahora novio -advirtió el cura-. No hay que caer, hijo. No te quiero ver arrimado a un árbol de tan mala sombra. Van de mal en peor. Nada cosechan. Ya son los polvillos del trigo, ya la sequía, ya las lluvias a destiempo. Todo se les malogra. Sólo un recurso fiel encuentran: hipotecar.

-Les ha faltado un hombre.

-Calla, hijo. Si he querido contarte todo esto, ha sido precisamente para que sepas qué peligro corres. Te observo... enamoriscado. Sé lo que pasa en San Nicolás. A su capellán todo se lo viene a decir la gente. Y no se le miente nunca. Dime tú ahora qué piensas.

-Bien lo sabe usted, tío.

-¿Te dejarás atrapar?

José Pedro abatió la frente, la irguió, tornó a bajarla. Una rebeldía dolorida y sin horizontes, aspereza de escofina que se le revolviera en el pecho, confundía sus sentimientos.

-Oye -concluyó severo el cura-, que no suceda mientras yo viva. Viejo estoy, el corazón no me acompaña mucho. Esta obesidad... ¡en fin!

-Si usted la conociera...

-No tengo para qué.

-Pero eso equivale a declararse su enemigo.

-Así será. Escúchame aún: todo lo que hay aquí, tuyo y mío es; a mi muerte, será sólo tuyo. Déjame morir en paz, queriéndote como siempre.

-¿No acepta usted ensayar, tratarla?

  —81→  

-No. Y basta.

Había volado la mañana.

Si se abandonó José Pedro a que Pascualito le calzara momentos después las espuelas, si cabalgó en seguida sobre su mulato, si anduvo camino afuera, ocurrió ello maquinalmente y, porque se piensa mejor caminando, no por vigilar faenas. De obedecer a su corazón, él habría clavado ijares y, de un galope, llegado a San Nicolás.

  —82→  

La cuerda de la campana, cayendo desde la espadaña, ponía su lista gris sobre la pared de la capilla. Aguardaban las mujeres al pie, sentadas en el poyo, y componían su actitud de almas de antemano sojuzgadas por el acto devoto.

Una tarde aún, lejos ya la interminable cuaresma y la Semana Santa, se rezaría el trisagio a la Santísima Trinidad.

Apareció el cura, miró en redondo y:

-¿No ha vuelto mi sobrino? -interrogó.

-No, padre, -le respondieron a coro.

Pero informó una vieja en seguida:

-Por la loma del Chivato venía bajando ahorita. No ha de tardar mucho.

Entonces la mano pecosa de don José María empuñó la soga y, con decisión, tocó la señal: once campanadas que volaron como ángeles obedientes por el crepúsculo, hacia los peones en reposo.

De unos ocho pasos por lado, era la capilla muy poco más que una ermita. Cabrían dentro docena y media de mujeres con sus niños. Los hombres debían asistir a los oficios desde un pequeño atrio entre pilares rústicos. Uno a uno fueron ellos acudiendo cuando el llavero abrió la puerta. Miraban primero adentro, donde las llamas inmóviles de los cirios iluminaban el Crucifijo igualmente inmóvil; luego, en la penumbra, reconocían el cuadro de un Santo Toribio de Mogrovejo que, con su capa pluvial y su custodia entre las manos episcopales, aparecíales fantasmal y sagrado, y sólo entonces diríase que les transía la reverencia, y santiguándose tomaban sitio en el atrio.

Hasta no divisar a José Pedro junto a los peones no inició el cura los rezos:

-«Bendita sea la santa e individua Trinidad, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.

-«Amén.

-«Abrid, señor, mis labios.

  —83→  

-«Y mi voz pronunciará vuestra alabanza»...

El son gangoso desenvolvía sus notas en la tarde.

Mas José Pedro no se hallaba en muy devotas aptitudes.

Cuando todos de rodillas recitaron el acto de contrición y se golpearon el pecho, otros golpes internos predominaban en el suyo.

-«...en quien creo, en quien espero, a quien amo con todo mi corazón, cuerpo y alma, sentidos y potencias...» decían las palabras coreadas. Y aquel sentido místico trocábase romanticismo en él. «Con todo mi corazón, cuerpo y alma, sentidos y potencias.» Expresión perfecta, para la mística y para el amor. Y pensar que por la tozudez de su tío, sólo burlando, a hurto y pretexto, conseguía tal cual vez llegar hasta San Nicolás... A no ser por ese buen don Eliecer, que mientras iba y venía por las haciendas en busca de caballares que mercar, apenas si se comunicaría con la niña. Por esto lo odiaba el sacerdote ahora, por esto y porque debido a él habíala conocido, durante los trajines para encontrar yeguas con las cuales organizar las piaras.

En estas y otras consideraciones lo sorprendió el término del rezo. Y se dirigió a su caballo.

Esperaba Pascualito al pie de la bestia.

-¿Tienes el freno listo?

-Sí, patrón.

-A ver. Trae. Yo lo pondré. Anda tú quitando la guatana. Con cuidado.

El sirviente desató prolijo las amarras de cuero que hacían falso freno al animal, y José Pedro puso en cambio el bocado de hierro entre las fauces.

Oyó en esto la voz del clérigo a su espalda:

-¡Qué resistencia tienes, hijo! ¿Qué haces ahora, no me dirás?

-Ya lo ve. Enfrenar este potrón. Varias semanas lo he tenido con el freno puesto buen rato, sin andarlo ni moverlo para que tasque y se le haga la boca. Pero es tempo de tirarlo un poco ya.

-Con tino, con tino. Animal nuevo, aunque haya tascado el freno muchos días, ha de tirarse precavidamente. Si no, se pone mañero... y a lo mejor se desboca.

Remató la sentencia con intencionada risilla.

  —84→  

José Pedro, sin recoger ironías, montó. Había que armarse de paciencia. Ya se vería quién tascaba el freno a la postre, si el potrón o el caballo viejo acostumbrado a conducirse a su albedrío.

-Hasta luego.

El ritmo de los trancos del caballo le ordenaba siempre los pensamientos. Además, a la luz crepuscular reaparecían en dulce recreo los recuerdos. Se fue, pues, bajo los eucaliptos del camino, como quien se deja ir por su mundo interior.

Para despejo de motivos irritantes, evocó primero sus momentos con Chepita Lazúrtegui. La vio en el patio, durante aquellos minutos en que misia Jesús les permitía soledad. La última noche, caliente y como sudorosa, respiraba el jardín al otro lado de la tapia, y en el corredor se aquietaba un aliento de perfume. El cielo, mata de jazmines innumerables, latía y el alma era también un latido sensual del universo. En la sombra, la cara inocente, de palidez cándida y monjil. A veces al hacer cierto ademán, las manos de Chepita temblaban, como cuando en el salón servían la copita de mistela. Él cogíale las manecitas frágiles y las guardaba en las suyas recias. Aún solía cogerle, antes que les llamasen a tertulia, la cara entre las palmas, y acercarla bajo sus ojos, tanto, tanto que sentía sobre las mejillas el soplo de aquellas pestañas al abatirse. Entonces, despidiéndose, la besaba, la besaba en todas las facciones. Y ella tan sólo sabía decir:

-No seas loco, José Pedro, no seas loco.

Misia Jesús, aunque no alcahueta como la tachara don José María, quería casar a sus hijas. Entraba ello no sólo en su derecho, hasta en su deber. Pero muy dama procedía siempre; de modo que midiendo el tiempo los llamaba con finura:

-¿No habías prometido tocar, niña, un poquito?

Entraban, pues. Abrían el piano. Una novedad, la polka, destronaba por entonces a la contradanza. También había una pavana en el repertorio. ¡Cómo la tocaba Chepita! Una vez sentada en la silleta del piano, permanecía unos instantes con las manos sobre las rodillas, y miraba un poco al techo, y otro poco a la pared de enfrente, cual si allí leyese primero lo que había de tocar. Al fin brincaban sus dedos por entre sus escalitas, como soltándose, y de ellos surgía la melodía de repente.

Y bien, rememoraciones aparte, habían decidido casarse. Lo aceptaban y querían misia Jesús y Marisabel. Convenido estaba que repararía   —85→   él la casa de la Huerta para establecer el hogar de la pareja. Sólo que, avizor y taimado, tildaba el cura de disparates las mejoras y las resistía. Pero, ¿cómo responderles a ellas eso ahora? ¿cómo volver atrás en lo pactado? Resultaría vergonzoso. Cabía en lo posible, verdad, irse a vivir a San Nicolás. Pero esto le parecía más bochornoso aún, aparte de que significaba separación y acaso rompimiento con don José María. Por ellas, no había problema: si más que nada necesitaban en el fundo un hombre que les enderezara los negocios. El tío, a la inversa... ¡Qué amolar de vicio! No cedería nunca. Las odiaba. Esperar... Esperar ¿hasta cuándo? ¿Hasta que muriera el clérigo? Equivaldría esto a vivir deseándole la muerte. Y él quería mucho a su tío. Nada de pensamientos absurdos. Pero el muy empecinado no aceptaba tratarla siquiera, conocerla, probar. A la memoria de José Pedro afluían las frases de aquella mañana tras el desayuno, frases no escapadas en charla espontánea, sino deliberadamente colocadas en cada coyuntura. A la idea de parentesco, aquel ¡no tendría el diablo más que hacer! dicho para el futuro también, oposición y advertencia. Luego, todo lo demás. Que don Serafín había desposeído a su parienta, la madre de José Pedro, que durante los paseos del marido misia Jesús «sabía divertirse por su cuenta.» Valiente sinvergüenza pudo haber sido aquel hombre, y ella... lo que se le antojase; ¿pero qué culpa tenían de todo ello las muchachas? Por último, el sentido de la conducta del clérigo se había visto claro cuando él, José Pedro, al explicarse la ruina de la viuda, opinó que allí faltaba un hombre. Entonces, en los ojos desorbitados, en pánico, se leyó el fondo de las intenciones que movieron al cura. Si había sido todo, hasta momentos antes, un gotear corrosivo y un advertir, contar y comparar, a partir de allí se había hecho todo perentorio, explícito y resuelto.

Sin embargo, algo tenía que decidirse.

Cuando se apeó, ya de vuelta, encontró a su tío tan cariñoso, que alejó de su mente las dificultades. Comieron en paz, casi alegres.

Pero acostado ya, su almohada de hombre de acción le recordó algo que ya sabía por instinto: si las situaciones se presentan sin remedio consecuente, si la duda impide resolver naturalmente un conflicto, hay que producir para ello una postura nueva, el hecho consumado. ¿Cuál sería, por tanto, el desenlace?

¡Ah! Ya surgiría.

Y como tenía el sueño fácil...

  —86→  

-¡Patrón!

Pero los golpes del martillo dejaban afuera toda voz que no fuese del hierro cantando en la bigornia.

-¡Jojó, joooó! ¡Patrón! -insistían los llamados.

-¿Andan los patrones por ehi? ¿O agora no madrugan?

Cruzaron veloces los perros, a ladrar al visitante, y cesó entonces el majar de José Pedro.

Había visto a don Joaquín Larenas, enfrente. Agradable aparición. Allí estaba, el huaso, con su buen humor y su madurez juvenil, caballero en yegua baya peseteada, blanca de crines, y vivaz y robusta. Como se viese advertido ya, ahora revolvía su animal en caracoles como escaramuzas de concurso.

Al fin paró en seco, tranquilizó la bestia y a tranco reposado y elegante adelantó hasta la ramada de la fragua.

-Bien montado siempre, don Joaco. ¡Linda yegua!

-¡Qué ha de ser linda, señor! Flacucha, mísera de encuentros...

Cabalmente los pechos amplios y sólidos constituían el mayor mérito del animal.

-¿Corralera?

-No sale mala, dicen. Sabe Dios si será verdad.

Pero ya conocía José Pedro aquella fanfarronada de apocar lo propio, que a don Joaquín le marcaba carácter.

-¿Dónde se nos había perdido?

-Por la cordillera anduve.

-¿Con el ganado?

-Siempre cuidándole al rico lo suyo, pues, señor.

-¡Buena cosa de rico diablo! -bromeó José Pedro.

El «rico», en don Joaquín Larenas, no pasaba de ser un chistoso decir. El «rico» era él mismo, como dueño de grandes caballadas, con las cuales trillaba sementeras ajenas, a maquila o a tantos reales por cuadra. Carecía de tierras y, así, su ambulante hacienda debía vivir   —87→   pastando en campos talajeros. Todo lo cual procurábale al «pobre» -él en cuanto sirviente de su yo adinerado- quehacer y pan honrosamente adquirido.

-Con la salida del sol llegaré, a La Huerta, dije, y aquí me tiene de alba, don Pepe.

-Desmóntese. ¿Caminó de noche?

-Toda la noche caminé.

Vacilaba José Pedro entre meter de nuevo en la fragua la reja de arado que aguzaba y continuar majándola, cuando apareció el cura.

Bien. Atendido así don Joaquín, él podía proseguir. Reanudó los martillazos. Había que apresurarse. Tenía empezada la siembra y esas puntas eran esperadas allí cuanto antes. Le gustaba la herrería: estimulaba el carácter y acrecía el músculo. Aparte de no haber quien la desempeñara en el fundo, mientras Pascual no hubiese aprendido.

-Ya, Pascualito, dale al fuelle.

Se renovó el jadeo de la fragua. Salían los hierros en ascua, iban al yunque mordidos entre las tenazas del peón y el martillo de José Pedro caíales encima. Pronto lo tuvieron todo hecho.

-Aparta esa barra, Pascual, para que reforcemos con ella la palanca del coche.

El mozo cumplió la orden. Luego introdujo los arados en la carreta-rancho, revisó los bueyes y, picana al hombro, se puso delante de la yunta.

-Ah, oye -díjole aún José Pedro-, hoy, oscuro ya, sacas el coche y lo escondes entre los pinos. ¿Entiendes? Allí lo compondremos, sin que nadie se entere. Debe quedar muy firme, Pascualito. Le tocarán bajadas, repechos...

-¡Chit!, patrón, por vida suya. Yo no quiero saber.

-Necesito que comprendas.

-Pero una cosa es que comprenda o me figure y otra que sepa. ¿No ve que después, cuando el señor cura me llame a confesarme... porque lo primero que hará será eso... conviene que yo no sepa nada?

José Pedro, se lo quedó mirando con asombro. Aquel muchacho brutal y enorme, con su cara lampiña y brillante de bronce pulido, escondía más previsión y astucia de lo que cualquiera supondría.

-¡Caballo Pájaro! -concluyó-. En adelante no te llamaré más Pascualito, sino Pascualote. Hombrazo has resultado.

-¡Ep, Chorreado! ¡Ep!

  —88→  

Por toda respuesta, hincaba Pascual la picana en los ijares. Y ufano, sonreía.

Los bueyes tendidos adelante los hocicos lustrosos, una vez más las lenguas en registro de narices, arrancaron con el rancho al fin. Les tiritaban los ojos en el esfuerzo, vueltos hacia el testuz, hacia adentro, hacia el cerebro, y acaso no fueran las coyundas al apretar yugo contra cuernos lo que rechinara entonces, sino aquellos ojos en pujar de sufrimiento.

Al unirse José Pedro a su tío y a don Joaquín Larenas, observaban ellos la luna, que se había rezagado por el cielo desvanecido de la mañana. Un instante, viéndola rodar tan blanca sobre aquella palidez tan lila, prendió en el pecho del mozo vaga emoción de recuerdo, de suspiro y de mujer. Muy enamorado estaba, sin duda, para languidecer en tales romanticismos. Reaccionó, se sobrepuso a la flaqueza.

-Viene de agua, señor.

-De agua viene la luna.

-Acertamos al apresurar la siembra. Que no caigan chubascos, nazca el trigo y...

-¿Y luego pase mucho sin llover? No. Lloverá con ganas este año. Hay tantas señas... ¿Ven las gallinas del sacristán?

El huaso Larenas había llamado siempre sacristán al llavero, y con razón, porque, bromas aparte, la mayor pericia de aquel hombre se notaba en la liturgia y no en la llavería.

Y cuatro de sus gallinas, agrupadas en corro, inmóviles, con aquel su estúpido mirar a un ojo, atisbaban cierto punto del suelo.

-Espían lombrices.

En efecto, los gusanos habían perforado la costra de su mundo oscuro, habían asomado seguramente a la superficie por aquellos orificios minúsculos que rodeados de tierrecillas quedaban en el suelo, y era ése un claro anuncio de lluvias.

-Salen a pedirle al agua que se decida, porque ya la sienten cerca.

-¡Lo que pone Dios en cada bicho!

-Ganas muy diversas pone.

Hablaba don Joaquín entre borbotoncillos de risa reprimidos y contagiosos, sin bulla, con alegría. Y desconcertaba por lo decente su aspecto. Poco de plebeyo escondería su sangre. Esbelto; la tez, trigueña en el origen y quemada por soles y vientos después, pero sin aleación   —89→   del cobre araucano. Más bien algo moruno se le descubriría. El saldo, todo el saldo era peninsular: cráneo pequeño; entre dos ojos muy juntos, la nariz afilada en pico; luego la barba en perilla, como para destacarse sobre un jubón, negra y con prematura canicie hacia las sienes. Ibérico le denunciaba sobre todo el pie, breve y con el empeine fino y en arco. Él se lo calzaba con amor: sus botines huasos, que jamás fueron sino de cabritilla, confeccionábaselos zapatero de artístico sentido. Por último, su ingenio, tan chileno, más en la vena que a Chile regaló el andaluz...

-Usted no ha desayunado...

Tío y sobrino condujéronle al comedor, donde los tres sorbieron sus tazones a prisa. José Pedro debía dirigirse a la siembra sin demora. El huaso Larenas le acompañaría.

-Así es que usted se queda, padre.

-Ya no estoy para trotes. Pesado, viejo... El corazón se niega. Y esta pierna...

En la vara, silbaron a los perros y montaron.

-Envejecido encuentro al señor cura -comentó don Joaquín a poco andar.

-Acabado está.

-Se queja mucho de una pierna que no le obedece bien...

A José Pedro le preocupaba esa pierna entorpecida. Guardó silencio. No sabía qué pensar ni qué sentir. Porque su tío explotaba sus dolencias, para gobernar. Los dominantes eran así.

-Cuando el vigor físico los mengua, de los achaques hacen otra fuerza; invocándolos, se imponen. ¡Si conoceré yo a mi tío!

-Falta le ha hecho don José Vicente.

-Mucha. A él y a mí. Aquel don suyo de hallar el buen recuerdo siempre, sin terquedad ni pasión...

Pero don Joaquín necesitaba cumplir la diligencia que a La Huerta le llevara. Quería bajar de la cordillera sus caballadas antes de que cayeran por allá las escarchas. Subiría el próximo lunes, remontando el cajón del Maipo, hacia los Potreros de San José primero, luego hasta Río Negro, donde también había «desparramado algunas tropillas».

-Aquí no traiga sino después de mayo -le aconsejó el muchacho-. Tiene que llover para que broten los pastos.

-Y quemar soles después para que levanten.

  —90→  

-Junio ya es bueno ¿Por qué no echa primero a San Nicolás?

-Hay mucha caballada en eso, rulos.

-Ya no. Han vendido mucho. Y siguen vendiendo.

El huaso meneaba la cabeza, se rascaba la pera.

-No me gusta -declaró al fin-. Andan robando en San Nicolás.

Sufrió José Pedro un sobresalto.

-¿Robando? ¿Cómo? ¿Quién?

-Cuatreros. Y el mayordomo ese...

-¡El mayordomo!

-El mismo.

-Pues la señora confía mucho en él.

-Peor, pues, señor. Es hombre de conchabos.

-¿No serán murmuraciones?

-¿Y por qué no arroja el fundo sino pérdidas?

-Como él lo explica, y como lo explica la señora...

-Para todo se encuentran explicaciones, hasta para lo inexplicable, como en la tonada:


«Ayer se me perdió un lazo
en casa 'e ño Meneses.
Todos serán muy honraos,
pero el lazo no parece.»

¿No conoce la tonada, don Pepito? ¡Eh! Pero quién me da a mí vela en este entierro.

-No, don Joaquín. A ver, cuénteme. Necesito enterarme.

Muy contra su política de huaso cauto, cedió a las exigencias don Joaquín. Repitió cuanto en sus andanzas recogiera. Aquel mayordomo era falso, hipócrita y ladrón; tenía cómplices afuera y secuaces en la hacienda; el ganado de San Nicolás, tanto cabalgar como lanar y vacuno, mermaba más por robos que por ventas, se negociaba entre Codigua y Alhué clandestinamente; durante la última cosecha, carretas extrañas, colmadas de gavillas, habían salido por la noche rumbo a otras eras... Y todo ello corría ya de boca en boca. Que se arruinaría misia Jesús a corto plazo, nadie lo discutía; aunque tanto ella como sus hijas vivieran en el mejor de los mundos, engreídas en su mayordomo y confiando en sus inquilinos. Y otra: ¡qué inquilinos! Como que uno a   —91→   uno habían sido alejados los buenos servidores, para entregar las posesiones a los parásitos.

-No ignora usted que cuando la gente se noticia de que alguien se viene abajo...

-...llega de todos lados a lograr.

-En el perro flaco se ceban las pulgas. Y perdóneme la comparación.

No estaba José Pedro en ánimo de imaginar ofensas. Una cólera violenta se le había encendido súbita en las entrañas. Si correría en el acto a San Nicolás y barrería ladrones a chicotazos. Su ira saltaba de los pícaros que rodeaban a las Lazúrteguis hasta las autoridades que mantenían los campos a merced de bribones y salteadores; iba contra la condición humana, desleal y cobarde, y además, también, sí, contra su tío, contra ese odiar apasionado y ciego que oponíase a que él, enamorado de Chepita y pariente de misia Jesús, interviniese y salvase a las pobres mujeres. Sin el amparo de un hombre ¿qué otra suerte les cabía? Rodar a menos, de trampa en trampa, de exacción en exacción, entre fracasos y engaños. Y el tío empecinado más y más en su actitud hostil. Decaía, el infeliz. Pero sin ceder. Ahora se pasaba las horas rezando, en constante disposición mística; mas los rezos eran seguramente ruegos para que Dios, la Virgen y toda la corte celestial acabaran con aquel amor. ¡Ah!, él poseía, por fortuna, mucha voluntad, y más porfía que todos los curas testarudos del universo.

Jamás como en aquel momento vibró su energía. Pisaba en lo cierto y en lo justo. Nada ni nadie doblegaría sus propósitos.

Cuando empezaron a trepar la loma en siembra, los dos jinetes rehilvanaron la charla. Alentó entonces don Joaquín, ya tranquilo. Habíanle inquietado el silencio y el ceño torvo del muchacho. Ahora, a Dios gracias, veíale comentar la faena.

-Dieciséis yuntas -decía satisfecho, contando sus elementos e labor- y cuatro derramadores de semillas.

-¿Siembra la loma entera?

-Lo que se ve barbechado, unas sesenta cuadras.

-Buen pedazo.

Subían las cabalgaduras, acezando, estirados los pescuezos, gachas las orejas. El sol abrillantaba ya las alturas y permanecía el resto en sombra. Era una rinconada con su vallecito en medio, donde una vieja parva y una represa pintaban su oro sucio y su espejo limpio al   —92→   fondo. Ese fervor campesino que tan rápido se inflama cuando enfrenta faenas grandes, aceleraba la marcha. Ascendieron a prisa, más y más a prisa. Los arados livianos cuadriculaban el suelo marcando tareas. José Pedro lo quería ver todo: si penetraban a fondo las rejas, si el volteo de la tierra cubría bien la semilla, si la cantidad de trigo volcado ajustábase a cálculo y medida.

-¿Echan tres sacos por cuadra?

-Tres.

-Suelos ricos no piden hacer la macolla en la mano.

Al cabo estuvieron dentro de la faena misma. Los sembradores, solemnes, a pasos religiosos, el saco abierto y puesto en delantal sobre la faja encarnada, precedían cada grupo de cuatro yuntas atadoras; surco tras surco volcaban los arados el barbecho, tapando la simiente, y la unanimidad amarilla de la loma iba negreando poco a poco, Atraían a José Pedro los detalles: le causara siempre placer observar cómo los hierros rompen el suelo, al modo que las proas rompen el agua, y cómo estas pequeñas olas de tierra oscura remedan el reventar en línea proseguida con que las olas del mar revientan en espuma. Muy opuestos elementos serían; pero aun aquel cantar con que algún peón anima su tiro y aquel otro cántico que en la mañana fresca es el vahar de los bueyes sugeríanle a él la hermandad de la tierra con el océano.

Pascual se acercó a preguntar.

-¿Mando a buscar la galleta?

-Deja. Ya iré yo con don Joaquín.

-Vamos de una vez, que yo tengo que seguir viaje -indicó éste.

Y emprendieron descenso por el ángulo de la rinconada. Pronto las ráfagas olían a pan caliente. Se detuvieron ante una casa con ramada y horno. Ya las amasanderas, madre e hija, sacaban allí la hornada y ponían las galletas sobre unas angarillas.

José Pedro se allegó a la cerca y conversó en voz baja con la muchacha unos momentos. Don Joaquín se mantuvo a distancia: sabía conducirse.

Tenía la chica un bonito rostro claro, entre gozoso y sufriente, rematado por un gran moño de pelo acanelado. Hablaba y en las cuencas de sus ojos dos visos de emoción temblaron como un anhelar contenido.

Al cabo José Pedro volvió hacia don Joaquín para preguntarle:

  —93→  

-¿Conoce usted alguna hierba que afirme el estómago? Para esta chiquilla, que devuelve cuanto come.

Reprimió don Joaquín sus borbotoncillos de risa y, vacilante, como quien mide sus ocurrencias:

-Conozco hierbas -repuso-; pero no para esos vómitos. Lo que le sucede a la niña es que tiene ocupada la pieza. Hay alojado dentro. ¡Hm! algún potrito de campo, señor, de los que en nuestro amado Chile van mejorando la raza...

¿Responderle, al muy ladino? Prefirió José Pedro callar distraídamente. ¿Excusas? no se avenían con su soberbia. Tampoco le gustaban las jactancias. En esto era católico perfecto: dolor por la falta y... «pecado ignorado, pecado medio perdonado».

Por lo demás, el ocurrente, ahora muy serio, se despedía ya:

-Alcanzaré a Melipilla, don Pepe. ¿Nada se le ofrece?

Sí: necesitaba mandar una carta.

-Esta. Para don Eliecer. Cosa de encomendársela al maestro espuelero.

-Ahí para mi compadre Eliecer en cuanto llega. Démela. Y sólo siento, mi señor, haber sido imprudente con mis malas nuevas sobre San Nicolás.

-Al contrario, se las agradezco.

De veras habíale convenido enterarse de aquello, aunque tan amargo trastorno le produjese. Mientras el huaso Larenas se alejaba, volvió a la faena. Ya el sol calentaba la rinconada entera. A medida que sus fuegos entraban por todos los ámbitos, el cielo se ponía más azul. Miró en torno, la gran hoya entre suaves serranías. En el faldeo más lejano, salpicaban sus motas las ovejas, y el viento venía de allá con algún balido suelto. Todo, paulatinamente, fulgió, cantó su himno.

El corazón de José Pedro se entregó al paisaje.

No almorzaría en las casas. No podría hacerlo.

Llegado el mediodía, tras de vigilar que llenasen los bueyes en la parva las panzas y bebieran en la represa, comió, pues, el poroto y la galleta con sus peones. Bajo la ramada, el lebrillo entre los muslos, no habría sabido asegurar si triste o iracundo, permaneció mirando las cosas de fuera y valorando las que dentro le bullían.

Iría el domingo a Melipilla, sí, con cualquier pretexto. A comprar tuercas para las rastras, a cortarse el pelo. Y en seguida, a San Nicolás.   —94→   Entretanto, calma y paciencia; cumplir el trabajo, afiebrada, tesoneramente, de sol a sol, hasta rematar la siembra. Holgaría después, que tiempo sobraría. Aún podría descuidar por meses el fundo, mientras el trigo creciera y el buen Dios lo cultivara con aguas y soles del cielo. Por lo demás, si atinados eran sus proyectos, ahora urgían: misia Jesús, sabedora de la oposición del cura, herida por tan ofensiva pertinacia, había empezado a mostrarse a su vez mal inclinada. Y la blanda, la cándida Chepita se confundía, desesperaba...

En fin, en fin, todo parecía concurrir, después de todo.

Su voluntad, tan dura, se dulcificó entonces con la miel que derrama el amor sobre toda esperanza.

  —95→  

En la oscuridad, los faroles del coche, dos ojos encendidos que atentos aguardan al amo, son como la vista fija del cochero alerta.

El cochero es Pascual.

Todo el anochecer y parte de la prima noche ha llovido. Pascual pudo así, encubierto por el aguacero, sin encuentros ni fisgar de mirones, viajar hasta el punto señalado, junto a ese lecho seco de río. Ahora mucho ha que arrimó el coche al bosquecillo de araucarias, y se ha puesto a esperar con la paciencia de su querendona servidumbre.

¡Dios saque al patrón José Pedro con bien de su aventura!

¿Qué sobrevendrá después con el señor Capellán? En fin, él... él obedece. Mucho ha refrescado el tiempo. Sin embargo, escampa en firme: el cielo promete sosegarse. Pero más que fresca, fría está la noche.

Salta del pescante, da unos pasos, pisoteando para calentar los pies. Luego mira en torno, busca esa comunicación con las cosas tan necesarias cuando se ignora lo que durará una espera. Todo está quieto en la noche. Las copas de los árboles pesan, como cabelleras empapadas. De los caballos tan sólo llega olor a pelo mojado y tibieza de cuerpos hecha vapor. Está densa de humedad la atmósfera; ráfagas heladas la suelen desgarrar, mas apenas por instantes: luego el viento se ha ido, se han cerrado los surcos de su paso y la noche ahoga de nuevo todos los rumores en su negro vellón.

Pascual espera, espera. ¿No está hecho a esperar?

Una hora, dos horas transcurren, iguales. Afortunadamente, sigue mejorando poco a poco el tiempo. Algún desgarrón abre ya el toldo del cielo, algún lucero asoma y guiña y empieza tal cual nube a girar sobre sí misma, ribeteándose de luz.

No hay más lluvia por hoy, piensa Pascual. A lo sumo, niebla. Y eso sería mejor.

Pero de repente oye cantar un chuncho y, persignándose, dice:

-¡Ave María Purísima!

  —96→  

No ha concluido de santiguarse, cuando lo ve salir, negro, de una copa negra, y pasar muy bajo. Entonces tiembla; el agorero lleva un vuelo recto, el vuelo de quien se dirige a cumplir un designio.

-¡Ave María Purísima, ampáralos y defiéndelos! -repite. Pero añade ahora-: ¡Carajo! Chuncho hijuna gran puta, si estuviera el patrón aquí, habrías queido ya de un tiro.

Vuelve a cubrirse con la señal de la cruz. Y esta vez reza las siete avemarías del conjuro, con el alma trémula de misterio. Queda inquieto. ¡Y cómo tardan! No vaya a haber escuchado el cielo las rogativas del señor cura para impedir esos amores. ¿No será ese pájaro un ejecutor? No; tampoco puede el Señor oponerse a que don Pepe se case con una señorita, en lugar de andar de Ceca en Meca pecando e induciendo a pecar a las pobres...

Hasta que los tímpanos finos de las bestias perciben el primer indicio. Relinchan los tres caballos del tiro; dos relinchos lejanos responden, y cuando el comunicarse de los animales cesa, en la cuenca del río se adivina la presencia de los esperados. Eco de cascos en el pedregal primero; siguen voces y palabras fragmentadas; al fin, casi de improviso, surge la pareja entre la sombra.

¿Pascualote?

-¿Patrón?

-Aquí estamos ya.

-Alabado sea Dios.

-¡Qué, tenías miedo?

Pero no a ningún cristiano.

Contesta Pascual y coge las riendas a los dos caballos.

José Pedro, las manos formando estribo, posa en suelo firme a Chepita. Se advierte que la niña llora en silencio: el copo blanco de su pañuelito sube furtivo a sus ojos. Con su ropón de amazona, su velo y sus lágrimas se le adivina el alma: romántica, misteriosa y cargada de llanto como las araucarias escondidas en la noche. Pero él la besa y la conduce al carruaje.

Los hombres han de darse prisa. Atan las cabalgaduras ensilladas a la trasera, en el pescante acomodan cierto lío que vino con la pareja, y hablan entretanto:

-Habría valido más llevar el coche más cerca.

-¿Y el lecho del río?

-Dando la vuelta por el camino nuevo.

  —97→  

-Muy pesado, Pascualote. Las bestias tendrían que tirar largo.

-No resistirán los mismos caballos todo el viaje.

-Comprendo. Ah, oye: no pares a señas de nadie. Sólo cuando reconozcas a don Joaco y don Eliecer.

-Ya sabía yo que nos escoltarían los compadres.

-Y nos llevarán caballos de repuestos.

-Esos son amigos.

Trajinan con afán. Los bultos suben, se tumban, encajan; rechinan los látigos al anudarse; piafan las bestias. Dentro del coche se oye respirar a la niña: ¡Ay, Señor!

-Tupe la niebla.

-Por la costa será mayor: arrastrada.

-Así va a ser.

La oscuridad se ha ido poniendo blanquecina. Cuando al cabo el coche ha partido, los faroles estiran camino adelante dos conos perlados, como los brazos de un ciego a tientas en la bruma.

Al enfrentar una trocha vecinal irrumpe la voz conocida:

-¡Jojó, joooó! ¡Patrón!

Don Joaquín y su manso compadre han cumplido la palabra. Están allí con seis caballos enjaquimados.

Se asoma la cabeza de José Pedro:

-Buenas noches.

-No pierda tiempo, señor. Andando, andando. Que lleguemos antes que el día.

Es así como ruedan la noche toda, hasta cierta encrucijada de Malvilla. Tan sólo se detuvieron un rato en la posada de Leyda. Mudaron allí el tronco, renovaron las velas a los faroles, el posadero trajo unos jarros de vino y un causeo para los hombres y dos sacos de pasto para los animales. Y arriban ahora, por fin. Sólo a Malvilla puede alcanzar el carruaje. La última etapa se cumplirá cabalgando.

Pero entre las lomas de Malvilla les amanece.

Como la luz despeja las medrosidades, al abrazar a la vieja Totón, Asunción, el ama que la crió con la leche de sus pechos, se halla Chepita más tranquila.

-¿Se acabó el susto? -le dice José Pedro, galán y mimoso.

-Si es por mamá. Cuando regrese de Santiago y se entere... ¡ay, Señor! No sé, no sé...

-Venga su merced conmigo, con la mama.

  —98→  

Se apartan las dos mujeres a charlar atropellada y cariñosamente.

Los hombres cargan dos mulas. Dirige ahora Sebastián, viejo capataz de San Nicolás, marido de Asunción y uno de los alejados por el pícaro mayordomo. Él se hace cargo de la nueva caravana, que poco después baja, repecha, faldea entre cadenas, racimos y abanicos de suavísimas lomas que se arropan en la niebla y se ablandan ya con las arenas del mar.

Pascualote regresa en su coche, solo, con algo de preocupación y algo de congoja en la rusticidad de su espíritu. Poco sabe, de poco se ha enterado, apenas si dará fe de algo. El día que lo interrogue iracundo el cura ¿qué gran cosa responderá? Fiel a su línea pretrazada, apenas si escuchó frases incompletas. Nunca vio antes al tal Sebastián, ni lo recuerda bien, únicamente que tiene un simpático semblante, con una ceja levantada y otra gacha que le hacen la expresión maliciosa y festiva. A la Totón, casi no la vio. Él sabrá bandearse frente al señor cura. Y que les pregunte a los compadres. Eso es.

Avanza en su coche por la niebla, que ya el sol viene licuando paulatinamente. Los caballos trotan ansiosos a la querencia.

Su congoja nace de la despedida.

-¿Cuándo lo volveré a ver, patrón?

-Pronto, Pascualote querido. Para la cosecha, a más tardar.

-Antes habría de ser: para la siembra de chacras.

-O más temprano quizá. Dependerá de lo que demore mi tío en entregarse a los hechos consumados.

-Bien, pues, señor. Y entonces tendremos patrona en el fundo. ¿Y mientras, para saber de su merced?

-Si algo necesitaras avisarme, le mandas recado al maestro espuelero para que don Eliecer se ponga al habla conmigo, ¿entiendes?

Eso han conversado al despedirse. Nada más. El resto, aquellas frases sueltas cogidas en medio del trajín, decían que a los novios les tenían arrendada casa en la costa. Por Lagunillas o por Casablanca... ¡sabíalo Dios! También que había curato allá, para el matrimonio... Y ni más ha oído él ni más ha querido escuchar. ¡Buena cosa! ¡Cómo se embrollan la vida los caballeros!

Con rabia chasca el rebenque sobre las orejas de los caballos, que con muy alegre brío emprenden galope hacia sus campos. El viejo coche de trompa se zarandea como el corazón de Pascualote.

  —99→  

Hasta entonces había contestado el cura secamente a quien le pidiera noticias del fugitivo:

-Ni sé ni quiero saber de él.

Pero aquella mañana en el cuartucho habilitado como sacristía, cuando Mauro el llavero insistió en la consabida pregunta, repitió con más ira la frase y agregó:

-Responda el espíritu malo que lo tiene en sus garras. Tarambana, ingrato, sin ley ni corazón ni respeto. Para mí ya no existe.

Laura, la mujer del sacristán, dejó de plegar el roquete que acababa de tender dentro del arcón, para santiguarse, y:

-Nuestro Señor lo proteja, pobrecito -dijo-, en medio de estos temporales.

-¡Cómo estará, Virgen Santa! -suspiró el marido.

-¿Cómo? Calientito, hijo, pierde cuidado.

-¡Jesús!

El cura se los quedó mirando. Sentía ya fastidio por ellos. Si antes solía celebrarles la fidelidad, parecíanle ahora insoportables, con aquella sumisión de adulona servidumbre. Acaso los despreciara siempre. Hoy le cargaba sin remedio esa cuarentona culiparada y patiabierta, que para escuchar abría los ojos con asombro y se balanceaba de pie a pie al responder o murmurar. Le molestaba su voz imitada de las monjas y érale antipática también su costumbre de mantener las manos ocultas bajo el delantal mientras él hallábase delante. Y tan desagradable como ella se le hacía el marido, regordete y con los brazos cortos, con dos uvas bobas por ojos y un tizne de betún por bigotes. Sí; aquella mañana le causaron repulsión.

«Los Lauros», como los llamaba la peonada, por la semejanza entre los nombres Laura y Mauro. Hay, reconoció, instinto irónico en la plebe, aun cuando confunde.

  —100→  

Les volvió la espalda y se dispuso a salir. Dicha la misa, correspondía desayunar.

-¿Me prendieron fuego en el comedor?

-Con piñas de pino, padre.

-Como a su merced le gusta que arda la chimenea.

Zapateó el cura en el piso, signo más de impaciencia que de frío, y se fue.

Hubo de afrontar la lluvia. Con aquella pierna, más remisa desde la desaparición de José Pedro, resultábale suplicio andar entre la capilla y la casa: los pies se le hundían en huellas profundas y las plantas al desprenderse del fango sonaban como ventosas.

Nada se sabía, en realidad, del ausente. Buen encubridor, el invierno sellaba el secreto. Más de una semana llovía ya, sin escampar, empecinada y, para un sitiado solitario, enloquecedoramente. Por momentos, el agua implacable alarmaba: podía pudrir el grano en los surcos.

Pero no estaba él para temores agrícolas. Que se lo llevara todo el diablo. Su pecho permanecía henchido de violencia, sin lugar para otras reacciones que las de la ira. En lo que había venido a parar aquel sobrino, aquel hijo, como lo había considerado él: en un perdulario, mala cabeza y mal corazón, sin piedad, ni ternura, ni el menor sentimiento filial. Y tonto, además. Porque entregarse a una vieja calculadora, casamentera desesperada en connivencia con su palomita reclamo... Lazúrtegui al fin, mandaría en la criatura la voz de los doblones afanados en la Colonia e idos en la República...

Si alguna vez se sintiera viejo, decaído hasta reprocharse inclinaciones excesivas al perdón, ahora reaparecía el cura Valverde, resurrecto en su soberbia. Pasaba los días de tormenta como enjaulado entre aquellos inacabables barrotes de agua gris, a trancos por el corredor y a la rastra con su pierna. Si al menos viviera José Vicente. Asesinado, él, la espiga de la familia. En cambio, este tunante... Mucha ufanía por la estirpe, sí, muchos proyectos, mucho sueño creador, para tirarlo todo el mejor día. Era loco. Y bellaco. No tenía excusa. Estaría en San Nicolás, acaso en Santiago, en luna de miel aristocrática, endeudándose por añadidura, a lo Lazúrtegui. Los cuatro renglones que le insertara en el breviario poco esclarecían: «Me casaré. Llevo dinero suficiente, del que me pertenece; lo demás queda en la cajuela. Hay harina y raciones para meses. Lo veré cuando me haya perdonado». Y basta.

  —101→  

A pesar del cerco que los aguaceros ponían, no se ignoraba del todo en La Huerta la hazaña del raptor. Aunque nadie sintiera partir y volver el coche o quienes lo advirtieron callasen, hablillas habían circulado. Se deducía el rapto, hacia la costa: en la posada de Leyda, entre gallos y medianoche, habían parado con muchos caballos de tiro y los dos compadres como edecanes. Pero las gentes cuidáronse la lengua, en particular ante los Lauros. Como que cuando estos «metetes» buscaron a Pascual para interrogarlo, sólo hubieron de su mujer una respuesta:

-Anda por la quebrada de la madera. Don Pepe lo mandó a cortar lumas y lingues cuantúa. Para que renovara, dijo, pértigos y labrase yugos antes del verano.

El cura nada inquirió, hosco y soberbio. Si la ferocidad le arrebataba, diluía su tumulto rezando. Entre sus horas canónicas y ciertas devociones votivas, creábase un círculo mágico que le adormía la conciencia. Mas ello cumplido, tornaban el pasear por el corredor y el vagar por las habitaciones, que no eran sino tres, desgraciadamente. Concluyó por echar llave a la de José Pedro: le afligía, debilitándole. Durante la última visita, al aspirar aquel su olor personal ya enfriado, diríase que se le materializó la ausencia y un escalofrío doloroso le constriñó las entrañas. Lo evocó entonces a lo largo de la vida, desde que fuera mocosito Caballo Pájaro que por las mañanas le recreara en el dormitorio al balbucir sus buenos días, hasta la ocurrencia trágica del estero y el coronamiento que con coraje de Valverde la cumpliera. La verdad era que ya entonces prometía el hombrecito. «¿A quién habré salido, tío?», le replicó en cierta ocasión. No; lerdo no había sido nunca. ¡Ah, cómo lo había querido!

Las evocaciones, solapadamente resueltas en ternura, le nublaron de lágrimas los ojos y le acongojaron el pecho. Lloró largo, con llanto amargo de padre y de viejo vencido.

Por eso echó llave a ese cuarto.

Huía de las blanduras. Nunca más. Muy cristiano sería el perdón; pero en él acusaba doma y pérdida de carácter. Llora enternecido y débil no era de Valverde. Sufrir, herido y maltrecho, bien, pero entero, que Dios infundía en cada hombre un alma según su sabio designio y a cada cual daba la conformidad de acuerdo.

  —102→  

Entretanto, llovía sobre la tierra. Un llover exasperante. Hora tras hora, inalterable, sin modulaciones, caía el agua; a ratos con viento: una racha solía lanzar la lluvia dentro del corredor y aun azotarla contra la pared interna, como un baldazo. Así, días y noches, y más días. Si escampaba, era como un turno a la saña de los elementos, pues entonces atravesaba rabioso el viento los cuerpos de los árboles, el fango se cubría de hojarasca y los esqueletos iban quedando más y más desnudos.

Se pierde la cuenta gris de los días que clarean y anochecen así.

  —103→  

Amanece por fin un día magnífico. Se ha despejado el cielo durante la noche y ha sobrevenido la primera helada. Pero hace un tiempo luminoso. Todo luce limpio y espolvoreado de oro bajo el vacío azul. Sobre los barros endurecidos por la escarcha, grandes y chicos, cuantos acuden a la llavería en busca del pan caliente, caminan, más que con los pies encima de la tierra, con los cuerpos dentro del frío. Es el primer frío intenso del año, un frío hecho de filos que penetran las carnes de los pobres.

No alivia este cambio gran cosa el corazón del cura. Se ha podido sentar, sí, a tomar el sol encima de la vieja piedra molinera que defiende la esquina del jardín, y contempla la decoración que ha dejado aquel diluvio: la encina quedó en harapos; de las palmeras se han desgajado varios abanicos; han perdido las acacias toda la hoja y levantan los brazos ennegrecidos con sus mil dedos en garabato. Están los árboles en general como él está, duros pero rendidos.

También se ve desde allí el campo hasta larga distancia. Cómo se ha transformado casi de repente. En el verano, los ámbitos del campo palpitan llenos. Llenos de algo vivo y múltiple, de fronda, vibraciones y olores cálidos, pájaros y seres diversos y en movimiento. En invierno, los mismos ámbitos se ahuecan, todo aparece desolado y quieto. El invierno es un quedarse todo vacío, como la vejez del solitario.

Al mediar la tarde, cuando el cura, entristecido, se despeja la modorra de la siesta, vienen a comunicarle que una señora pregunta por él.

-En un coche de lujo, padre.

-¿Y quién es?

-Se me da que la patrona de San Nicolás.

Da un salto en su asiento.

-No. Imposible.

-Por lo que oí...

  —104→  

Vacila don José María unos instantes, perplejo. Pronto la mera suposición ha despertado su vieja cólera.

-¡Qué osadía! No, no; te has vuelto loco, Mauro.

-Según lo que decía el cochero...

-Anda y cerciórate. Y si es ella, que no recibo, ¿entiendes?

Pero el llavero regresa con un hombre a su lado.

-Buenas tardes, señor. Soy el mayordomo de misia Jesús Lazúrtegui -se presenta el huaso.

-¿Y?

-Mi patrona le pide licencia para conversar con su merced.

Hay un silencio. Al cabo lo rompe con voz severa el cura.

-¿No les advertiste, Mauro, que yo no recibía?

-Les advertí, padre; pero...

-Pero se trata de algo muy serio, señor.

-Nada tenemos que hablar ella y yo.

-La pobre señora no atina sino a llorar.

-Lágrimas de cocodrilo.

-De madre afligida, señor cura.

-Pues sus culpas llorará.

-No, señor cura. Tenga piedad de ella.

La vista de don José María se ha fijado entretanto en el carruaje. Allá, cerca del pinar espera. Y es un landó, francés, importado; tiene filetes rojos en las ruedas, faroles de plaqué y cristales en bisel. Resto de pasados derroches. Observa después al mayordomo, que se mantiene con la inmovilidad del respeto: gordo, con una cabecita indistinta, metido en su abotinado pantalón, a pies juntos encima de los tacones y con la faja envuelta, causa impresión dudosa y cómica. «Parece un trompo», se dice don José María. «Pues ya te haré yo bailar».

Y empieza por tutearlo:

-¿Qué haces aquí todavía? ¿No has oído que no recibo?

Medio sin concierto, medio taimado, el trompo gira entonces y se va.

Mas a poco ha vuelto:

-Dice la patrona que necesita de todas maneras hablar con su merced.

-Se habrán figurado que voy a tascar el freno -murmura el cura. Y ordena, entonces, violento:

-Largo de aquí.

  —105→  

-Si está la pobre deshecha en lágrimas.

-¡Lárgate!

Esta vez estira el brazo, con el índice perentorio. Y el trompo gira de nuevo.

Mauro no sabía si reír o temblar ante aquel gesto iracundo.

Sin embargo, minutos después tiene don José María una vez más al huaso enfrente, insistiendo:

-Yo soy mandado, señor cura, perdone. Dice que como caballero y como sacerdote no puede su merced negarse.

-Que hable con José Pedro.

-¿Después de lo que ha hecho?

-¿Qué?

-Seducir a misia Chepita.

-¿No lo habrán seducido a él?

-¿Y dónde para don Pepe, señor?

-¿No está en San Nicolás?

-No, señor, ¡qué ha de estar en San Nicolás!

-¿Y la chiquilla?

-Con él; pero sabe Dios dónde.

-¡Cómo!

-Sí se la robó, señor cura. No tiene nombre lo que ha hecho. Ir una noche, aprovechándose de que la señora y misia Marisabel andaban por Santiago, y cargar con la señorita en un caballo...

Cambia entonces por completo el ánimo de don José María. Se aseguraría que le ha reconfortado el descubrimiento, que aun estallará en una de sus cloqueantes carcajadas. A punto se halla en realidad de aprobar: «Así, sí, Caballo Pájaro. Algo te rehabilitas, ¡qué caramba! No te has dado. Un Valverde vence, rapta, pero no se nada».

Si hasta cierto buen humor parece haberle despertado la noticia.

-A ver, explícate, gordinflón.

-Eso, pues, señor cura. Que se robó don Pepe a misia Chepita, que misia Jesús llegó de Santiago y se halló con la desgracia, que los temporales no le han permitido moverse hasta hoy y... en fin... que viene a consultarse, con su merced a ver qué se hace.

-Bien. Que me escriba. Pensaré y le contestaré.

No resulta fácil doblegar el geniazo. Ha entrado por último en la casa, golpeando la puerta contra las narices del sirviente.

  —106→  

Pero no tarda el otro en insistir. Trae ahora un papel que misia Jesús ha escrito en su desesperación: No se aviene con el sagrado ministerio aquel negar apoyo y consuelo a las almas atribuladas. La Santa Madre Iglesia le indica recurrir al capellán. Si no exige como dama y madre ofendida, pide como feligresa.

A medida que el cura lee, una idea le ilumina y una sonrisa le baña las facciones. Cuando asoma de nuevo en la puerta, en sus pupilas arde una chispa diabólica.

-Conforme -acepta. Y con aplomo de triunfo dispone-: Mauro, abre la capilla, sacude un poco el confesionario. Y tú que ya bailaste bastante, conduce a tu ama y recomiéndale que vaya rezando el «Yo pecador».

Irá él en seguida. En confesión, escuchará cuanto tenga ella que decir.

Mientras la servidumbre cumple, aguarda él bajo el alero. Atisba risueño cómo abren el oratorio, cómo desciende la dama de su linda carroza, cómo desde los hombros le cae un chal de seda blanca sobre los cinco vuelos del vestido negro, cómo, por último, baila el mayordomo en torno de ella, cucarro y servil.

Y entretanto saborea el anticipo que la imaginación le ofrece de la escena en que misia Jesús Aldana viuda de Lazúrtegui, dolorida y humilde, contrita y penitente, de rodillas, ha de pronunciar las palabras del arrepentimiento: «Yo pecadora, me confieso...»

  —107→  

Meses largos, de temporales y ventarrones, o a lo menos de porfiados aguaceros, aislaron La Huerta.

De José Pedro nada claro se supo. Fuera del rumbo tomado por los amantes, nadie ofreció jamás detalles acerca de cómo transcurrió aquella luna de miel entre lomas y dunas, en la casona desmantelada. Su misterio de romanticismo y amor era impenetrable, guardado por las grises cataratas del cielo y las neblinas del mar, y el único eco del exterior que allí alcanzaba lo constituía el martillante, pertinaz, inacabable trueno de unas olas enfurecidas e invisibles.

Y aquel secreto debía permanecer sellado a lo largo de muchos años. El propio José Pedro, en el resto de su vida, rehusaría evocarlo. Acudirían de repente a su memoria ciertas imágenes sueltas; pero las rechazaría él siempre, siempre y en el acto, como se repelen algunos fantasmas del pasado que la sensibilidad quisiera desesperadamente borrar. De cuando en cuando se levantarían en el recuerdo de sus tímpanos aquel nocturno retemblar de una vieja ventana, entre cuyas rendijas se metían lluvias y livideces de relámpagos, y aquel estampido de las aguas en la playa oculta, una playa que los amantes, acurrucados en su cama pobre, se figuraban roquera y dantesca, negra y amarga de sal. Pero todo ello se representaría en lo venidero sólo como repentinas punzadas de un dolor dominado, pero sin olvido. Y con cada una de estas sensaciones retornaría la dulzura de Chepita, la niña tierna y dócil, ardiente de alma y aterida en sus carnes habituadas hasta entonces al abrigo y al regalo; regresaría la visión de sus manos pálidas de embarazada, y toda ella volvería en las reapariciones, sin queja, calladita y amorosa, envuelta en el chal de lana rubia, liviano y tibio como una cabellera. Todo se le habría de reaparecer a José Pedro, vivir adelante, redivivo en lanzadas de dolor y remordimiento. Ah, pertenecía todo ello a esos recuerdos que duelen tanto, tanto en el corazón, que se niega el ser entero a recibirlos y les cierra las puertas del presente.

Allá, sin embargo, dentro de su confinamiento, la virilidad del   —108→   Valverde se mantenía en pie y alerta sobre las cosas del mañana inmediato. Enterábase de la menor novedad que ocurriera tanto en su fundo como en San Nicolás. Los compadres le visitaban cada vez que sus negocios los llevaran cerca, y transmitíanle las noticias.

Desde mayo, conforme al convenio, había soltado sus yeguas don Joaquín a los campos talajeros de La Huerta, y so pretexto de darles un vistazo caía tal cual vez por allá. Charlaba entonces con el cura, tratando de reconfortarlo, pero vertiendo de paso, con astucia, entre los goznes de aquel carácter, el óleo que poco a poco, de cansancio a conformidad y de cariño a resignación cristiana, haríale rodar el geniazo hacia el perdón. Tarde o temprano el viejo cedería. Sólo que debía ello acontecer más bien temprano que tarde, pues la naturaleza fina de la niña sufría demasiado las inclemencias del invierno en tanto desamparo. Vivía entre caricias, pero de la cama al brasero y del brasero a la cama. Sus pocas prendas pendían de tres clavos en la pared encalada, y aunque lavase las mudas la vieja Totón, ella poníase a secarlas al calor de las brasas. Únicamente un gran amor, pensaba don Joaquín al observar estas cosas, puede conformar al ambiente de un caserón que, más que de ancianidad, habla de ruina y mugre.

Pero aprovechaba don Joaquín sus viajes a La Huerta para verlo todo, los trigos como la ovejería, los cierros como el estado de aperos y carretas y cuenta cabal recibía José Pedro así. Pascualote hachaba maderas monte adentro: cumplía el primero de los encargos de su patrón, que si tarambana, también era previsor y laborioso, y había levantado ya un banco entre los pinos, donde aserraría vigas para cierto proyectado ensanche de la casa patronal; de suerte que, a la hora de las paces entre tío y sobrino, todo hallaríase pronto y conforme a previsión.

Ni la nota sabrosa faltó en las informaciones del huaso: la confesión de una Lazúrtegui, de hinojos, materialmente a los pies de un Valverde, hubo de ser descrita lejos de Chepita; pero los dos hombres a solas, caminando por gredas y arenales, hablaron en libertad y José Pedro paladeó, como su tío debió de paladearla, aquella entrevista convertida en sacramento y penitencia. Si le pareció estar viendo a la infeliz señora, ya exaltada y entre quemantes lágrimas, en esfuerzos por argumentar su querella de madre, ya sojuzgada por la eclesiástica reverencia, y, en fin, rendida, contrita, repitiendo a golpes de pecho el sumiso mea culpa.

  —109→  

-¡Caballo Pájaro! Si es que se le mete el diablo en el cuerpo, como dice él, cuando le pasan la mano contra el pelo, y... ya se sabe... no hay nada que hacer.

La otra cara de la medalla en el incidente fue presentada por don Eliecer, quien por su parte realizaba la misión de informar a José Pedro sobre la marcha de San Nicolás. De su boca prudente, bajo las dos alas de tordo de su bigote, los diminutivos eufemistas y la voz de feligrés en catecismo fueron brotando para exponer las tribulaciones de la señora.

-Mal está que yo repita estas cosas, don Pepito, que al fin y al cabo no se debe uno chacotear con las diabluritas de un sacerdote. Pero así lo llama la señora: «ese inquisidor, ese Torquemada facineroso».

-Frenética.

-Furiosa está. Y hágase cargo, don Pepito: encima de sus angustias de tanto sufrir por su hijita regalona, recibir tamaña humillación...

-¡Torquemada!

-Inquisidor, inquisidor y facineroso.

Trazábase don Eliecer sobre la sonrisa de su boca el signo de la cruz al citar el epíteto. Pero lo repetía con fruición:

-Inquisidor, como lo oye, don Pepito.

-Bien. Al fin todo se arreglará.

-Espero en Dios que así sea.

-¿Y ese mayordomo?

-¿El de San Nicolás? Oh, eso iba de mal en peor. Hurtos, robos y despojos sobrepasan ya la osadía, rayaban en el cinismo. A José Pedro hervíale la cólera entonces. Si su tío, ante misia Jesús, había recibido en el ingenio la diabólica inspiración, a él sólo violencia y castigos corporales le dictado el demonio:

El día de ajustar cuentas, don Eliecer, ese canalla estará también de rodillas a mis pies, pero no para confesarse. Cien palos en el culo, y de mi propia mano, nadie se los quita.

-Merecidos.

-Y a mi tío ¿lo ha visto?

-Lo veo siempre al padrecito. Muy decaído. No hablo, eso sí, con él. Usted sabe, pues, don Pepe, que uno se esfuerza por obedecer a su religión. Así es que caigo por La Huerta una que otra semana, siempre a la hora de misa. La oigo, el señor cura me ve desde el altar...   —110→   y yo... ¿para qué le voy a negar?... al tiro me voy. Con el amén del bendito. A lo sumo, ya de a caballo, le doy después una despedida, de paso por la ventanita de la sacristía.

-No han conversado.

-No, pues, señor. La sola idea de que me haga preguntas, ¡ave María!, me da espanto. Porque yo, dígame, que no le miento a un cristiano cualquiera, ¿iré a negarle la verdad de lo que sé a un sacerdote? Verá él que no lo olvido, los Lauros le han de contar que me intereso por su salud... ¿Qué más, pues, señor?

Mi tío le agradece, de todas maneras.

-En el fondo, aunque se ría, creo yo.

Don Joaquín, a la inversa, buscaba las entrevistas con el cura.

-¿Sabemos, a fin de cuentas, si se han casado o si viven en pecado mortal? -interrogó una vez don José María.

-Misia Jesús los tiene por casados.

-Esa es una vieja estúpida. Yo lo pregunto porque aquí, entre los papeles de ese perillán, encuentro su fe de bautismo. No la llevó y...

-Habrá sacado copia.

-Por último, allá ellos.

Don Joaquín se rascó la perilla y, adoptando un poco el tono dulzón que solía darle tan buenos resultados a su compadre don Eliecer, entró en la materia espiada:

-Algo apena, señor, sin embargo. Deben de pasarlo muy mal. Ella sobre todo. Son tan desamparados esos lomajes de la costa. ¿Cuánto aguantarán, con este invierno crudo?

-Que paguen.

-Fácil resultaría para ellos, claro, conseguir el perdón de la señora. Se instalarían entonces en San Nicolás...

El cura sufrió un sobresalto.

-Allá -prosiguió astuto el huaso- hallarían todo llevadero. Al menor intento, misia Jesús les abriría los brazos.

-¿Los cree usted capaces?

-A él, no. Y ahí veo lo malo, porque van a padecer mucho.

-¡José Pedro, Lazúrtegui consorte!

-Apostaría yo a que don Pepe no lo hace. Sobrino de su tío... Y lo quiere a usted, padre, por sobre todas las cosas.

-Pues poco se ha notado.

  —111→  

-Se nota, patrón, se nota. Él quiere, antes que nada, el perdón de usted. Yo no lo dudo. ¿No lo comprende, padre? Sospecha que misia Jesús, a una simple carta de misia Chepita, capaz que a campo traviesa corriera en persona para llevárselos a su lado.

-Pero yo...

-¡Ah! Esa es la cosa. También piensa don Pepe, fijo, que si no es usted el primero en perdonar, no perdonará jamás.

El clérigo guardó silencio. Caminó unos pasos, con su pierna un tanto a rastras, y se quedó mirando por la ventana los campos verdes y encharcados.

Se despidió entonces calculadamente don Joaquín.

-Quédese hasta mañana.

-Imposible, padre. Tengo que hacer.

-Le va a llover por el camino.

-Poco importa. Llevo dos días aquí, padre, y la visita y el pescado al tercer día vician el aire en una casa.

Riendo se despidieron.

Pero el cura se agitó en cavilaciones. Sobrábale razón a ese huaso ladino. Los tórtolos podrán vivir espléndidamente, con él de patrón, en San Nicolás. Y como la necesidad tiene cara de hereje...

A las veinticuatro horas, bien calculadas, cuando el huaso estimó que los temores habrían trabajado ya el ánimo del cura, se le presentó de improviso montado en su yegua baya.

Fingió mucha prisa.

-Pasé -dijo sin apearse- a dejarle algo que le hace falta, patrón. Le oí renegar la otra mañana: «Para mal de mis pecados, he perdido el Almanaque de Bristol». Y le traigo uno.

Entregó el folleto amarillo, sin ceder a las invitaciones del clérigo para desmontarse, y recogiendo las riendas se dispuso a partir.

-Y yo que me había propuesto hacerle un encargo, don Joaquín.

-Mande, patrón.

-Están cargando mucho los fríos, los años me ablandan: quisiera colocar vidrios a mi ventana. ¿Me los traería usted de Melipilla?

-Y de Santiago también. Mañana me toca ir a la capital, cabalmente.

Como había que tomar medidas, don Joaquín echó pie a tierra. Midió en persona los bastidores; pero lo hizo con todos los de la casa.

  —112→  

Y mientras anotaba las cifras correspondientes a la ventana de José Pedro, atisbó las reacciones del cura.

-¡Eh! Aunque no vuelva nunca ese mala cabeza -le oyó suspirar- toda la casa debe quedar abrigada. Buen bribón es usted, don Joaco. Sólo que yo abuso de usted.

-¡Cómo! Con lo que yo me sirvo de su fundo...

-Pues usted y este bastón... resultan ahora mis únicos apoyos.

-Nos apoyamos todos, señor. Una mano lava la otra y las dos lavan la cara. Ni media palabra más. A mi vuelta de Santiago tendrá sus vidrios. Y se los colocaré yo mismo. Pero ahora me largo.

Y rápido montó a caballo.

El cura, renqueando, se metió en la casa.

  —113→  

Con una mula de tiro, sobre cuyo aparejo mecíanse dos cajas con vidrios, entró días después don Joaquín hasta el jardín de La Huerta.

Paró a la orilla del corredor, donde había divisado al cura.

Mediaba la mañana y un sol tibio enredaba sus hebras entre los maitines, los quillayes y las araucarias.

-¡Jojó, patrón! Ya estamos de vuelta.

No respondió el clérigo. Semitendido más que sentado en su sillón de vaqueta, sólo miró al huaso, los párpados muy abiertos y sin pestañear.

Tuvo don Joaquín ya entonces el presentimiento de que algo sucedía. Inquirió en torno con ojos inquietos. Jardín, casa y camino estaban solitarios. A fin de orientar su serenidad, púsose a descargar la mula.

Mas apoyados ya los cajoncillos contra la pared, hubo de acercarse a don José María.

Tan sólo se reanimaba el cura para sonreírle.

-¡Qué! ¿No nos sentimos bien, padre?

-Ya, ya parece que pasó.

Hablaba traposo y tenía un ojo inyectado de sangre. En la calva incipiente se le dibujaban las venas como amarras que ataran las junturas de los huesos.

-¿Qué ha sido? ¿Las molestias?

-Tal vez. Como a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos...

-¿O algún aire?

-Sí, más bien un aire. Al terminar la misa sentí medio dormida la lengua. Después quise rabiar contra ella, y no me obedeció. Pero ya responde la taimada.

-¿Y no lo ha visto nadie, que lo tienen aquí solo?

-¿Para qué, si todo ha pasado?

  —114→  

Con paciencia de médico se dedicó don Joaquín a registrar síntomas y pormenores. Desde algún tiempo atrás, al entorpecimiento de la pierna siguieron vagos mareos de cabeza y aun francos vahídos. Por último, esa mañana, a poco de apurar el cáliz, cuando el vino sagrado estimulábale ya la circulación, algo le turbó el cerebro. Nada quiso decir él a los lauros. En la sacristía fingió mal humor; vedó así preguntas y justificó el mutismo. Por eso le habían dejado solo. Y era, también, que aquello se iba normalizando. Al desayunar, empero, se repitió el adormecimiento de la lengua.

-Entonces fue cuando intenté renegar contra ella. Y la tenía inerte. Ahora, ya ve, hablo como si tal cosa.

-Tiene que verlo un médico, mi señor.

-Por un simple aire... ¿cree usted?

-Por lo que sea. ¿Qué más ha sentido? Haga memoria.

-Nada más. Se me ocurre, sí, que me quedé dormido.

-O se desvaneció.

-¡Vaya uno a saberlo! Estos aires colados... ¿Me trajo los vidrios, don Joaco?

-Y los colocaremos hoy mismo. Pero también hoy mismo le traigo yo al doctor.

Mantuvo al cura en el sillón frailuno, le abrigó las piernas. El día calentaba poco a poco. Allí reposaría el enfermo bien.

Pero hizo llamar a Pascualote y lo despachó con recado minucioso a la costa: José Pedro debía venir inmediatamente. Para él, en cambio, hizo enganchar el coche, a fin de facilitar la visita del doctor de Melipilla.

Y a la oración el paciente había sido sangrado por el médico y descansaba en cama. Se le prescribieron alimentos sin sal, pocos líquidos, nada de carnes y quietud absoluta. Seis sanguijuelas reptaban además dentro de una redoma con agua, y al menor indicio de recaída se le aplicarían bajo el cerebelo.

Los auros apareciéronse, sin embargo, misteriosos y cuchicheantes en medio de las penumbras del anochecido, con el curandero del fundo, ño Venancio. Porque por suspicacia durante la tarde y al cerrar el crepúsculo por supersticiosos pruritos, se sospechó de maleficios -el mayordomo de misia Jesús echaba chispas en la memorable ocasión- y los sahumerios iniciaban todo conjuro.

  —115→  

Se rezaron los siete credos redoblados; y siete hierbas, hervidas en aguas de la cruz de cuatro acequias, vaporizaron la atmósfera de la casa entera.

El cura, entre risueño y crédulo, dejando hacer, llenó sus horas rezando.

Y don Joaquín veló noche a noche.

Hasta que a la tercera el clérigo le dijo:

-Van tres días cumplidos, amigo. Ya estará olisco el pescado.

-Nada, padre. Esta visita es con salmuera. Y aunque la echen no se irá sin haberlo entregado a su merced en mejores manos...

-No habrá mejores, don Joaquín, no habrá mejores.

-Sí, señor, y en camino han de hallarse.

El cura guardó silencio. Un silencio de sorpresa, de gozo y de tortura, cuya emoción quedó temblando en el cuarto.

De pronto don José María observó:

-Supongo que vendrá él solo.

-A caballo por esos desamparos y con tanto apuro, fuerza es que solo venga.

Callaron de nuevo. Afuera sonaba el viento al pasar encima de las cabezas de los árboles. Una lamparilla de aceite movía resplandores a los pies del Crucificado. Y en las mentes de ambos hombres, al temblor de la luz, oscilaron idénticos pensamientos: de acudir solo el sobrino, todo marcharía. Si ella le acompañase... ¡ah! entonces, acaso buscara el sacerdote parroquia afuera, un convento quizá, donde morir en exclusivo servicio de Dios -habíale advertido en diversas ocasiones- para dejarles a ellos mundo y hacienda.

Pero José Pedro se presentó solo.

Con la velocidad que le rindieron cuatro caballos en posta, voló sobre los campos y, como las del halcón que cumple vuelo, las alas de su poncho sólo se plegaron al pisar el suelo de su antiguo lar.

Habría medido con don Joaquín diez veces el largo del corredor, en repaso y comentario del percance, cuando hasta ellos llegó el vozarrón del cura.

-¡Eh! ¿Quién va?

Se asomó el huaso a la puerta:

-No, señor, no. No se me siente así de un salto en la cama.

-Usted hablaba con alguien.

  —116→  

-¡Buena cosa de oído zorrero! Tiéndase, quietecito.

-¿Quién es?

-¿Y quién quisiera usted que fuese, a ver? En fin, puede que no siga este pescado viciando estos aires.

-¿Verdad? ¿Ha venido?

-Y solo.

Reclinado sobre sus almohadones, el cura entornó los párpados y empezó a rezar.

Al abrirlos, vio a su sobrino delante.

Se miraron en silencio.

Y a poco las miradas se nublaron de lágrimas.

-Acércate. Dame la mano. Dámela, hombre. Ni que me tuvieras miedo. ¡Tú, tú con tu miedo, Caballo Pájaro! ¡Pájaro de cuentas!

Soltó entonces la risa. Soltaron ambos la risa, cogidas las manazas de hombres duros. Mas también dentro de aquel nervioso reír cuajó el llanto. Hubieron de soltarse las manos para reprimir un sollozo, el sollozo ronco y mudo de los hombres, el sollozo que se oye y no se oye, el sollozo grotesco y puro que se estrangula, se rompe y se oculta en el pecho como una vergüenza.

Sonreían al volver a mirarse.

-Nada, hijo, no me digas nada. ¿Tendrá tendida su cama, don Joaquín, este perdulario? Vendrá rendido.

-Ya charlaremos mañana.

-Y con calma.

-Tiempo hay. Buenas noches.

-Que descanses.

Pero José Pedro no estaba tranquilo. Si bien su tío mejoraba, y hasta se le autorizó pronto para levantarse a su sillón, él sentía el pecho afligido de temores por la salud de Chepita. Habíale dejado en cama, con un resfrío que complicaba los achaques del embarazo. Bronquitis y fiebre, vómitos y anemia convertían la falta de comodidades en excesivo sacrificio. Decidido tenía trasladarse, tan luego ella recobrase la temperatura normal, a cualquier pueblo socorrido, donde al menos hubiese médico y botica. En esto prodújose la llamada urgente de La Huerta. Ordenó por ello a Pascualote quedarse allá: correría con el aviso, de hacerse necesario regresar.

Y los días se deslizaban sin noticias.

  —117→  

Sentía pesar las noches sobre su conciencia. ¿Habría procedido en realidad como un loco? Mas ¿cómo sacrificar su amor, el amor de Chepita sobre todo, a la terquedad del viejo y al resentimiento vanidoso de misia Jesús?

La razón inclinábase de su parte, sin duda.

He ahí, sin embargo, que la trama gris del destino imponía la vida, y no la justicia que grita, exige y dicta en los corazones. Solía descorazonarle, aunque tembloroso de miedo católico, la llamada voluntad de Dios, tan incomprensible para el hombre. Durante aquellos días, al montar uno tras otro sus caballos regalones, al acariciarlos y recrearse en ellos mientras lo conducían en sus inspecciones del campo, llegó a envidiarlos: iban ellos por la vida indiferentes al objeto del viaje. ¿Por qué no puso Dios en las criaturas humanas igual indiferencia?

Salía por las mañanas a revisar sementeras, ovejería y pastoreos, a proyectar mejoras, a soñar con los cortafuegos y las represas, y en especial a disponer su vuelta con instalación de hogar. Pero el cura, no sólo no tocaba el problema de la pareja; lo eludía. ¿No tendría fin tanta testarudez? Al parecer, nadie lograría convencerle del absurdo de su actitud. De modo que si él se instalara con su mujer en sus propias tierras, ¿su tío buscaría parroquia, tal vez convento? Renunciar en cambio él a su fundo, al porvenir natural que la tradición de la familia le había trazado, tampoco resultaba ni lógico ni aceptable.

No. La solución surgiría de repente.

Desde luego, no retornaría él a la costa sin haber afrontado el asunto definitivamente. En caso extremo, sencillo era construirse una casa independiente y algo apartada, fundar allí el nido y de allí cabalgar a diario hacia las faenas. Poco a poco, viéndose cada día con el cura, urdiendo mañas que ablandaran peñas, aproximando corazones, ayudado por los niños que nacieran, se armonizaría la convivencia al cabo. Una decisión tomó, pues: no despedirse de don José María esta vez sin alcanzar antes el sensato arreglo.

Pero de sorpresa llegó Pascualote una madrugada. Veían a Chepita en peligro. La comadrona de Lagunillas anunciaba un parto prematuro y amenazado de riesgos. Urgía llevarle un médico. Ni la tos ni las calenturas cedían, y entre desvaríos y dolores, la frágil niña clama por José Pedro.

  —118→  

Sin demora, precipitadamente, antes de amanecer había que partir, recoger al médico en Melipilla y reventar caballos para llegar a tiempo.

El animoso y servicial don Joaquín, aunque sólo hasta fin de semana, después de haber vendido entre sus amigos carniceros unos novillos gordos por encargo de José Pedro, para suplir los dineros gastados en la costa y en el fundo, recibiría instrucciones para explicar el viaje.

Dispuso, pues, que Pascual enganchara el coche, que un peón se adelantase con caballos de repuesto a ciertos puntos del camino; escribió una carta para el huaso, quien no se contentaría con advertir al cura, sino que, con su astucia y su tino, realizaría por el sobrino las gestiones que frente al tío imponía la situación desesperada, y partió.

  —119→  

-Se nos viene la escuridá encima.

-Calladita se nos viene.

-Y este tiempo...

-A lo mejor se compone.

Dos huasos conversaban con Pascual. Sus voces tenían el son de rezo con que los campesinos hablan al anochecer. Estaban acodados en la vara trasera del caserón. Aquella construcción costina cerraba su patio con edificio sólo por tres lados; el cuarto abríase el camino de dunas y colinas y se defendía con aquel tallo de un álamo entero, vara de topear, barandal de reposo y charla y amarradero para las cabalgaduras.

Eran dos los forasteros porque tanto el cura como misia Jesús despacharon sendos propios en pos de José Pedro. Advertida por el médico de Melipilla, su leal doctor Marín, sobre rumbos para el viaje y ubicación de la casona, pudo la cuitada señora enviar su llavero. El clérigo, para quien secretos no hubo ya desde la visita de su sobrino, mandó por su parte a Mauro.

Llevó el regordete sacristán algún dinero y una carta inflamada de zozobra, perdones amplios y acogida sin condiciones.

Sólo que todos llegaron tarde. José Pedro, el médico, Pascualote, los emisarios llegaron tarde.

Al siguiente oscurecer, el doctor Marín salía ya, cansado y abatido, a sentarse un rato a solas, bajo los aleros, lejos, lo más lejos posible de la pieza mortuoria. Era un sesentón vulgarote y sensible, y era en ese instante, más que nada, un abatimiento por el esfuerzo baldío y una emoción que buscaba sombra y distancia para esconderse. Pena y disgusto sentía, por el dolor de aquella desgracia más para su vieja amiga y por la insuficiencia de su concurso personal. Días antes, tal vez hubiera sido eficaz el auxilio médico. Pero lo llamaron cuando el trance, precipitado por un morbo, se resolvía en tal hemorragia que Chepita se desangró inconteniblemente.

  —120→  

Su vulgaridad y su tristeza le dictaban reflexiones simples: en aquellas soledades, sin asistencia científica, cuántas infelices morirían así, en manos de una comadrona sucia e inocente; José Pedro, como cabía calcular -bien recordaba él aquel accidente que costara la vida en un estero a su sobrino Rosamel-, reaccionaba con virilidad muy suya; en cambio, la pobre misia Jesús, blanda y tras de tantos sufrimientos, ¿cómo recibiría este infortunio?

Siempre apoyados en el barandal, los propios atendían entretanto a Pascualote:

-Cantó el chuncho, ¿no le digo?

-¡Hum!

-Al empezar el viaje.

-Entonces...

-Tenía que suceder no más.

La conversación percibíase clara desde la penumbra en que se había refugiado el médico, y enredábasele a éste los pensamientos.

Y así tupió la noche. Primero había llenado la cocina, repletándola de tinieblas; mas al prender Sebastián, el capataz, su candil, allá frente al fogón, ella pareció huir y desparramarse por el paisaje, borrando paredones, ennegreciendo las lomas y los cielos.

El capataz se acercó a los forasteros:

-¿No piensan desensillar nunca esas pobres bestias?

Maneados y con los hocicos a un palmo del suelo, dormitaban su fatiga los caballos ante la vara.

Mientras los dos hombres quitaban monturas, e iban a tumbarse en la cocina, al doctor se le reaparecían las escenas recientes. Ese pobre Pepe Valverde, tarambana, loco, temerario y cuanto de él quisiera decirse, demostraba, sin embargo, bastante corazón. Sufría cruel y hondamente. Aun lo veía, lo tenía impreso en las retinas, yendo de acá para allá, con el mirar demente y cierta expresión de incrédulo ante la realidad. Cuando, ayudado por el ama Totón y dueño de una extraordinaria entereza, hubo lavado y vestido a la niña, la sentó sobre sus muslos fuertes. Entonces se desató en él un acceso de ternura violenta: abrazado al cuerpo exánime, hundió el rostro en el regazo de su criatura y lloró. Fue un llanto sordo, ronco, desgarrador, con algo de rugido de animal y algo de debilidad y el desamparo de un huérfano.

Hasta que hubieron de quitársela.

  —121→  

En adelante dejó hacer. Se sobrepuso, recuperó su hombría y buscó en qué actuar él también.

Ahora secundaba en los arreglos mortuorios. De los contornos acudían mujeres enlutadas a orar. El párroco del caserío, un viejecito con la calva color de hueso, la barriguilla en punta, las sotanas muy cortas y la piedad muy larga, ordenaba las plegarias de difuntos.

Y confundidas al eco devoto, volvieron a oírse las voces de los huasos en el patio:

-No sólo cantó, el maldito; lo vide salir después de la arboleda y cortar derecho a San Nicolás.

-¡Hum!

-Y por ehi mesmo, por donde cruzó el pájaro el río seco, aparecieron ellos.

-¡Hum! Más claro...

El médico intervino, saliendo de la sombra:

-Tu patrón, el señor cura, ¿no te ha enseñado que son falsas y tontas y ofenden a Dios esas alusiones?

Calló Pascual, respetuoso. Todos bajaron la cabeza.

Pero Sebastián, pisando en el prestigio de sus años, se atrevió a murmurar la estrofa de popular experiencia:


-El chuncho canta,
la gente muere.
No será cierto,
pero sucede.

Volviole entonces la espalda el médico, que a su vez pisaba en el pedestal de la ciencia, y se fue.

Los forasteros siguieron al capataz a la cocina. Tendieron sus pellones junto al fuego, donde pernoctarían. De alba deberían regresar con la triste nueva para sus patrones.

Esa noche no llovió, ni hubo ventarrones ni estruendo de mar. En reemplazo dulcificó los ámbitos de la casona el murmullo de las preces.

A la madrugada se transparentó la luna entre la bruma y aullaron los perros lastimeramente.

Los propios emprendieron la vuelta sin esperar la luz.

  —122→  

Y al fin abrió una mañana luminosa. Por vez primera en todo el invierno, cuando ya los ojos de Chepita no veían. Había sacado el viento su gran escoba y había barrido nubes, nieblas y tristezas del color.

-¡A buena hora! -dijo un inconforme.

Otro corrigió:

-Menos mal porque tendremos que andar leguas.

Y como si ello hubiera sido una orden, las docenas de rústicos se removieron, se juntaron y empezaron a dar formación al cortejo. Habían acudido de posesiones y rancheríos, enlutadas las mujeres, los hombres cada cual con algunas florecillas silvestres. El mandamiento cristiano de sepultar a los muertos y cierto anhelo romántico de mezclarse al misterio de «la señora del caserón» reunían la parroquia entera.

Sobre unas parihuelas yacía el féretro y lo cubrían todos los lirios abiertos en el cercado parroquial.

Cuando el cortejo se puso en marcha, cientos de gaviotas aparecieron volando bajo el sol.

-Ángeles -aseguró el ama, deshecha en lágrimas-, ángeles que el Señor le manda a mi hijita pa que le hagan compañía.

Nadie pudo reír de la ingenua dolorida.

Anduvieron en silencio. Anduvieron cabizbajos, anduvieron, anduvieron, ya descendiendo, ya retrepando los cordones del lomaje. Faldeaban recuestos, sorteaban vegas, elegían senderos de alivio. Recordaban las columnas de romeros en peregrinación a las santas ermitas. De rato en rato los hombres se turnaban en los brazos de las angarillas. Eran reemplazados los rendidos y sudorosos.

José Pedro iba también a pie, delantero en el acompañamiento. Ni lloraba ni nacían ideas en él. Obsedíale un deseo sólo, ciego y fijo: sacar el amado cuerpo del ataúd horrendo, cogerlo en brazos y así, apretado contra el corazón, llevarlo él como un padre a una hija pequeña y dormida.

No supo cómo, a mediodía, se hallaron en el empalme de la carretera.

La peonada de La Huerta esperábales allí con el coche. Se colocó dentro el cadáver, se despidieron los costinos y el andar pudo acelerarse.

El cortejo se hizo entonces afiebrado, áspero, y acaso más fúnebre: todo negro bajo el sol ardiente. Porque todos vestían ahora   —123→   prendas de duelo; unos, el poncho de Castilla; otros habían forrado en negro la manta de colores; cubiertas de crespón estaban las testeras de las cabezadas y las cintas de

los sombreros, y hasta los caballos habían sido elegidos entre los más teñidos tordillos. Cabalgaban ahora todos, José Pedro siempre a la cabeza, entre los compadres, que habían conducido a los peones hasta el encuentro y a él habíanle traído el terno de Semana Santa para que vistiese luto de rigor.

Pronto la cabalgata se tornó carrera impuesta por el sol y la penumbra, pues a Melipilla debía llegarse a más tardar en el crepúsculo. Apenas hicieron alto en la posada, para que se les unieran los sirvientes de san Nicolás.

Pero en el cruce del camino real con el callejón de La Huerta les detuvo el cura Valverde. Revestido con roquete y estola, les aguardaba para un responso. Su responso, único acto con el cual permitíale su pierna baldada participar. Hubo, pues, de apearse el huaserío y, descubierto, rodilla en tierra, oír antífonas, capítulas y responsorios. Tan sólo cuando dijo el responso final, asperjó el agua bendita y devolvió el hisopo al sacristán, miró a su sobrino. Desde lejos lo bendijo y regresó a sus casas.

José Pedro lo vio alejarse apoyado en el bastón.

Mauro los sostenía de un brazo. Una tristeza más. En fin, que se cumpliera la voluntad de Dios.

A Melipilla entró el funeral con solemnidad. Los mercedarios recibieron los restos en su iglesia y, como había caído la noche, tras breves oraciones, cerraron: la misa de réquiem oficiaríase a la mañana siguiente.

Hospedaron a José Pedro los dos compadres. También ellos dispusieron una merienda y algunos jarros de vino para la servidumbre y la despacharon de regreso a los fundos.

José Pedro estaba rendido. Probó unos bocados apenas; bebió, sí, buenos sorbos, y se tumbó en la cama. No ansiaba, sino sumergir el alma en el negro mar del sueño.

Se levantó repuesto. La misa, cantada, le pareció larga y aparatosa.

Después un fraile se le apersonó:

-¿Van a sepultarla en Melipilla o en Santiago?

-En Melipilla.

  —124→  

-Porque la madre tiene dispuesto en la capital su mausoleo de familia.

-Pero yo, que soy el marido, tengo el mío aquí, donde mis padres reposan y reposaré yo.

Tan cortante respuesta hizo inclinarse al mercedario:

-«Intelligenti pauca». Dispense.

-No hay nada que dispensar.

Luego, en el locutorio, a la hora de firmar los registros de difuntos, se topó de manos a boca con las Lazúrteguis. Les insinuó una venia. Pero sólo respondió la hija; la señora se apartó, fue a cambiar unas palabras con el monje de la consulta.

José Pedro percibió que decía:

-Así paga el diablo. Mal. Y peor a quienes se empeñan en servirlo.

Volviose él a Marisabel entonces:

-Esta carta -le dijo sacando una del bolsillo- me llevó el propio de tu mamá. La recibí sin reparar a quién venía dirigida. Era para Chepita. La pensé guardar, sin abrirla, como una reliquia. Hoy, por el tacto, sospecho que tiene billetes de banco y... ¿Quieres tú devolverla?

La muchacha cogió la carta y echose a llorar.

Él no pudo entonces contenerse: lloró también. Y ambos se abrazaron en silencio.

Al cabo preguntó José Pedro:

-¿Tú me odias, Marisabel?

-No. Yo siempre te comprendí, estuve siempre contigo, y con ella.

-Volvieron a estrecharse, ahora larga, emocionadamente. Y esta vez ella sola, temblorosa y bajita, lloró sobre el pecho alto y firme del mocetón.

De cuanto en seguida se cumplió, los pasos del entierro en especial, jamás quiso el viudo acordarse. Como lo sentiría por el resto de su vida, pertenecerían, ellos sobre todo, a esos fantasmas de un pasado que la sensibilidad repele y quisiera desesperadamente borrar, a esas reapariciones que duelen tanto en el corazón que se niega el ser entero a recibirlas y les cierra las puertas del presente; serían siempre la punzada en el alma, la insufrible lanzada del remordimiento.

  —125→  

Pero en los fuertes el remordimiento vive activo sólo mientras dudan de haber procedido bien o mal. Luego, fatalmente languidece. ¿Que se convencen de su culpa en el daño? Permanecerá grave la falta dentro del juicio, pero muy liviana ya sobre la sensibilidad; pues hecho consumado, para el hombre bien dueño de sí, es hecho muerto, y no hay tortura sino mientras los hechos obran en pie contra el instinto defensivo.

José Pedro, aun en medio de su dolor, manteníase amo de su personalidad. Discurría y sacaba saldo. «Así paga el demonio. Mal. Peor a quien se empeña en servirlo.» Estas palabras de la suegra le acosaron detrás como un perro furioso que persigue ladrando. Traíanle molestia porque le acusaban; pero ¿correspondían estrictamente a la verdad? Él había procedido tal vez con poca previsión, hasta con muy corta inteligencia. Debió acaso comprender a tiempo que una fuga en el invierno, tratándose de criatura tan delicada como Chepita, exigía para refugio lugar más socorrido. ¿Y si había que buscar justo el escondite menos accesible? De ceder el cura, de no haberse opuesto misia Jesús, aquello no habría pasado. En consecuencia, no era de él toda la culpa. Muchos yerros son así, concluía, hijos de nuestra voluntad apenas en parte, y en considerable medida fruto de la intervención inevitable del prójimo en nuestros actos.

Además, eso del diablo... ¿El diablo? Bueno, sí: el mal. De algún modo hay que nombrarlo. Él había sonreído siempre un poco, allá en el fondo de su alma católica, cuando del demonio se hablaba. Creía en el mal, hasta en la existencia de una fuerza maléfica que acecha escondida en todas las encrucijadas. Denominarla fuerza, en seguida espíritu del mal, después diablo, Satanás o demonio, era cuestión de subir peldaños en la jerarquía de las ideas y sus palabras, o de bajarlos. Para dirigirse hacia el pueblo ingenuo ¡claro! había que descender. Lucifer concretaba una figuración útil, al alcance de todos. Sin embargo, esas   —126→   personalizaciones materiales o cuasi materiales, de los poderes que intervienen en la psiquis no cabían en él cómodamente.

Pensaba poco en ello, cierto. No quiso nunca formularse dudas que disminuyesen su fe católica. Él creía, firme, segura, indiscutidamente. No sobre fundamentos de la fe, teóricos y un tanto de paporreta, enseñados en el seminario; lo más claro no lo aprendió en cátedra, habíalo escuchado de su tío, cierta vez en la cual se divagó sobre la verdad, o mejor sobre la Verdad que los filósofos discuten y que, a fin de cuentas, no sabía él -y acaso nadie- a qué se refiere de modo preciso y categórico.

De lo dicho por el clérigo Valverde, dedujo él en síntesis: la verdad es unanimidad, el «consensus omnium», lo que todo el mundo, tras de discurrir, sopesar y convenir, acaba por creer que es cierto. Por lo tanto, es la fe. Sin fe, no se cree; fe católica significa fe universal, es decir, el consensus omnium, lo que todos unánimemente aceptan como conclusión. Quienes nada creen ven la verdad como un enigma, no la ven. En suma, sin la fe católica no había verdad absoluta.

Recordaba él haber objetado:

-Así, resulta la verdad algo relativo, condicionado a que lo crean. No es nada en sí.

-Por eso te digo -confirmó el cura-, no hay más verdad que la fe. Quien la pierde... ¡adiós!... se queda sin verdad.

Había soltado, en seguida, el tío una de sus cloqueantes risas, luego se había parado en larga pausa, para proseguir al fin:

-Pero Caballo Pájaro, hijo, si esto acontece aun con las pequeñas parciales verdades de la vida cotidiana, de los sucesos terrenales. ¿Qué ocurrió aquí o allá? Unos aseguran que esto, otros que aquello. ¿Y qué sienta como veredicto al final la historia? Aquello en que todos se ponen de acuerdo: lo que se hace unánime por la creencia.

José Pedro quiso establecer entonces, hablando como para sí:

-Sobre la verdad absoluta, en el plano metafísico, nada sabremos jamás en este mundo, ni deduciendo, ni por inducción, ni a raciocinio, lógica u otro recurso de la inteligencia.

El clérigo alcanzó el pensamiento de su sobrino:

-Únicamente con los atisbos de la revelación.

La revelación. El mozo considerábase tan lejos de aquello... En el fondo, tampoco le inquietaba. Carecía de impulso místico. Obedecer   —127→   las leyes de la vida, ¿consistiría en esto el acuerdo único posible con la infinita sabiduría?

Pensar demasiado le causaba fatiga, y hasta un poco de miedo, por lo demás.

Empero, las palabras oídas al cura sobre la verdad explicándole por qué ahora el sacerdote, viejo y ya desprendiéndose de la tierra, se hacía místico, practicaba la beatitud el día entero. ¿Perseguiría los contactos que los santos lograron?

Porque don José María, que ya no decía misa sino los domingos -licencia para ello consiguió, por lo dañino que le resultaba el vino, dada su enfermedad- rezaba todas las horas, acrecía las practicas pías, los actos de adoración y el empinamiento hacia Dios. La edad, los achaques y por último el quebranto causado por el drama de los amores de su sobrino, del cual sentíase bastante responsable, le conducían ahora de lleno a la religión. Pensaba ya en Dios como lo hicieran los místicos, buscando la identificación con el reino de los cielos y, si no el éxtasis, al menos la paz un tanto nirvánica y a la vez un tanto exaltada en que para la contemplación.

Quieto, sin eslabonar sus horas en sucesos, aun el tiempo desaparecía para él. Aquello era un poco anticiparse a la eternidad; porque ¿existiría el tiempo si no hubiese acontecimientos que lo marcasen y midiesen? El tiempo habría muerto si todo se quedara de buenas a primeras inmóvil. Y así, muchos puntos semiolvidados de teología y metafísica le inmergían en una región clemente, desde la cual se podía esperar el tránsito de la muerte. La eternidad, el tiempo, el pecado, el destino, el albedrío, las jerarquías, los poderes y las dominaciones se fueron amalgamando para él en una filosofía personal y acomodaticia.

-Como ha vivido usted tanto... -le dijo en cierta ocasión José Pedro.

Replicó él, en un suspiro:

-Comprendo: me hallas cambiado. ¡Ah, hijo, vivir: pérdida paulatina del origen y del porvenir!

-Pues ya me quisiera yo haber vivido tanto y haber alcanzado su experiencia, tío.

-Tampoco sirve mucho la tal experiencia, Caballo Pájaro. Se compone de unas cuantas chauchas, de otros tantos cincos y de un amontonamiento de centavitos de cobre, con todo lo cual bien poco logramos adquirir.

  —128→  

José Pedro calló. Toda esa madurez la llamaría él más bien falta de juventud, pérdida de vigor. Algo muy triste, sí, para un Valverde. A don José María Valverde, al hombrazo admirable, se le acababa la fuerza. No; no quisiera él envejecer de tal guisa. Ojalá su pujanza no le abandonase ni en la hora del último suspiro. Él... Recordó la expresión de Horacio que cierto maestro del seminario le aplicó una vez: Majores penna nido. Exacto. Él tenía las alas mayores que el nido. ¡Y a Dios gracias!

Sin embargo, aunque ahora vivía lanzado con ahínco a las labores del fundo, el fracaso de su amor y el dolor que sufría le habían contenido los alocados afanes de la juventud. Quieras que no, hacía un alto en su camino y deteníase a reflexionar un poco más hondo. Salir muy de mañana, encarar con tesón las faenas, no abandonar las ilusiones acerca de los progresos agrícolas, sí, todo ello: pero con algo más intenso y maduro. Semanas de semanas había cabalgado con su borrasca interna por en medio de la paz de los campos, alicaído y maltrecho; ahora volvíanle la serenidad y la firmeza, más robustecidas por algo que las prolongaría.

A las horas de siesta, deseó leer.

Buscó libros entre los pocos del cura. Se llevó para la cabecera el «Parnaso latino», aquel viejo volumen con un Pegaso en la cubierta estampado en oro, que de párvulo le arrancara el asombrado grito: «¡Un caballo pájaro!» Y pronto le pareció haber descubierto un tesoro.

Cierto que las lecturas le favorecían el sueño: al cabo de tres o cuatro páginas, fuere porque después de leer la versión castellana le pluguiese cotejarla con la original en latín que ponía enfrente aquella edición bilingüe y tratase de rememorar enseñanzas de seminarista, fuere por la densidad de los textos y la deficiencia de su mente, quedábase dormido. Mas durante el sueño los conceptos recibidos obran sobre lo subconsciente y cultivan. A él siempre le importó poco, en tales lecturas, la más exacta o más incierta incorporación de las ideas a su memoria. No ambicionaba ilustración. Ni falta que le haría, según él. Pero las dádivas clásicas operaron sigilosas e inadvertidas, como savia en la oscuridad, y tornáronle más jugoso el espíritu.

[...]1 tica difundida en cátedra por doctas lecciones sin eco en las raíces humanas. De las remotas clases conservó, eso sí, una vieja simpatía por San Agustín. El santo había escrito: «Credo quia absurdum», o sea:   —129→   «lo creo porque es absurdo.» Y la sentencia le había conquistado, por lo sincera. Bien, se dijo, muy bien. Eso era de hombre, honrado y valiente. Hoy lo aprobaba como ayer. En el seminario le advirtieron que se atribuían por error a San Agustín esas palabras, pues tan sólo enseñara el sabio que propio es de la fe creer sin exigencias de comprensión. Pero esta enmienda le pareció siempre cobardía. Pensaba él que habría dicho aquel doctor de la Iglesia, de seguro, lo que hoy pretendía desteñir un clero tímido; puesto que cuando uno se topa con lo incomprensible, cabalmente, es cuando se rinde y cree. ¡Bonito sería comprender y creer sólo entonces! Quien comprende sabe; a quien ya sabe. una cosa, ¿qué falta le hace creerla? Se cree porque no se comprende. ¿No predicó San Pablo el «Deus ignotus»?

Así creía él, por lo menos. ¿Como un loco? Tal vez.

Horacio, el poeta que torcía el gesto de los eclesiásticos, le dio de repente la razón: «Desipere in loco», ponía como final de un verso al aconsejar a Virgilio que reemplazara en determinados momentos el seso por un poquito de locura. Sí; así podía creer. Así, y con el corazón, muy adentro, con ese poco de misterio que todos llevamos oculto y que condujo a Ovidio a cantar que Dios dio al hombre un rostro vuelto hacia el cielo.

Nadie habría supuesto a Pepe Valverde encendido en poesía, sobre todo viéndolo actuar y sostener genio y figura. Sin embargo, el dolor había venido y madurado lo que hasta entonces fuera puerilidad o retraso.

Por aquellos meses, pues, pasó de mozalbete a hombre.

Y aunque iletrado casi, cuando ahora se hallaba en medio de alguna quebrada entre montañas, donde los ecos se agrandan, se multiplican y resuenan, solía decirse que así eran los poetas.

Otro bien le trajo este alto en el camino: ya no sólo podía recibir sin abrumarse los remordimientos y sin llorar las apariciones de fantasmas del pasado; también explicarse un error de las gentes. Él había llorado muy poco en su vida, cierto, aun durante su infancia y aun delante de Chepita muerta. Negábanle por esto un corazón sensible. ¿Por qué? ¿Porque no le anegaban en lágrimas así como así los trances y las penas? Suele calificarse de almas sensibles a quienes lloran al más leve sufrir; de duras, a aquellas a quienes el llanto viene con dificultad. Como si rebasar un vaso grande y uno pequeño fuera lo mismo. Tampoco extrañábale ya hoy que le brotaran a él las lágrimas en la alegría más a   —130→   menudo que en el sufrimiento: la alegría reduce el corazón, mientras el dolor lo ahonda.

Y si no, ¿por qué se derritieron sus ojos cuando lo abrazó Marisabel en el locutorio de los mercedarios? Pues, por eso, por la dicha repentina que le produjo el verse comprendido en tan cruel momento.

Tuvo cómo comprobarlo después repetidas veces.

Los domingos, si no llovía, ensillaba uno de sus mejores caballos y dirigíase al cementerio de Melipilla. Pues bien, a menudo sorprendíase allí a punto de llorar. ¿Era por Chepita, esa blanda emoción? Cuando no iba Marisabel, su pena le transía seca: muy honda, muy dura, muy cruel, pero sin lágrimas.

En estos encuentros con la cuñada tuvo diversas comprobaciones.

De los rencores contra el raptor y contra el «inquisidor facineroso» primero, y a causa del trágico final de su hija después, había germinado en misia Jesús un odio ciego a su yerno y a cuanto a él atingiese. Tanta repulsa, tanto encono, que no toleraría verlo más en la vida ni que se le nombrara en su presencia. Fomentaba el mayordomo esta inflexible aversión; y a pesar de las denuncias que por conducto de Marisabel hízole llegar José Pedro, con datos y fundamentos, ella, por la enemistad, precisamente, lo conservó inamovible. La niña, en cambio, habíase convencido sin demora de que aquel truhán merecía despido y castigo; mas nada valía para el caso ella, aun cuando poseyera un temperamento activo, apasionado, muy opuesto al dócil, sumiso y dulcísimo de su hermana.

Esta Marisabel, con sus ojazos despiertos y vehementes, con su fogosidad y su prestancia, con su figurita menuda y llena de bríos, con su dolor y su fraternidad inflamada de arrebatos, hacía a José Pedro mucha gracia, y la gratitud hacia ella matizábase de singular encanto.

Una tarde, mientras al tranco del caballo regresaba del cementerio, se preguntó por qué al evocar la entrevista reciente despertó en su sensibilidad cierta reminiscencia de la primera niñez. Habían traído a las casas del fundo un cabrito. Verlo en la mediagua de la cocina, con su encantador continente de niño, oírle su vocecita de juguete, encontrarse con su mirada tierna, pasarle la mano por el blanquísimo pelaje de seda y prendarse de él fue todo uno. Después, en el almuerzo, con un guiso delante, se dio cuenta de que aquello era nada menos que su cabrito. Lo habían muerto, lo habían guisado y lo iban a devorar. Una sorpresa lancinante le lastimó el alma. Se le antojó aquello incomprensible   —131→   y malo. Más que de piedad encendiose de cólera contra los asesinos de tan adorable bestiezuela. En seguida se comió íntegra su ración. Era la más deliciosa carne que había probado hasta entonces.

Aquel animalito tan vivo y tan musical, tan puro, tan gracioso y que a tanta fraternidad movía, ¿qué nexo tendría con Marisabel a través de los años? Bien raros contactos tomaban seres, sentimientos y contrasentidos dentro del corazón.

Corazón de Valverde, se dijo. Corazón de hombre.

Sonrió, tan pronto y tan sin remedio como había devorado antaño el guiso.

Y clavó espuelas acelerando la marcha.

  —132→  

-Mire cómo viene su compadre.

-Y el pingo es de lo bueno.

-Ha manejado siempre bueno don Eliecer.

-Menos cuando huaina y pililo.

-¡Quién lo vido y quién lo ve! -intervino el viejo peón que amarraba por las cuatro patas una oveja.

Se quedaron los tres mirándolo llegar. José Pedro y don Joaquín, regocijados al observarlo. Solemne y rítmico al paso de su bestia, venía pegado a los álamos. Aquello no era sino costumbre de buscar sombra; pues si los árboles adelantaban la brota de primavera, prendíanse todavía escasos moños verdes.

Le dio la voz don Joaco:

-¡Jojó! Aquí, compadre.

Él detuvo su mulato, con ceremonia y majestad; se apeó, colgó las riendas sobre la cabecilla, introdujo la chicotera entre los pellones y, al son de sus espuelas, hizo entrada por último al corral de la ovejería.

-¿En la esquila ya, don Pepito? Dios me lo guarde, mi señor. Buenos días.

Burlesco, don Joaquín salpicó el apretón de manos:

-¡Buena cosa, compadre! ¡La horita de aparecerse! Nosotros aquí, como los hombres, desde que cantaron los gallos, y usted entre diez y once, a la hora del cacareo de las gallinas ponedoras.

-¡Sí como no! Cualquiera se figura que yo también alojé aquí anoche.

-Bueno; ya, cacaree, ponga su huevo y ayúdenos a domar esta gringa chúcara.

En cuclillas, José Pedro y don Joaco intentaban manipular una tijera esquiladora, novedad del progreso para el campesino por esos años   —133→   aún. Tenían ante sí tumbado al animal y no acertaban con la manera de trasquilarlo a la moderna.

-Quiere maña, esta diabla.

El viejo peón dijo:

-No hay como el cuchillo.

Lo miró don Eliecer y:

-¡Hombre! -exclamó reconociéndolo-. ¡Tanto tiempo! ¿Cómo le va, ño Herrera?

-Lo mesmo que a usted, patrón, cuando era pobre.

Volvieron a caer las risas encima de don Eliecer.

-Yo no me rindo -gritó Pascualote más allá- y apuesto que a la larga cunde más el trabajo con esta herramienta.

-Donde ya la usan bien, acaban la esquila en la mitad del tiempo que antes.

-¿Ajá? ¿No digo yo?

-En cambio fíjese ahora...

En efecto, para trasquilar los mil ovejunos de La Huerta, era menester juntar a todos los hombres en servicio por una larga semana. Se reunía el ganado dentro de los corrales ovejeros; a la sombra de una ramada protegíanse los viejos y los sirvientes de algún rango, y el resto, sentados en semicírculo frente a la masa, cada cual con su trozo de piedra de amolar al lado, en la que debían afilar sin descanso el cuchillo, iban recibiendo las ovejas una tras otra. Cortaban lanas a raíz, afeitaban casi, a tajitos rápidos y cuidadosos, primero pelando pescuezo y extremidades para concluir con el cuerpo. Hasta que salía entero y perfecto el vellón. Entonces lo torcían en dos como una soga floja y cuando alguno había formado pila suficiente, acudía el llavero a recoger.

Era, sin embargo, faena entretenida y aun alegre.

Los corrales de la ovejería estaban en el recuesto suave de una loma verde, a cuyo término una lagunita repetía en su espejo los cielos y los montes; había siempre a sus orillas alguna garza como centinela blanco y rosa, y detrás erguíase inmóvil festón de boldos tupidos y oscuros. El camino carretero deshilachábase abajo en sendas que se iban campo arriba delineando caprichos sobre los faldeos. A menudo pasaban grandes nubes y todo el paisaje cambiaba de color. Y en el celo de los pájaros tenía principio el canto de la primavera: revolaban chillando los queltehues por encima de las vegas, la garza solía responderle con   —134→   su guitarra de una sola cuerda, entre las tórtolas algún pidén escondía la voz y hasta los pequenes, cacharritos grises sobre los montículos de sus cuevas, atornillaban y desatornillaban en sus hombros de viejecillos las cabezotas atónitas.

Los peones valíanse de sus niños para que les pillaran las ovejas; y entre los balidos de crías y madres, las algarabías de los chicos y las gracias inteligentes de los perros para rejuntar el piño alborotado, surgían a volatines los dichos y las risas.

Cuando Pascualote hubo esquilado su primera oveja y la soltó a la masa, saltó una carcajada unísona. Mientras en las demás aparecía lisa la huella del cuchillo, en ésta, mondada con las tijeras, erizábanse mechas, bigotes y pinceles empapados en sangre.

Pero con el avanzar de la mañana y el vacío de los estómagos extinguiéronse aquella vez poco a poco las chirigotas. Había cambiado además el perfume de la brisa: ya venía, desde la ramadilla donde se guisaba el rancho, tufillo a mote y porotos, a chicharrones y ají de color.

Dieron todos los ojos en virar entonces hacia la cocinera, jamona de ancas fatigadas y cara oscurecida bajo enorme chupalla de palma.

Fuma, charla y discurre, se iban pronto a las casas el patrón y sus visitas:

-Yo me intereso, don Pepito, por algunos corderos.

-Como todos los años, don Eliecer.

-Un par de arreítos no más, para vender un lechón aquí, allá otro... ¡en fin!

-Sólo que como los clientes de mi compadre son pobrecitos... y pechoñitos como él, no pagan mucho -entrometiose don Joaco.

Y entre ironías y remedo, regateo y broma, llegaron.

El almuerzo se animó de comentarios, cálculos y planes.

-¿Señalaron buen lote de borregas para incrementar la crianza? -averiguó el cura.

-Y de puro merino.

-Con esas ovejas de mucha edad, pienso salar chalona.

Aquel charqui ovejuno, introducido del Perú como ejemplo de provecho, aumentaría la suculencia de la comida para los trabajadores. En fin, cueros, grasa y sebo se beneficiarían como siempre; y salvo algunas docenas de corderos que, capones, cubrieran el consumo del año, lo demás...

  —135→  

-De lo demás disponga, don Eliecer.

-Pero pague un punto más, pues, compadre.

-¡Ahora sí! No protestan los bueyes y chilla la carreta.

El cura se divirtió con las burlas y se declaró satisfecho.

Días adelante se halló el total de lana enfardado para enviarse como de costumbre a Valparaíso. Como a José Pedro le repugnaba conducir él esta vez la expedición -reandar los lugares de su drama reciente habría sido recrudecer penas-, don Joaquín aceptó ir él hasta el exportador inglés.

Sumadas las mulas del fundo a las que aportó don Joaco, se cargaron varias piaras.

Pero hubo por esto que reclutar gente.

Pascualote presentó a un primo suyo, un tal Bruno. Alto, delgado de aspecto pero con espaldas macizas y cuello de potro, era tipo singular y simpático. Hablaba grueso y a borbotones y, a cada frase un tirón, se hacía girar el sombrero en la cabeza. Sus conversaciones solían medirse por el número de vueltas que sufría el chupallón y constituía motivo de apuestas el acertar si el lazo de la copa se detendría por fin a la derecha o a la izquierda.

A José Pedro le interesó Bruno desde el primer momento; porque aun cuando naciera y se criara en otros campos, este muchacho decidió venirse a La Huerta cuando supo que los Valverde, tío y sobrino, eran «dos hombrazos».

Al recomendarlo, Pascualote, concluyó diciendo de él:

-Como le digo, patrón: muy macho, malhablado y todo.

Y en efecto, Bruno largaba cada barbaridad en su charla, que se le oía entre risas y sorpresas. Su verbo más venial era joer -así pronunciaba- y no concluía locución sin exclamar: ¡Pucha! Lucía un rostro de bronce como su primo, pero, aunque más achocolatado, más fino de rasgos. Sabía herrar y tusar, torcer y sobar látigos y cuanto con los equinos y sus híbridos se relacionase. Desde niño había soñado con ser soldado y pelear.

Esto colmó la simpatía de José Pedro; a tal punto, que vio en el mocetón figura de porvenir, tanto en el Oficio de arriero como en otros proyectos que a veces le tentaban entre ciertos sueños para el mañana. ¡Qué pareja de ordenanzas y alguaciles, Pascualote y Bruno!

Dispuso José Pedro que ambos primos formasen entre los arrieros de la tropa en este viaje al puerto. Los puso desde luego a ordenar   —136→   amarras y sobrecargas, a remendar aparejos y componer morrillos.

Pero antes de que los expedicionarios se despidieran, José Pedro pidió a su tío una venia:

-Quisiera -le dijo- traerme a Sebastián y su mujer.

-¿Promesa de gratitud?

-No sólo eso, tío. Esta casa, en manos de lechadoras que vienen por turnos a guisarnos la comida y a tender las camas, no anda muy bien.

-Como tú quieras, hijo -asintió don José María.

Y se convino en que, a la ida, don Joaquín tratase con Sebastián, lo llevara como experto y capataz en el arreo y, a la vuelta, sirviéndose de las mulas desocupadas, lo trajese con la Totón y sus trastos, y cacharpas.

Tuvo aún este asentimiento del cura una secuela: días después, mientras José Pedro picaba tabaco y recortaba hojas de maíz para sus cigarros en el corredor, vino el viejo a sentarse a su lado y le dijo:

-Bien me parece que acojas a esa gente que tan leal se portó contigo. Pero piensa además que, por si con el tiempo vuelves a casarte, debes ir preparando esta casa.

José Pedro se detuvo en su tarea.

-No te sorprendas; escucha. Para entonces, probablemente, ya el Señor me habrá recogido a su seno. Y así sea. Bueno; como yo quisiera conocer tu hogar, aunque sea en las cosas materiales, te pido que vayas realizando tu proyecto de construcciones y ensanches.

Hubo una pausa. En los ojos de José Pedro leyó acaso el clérigo un pensamiento: bien pudo hacerse aquello antes y evitarse así la desgracia; porque se anticipó al posible comentario:

-Yo te había perdonado, Caballo Pájaro. No querría el cielo que mi perdón alcanzara tu ventura. ¡Qué hacer ya!

El muchacho reanudó entonces nervioso la picadura.

Y él agregó:

-Y se me ocurre que pude haberla llegado a querer.

No estaba José Pedro en ánimo para recriminaciones. Las ideas, por lo demás, se agitaban en él entreveradas de emoción. Continuó en silencio.

Hasta que don José María, en pauta de quien contiene lágrimas, habló de nuevo:

  —137→  

-Hay más, Caballo Pájaro, hijo. Atiende: yo no viviré ya mucho, estoy arreglando las cuentas de mi conciencia y... quiero pagar una deuda. Soy en buena parte culpable de tu desastre. Lo confieso, debo confesarlo. Pues bien, hijo, te pido que me perdones.

Del pecho le subió a la garganta un sollozo asfixiante a José Pedro. Lo contuvo y apenas se le ocurrió decir:

-Tío, válgame Dios, no faltaba más.

No se abrazaron porque no podía levantarse de su sillón el viejo; pero se cogieron ambas manos y, mudos, se las estrecharon largamente.

  —138→  

Con frecuencia le preguntaba el sacerdote a José Pedro cuándo emprendería las obras de la casa.

El muchacho respondía con desgano:

-Más adelante, tío, después de las faenas, después. Y según, también, lo que ganemos en las cosechas. Hay tanto que hacer...

Los peones todos estaban ocupados en los barbechos para los trigos venideros y en la chacarería, que pedía riegos, aporcas y limpias. Luego vendrían rodeo, matanza y salazón de charqui; en seguida, la siega, la trilla y el aventar, larga, paciente labor a voluntad de los vientos; por último, recolección de chacras y desgranadura del maíz, en las trojes.

-Hay para meses.

Virtualmente, había comenzado, sin embargo, el trabajo de ensanche: las vigas aserradas por Pascualote se labraban ya bajo las azuelas y seis alfareros contratados afuera cocían tejas y ladrillos de pastelón.

El sobrino entretenía las vehemencias del tío exponiéndole proyectos y planes arquitectónicos. Las casas completaríanse con bodegas, quesería en forma, saladero para las carnes, pesebreras, gran sala y varios dormitorios más; todo lo cual encerraría un patio de asoleados y tibios corredores que mirasen al norte y fueran refugio y solaz en el invierno. Correría el patrón a un flanco y habría escaños, y en medio noria nueva con brocal, y hasta granados tal vez, que abriesen las bocazas rojas en sus risas de otoño. Mas en el fundo mucho agrícola faltaba realizar: cortafuegos para el monte, como ya lo advirtiera en diversas ocasiones; aquí y allá, estratégicamente, represas para sujetar las aguas de las lluvias y difundir el riego a una potrerada mayor, y plantaciones de álamos, y la sonada pequeña viña, y algunas carretas aún...

En el fondo, hubiérase alegrado José Pedro de hallar más motivos de dilación. Porque le dolía iniciar desde luego esas mejoras de la casa. En soledad y viudez, el apresurarse antojábasele hasta traidor a Chepita.   —139→   Ese tardío disfrute de comodidades provocaríale por último sonrojo frente a la vieja Totón y a Sebastián. Había llegado esta pareja; servíanle con cariño; pero sus ojos querendones, cuando atendían a esos proyectos, parecían esconder un huraño reproche. Como que cruel, absurdo era que no aprovechase la cándida niña tales bienes.

Tarde o temprano, todo se haría así. Pero que corriera un poco el tiempo y suavizara contrastes siquiera. Por ahora, que aguardase don José María. No, no tenía él valor aún.

Su ánimo nostálgico, turbio por este flujo de reflexiones y sentimientos, impidió asimismo cuanto se tradujera en goces y fiestas durante las tareas agrícolas. El rodeo se limitó a recuentos, marcas y señales; no se corrió vaca ni novillo, ni hubo proezas, cantos ni chingana. E igual se desarrollaría la trilla. Tampoco fueron permitidos ese año los mingacos, a pesar de lo mucho que reanimaban a los chacareros. Nada debía turbar el duelo de La Huerta y nada lo turbó. Guardaron todos luto riguroso, que si el patrón mostrábase doliente fiel y observante austero además de las reglas del señorío, también sabían empleados, inquilinos y gañanes cumplir dentro de su jerarquía los deberes de casa grande.

En vísperas del Día de Difuntos, empero, tuvo José Pedro un alterador encuentro.

Fue al cementerio, acompañado por Sebastián y su mujer, para cubrir de flores la sepultura. Cuando llegó, estaban allí Marisabel y misia Jesús con su mayordomo. Se le habían anticipado a ornar de lirios y rosas la tumba de Chepita.

Como siempre, verlo y volver la espalda fue uno para la señora. No correspondió siquiera al saludo de sus viejos sirvientes; se alejó soberbia, seguida por su mayordomo.

Marisabel, en cambio, permaneció arrodillada, rezando.

Bien. Nada de aquello había de causarle a él extrañeza; de modo que se puso a esparcir sus ramos y colgar sus coronas. Al cabo hincó las rodillas él también y rezó junto a Marisabel.

Cuando concluyeron e iban a retirarse, él le preguntó:

-¿No te acarrearé un disgusto si te acompaño?

-No. Y mamá debe ya de aguardar en el coche, afuera.

Caminaron, pues, el uno al lado del otro, aunque sin hablar, pues en ella no cesaba el llanto.

  —140→  

Bajo las acacias del pórtico, tendió él la mano para despedirse.

Y entonces, inesperadamente, acaso por hábito galante, se le ocurrió decir:

-Bueno, Marisabel, no llores más. Me conmueves y... yo no sé sino una manera de consolar a las chiquillas bonitas.

Se arrepintió en seguida de oírse la ocurrencia: Marisabel había palidecido. Lo miraba fijamente, llena de sorpresa y como queriendo escrutarle a fondo los ojos. Sólo sus manos parecían hablar. Unas manos blancas, excitadas y excitantes.

-¿Te ha molestado, tal vez, mi salida de mal gusto?

-José Pedro... No seas loco, José Pedro...

Fue él quien tembló entonces. Era la frase de Chepita, la misma de cuando él excedíase con ella. Las mismas palabras, dichas sin aquella dulzura, sin aquella blanda y feliz candidez; pero, en cambio, con una voz viva, de agua.

Ella corrió a su coche.

Un vientecillo se fue aproximando. Lo sintió José Pedro venir entre las plantas, pasar, huir. Dejó una lluvia de acacias en el suelo. Y no hubo más.

Se acostó José Pedro esa noche con un gran malestar en el corazón. Una turbulencia pesarosa, de culpable, lo desazonaba.

No; aquello no podía imaginarse siquiera. ¿Otra Lazúrtegui? ¿Y su tío? Habría perdonado, muy arrepentido se confesaría...; sin embargo, por segunda vez una Lazúrtegui, no: aquello sería demasiado fuerte, lo mataría. Bien que no se contara la repulsa vengativa de misia Jesús; esto más bien resultaría estimulante; pero el pobre viejo, el Valverde indomable, quebrantado ya por la vejez y la enfermedad... Sería como ultimarlo en el suelo. No. Jamás.

Riéndose por último de sus figuraciones, y un poco también de su desvergüenza, pasó al sueño.

A la mañana siguiente, al salir de su pieza, tropezó con Sebastián.

-¿No eres tú medio albañil también?

-Me aplico no más, patrón.

-Bien. Eso basta, porque agrandamos las casas, es un hecho, y quiero ponerte al frente de los trabajos. Mi tío me urge tanto...

Amanecía con tiempo espléndido.