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ArribaÚltimas evocaciones

Águila vieja


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Iba solo en su potro, don José Pedro. Solo por el camino solitario. Pasaba horas de abatimiento. Transitorias, excepcionales para él; pero tenía corazón y las pasaba. Días antes había muerto don Joaquín, muy viejecito; él había quedado triste, irremediablemente. Y como para entibiar una tristeza nada vale tanto como encenderla de pensamientos ordenados, de los cuales fluyen las conclusiones que armonizan en paz el sentir con la experiencia, y puesto que a caballo era como él mejor quiso montar esa mañana y andar, andar, con su emoción, a solas por un solitario camino.

Buen Valverde, jamás fuera de los que al dolor se doblan. Pero algunas pérdidas, en la vejez, cargan el corazón de repente con peso mal llevadero. Y así -camina, medita y concluye- vino a reconocer don José Pedro en tales instantes, excedidos ya los setenta, que de los males que la vejez trae consigo el peor es la soledad. No la material y exterior; esa otra en que al envejecido deja la muerte de todos sus mayores. Descúbrese que la vida tuvo hasta entonces una mitad presente hacia el futuro y hacia el pasado la otra mitad, y que cuando los mayores mueren, y eran ellos los últimos con quienes se contaba, el hombre más duro suele sentirse de súbito como desamparado. Pueden seguir acompañando a ese hombre la esposa, muy amante, y muy amada, y los hijos y aun los nietos en quienes la sangre reflorece; pero no basta; hay un desolado llorar de raíces amputadas, y éste, aunque fuerte sea el espíritu, parece suspender en el vacío medio corazón.

Una sensación de soledad deprimía, pues, a don José Pedro por aquellos días. Muerto su padre, muerto el cura, resultaba don Joaco, aunque simple amigo ser el último de sus mayores. Venía el caballero a comprenderlo ahora, y cuando ya él a su vez reconocíase viejo. Vivía misia Marisabel más a su lado que antes, desde que se casaron las niñas y con sus maridos, meritísimos empleados de Relaciones Exteriores que se habían colocado en la diplomacia, residían en Europa. Tenía nietos, chicos que desde allá solían garrapatear cartitas al «querido tata»; pero   —338→   se acompañaba él con su vieja Marisabel apenas. Antuco salió andariego. Enamorado de la cordillera, se ausentaba por largos meses y a menudo. Allá cifraba propias esperanzas, emprendía negocios. Descubría el muchacho cierto afán de crear fundos él también. Valverde al fin, y ya partía en pos de ganados argentinos, ya exploraba serranías y urdía compras de campos embrollados o sin dueño legal. En suma, ya de setenta y dos años, don José Pedro volvíase a encontrar casi tan a solas como a los veinticinco. Se habían deslizado los últimos tiempos entre menesteres de los que no alzan hitos en la historia. Máquinas para el fundo, ferrocarril que prolonga el Fisco hasta el mar y que favorece a La Huerta con paradero propio, matrimonios desabridos de las hijas, nietecillos que nacen en el extranjero... ¿Qué más?... Envejecer. Eso sí. ¡Ah, el deslizarse de los años por la cuesta que baja la madurez a la ancianidad!

«¡Qué hacerle! ¡Qué hacerle, pues!» decía una tonada. Y el viejo repetíase aquel estribillo al ritmo de los trancos de su caballo esa mañana. «Porque, al fin y al cabo, todo en la vida sucede como debe suceder», concluyó.

La muerte de don Joaquín se produjo conforme con la existencia del buen huaso. Acaeció dentro de una tonalidad serena y hasta con sus puntillos risueños. Sin drama, sin fúnebres tribulaciones; sencilla, casi amena. En ello estuvo cabalmente lo conmovedor, y lo fértil. Quiso expirar don Joaco entre don Eliecer, ya como él anciano, y su «patrón don Pepe», y los llamó antes de su agonía. Porque había testado ante notario, dejando sus bienes por iguales partes, «a su compadre inseparable y al gran caballero que le supiera comprender, aceptar por amigo y encariñarlo».

-No es mucho lo que conmigo deja el rico -les dijo al entregarles copia del testamento-. Salvo algunos pesos para sepultura y misas y para dos o tres legados a mis yegüerizos, apenas esta casa y ciento y tantas yeguas. Todo para ustedes. Sí, sí, sé que no lo necesitan. No importa. Desde que el mundo es mundo se mea siempre la bestia donde no hace falta humedad.

De modo que así, con final de adagio y chascarrillo, supo despedirse aquel criollo refranero y chistoso.

Luego, si tuvo ratos de precomatoso trastorno, en otros habló entre delirante y lúcido.

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A medida que andaba, en los tímpanos de don José Pedro repetíanse las frases pintorescas de aquellos monólogos:

-Claro que como trabajé para el rico, para él dejo lo ganado Siempre los que me han oído mentar al rico se han reído. «Es él mesmo», se cuchicheaban. No. Yo era rico mientras tanto no más. Y usted, patrón, y usted, compadre, también mientras tanto. El rico no es una persona. No muere; sigue. Y así ha de ser. Hay que distinguir.

Y en otro momento excitado:

-Se piensan algunos que ha de guardar uno para dejarles a los pobres. ¡Buena cosa! Lo dispersaríamos todo, malbaratado a migajitas. ¡Y adiós riqueza que necesita el mundo! Los infelices pobres... ¡uy! Todo este mundo de los hombres viene a resultar, señor, como un animal completo que tuviera cabeza, y patas, y cola, y lo necesario. Hablan mucho esos que gritan por los choclones políticos, y también otros que remedan a los santos. ¡Pamplinas! Como si al animal le fuésemos a poner la cola por cabeza. Ya veo a la bestia con la cola pará por delante y la cabeza a la rastra.

Revuelto y confuso, aquel afiebrado divagar de moribundo descubría empero toda la línea de una vida y un irónico realismo.

Hasta mediodía no estuvo don José Pedro de regreso.

Al visitar las casas, divisó a su Marisabel aguardándolo en el jardín. La visión le apretó de ternura el pecho. Al sol, aquella cabeza era ya una concha de nácar. ¡Qué vieja estaba! Sin embargo, él seguía siendo su mayor. Ella, como una menor, teníale aún. Así es, se repitió precisando; a los mayores los tenemos, contamos con ellos. La mujer, los hijos, ellos nos tienen.

-Por eso -articuló al fin en alta voz- ¡a ser fuerte! ¡Siempre, rabiosamente fuerte, Caballo Pájaro!

Y ardió de nuevo la energía en sus entrañas. La depresión de la tristeza sólo habíale durado algunas horas.

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-¿De, dónde sales tú? No recuerdo haberte visto -gruñe don José Pedro con el vozarrón que algo le cascan ya los años.

Y es que, al detenerse para tomar un respiro en su marcha por el callejón, ha descubierto, seis pasos a su derecha, un ser desconocido e hirsuto que lo mira. Le ha venido a la zaga, sin que lo advirtiera, y ahora también ha hecho alto.

-Debes de haber sido valiente, hasta feroz, apostaría -agrega el caballero-. Ya sólo resultas cómico.

Escrutaba luego esas pupilas que se cobijan entre la pelambrera. Los perros que nos siguen tienen siempre los ojos dulces. El cariño de sus miradas es temeroso e implorante.

De manera que termina don José Pedro por soltar unos borbotones de risa, que le humedecen y le nublan un poco la vista, y por acoger, cariñoso a su vez, al improvisado compañero.

-Sí; no pareces mal sujeto. Bien. Vamos juntos. Conque... andando, a pie los dos... ¿Ah?

Conforme le hablan, va el perro soslayando unas cabezadas, soltando con ellas cierta especie de estornudos que significarían gracias o afabilidades. Mueve ya confiado el rabo y, a las voces o rezongos del señor, concluye por tomar la delantera.

El caballero camina y observa su animal. Es un perrazo viejo, estrafalario, de hombros flacos que se le juntan en la cruz, con lanas de varios colores entreverados, encanecidos más bien, y vago, seguramente allegado a cualquier ruca hoy, al primer caminante mañana. En fin, piensa don José Pedro, como los hombres de la comarca entera, por afecto, por temor o por hábito de acatamiento y reverencia, también los perros me reconocen patrón.

Y así, halagado su amor propio, continúa esa mañana entre las dos filas de gigantes eucaliptos. Sus plantas huellan la greda parda y   —341→   apretada, donde las hojas caídas péganse como corvos cuchillos chilenos.

A tal hora, rayando el mediodía, pasa el tren de Santiago hacia el puerto, y en el paradero le deja los diarios y el correo. Ya envejecido y algo perezoso para las muchas faenas agrícolas de antaño, gústanle ahora estos cotidianos paseos a pie, al encuentro de las noticias del mundo, de las cartas en que nietos le ponen posdatas, del incansable Antuco que tanto anuncia regresos de repente. Suelta con ello además las piernas y conversa de rancho en rancho. Conversa porque a medida que remonta la edad le nace mayor apego a sus rústicos. Le divierten y los admira: poseen esa gracia compuesta de ingenuidad y malicia que sólo por excepción milagrosa el arte criollo consigue reproducir.

Pero ese día, de improviso, el acompañante, hasta entonces tan lerdo y senecto, yergue la cola y parte veloz hacia la ruca de ño Ramitos. Bajo la higuera que sombrea la vivienda, cuelga la mancha roja de una res recién carneada.

Acude también a prisa el caballero. ¿Qué puede haber ocurrido? ¿Algún buey quebrado acaso?...

Ramón Ramos, alias Ramito, es uno de los peones de La Huerta que más recrean a su señor.

Pequeño y peludo, montaraz, algo contrahecho, todo él renegrido y de indecisa edad, más que ser humano semeja alimaña. Tiene algo de gallinácea y más de caprino, de chivo salvaje y negro. Sus barbas, de cerdas ralas poco crecidas, entenebrecen más las gredas ahumadas de su máscara inmóvil. De los pantalones a media pierna le bajan a las ojotas unas extremidades de caprípedo, y las manos flacas y pellejudas recuerdan las patas de un pavo.

No da Ramitos ejemplo de la gracia campesina, de aquella mixtura de ingenuidad y malicia; pero sóbrale uno de sus elementos, el ingenuo, para regocijar a don José Pedro más que un ingenio agudo.

Desde luego, jamás óyesele ocurrencia o mero pensamiento propio. Limítase a repetir cuanto le dicen, variando a lo sumo el tono. ya se le suponga expresar duda, ya el objeto de asentir, o para negar humildemente.

-¡Ajá! Sembraste cebada en tu cerco, Ramitos.

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-Sembré cebada en mi cerco, patrón.

-Pero amarillona la veo.

-Así es, patrón. Amarillona.

-Le faltará riego.

Vacila unos segundos, se rasca la pelambrera de la cabeza, o la del pecho cabruno, y repite:

-¡Hem! Le faltará riego.

Pero don José Pedro, que ha escarbado entretanto con el pie la tierra y la descubre húmeda, se corrige:

-No, mira, no está seco el suelo. Puede que tenga demasiada agua. Por agua de más también amarillea la cebada.

-También amarillea, patrón, por agua de más la cebada.

Y si en otra oportunidad se ofrece pronosticar el tiempo, vuelve a reaccionar apenas como un eco el paupérrimo cerebro de Ramitos.

-Este invierno promete ser llovedor.

-Llovedor, patrón, promete ser este invierno.

-Se ve mucha chicharra en el monte. Y es la señal.

-La señal es. Hay porción de chicharra en el monte.

Exasperaría Ramitos a cualquiera. Pero a don José Pedro le hace tanta gracia, que más bien juega con sus preguntas al acertijo, y se despide triunfante cuando el eco funciona sin la menor falla.

Pues bien, alguna vez debía Ramitos decir algo por su cuenta, dar alguna respuesta propia.

Y el fenómeno se produce aquella mañana.

-¿Qué ha pasado, Ramos? -pregunta el caballero, tan pronto llega delante del animal desollado bajo la higuera,

-El burro, patrón.

-¿Tu burro?

-El mesmo, patrón.

-¿Y qué fue...?

-Me lo desculó el tren.

-¡Cómo!

-Se dentró a la línea, vino la máquina chica, la que anda trajinando de acá p'allá, le pegó un topón y lo desculó.

-¿Quedó vivo?

-Sí, patrón.

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-Entonces... tendría remedio, quizá. Eso de precipitarse y matarlo...

-No, patrón. Yo tiré a hacerlo andar, pero el culo no lo acompañaba.

Nunca olvidará don José Pedro esta escena, única en que Ramón Ramos, Ramitos, se ha revelado al fin capaz de dialogar con recursos de criterio y palabra personales.

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«Este niño quiere mucho a su padre, pero le tiembla», se dijo misia Marisabel en conclusión, después de haber conversado mucho y repetido con Antuco durante aquellos días.

El «niño» era ya todo un hombre, por cierto, un hombronazo, aunque para las ternuras maternas se revistiera siempre de infancia. Tres semanas había pasado en La Huerta, y acaba de partir a la cordillera otra vez.

-Ya estará helando por esas serranías, hijo. Quédate aquí ya para el invierno -le pidió la señora.

Pero él adujo que cabalmente, a causa de los ganados, que con las primeras escarchillas exigían traslado a posturas de invernada, su presencia resultaba por allá más precisa en otoño. Y, si bien bajo promesa de volver por junio, se marchó.

Pronto hubo de suponer misia Marisabel muy simple aquella su conclusión sobre la psicología del joven y quiso meditar mejor el asunto. Porque varia y compleja veníale pareciendo la entraña de los diálogos sostenidos con Antuco a lo largo de su última visita.

De modo que, como siempre que deseaba esclarecer emociones y presentimientos, se dirigió al pequeño bosque de pinos fronterizo a la casa.

Amaba la dama ese pinar. Y además, sus rumores suavísimos, como seres de misterio que de la sombra viniesen a ella, estimulábanle la mente. Eran como pensamientos ellos mismos, que llamaran y reunieran a los de la señora. En el centro había un espacio umbrío, sin vegetación menor. Allí los rayos del sol jamás llegaban; apenas una luz difusa. Sobre un colchón de agujas desprendidas de los pinos apagábanse los pasos, y una olvidada tinaja se recostaba sobre su panza. Dentro metía ella las piñas que al andar tropezaba por el suelo, en acto maquinal de hacendosidad.

Misia Marisabel tomó, pues, asiento en su habitual escaño de tronquillos y diose a devanar y retejer sospechas.

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¿Temía y nada más Antuco a don José Pedro? Más bien le asustaba la idea de reñir con él. Los caracteres de ambos, tan semejantes, prometían para cualquier choque demasiada violencia. De aquí que apareciérase de cuando en cuando, henchido de cariño y efusión, a ver, admirar a su viejo y ufanarse de él, a estrechar a su madre con ternezas de infante, pero que también se fuera luego. No sólo por tener empresas que lo llamaran se iba. Verdad que se rumoreaban ciertos amores. ¡Ah, Valverde, Valverde! Algo más se presentía, más hondo y complicado. Y triste. Ciertos atisbos de la señora, fundados en diversos síntomas elocuentes, sugerían un resentimiento social que por razones de altivez lo alejaría del hogar paterno. Por sentimental mandato de arrepentida, y también por enfermiza inclinación a crearse motivos de dolor, habíase creído ella en la necesidad de revelarle su secreto, y el muchacho, de seguro, había sufrido tras las iniciales alegrías. Orgulloso como su padre, su soberbia no podía tolerar que por prejuicios de una sociedad pacata, injusta, despiadada, y cobarde, el hijo de padres ya casados tuviérase que ocultar, como personificación de la vergüenza, o disimularse a lo menos. ¿De modo que su presencia constituía para su madre constante acusación de pecado bochornoso? Él quería mucho a sus progenitores, pero debía serle duro a cada rato vivir con ellos. Tenía que impedírselo su vanidad de Valverde. Sí, misia Marisabel lo había observado: toda vez que de parte de «personas de sociedad» se producían esas afabilidades, superfluas, afectadas, que involucran un «Yo sé, no obstante perdono; mira cuán amplio y bueno soy», el mozo ardía y seguramente sentía ímpetus de patear. Ella lo comprendía. «¡Y con cuánta razón rabia el muchacho, Dios mío!» suspiraba.

Suspirar a solas, por lo demás, se le había hecho con la vejez costumbre y dulce placer.

No la preocupaba sólo esto, sin embargo. Apenas lograda su cuenta cabal sobre la cruel situación de Antuco, le cogió el sufriente corazón una novedad surgida días antes: doña Carmela, que desde años atrás residiera en Santiago, demasiado vieja ya para moverse de su poltrona, había muerto. Don José Pedro asistió de luto riguroso al sepelio, y con visos de serio pesar. ¡Conformidad! Ella no había dejado traslucir la tortura de celos que aquello le produjera. Mas he aquí que horas atrás llegara carta del albacea de aquella octogenaria, misiva en la cual comunicábase que la viuda de Burgos había legado a don José   —346→   Pedro, «cuya compañía fuérale inolvidable» -así rezaría la cláusula testamentaria-, el potrero de La Mielería denominado El Infiel, y con encargo expreso de que se le llamara El Fiel en adelante.

Esto tuvo que removerle antiguos dolores. Removérselos y exacerbárselos, pues su imaginación de celosa le dictaba intencionadas y hasta diabólicas interpretaciones sobre aquella «fidelidad» que simbolizaría en su nuevo nombre aquel terreno. Don José Pedro, él sí, por supuesto, estaba contentísimo. ¡Ah, Señor, Señor! Proyectaba él plantar allí una viña nueva, que ya envejecía la otra.

Pero cuando aún no trazaba sus planes bien, al caballero se le había presentado cierto inspector de impuestos, quien investido de la severidad de la ley, venía para sellar el alambique y la vasija del aguardiente.

Don José Pedro se negó, desde luego, a obedecer el precepto legal. Desconocía este nuevo disparate de los legisladores, de «los eternos inconscientes enemigos de la producción». Entre agresivo y sarcástico, dijo al funcionario que mandaba él y sólo él en su fundo. Era dueño y señor de sus tierras y de cuanto en ellas poseía. Por último, su heredad era inviolable. La ceguera de su cólera, bien lo vio la señora, lo tuvo lívido en ese momento, con la diestra sobre sus cadenas, cual si la posara encima del legendario derecho de asilo materializado allí en hierro. Sin la menor cortesía para con el inspector, volvió en seguida la espalda.

Aquel hombre se retiró molesto.

El caballero andaba de humor insoportable desde tal escena.

La pobre señora tenía, pues, motivos para inquietarse y sufrir. Sólo que la sabia clemencia que conduce por la vida las almas había tocado a esta mujer, con su dedo de virtud: habíale otorgado el placer de lo dramático. Así, sus penas, si no tantas ni tan intolerables, eran por ella misma primero agigantadas, hasta formas dolorosas, próximas a la tragedia, y saboreadas luego. Contemplando su desgracia, componiéndola como un artista compone su obra, asistía por fin misia Marisabel a sus dolores transida de goce. La vida solía reunir algunas crueldades para ella, sí; pero, aderezadas para ese teatro, ella las amaba y se amaba en ellas como heroína. No se hubiese cambiado por nadie, a no dudarlo. Adoraba siempre a su marido. ¿Lo adoraba por culto y sumisión de romántica enamorada, por virtud y obediencia cristianas, por el hechizo de Don Juan, inextinguible? Sí, apuesto y seductor veíalo   —347→   aún: si los años habíanle velado el brío juvenil, le habían compensado con majestad. Prestancia por prestancia. Pero... acaso le amara más por haberle traído este interés del sufrimiento con grandeza...

De fijo que su capellán y confesor, el mercedario, descubría en este fenómeno de su feligresa la mano de Dios. Siendo tan buena y humilde ante la Divina Voluntad, ¿por qué no recibía del Altísimo liberación de penas y torturas? Mejor sabía Él premiar: más que quitarlas, valía convertirlas en placer.

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Traía don José Pedro de la capital una esperanza fingida. Tal fue la convicción de la señora cuando salió a recibirlo en el coche al paradero del tren. Ella sabía leer en aquel semblante.

-¿Hablaste con Felipe Toledo?

-Hablé, hija.

-¿Se hizo cargo de la demanda y todo?

-Naturalmente. Le di poder. También le firmé un escrito para los tribunales. Y cambia ese ánimo, nada temas.

-¿Y de casa? ¿Cómo anda eso?

-Todo normal. Antuco aloja cuando baja de la cordillera y siguen cuidando los sirvientes.

Ya en el comedor, misia Marisabel cebó por manos propias el mate que a su marido gustábale sorber en llegando. Dentro de su mente bullían los conflictos en agitada mezcla: la mansión santiaguina, al arbitrio de la servidumbre; aquel «niño», suelto y sin regresar ahora que su padre podía necesitarlo; la tal inspección de alcoholes, convertida en amenaza... ¡Qué tiempos, estos modernos!

Observaba entretanto al caballero, con tino y disimulo. Sí, aquella tranquilidad era sólo comedia. En cada silencio se ponía ceñudo, y aunque charlase como quien se distrae, no tardaba en recaer sobre su tema:

-¡Hem! Tengo afilado el cacho; así es que si se me tiran encima, se ensartan.

-¿Qué piensa, en suma, Felipe?

-Dilatar. Ganar tiempo. Me reuní también con mis amigos de la Sociedad Nacional de Agricultura. En fin, ya veremos.

Había hecho ese viaje a Santiago porque, tras la visita de aquel inspector, y sin que mediase un mes llegó al fundo un receptor judicial a notificarlo. Debía facilitar el sellado del alambique y de la vasija de alcoholes destilados. Habíalo despedido él, por cierto de mala manera, y como se repitiesen los exabruptos una vez aún, el juez de San   —349→   Antonio había concluido por citarlo para comparecer a estrados, bajo apercibimiento de prisión. Iracundo, rompió él entonces la cédula, en las narices del rábula, y partió a la capital.

Ahora, en virtud del poder extendido, comparecería Felipe. Y él, plantado en su soberanía, encogíase de hombros.

Mas aquel gesto era fingimiento y nada más para la señora. En realidad, dentro de don José Pedro se conjugaban ideas contradictorias. Sus consocios de la Nacional indujéronle al optimismo; los jurisconsultos, al respeto de la ley. Según los unos, con influencias todo se dejaría dormir y fenecer en el sueño; a juicio de los otros, no cabía excepción. Los amigos, empero, acaso lo alentaran por adulones: eran criadores de caballos chilenos; y como él había fundado en la Sociedad el registro para los equinos criollos y presidía su jurado, tales señores con miras a ganarle la voluntad para inscribir sus potros y sus yeguas entre lo fino, lógico resultaba que lo animasen y hasta le ofrecieran sus empeños. En cambio Toledo... El buen Felipe, abogado ya de nota, sólo habíale hablado de conjurar consecuencias, pero sin prometer medios cómo eludir para lo venidero la inspección de alcoholes.

Así pues, misia Marisabel estaba en lo cierto al estimar fingida la esperanza que su marido traía de Santiago.

Como que al rodar los días el aplomo se fue trocando irascibilidad. Terminó el hombre su vendimia ese otoño y, aun cuando cabizbajo y sin fe, dispuso lo menester para que se destilasen no sólo caldos, también orujos, con fines industriales. Cabalmente haría, pues, a su albedrío, lo que la ley exigía vigilar.

Entretanto, deambulaba nervioso, cejijunto. «Antes arranco la viña», le oyó mascullar misia Marisabel a raíz de la lectura de una carta enviada por Toledo. A las preguntas de la señora, en esta ocasión como en las otras en que le traicionaran burbujas de sus monólogos interiores, él respondió sonriente y tranquilizador. Ella, no obstante, aquilataba síntomas. Aquel genio, aquel «geniazo», parecía ir templando todas sus cuerdas con acumulada ira.

En adelante misia Marisabel observaba sin cesar.

La tarde de un domingo, mientras el fundo descansa de faenas, el patrón ha citado a su viejo «pelotón bravo». Pascualote, Bruno, Cachafaz, aunque ya envejecidos, fuertes todavía, se agrupan con él. Los tres tienen hijos ahora, grandes y robustos como ellos antes, y los padres los han traído consigo. Por lo que se colige, les van a enseñar el   —350→   manejo de las pívoris. Además, revisan la barra que se construyera cuanto ha, cuando se temieron salteos a La Huerta y se previó el evento de aherrojar presos.

-¿A qué tan tantos preparativos, hijo? -inquiere la dama.

-Merodean por ahí algunos cuatreros, vieja. No se alarme.

Sospecha la señora que don José Pedro siente una espada suspendida por ese asunto de los aguardientes. Pero ha de callar con prudencia. A diario le interpreta pasos y actitudes. Vive iracundo, por dentro de su aparente serenidad. Y a veces también por fuera. Todo ahora le irrita.

Una mañana, no bien le han ensillado la más joven de sus yeguas, el animal cae repentinamente muerto a sus pies. El alboroto que la sorpresa levanta se complica en seguida por mil ingenuos comentarios de los huasos. Porque abierta la bestia, en autopsia, nada particular acusan sus entrañas, y ello sugiere a los rústicos un evidente mal de ojo.

-¿Brujería?

-¡Brujería, está claro!

-El machi, él, él lo ha hecho.

-¿Cuál? ¿Venancito?

-No; ése no es sino curandero, el pobre. El indio que se aloja donde Toro, el abocador de la trilladora.

Don José Pedro nunca prestó mucho crédito a estos maleficios; mas tan incomodado vive, tanta violencia se le ha venido acumulando que, subconscientemente, se coge a la oportunidad de un desahogo.

-Pascualote.

-¿Patrón?

-Tráeme aquí ese machi. Y a Toro con él.

Hacía mediodía, Pascual conduce, como a dos reses, al hechicero y su huésped.

¡El machi! Se trata de un viejecillo infeliz. Lo ve llegar el patrón, que apronta la chicotera, y su cólera se derrumba en desengaño. Viene descolorido. Camina rápido, con esos pasitos muy menudos que sólo se articulan de las rodillas a los pies. Sobre tal mañoso mecanismo de la senectud, su busto se giba; le cuelgan largos los brazos encima del talón; bajo la chupalla, tiene amarrada la cabeza con un pañuelo carmesí muy sucio, del que asoman y penden junto a las orejas dos tufos de pelo indio, sustitutos de patillas para el araucano lampiño. Color de   —351→   polvo entre sus ropas color de polvo, tiembla en cuanto se halla delante del anciano patrón. Toro se contagia de temblores y livideces.

-¿Cómo te llamas?

-Huenchu, su mercé.

-¿A qué has venido al fundo?

El machi mira, indeciso a Toro, que responde por él:

-Yo lo recogí, patrón. No tenía dónde parar.

-Le has hecho daño a la yegua.

-¿Yo? No, su mercé. ¡Cómo se le ocurre, su mercé! -gime más que niega, el asustado.

-Por si acaso -decide don José Pedro, más bien riendo, y con más repugnancia que dureza- póngalo en la barra.

-A ver si confiesa.

Caminan todos hacia la bodega en que se halla el cepo, largo barrote con argollas empotrado en la pared.

Aherrojado por ambos tobillos, medio colgante sobre la greda del suelo, el vejete llora.

-Esas patillas, patrón -dice alguien-. ¿Se fija? Ehi tienen el poder éstos.

-Y cuando se la rapan -agrega otro mirón-, lo pierden al tiro.

-Se las cortamos, entonces. Pascual, tú

En la rueda de curiosos que han invadido el bodegón, circulan secretos, reprimidas risas y murmullos de superstición.

De pronto callan todos, suspensos. Pascual ha cercenado los cerdudos tufos y ha corrido un escalofrío entre las almas.

-Aura hay que untarle aceite con ceniza en la raíz del pelo -sentencia un experto.

-Claro. Así, aunque le crezcan de nuevo los colgajos, la virtú le muere pa siempre al machi.

Don José Pedro, a cada minuto más incómodo, no quisiera ya mirar aquello. El cuadro le repugna. Encoleriza de veras ahora, de vergüenza. No sabe qué ácido intolerable le roe las entrañas. Si ese indio fuera mozo, lo azotaría. Pero... tan inerme...

Vuelve la espalda y, al oído de Pascual, ordena:

-Tenlo así una media hora, para escarmiento de todos, y lárgalo después.

En esto percibe que Toro el abocador protesta solapadamente. Le ha entendido decir «ricos de la gran perra».

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Y, entonces sí, su iracundia se desata. La chicotera se descarga en golpe seco y retumbante sobre la boca del atrevido.

Pero a la vez el caballero reconoce a misia Marisabel en la puerta iluminada de la bodega, y en lugar de seguir castigando se reprime y sale al encuentro de su viejecita.

Se lleva dentro cólera y bochorno, algo que quiso estallar y persiste opreso. Opreso y opresor. Hay un fracaso en esto, y algo más que no le ofrece solución.

Afuera ya, rodea con el brazo los hombros de la señora.

-Vamos, Marisabel.

-Vamos, hijo. Tranquilícese.

Camina el anciano señor. Sin que su rostro se altere, dos lágrimas le ruedan sobre la barba, ya tan escarchada.

-¡Qué lamentable, hija!

-Calma, polvorita, calma.

Días después le advierten que Toro el abocador habla de irse de La Huerta.

-¿Se irá? -pregunta el caballero a Sebastián.

-Y si se va, luego vuelve.

-Así es el peón.

El viejo mayordomo baja la cabeza, se ladea el sombrero sobre la ceja izquierda y se tasca según su costumbre.

-¿Lo dudas?

-Al contrario. ¡Y cómo ha de ser, pues, patrón, el pobre! Pasto blanco. Lo pisotean, pero él se levanta, y a la tarde ya está fresco, creciendo pa que se lo coman.

No habla con intención, no. Es el antiguo campesino, que ha identificado al amo con el sol, la vida con los cambios del tiempo. De nublado a despejo, de siembra a cosecha, de trabajo a reposo. Regresará el abocador, si es que se aleja. En el campo, una sabiduría humilde crea un ánimo natural que la ciudad desconoce. Un vivir claro, cristiano y manso. Con esa claridad se asiste a misa, con ella se viven largos años y se muere. En paz, siempre, en la paz de las bienaventuranzas.

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Así, en aquella inquietud sumergida pero que a todos, a cuál más, a cuál menos, algo se contagiaba, el año dio su vuelta completa.

Don José Pedro hacía esfuerzos para mostrarse distraído y seguro; aunque a menudo su cara, repentinamente torva, escondiérase bajo el ala del ancho sombrero; aunque uno que otro inopinado estallido delatase su irascibilidad, y aun cuando tal cual vez alguna frase de su monólogo interior, que alguien por azar percibía siempre, sugiriese que para el caballero había cierta puerta sobre un abismo, que temiera de pronto ver abrirse a conflictos de mala consecuencia.

Como que una vez Antuco y misia Marisabel oyéronle decir:

-Nunca puede uno echar del todo al ente asustadizo que los viejos forman a uno dentro mientras es muy niño.

Si bien había luego añadido:

-Mejor, quizá. Porque se pone uno alerta y se precave con planes meditados a tiempo.

Con lo cual, si al pronto inquietaba, infundía fe después.

Lo cierto es que aquel año destiló también sus aguardientes a gusto y gana, dejando los cuidados a la diligencia de Felipe Toledo en tribunales, y cumplió los afanes agrícolas de las cuatro estaciones.

Las faenas habíanse abreviado mucho, por lo demás. La trilladora reducía la duración de las cosechas, pues trigos, cebadas y porotos eran por la máquina desgranados y metidos dentro de los sacos en rápidas semanas; con la vía férrea en el fundo mismo, se aligeraban los transportes, puesto que lanas y productos de todas las recolecciones no iban ya en las lentas caravanas de carretas y mulas a Melipilla o al puerto; por último, la vendimia, ya que la dotación carretera sobraba y los peones disponían de mayor tiempo, se hacía más expedita. Y como Antuco venía en ayuda para esquilas, rodeos, siembras y barbechos, don José Pedro vivía con bastante alivio.

Pero los viajes del mozo a La Huerta no sólo le daban liviandad en el trabajo y el humor; con él cabía consultarse sin desmedro del amor   —354→   propio. «Mucho acompaña el hombre al hombre, decía, sobre todo cuando ni acompañado ni acompañante se asustan por los problemas y las complicaciones de una estúpida ley de alcoholes.»

Solía, sí, Antuco, pedir demasiado dinero y acaso con excesiva frecuencia. Lo solicitaba, verdad, para sus inversiones cordilleranas, de futura riqueza; pero a don José Pedro le producían sobresaltos aquellos iniciales gastos. No obstante, tras de inquirir y justipreciar el costo de toda empresa en tiempos modernos, giraba siempre. A lo sumo, repetíale al muchacho la sentencia que a él en la juventud le había sujetado a tino: «No es cosa de quemar toda la leña en el mero desayuno». Luego abría la bolsa.

Y abríala de buen grado, porque lo guiaba otra intención aún: mejorar al hijo en vida y compensarle así las desventajas de su «pecado original». Todavía otra razón había: las visitas de Antuco le robustecían el optimismo. Su actitud joven, confiada y valiente, su extraordinaria dinámica frente a cualquier situación, hasta sus ademanes y su manera de hablar, encendiéndose y poniéndose de pie o dando grandes zancadas, le parecían su propia mocedad resurrecta; y entonces las noticias que de Toledo recibía, cada día peores, perdían toda virtud, alarmante, se quemaban cual simple hojarasca en la llama de la confianza impetuosa. Y se ponía de tan buen humor el caballero, que aun en horas de zozobras era frecuente oírle tararear y verlo sentarse a escribir largas y chistosas cartas a los nietos, a cuyo pie firmaba ya Tata José Pedro, ya Caballo Pájaro, con divertido semblante.

Misia Marisabel, a pesar de no tenerlas todas consigo, pasó ese año en relativo sosiego. A no ser por su prurito de llevar al drama todo asunto, las cuitas no habrían significado mucho para ella. Por las noches, cuando hacía buen tiempo, se paseaba un rato sola por el parque. Don José Pedro fumaba enfrente, en el corredor oscuro. Ella, desde antaño, tenía este goce de la noche antes de acostarse, rezago de idos romanticismos. Apenas concluían de comer, bajaba ella las gradas de la casa y se perdía por entre los árboles. A veces soplaba un poco helado el noroeste; pero ella sabía que aquello era cuestión de minutos. Un rumor en las copas, sostenido y bravío; luego, bruscamente, cesaba el viento y el parque entero quedaba quieto y mudo. Parecíale a la señora que algo iba entonces a sobrevenir. El misterioso mutismo de las arboladas en noche inmóvil había puesto en su espíritu, desde niña, propensión a   —355→   los temores de lo sobrenatural. Temblaba por esto su alma un fugaz instante, y luego, sosegada ya, sentíala ella como crecer, salirse del cuerpo, lenta, y expandirse confundiéndose con el aire. Era un alma que entraba entonces entre los troncos y los matorrales, vagabunda y flotante. Poco a poco, este vibrar en armonía perfecta le daba la sensación de un contacto con el infinito. Y soñaba. Si no ya sueños propiamente como antaño, la vejez al menos repetíale una lejana y deliciosa emoción de la adolescencia.

Cuando Antuco estaba en el fundo, dirigíase la señora después a conversar con él un rato en maternal intimidad. Primero, desde la umbría, lo divisaba con su padre, paseándose por el corredor. Y sus ojos los seguían. Ellos, sin lugar a dudas, sabían que la señora, los acompañaba con la vista. Los dos puntos de fuego de sus cigarrillos iban y venían en la oscuridad, y las bocanadas de humo salían de bajo el alero y azuleaban en la noche hasta desmenuzarse.

Misia Marisabel esperaba que los hombres se despidiesen, y no bien don José Pedro recogíase a su cuarto, ella tornaba rumbo hacia el de su hijo.

Se hospedaba el muchacho, ya desde tiempo atrás, en un dormitorio del ala nueva de la casa, junto al salón. Se le quiso probar deferencia con aquel cuarto amueblado ex profeso, para él. Las habitaciones del caserón eran altas del techo, con la viguería descubierta en negruzco entrevero. A las del ala nueva, empero, habíaseles puesto cielorraso de tablas. Mas el entretecho así formado, antes que en comodidad y decencia, redundó en grave molestia: se pobló de ratones. En tropeles que corrían como manadas de ovejas, asustaban de repente con sus carreras de espanto. Porque también, con el oscurecer, introducíanse lechuzas cazadoras a librar batalla contra las ratas, que se imaginaban enormes y cerdudas. Por ello ni misia Marisabel ni su marido: habían querido mudarse a tales piezas. Preferían la tradicional de tejavana, aunque solieran algunas palomas hacer nido entre muros y vigas. Lejos de molestar, más bien favorecían con sus arrullos el sueño de la siesta, meciéndoles acaso en el recuerdo de sus infancias con ama y cuna.

Buscaba la señora confidencias y no mero placer de charla en la pieza de Antuco a tales horas. El «niño» había pasado de largo, y bastante, los treinta y, sin embargo, no se casaba.

  —356→  

-Ten cuidado, hijo, con los amoríos. No sabe un hombre cuándo ni cómo lo pesca una mujerzuela de tres al cuarto.

Antuco sonreía, y su sonrisa despejaba recelos.

Lo que acaso temiera más misia Marisabel se agazapaba en esa vieja historia con la hija de Cipriano Correa. Multimillonaria ya, tenía los cortejantes por docenas, y no obstante a todos volvíales la espalda. No había logrado la pobre olvidar a su galán de la madreselva. Así, maduraba en soltería.

-¡Ya es uva de cuelga, entrando a pasa! -exclamó una noche Antuco.

Y ello tranquilizó a la señora.

-¡Jesús! -limitose a decir, conteniendo la risa.

-¿Por qué pone, mamita, esa cara tan sugestiva?

Era que habíanle traído en cierta ocasión el chisme de que Cipriano rabiaba de ver mustiarse a la hija empecinada.

-Me la fatalizó el tal Antuquito -habría jurado el viejo, agregando-: ¡Ese jote costino!

-¡Hubieras visto a tu padre! -advirtió la señora.

-Y oído.

-Así es. Visto y oído. Soltó primero una de sus carcajadas. Después comentó: «¡jote! Si cargara con el muerto ahora, claro que resultaría jote. Cuando la metía bajo la madreselva era otra cosa la criatura. Contéstenle de mi parte a ese imbécil de Cipriano que jote que sólo come carne fresca no es jote aunque le parezca».

Conversaban así, madre e hijo, antes de acostarse.

Hasta que llegaban al mozo fechas de urgencia y partía.

  —357→  

Había, en efecto, una puerta cerrada sobre un abismo, y esta puerta se abrió al cabo, conforme a las sospechas del caballero.

Cierto atardecer de otoño, dispuesto ya por Antuco su regreso a la cordillera y en vísperas de que don José Pedro repitiese las destilaciones como el año anterior, se presentó de nuevo el funcionario de alcoholes. Padre e hijo, montados en dos bayos idénticos, volvían de la viña y entraban a las casas por la tranquera del huerto, cuando les vino al encuentro, muy alarmado, el viejo Pascualote:

-El inspector, patrón. Aura se aparece con tinterillo y pacos. Muy guapazos, los diantres.

-¿Pacos, dijiste?

-Dos, patrón. De San Antonio.

El caballero se desmontó lentamente.

-¿Dónde están? -preguntó mientras entregaba las tiendas a Pascual.

-En la puerta grande, al lado de afuera, con los niños del pelotón...

-¡Ah! Ellos...

-Sí, listos, cumpliendo como su mercé quería.

El sirviente descalzó en silencio a sus amos las espuelas, juntó las bridas de ambos caballos en un solo puño y, tirando, caminó también detrás.

Habían tomado rumbo al portón. Pero a medio trayecto el caballero detuvo al muchacho:

-No vengas conmigo. Anda y acompaña tú a tu madre, que ya la figuro sufriendo presentimientos de tragedia.

En la portada con que se abría el patio de carretas a la trocha vecinal, estaban el funcionario de impuestos, un receptor y dos guardianes policía. Bruno, el cabo Bruno, veterano de la guerra y sin más prestancias ahora que las de su carácter vencedor de la vejez, y tres mocetones fornidos, carabinas al brazo los cuatro, guardaban la entrada.

  —358→  

El inspector saludó solemne. Era el mismo de siempre, aunque muy metido esta vez en gravedad.

-¡Hola! ¿De nuevo aquí, joven?

-De nuevo, señor. Sírvase leer.

Leyó don José Pedro el pliego que había temblado en la mano del empleado y resumió, irónico:

-¡Ajá! Una orden judicial en regla, y en cuyo cumplimiento debe don José Pedro Valverde Aldana facilitar al inspector de alcoholes la selladura del alambique y de la correspondiente vasija. «Lo que se cumplirá, pone por último el juez, ante ministro de fe y con el auxilio de la fuerza pública si fuere menester.»

-Yo -adelantó un vejete raído- soy el receptor...

-... de menor cuantía, sí. Así lo llama la orden. No se me afarole.

-Ministro de fe, señor.

-Cállese, hombre. Nada tiene que hablar usted. Viene a presenciar tan sólo. Por lo demás, será todo breve y rápido. Ya lo verá.

Y sin meditación previa, como acto muy de antemano decidido, invitó el caballero en seguida:

-Adelante conmigo, inspector. Pase usted también, señor ministro, y presencie la conclusión de este asunto que ya dura...

Se interrumpió ante cierto movimiento de los policías. Su diestra velluda, tendida y con la palma abierta, los contuvo:

-Alto. Ustedes no. Pacos no pisan mi casa. ¡No faltaba más!

En el acto los mozos del pelotón, como quien ejecuta previsión militar, se interpusieron entonces entre su señor y los polizontes. Y trémulos, el empleado de impuesto y su ministro de fe siguieron a don José Pedro.

Desde aquel momento se sintió ya vibrar la violencia en la atmósfera.

En cuanto se hallaron delante del alambique, sin que mediaran pausas, el patrón puso en práctica sus determinaciones:

-Pascual, el hacha. La grande, la de monte.

-¿Hacha? -murmuró extrañado el inspector, que sacaba ya de su maletín sellos, lacres y ligamentos.

Por toda respuesta, le clava la vista el caballero. Su mirada es terrible: fulgura, cambia, se aguza, se enfría, se reenciende. Cuando el hacha llega, la nariz del anciano se afila, blanca de cólera, y los ojos la   —359→   llenan de reflejos. Diríase un hacha todo aquel perfil tajante. Todo fue ya cosa de momentos. De pronto, cogida la herramienta con ambos puños, se alza con los brazos formidables y cae, corta, insiste, golpea, derriba, muele, hace añicos serpentín, caldero, tinajas. Sin tregua ni respiro, se descarga una y otra vez. Minutos bastan para que la furia demasiado tiempo reprimida convierta en virutas de cobre, cascotes de greda y escombros, dentro de una nube de polvo y hollín, cuanto fuera fogón, vasija y alambique.

-¡Servidos! Cuenten a sus amos ahora que ya don José Pedro Valverde no destila más y que pueden por lo tanto guardarse sus sellos y sus lacres donde... menos los incomoden.

Aún rugió la voz al mayordomo que acababa de asomar:

-Tú, mi viejo, en cuanto la gente se vaya desocupando, la irás poniendo a que arranquen la viña. Toda, hasta la última planta, y lo más pronto posible, ¿oyes?

-Sí, patrón.

-Y puesto que nada les queda por hacer a ustedes aquí, lacayos, sigan a mi llavero, que los dejará otra vez en la calle.

Mudos y sin aliento le retiraron los comisionados de gobierno y justicia.

Todo había sido, en realidad, breve y rápido.

Se había hecho un gran silencio en las casas.

Al salir de la bodega solo, hacia el patio interior, divisó don José Pedro la dulce figura de su Marisabel, allá, viejecita y blanca entre dos granados frondosos y enrojecidos de frutos. No supo cómo le resurgió entonces en la mente aquella lejana infancia en que de las granadas labraba él coronitas para la Virgen María. Está la señora con Antuco y ambos sonríen. Una ternura, en ola de paz que cubre y aquieta las emociones violentas, le invade entonces el pecho, le sube a la garganta y le pone a riesgo de sollozar.

Pero llegan de pronto voces a sus oídos. Son airadas y evidentemente se alzan en el portón de las carretas. Algo se ha suscitado allá. Por último, suena un disparo.

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-No; tú, junto a ella, hijo -dice don José Pedro al mozo, que ha corrido a su lado-. ¿Cómo se te ocurre ahora dejarla?

Y acude solo.

Frente a la portada, en efecto, hay un tumulto. Se ha reunido mucha peonada. Vocifera el receptor en medio. Los polizontes, que al parecer han sido desarmados, forcejean, sujetos por los hombres del pelotón. Y como una rata, el empleado de alcoholes huye despavorido. a su tílburi.

-¡A ver... ajo! ¿Qué insolencia es ésta?

La gritería se acalla como por ensalmo, y explica Bruno:

-La indiaa, patrón, que se les desató a los pacos éstos. De balde les dije que si no veidan las cadenas, que si no sabían que la casa suya no la puede atropellar ni la misma autoridá. Inútil. A la bulla de golpes que salía de la bodega, figurándose sabe Dios qué, quisieron meterse no más pa adentro. Ya se habían enrabiado cuando su mercé los trató de pacos. Y contimás que, aquí, los niños los paquearon también su poco... Total, patrón, que uno largó un tiro al aire y se armó la de paire y señor mío.

Avanzó, entonces, don José Pedro hasta los policías. Le ardía en el ceño toda la fiereza.

-¡Basta! ¡Largo de aquí!

-Es que...

-¡Largo de aquí o...!

-Es que las armas... -se atrevió a rezongar un polizonte.

-Claro. Sin las armas no nos vamos -lo secundó el otro.

-¿Con que no? Mejor. Métanlos adentro.

No se hicieron repetir la orden los muchachos. Agarraron a los furibundos y se los llevaron al bodegón de los castigos.

Entretanto, los dos civiles, ya retrepados en su tílburi, medían peligros, empuñaban riendas, hacían virar el coche y, azotando, emprendían galope hacia el paradero del ferrocarril.

De larga recordación serían aquellos sucesos en La Huerta y en la comarca toda. Cuando se perdieron de vista los fugitivos, don José Pedro mandó colgar a los polizontes en la barra. La policía, pues, fue puesta presa y en cepo.

Y hubo de permanecer allí hasta el día siguiente, en que se apersonó al rescate, muy respetuoso por cierto, un oficial.

Sabedoras del geniazo de aquel gran señor, las autoridades habían   —361→   escogido un hombre prudente para desempeñar tal misión. Traía este oficial carta del gobernador, un correligionario del partido, que debía el cargo a su cacique don José Pedro Valverde.

Lo recibió el caballero en el salón, con todos los honores del señorío. Aun le sirvió una copas de aquel aguardiente que ya nunca destilaría, cambió con él ironías y bromas acerca de «legisladores y gobernantes a la moderna» y, tras de disponer que le fueran entregados sus «infelices», lo despidió con el más afectuoso de sus saludos para «su discreto y digno amigo el gobernador».

Misia Marisabel, que presidiera en la sala todas las finezas, tuvo mucho de qué reír después, a solas con su hijo, en análisis y recuento de arrebatos y bizarrías de aquel su «señor del trueno y de la galanura». Pero también, más que jamás antes de tales días, envolvió a su marido en las sedas de su cariño; porque no transcurrieron muchas semanas sin que la orden de arrancar la viña se pusiera en vigor.

Y porque junto con desaparecer aquellas parras con tanta ilusión y tanto amor plantadas, empezó don José Pedro real y efectivamente a envejecer.

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Nada de cuanto hiciera en su larga brega creadora, nada, ni el haber perforado cerros para convertir los míseros secanos en regadíos, ni el limpiar de bandoleros la región, nada le había ufanado tanto como su viña. Si en algún momento voló su espíritu engreído hasta las vanidades y llegó a sentirse como con la frente laureada, ello fue mientras recorría esos viñedos. Arrancarlos, perderlos de improviso, teníalo que amargar, hundirlo en exasperante amargura. Y todo por... ¿Por qué?

-Porque no has querido adaptarte a los tiempos -le objetaba Felipe.

Sí; Felipe Toledo, aunque como abogado lo defendiera con todas sus artes, en cuanto amigo lo acusaba de soberbio.

-¡Qué soberbia ni qué moledera, hombre! Los famosos tiempos modernos, ellos tienen dentro la locura. Y sus modernistas, que sin distingos dictan leyes contra el sentido de los hombres que hemos hecho de Chile un país. Esos políticos de hoy, envenenadores sociales por ambición egoísta, ellos, sobre todo ellos, tienen la culpa. Cuando menos lo pensemos no se podrá trabajar. No hay gobierno, no hay autoridad, no hay moral pública. Todo es ganarse mañosamente a la chusma con teorías. ¡Si al menos fueran teóricos, estos tipos! ¡Bonita teoría la que pregonan! Bien lo dijo don Joaco al morir: «la bestia con la cola pará por delante y la cabeza a la rastra». Así estamos de absurdos hasta la tusa. Y aguante usted. Porque tampoco hay partidos de orden. Al mío, lo desconozco. Dice que «evoluciona». ¡Mentira! Se ensucia en los fundillos de miedo, desde que se viene dejando vencer. ¡Cobardes! mis correligionarios. No seré yo quien mueva un dedo por ellos en adelante. Que se vayan a la porra.

Y de sus vociferaciones, don José Pedro caía en acibarados desalientos. No podía soportar el nuevo siglo. Su ánimo alternaba los estallidos de cólera con momentos en los cuales una como cansada y hosca disposición a morir lo invadía. Su razón perdíase al no hallar asidero confortable, y tras de los reniegos volvíase a Dios. Era que además cierto   —363→   miedo católico, al pensar en la muerte, levantábale pequeños pavores por antiguas y persistentes dudas acerca de algunos dogmas. Solía entonces, oscuramente angustiado, coger su rosario y ponerse a rezar, diciéndose que sólo hay una manera de tener fe: creyendo sin discurrir. Hasta enflaquecido estaba; se le habían cargado los hombros, perdía el apetito.

-¡Y ese dolor de cintura! -suspiraba misia Marisabel a solas.

Pero tampoco reconocía él ni falta de vigor, ni mala salud.

-¡No me mires así, chiquillo de miércoles! Me recuerdas cómo miraba yo a mi tío cuando empezó a arrastrar la pierna. Nadie tiene que compadecerme.

-Ya lo creo, papá.

En realidad, tanto la esposa como el hijo se alarmaban por el quebranto físico. El invierno, desde luego, le trajo aquella ciática -él seguíale llamando dolor de cintura, a la antigua- que le impedía montar. Misia Marisabel, seis años menor, y mejor conservada ya que la Providencia le convirtiera en placer de sufrir todo penar, cambiaba opiniones con Antuco, y entre ambos convinieron al fin llevarlo a Santiago para que un buen médico lo examinara. Si bien resistiéndose al principio, cedió luego él, pues deseaba urgir a Toledo en aquel asunto pendiente con la jefatura de los alcoholes, aun sin término y amenazante de formalidades majaderas.

Allá un internista de fama no sólo habló de ciática y lumbagos, también de anemia y arteriosclerosis, y recetó píldoras y linimentos.

-Friegas, sí. Todo es fregar -acotaba él entre aburrido y chistoso.

Y tras de arreglar con Toledo que su proceso fuera trasladado al juez de Melipilla, en razón de hallarse una parte de La Huerta dentro del departamento de San Antonio y en el de Melipilla el resto, y sobre todo porque en este último él continuaba con su antiguo nombramiento de consejero de policía en vigencia, regresó al fundo.

Aquí llamose a Venancio, el curandero. Según él, este dolor de cintura se quitaría con un secreto de naturaleza. Consistía en aplicar las plantas de los pies, desnudas, contra el tronco de una higuera y en tajar alrededor de ellos el contorno en la corteza. Cuando la herida cicatrizara en el árbol, desaparecería el dolor.

Mucho hizo reír y distrajo el tal remedio al caballero; pero se sometió   —364→   a él. Entretúvole más el personaje, que además prometía devolver las fuerzas físicas perdidas.

Nombrábanlo Venancito, no por pequeño, que más que hombre resultaba gigantón, sino por ser hijo del «finado ño Venancio», meico también del inquilinaje. Había que distinguirlo con el diminutivo. Gordo, lampiño, con una carota más ancha que larga, una gran barriga y una voz de tonalidades reflexivas, Venancito, más que un curandero, era el creador de una teoría sobre la vida. A su ver y entender, Dios había imbuido en el mundo una determinada cantidad de fuerza vital, que necesaria y fatalmente se tenían que repartir los seres animados. Así, el suprimir la vida en muchas criaturas superfluas producía un sobrante que las demás absorbían, vivificándose, vigorizándose para triunfar sobre la enfermedad y la vejez, afianzando su existencia y aun prolongándola. Cuando a Venancito se le pedía, pues, la curación de un enfermo grave, comenzaba por exterminar todo bicho que hallase a su alcance, desde moscas, cucarachas y gusanos hasta ratones, pájaros, alimañas y sabandijas. Emprendía verdaderas cacerías. En relación con la fortuna y la credulidad del cliente, estas matanzas alcanzaban mayor o menor grado. No faltó, por cierto, quien diera muerte a corderos, bueyes resabiados, caballos mañeros y aun al propio perro, a trueque de tonificación para sí. Mientras más robusto el animal sacrificado, mayor fluido vital dejaba libre, naturalmente, para el sujeto en necesidad. A las matanzas industriales de ganados y demás actos en que se privase de vivir a los brutos, Venancito asistía de rigor. Daba 7 vueltas en torno al moribundo, masculla que masculla extraños conjuros, y al expirar la víctima, él aseguraba recoger la vitalidad escapada y transmitirla en virtud de su poder al enfermo. La teoría, simpáticamente, incluía los vegetales en sentido inverso: árboles, plantas y hierbas no consumían vida, la retenían para el ambiente, eran como depósitos de reserva y como acumuladores y focos de distribución. De ahí que residir en el campo fuese garantía de salud, fuerza y vigor.

Intrigado y risueño, burlón aunque por momentos inclinado a creer en las posibilidades de tal teoría, don José Pedro dejó a Venancito hacer. ¿Qué se perdía con ello?

Mientras resoldaba la corteza de la higuera y se veían los resultados de la tesis de Venancito; el caballero hubo sí de reducir sus actividades a ciertas inspecciones próximas, y ello a pie. Cuanto implicase rudeza quedó encomendado al muchacho.

  —365→  

Pero él madrugaba siempre. Oscuro todavía, misia Marisabel sentíalo inquieto en la cama.

-Ya enyugan -decía de pronto.

En efecto, tras de una de las ventanas que daba sobre un callejoncillo del corral, se oían los trancos pesados de algún buey sobre los barros. Se adivinaba el hocico vahante dentro del aire neblinoso del alba. Y no mucho después el caballero estaba chapuzándose para salir.

Misia Marisabel y Antuco le servían a lo largo del día, supliéndolo el uno, acompañándolo ella con sus ojos cariñosos. Porque su andar se ha envarado, en pasos cuyos movimientos, de viejo equitador, parten de las caderas y lanzan las piernas delante, cual si aún estuviesen dentro de las altas botas huasas. ¡Qué diferentes de los pasos de cuando era mozo y andaba elásticamente, a flexiones de muslo, pierna y tobillo, y se le acusaba la musculatura bien ajustada sobre los huesos de coyunturas lubricadas de juventud! Ella compara los andares, mide y suspira.

Parte de la mañana pasábala el caballero en el amor de sus caballos, revisando pesebreras. Luego, del galpón de ordeña íbase a la quesería. En seguida, desde la puerta del parque, afirmado en sus cadenas, ve regresar de la lechería las vacas tardas, el toro solemne de narices rosadas y goteantes, los terneros trotadores. Muge de vez en vez una, para llamar al hijo rezagado, y su voz sale, nube azul, del hocico alzado a la horizontal del testuz. Si el recental no acude, dobla ella el pescuezo para mirar atrás y ronronea sobre su costillar panzudo. El capataz apura con un silbido largo y trémulo; el andar picado de su rosillo, arrea. Si una res detiene la marcha o se desvía, el caballejo parte al toque de las rodajas. Un pechazo, y la vaca vuelve al piño apresurada. Su gran barriga zangolotea y las tetas van azotando los ijares.

-¡Ohooo...! -repite el vaquero.

Hasta que han desfilado todos y resuenan como un adiós sus trotes encima del puente de tablones roncos. El patrón los ha visto y contado. Echó de menos la Cachimba y la Bandera. ¿Por qué? Con una lechadora conversa de ubres endurecidas y terneros grandes que señalan la merma en la leche de sus madres.

Así emplea la mañana don José Pedro.

Casi nunca sale al campo, a causa de aquella ciática; de modo que ve las ovejas tan sólo cuando las cambian de loma y las pasan delante de las casas ex profeso. Él siente desde lejos cuando se aproximan: sus   —366→   tímpanos distinguen el enérgico redoble de cien mil pisotones que es la marcha de los lanares. Y si no las cuenta por lo presuroso del tropel, las calcula. A la oración, si hay faenas distantes y Antuco las ha dirigido solo, al menos vigila él la vuelta de las carretas. Los carreteros delante, al hombro la picana y muy derechos, guían; y siempre, sea porque llueva o porque mucho quemen los soles, bajo cada carreta camina un perro de lanas apelotonadas, a la sombra, más cómodo él que su gañán. Cuando hay que vender engordas, ahora va en tren a las ferias de Melipilla, con Antuco. Suelen visitar ambos al ya inválido compadre don Eliecer y atravesar las calles que conocieron a Pepito Valverde. Anda él ya doblado ahora; pero si alguna mujer asoma por puerta o ventana, en el acto se yergue airoso, se acomoda el chamanto al hombro, se atusa el mostacho y adquiere continente.

Así corren los meses.

Tras de las siestas, suele charlar con su vieja que cose o zurce junto a la ventana.

-Ese Toledo está viejo de veras. No ha sabido defenderme. Ya lo ves. Ahora se dice por Melipilla que los impuestos quieren venir a comprobar si en realidad arranqué la viña, si tengo existencia de alcoholes destilados y qué sé yo qué más. Felipe decae. ¡Eh! ¡Pobre! también.

-No podrá él hacer nada.

-Nada, hija. Decae. Carece de ascendiente, además. No ha logrado sujetar a esa prensa demagógica que me insulta en cada ocasión.

-Y sin ocasión. ¡Ave María!

-Ni más ni menos. Me dicen señor feudal, tirano de horca y cuchillo. ¡Qué saben esos mocosos y babosos, de lo que Chile ha exigido de nosotros los que lo pusimos en orden! ¿Cómo habría yo arreado a los bandidos en otra forma? ¿Cómo habría creado en estas peonadas con tendencia al pillaje todas, hábitos de trabajo y honradez? Ahora debería yo poder hacer lo mismo con esos facinerosos de la administración pública.

-Pero a esa prensa le debes contestar.

-No, vieja. Aquila non capit muscas, decía mi tío. El águila no caza moscas.

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Era el avance democrático de la legislación lo que a él lo exasperaba. El régimen y él habían ido en dirección divergente, como van siempre las generaciones extremas. Don José Pedro Valverde quisiera volverles a los tiempos la espalda.

-Si por lo menos a uno le dejaran en su fundo un retazo de su viejo Chile...

  —368→  

A misia Marisabel se le desliza entre intimidades el tiempo. Aparte de los viejos celos, que la persiguen en el recuerdo y recrudecen cada vez que divisa chinas o huachos, su vida es más bien mansa. Aun goza las sensaciones con su fina sensibilidad y su cariño a la existencia campesina. Ya cosiendo en el patio, ya disfrutando en paz las horas, atiende a cada ofrenda de las estaciones como a regalos de Dios. Si el invierno se anuncia, ella mira tras los cristales cómo se arquean los árboles, cómo sus follajes se peinan todos hacia el mismo lado con el viento. No siente desde su tibio salón el ruido; las ráfagas pasan, pasan, mudas, pero sin fin ni descanso. Una dulce tristeza -para ella todas las tristezas tienen dulzura- traen los primeros fríos. Otros días llueve a cielo desatado. Su marido, bajo el poncho, de pie dentro del hueco de la ventana, contempla incansable la llanura velada de gris. Durante los crepúsculos ella prefiere, por más recogido, el dormitorio. Allí le anochece. Llueve, llueve; mas al fin la lluvia para, se abre un desgarrón en el toldo de la noche y asoman las platas de la luna. Entonces en la estancia empiezan a resurgir los objetos que se habían borrado: el jarro y la palangana, blancos, y las toallas, y el espejo de cristal acuoso y reflejos arrugados, que también habla de charcas bajo el viento, y la vela en su palmatoria de cobre, y sobre todo aquel cuadro de San Jerónimo, en el cual cae también un tenue raudal de luz celeste desde un nublado tormentoso hasta la cara del santo en oración.

Se va marcando el calendario con novenas, cuaresmas y misas por los difuntos. Hasta que se reanima la primavera y madura el verano, y el aire de parques y jardines desde la mañana se hace almibarado y ardiente, como las flores que calientan sus mieles al sol, y los perfumes se retardan en la atmósfera, y cacarean las gallinas y vienen las frutas, y no se sabe por momentos si aquella clueca es un duraznero lleno de duraznos amarillos entre el follaje, o si aquel duraznero es una clueca llena de pollitos entre las plumas.

A media tarde hay espectáculo doméstico. Laura, la ex llavera, ya   —369→   viuda y valetudinaria, sorda, enlutada y seca, trajina sin cesar de patio a patio. Tiene manía de quejidos. Escúchanse constantes sus ayes suspirados. Cuando se dirige a la noria y saca el agua, cuando tira el grano a las palomas, cuando recoge un leño, cuando no hace nada y se acuclilla como mendicante al sol, se queja, exhala su ¡ay, Señor! de ánima en pena.

-¿Qué te duele, Laura?

-Nada, señora.

-Como te quejas tanto...

-Es que descansa mucho el cuerpo cuando una se queja.

Ella previene así dolores y fatigas, acopia bienestar de antemano.

Un día recibe don José Pedro una visita inesperada. Es el tonelero de Melipilla, aquel que tanto le divirtió siempre y cuya simpatía se manifestara con admiración fanática, aquel a quien apodaban Ganas de mear y cuyo timbre de orgullo consistía en «pegarle al perro».

Con su andar a rodillas juntas, origen del sobrenombre, se apareció en las casas un mediodía, minutos después de pasado el tren. Lo enviaba don Eliecer en misión confidencial. Porque al enterarse de noticias peligrosas para «el patrón don Pepito», había buscado al hombre más insospechable y más fiel para llevar su recado. Tratábase de avisarle que la fiscalización de impuestos volveríalo a molestar. Azuzada por la prensa y los caciques de izquierda y sabedora de que don José Pedro negábase a permitir que se le revisaran las bodegas para comprobar que no guardaba alcoholes y aun para establecer en forma oficial que viña ya no existía, recurrió esta vez a la gendarmería melipillana. No a la policía misma, sino a los llamados ya carabineros, cuerpo del que había un piquete allá desde que los gendarmes del sur constituyeran para los campos un regimiento paralelo a la institución policial.

Atendió el caballero a Ganas de mear y, aun cuando se alarmara con la nueva, quiso mostrarse altivo y siempre admirable para su admirador.

Se portó el tonelero de acuerdo con su carácter, pintoresco y entusiasta. Dentro del salón, extrañado y molesto ante las finuras con que le trataba misia Marisabel, escupió en el suelo, se aclaró ruidosamente la garganta y apagó las colillas sobre los mármoles de las consolas. Luego, a mitad del almuerzo, a pretexto de hallarse incómodo con la   —370→   ropa dominguera, hizo de su chaqueta un lío y lo puso bajo la silla. Deliberadamente, de sonajera de mandíbulas a regüeldos, no dejó pequeña grosería por cometer. Y sus ojos saltábanse de asombro porque la señora, lejos de inmutarse, proseguía fina y afable.

Y era que oportuno, en un aparte, don José Pedro había ya prevenido a la dama:

-No te asustes. Incurre adrede en todas esas atrocidades. A todo esto lo llama también «pegarle al perro». Es uno de los tipos curiosos con que Dios quiere amenizar el mundo. Donde tú lo ves, pertenece a buena familia. Hijo de grandes personas, hermano de gentes decentísimas, él ha querido contradecir cuna y convenciones de urbanidad. Nació con espíritu de contradicción, ¡qué quieres! Y raya en lo estrafalario por «pegarle al perro». Hasta se casó con su lavandera. Se hizo tonelero en lugar de administrar las tierras que legó su padre, y comete inconveniencias por el puro gusto de ver escandalizarse a su familia. Pero en el fondo resulta un buen sujeto. «Le pega al perro», nada más.

-Será loco, hijo.

-Quizá. Un loco simpatiquísimo para mí.

Después de haber detallado sus noticias, Ganas de mear pareció desencantado. Aunque seguro de que don José Pedro «le pegaría al perro», él quería presenciar las reacciones coléricas. Quiso entonces acicatearlo. Hablole de cuánto lo quieren y admiran en toda la comarca por su estupendo carácter, de cómo ha indignado el saber que fuerzas del orden público, a él, veterano del 79, a quien todavía se le considera consejero de comisarías, por más que no quiera ejercer ya, se le pretenda vejar de buenas a primeras.

-Si hasta orden de prisión van a traer ésos, señor.

Don José Pedro, en silencio, se alejó a su ventana predilecta. Misia Marisabel llamó a un lado al tonelero.

-Como Antuco anda en la cordillera en estos momentos -le dijo- quiero pedirle a usted un favor: Vaya y búsquelo. Tendría que ir primero a Puente Alto; de allí, por tren, a un pueblecito que nombran Melocotón. Si no en el caserío mismo, por los alrededores lo encuentra. Entérelo y exíjale que se venga en el acto.

Don José Pedro vuelve pálido de su ventana y sonríe. Resume   —371→   cuanto le ha dicho el tonelero, mordiéndose la ira, y al término encarga:

-A don Eliecer, que muchas gracias. Con tanta o más razón se las doy a usted. Y el uno y el otro, si encuentra medio de hacerlo sin comprometerse, adviértales a esos mequetrefes que no vengan a meterse aquí, porque los recibiré a tiros.

  —372→  

-¡Ah! Pero juré recibirlos a tiros y a tiros los recibí -fueron las primeras palabras del caballero cuando lo bajaron mal herido del coche y lo condujeron a su dormitorio.

-Basta ya de bravezas, hijo. Empapado en sangre y...

-En el coche hay un charco.

-¡Ave María! Llamen a Venancito. Corran.

El curandero, anticipado, esperaba sólo venia para entrar.

-Sobre la cama, así. Pero no te muevas tanto, José Pedro.

-Lo hago para probar si... ¡Caballo Pájaro! Nada. En los huesos no tengo nada. ¡Grandísimos...!

-Bien. Quieto y sin rabiar ahora.

-¡Pedazos de...! Dicen que cuando el águila está vieja cualquier tiuque le caga la cabeza. ¡Sí, cómo no! ¡A mí!

Costó sosegarlo, pero al fin lo consiguieron. Venancito, con pericia, examinó, lavó, ligó la pierna, fuerte, por arriba y por abajo de la zona herida, y puso emplastos de perejil sobre ambas bocas sangrantes para estancar la hemorragia. Había penetrado el proyectil por un músculo delantero y, atravesando la pantorrilla, había salido por la corva.

Pero tan pronto como se halló acostado y con la pierna quieta, hizo venir el caballero a sus hombres. Quería pormenores. Como no pudo actuar él sino a distancia, debían referírselo todo. Desde que recibieron el aviso de lo fraguado por las vengativas autoridades de impuestos, él habíase prevenido. Ancha tranquera cerraba ya el callejón de La Huerta en su empalme con el camino público. Al término de la perspectiva delineada por las dos hileras de eucaliptos, divisábase, pues, desde muchos días atrás, aquella defensa de las tierras señoriales contra peligrosos accesos; y los veteranos del pelotón, ahora con sus hijos fornidos, por rigurosos turnos montaron allí guardia.

-Si me buscan -había dispuesto el patrón- que den su recado; porque sin mi permiso nadie pasa. Y si llegan a forzar la entrada, una   —373→   vez en terreno mío, bala con ellos. ¿Entienden? Primero déjenlos faltar, violar la propiedad privada.

Y habíase cumplido suposición y consigna; pues esa mañana, cuando se presentaron nuevo inspector y nuevo ministro de fe con tres carabineros, hubo gresca.

-La cosa se nos encrespó al tiro, patrón. Venían con la lección aprendida. A las primeras palabras echaron abajo las tranqueras, y, dar y dar culatazos, se metieron no más. Ehi fue la grande. Su mercé lo vido.

No era preciso explicar más, en realidad. A misia Marisabel, sin embargo, quiso el caballero exponerle lo sucedido. Mientras vigilaba él un ajuste de llantas frente a la fragua, una bala rasgó el aire con largo maullido. Primer indicio. Luego el oído alerta percibió las detonaciones distantes. Sin más que un iracundo ¡Caballo Pájaro!, más que articulado mordido, se fue a su bestia, siempre lista en la vara, y apretó cinchas, montó y tendió el trote hacia el callejón. En seguida tuvo a la vista la refriega. Un carabinero y uno de los muchachos, anudados como perros en lucha, se revolcaban ya por el suelo. Tendidos hacían fuego los otros dos gendarmes, y los veteranos del pelotón aprovechaban su puntería parapetados tras los eucaliptos. Las balas de ambos bandos partían de humillos, pardos, de polvo. El sol quemaba como un ascua y parecía destellar a cada disparo. A pesar de su cintura, tan adolorida, él emprendió carrera entonces; pero antes de alcanzar el terreno del combate se sintió rodar con caballo y todo por tierra. La misma bala que fulminó a la bestia, seguramente, le perforó a él la pierna derecha.

¡Virgen Santísima! Ni moverte podrías.

-Conseguí enderezarme apenas y, con el cadáver del animal por mampuesto, disparé todos los tiros de mi revólver.

-¡Había que ver! -intervino Cachafaz-. Nos gritaba el patrón: ¡Caballo Pájaro! ¡No aflojen, niños!

Sí, no cesó de dar voces. Bien lo recordaba. Y arrebatado por sus propios gritos, las pupilas empañadas por lágrimas de coraje ante su impotencia, vio el fin de aquel tiroteo: allá, en la carretera, iba un gendarme arrastrando a sus dos compañeros, heridos, acaso muertos, y corriendo de árbol en árbol, cautos, se aproximaban a su patrón en desgracia los bravos del pelotón. Después... Sí, recuerda luego haber divisado el coche que partía en su busca desde las casas... De pronto,   —374→   un desvanecimiento, la hemorragia tibia encharcándole pantalón y zapato. ¿Qué más? ¡Ah! los brazos de su viejecita, que le remueven amor propio y bríos...

Y reacciona:

-¿Habrá muertos, Bruno?

-Entre los pacos, puede.

-¿Y entre los nuestros?

-Fuera de su mercé, dos heridos; pero en puras carnes brutas, patrón.

Venancito lo tranquilizó:

-Pierda cuidado, patrón. A los tres días andarán dándose facha por ehi.

-¿Y el inspector? ¿Y el tinterillo?

-Esos... desaparecieron de una sola arrancá.

-A los primeros tiros, los maricas.

Hubo un intervalo festivo.

Por la tarde llegaron en tren especial desde Santiago con un médico de Melipilla, Toledo, Antuco y el diputado por el departamento, correligionario que mucho debía por cierto al cacique don José Pedro Valverde. Arrojó el cirujano emplastos y perejiles, sondó y desinfectó la herida. No había hueso comprometido, pero sí algo la arteria tibial; de ahí la hemorragia.

-Tuvo, doctor, un desvanecimiento muy largo a mediodía.

El facultativo meneó la cabeza. En la pérdida de sangre, considerando el estado anémico, anterior ya, veía él lo peligroso, y en la urea, causa de aquella ciática. Los colapsos podían repetirse. En fin, vendó y recetó.

Pero al enfermo lo preocupaba sólo el conflicto.

-¿Crees tú, Felipe, que seguirán adelante su inquina esos canallas?

-Proceso habrá. Dos carabineros mal heridos. ¡Figúrate! Veremos. Yo apelaré a todo recurso, porque los sucesos se produjeron después de haber violado ellos tu propiedad.

-En terreno mío, mío y cerrado. Ahí están los charcos de sangre. Y aquí estamos los heridos.

El parlamentario juró intervenir, ante el gobierno, en la cámara, con una interpelación si fuere procedente.

-Pero te debes calmar -le aconsejó Toledo-. No empeores las   —375→   cosas con tu violencia contra los tiempos y la legislación moderna. Yo soy viejo también, contemporáneo tuyo, y, sin embargo...

-Déjate de majaderías, hombre.

-Incorregible.

-Genio y figura...

-Pero es que tú deliras. Tú has delirado mucho. Ha sido ése tu mal.

El anciano sonrió, convino en que todos cambiaran también sonrisas. Pero:

-¡Eh! -dijo al cabo de una pausa reflexiva-. ¡Y qué grande no ha delirado! No se rían. No hablo por vanidad. A la grandeza llega el hombre por dos caminos; por el vuelo de sus virtudes y por la exaltación de sus defectos. Y es grande mayor aquel que por ambas vías ha podido ascender al delirio.

Luego miró a su hijo, que no reía, y cambió el tema:

-Mejor que no estuvieras tú aquí.

Se cogieron de la mano, y otro desvanecimiento, esta vez por emoción, sobrevino.

-Basta de tertulias -dispuso el médico.

Y solo con misia Marisabel quedó auxiliándolo.

  —376→  

No necesitaba de imaginaciones ahora misia Marisabel para sentirse atribulada. Como los grandes vientos se anuncian palpitando anticipados en el aire quieto, flotaba ya en el ambiente de La Huerta el fin de su señor.

-Temo, José Antonio -se atrevió a decir a su hijo en determinado momento, y con la gravedad que imponía el pronunciar el nombre así, completo y sin diminutivo-, temo que si junto con arrancar la viña se le vinieron a tu padre los años encima, estos sucesos marquen el principio de su muerte.

Antuco también lo creía. Y acaso todos lo supusieran, porque las casas del fundo se veían a diario y a toda hora pobladas de multitud. Durante años tan largos había preocupado a los vecinos de la comarca entera, que resultaba lógico y natural que no sólo peonadas y servidumbre, sino gentes de todo el contorno acudiesen alarmadas. Unos porque hubieran vivido temiéndole o sufriéndole, algunos porque hasta le odiasen, muchos por admirarlo y quererlo con fanatismo, el total porque ya no sabían vivir sin unirlo a sus pensamientos, a sus actos y aun a sus destinos, el hecho era que no faltaba nadie allí y que tanta presencia formaba como un pulso de augurio en el aire.

Por lo demás, los colapsos continuaron para el enfermo, desapareció el apetito, la sangre perdida no se recuperaba. De nada servían tónicos e inyecciones, ni que Venancito deambulara ferviente y sin descanso por campos, bodegas y dependencias, matando animales a fin de captar más y más fluido vital para su patrón. Anemia y urea sumíanlo ya en olvidos y nieblas, ya en francos trastornos mentales. Acometíanle repentinas cóleras, máxime al recaer en su fobia para con los tiempos modernos. Entonces, tras de renegar contra «la canalla actual», se tranquilizaba sólo con inmersiones en su sentimiento pío: tal como el cura durante sus días postreros diérase a la contemplación mística y a los contactos con Dios, él buscaba paz en su yo religioso, en aquella zona o tonalidad donde la secreta raíz de su ser conseguía entonar dentro   —377→   del gran arcano. Rezaba, pues, horas y horas. El rosario empero, bajo su mirada fuerte y entre sus dedos recios, parecía siempre una tienda, una de sus cadenas de soberbia y dominio, un arma o un grillete.

Entre la plebe aglomerada en la plazoleta de la llavería, un grupo había como nadie constante. Lo formaban viejas, muchachas y también mocetones y hasta hombres maduros. Eran aquellas chinas que de mozas lo amaran, eran los hijos y las hijas naturales, todos corazones suyos, con resentimiento o sin él, sujetos al poder del pasado y de la sangre. Toledo, que desde que se declarara la gravedad pasaba sus días alternándose entre viajes por el proceso a juzgados o cortes y permanencias en La Huerta, habló una vez al viejo amigo de aquella familia bastarda. Y él, emocionado, repuso como quien hubiese aguardado la oportunidad:

-¿Sabes que acaso sea tiempo de pensar en mi testamento?

-Tiempo de testar son todos para hombres de nuestra edad.

-Así es. Y como yo he pensado mucho el mío, redáctamelo, Felipe. Quiero que se cumpla lo legítimo sin favores ni desigualdades; pero dentro de la cuarta de libre disposición deseo mejorar disimuladamente a José Antonio. Se lo debo. Desde luego, todos los caballos de mi montura, para él. Prohíbo que los monten yernos.

-Hombre...

-Bromas a un lado, continuemos: de la misma cuota, lo que sea de uso masculino, para él también; y de dineros efectivos, cosechas por cobrar o productos liquidables en el día, reparte a esa gente. No la recuerdo a toda, me perdonarás...

-Son tantas, Pepe... Pepito Valverde...

Hubo para un desahogo, de risas, que atinó a cortar el caballero:

-Pero Antuco, me parece, los conoce a todos. Y a mis sirvientes, sin excepción, cuanto juzgues tú generoso dar. Generoso, ¿entiendes? Interprétame, ponte como albacea con tus honorarios, redacta y tráeme para firmar. No temas que falte fortuna. Yo habré pasado crujías, hoy mismo puedo verme sin medios para muchos compromisos; pero a mi muerte... Tú sabes, los agricultores somos como las papas: damos el producto cuando nos entierran.

Más adelante, los días lúcidos, en charlas sucesivas, cuando misia Marisabel dormía y lo cuidaba en turno Antuco, fue completando disposiciones.

-Si Dios me llama, hijo, y lo presiento cerca, te pido acomodar   —378→   mejores viviendas a las personas de quienes te hablará Felipe. Y a los demás, súbeles el salario. Con tino y mesura, eso sí. Nunca engordes al gato, que mientras más lleno menos caza.

Pero las horas de lucidez disminuyeron, aunque paulatina, rápidamente. Se declaró además muy crudo y torrencial el invierno, al punto de ralear las visitas. Sentíase, verdad, siempre la atmósfera cual si permaneciera cargada por la preocupación de los contornos todos por el gran señor en peligro; mas ello y la decadencia del enfermo hicieron más penosas las jornadas para misia Marisabel. A su hijo, que se fatigaría sin duda labrando en faenas, echábalo a dormir temprano, y ella velaba, sin otra compañía que alguna sirvienta siempre lista por las habitaciones próximas. Estábase, pues, quieta, guardándole a él su sueño, ya entre sustos y pensamientos sin fin, ya mascullando rogativas y plegarias.

Empezaba la verdadera noche para la señora cuando todos habíanse recogido ya en la casa y pasaba el llavero por patios y corredores en su ronda final. Su sombra oscilaba sobre los vidrios y las paredes conforme al balanceo del farol con que se alumbraba. Pronto sentíase un último portazo, luego el rechinar de un cerrojo y el caer de cierta barrera sobre sus encajes de hierro. Al fin se borraba la luz columpiante, alejándose al compás de los pasos en los ladrillos. Y solía entonces descargarse la lluvia. Si escampaba, con el escampar se ahuecaba nuevo silencio en el patio. Diríase que se había hecho allí el vacío y que tampoco el tiempo era entonces registrable. Sólo poco a poco venían después, y uno a uno, pequeños rumores: de gatos, murciélagos y lechuzas, dueños de las galerías tenebrosas, o el gemido de un desagüe, o uno de esos vientecillos que baten lentamente la puerta olvidada y alargan su rechinar como débil voz que se queja y que luego el aullido de algún perro distante prolonga.

Sola en el dormitorio, misia Marisabel meditaba, las manos encima del regazo y la vista en sus imágenes. ¿Cuándo llegarían sus hijas? Habían zarpado ya en sus barcos, en viaje de urgencia, con sus maridos llamados por conducto de la cancillería, y con los nietos. Pero ¿alcanzarían a su padre vivo? La tortura corrosiva se la dan, sin embargo, esas mujeres que permanecen, incesantes casi, en la plazoleta y que hacen abrir la capilla pata rezar novenas, rosarios y trisagios. Aunque todas las preces imploren por el enfermo, desatinan a la señora. Sus celos resucitan y, como esa multitud agrupada, se agolpan dentro de su   —379→   corazón. La imaginación delira, Tal cual instante las fantasmagorías lindan en lo cómico, y aun ella se burla un poco de sus desazones, porque se pregunta si, después de muerto, en el otro mundo, rodearán a su José Pedro desde doña Carmela Burgos hasta la última de las chinas que lo han amado en éste. ¿Podrá ella entonces ahuyentarlas?. ¿Cuál será la conducta posible allá? No lo sobrevivirá mucho ella, tampoco. Y pensando en defender su amor hasta en la vida eterna contra esas ánimas de pasión, aun desea con vehemencia morirse pronto. Cuanto antes, suele decirse, como en prisa de llegar a tiempo. A la postre se burlaba, es verdad, de sí misma. Pero sufría, sufría de antemano aquellos celos de ultratumba.

Y se alargaban, se alargaban sus noches. Entristecida solía clavar la vista en las ventanas. No cerrarían jamás bien aquellos postigos ya vencidos por el peso de tantos años y tantas capas de repintura. Los goznes corroídos desplomaban los batientes hacia el centro, y una T se calaba siempre a la luz lívida de la auroras. Alguna noche de tormenta, los relámpagos metían por allí su explosión azul. Si era extraordinario el trueno, despertaba don José Pedro, se santiguaba ella y venía la sirvienta que pernoctaba en las piezas contiguas.

-¡Jesús, María y José! ¡Qué trarcas, señora! -decía la mujer, asomando la cabeza trasnochada y repitiendo la señal de la cruz.

-¿Siente frío, hija?

-No, señora. Tengo brasas.

Y ambas volvían, cada cual a su puesto y actitud, a cruzar los antebrazos encima de las faldas, a dormitar a ratos, mientras el enfermo se perdía de nuevo dentro de su profundo sueño anémico.

Más livianos eran algunos atardeceres de tiempo claro. Declinaba manso el crepúsculo. De pronto el vuelo silencioso de un pájaro solitario rayaba el cielo arrebolado. Y ella mecía sus melancolías conversando con su hijo.

-Muy mal veo a tu padre. Si lo trasladásemos a Santiago...

-Él no quiere. Yo se lo insinué ayer. La casa en la ciudad se le antoja una anticipación de la tumba. ¿Y cómo vamos a quitarle sus recreos de aquí? Sus mañanas...

Las mañanas eran, cierto, el espacio risueño del día para don José Pedro. Entonces actuaba un poco aún. Se le abría bien la puerta sobre el jardín; los yegüerizos le paseaban delante, por los senderos amarillos,   —380→   sus caballos predilectos, y entre inspección y comentario, él vibraba por media hora o más.

De repente, sí, colérico, volvíase hacia la pared. Aunque trataran de tocarle motivos alegres -que si habían cablegrafiado Chepita y Rosa, que si venían con los niños, que si alborotaríase la casa como una pajarera- él no entregaba la cara. Y al dominio de la anemia, poco después dormía su desconsuelo.

Una de tales mañanas empero, se quedó mirando a misia Marisabel y empezaron a rodársele las lágrimas.

-Mi viejo, ¿lloras? ¿Tú lloras?

-Lloro porque no sé decir ternezas, las ternezas que a ti desearía decirte. Me crié sin madre, qué quieres, y no aprendí esas cosas. Lo más tierno que logré decir en mi niñez fue Caballo Pájaro, ¡figúrate!

-Pues dímelo.

-Pero una verdad has de saber: sólo dos amores he tenido en mi vida, uno desgraciado y otro feliz. El desgraciado, Chepita. No te pongas celosa. Ella fue más mi hija que mi mujer. El feliz, tú, que todo lo fuiste para mí. Que te baste con esto, porque no deja de ser.

Los sollozos ahogaban a la viejecita. A él siguió fluyéndole mudo el llanto sobre las barbas.

  —381→  

Una ley oculta permite que algunos intuyan sus horas. Amaneció así otro mañana; pero en ella, aun cuando el médico al retirarse hubiese respondido a los ojos interrogantes: «Hay una reacción manifiesta», don José Pedro, tras de reposar las fatigas del tratamiento sobre las heridas, llamó:

-Marisabel, hija, que me traigan al capellán. Quiero confesarme. Hoy me voy a morir.

-¡Qué ocurrencia! Si cabalmente hoy te halló el doctor mejor que nunca. Se fue muy satisfecho.

-Llámame al confesor, vieja. Y que venga con el Viático y los Santos Óleos.

Tan serena y terminante fue la orden, que la señora, pasando del estupor a la angustia, salió en actitud de obedecer.

En el salón lleno de gente lloraba momentos después, reclinada sobre el pecho de su hijo. Cuantos habían acudido como a diario, rodearon al grupo entonces, inquiriendo. Y enterados, unos a otros pasaron a visitar al enfermo. Habíanse propuesto reanimarlo y cada cual preparó sus frases.

El caballero los escuchó inalterable. Pero cuando prometían insistir, y al parecer Felipe Toledo esperaba respuesta, tuvo él uno de sus gestos de irritada impaciencia y terminó, perentorio:

-Basta. Yo me muero cuando me da la gana.

Sólo quedaba temblar. Y asentir. Porque todos creyeron entonces que de veras aquel voluntarioso indomable, don José Pedro Valverde, se moriría esa tarde.

En efecto, como entre cuatro y cinco, ya oleado y sacramentado, fijó el caballero la vista en un haz de sol que metía su franja llena de corpúsculos encendidos por la ventana, y pareció ausentarse del mundo.

De pronto, sin embargo, sin cambiar de postura, habló:

  —382→  

-Antuco, si tú plantas otra viña, hijo, hazlo en El Fiel. Es tierra inmejorable para la uva.

Sonó su voz como tantas veces había sonado cuando, ya en el estribo el pie, dejaba órdenes el patrón para sus temporales ausencias.

Y el asombro inmovilizó los semblantes.

Asombro y palabras serían emblema y divisa para el vástago de aquel hombre creador hasta la hora de su muerte.

Después el caballero no habló más. Clavados los ojos, muy abiertos, en la muriente lista de luz, agonizó. Fue una sobria, austera y breve agonía, sin horrores. Se apagó el sol. Habíase nublado de improviso y empezó a llover con ira y estrépito.

Lavado y vestido el cadáver, misia Marisabel juntó aquellas grandes y amadas manos y cayó sollozante y convulsa sobre ellas.

Antuco abrió de par en par la ventana del patio. El aguacero violento había cesado al hacerse la noche. Ahora llovía misteriosamente en las tinieblas.