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ArribaAbajoEvocación cuarta

Amo y señor


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El patio interior de La Huerta se hunde poco a poco en el nublado atardecer. Tonos de ceniza disfuman los granados, la enredadera y el brocal del pozo. Ya empieza el parrón también a desdibujarse; bajo su sombra se distingue, sin embargo, blanca la pared fronteriza, con zócalo azul, y en medio abre su boquerón tenebroso la bodega mayor: dentro, con ambular de ánima en pena, va y viene una vela encendida.

La señora cose, amparada por el corredor. Es, desde más de dos lustros, misia Marisabel Lazúrtegui de Valverde, ama y dueña feliz... aunque sin remedio torturada. Cose, como muchas tardes, que tanto exigen a una madre las criaturas. Sus tijeras caen tal cual vez, tañen su cascabel al chocar los ladrillos, y luego todo vuelve al silencio. Un silencio en el cual ella sigue uniendo a hilvanes su labor con sus emociones, sus sueños con recuerdos, dichas con inquietudes. Acaso hay en ello más de sufrir y remendar que de costura.

En fin, así lo dispuso Dios, piensa. Y suspira conforme. Porque está contenta. Siempre ha estado, en el fondo, satisfecha de su suerte

Se arrebuja con el chal. Hace un poquito de frío. Marzo anticipa el otoño. La dama prende por un rato su aguja en los lienzos, para mirar en torno, pues le recrea percibir las sensaciones de aquel patio en soledad.

Arriba, entre los maderos de la tejavana, las palomas se recogen. Las hembras, puras, de un albor lamido de miel, trajinan domésticas, a semejanza de las mujeres antes de acostarse. Pero ese palomo, el buchón, es un pequeño formidable. Y todo un gentilhombre. Cubierto por su capa recamada de tornasoles y reflejos, echado atrás, con el pecho abultado -golilla sobre jubón- y con su birrete de plumas en la cabeza, camina con donaire. La cola le alza por detrás la capa, como una espada. Y anda encima de la viga con pasitos cruzados, con garbo y galantería, rondando a su dama, entre venias y arrullos que se dirían piropos. Tiene las patitas rojas y rizadas de plumillas como cintas. A la señora recuérdale a su José Pedro; si no por el lujo, al menos   —242→   por lo fuerte y galante, por lo cortés y violento, por lo amoroso y terrible. La paloma de su pareja, rendida, le obedece. Sólo que alguna vez, si otra se aproxima, de la cándida sumisión surgen picotazos.

Entonces misia Marisabel sonríe. ¡Y cómo ha de ser, pues! ¿No siente lo mismo ella?

Luego de reír, intenta reanudar su trabajo.

Pero ya las puntadas no se ven. Se va la luz. Baja el sol detrás de la bruma sin lograr encenderla. Tras un cristal muy pavonado, mira en perlada agonía, en desfallecer dulcemente ambarino; pone sobre los edificios y las cosas apenas una pátina de oro leve, y apresura su descenso. Pronto lo ha cubierto el tejado de la capilla, se han opacado las techumbres de la casa y resulta imposible divisar lo menudo en el patio. Decide por esto la señora ir a meterse por las penumbras de las habitaciones. Allá deja sus costuras y sale por el otro lado, al corredor externo, al del jardín, lugar en que todos los crepúsculos aguarda la vuelta de su esposo.

Tarda porque lo absorbe la vendimia, reflexiona. Adora su viña nueva. Y es incansable para crearse más y más labores e impulsar progresos. Ya tiene viñedo y molino. Y lo que aún hará.

Ella espera pacíficamente.

Por el camino pasan gentes hablando, con los ecos extraños que tienen las voces dentro de la niebla. Se alejan y no se sabe qué gris errabundo queda palpitando entre los demás grises. Los minutos andan lentos. Hasta que el sol, por muy fugaz instante, dora los filos de muros y cornisas, deslíe un poco de púrpura indecisa en el frontis de la capillita. Súbito, se apaga, cual si hubiera plegado el párpado, y enfría todos los matices del cuadro.

Estos crepúsculos estimulan en el alma de la señora cierta intimidad de corazón y cierto goce de soledad que la predisponen a sufrir. Pero el sufrir suyo, todo él de amor, exclusivo de pasión, es un romántico placer de sangrar y restañar heridas, y un concluir adorando su cuita siempre. Vivaz, imaginativa, aun risueña y pintoresca por temperamento cuando está en sociedad, suele permanecer empero así, dirimiendo sus conflictos interiores, horas muy dilatadas; bien es verdad que para llegar ineludiblemente a la conclusión de que su viejo Don Juan no pudo ni puede comportarse de otro modo y de que lo ama como   —243→   al héroe la heroína del más hondo, atormentado y poemático de los idilios. En medio de celos, temores y dudas, ella mantiene la fe de su amor. Y al cabo, ¿no se ha cumplido su felicidad y no la disfruta prolongada en criaturas de sus entrañas? Algo estropeada vino a ella esta dicha, cierto, largamente oprimida en la paciencia de años que la deformaron; mas como aquel esperar, desesperar y esperanzarse de nuevo las imágenes del ensueño sometiéronse a disciplina y se ajustaron a términos prudentes, cuando, muerta misia Jesús, llegó el cumplimiento, le pareció a ella que acaso mayor que la promesa resultó el triunfo. Esposa de su José Pedro, y madre, y señora de La Huerta... ¿no era lo fundamental del ensueño? Que de tiempo en tiempo haya ido descubriendo después los frutos espurios del amante ¿qué debe significar? Dolor en su corazón, sí, lastimadura en su candidez; pero ¿a quién cargar esta cuenta? Ella guardó el juramento de silencio e incomunicación hecho a su madre, misia Jesús condenó al mozo pujante, seductor, irresistible, a soledad forzada. ¿Pues entonces? ¿Cómo, puesto que había él de caer como los demás hombres caen, y con mayor frecuencia, por más viril, cómo pensar en que lo encontraría poco menos que cartujo y penitente?

Bien. Todo ello explícale y aun le justifica el pasado. Pero son las sospechas de infidelidades posteriores lo que la martirizan. Esos chicos huachos... hasta el cariño le inspiran. Ellas, antes, viéndolo tan hermoso, tan bizarro, tan ardiente y abandonado por su Marisabel, ¿por qué no habían de aspirar a ganárselo? Cuando ella volvió, todas quedaron frustradas. No obstante, hoy, alguna ¿no estará postergada tan sólo? ¿Será ella la esposa, hoy dueña absoluta? Algo, algún compromiso, algún enredo pendiente cabe siempre en lo posible. Y para extremo y colmo, para que ni la gota grotesca falte, la tal doña Carmela, vieja, resignada, inteligente y digna, permanece como con una ensoñación emboscada y en ronda. ¡Ah, en ellas, en ellas acecha el pecado!

Misia Marisabel es celosa. No lo puede remediar. Bastantes años han pasado. Él frisa en los cuarenta y cinco, ella no niega sus cuarenta. De las niñas, once cumplió Chepita, Rosa nueve. Pero misia Marisabel será celosa la vida entera.

En fin, esa tarde, como todas, apenas escucha el rumor de las espuelas y vislumbra la mancha del poncho de vicuña junto a la vara de la llavería, se sobrepone y acude al encuentro de su marido.

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Él entra bajo el corredor penumbroso, la besa, con el brazo fuerte le rodea los hombros y le pregunta:

-¿Las niñas?

-Lavándose las sentí, para la mesa.

Ha pasado la noche. A la madrugada el viento norte ha soplado gritando, han caído chubascos estruendosos al amanecer, y despierta un domingo azul.

Cuando entra en el dormitorio la sirvienta con los desayunos, que los patrones toman ese día festivo juntos en la gran cama de dos plazas, ambos reciben aquella gloria de luz por la ventana.

Después, mientras él fuma entre las sábanas su primer cigarro matinal, con el último sorbo, alegre, se cuela dentro de la franela de su bata y corre a levantar a sus hijas.

Pero de regreso ya, se queda unos instantes a la orilla del corredor. La embarga tanto añil del paisaje. Están azules los cielos y los espejos de los charcos, los pinos y los cristales de la casa, y aun allá, sobre las praderas mojadas, hasta nítidas lejanías, el azul barniza todo verde y penetra los humos tenues que suben de los ranchos. Azul canta la flauta de los pájaros, azules llegan los grititos de las niñas desde el interior. Si hablase ahora ella, también azul sería su voz. Azules se vuelven sus pensamientos. Su alma toda se tiñe de azul. Y cuando la campana llamando a misa la despierta, le parece que se desparraman los sones por el aire cual si se desgranase un rosario de cuentas azules.

Es la seña de prevención, este campaneo. Avisa que ha llegado el capellán. Porque desde la instalación del matrimonio en La Huerta, hace ya doce años, no falta oficio sagrado los domingos.

La señora torna entonces a su cuarto. Ambos esposos se lavan, se acicalan, conversan.

Ha dado ella uno toques de tijera en la barba a de su marido; y él, peinándose la guedeja rubia, que ya palidece, insiste sobre lo que venía diciendo:

-Malo, muy malo, pensé yo en cuanto supe de aquellas hipotecas.

-Sigues desconfiando, por Dios.

-Pero si ese Cipriano Correa, hija, ese usurero, es como los suelos bajos, que se chupan su agua y la del vecino. ¡Por ley física, caramba!   —245→   No comprendo cómo tu madre llegó a entregarse así en semejantes garras.

-Cipriano... ¡qué quieres!... era el poseedor de nuestro secreto. Tuvo que serlo, por el encadenamiento de las circunstancias, porque ya él manejaba los bienes, porque tampoco íbamos a meter otro confidente más. Y abogado, en fin: necesario, según ella.

-Peor que peor. Siempre al anca del que se arruina se concluye por descubrir un leguleyo encaramado. Claro: él, a trueque del silencio, se supo ir imponiendo, hasta dominar.

-El hecho es que, a pesar de nuestras deudas y de las trampas que nos agobian, vivimos. Y mejor que él, desde luego.

-¡Qué gracia! ¿No habías observado que en tu buena sociedad siempre vive mejor un rico arruinado que un rotoso enriquecido?

Misia Marisabel sonríe; mas:

-Por último -dice-, a qué hacerse mala sangre.

Y es que vislumbra en la chispa violenta encendida en las pupilas de su tonante señor ganas de llamar a cuentas a Cipriano, de zamarrearlo quizá. ¡Qué geniazo!

Con todo, ese carácter le resulta adorable, como todo lo suyo.

-Recuerda que aún lo necesitas -le advierte, sin embargo-. En su casa vive tu hijo.

-Ya me lo traeré al campo y entonces veremos.

-Calma, polvorilla. Ese niño ha de acabar su educación.

Pero al solo recuerdo del muchachito, el semblante de misia Marisabel se vela de sombras. Con la peineta suspensa, queda frente al espejo. Mira en la luna cómo las manos de don José Pedro, que se han poblado de vello dorado, envuelven la faja carmesí en torno a la cintura poderosa, y a cada vuelta se le aprieta más el corazón.

-¿Por cuánto pretende conseguir Cipriano ese finiquito?

Por cinco mil pesos.

-¡Bribón!

-Pues yo nunca supuse que me quedara tanto. Me ha entregado el landó, los mejores muebles de San Nicolás...

Otra seña del campanario, anunciándoles que ya el sacerdote se halla vestido y a punto de oficiar, les apresura.

-Vamos, vamos.

Por el jardín se les unen las dos niñas y en grupo señoril avanzan los cuatro hacia el oratorio. Componen la recta familia, la legítima   —246→   conforme a decoro y religión, a tradición y estirpe, la familia que soñó el Valverde siempre y logró formar para vivir en sus dominios, señor en su caserón cercado con cadenas.

Después, cuando tras el oficio han conducido a desayunar al mercedario y luego lo han despedido en el estribo del birlocho que lo trae y lleva entre las haciendas donde sirve capellanía y su convento de Melipilla, deriva sobre su tema don José Pedro:

-Pienso que si las complicaciones por el niño nos obligan a cerrar los ojos y transar, convendría invertir esas platas en el potrero de doña Carmela. ¿Por qué pones esa cara?

-Sabes que nada de la vieja ésa me gusta.

-¡Vaya!

El caballero guarda entonces silencio. No el de quien cede y desiste, sino el silencio con que hace pausa voluntariosa quien sólo aplaza. Se le oyen casi los pensamientos. Tal es la fuerza de ellos. Porque, ese potrero, él lo quiere. Tendrá que volver tarde o temprano a su familia, por razones de justicia y de orgullo. Allá en épocas de las encomiendas, entre litigio y litigio, alternativamente perteneció a su abuelo y al padre de doña Carmela. Llamáronlo por eso El Infiel. Mas el amor propio díctale a él hoy retornarlo a fidelidad.

Y aunque ha dejado el asunto para ocasión propicia y ha pasado con su mujer al salón para departir en paz hogareña, he aquí que lo imprevisto pone de nuevo el tema de la señora: entran las dos niñitas a carrera gozosa; viene Chepita con unos dulces sobre un papel, abre la hoja, tirante entre las manos, a modo de bandeja, y ofrece:

-Mamá... y usted, papá: sírvanse.

¿De dónde sacaron las golosinas? Pues pasó la viuda de Burgos en su coche, las llamó a la portezuela y, con muchos recados para papá y mamá, entregó el paquete a las criaturas.

Desfallece misia Marisabel entonces, desganada. Solo él prueba un alfajor.

Mientras las chicas devoran golosas, ellos leen en sus mentes escondidas.

-Bien. A jugar al jardín -pide a sus hijas él de pronto.

En seguida va y se sienta junto a su mujer en el sofá. Le coge tierno y risueño ambas manos, se las besa con finura y le dice:

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-Vives, vieja mía, espantándote a ti misma. Ten fe. No te atormentes con los episodios y las circunstancias del pasado de un hombre.

-No se trata de celos, no te creas.

-¡Oh! ¿Cómo podrías estar celosa de semejante anciana?

-Claro que no. Y eso que ella, anciana y todo... Yo sé que se imaginó un matrimonio de conveniencia contigo.

-Me conoces, Marisabel.

-Te conozca. Eso es lo malo.

-¡Bah! Escucha. No estás celosa; más aún, no eres celosa. Concedido. Pero mira: tienes un alma timorata y... ¿sabes?... cuando tiembla el alma, tiembla cuanto la rodea. Todo alrededor se agita, se llena de fantasmas y peligros. Es como cuando tiembla la luz y con ella las cosas que se hallan a su alcance.

-Sin embargo, las mujeres vemos en los ojos de las mujeres. Doña Carmela sigue soñando.

-Si pasa ya de los sesenta y cinco.

-¿No estuvo enamorada de ti?

-Tal vez tuvo entonces sus últimos fuegos.

-Y ahora, el rescoldo.

-Quizá. Algo bajo la ceniza, el engreimiento en su recuerdo, en fin, la simpatía por una vieja ilusión. ¿Y qué?

-¿Llegaste a tener algo con ella? Dilo.

Como carece de mayor paciencia, don José Pedro se levanta entonces, domándose.

-Basta. Recapacite, hija, en lo que me ha dicho -concluye, con la severidad que a las palabras da el trato de usted.

Y sale.

Ella queda sola en su sofá de medallones. Reabsorbe una lágrima. Las pestañas le abanican las mejillas, en las que ha secado el otoño un matiz de oro, como en la piel de una uva clara. Luego esparce la vista por el suelo. Se siente un tanto desolada, cual si el incidente la hubiese, desprendido un poco del mundo. Además, sufre algún desconcierto. ¿Habrá procedido mal? ¡Qué bien suele razonar él! ¡Qué profundidades penetra! ¡Qué sutilezas alcanza! Pero, también, cuán duro se porta llegado cierto momento. Lo reconoce superior. A menudo, en presencia de algunas almas, nos parece que somos muy poca cosa, que nos   —248→   hallamos como delante de un abismo en el cual podemos caer. Hay almas cuya sima presentida causa vértigo.

Piensa, y suspira:

-¡El hombre... es el hombre!

Busca el medio de contener la emoción. A su lado ve la hoja de los dulces y, como una colegiala, se pone a recoger con la punta del índice humedecida las migas de turrón y azúcar.

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Fue por entonces cuando bajo la encina centenaria, desdibujado dentro de la húmeda sombra, inmóvil como el zorro en acecho, estuvo don José Pedro atisbando el paso de aquel bandolero preso entre dos polizontes.

Allí detúvose, sí, quieto y fantasmal, emboscado bajo el árbol añoso. El poncho de vicuña caía sobre sus hombros fuertes, a todo lo largo de su talla empinada sobre los tacones huasos. Destellaban sus ojos claros y ponían reflejos en la barba rubia, recortada en punta. La barba de don Juan Tenorio, decía doña Marisabel. Y por su parte habíasela de llamar misia Carmela «barba de joven conde». Una barba entonces clareante ya, joya de plata sobredorada que va perdiendo el sahumerio.

Allí estaba, largo rato. Se había echado encima de las cejas el sombrero alón y las pupilas brillábanle muy despiertas, no se habría podido asegurar si coléricas o maliciosas. Sonreían por momentos, pero asomando y recogiendo la sonrisa entre las pestañas, porque algo violento ardía más adentro. Sin moverse, duro y estatuario, permaneció allí todo lo que tardaron en buscar los policías al llavero, en recibir al fin de él un par de galletas para el camino, en beber unos sorbos de agua y, sobre todo, en parlotear como bravucones comediantes.

En cuanto los soldados volvieron a montar y se marcharon, con el preso a pie y siempre delante, maltratándolo deliberada y teatralmente para que mucho celo les atribuyesen, él avanzó fuera de la penumbra. Con la mano velluda en alto, hizo unas señas al llavero y lo mandó a buscar al capataz:

-¡Hijunas! Corre, vuela, Mauro.

Giró hacia la casa. En el corredor blanco, asomándose por la boca de un pasadizo, fisgaban las chinas de la servidumbre. Bocas y ojos redondos por la curiosidad, hundidas de emoción las mejillas, se unían a ese latido entre medroso y solazado que cuando se juntan a   —250→   espiar prende las almas esclavas. Pero tan pronto viéronse descubiertas por el patrón, emprendieron ratonil fuga pasillo adentro.

Misia Marisabel y sus hijas, también con los párpados dilatados de temor, lo esperaban al fondo del jardín. Habían temblado al paso del forajido, de aquel ser para ellas todo misterio y peligro, especie de granada explosiva, de aquella su figura sucia como pintada toda ella con los pardos de la tierra.

El capataz acudió pronto, al trote rápido de su bayo, y el patrón le dispuso:

-Siga, compadre, a esos policías. Con sigilo. Que no lo descubran. Entérese de cuanto hagan por el camino. Salga por encima de la loma y déjese caer por el otro lado, por entre los montes incendiados cuando el salteo a La Mielería. Tiene que aguaitar bien, compadre Bruno, qué hacen los pacos con el pililo. Si no ve al principio nada raro, sígalos, hasta que vea, y hasta que ojalá oiga. Después viene a contarme. Ya, al tiro, corra.

A Mauro, allí presente, le previno:

-Y tú, cierra la boca. ¿Oíste algo a los pacos?

-No mucho. Hablaban cosas de adrede.

-Por ejemplo...

-Los vide llegar arreando al preso como a un animal. En la vara echaron pie a tierra. Uno sacó la manea de su montura y se la puso al roto en los tobillos... Pura comedia.

-Todo eso lo vi yo también. Dime qué hablaron.

-Más petipieza, pues, patrón. Que buscaban a ese bandido desde cuantúa, que lo habían pillado al fin monte adentro, que se chismea por ehi que misia Carmela lo favorecía en sus escondites... Todo adrede, patrón. Sabe Dios si lo que hacen es acompañarlo en un cambio de guarida. Tendría el hombre que pasar por aquí y no se atrevería solo...

Don José Pedro escuchó meditabundo. Luego se fue al encuentro de su mujer. La encontró azorada.

-No te metas tú en esos manejos -le rogó temblorosa-. Deja su misión a la policía, que para eso está.

-Es que no la cumple, hija.

-¡Válgame Dios!

-Y si yo no actuó, créeme, los salteadores acaban con nosotros el día menos pensado. Han muerto a mi padre, a ustedes les han saqueado   —251→   San Nicolás cuantas veces han querido... Por mí, aquello se detuvo algún tiempo; pero ahora la región se infesta nuevamente de criminales. El cuatrerismo recrudece y los asaltos a sangre y fuego vuelven a ser el pan de cada día. Si esto sigue así, yo voy a pedir al gobierno, por intermedio de mi partido, alguna comisión personal como la que me dio en la otra ocasión Balmaceda.

-Eres terrible, José Pedro.

A Chepita, la mayor de las niñas, que había heredado, con la vivacidad de su madre, los ímpetus combativos de su progenitor, la enardeció el diálogo.

-Sí, papá -intervino-. Hay que matarlos antes que nos maten.

-¡Miren qué mocosa ésta! Y tú ¿qué dices?

Nada. Rosa, la segunda, nada decía. Estática, muy rubia y muy bonita, cumplía con el mote de Muñeca, que cariñosamente se le aplicaba.

El padre acarició las dos cabezuelas y rió placentero, recreándose como un dios en sus criaturas. La verdad es que nos equivocamos siempre al bautizar a los niños, reflexionó. Nunca el nombre coincide con el carácter: antes bien, lo contradice. Haber llamado Chepita, en memoria de su mansa, dulcísima primera mujer, a esa chica, para que resultara ese diablillo...

Solían las gentes comentarlo por su parte. Aunque las gentes además interpretaban sus observaciones. Atribuían, desde luego, al desconsuelo de no haber logrado un varón entre su legítima prole, el estímulo que prestaba el caballero a las aficiones ecuestres de la hija mayor, y a su intrepidez, hasta el punto de fomentarle carreras cual si fuera un jinete o hubiera de serlo después, y al retozar por los campos mezclándose a las faenas, y a su afán de hacérse docta como un juez en las corridas de vacas. A la inversa, viéndolo envanecerse con la fina belleza de la otra, suponían que de ésta se había propuesto él hacer una dama, la señorita por antonomasia, digna de ser exhibida entre aristocracias capitalinas, flor lujosa de sus linajes.

Y mucho había de cierto en todo eso.

De sobremesa departieron los esposos aquella noche sobre las niñas. Era ya tiempo de pensar en un colegio para ellas. En el fundo habíanles   —252→   enseñado entre ambos a leer, y caligrafía, y catecismo, y tablas; mas el próximo año debían estudiar con método en la capital fuere internas en el plantel de las monjas, fuere pupilas en casa de las Toledos y alumnas de alguna escuela, o en hogar propio, al cual se trasladaría misia Marisabel si conseguíase recuperar el solar de la antigua calle Angosta -de Serrano desde la guerra- que Cipriano Correa, por las hipotecas, detentaba en su poder.

Avanzaba la noche, cuando acostados ya disponíanse a dormir, llegó Bruno. Lo llamaron al dormitorio.

Ya en los labios burlones de su capataz leyó don José Pedro la confirmación de sus sospechas.

-Cuenta y razón le traigo a su mercé.

-A ver...

-En cuanto no más se sintieron lejos detrás del cordón de lomas, le desataron al pajarraco las manos y lo subieron al anca. En el paso de la Tenca, golpearon la puerta del almacén. El despachero sale, ellos piden... me parece que chicha, sin apearse, y les traen un potrillo lleno. Se lo tomaron todo entre los tres. Más allá se desmontaron, muy amigos, a fumarse un pitillo al pie de un boldo. Y ehi se apartaron. El pillo cortó pal norte, pal lao del Rosario; ellos rumbearon para San Juan. Como pertenecen a la comisaría de San Antonio... Ah, pero se me olvidaba lo mejor, patrón: cerca de los caseríos, los pacos dispararon al aire sus pívoris. Tira y tira estuvieron, como veinte balazos, ¡señor de mi alma!

-Completo -dijo don José Pedro-. Pues ya veremos cómo corriendo los días, se cuenta en los contornos que se les voló el pájaro, que lo persiguieron ellos a tiros, hasta que de fijo lo han muerto y estará enmontonado y pudriéndose.

-Así mesmo se dirá. Y que se han visto muchos jotes por ehi. Ni andará lejos que carguen con misia Carmela.

-Asegurando que lo esconde.

-Como le dieron fama cuando lo del Pelluco...

-¡Ah, hijunas! ¡Policía grandísima perra!

-Serenidad, señor del trueno, serenidad -le pidió festiva misia Marisabel.

-Bien, compadre. Recójase a dormir, entonces.

Se retiró Bruno; pero él necesitaba desahogarse:

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-¿Has oído, mujer? ¿Ves cómo hay que tratar a esos polizontes lo mismo que a los facinerosos? Como que muchos lo fueron antes de que los engancharan comisarías comunales. Eh, al fin y al cabo, resultan más listos y más tiesos que los huainas reclutados en el montón.

-Triste cosa, sí. Pero mi tonante señor tiene que dormirse ahora.

Apagaron la vela.

Sin embargo, junto al sueño de la esposa, él se desveló pensando.

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Hasta después de medianoche piensa el desvelado. Y es 1a suya una vigilia de repaso y juicio. Revisa lo que anduvo entre juventud y madurez y obtiene conclusiones. Desde luego, que fatalmente todo creador ha de acabar en esclavo de criaturas. Lo comprueba en sí.

Pues bien, si tantas cosas ha hecho, si casi ha creado un mundo, ¿cómo no sentir ahora la responsabilidad de su creación y cómo no velar por ella? Velar y aun desvelar; he aquí su deber. Y sobretodo, su voluntad terca, irreductible.

No cejará. Recuerda que cierta vez oyó por ahí que alguien decía: «Mucho ha cambiado, este caballero». Falso; él continúa el mismo. Si cambios hay, o son aparentes o de mera modalidad. No distinguen las gentes que las mudanzas exteriores no alteran la esencia. Con la edad, acaso se hayan exagerado los rasgos de su carácter: lo acepta, porque los años al par que acentúan facciones de rostros, imprimen a cualidades y defectos anímicos acentos más rotundos. Lo cual está bien: las personalidades que no se afirman exagerándose, que es decir creciendo, perecen. Reconoce haber excedido sus antiguos orgullos de abolengo y aun sus violencias de jefe y patrón, hasta lindar en términos que permiten llamarlo «señor tonante»; mas halla esto explicable y natural, lógico y necesario. Se traen fuerzas desde el origen, se asimilan influencias, como las recibidas por él de aquel cura tremendo y admirable, y todo ello vive, se desarrolla y sirve. Aquellas cadenas con que tiempo atrás cercó la casa han llegado poco a poco a incorporarse a su persona con el poder de los símbolos. En lo descansos del crepúsculo, posar la mano sobre los recios eslabones le causó siempre -y aún se la causa- una escalofriante satisfacción de poder y señorío; fluye de su gesto entonces cierto magnetismo que él advierte, algo que impone un respeto mezcla de admiración y temblor en las almas de los campesinos que pasan. ¿Pero es ello condenable? No; eso está bien, es necesario: vive tiempos en los cuales se hace menester ser amo; y el cariño al amo, si bien con afectos y bondades se gana, ha de llevar escondido algo de ese latido   —255→   terrible que pulsa en la sumisa obediencia. Sólo almas pigmeas vituperan y desconocen esta virtud. En tal o cual trance -lo confiesa él- asume actitudes atrabiliarias y aun de injusta soberbia, semejante a las de cuando niño. ¡Qué hacer! Hacia la vejez, así como vuelven al hombre agudezas y frescuras de la infancia, le suelen reaparecer también pueriles torpezas. Todo ello, sin embargo, todo en conjunto, hace al señor.

He aquí, pues, sus conclusiones, y no cínicas, tan sólo de realista conciencia.

Y puesto que ha creado su mundo, lo sostendrá, lo conducirá, de progresos a plenitudes y, fatalmente, a él se ha de entregar en altiva servidumbre.

Porque ha sido creador. No poco ha nacido de su esfuerzo y su tesón. Ha multiplicado crianzas; abriendo campos, ha convertido montes en sementeras; perforando cerros, ha regado secanos; ha plantado viñas; se han alzado, a su inspiración y su porfía, molino, edificios de labor y viviendas para servidores. Él ha hecho, sin ceder a las tentaciones de un regalado vivir, su pedazo de Chile, ¡caramba! La patria débele producción, que es riqueza para todos, y también servicio personal: en la guerra le dio su aporte, primero como proveedor, y luego, hacia fines de la contienda, partiendo al Perú a cargo de remontas. Allá, no en líneas de fuego y bayonetas, pero sí en la retaguardia bajo la metralla, tuvo su eficacia en San Juan, en Chorrillos y en Miraflores. Aquello no lo ha envanecido; úsalo apenas ahora como anecdotario de amenidad para sus conversaciones. De haber sido Bruno entonces cronista en lugar de simple asistente, qué de audacias, arrojos y, también, galantes aventuras habría podido narrar.

En este punto, el desvelo de aquella noche se puebla de recreos. ¡Ah! suspira por fin, risueño, para que a su creación nada falte, «ha padreado bastante», como dice don Joaquín. Ríe, ríe a solas en la noche, mientras su Marisabel duerme y duermen con ella sus celos.

Pero se ha casado al cabo, fiel y decente, de acuerdo con su prosapia, su palabra de honor y su religión. Tan pronto murió misia Jesús, él dejó a Lima y vino a devolver honra y amor a su Marisabel.

Por último, entre sus ufanías, y no la menor por cierto, cuenta la de haber limpiado de bandoleros la zona. Las hazañas de su pelotón bravo lo aguerrieron para la obra que habría de realizar después, cuando el Presidente Balmaceda lo nombrara prefecto accidental de Melipilla.   —256→   Con la veintena de soldados veteranos y la carta blanca para combatir que se le facilitaran, puso en práctica métodos propios. Evocó al viejo gobernador de antaño, entrabado por un juez leguleyo hasta la manía... Él sí, él llamó a su teniente, sus sargentos y sus cabos Pascualote, Bruno y Cachafaz, y les dijo:

-A mí no me traen ustedes bandoleros vivos. Fosa tengo abierta, no cárcel. Conque ya lo saben.

Y en meses quedó saneada la región. Facinerosos que no perecieron, fugáronse a campos lejanos.

No lo, contará hoy, ni poco ni mucho, porque ni le pluguieron las jactancias jamás, ni lisonjeras consecuencias derivan de tan ociosos comentarios. En aquella ocasión, la prensa metropolitana lo vituperó desde la oposición al gobierno. Señor feudal, de horca y cuchillo, le. motejaron, y hasta del derecho de pernada dedujeron solfas. Además, con ello como fundamento, su propio partido coreó a sus antagonistas; aunque, en el fondo, sólo porque se negara él a participar en la revolución contra la gran figura, porque osara incluso defenderla contrariando una constitución aprovechada como político trampolín y porque le agradeciera, tanto o más que el haber apoyado el sanear de malhechores a Melipilla, el haber unido por un ferrocarril a Santiago con el abandonado departamento.

Pues ahora, lejos aquello, reconciliado el partido con él, nuevamente su delegado en la comarca, afrontará la empresa como antes. Hará ver cómo, porque tras el peligro se va siempre la cautela, se dejó la misión policial y el mal recrudece. Defenderá su obra, y su destino en memoria de su padre asesinado, y los bienes regionales, y su hogar.

Porque ya tiene, además, una familia; a su lado, una noble mujer y dos niñas; allá en Santiago, ese hijo, si no legítimo, sí de pecado nacido, sí disimulado y oculto por el bien parecer social, de tanto linaje como las chicas habidas durante el matrimonio y sagrado por cariño y deuda de honor.

Se duerme aquella noche con toda su firmeza erguida.

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Aquel día de San José debió transcurrir también ese año en silenciosa intimidad. Desde la muerte de Chepita -Josefina- y luego definitivamente al fenecer el cura José María, otro José, en La Huerta quedaron abolidas las fiestas para el santo del patrón. Como además rememorábase a José Vicente asesinado, la lista onomástica de los difuntos había terminado por enlutar la fecha. Por la mañana, los esposos y sus dos hijas, todos de negro, partían hacia Melipilla en el landó, rezaban las misas que los mercedarios decían por las almas veneradas y, luego de volcar muchas flores sobre las tumbas, regresaban al fundo muy recogidos de alma.

El almuerzo, como de aniversario, sí solía ser en tal ocasión más generoso y delicado, y esmerábase la señora en comportarse más fina con su José Pedro. Sólo que suspiraba entonces misia Marisabel cada vez que ponía en la boca del amado señor el primer bocado de su plato. Cogiendo él a su turno del propio también la primicia de cada guiso que se le sirviera, dábala en los labios a su consorte. Y ese día correspondía con exquisita y consoladora ternura.

Costumbre conservada desde la luna de miel era ésa, que jamás abandonaran, pero que aquel año, según observó don José Pedro, repitió ella con inusitado matiz. Tuvo el ceño de la señora tan particular depresión de tristeza, tanto dolor de tiempo presente, que sintió él algo semejante a la vibración de un callado tumulto que traspasa un muro. Algo nuevo se agitaba tras el semblante inmóvil.

Intuitivamente, dejó él de nombrar a Chepita.

Luego, cuando se levantaron de la mesa y dirigiéndose a reposar en el patio, la vio de pronto llorar.

-Bueno, hija. Basta de sufrir -le dijo con dulzura y cual si atribuyese a duelo y nostalgia de los muertos aquel sufrimiento-. Miremos hacia los vivos. Nos tenemos el uno al otro. Me tienes tuyo, tan tuyo... ¿No lo ves?

-Sí, te creo -repuso ella.

  —258→  

Las lágrimas, empero, siguieron rodando sobre sus mejillas, como la lluvia sobre el rostro de una estatua.

Agudo, sabedor de que nada hay más eficaz para distraer un dolor como otro dolor, habló entonces del niño.

Y en el acto el ánimo de la señora ensombreció de otra manera.

-No puede con las matemáticas, el pobre Antuco. Me lo confiesa en una carta -prosiguió don José Pedro.

-Pobre chiquillo. Tampoco pude yo con ellas nunca.

-Pues ¿y yo? Ni el álgebra, ni la trigonometría... En fin, en fin -concluyó-, no hemos de amargarnos. Pongamos las caras alegres ya. Y tú, la vivaracha, la fogosa de la familia, con esa expresión de lástima... Vamos, ven a desembalar esos retratos de Aldanas y Lazúrteguis, que se apolillan en su tubo. ¿No lo había resuelto para hoy?

Ella se puso decididamente risueña y lo miró enamorada cuando la tomó del brazo y la condujo al salón.

Allí estaba, en efecto, parado al pie de la mesilla de mármol, el enorme cañutó de hojalata en que habían venido de Santiago los óleos desmontados de aquellos antecesores.

Mientras ella iba extrayendo los trozos de tela, mirábala su marido, considerando aquel carácter. Tan festiva, de natural tan inclinado al gracejo y, no obstante, los tormentos de amor la enturbiaban, la entristecían y martirizaban siempre. Y el tiempo, lejos de curarla, veníale creando una especie de vicio de sufrir. Que aun el recuerdo de Chepita, no por hermana infeliz, sino por ex amada rival, envenenara su amor... Aquello era ya enfermar. Y era ella quien a menudo le prevenía: «Te complicas la vida, sin objeto». Ella, que a sí misma y a él se la enredaba en sutiles complejidades.

En esto llegaron visitas, las únicas que contaban con venia tradicional para presentarse al amigo en San José: los dos compadres, don Eliecer y don Joaquín.

-¡Jojó, patrón!

Seguían idénticos. Apenas un poco más estañadas las pelambreras; pero con igual vigor; el uno sin variar su atiplada socarronería, siempre animado de dicharachos el otro.

-¡Qué bien se conserva, don Eliecer! Y su vida, don Joaquín, ¿cómo lo trata?

-¡Pse!

-Cada vez con más suerte -apuntó don Eliecer.

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-¡Qué señora! Perro flaco no sirve sino pa criar pulgas.

-Viera la pulguita que trae.

-Como la suya, no más, compadre

Ambos traían regalo, cada cual una potranquilla. Llamaron a las niñas y salieron todos a ver los animales. Elegirían a su gusto los dos del santo, el patrón y Chepita.

-Lindas son.

-Yo las encuentro preciosas.

-Como el vinagre regalado es dulce...

-¿Indirecta, don Joaco? Que sirvan vino, hijita.

Aunque sin estridencias, el humor se renovó en la casa. Las chicas palmoteaban de gusto. Por último, bautizaron «las pulguitas» a las potrancas.

-Crías del potro premiado de Puangue -advirtió don Eliecer, exhibiéndolas.

-Han sacado el mismo pelo mulato.

-Y el anca nevada igual.

-La madre de ésta es la yegua del Gallo.

-A propósito, ¿qué se ha hecho el Gallo?

-Anda en las mismas de siempre, señor; sólo que muy envejecido. No se orea, ese diablo. Bebiéndose poco a poco toda su platita.

-¿Perdió la chacarilla?

-Para allá va.

-Ya lo veremos reducido a un cuarto y escogiendo en cuál pared se partirá la cabeza.

Aun para malos pronósticos hallaba don Joaco resortes de risa.

-Creo que lo vamos a necesitar otra vez -predijo don José Pedro.

Y entre charla y sorbos de pajarete, ya en el salón, habló de sus proyectos contra los bandidos que volvían a invadir los campos.

Visitaron después el lagar, en pleno trabajo por aquellas semanas de vendimia, y siguieron a la bodega, donde hasta doce grandes fudres, dentro de los cuales unos niños hacían la postrera limpieza, esperaban los caldos nuevos. Más allá, en grandes pailas de cobre, cocíase la chicha. Todo lo vieron, y cataron vinos, y cumplimentaron al patrón por haber hecho de La Huerta un fundo floreciente y completo. Pascualote, ahora herrero y carpintero, y Cachafaz, caballerizo, discurrían entre los peones.

  —260→  

-¿Y el otro muchacho del pelotón bravo?

-¿Bruno? En el campo, de capataz.

Los tres tenían ya situación pacífica, se habían cargado de hijos, y como el patrón les apadrinara los primogénitos, con el parentesco de compadres habíanse ganado las ceremonias del usted.

Rememorando, riendo y charlando pasáronse los viejos amigos la tarde.

Al despedirse, don José Pedro les recomendó:

-Ya saben: al Gallo, que vaya loreando mientras tanto.

Misia Marisabel suspiró meneando la cabeza:

-¡Jesús! Genio y figura...

  —261→  

-¡Ave María! Pero... ¡cómo! ¿Quieres pasarme, José Pedro, esa carta?

-Toma, hija. Repasa y piensa, para que luego reflexionemos juntos.

Misia Marisabel hace ademán de llamar. Ya en el salón ha oscurecido mucho.

-No, deja. Yo encenderé.

A pesar de haber oído la lectura en alta voz hecha por su marido, ella desea enterarse por ojos propios de cuanto les pone Cipriano Correa en esos inquietantes renglones. Pero ha de aguardar a que su marido trepe sobre una silla y dé luz a la lámpara.

Por fin abre la escuela, se acoda en la mesa de centro y, ávida, lee.

Caviloso, él espera.

El silencio se prolonga.

Los pololos anuncian primavera temprana. No empieza septiembre aún y ya esos granos de café, alados bajo el caparazón, caen de afuera proyectados contra los vidrios apenas se alumbran las habitaciones en la noche. Se cuelan por la menor abertura. Exasperan prendiéndose al pelo, a la nuca y a las manos, con sus patazas pegajosas de pequeños monstruos.

El caballero lucha con los intrusos y sigue mirando las muecas, a veces de asombro, a veces risueñas, a veces coléricas, de su mujer. También él por momentos ríe, o se irrita, aunque sin mayor sorpresa.

Cuando la señora concluye, ambos se interrogaron con la mirada. No atinan a empezar el comentario.

Hasta que misia Marisabel exclama:

-¡Buena cosa de niño! Promete.

Lo que a don José Pedro le hace gracia:

-El gallo cantor -dice- se entona desde que le apuntan las plumas.

-Como que tiene a quien salir, la criatura.

-¡Caballo Pájaro!

  —262→  

Pasadas las bromas, recapacitan.

Advierte Cipriano, entre muchos considerandos y protestas de que «seguirá guardando el secreto, tanto el profesional como el de leal amigo», todo ello escrito en notarial estilo, que no puede continuar Pepe Antuco pupilo en su casa. Está ya muy crecido. Lo sorprendió en días pasados, detrás de la madreselva, besando a la mayor de sus hijas. «Gracias a que la enredadera no ha rebrotado aún -dice- alcancé a divisarlos».

-Claro. Ve un peligro en él.

-Y el peligro para el niño, hija, ¿dónde lo dejas? Ya me veo emparentado con Cipriano. ¡Serían las diez de última!

-¿Qué piensas hacer?

-Por de pronto, ir a Santiago; allá, entrevistarme con Cipriano y ajustar con él esta cuenta... y las otras.

-Sereno, José Pedro. Sobre todo con Antuco, nada de violencias, por favor.

-Al contrario. ¿No te digo que me hace mucha gracia? Pero habrá que traerlo. Ese ya es otro cuento.

-¿Antes de los exámenes?

-¡Qué exámenes ni qué pamplinas! Ya no cabe duda de que las matemáticas le revientan. Si ha de fracasar a fin de curso, más vale que corte aquí los estudios. Entra ya en la adolescencia. Que se inicie desde luego en la agricultura. Pero vámonos de aquí, que los pololos no dejan conversar.

-Y hace frío. En el comedor está encendida la chimenea. Es hora de comer, además.

Por el trayecto, el caballero agrega:

-Lo dicho. Partiré mañana. En mi ausencia, ve tú que le arreglen su pieza en la casa de Sebastián.

Allí habitó el niño de ordinario; primero de muy chico, mientras la Totón lo criaba, luego en las vacaciones anuales. Con doble fin se construyó esa casa: con el de albergarlo a él y con el de procurar vivienda cómoda e independiente a los buenos viejos. Allí misia Marisabel ha cuidado siempre maternalmente a la criatura.

Un crepitante fuego de piñas de pino calienta el comedor. Las dos niñas, al amor del fogón, repasan lecciones, con ojitos de sueño y mejillas de hambre. La ancianidad de los muebles algo tiene de eterno. Su colocación parece inmutable. Aunque vinieron no ha muchos años de   —263→   San Nicolás, diríase que fueron hechos para esas paredes, o que la estancia se ha edificado para ellos. Los aparadores de renegrido jacarandá, con sus tallas lustrosas de frutos arracimados y sus cornisas de cornucopia, las sillas de travesaños incompletos, algunas molduras caídas definitivamente, todo ello convence de haber estado desde siempre y para siempre así, destacado sobre la cal de las paredes y vigilado por el retrato del cura Valverde, que a la muerte del venerado se mandó pintar. Es el prestigio, aquél óleo. Aunque misia Marisabel nunca lo mira, él vela desde los oros cansados de su marco.

Los esposos, del brazo, se pasean de testero a testero de la sala. Y hablan:

-También podrían hospedarlo las Toledos en su hogar.

-¡Hem! ¿Para que despierte a las solteronas?

La señora no puede contener la risa.

Luego lamenta:

-Lástima de Seminario...

-¡Qué hacer! No admiten educandos allá sin establecer su procedencia. Por vaga y mañosa que hubiera sido mi manifestación para la matrícula, los clérigos, que todo lo averiguan, tú los conoces, habrían descubierto lo demás y...

-No, por Dios.

-En el Instituto Nacional se portan más liberales...

Hablan, hablan durante la comida, y después, en el dormitorio, hasta dormirse.

Por la mañana se levanta don José Pedro de un salto. Ha dormido de un tirón. Al cerrar los ojos, estuvo largo rato pensando; luego se durmió, y durante el sueño se hizo esa digestión de los pensamientos oscuros que al siguiente despertar brotan en soluciones claras. Una tras otra, mientras se lava, acuden las ideas.

Y cuando el beso de misia Marisabel lo despide junto al estribo del coche que lo ha de llevar a tomar en Melipilla el tren, sabe ya lo que hará y cómo habrá de proceder.

  —264→  

Asomó por fin el coche al fondo del callejón achocolatado y endurecido por el invierno y salieron a recibirlo fuera de la verja. Misia Marisabel de pie y las niñas columpiándose sobre las cadenas, lo vieron rodar hasta ellas,

A poco saltaban los viajeros a tierra y se abrazaban a la señora.

-Mi vieja...

-Mamita, mi mamita...

Cogido a ella, el niño atinaba sólo a repetir esta palabra. Así, mamita, le había dicho siempre, desde tierno, desde que se criara en casa de la Totón y viniera doña Marisabel a su lado varias veces en el día para rodearlo de mimos maternales. Se querían sí, ciega, irremediablemente. Ahora estaban conmovidos. Hubo que aguardar, antes que se hiciera el diálogo posible.

Al cabo, serenada, dijo ella:

-Los esperamos desde ayer.

-No pudimos venirnos ayer, hija. Este nuevo huaso necesitaba ropa de campo.

-Y hoy, a esta hora, las cinco...

-Almorzamos en Melipilla. Teníamos que ver al espuelero, pasar a la talabartería para escogerle a éste unas botas. Con lo que ha crecido...

Así era. El muchacho había dado un estirón. Ya los pantalones quedábanle algo cortos. La señora y las chicas lo examinaron. Halláronle más buenmozo. En aquella tarde tan soleada lucían bien sus ojazos verdes, su tez de durazno y su porte robusto.

-Cada día más parecido a ti -opinó misia Marisabel.

-Pues no te creas, de ti tiene mucho -adujo él- por lo Aldana.

Volviéndose a los tres niños, explicaron:

-Porque nosotros somos Aldanas por el lado materno.

-Aldana era mi madre.

-Y Aldana la mía. Primas, ellas dos.

  —265→  

Luego diéronse todos al afán de los equipajes.

A don José Pedro le sirvieron después en el corredor su mate, y allí, ausentes las criaturas, vino la cuenta del viaje.

-Creo haber triunfado -comenzó el caballero-. Lo de Antuco resultó sencillo, y hasta jocoso. Verás. Desde luego porque ¿sabes cómo me recibió Cipriano, cómo lo encontré vestido, a ese avaro? De frac.

-¿De frac?

-Para economizar ropa, a fin de no gastar los ternos de calle, está usando entre casa un frac viejo, pasado de moda y ya brilloso, que no puede ponerse para los actos de etiqueta. Lo encontré así. Aquella noche daba su mujer una fiesta, y él, en semejante facha, estaba sentado al piano, tocándoles a las hijas una polka para que practicasen. ¡Lo hubieras visto! Los faldones raídos le caían sobre el banquillo giratorio y se bamboleaban al compás de la música; y los dos botones de la cintura, ya pelados, me hacían guiños de burla.

-¡Habrase visto! Y está millonario.

-Pero más tacaño que nunca. Sale muy poco. En las tardes, una que otra vez, al club; pero cuida de no llevar más de un peso en el bolsillo: así no hay compromiso alguno que te permita pagar las copas.

-En cambio ella, la Filomena, de nada se priva. Y hasta derrocha.

-Bien que hace. Se nota, en su ansia de gastar, una especie de venganza contra la mezquindad del marido.

-Yo sé que cada fiesta en la casa le cuesta una tenaz lucha privada. Pero eso constituye un deporte para ella, un prurito que la sordidez de Cipriano le ha creado.

-Casi una manía.

¿Daba esa noche una tertulia? Sigue.

-Sí. Pero vamos por partes. Pues entro yo y él me recibe, fingiendo feliz sorpresa y con una expresión de almíbar en los pestañudos ojazos de señora gorda y bobalicona. Se retiran las hijas y nosotros hablamos del asunto de Antuco. Fue todo breve y sencillo. Iba yo a llevarme al muchacho y así no quedaba complicación. Eso sí, cuando él, con mucha cara de honor mancillado, me insistió en lo de los besos, yo lo paré con un contragolpe: «Mira, no te escandalices tanto por él, que muy bien que se dejaba ella». «¡Cómo!», se asombra. Y yo: «Porque no la metería él por la fuerza bajo la enredadera, me figuro».

  —266→  

Misia Marisabel chispeó de regocijo.

-¿Y qué te contestó?

-Se le secó la garganta. Le vino tal carraspera... «En fin, no te aflijas, concluí, que no vale la pena. Vengo a llevármelo a vivir conmigo, que nada protege la rama como su propia corteza».

-Con ella ¿no hablaste?

-¿Con la Filomena? Ya lo creo. También. Entró en ese minuto, cabalmente. Venía lista para salir, elegantísima, muy feliz dentro de sus enormes mangas de jamón.

-¿Y?

-Se reía. «El chiquillo tiene gancho», dijo. «Resulta peligroso, como su padre», agregó contorsionándose de risa. Tú sabes cómo es: liviana, coqueta. Hasta me dio a entender que bien habría podido yo alguna vez haberla arrastrado detrás de alguna madreselva. «Por eso, concluyó, Cipriano se acuerda del refrán: 'Entre santa y santo, pared de cal y canto'». Por último, me invitó a su fiesta. Se portó, en suma, como dama frívola pero de buen gusto.

A misia Marisabel ardíanle ya dos chapitas en los pómulos.

-Irías, por supuesto, a bailar con ella -inquirió.

-No. Me excusé. Que tenía compromiso anterior, que ya Felipe Toledo había comprado un palco para la zarzuela, adonde iríamos con su familia... Como que así fue. Y llevamos a José Antonio a oír La Gran Vía.

-¿Graciosa?

-Muy graciosa. Es el furor de Santiago. No se silba ni tararea por todas partes otra cosa que Los tres ratas, La pobre chica y El Caballero de Gracia.

-Pero, después, volverías a visitar a la Filomena, supongo.

-No, suspicaz, no. No la vi más. Al día siguiente, cuando llegué por la mañana en busca de Cipriano, ella dormía su trasnochada. En cambio, él, ¡a que no adivinas lo que hacía! Entre comedor, patio y repostero, trajinaba juntando los restos de vino y licores. Reunía todas las sobras y rehacía botellas completas, que iban a la despensa para otra ocasión.

-Y de frac, el tacaño.

-Ya no. Habíamos quedado de tratar en el estudio de Felipe tu asunto, la liquidación de tu herencia, ese finiquito que te propuso. Estaba,   —267→   pues, vestido de calle, con un lindo chaleco blanco que abajo, sobre los zapatos, se le prolongaba en dos albísimas polainas. Salió correctísimo. Pulcro, a cada rato se frotaba con las bocamangas las solapas del chaqué.

-¡Ay, José Pedro, no me hagas reír más! Tienes una lengua perversa.

-Bueno. Pues al grano. Felipe comenzó por manifestarle que él, como abogado, no podía reconocer cuentas sin haberlas examinado. Cipriano repuso que tenía todos los comprobantes necesarios en su poder. Pero calculamos de inmediato sobre las grandes cifras, yo subiendo los valores de predios y cosas, él retrollevándolos a los precios de la época en que se había operado con los bienes. En resumen, Toledo y yo estimamos que no cabría, en caso alguno, finiquito por menos de quince mil pesos. Por la tarde se nos apareció con legajos de documentos. Felipe manifestó que los estudiaría. Ya me había dicho a mí que, conforme a códigos, un juicio no podría favorecernos. Sólo fallos de conciencia era posible aguardar con optimismo. Yo propuse ir al pleito. Pero como vi a Cipriano tranquilo frente a la idea, exclamé: «Sería una iniquidad de jueces sin conciencia un fallo adverso a nosotros». Algo más, fingí montar en cólera con tal propósito: me levanté del asiento y, en voz lo bastante fuerte para que Cipriano me oyera, le dije aparte a Felipe: «Y en tal caso, a éste no le despinta nadie una pateadura de Padre y Señor mío. En meses no se levantará de la cama». Abreviando, hija, te diré que al día siguiente me mandó una oferta por diez mil pesos. Respondí con una condición: que nos devolviera la casa de los Aldanas, en la que habita él ahora sin derecho claro. Se tasaría, se considerarían de abono los diez mil ofrecidos y se gravaría con hipoteca por el saldo insoluto, a largo plazo. Cuenta Felipe que lo creyó a punto de caer con un síncope. Sin embargo, cuarenta y ocho horas después, tras de mil regateos y lamentaciones, se llegó al acuerdo final: darte, a cambio del finiquito, la otra casa que fue también de tu madre, la chica, en la misma calle de Serrano, un poco más abajo, avaluada en veinte mil, aunque previo pago en dinero, por nuestra parte, de siete mil pesos. He aceptado en tu nombre, como esposo. Firmamos la escritura y aquí te la traigo.

-Guárdala, no más. ¡Qué entiendo yo de papeles!

-El potrero ése continuará llamándose El Infiel; pero tú tendrás   —268→   casa en la capital. Se amueblará con tiempo y el año venidero pondrás a las niñitas en colegio a tu gusto, sin abandonarlas a cuidado extraño. ¿Satisfecha?

-Por cierto. Ampliamente.

Le pasó el brazo él sobre los hombros, ella el suyo a él por la cintura y fueron a ver cómo esos tres chiquillos allá, en la casa de Sebastián, acomodaban el dormitorio del recién llegado.

  —269→  

Desde todos los ranchos de La Huerta y aun desde fundos vecinos acudían las gentes a la misa de la Inmaculada. Porque a cambio de suprimido festejo al patrón por San José, a misia Marisabel celebrábasele su onomástico el 8 de diciembre, y porque también, creando los años la costumbre, tal fecha terminó por señalar el día de la hacienda en el calendario.

Aquélla empezaba en la mañana. El huaserío frente al atrio y los coches patronales del contorno en fila junto al pinar, pintarrajeaban la plazoleta con mantas policromas, velos blancos y reflejos de charol. Desde la víspera recibía confesiones el capellán mercedario, en la misa tomaba primera comunión la infancia ya crecida y el Mes de María tenía fin solemne. Sobre las ráfagas matutinas volaban entonces los cantos, y se iban, trepando lomas y recuestos...; luego, a la tarde, se llenaba el aire de tontones de guitarras en diálogos entre rancho y rancho, los caballos enredaban por los caminos sus caracoleos borrachos, y en las casas efervescentes de visitas no paraba el trajín de las chinas con tortas, bandejas y garrafas.

Alma del conjunto, la primavera, ya en finales de su madurez, insuflaba su vehemencia por entregarse al verano, que venía galopando ya muy cerca.

Para misia Marisabel resultaba ése un día de tantas emociones como recuerdos. Por mucho que la rodearan sus agasajantes, ella sabía hurtarse momentos solitarios, exclusivos para sí. También madura ella, primavera en postrimería, se le reanimaban nupcias. Y no sólo aquellas de su matrimonio; otras, en especial, que como ensueño lejano y rojo habían de temblar prendidas para siempre a la memoria de su corazón: las de sus amores idílicos y prohibidos con su José Pedro. Tiempo distante y próximo. Todos los sonidos cantaron entonces en un tono distinto, y eran jóvenes como su galán, y fuertes como perfumes. La atmósfera solía tener acústicas de colores claros. Hasta las voces   —270→   adquirían la fuerza elástica de los músculos mozos. Las cosas todas, aun las que carecían de movimiento, se presentaban ágiles. Dentro de sus carnes de muchacha estaba también el esplendor que había en las flores, y sus miembros henchíanse frescamente ardientes cuando soplaban aquellas brisas castas y sensuales como el aliento de una virgen a quien se anunciara el celo en formas de arcángel. Entonces... él llegaba. Fue un santo y delicioso mal amor. Después, ausencia, contravención, drama, sufrir. Por fin, igualmente romántica y enamorada, se casó. Y enamorada y romántica vivía. Sólo que todo resuena diverso en los diversos años. La primavera, poco a poco, pierde lo extático que tuvo; las experiencias, si la enriquecen y amplían, la ofrecen más como un clima que como un cuadro esplendoroso. Acaso por esto ahora, en días como ése, el humor de Marisabel es también clima de primavera: inestable, caprichoso, agitado por celos y recelos, movido por sorpresas de violencias y dulzura. Y así, en esa fecha de la Inmaculada, tan pronto está risueña y alegre como resignada y aun sufriente.

-Habrá que felicitarse hoy de todo -solía, por ejemplo, decir a su marido, con mueca de quien se conforma, cuando había llegado misia Carmela Burgos a cumplimentarla y poner en sus manos el más espléndido de los presentes.

-¿Y por qué no, hija?

-Bien lo sabes. No le tengo devoción, a la infeliz. En fin, espero que alguna vez hará Dios algo para distanciarla.

-Entretanto, por ti, por quien eres, te pido apelar a tu buena educación.

Como tras el regalo, venía la visita larga de todo el día, como las demás, había tiempo de ir soltando las actitudes forzadas. Además, la viuda era inteligente, sabía promover con sus dones la cordialidad.

Quienes de veras incomodaban a misia Marisabel eran los nuevos vecinos, don Sofanor Iturriaga y la Lucrecia, su mujer. Habíanse avecindado en la región de un tiempo a esa parte, como arrendatarios de Los Nísperos. No tardaron en ligar amistad con los Valverdes. Comenzaron por asistir a la misa dominical. Saludaban, gratos por habérseles acogido en la capilla, y partían de regreso en su birlocho. Pero en cierta oportunidad viajaron juntos en el tren, cuando ambos matrimonios volvían de la capital, y entonces ofreciéronse visita; la cumplieron y, a poco, todos los domingos, tras del oficio divino, permanecían los Iturriagas en La Huerta durante un par de horas. De repente, se convirtieron   —271→   en gente de confianza. La comicidad de don Sofanor y cierta sencillez ingenua de la Lucrecia habían hecho su obra.

A don José Pedro le divertían mucho. Con Sofanor, sobre todo, después de revisar caballos en las pesebreras y comentarlos, se reía largamente. Ella, también aficionada y diestra en equinos, los acompañaba con frecuencia.

Hasta que una vez pensó misia Marisabel: A esta mujer le gusta José Pedro. Y se lo dijo a él.

-No seas loca, hijita.

-Sí, sí. Estoy segura de que ella misma no se da cuenta. Pero yo tengo un ojo...

Don José Pedro, escondiendo la sonrisa entre barba y bigote, se encogió de hombros.

Habló poco después, como consigo mismo:

-Pues ni al cabo de medio siglo alcanzaríamos a tener, esa mujer y yo, algo de común. No por mi orgullo de casta y su medio pelo, aunque la clasificación de pelo fino, pelo indio y mediopelo refleja la índole; no por eso, que tal vez ella tenga tres cuartos de buena calidad, sino por sus hábitos, por sus maneras.

-Su natural es inferior.

-Eso. Me rechaza su inferioridad, como toda inferioridad que se me planta enfrente de igual a igual. Más que nada me choca su religión. Yo, a Dios gracias, soy buen creyente; pero ella tiene un catolicismo idolátrico, pegajoso, entrometido en cuanto la rodea. Lo pringa todo con su beatería.

Misia Marisabel pareció tranquilizada.

Brotó en cambio su vena de observadora y caricaturista.

-Desde luego -anotó-, la Lucrecia es una de esas criaturas que cuando tocan a la puerta de nuestro dormitorio preguntan: «¿Se puede?»; pero que junto con preguntar abren, y meten la cabeza, y con unos ojos ávidos que lo registran todo al instante. Amén de que, como el diablo quiere que ocurran estos pasos cabalmente cuando la ocasión es menos oportuna...

A don José Pedro se le sacudía de risa el abdomen.

-Don Sofanor, por su parte, como ha querido pulirse, ya figura entre los que se imaginan que pueden darnos el más feroz empujón con tal de decirnos a la vez: «Con permiso».

-Se ha querido pulir tanto -adujo don José Pedro- que hasta   —272→   se permite soltar su latinajo de cuando en cuando. Una mañana pasé a buscarlo a su fundo. Estaba herrando él mismo su caballo. «¡Eso es de hombre, señor!», le aplaudo. ¿Y sabes lo que me contesta? «Errare humanum est, errar es de hombre».

-¡Hase visto bruto igual!

-Pues no, no te creas; no tiene un pelo de tonto.

En efecto, don Sofanor Iturriaga sólo encarnaba un tipo de huaso muy frecuente, de quien jamás puede afirmarse si es ignorante y torpe o si suelta sus atrocidades por haber descubierto en ello un estilo para ser gracioso. Como que resultaba imposible distinguir cuándo era topo y cuándo zorro. Divertía burda y socarronamente, a la manera del bufón, y como el bufón dejaba pensativo. Desde su privilegiada postura, decía pesadeces; pero todos habíanse acostumbrado a recibirlas en coro de carcajadas. Y el hecho era que caía como bendición en donde la gente se divertía.

-Por lo demás, hija, sirve para muchas cosas. En materia agrícolas, de todo entiende su poco y su mucho.

-Ya, ya. Hay tontos llenos de habilidades.

  —273→  

La tarde prosiguió en aquel aniversario como las de años anteriores. Los dones de la dueña de casa y las larguezas del patrón dejaron a todos satisfechos.

Pero hubo notas de interés, algunas pintorescas, otras de filo y aguijón emponzoñado. Misia Marisabel, cuyas dotes para la caricatura también servíanle para reír de sí misma, encontró en el salón, después del almuerzo, motivo de lucir su gracejo.

Al interrogar doña Carmela sobre la rareza de ciertos retratos al óleo, recortados y en agrupación extraña de varias cabezas dentro del mismo marco, que adornaban como novedad la sala, dijo ella:

-¡Ay, mi señora Carmela! ese conjunto estrafalario de cabezas resume nada menos que la historia de mi familia.

Brincaron de su garganta borbotoncillos de risa, entre festivos y amargos. Calló un instante. Luego, tras de mirar al trasluz, con guiño pícaro, el topacio de su mistela, prosiguió:

-Sí, en eso hemos venido a parar. Así viene a menos una rica y linajuda familia. Porque materializado en las vicisitudes que han corrido los retratos éstos veo yo el decaer de Aldanas y Lazúrteguis. Si les contara...

En todos los rostros encendiose la curiosidad.

-Cuente, misia Marisabel.

-Bueno, pues; vamos a entretenernos un rato. Estas pinturas fueron enormes, y ocho, diez, no recuerdo cuántas. Algunas representaban antepasados que yo por cierto ni conocí. En la gran casa de mis abuelos ocuparon una galería, viejo corredor voladizo hacia el patio, que para los retratos se hizo cerrar con mamparón de cristales. Cuando nos mudamos, por venta de aquel solar, a nuestra casa menos amplia de la calle Angosta, cupieron en el salón únicamente las figuras más próximas y queridas. El resto, de unos señores con polucas, calzones cortos y encajes en las mangas, se colgaron sin gracia ni concierto en la pieza de los baúles, donde se arrimaban a las paredes aquellas largas   —274→   cajas que todavía me parece ver y en las que se guardaban, estirados sobre bandejones, los lujosos vestidos antiguos, de mis abuelas, de mis tías y de mi madre, blanquísimos rasos de novia, gruesos como tisúes, y terciopelos cortados, y bastas de paño de León. ¡Oh, los veo, los veo!

Las pupilas de la señora suspendieron el relato. Se le habían ido adentro, y lejos; y algo semejante a un calofrío partió de ellas y recorrió la piel de doña Carmela y de la Lucrecia.

Pero misia Marisabel apuró su copita y pudo recuperar su tono risueño:

-Dios -dijo- sabe poner gracia sobre la mala ventura. No me habían alargado aún las polleras cuando, por dilapidaciones y trampas, nueva mudanza sobrevino. A una vivienda menor, claro está. Luego, al fundo. Y otra vez a Santiago, pero a casa más reducida. Pues, señor, en uno de estos cambios ya no cupieron los antepasados. Parecía que la prosapia empezaba a sentirse de más o que escondía la cara de vergüenza. Sin embargo, cierta noche a mi madre se le rebeló el orgullo y discurrió acomodo entre rango y pobreza: recortó los retratos. De cuerpo entero, bajaron al simple busto. Se achicaron los personajes a la medida de la fortuna y se pudieron colgar de nuevo. Volvimos, pues, a tener antepasados, aun cuando fuesen por mitad. Pero de mudanza en mudanza se producen deterioros, ustedes comprenden; así es que día llegó en el cual, rasgados algunos lienzos, desvencijados los marcos, mi madre resolvió, en heroica resignación, desprender de sus bastidores las telas. Mandó en cambio hacer un tubo de hojalata y guardó en él, enrollados, los nobles retratos. Aquel hórrido cañuto, estorbando aquí, precipitándose allá desde arriba de un ropero y quién sabe si moreteando los sagrados semblantes, no había de conformar a mi madre. Nuevo, altivo recurso brotó de su ingenio: recortó las cabezas, las pegó en un solo fondo, un humilde hule ahora, y las dispuso todas en cuadro único. Muy genealógico por lo demás. ¿Cuánto rodó, como nosotras, a tumbos, este linaje en racimo? No les diré. Básteles con saber que, lo mismo que en las sepulturas se reúnen al fin los huesos de muchos en una sola caja, volvieron las cabezas, otra vez sueltas, a su tubo. Y hace pocos días yo, para no acabar del todo en cuanto Lazúrtegui y Aldana, por muy orgullosa que me sienta de haber pasado a ser Valverde, yo, última vanidad de aquella genealogía, rehíce, ya lo ven, el descabalado árbol de nobles testas. ¡Se hace lo que se puede!

  —275→  

Terminó en medio de risas que todos tuvieron el tino de convertir en homenaje a la vena chistosa de la señora. Su marido la premió con un beso.

Pero desde el corredor, desde la tertulia de hombres que bebían al fresco, lo llamaron a voces:

-Venga, venga pa acá -gritaba Sofanor.

«Ya están ésos a punto con los tragos», pensó, y acudió como gentil señor de sus huéspedes.

-Venga y siéntese, paire putativo.

El aguardiente arrebató la llama en carcajadas por la ocurrencia del huaso. Tuvo tiempo el aludido para cabalgar pausadamente sobre una silla y esperar silencio.

Al fin, risueño a su turno, interrogó:

-¿Alguna picardía murmuraba este mala lengua?

Como repetir las alusiones prometiera remover el escándalo, Felipe Toledo, a fuer de abogado, intervino:

-Basta, que no viene a cuento la chacota. Padre putativo, según la ley, es el que se reputa padre de alguien, y nada más.

Pero el huaso Iturriaga completó rápido la definición:

-Y maire putativa, la que se reputa maire.

Ya entonces el propio satirizado tuvo que sumarse al coro en algazara.

-¡Oj, qué bruto!

-¡Es muy rebruto, este Sofanor!

El huaso aceptaba esa brutalidad como el honor rendido a su vis cómica. Se reía en triunfo, mientras se llenaba de nuevo la copa.

«Bien, bien», repetíase don José Pedro. ¿No tocaba ese día holgar y divertirse? ¿No era la diversión predilecta del chileno la burla? Ahora, si la llegada del niño a La Huerta despertaba el recuerdo de sus numerosas paternidades... ¡qué hacer! «Pero no me dé ocasión el diablo, reaccionó para sus adentros, de hacerte paire putativo a vos ladino».

Porque desde la celosa idea de misia Marisabel habíale provocado a él observar a la Lucrecia. De un color de trigo muy claro, alta, hermosa, fresca por no haber sufrido aún la maternidad, no acusaba treinta, ni mucho menos. Tenía la piel delgada y tirante, lo que le afinaba las facciones hasta darle el aspecto de haberse suavizado por desgaste.   —276→   Apenas si las pestañas le ponían cierta mácula plebeya. «Unas pestañas gachas de vacuno», decía misia Marisabel. Pero satinadas turgencias y el trigueño luminoso la encendían en sensuales promesas. Debía tener suavísimas las carnes; y los pechos, como los viejos marfiles pulidos... Sí, sí; que no le brindara el destino a él coyuntura para devolver al huaso el epíteto.

De muy buen humor animó en adelante la tertulia.

Estaban allí, en achispado círculo, Felipe Toledo, que viniera de Santiago por el gusto de poner en manos de la festejada, justo en su onomástico, el título ya inscrito de su nueva casa; luego, los compadres Eliecer y Joaquín, muy comedidos dentro de su conciencia de hallarse visitando a una dama, y en medio, hecho un gordo chascarro dentro de su montón de barriga y nalgas, Iturriaga, que bebía y parloteaba sin tregua. Era pintoresco. Hablaba y la colilla del cigarro se le movía pegada en el labio inferior. Sus orejas parecían dos crespos de carne roja, levantadas por el tocino del cuello; bajo las cejas de negrísima cerda, los ojillos de tonto pícaro simulaban inocencia, y a cada mueca se le descubrían unos dientes gruesos, con estrías de color de caoba, como ajos a medio pelar.

Por inferior que se le juzgase, poseía el poder del aguardiente para suscitar alegrías sin mayores motivos.

A Felipe Toledo, inadaptado santiaguino, se le ofrecía como un absurdo espectáculo. Le intrigaba sobre todo, hasta el pasmo, hasta el enojo, aquel su instinto certero para elegir la pronunciación viciosa de las palabras. ¡Qué bárbaro! Si jamás conseguía decir haya, entrar, podrá, tendría... Había de salir con su haiga, su dentrar, su porrá, su tenría. Luego, el tino para repetir «me tomé sus buenos tragos» o «volví en »... ¡Fabuloso! ¡Gran fenómeno representativo del vulgo acomodado!

En cierto momento, refiriendo los sufrimientos que le causara la intervención del cirujano cuando hubo que sajarle una postema, dijo:

-Me cloroformearon. ¡Claro! Quedé atontao toda la noche. De madrugá me vino la inteligencia.

-¡Epa! -saltó entonces don Joaquín-. Milagros no hará el cloroformo, me figuro yo.

La chanza vengó a don José Pedro, que se habría quedado en el corrillo si no hubiesen venido las niñitas en su busca:

-Papá, se va la señora Carmela.

  —277→  

Tuvo que acudir, pues, al salón.

Despidieron a doña Carmela Burgos en el corredor los hombres del grupo bullicioso. Se reunió con ellos la Lucrecia. Los dueños de casa y Felipe acompañaron hasta su coche a la viuda.

Pero a don José Pedro habíale inquietado cierto dejo de resentimiento que notara en las últimas frases de su vieja amiga.

-¿Algo le has hecho? -preguntó a su mujer.

-Sí y no.

-¿Cómo?

-En todo caso, sin querer. Juzga tú. Cuando me celebraba la casa por lo confortable que según ella la he puesto, me dijo suspirando, pero como quien suspira de satisfacción y a la vez de nostalgia: «Mucha falta hizo aquí una mujer durante años». Yo entonces, recordando aquellas sus verdes aspiraciones, probablemente me traicioné, porque...

-¿Porque?

-Le dije: «Si al menos tuviera consigo una madre, pensaba usted entonces». Ella tuvo un sobresalto imperceptible; luego sonrió, con una de esas sonrisas que alargan los dientes, y, en seguida, con toda su calma, con todo su dominio del buen tono, pero con todo su veneno también, me contestó: «Era tan tentado... Yo, por ejemplo, hubiera querido ser esa madre para él, y venir a gobernarle la casa. Pero... no estaba tan vieja, tentaba todavía... ¡Vaya si tentaba! Y él fue terrible». No hubo más.

Él cambió miradas con Felipe. ¡Conque no hubo más! ¿Qué más faltaba? Se habían tocado ambas en lo sensible. Aquellas indirectas debieron quedarles dentro y, cristales de una sal corrosiva, las quemaría por largo tiempo, acaso por siempre.

-¿No esperabas que Dios te la distanciara? Parece que te ha oído. Y que te recordó su «Ayúdate, que yo te ayudaré».

A las niñitas, aparecidas de repente, les rogó la señora, como doblando la hoja:

-Vayan a ver si ha vuelto Antuco de su paseo, si le han servido torta, y tráiganlo acá.

El suspiro de piedad doliente con que puntuó su orden y la evocación de la reciente chuscada de Sofanor agitaron al caballero que:

-¿No podrías madurar pronto algún procedimiento decoroso que seguir con ese niño? -preguntó a Felipe.

  —278→  

-Sí, por Dios. La criatura no ha de vivir siempre así. Cuando menos lo pensemos se habrá hecho un hombre. Yo tengo el alma rendida.

-Adoptarlo; pueden adoptarlo ustedes dos... reconocerlo, esto lo harías tú solo...

Disertó el abogado sobre posibilidades, distinguiendo pros y contras, ya desde puntos de vista legales, ya en consideración de consecuencias en el gran mundo criollo, tan rancio, tan estricto, tan cruel para velar por el honor de las personas y el lustre de los apellidos.

Y en ello diéronse a pasear en conciliábulo por el jardín.

Entretanto, allá en el círculo de bromistas, la Lucrecia insistía en el comentario acerca del niño recién llegado.

-Confieso -decía- que me muero de curiosidad por saber quién es la madre del huachito.

-De mujer es la curiosidad, misia Lucrecia -convenía don Eliecer-. Pero ¿cómo ha de estar bien que don Sofanor se ponga pesado? Porque ha estado pesadito, pesadito...

-¿Te convences, hombre, de que hay que sonsacar con finura?

-Es que hija, ¡qué caramba! me pica el asunto. Que se haiga pasao el hombre la vida sembrando chiquillos al voleo y que recoja sólo a uno... Motivo muy grandazo tenrá, es lo que uno piensa. ¿De quién, de qué maire será ese cabro? Dama muy principal habrá mezclada en esto.

-Mayor razón para portarse prudente, señor.

-Yo me hago cruces -declaró ella-. ¿Qué es esto? Lo tiene a su lado y, sin embargo, en fiestas como la de hoy, ni lo presenta.

-Otra prueba de que no quiere averiguaciones.

-Dijeron en un tiempo que era hijo de la primera esposa, de aquella Chepita.

-¡Oh! Se habría sabido a su debido tiempo. Y sabiéndolo todo el mundo, no habría misterio.

-Claro. Además, ella murió, no de un parto, sino de un aborto a los pocos meses de casada.

-Sólo que tuviera este chico desde antes...

-Disparates se pensarán muchos.

-Pero, don Joaquín, hay un hecho: el niño cree que es hijo de aquel primer matrimonio, que misia Marisabel es su tía, que ella lo   —279→   crió, con la Totón; y por esta circunstancia la trata de mamita, como a la Totón le dice mama.

-Por la cara, pertenece a la familia.

-Como que don José Pedro y misia Marisabel son primos.

Don Joaquín perdió la paciencia. Se puso de pie. Luego dijo:

-Por andar con este chisme recibió Lauro, el llavero, buenos chicotazos. En cuanto el patrón supo que había corrido no sé qué cuento, lo llamó a su presencia y con la penca le cruzó varias veces el hocico.

-Es tremendo, el caballero.

-Pues tómenlo en cuenta.

La Lucrecia se midió entonces. Astuta, refirió una nueva versión:

-También han dicho que trajo el niño del Perú, que fue a la guerra, con Bruno como asistente, que tuvo allá unos amores muy historiados. Se trataba de una limeña de alto copete, viuda, que no podía conservar el niño a su lado por el qué dirán de la sociedad.

-Como loros podemos repetir mucho -concluyó don Joaquín-. Y se ha hecho tarde. Pensemos en retirarnos, compadre.

Acercándose a la Lucrecia, don Eliecer le aconsejó al oído:

-Está muy borracho don Sofanor. Conviene que se lo lleve. Nosotros los acompañamos, de a caballo, como edecanes.

-Ya. En marcha -urgió don Joaco.

Y fue a despedirse de los dueños de casa.

-¿No se quedan a comer? -le insinuó la señora.

-Gracias. Pero hay que llevarse a ese huaso, Se le ha pasado la mano, patrona. Bebido, suelta la lengua.

-Es torpe, el pobre.

-No entiende que si el torpe habla poco, no es tan torpe; y que cuando mucho habla, es torpe muchas veces.

Los dejaron marcharse.

Iba Sofanor tan ebrio, que su mujer hubo de tomar las riendas en el birlocho.

Aquel día de la Inmaculada Concepción terminó en familia, patriarcalmente, sin más extraños que Felipe Toledo. Como siempre, los esposos cambiaron entre sí el primer bocado de cada plato. El niño comió con todos ellos, confiado y viril.

  —280→  

Acostadas ya las criaturas y recogido Felipe Toledo a su dormitorio, misia Marisabel y su José Pedro permanecieron aún por buen rato en el jardín. Desde su escaño, en silencio, gozaron la paz tibia de la noche. Del día quedaba en el ambiente un zumbar de colmenas y en jambres y en el aire ardía el aroma de los alhelíes. Arriba, la luna y las estrellas copiaban el vuelo nupcial de las abejas. Reina de plata, zánganos de plata, perpetuaban sosegadamente un rito de amor.

  —281→  

-Papá, cuéntame hoy cosas de la guerra.

-Espera. De regreso. No se puede hablar así, subiendo cerros.

No había, en realidad, medio de narrar trepando la sementera por faldeo tan empinado. Los caballos estiraban hacia la tierra los hocicos resollantes y sumían las ancas, cual si con los belfos quisieran prenderse a los terrones y con la trasera empujarse.

Iban, padre e hijo, por los angostos cortes que dividían en cuarteles el trigal. Ya las mieses habían madurado y estaban tan altas que rozaban las monturas. De trecho en trecho cogíase una espiga, se restregaba entre las manos y se le contaba los granos. Sesenta y dos. Setenta, justos y cabales. Y de trigo bien granado. Apenas si algunas «manchas de suelo secante» la cuenta disminuía y el cereal presentábase algo «chupado».

Sobre la cumbre se detuvieron a dar respiro a las bestias. Desde allí se veían todas las lomas sembradas. Era una gloria de oro la mañana. Oleante, fulgía el amarillo. No habríase atinado a precisar si la luz caía del sol o si aquel campo reverberante de áureos destellos encendía el ascua del cielo. Allá, con sus lazos desenvueltos y cuatro peones, Bruno y Sebastián medían tareas para los segadores.

Algunas palabras, algunas órdenes, y los patrones bajaron por otra falda. Debían ir también al potoral, veintiséis cuadras planas que verdeaban abajo. Antuco sintió cierto calofrío de orgullo al otear. Agricultor era, de cepa. Recorrieron la siembra de porotos.

-Ya viene la segunda flor.

-Y de la primera las vainas han cuajado robustas.

Pero ya de vuelta por el camino llano, insistió el muchacho:

-Ahora, papá, cuéntame del Perú.

-¿Más de lo que te llevo contado?

El caballero parecía buscar imágenes en el horizonte.

-¿Era capitán, usted?

  —282→  

-Capitán asimilado, no de línea. Manejé, como sabes, las remontas para la caballería, ya en vísperas de las batallas últimas y decisivas.

-¿Con uniforme?

-Naturalmente. De San Juan no hallo qué contar. Ni me di cuenta de cómo habíamos derrotado a Piérola esa mañana. Sin descansar tuvimos que correr a Chorrillos, donde nos enfrentaría Iglesias, que no era un aficionado como Piérola, sino militar, y muy tieso. Baquedano ordenó repasar el herraje a medida que lo siguiera. Con Bruno y mis mariscales iba yo al galope por el camino, y también por mis propias manos, bajo las balas y en medio de aquel calor tropical y asfixiante, erré aquí, allá descansé, hasta llegar al pie de un morro que se llama El Salto del Fraile, frente al mar, sobre una pampa de altura. Y ahí fue la grande. Los cholitos resultaron bravos.

-Pero nosotros...

-A las ocho de la tarde fuimos dueños del campo. Habíamos vencido temprano en San Juan, hecho una marcha forzada y, contra enemigo fresco esta vez, vencimos de nuevo. ¡Qué empuje de rotos!

-¿Fue terrible?

-Lo terrible vino después, en el pueblo mismo. Todo el rico balneario estaba en llamas. «Ellos han prendido fuego en su retirada», nos decían los jefes; los peruanos juraron siempre que habían sido nuestros soldados, en el saqueo. ¡Averígüelo el diablo! Los rotos se convirtieron en fieras. Son... han sido siempre sanguinarios, por araucanos y por españoles. Se les concedió saqueo libre, se les dejó beber y... ¡qué quieres! Luego tuvimos que salir todos los oficiales a contenerlos. Pues así y todo, sabe Dios cuánto asesinato cometieron. Con decirte que yo, al torcer una esquina, encontré a dos en el colmo de la furia, enloquecidos. «¡Mátame, hermanito, por la maire, mátame!», gritaba el uno desabrochándose el dormán. Y el otro, delirante, le hundió la bayoneta en el pecho. En seguida se vació las tripas él, con su corvo.

-¡Qué salvajes!

-El roto, hijo, cuando pelea, y peor si está borracho, enloquece como energúmeno. Afortunadamente, a Lima entró el ejército en orden perfecto.

-Pero se portaron valientes los peruanos también.

  —283→  

-Valientes. En Miraflores nos tuvieron afligidos.

-¿Y los negros?

-¡Ah, los negros! ¡Qué simpáticos! -el veterano trazó al muchacho vivos retratos de «los morenos», como ellos se nombran-. Alegres, músicos, las voces engoladas, cloqueante y contagiosa risa. Silban como flautas. Tamboreando en un cajón, cantan extraña y fantásticamente. A cualquier caja de madera le arrancan rítmicos acompañamientos que llegan a confundirse con la voz humana. Bailan tonderos, especie de cuecas africanas y muy rápidas, con un descoyuntarse de cintura que pasma. Nosotros trajimos varios para las bandas. Redoblan el tambor con aquellos dedazos sueltos, con sus grandes manos de carbón y, sin embargo, de palmas color de rosa, que maravilla oírlos. Yo tuve uno, Manongo, cocinero estupendo.

-¿No lo trajo?

-Aquí se mueren de frío, se ponen cenicientos, flacos y tristes.

-En Santiago anda uno todavía, sirviente del coronel Merino.

-Ese no es más que zambo, es decir, mulato, mestizo, negro a medias.

-¿Hay otros más negros?

-Mucho más, y de dos clases, parece. Unos achocolatados, otros casi azules.

-Pero todos bien cholitos.

-No, hijo. El cholo es indio, sea de la costa o de la sierra.

También habló el caballero de los cholos, mansos y melancólicos. Había visto batallones, acuartelados y ya sin armas, que causaban lástima. Era costumbre que a estos soldados los siguieran sus mujeres, las «rabonas», y que las recibiesen ellos a diario en el cuartel, allá en un patio, donde se amaban al anochecer. Si desfilaban por las calles alguna vez, las rabonas iban detrás, con sus guaguas a la espalda, recua de perras fieles. ¡Entristecedor espectáculo!

Recayó la conversación en jinetes y caballerías. ¿Cómo habrían podido ellos, huasos de ley, evitarlo? Y tras de relatar varias hazañas del caballo chileno, calló por unos instantes don José Pedro, con gesto evocador y engreído.

-Dice Bruno que usted hizo de las suyas.

El silencio del caballero se prolongó. Diríase que medía conveniencias y dominaba indecisiones. Al cabo, poco a poco, dejó de fluir un recuerdo.

  —284→  

Había llevado a Lima, entre los de su montura, un barroso, al que sobreapodaron allá el Cachaco, maestro en rienda, fuerte y ágil, de raro equilibrio entre coraje y docilidad. Alojábanse los escuadrones de remonta en el cuartel de Santa Catalina, famoso y amplio, con extensos corrales. De allí debía salir a diario el capitán Valverde para cumplir ciertos deberes en el Palacio de Gobierno, Bajaba entonces hacia Santa Teresa, y entre las esquinas de Gallinacitos y el Padre Jerónimo, torcía por callejuelas que conducían a la calle de la Virreyna, para tomarse allí por Judíos, desembocar en la Plaza de Armas y en Palacio detenerse. Por aquellas fechas, según expresión de misia Marisabel, era «joven y hermoso como un dios». Si además, por su audacia y su galantería, supo sacar partido a los prestigios de la victoria, nadie sentiría extrañeza de que al pasar él arrancando chispas de las piedras de las calzadas, desde los largos balcones a la andaluza y detrás de todas las celosías las limeñas lo espiasen y aun le sonrieran con los ojos por encima de los abanicos. Fue así como cierta vez una más resuelta le aguardó asomada y, cuando él pasó delante, dejó caer el pañolito. En el acto él, sin echar pie a tierra, revolvió el caballo y en proeza de jinete recogió el pañuelo. Un cumplido de la dama por tan ágil bestia picó su amor propio, y como ella señalara con la manito ensortijada la gran puerta cochera del caserón, y para demostrar que ni para un caballo ni para un jinete chilenos había imposibles, tras de besar la bolita de encajes entró montado en el ancho patio colonial y montado trepó las escaleras de mármol hasta el otro piso. Sólo ante la puerta del salón se desmontó, para entrar, el puño de la espada sujeto por el codo, el quepís encima del antebrazo izquierdo, en la derecha el pañolito y entre cejas y barba las pupilas en seducción, y presentarse a la dama.

No refirió al muchacho, porque las jactancias de amor repugnaban a su carácter, que aquello marcara el comienzo de un idilio. Pero luego, a solas, revivió todo ello en el recuerdo. Ella era una joven viuda y persona muy principal, y estos amores levantaron largas habladurías durante la ocupación. Sólo que allá como en Chile las aventuras de Pepe Valverde se disimularon siempre, cubiertas por el secreto de la simpatía.

Porque aquellos amores crecieron. Por las noches, con la queda para los civiles, capitán y ordenanza volvían a la calle de la Virreyna. Un postigo abríase sigiloso en el gran portón cochero. El galán entraba. Bruno permanecía con las cabalgaduras a la vuelta de la bocacalle;   —285→   aunque pronto, maneadas, las ataba por las riendas a la perilla de un viejo cañón español que a modo de guardacantón era uso clavar en las esquinas limeñas. También al escudero del señor abríanle nido entonces: la mazamorrería de la borrada Encarnación, cierta chinachola clara cuyas marcas de viruelas motivaron aquel mote peruano de borrada y a quien prodigó a Bruno, con las dulzuras del champús, las más golosas de su encarnación.

Rompió el silencio una pregunta de Antuco:

-¿Y por qué al barroso, papá, le pusieron allá el Cachaco?

Don José Pedro hubo de cubrirse con unas risas.

-Ah, verás. Al policía que vela en las esquinas le llaman en Lima cachaco; y como en manos de Bruno a ese pobre animal, según entiendo, le tocó algunas noches el mismo servicio... Bien; pasemos ahora a la quesería.

Y el padre reanudó su quehacer y la cotidiana enseñanza del hijo.

  —286→  

Hacia mediados de otoño, un sábado poco antes de caer la tarde, volvía por la carretera de Melipilla don José Pedro, montado en su tordillo moro.

Al enfrentar la trocha vecinal de los Iturriagas, el caballo, por iniciativa propia, dobó hacia las casas de aquel fundo. Se le ocurrió al caballero, porque mucho se le había repetido el fenómeno, que la bestia le adivinaba el pensamiento. ¿No veníasele antojando un descanso allí? Acaso le cebara unos mates a Lucrecia...

Soltó, pues, las riendas y dejó que lo condujera el animal.

Sofanor lo recibió con los brazos en alto, entre muchos aspavientos de bienvenida. Le colgaba de una muñeca la penca, sujeta por un tiento en pulsera, y pendíale pegado al labio el consabido pucho de «trigo regular».

-Se apea, mi señor. Se apea no más y dentra.

El huaso atendía visitas, dos amigos. Sus ponchos amarillos se levantaron en la penumbra de la sala. Cuando se le hubieron acomodado las pupilas, Valverde reconoció las caras, muy vistas ya por él en ferias y rodeos, y pudo también distinguir los vasos llenos de vino, abarcados por las manazas rústicas. Recordando a su mujer, sonrió. Para misia Marisabel, que atribuía suma significación a los pulgares, habrían sido éstos repulsivos: uno de los sujetos los tenía cabezudos, con yemas duras como nísperos; el otro, descarnados, en arco y con uñas de cuerno. Bien habría dicho ella: parecían «dedos gordos de pie».

A él, campesino de toda la vida, todo aquello más bien hacíale gracia.

Recibió la copa. Traía sed y apuró el mosto.

Pronto, si embargo, empezó a desazonarse. Bebían allí seguro desde horas atrás. Ya estaban todos en el grado de borrachera que precede a la idiotez. Iturriaga, por lo demás, sabido era, poníase cargoso en sus «encerronas». Mala ocurrencia fuera la de aquel alto. Mala.

  —287→  

Vino a saludar la Lucrecia y el marido entonces desapareció por algunos momentos, para retornar luego con un barrilito en brazos. Lo paró sobre una silla, extrajo el tapón y por el agujero introdujo un objeto.

-¡Listo! -exclamó en seguida-. Cerrada quedó la puerta. Y la llave, al fondo del barril. No porrá irse naides hasta que nos haigamos tomao la última gota.

Había para entrar en desasosiego. ¿Se armaría de paciencia? No. Miró el caballero en torno. La Lucrecia trajinaba entre comedor y cocina, en faenas de dueña de casa. El huaso hablaba sin descanso, majadero. Debían seguir todos hartándose de vino. Fiel a su costumbre, a quien se resistía lo amenazaba con la chicotera:

-Tome, señor; no se me refale. Si no, a pencazos lo castigo.

Y cumplía sus amenazas. Entre bromas y exigencias de agasajo, decargaba la penca sobre las nalgas de la víctima de su cariño.

Valverde, asomándose al comedor, hizo a la Lucrecia una seña.

-Yo -le dijo- sólo apetezco un mate.

-Luego le cebo. Pero antes hay que servirse algo de comer.

Pasaron todos a la mesa. Se había carneado el primer chancho de la temporada fresca, y los arrollados, los causeos de cabeza y los perniles, todo ello bronceado de ají, cubría sobre azafates el mantel.

Comió don José Pedro, sí; mas no tardó en sentirse insoportablemente incómodo. No quería él emborracharse. Aquel bruto, empero, porfiaba. Si, conocedor de su geniazo y sus iras, no atrevíase con él a recurrir a la penca, le rodeaba los hombros en cambio con el brazo y le subía el vaso a los labios.

-Bien. Basta, Sofanor. No me manosee -le advirtió.

A la vez, con ostensible violencia, le hizo bajarle la mano del hombro, Y no tuvo ya más idea que irse de allí.

Contó unos chistes picantes, a pesar de todo, solicitado por la Lucrecia. Pero en concluyendo le dijo aparte:

-Ahora me voy. Ábrame la puerta usted.

-¿Yo? No puedo.

-Sí. Sé que sí puede.

-Créame que...

-Lucrecia, usted, en su casa, ¿es una mujer o una china?

-Una mujer. Sabré abrirle.

-No -la detuvo él entonces-. No me abra. No tengo derecho   —288→   a exponerla. Pero indíqueme qué ventana puedo forzar, a patadas si es preciso.

Momentos después, sin que nadie lo advirtiese, buscaba su caballo afuera. Relinchó el tordillo, como haciéndose presente.

Y emprendió el caballero su camino.

¡Al fin! El que jamás eludiera divertirse con gentes humildes, ni aun incurrir en locuras entre ellas, no podía tolerar ciertas formas de la ordinariez. Aquel modo, o mejor dicho, conjunto de modos torpes y confianzudos, érale insufrible. Lo encocoraba sobre todo ese tratarlo de igual a igual, y con cierto escondido resentimiento de clase, de algunos plebeyos enriquecidos. Por algo se hallaba en la edad que no transige ya con nivelaciones acomodaticias, explicables durante la juventud. Ahora recordaba comprensivo al cura su tío. Un día mira el espíritu, quieras que no, a sus orígenes, y el pasado manda imperativo, viniendo desde las fuerzas oscuras de la sangre hasta la lucidez de la sensibilidad.

No, se dijo al cabo, no comprenderán esto los nuevos, los desnaturalizados o los advenedizos triunfantes, y sentarán doctrinas de aspecto realista pero sin realismo.

Lo encolerizó de repente la mera evocación de Sofanor Iturriaga, y descargando las espuelas sobre su caballo, hasta dejar cantando en el aire las rodajas bien templadas, hizo el resto del viaje de un galope hacia La Huerta.

Era de nuevo patrón solitario. Transcurría otra vez su vida entre hombres. Misia Marisabel estaba en Santiago desde fines del verano. Las chicas, ya en el colegio, la necesitaban allá. Se había montado bien la nueva casa, desde la cochera y las dependencias hasta el salón con piano, alfombras y cortinajes. Las cosechas, la esquila, las ventas de corderos y vacunos, quesos y mostos, si no dieron para todo ello, pues que había de servirse la vieja hipoteca y reservarse provisión de fondos para gastos del vivir y labores agrícolas, mucho sí permitieron. Las deudas ocasionadas por los dispendios nuevos, ya se irían cubriendo.

Contaría don José Pedro, para la temporada invernal, con Antuco por compañía casi única. La señora debía venir apenas tal cual semana en el curso del año, cuando el cuidado de las hijas lo permitiese. Todos juntos pasarían, sí, las vacaciones en el fundo.

Pero cuando llegó el caballero aquel anochecer a La Huerta, se halló solo. El muchacho andaba todavía en la cordillera, adonde lo había   —289→   llevado consigo don Joaquín, con el objeto de hacerlo baqueano en arreos y talajes de altura. Probablemente llegaría por aquellos días. Mas entretanto el patrón continuaba en soledad. Se acostó a poco llegar. Había rehabilitado su antigua pieza de soltero. Le guardaba cariñoso apego, con sus ladrillos, sus monturas y sus cosas añejas, tan elocuentes para el corazón que se acerca a la vejez. Allí reunía, además, mejores libros ahora, y el ambiente resultábale propicio para leer. El nuevo dormitorio, el de matrimonio, entablado y confortable, sin su mujer se ahuecaba de nostalgia en las noches y hacíale triste e inquieto el pernoctar.

Aprovechaba los ocios en aislamiento para ir a Melipilla tras de algunos deberes. El gobierno te había nombrado consejero ejecutivo de policía, cargo un tanto raro en cuanto a su título, pero que comprendía lo perseguido por él para renovar con sus propios métodos su anterior campaña contra los bandoleros. Esta vez, la simple noticia de su investidura surtió inmediato efecto. El capitán Valverde -capitán por ascenso en la guerra- fue imagen fantasma para los bandidos. Emigraron a campos menos peligrosos. No sabían que con la policía existente poco riesgo correrían. Desde la nueva ley, dictada un par de años atrás, los polizontes comunales debían ir desapareciendo, para ser substituidos por la nueva y muy pomposa institución fiscal del orden público. A don José Pedro le causaba esto bastante risa; porque oficialmente, en teoría o papel, Melipilla figuraba en la reciente organización, aunque las cosas, con diversas nomenclaturas, se mantenían iguales. Menos mal que los forajidos emigraron, aun cuando bien pudieron haberse quedado por la costa, donde los «pacos» de comuna subsistían, tan ineptos, tan flojos y tan venales como antes.

Al día siguiente de su paso por Los Nísperos, don José Pedro no asistió a la misa. Mandó decir al capellán que lo excusara. Cierto trastorno intestinal obligaríalo a rezar ese domingo el oficio en su cama. ¿Quiso esquivar acaso a los Iturriagas? Pero la Lucrecia, tras no verlo en la capilla e indagar la causa, temió que aquellas comidas y bebidas en casa le hubiesen ocasionado daño. Había ido sola en el birlocho, pues el huaso dormía inerte aún su borrachera.

Con el Ite, missa est, corrió al dormitorio del patrón enfermo.

-¿Se puede? -pregunto en la puerta.

Y como con justeza observara misia Marisabel, junto con preguntar abrió y se coló adentro.

  —290→  

Nadie supo las consecuencias que su mala costumbre tuvo esta vez.

Tardó, sí, mucho en salir.

Se dirigió de allí a la capilla, donde oró desolada largo rato.

Sólo tiempo después, dicen que los Lauros, llaveros sacristanes, contaban en gran secreto haberla visto, desde la sacristía, caer de rodillas ante la imagen de la Inmaculada, llorando.

-¡Virgen Santísima -se le habría oído implorar-, perdóname! Pero tú viste, Madre mía: no hubo forma. ¡Todo fue inútil! ¡No hubo forma!

  —291→  

Cuando en el curso del invierno va misia Marisabel hacia su marido, para llevarle de vez en vez alguna compañía sentimental y poner otro poco de tibieza hogareña en la casa, llega con el corazón apretado de cierta emoción ansiosa que se le ha ido acumulando en la ausencia.

Él y Antuco la esperan en la estación y el coche les conduce luego a La Huerta. Los divisa parados en el andén, idénticos. Cómo se parecen. Igual porte, los mismos ojos verdiazules, apenas leve diferencia el rubio de las cabezas. Después, al observar a su José Pedro de cerca, comprueba que si la edad vela ya un tanto su brío juvenil, le imprime mayor majestad en cambio. ¡Ah! lucirá siempre como buenmozo y gran señor. Ella lo ama como el primer día, y al sentirse por él abrazada vuelven a temblar sus entrañas.

Para el niño trae, sin remedio, un amor entristecido, una inconformidad, un dolor; pero al estrecharlo en sus brazos ese dolor se esparce por la violencia de su ternura que estalla.

Pronto en su corazón los dos se confunden. ¿Quién le dijo, hace tiempo, que para ella ese niño sería un amor dentro de otro amor? Cada día la preocupa más la suerte del muchacho.

Conforme ruedan en el landó hacia el fundo, se refieren los tres mutuamente sus novedades.

A la mañana siguiente, para que la vida no parezca interrumpida, ella trata de hacerla en la casa una continuación.

Parten ellos a faenas, como de costumbre; aunque a fin de acompañarla más se ausentan sólo a lo menos distantes, o desarrollan próximos, de ser posible a su vista, ejercicios ecuestres que completan el aprendizaje del mocito.

Ella pasa de cuarto en cuarto primero. En cada lugar le gusta estarse un rato. Goza ese bienestar de la acogida que procuran las cosas cuando nos recobran tras una ausencia, bienestar que es caricia y envoltura. Allá, en Santiago, las piezas tienen todavía el olor de la vivienda que se habita por primera vez; éstas del fundo, el conocido y grato de   —292→   la antigua casa a la cual se retorna. Sensitiva, misia Marisabel persigue aún el aroma de sus cosas ahí dejadas, el de las cosas viejas, algunas de las cuales viven con ella desde la niñez. Qué lejos han quedado aquellos tiempos y, sin embargo, cuando anduvo con ella inseparablemente, cuando adquirió poco a poco después, cuanta menudencia se fue incorporando a su vida material, todo se mantiene impregnado de su personal olor, que es perfume de familia, distinto de los demás olores del universo, el que a cada ser humano le hace reconocerse y hallarse siempre único e individual entre la vastedad del mundo.

Se cuela en seguida por ciertos recovecos. Hay una angostura, tenebrosa en invierno, que permite salir al patio como de sorpresa. Entre alero y pared, se abre allí una lumbrera. El viento norte suele meter por ella la lluvia con cada racha, y en tiempo de sol entra por ahí una claridad amarilla que va muriendo poco a poco en la tejavana. Es también puerta para las palomas que anidan en la sombra arrullada.

Asoma después al patio: el chorrear de las tejas ha cavado canalillos en el suelo, a todo lo largo, y ha salpicado de manchas barrosas el muro blanco; un pajarito, con sus movimientos de medio segundo, descubre granitos invisibles en la tierra.

Siente además el deber de inspeccionar el jardín. Ahora tiene verja en su frente al camino, hacia el interior de las cadenas; y por fuera, unos rosales que afea el polvo de enero y que por junio los aguaceros lavan. De la entrada principal se interna un caminillo interrumpido por la palmera, ya venerable, y a los lados hay cuadros que aglomeran hortensias en matorral. Libres de jardineros, las hierbas invaden la tierra y sólo sucumben por el centro del sendero, donde las pisadas las vencen. Más allá, las matas de alhelí se multiplican tenaces, apretujándose, y ponen su verde apagado y su olor encendido como dos matices de encanto en el descuido. Antes, allí se plantaba y se dejaba luego en abandono lo plantado. Araucarias, encinas, floripondios, paltos y maitines, todo se halla por esto así, como ha surgido el capricho. Cuando la instalación del matrimonio, la señora puso algún orden. Asimismo enredaderas al pie de la reja. Con los años, aquellos ladrillos en zócalo se han abierto en grietas que las trepadoras mal zurcen.

-¡Pero qué falta, Dios mío, hago yo aquí! -murmura en su recorrido-. Hasta ese ciprés, que se ha de podar en forma de bola, está erizado de rebrotes, como una cabezota salvaje.

Luego permanece instantes mirando afuera. ¿No vienen ellos?   —293→   No. Todavía. Enfrente comienza el campo. Se interrumpe cerca por el pinar; pero vuelve a tenderse, ancho, alejándose, ondulante de lomas suaves, hasta... ¿hasta dónde? Lejos, muy lejos, se adivina el mar. Cuando de allí sopla el viento, los días limpios, los oídos finos suelen percibir el retumbo de las olas bravas. Como un presentimiento se le huele a veces en la brisa. Aun se le gusta en el paladar cuando azota el noroeste.

Al fin misia Marisabel se sienta en el corredor solitario. Medir las faltas de la casa le conduce a calcular lo que puede influir también su ausencia en las personas. ¡Ah, su corazón suspicaz, su corazón asustado, su corazón... diciéndolo francamente, celoso!

Este amante corazón la induce a indagar. Contra toda reflexión, está siempre inquiriendo, hasta en la atmósfera. No sonsaca. Es demasiado altiva. Pone, sí, temas por los cuales cabe orillar lo significativo, coger el indicio y devanarlo hasta la certeza. Nunca ignoró, por ejemplo, que su José Pedro engendrara en mujeres de su hacienda. Pero necesitó y sigue considerando indispensable descubrir todos esos hijos. Por fisonomía, por colores de pelo y pupilas, por aposturas, fácil resúltale la pesquisa. Ella quiere, no obstante, conocerlos a todos a ciencia cierta. Y padece por ello.

¿Que puede llegar así a la enfermedad? No importa.

Además, por Antuco, precisa un cabal conocimiento. Si hereda los dones de su padre, le rodearán los peligros.

A su marido le ha dicho ya en varias oportunidades:

-Bueno sería que Antuco supiera cuáles son sus hermanas dentro del inquilinaje. No sea que de repente caiga en incesto, el pobre.

Don José Pedro se ríe, la besa con ternura y se aleja, en tales ocasiones.

Pero aborda ella una vez decididamente al muchacho.

-Hay -le dice- mocetones en el fundo, y mocetonas, que se parecen al patrón. ¿Lo has observado?

El chico sonríe, al igual que su padre. La conoce. La quiere y ha penetrado en las reconditeces de sus celos.

-Huachos, mamita, se topan en todas partes.

-Y huachas, hijo, también. Ahí está para ti el peligro. Si alguna vez se te ocurre, como con la chiquilla de Cipriano, meterte con alguna detrás de la madreselva, y resulta hermana tuya... El incesto es pecado muy, muy grave.

  —294→  

No prosigue. Mide que fue demasiado lejos. Los celos traicionan.

Pero el muchacho la previene:

-Yo las conozco ya.

Descansa el temor de la señora. Pero su odio a las antiguas concubinas arde más entonces.

-¡Qué lamentable, Señor, qué lamentable! -suspira-. Sobre todo esa hija de Paulina.

-¿La Paulina del amasijo?

La misma. La panadera. Como mujer blanca, guarda su pasado vivo. ¿No te fíjaste, en la trilla del año pasado?

-¿Qué?

-La tonada con que salió. Cantaba:


Mucho, mucho te llevaste;
mas por eso no te riño,
que algo grande me dejaste,
una pena y un cariño...

Y volvía los ojos hacia José Pedro, y luego hacia la hija, la chinita rubia ésa, tan parecida. ¡Jesús! a él. Yo no lo soporté, recordarás. Me fui de la trilla.

Por medio de tales artes logra por fin filiar a todas las mujeres de aquel pasado pecador. No las teme, cierto. Si consiguiera, eso sí, alejarlas a todas, tal como echó de las casas algunas y como distanció a doña Carmela Burgos...

Va y viene misia Marisabel entre la capital y La Huerta, los meses en que la educación de las niñas la obligan en Santiago. Y sufre allá y sufre acá el obsesionante sinsabor. Se siente amada por su marido, por encima de cuanto pudo él tener antes y de cualquier aventura inopinada que se le presente aún. Sin embargo, este vivir en sobresalto, estos egoísmos de su corazón de tenerlo exclusivo para ella, todo este amargarse ¿no linda ya en obsesión enfermiza?

-Mi papá la quiere mucho, mamita. No hay mujer en el mundo que merezca descalzarla, según él.

Sí; ella lo cree. Se sabe la reina. Conoce también los orgullos de don José Pedro Valverde y Aldana y el respeto a quien lleva su apellido. Sólo que ¡ay! los reyes toman favoritas...

Se distrae sólo cuando regresa su marido, la mima y entre ambos   —295→   tratan el asunto del niño; pues so esa criatura es para ella un amor dentro de otro amor, es también un dolor dentro de otro dolor.

-Mirando a su porvenir -dice don José Pedro-, lo más sencillo y práctico es que tú y yo lo adoptemos. Así opina Felipe Toledo.

-¿Y eso a ti te basta?

-¡Eh! ¡Qué quieres que te diga! Por lo menos a él, sí.

-Porque aquello de que, como nació antes de la ley de registro civil, se podría legitimar...

-Estás loca. Eso envolvería la declaración de que tú eres la madre. Un campanazo sin obligación mayor. Es decir, no: la sociedad y el buen nombre obligan. Hoy y por siempre las gentes te infamarían. Sufrirás repudio. Nuestro apellido no se mantendría sin mácula.

-Y si por cariño dejásemos que la sociedad pensara que habíamos tenido un hijo antes de casarnos, pero que habiéndonos casado después...

-Nos tacharía de cínicos.

-Así es.

-Sabe Dios cuántos años de progreso necesita nuestra sociedad todavía para llegar a conceptos amplios.

-Así es.

Diálogos semejantes suelen repetirse durante las visitas invernales de misia Marisabel, y son los únicos que la distraen de su preocupación celosa.

  —296→  

La soledad en que dejó a Valverde la permanencia de su mujer y sus hijas en Santiago, tuvo algunos efectos.

El mero hecho de haber vuelto a su dormitorio de soltero no tardó en traerle resurrecciones. Desde las esquinas penumbrosas de aquel cuarto, por entre monturas, lazos, chamantos y cabestros, empezaron a erguirse reminiscencias de celibato. Poco a poco estas reapariciones, apretándose, fueron creando una como atmósfera que lo envolvía y presionaba. En especial durante la primanoche, cuando, acostado ya, perdíasele la vista por entre las vigas del techo y oscilaba la luz amarilla de la vela, tras los aletazos de las sombras guiñaban endemoniadamente algunos mal dormidos apetitos. Solían rebrincar entonces pensamientos pecadores y permanecer allí, porfiados, a manera de luciérnagas, ascuas verdes y fascinantes con las cuales había de toparse la imaginación.

La compañía diurna de Antuco también vino a ser estímulo de inquietudes. A la sola observación del hijo, cada día más semejante a él, cantaba en ecos la mocedad; y en muchos momentos el considerar los avances y destrezas del muchacho hacía que tales ecos gritasen como voces de alarma y citaran a cotejos. Más aún: cierto afán de proezas que descubría el mocito, y su arrojo de jinete, y sus arrogancias, y encima la llama que su paso mal velaban con las pestañas los ojos femeninos, concluyeron por encender emulaciones. El nuevo Valverde se desarrollaba y crecía en aptitudes y posibilidades; el padre iba en cambio hacia la cincuentena, y aunque pleno, presintiendo decadencias. Entonces el ufano progenitor se detenía, se plantaba en su orgullo individual. Era una lucha callada, en disimulo, pero activa y hasta irritada tal cual vez por celosas reacciones.

Una tarde, a punto de verse vencido por el hijo en cierta corrida de novillos en la medialuna, se volvió hacia Sebastián para exclamar:

-¡Mocoso del diablo! Pretende ganármela.

  —297→  

-Camino lleva, patrón -dijo el mayordomo.

-¡Tendría que nacer de nuevo!

-¿Quién? ¿Su mercé? -interrogó socarrón el huaso.

-¡Ah, viejo ladino! -repuso José Pedro con risilla de sobresalto.

Sebastián enredó en el sube y baja de sus cejas la picardía y habló de otra cosa.

Pero Valverde calló pensativo.

En adelante sumó bríos en los cotejos. Vibraba todo él de ímpetus. Por la malla de trances y desafíos, por el amor propio enardecido y por los envanecimientos que le produjera el ser padre de tan recio vástago, se vio metido como en un nuevo clima. Un contagio de juventud parecía enloquecer el pulso de sus venas.

Paralelamente, las farras a que le arrastraba Sofanor Iturriaga, no sólo vecino ahora, si no además personaje de trato forzoso por causa de aquel pecado con la Lucrecia, le retornaron a los antiguos pasos de tarambana.

¿Escrúpulos? Sí, los hubo. Mas carecieron siempre de poder. Si reprochábase tal cual vez, luego se resolvía todo en un suspiro de alivio. Aquello, al fin de cuentas, ¿no era recuperarse virilmente un poco? Durante años habíase divertido apenas. La noble tranquilidad hogareña, la compañía querendona y limpia de su Marisabel, con tanto anhelo esperada, y aun cierta enternecida piedad hacia los celos de la señora, le contuvieron largo tiempo. Gracias a ello supo de un placer nuevo para él: criado entre hombres solos, antes no hubiera sospechado siquiera las emociones que, pecho adentro, muy adentro, manan para bañar honduras escondidas. Aquello le descubrió también el orgulloso goce de las austeridades, que complementan el señorío. Sin embargo...

Sin embargo, de buenas a primeras, se halló la loca mocedad resurrecta y en alboroto.

-Entramos, patrón, a la segunda juventud -le dijeron.

-¡Pse!

La conquista inopinada de la Lucrecia no determinó en él estado emocional de influencia sobre tal cambio de vida. Obra subconsciente, mixto de amor propio, sensualidad y diabolismo, hizo su parte sólo como impulso de placer y cómplice para deslices. Luego que... él no había nacido para mecerse blandamente sobre el mundo. Si al menos los proyectos de reanudar batidas contra los salteadores hubiéranse   —298→   cumplido. Pero aquellos miserables habían vuelto a emigrar.

Lo enervaba ya tanta paz.

Porque tampoco los viajes a Santiago, que a menudo repitiera por tedio y que le proporcionaban algunos esparcimientos y horas engreídas con misia Marisabel y las chicas, le satisficieron a poco andar. Concluían por aburrirle. Hacíase allá constante vida social. Asistía el matrimonio a tertulias, teatros y paseos urbanos. Algunas tardes iba él con Toledo al Congreso. Todo eso era diversión, realmente; pero a los pocos días del parloteo abundante e insustancial, de las mujeres, la mañosa dialéctica de sus correligionarios, que le asombraban -con un sí es no es de asco- demostrando por medio de su oratoria en las cámaras lo mismo A que B, según conviniese, y por último. el sufrir a toda hora las opresoras ropas de ciudad, todo en conjunto le abrumaba de repente. Y entonces, como a un grito imperativo de su espíritu, cogía el tren de regreso. Al primer amanecer en el campo sentíase recobrado.

No demoraban los vecinos en buscarle. Venían recadillos de la Lucrecia, siempre a nombre de Sofanor. De modo que al atardecer, luego de inspeccionar algún potrero limítrofe con Los Nísperos, se abandonaba para que lo condujese solo el caballo y paraba donde los Iturriagas.

Si él no había vuelto de sus faenas, sentábase don José Pedro con ella en el corredor. La tarde moría y todo se bañaba en suaves carmines. La Lucrecia, romántica, suspiraba sus remordimientos católicos, aunque recreándose mimosa en la contemplación de su amante.

La dejaba él hablar, casi siempre sin oírla.

Porque resultaron muy complejos los sentimientos de aquella mujer. Tenía un carácter erótico-religioso, de fuego, tribulación y escrúpulo.

-Deja en paz a la Virgen, criatura. Nada tiene que ver con esta flaqueza nuestra -concluía por protestar él.

-Le pido que me perdone. Le digo que yo estoy convencida de que nuestro Señor, que lo ha permitido, santificará nuestro amor.

-Pues entonces...

-Es que cualquier día una se muere y... en pecado mortal... ¿A ti la muerte no te asusta?

-Por lo mismo, no hay que anticiparla. Porque desde que empieza el miedo empieza la muerte.

  —299→  

-Habrá que rendir cuentas allá. ¡Jesús, María y José!

-Y habrá perdón. Mi tío, siendo cura, creía que si Dios es infinitamente misericordioso, no cabe admitir que nadie se condene por los siglos de los siglos.

-Y menos por amor.

-¡Calcula tú!

Tanto el embrollo como el desembrollo lindaban a ratos con lo cómico. A la postre, bendecía ella esos amores. Y los santificaba. Su José Pedro, padre del niño que ya tenía ella en las entrañas, lo era por designio del gran misterio divino. ¿Acaso cuando cayera en sus brazos, aquel domingo después de misa, no sintió secretamente, a pesar de la defensa desesperada, que nada injusto sucedía? Después, vencidos el implorar a la Virgen y el lamentarse, vueltos juicio y lucidez, ¿no tuvo la certeza de pertenecerle desde mucho tiempo atrás? Ahora, pues, aun cuando en cada caída sus gemidos de placer se mezclasen a los de contrición, reincidía sumisa.

Ocurrían los encuentros ya en estos atardeceres, ya los domingos por la mañana en La Huerta, como la vez primera, ya después de alguna fiesta en Los Nísperos, cuando Sofanor dormía la borrachera.

Valverde se cansaba en algunos momentos de la inferioridad de la Lucrecia. Pero decidía cerrar los ojos, porque la mujer le gustaba, le incendiaba los sentidos violentamente. Era de las hembras que expanden vértigo sensual. Tampoco se había equivocado él cuando la examinara con ojos de experto, el día en que misia Marisabel tuvo su imprudente ocurrencia de celosa: la Lucrecia, sobre provocativa, tenía delicias: suavísima la piel, como él lo supuso; las carnes, frescas en verano, en invierno tibias... ¡Y en fin! De ahí que le tolerase las canseras.

No obstante, en algunos días cargábale la misma, eterna, invariable majadería, la estúpida mezcolanza de amor romántico y catolicismo pegajoso. Cedía entonces a las exigencias de Sofanor para correr alguna juerga en lo que llamaba el huaso «nuestras canchas melipillanas».

  —300→  

Llegaban a Melipilla, Sofanor y Valverde, montados en sus mejores caballos. Se les veía entrar al pueblo en talante de huasos enfiestados y retozones. Las botellas vaciadas por el trayecto, en cada despacho de la carretera, en cada «tropezón», habían ya prendido en ellos el alcohol de las travesuras y la trifulca.

Se les unían allí los compadres Eliecer y Joaquín, de cuando en cuando el Gallo y también algunos personajes de ocasión. Figuraba entre éstos un tonelero a quien apodaron Ganas de mear, porque andaba con las rodillas juntas y a pasitos de apuro. Era un cuarentón débil de carnes, con la barba siempre a medio crecer, con muchas arrugas paralelas y negruzcas en la frente y una expresión entre curiosa, festiva y asombrada en los ojos. Su mujer lo vigilaba sin tregua, como perro guardián; de donde arrancara el dicho festivo del tonelero: Pegarle al perro.

Este hombre sentía por Valverde admiración entusiasta.

-Me gusta el caballero -decía frenético- porque le pega al perro.

Pegarle al perro era para él mucho. Era desafiar el peligro, dominar a la mujer, hacer lo que viniera en gana siempre. Era lema de hombría y libertad.

Valverde lo conoció cierta mañana en que, al volver de una feria seguida de copioso vino en ayunas y al observar a un judío que armaba una pirámide con máquinas de coser a la entrada de su tienda, tuvo la diabólica tentación de meterse allí montado, revolver la bestia y derrumbar la prolija torre.

Cuando, tranquilo y rumboso, mientras su comparsa prorrumpía en carcajadas, hubo sacado un fajo de billetes e indemnizado al comerciante, había descubierto al tonelero junto a la acera.

El hombre aplaudía con delirio:

-¡Eso! ¡Bravo! ¡Así son los hombres que le pegan al perro!

  —301→  

Y como a todos cayera en gracia y simpatía, lo invitaron a beber y almorzar con ellos.

Ganas de mear se incorporó así al grupo de «acampados» tunantes en sus «canchas melipillanas».

A Sofanor también habíale tocado su mote: Paire putativo. Surgiera el apodo al evocar los compadres aquella lejana charla llena de bromas e imprudencias en el corredor de La Huerta. Verdad, sí, que ya él había iniciado el chiste cuando le diera por saludar siempre a su amigo don José Pedro:

-¿Qué hubo, paire putativo, cómo le va?

El caballero, que se las había jurado... y cobrado, con una risa enredada entre barba y bigote, le correspondía irónico:

-No precisamente lo mismo que a usted, paire putativo, que... no me va mal.

Pero don Joaco, cuya malicia todo lo alcanzaba, decidió al fin la exclusividad del sobrenombre a favor de Iturriaga. Desde que se supo a la Lucrecia encinta, puso sal y pimienta en las indiscreciones que malas lenguas no sabían medir. Por fin Sofanor, en cierta merienda bajo ramada y seguida de cuecas, participó solemnemente a sus compinches la noticia; y tras de mucho baile, mucha tonada y mucho cogollo, en el momento en que las coplas tienden al epigrama, don Joaquín reclamó turno y lanzó esta vieja cuarteta:


Se dice que Juan Cerezo
tiene encinta a su mujer.
Pero eso no puede se
porque no puede ser... eso.

La cantó en persona, bien subrayada la intención del no puede, ligando ser... eso con los suspensivos y añadiendo guiños. Tanto, que produjo alarma. Valverde frunció el ceño. Todos los ojos, hipócritamente distraídos, reptaban unos instantes quincha arriba, escurriéndose después hacia el suelo, y rozando de paso a Sofanor: él, apoltronado y con la chicotera en la mano, ya ebrio hasta la sordera, por suerte canturreaba para sí mismo, sobre su vientre lleno de hipos.

El hecho es que Paire putativo fue su alias, por indiscutible derecho, en adelante.

Había reincidido, pues, Valverde. A pesar de su madurez, que   —302→   imponía ya que siempre se le nombrase don José Pedro, y acaso por ella misma, que se despedía de la juventud... había reincidido en las diabluras y en los actos desconsiderados que dos lustros atrás le conquistaron el calificativo de rajadiablos. Bailaba y reía sin interrupción, mantenía un contento desesperado, su alegría solía rayar en la locura. Desmanes, ocurrencias diabólicas, juegos temerarios y aun peleas a bofetadas iban jalonando sus juergas. Arrebatábale ahora el vino más que antes; a menudo encendíale iras terribles. ¿Era que la edad le debilitaba? ¿Era que crecía su soberbia y las herencias del cura lo sulfuraban ahora como al viejo cada vez que «se le pasaba la mano contra el pelo»? Nunca perdía el propio dominio; pero su gobierno para moderarse tan sólo era eficaz cuando juzgaba que se divertía ya contra sus deseos. Íbase por un rato, entonces, a dormir un sueño. Y muchas veces, si el hastío le resultaba molesto, daba la espalda sin cortesía para nadie y solo y como taimado emprendía la recogida.

Empero, habían de repetirse pronto los mismos o similares pasos. «El demonio se me ha metido en el cuerpo», solía pensar.

Entre los motivos para el jolgorio estaban los rodeos. No influía que se realizaran lejos. Por semanas se vivía en La Huerta repasando arreos de lujo, ejercitando caballos, y la víspera salían patrón, hijo y peones jinetes, con seis, ocho, hasta doce parejas corraleras, rumbo al propio lugar del torneo, donde pernoctarían al pie de sus bestias.

Y era gloria ver el apresto de la caravana en los momentos de abandonar La Huerta. El huaserío del fundo, los jinetes al pie de sus cabalgaduras, los yegüerizos prendidos a las emborladas jáquimas de las piaras, el resto de la peonada en corro curioso, aguardaban a los patrones. Padre e hijo aparecían por fin. Cuando ellos montaran, cabalgarían segundones los sirvientes. Daba don José Pedro primero unas vueltas de inspección, otra luego en torno a su propia yegua, y de pronto se le veía caer suave y dominadoramente sobre la montura, terciarse al hombro, sobre la blanquísima chaquetilla, los colores del chamanto, fijar bajo su nariz el fiador del sombrero, por último sacudir al aire las rodajas, para comprobar su temple, y en un gesto con el cual diríase que se había subido al anca la gloria, rompía la marcha a la cabeza de su caravana.

En estos casos, ni él ni nadie habría de beber. Sólo después de finalizada la justa. Y ganada. Porque triunfaban siempre. Los mejores   —303→   premios -frenos, juegos de riendas, monturas, pares de mantas y fajas- se iban con ellos.

Entonces sí, a divertirse con toda el alma. Don José Pedro tenía de nuevo el ánimo alborotado. Ante su hijo había lucido, en ejemplo de hombría, pujanza intacta, destreza magistral y, sobre todo, en gloria de señor de la región. El muchacho, legítimo heredero de los dones paternos, secundado por los compadres, maestros a su vez, contaban en la victoria su parte.

El corazón alborotado se festejaba entonces con plena justificación.

Iturriaga, por cierto, iba con todos ellos. Borracho, perdía. Como insistiera en su maña de llevar la penca desabrochada y obligar a los demás a beber bajo amenaza de zurrarlos, Ganas de mear dedicábase a moderarlo.

-Usted, don Sofa -le decía-, también le pega al perro, pero lo deja gruñón y traicionero, listo para el mordisco. Sosiéguese, don Sofa.

Severo, don José Pedro disponía que Antuco regresara cuanto antes a la hacienda, con la caballada y la servidumbre.

-Ya te seguiré -le advertía.

Al retorno de uno de estos rodeos, una tarde de noviembre azul, al entrar en Melipilla cargado de trofeos, pasaba con su cabalgata delante de un circo. La murga, que incitaba público en la calle, alborotó los caballos. Ordenó que se callaran. Mas como los saltimbanquis, gentes «afuerinas», ignorantes de la categoría del señor, no le obedecieron, mandó contra ellos una carga de caballería. Bombo, tambor, platillos y cornetas rodaron por el polvo.

La gresca se hubiera visto armada si don Eliecer, el prudente, no les hubiese visto advertido del peligro en que se metían. Cedieron, pues, los músicos al hacendado poderoso, consejero de policía, cacique político y hombre, si odiado por quienes habíanlo sufrido, también ídolo para cierta multitud de huasos arrojados y para «hombrazos, bien rotos chilenos», congéneres del Gallo.

De amanecida empero, con muchos tragos entre pecho y espalda ya, el terrible grupo hubo de pasar nuevamente por el circo. La farándula dormía bajo su carpa.

Llamearon los ojos de don José Pedro.

-Cachafaz. ¿Alcanza tu lazo hasta la punta de ese palo?

-¿El de la carpa? Sí, patrón.

  —304→  

-También el mío alcanza. Conque... Ya. ¿Comprendes? Los dos a un tiempo.

Instantes después las dos lazadas cogían la cúspide.

-¡Caballo Pájaro! ¡Ahora! ¡Tira!

Una carrera, una polvareda y la carpa se desplomó entre risas y vítores.

Desayunaban en el Mesón del Loro cuando el eterno componedor, don Eliecer, llegó de trajines que por su iniciativa decidiera.

-¿A dónde se nos había mandao mudar, señor?

-¿De dónde viene?

-Es que yo, don Pepe, me di una vueltecita por mi casa y vide que los maromeros llamaban a la puerta de la gobernación. Comprendí. No es que le fuese a pasar a usted nada, ¡claro! Pero su nombre, señor, su autoridad, por una simple jugarreta de buen humor... Me les apersoné. Y, en fin, el director de la maroma está ahí al lado de afuera...

-Don José Pedro pasó el brazo por encima de los hombros a don Eliecer:

-Usted -le dijo- es un hombre justo y un buen amigo. ¿Quiere convidar a ese hombre a sentarse con nosotros?

-Sería lo mejor, pues, señor. No es mala persona. Con una reparación, que se le debe, me imagino yo que... Usted sabe: la plata, pomada de misia Mariana, donde la ponen sana.

-¿Cuánto cree que...?

-Habla él de cien pesos, para levantar la carpa y salvar la pérdida de la función de hoy.

-Conforme. Caballero siempre, don Eliecer.

El maromero entró. Hablaron y don José Pedro le pagó sin regatear.

Y luego le dijo:

-Y sepa que fue un puro retozo, amigo. No piense que rencor por la bullanga de ayer con sus trompetas. Perdone y démonos la mano.

El hombre se guardó el dinero, y, estrechando la mano del caballero:

-Gracias, patrón -repuso-, y dispense usted también.

Y se marchó.

  —305→  

Estas correrías de rajadiablos mantuviéronse durante varios años. Los episodios, aunque diversos por lugares y circunstancias, eran en el fondo equivalentes. Una de las últimas diabluras consistió en pasar en coche abierto por encima de una merienda campestre.

Ocurrió en cierto remate de animales dentro de un fundo de la comarca. Seis u ocho individuos habíanse puesto a merendar sobre el pasto, a la puerta de un potrero. Valverde y sus amigos, al ver que aquello les detendría el carruaje, gritaron:

-¡Paso!

-¡A quién se le ocurre atajar la salida!

-¡Quítense miér... coles!

Mas como los comensales ningún caso les hicieran, lanzaron el coche por sobre platos, botellas, fuentes y guisos. A todo correr de los caballos atropellaron y salieron al camino.

Mucho se comentó después por los alrededores «la nueva barrabasada del rajadiablos ése de don Pepe Valverde», quien había manejado en persona las riendas.

Muchos fueron también los regocijos y las horas de risa que al grupo de traviesos causaron tales bromazos.

Pero al cabo de un tiempo todo aquello comenzó a fastidiar a don José Pedro. La edad obraba ya un tanto en él. Aparte de que otros motivos acumulábanse para enturbiar las diversiones de manera directa: la Lucrecia, desde luego, había dado a luz una niña; Sofanor chocheaba de felicidad y, por supuesto, henchía de vino su corazón ufano, reuniendo en su casa sin cesar a los amigos. Su absoluta falta de malicia conmovía y acusaba. Pero sobre todo aquella insistencia, chicotera en mano, para que se hartasen todos de licor, puso a Valverde impaciente. Fuera de sí, en varias oportunidades se vio a punto de darle algún sopapo.

Hastiándose, pues, resolvió frecuentar más la capital. Y si al volver bebía, obligado por las visitas que había de hacer a la Lucrecia, sus   —306→   vinos empezaron a ser coléricos. Varias veces concluyó con algún empellón y hasta con alguna zurra sus iracundos exabruptos.

Tras de una trifulca llegó a decir:

-No quiero beber más. Nunca más.

Don Eliecer, con su comedimiento, su justeza de observación y su vocecilla dulce, intervino:

-Lo celebro, señor, porque parece que le irrita el hígado.

-Como que me amanece dolorido algunas mañanas.

-Naturalmente. Es muy malo el alcohol para el hígado, ¿no es así, compadre?

La opinión de don Joaquín tenía que ser chistosa:

-Yo más bien creo que lo que pasa es que hay hígados malos para el alcohol.

Su chiste se volvió, sin embargo, contra él muy pronto. Regresaba don José Pedro de uno de sus viajes a Santiago, cuando de mano a boca se topó en la estación con el chascarrero, muy circunspecto, alicaído y de antiparras negras.

-¿Qué le sucede, don Joaco?

-Enfermazo, patrón. Viene a resultar que no sólo hígados, que también ojos hay muy malos para el trago.

-¿Algún mal a la vista?

-Muy fregado estuve. La meica esa que ve por las aguas asegura que de tanto vino me ha resultado esto. ¡Hem! La verdad, patrón, yo debo haber estado excedido como en veinticinco arrobas de lo que puede beber un cristiano.

-Déjese de chungas.

-No. Si no es chinga, no se ría. El oculista de Santiago me opinó lo mismo. Así es que...

-¿Vive muy formal ahora?

-Formalito. Contimás, señor, que cada cosa tiene su edad y cada edad su paciencia.

Valverde formalizó sus meditaciones después de aquel encuentro.

Sin duda, ya él tenía otra paciencia. Lo peor era que ni las reuniones con la familia le procuraban descanso ahora. No se acomodaba bien en el hogar ciudadano. Las niñas, de repente crecidas, comportábanse ya como las señoritas, como las mujeres en general, excesivamente verbosas. Acostumbrado él a vivir entre hombres solos, desde la niñez, a largos días en silencio, o a lo sumo a conversar en diálogos,   —307→   con turnos y orden, sufría vértigo -vértigo, mareo y hastío- al oír hablar sin tregua ni medida ni sustancia. No eran conversaciones, las de las mujeres, sino un parlotear todas al mismo tiempo, arrebatándose la palabra, o confundiendo todas las voces en una sola orquestación abrumadora y vacía. Parecía ser ésta, por lo demás, la constante femenina. ¡Oh!, se notaba en toda reunión de damas, fueran ellas jóvenes o viejas. ¡Pobrecitas sus criaturas! Mucho las quería. Sólo que, como no érale dable a él reformar la idiosincrasia de la mujer, no le quedaba otro recurso que rehuir.

El campo, la naturaleza desnuda, devolvíale a su yo auténtico.

Mas, por comparación, se introdujo entre los factores de su ambiente campesino actual: hubo de analizar también esta vida. Las correrías demasiado locas, la chabacana borrachera de Sofanor, las matonadas del Gallo, la beatería boba de la Lucrecia -quien además empeoraba en lo confianzuda y a menudo insistía majaderamente para que él le revelase los orígenes de Antuco-, luego los celos incorregibles de misia Marisabel, y aun la política falsa, fanática y acomodaticia de sus correligionarios, y... en fin, también, algunos pensamientos propios, acaso fruto de insuficiencia y cansancio, que solían presentarle la vida como tema de meditación difícil, todo ello le pesaba de repente, hasta envolverlo en cierta emoción confusa, con mucho de triste, muy semejante a un principio de asfixia para el espíritu. Por momentos ocurríasele que su vida, desde el matrimonio, en lugar de haberse sosegado y clarificado como un buen licor, se había hecho algo turbia, con fermentos de confusión.

Salía entonces a caballo con su hijo. Hubiera querido discurrir con el muchacho sobre su experiencia y, transmitiéndosela, ponerla para sí mismo en claro. Pero José Antonio era muy joven aún, y él, frente a las serias cuestiones, aborrecía los actos desproporcionados. Se debía limitar, pues, a reunirse con el vástago sin premeditados fines. Máxime porque, con su simple trato, Antuco le alegraba. Fuerte, gritón, espontáneo y estallante de carcajadas ante cualquier suceso espectacular de los frecuentes en el campo, le despejaba el alma como una brisa fresca.

Otros días, meditando, no habría logrado precisar si vagamente triste, si pesimista y confuso, si con rabia, pesar o desengaño, o si con todo ello en mezcla trastornadora, se metía en su cuarto, en busca, tendido sobre la cama, del refugio de la lectura. Tenía libros nuevos,   —308→   de pensadores que le recomendaran sus amigos de Santiago. Pues bien, se le caían de las manos. Eran mezquinos, empequeñecedores del hombre. Pretendía el siglo no admitir sino lo racional, «lo que no pugna con el cerebro».

Tornaba él entonces a sus poetas latinos, al viejo volumen del Pegaso en la portada. Lo cual era como retroceder a los tiempos frescos del Caballo Pájaro. Esta sola expresión de la infancia en pureza le sugirió la idea de que únicamente los niños o quienes como tales se comportan, tocan la verdad recóndita de la vida. A Horacio, eso sí, solía saltarlo. Dentro de su estado de ánimo, le importunaba por cínico, libertino y pulsador de la nota que cabalmente no quería él escuchar. Como que reaccionaba en su interior la fuerza religiosa. Era católico, en esa fe se había criado. Si antes no viera, si sólo sintiera esas verdades atolondradamente, hoy sí que se le presentaban en su esplendor. Por primera vez lo deslumbró como un hallazgo la fecundidad del sacrificio, esencia y potencia de la religión cristiana.

Exacto, pensó; es menester buscar en el sacrificio las más reacias soluciones.

Y teóricamente al menos, estuvo pronto dispuesto a enmendar rumbos así.

Lo estimó necesario, en primer lugar, frente a la mujer de Iturriaga, que apenas había significado placer para él. En seguida, porque lo cansaba esta mujer. Todos sus defectos, que ya él conociera con anterioridad a su aventura, estaban comprobados. La hijita, si bien engendrada por él, sin disputa, no le había conquistado el corazón, después de todo. En cambio, a Sofanor... Distinguió también algo de mofa cruel en aquel vocativo intercambiado de Paire putativo. El infeliz, borrachón, torpe y antipático, no pasaba en resumidas cuentas de ser un pobre hombre y había encontrado su dicha en esa criatura. Se le presentó esto digno de respeto.

Convenía, por tanto, alejarse de tales relaciones.

¿Cómo? Ahí estaba la dificultad. Poco a poco, tal vez persuadiendo a la Lucrecia, tan llena de católicos remordimientos, sobre la necesidad del sacrificio fecundo... acaso debiera dejarse al tiempo el asunto. Al tiempo y a la oportunidad. Los celos de misia Marisabel de un momento a otro, ¿no crearían una situación aprovechable? Él, hombre sin   —309→   vacilaciones, listo siempre a la oportunidad, tantas, tantas veces había recibido de ella el recurso que como chispa de luz surge desde los misterios de lo imprevisto...

A ciegas respecto del procedimiento definitivo, pero resuelto, se dispuso a esperar.

  —310→  

Don José Pedro está sentado en un taburete de madera desnuda y lustrosa. Lo ha cogido del corredor y lo ha puesto a la sombra fría de las araucarias.

Allí fuma, lento.

Las bocanadas se retuercen y ruedan sobre sí mismas, suben y cuelgan del ramaje su gris azuloso, en tanto se pierde la vista del caballero en el campo abierto, que fulge allá, hecho ascua por aquel sol de domingo a las cuatro de la tarde.

Antuco juega con el perro entre los árboles; ambos se persiguen por turnos, y cuando se pillan, con sus pequeños gritos diríase que se ríen identificados.

En el sendero, allí delante de don José Pedro, se ve de rato en rato venir una golondrina azul. Traza su vuelo en comba del espacio a la tierra, cruza veloz, a escasos dedos del suelo, y de nuevo desaparece arriba; todo en silencio.

Goza don José Pedro con esta paz. Y goza por lo que va sucediendo: han surgido, providenciales, para justificar un alejamiento del grupo de los tunantes, deberes políticos de urgencia; pues el Presidente ha muerto y es necesario preparar con tiempo las elecciones próximas. Para ello han almorzado en La Huerta ese día dos diputados del partido y un periodista.

Este último, intelectual librepensador, con unos bigotazos que se deja crecer hasta una parte de los carrillos para que agrandados produzcan efecto más imponente, ha hecho arrebatarse a los dos conservadores durante la sobremesa.

¡Qué limitados, estos individuos que peroran sobre la libertad del pensamiento y ven al hombre sólo como un ser biológico y social!

Aunque... en todas las tiendas las gentes se limitan.

¡Y cómo discuten! Que si esto, que si lo otro, que si:

-Eso no puede ser.

-¿Por qué?

  —311→  

-Por falto de lógica, mi señor.

¡La lógica! Desconfía él de la lógica desde hace años. La lógica es como el perfecto político: se acomoda maravillosamente a las necesidades de cada momento. Ha escuchado a los congresales en sus debates y ha leído tesis y discursos. ¡Cuánta lógica en sostenedores de las más contrarias premisas!

Así lo ha dicho en la discusión del almuerzo.

Con esto más:

-Si observamos, a lo largo de la historia humana, el camino seguido por la lógica, nos abisma el descubrir cómo ha servido ella sucesivamente para demostrar las verdades más opuestas.

Ahora recuerda que el periodista, irónico, deteniendo por unos segundos su taza de café ante los labios, murmuró entonces:

-Verdades... Algunas lo serían.

-Quién sabe si ninguna.

-¡Don José Pedro, por Dios! ¿Ninguna?

-Mi tío... cura, fíjense bien... Pero conste que lo afirmaba en provecho de la fe... Mi tío, digo, creía que la verdad no es sino aquello en que la mayoría se pone de acuerdo. Casi una cuestión de ambiente.

-Pero hay una verdad que perdura -sentenció solemnemente uno de los diputados.

-Cuestión de ambiente, repito.

-¡Señor!

-¿Cómo puede usted decir eso?

-¿Cómo? Diciéndolo.

¡Qué alboroto había causado! Sus correligionarios, ambos de barbas, se las alisaban con gesto de quien se amostaza y por educación se contiene. Sarcástico, el periodista fingió un bostezo.

Ahora don José Pedro se divierte recordando.

Habrá tenido él mucha osadía, quizá. Pero él puede hablar sincero y sin cuidarse, puesto que no está obligado a cargar con la responsabilidad de una filosofía. No es un filósofo; apenas un hombre. Con todos los atributos, eso sí, y que frente a los tontos campanudos y sabihondos siente a menudo ganas de patear... ¡Ah, de veras se ha reído, entre pecho y espalda, junto a los tres politicastros!

Y vuelve a reír a solo ahora. Porque acude a su memoria el sapientísimo suspiro que, tras breve pausa, exhaló el otro correligionario.

  —312→  

¡En fin, en fin! De las ideas vive la humanidad.

La sentencia debía complementarse por el periodista:

-Y avanza guiada por los hombres de pensamiento fuerte y claro.

-Mentira. Esos cerebrales logran reflexionar a lo sumo sobre algunas caras de la existencia humana. He leído algunos libros de pensadores a la moda. ¡Caramba! Nunca se asoman siquiera esos señores a la entraña escondida y misteriosa donde sentimos el yo y que se me figura el hálito de la Divinidad dentro de nosotros. Muy orgullosos de su cerebro, escriben y escriben. No sé yo escribir, ni falta que me hace para oírme y descubrirme en lo de adentro.

Han sonreído los tres, mudos y piadosos. ¡Qué huaso tan bruto! deben de haber pensado. Porque con una cortesía muy elocuente, uno ha dicho:

-¡Vaya, vaya!

Y otro:

-¿De manera que sostiene usted, don José Pedro, que no vivimos usted, yo, el señor, el caballero aquí, de nuestras ideas?

-Vivimos de nuestras emociones, y desgraciadamente de las buenas como de las malas, que aunque nos empinamos a veces, mucho pecamos también. Se me ocurre que las ideas sólo como bastones sirven; y eso, a quienes sean capaces de producirlas o concebirlas, a unos pocos. Yo miro a mi rededor y veo que la mayoría, ¡qué digo! la totalidad de las gentes, las que piensan mucho como las que piensan poco o no piensan, sólo tienen y tendrán siempre una vida emotiva. Por esta emotividad se mueven, se excitan, ya unas contra otras, ya en impulso o ilusión de fraternidad. No sé si me doy a entender. Sus emociones permiten convivir a los hombres, o vivir solitarios, acompañándose a sí mismos por dentro.

-¡Acabáramos! Es un sentimental, don José Pedro Valverde.

-Según a qué llamemos sentimentalismo. Si es uno sentimental por estar convencido de que la idea, la verdadera idea, no brota en el cerebro como una callampa, sino que nace de nuestras emociones, entonces sí, acepto, soy un sentimental. La emoción es el principio. Y la idea, sólo sirviendo a la emoción, su madre, hace doctrina, vive. Nuestro Divino Jesús, con su prédica, su ejemplo y su gran sacrificio,   —313→   ¿creó y sembró meras ideas acaso? Creó una gran emoción que a modo de llamarada nos ha envuelto, nos ha encendido, nos ha fecundado.

-Pero el cerebro...

-¡Qué cerebro ni qué niño muerto! ¿Se le ocurrió a nadie nunca pintar el Cerebro de Jesús? No, por cierto. ¡El corazón de Jesús! ¿De qué se ríe usted, señor?

-No. Sólo sonrío al considerar lo que todo sentimiento estorba y limita el pensamiento. Yo creo, con todas las fuerzas de mi conciencia, de mi yo más serio y profundo...

Al evocar aquel punto de la discusión, don José Pedro reprime una carcajada, pues cuando el periodista decía enfático «mi yo más serio y profundo», poniéndole la mano en el pecho, él avanzó un paso para inmovilizarla y preguntarle:

-¿Por qué se apoya usted la mano ahí? Sea consecuente. Colóquesela en el cráneo y diga: «con todas las fuerzas de mi conciencia, de mi yo más serio y profundo», etcétera.

Sin confundirse por la risotada que produjera la sugerida postura, el librepensador repuso en seguida:

-¿Sabe que me gusta? Pero, hágame el favor, todo eso que está usted diciendo ¿no lo está pensando, no lo ha pensado antes? ¿Cómo habla con desprecio del cerebro, entonces?

-Pensado lo tenía y pensándolo estoy. Sólo que hay cosas, las de trascendencia vital, que no se piensan únicamente con el intelecto. Los grandes pensamientos que leo yo en mis poetas latinos, por ejemplo, han sido presentidos primero. ¿Oye usted? Presentidos. Alentaron antes como emociones de ese algo recóndito que dentro de nosotros confiere sentido a la vida. El cerebro los ha ordenado después. Convengo. Como instrumento concretador, tiene su función. Trabaja en la mecánica de las ideas. ¡Me-cá-ni-ca! ¿Estamos? Es un aparato, a veces bueno, a veces deficiente. Muy a menudo empobrece los hallazgos. Con frecuencia termina en falsificador:

-¡Instrumento, aparato! Órgano.

-Digamos «instrumento orgánico». A qué pelear por palabras.

-Pues yo me atengo a él. Lo demás me parece divagar.

-Pobre de usted, entonces. En todo caso, no diga en adelante «yo» con la mano en el pecho.

-Acabó aquello en bromas. Cordialmente bebieron un rico aguardiente tras el café, trataron problemas electorales. Y al fin, con las manos   —314→   en adioses por la ventanilla del coche, se alejaron por el camino.

Don José Pedro se representaba las escenas con regocijado recuerdo. Sin embargo, no está satisfecho. Quisiera él discutir sobre lo que habló. Quisiera verlo todo, no como nebulosa informe, sino en orden, preciso, iluminado. ¿Qué es el yo? ¿Dónde radica? Él lo sabe, sí; pero únicamente por presentimiento, sin lograr concretarlo. Su cerebro no ha tenido gimnasia, flaco se ha quedado...

A cada rato baja la golondrina azul, en comba del espacio a la tierra, cruza veloz a escasos dedos del suelo firme, pero de nuevo desaparece arriba, y deja su silencio...

¿Qué es el yo? ¿Dónde radica? Hay una zona -piensa sin palabras, en esa como tonalidad de las certezas-, una zona sensible pero no razonable, en la cual nos sentimos como flotantes, o como inmersos y transidos por la energía cósmica. Pero esta energía, o una porción de ella, no es todavía el yo. El yo se siente arraigado en esa substancia, pero es algo completamente individual, que al sentirse allí tan solo, tan solo, experimenta una desolación inquietante. Suele ser horrible sentir esta soledad. Suele sufrirse como un desamparado en medio del universo. ¿Qué nos queda entonces para defender nuestra vida, para serenarnos y adquirir aplomo y paz? ¡Ah, sólo la esperanza!

Aquí, católicamente, eleva don José Pedro a Dios su alma. La golondrina azul prosigue sus vuelos intermitentes; viene, cruza fugaz, se remonta y se borra. Ya nada le importan a él aquellos visitantes del almuerzo. Pueden irse de paseo con su política, su lógica y sus intereses.

Cuando la tarde cae, don José Pedro, en una como violenta crisis en que su madurez se concreta, discurre. Porque, vamos a ver, se dice: suponen los cerebrales que los sentimientos limitan el pensar. Con esto creen ordenar la función emotiva, cual si fuera un estorbo. ¿No será que teniendo la razón sus propios límites, más allá de los cuales no consigue ir, se topa con el sentimiento, que prosigue? Porque dentro del círculo racional vemos que las ideas se combaten y se destruyen entre sí, que de siglo en siglo alguna toma turno y predomina, en boga. Anotamos que ninguna permanece. A la vez, observamos permanecer al sentimiento: se siente hoy exactamente como antes se sentía, y así se sentirá; es él quien nos presenta las trazas de lo eterno. La bondad, por ejemplo. En el campo religioso, el sentimiento es la base y el impulso. La idea, sólo un medio expresivo. Los racionalistas discuten y   —315→   pulverizan las ideas religiosas; mas nada pueden contra el sentimiento religioso. Las iglesias han cometido el error de racionalizar sus religiones. Así las han hecho vulnerables. La teología puede discutirse y exhibirse como un conjunto de conceptos deficientes. Siempre serán deficientes las ideas. Las fuerzas espirituales, emotivas, que llevamos en la entraña del ser, ellas bastan para que los hombres marchen a través de las edades, y entre esas fuerzas hay algunas que jamás perecerán porque son indestructibles. Ellas, en cambio, son capaces de destruir todas las ideas. Nace una doctrina política y nace destructible por otra que cualquier día surge. ¿Y cómo surgen las doctrinas? Por un fuego sentimental que las inflama. Siempre las llamas sustentan. Se suceden las teorías en las rutas de la humanidad, como nidos que el alma teje para ir cobijando el corazón insatisfecho.

¡Ah, si él supiera escribir; si él, José Pedro Valverde, huaso tarambana e inquieto, hubiera estudiado más allá de unas pocas lecturas, qué paliza podría darles a esos señores racionalistas! «Pobre de mí -se compadece-; si tan pronto como intentara redactar todo esto que discurro bajo mis árboles, se me confundiría en el enredo de los enredos.»

Y no muy contento, más bien algo rabioso, henchido por su orgullo, se levanta. Va en busca de su hijo y se dirige a su vespertina inspección de pesebreras.

  —316→  

Se deslizaron varios años

¿Fueron tres, cuatro, cinco?

Fueron de los que ni se cuentan, ni se miden, ni se marcan, porque de su curva no irrumpen muy notorios acontecimientos. Tiempo hay así, en el campo sobre todo, tan disimulado, que carece de visible curso. Los hechos no detonan, en tal tiempo; quedamente van gestándose. Hasta que, como advenidas en conjunto sorpresivo, se nos aparecen algunas soluciones, cumplidas bajo la venda que nos velaba o nos distraía los ojos.

Así pues, entre los Valverdes na se advertían grandes cambios. La vida familiar continuaba dividida y a la vez indivisa: misia Marisabel y sus niñas en Santiago; en el fundo su marido, con Antuco, y las visitas que ambos esposos hacíanse regularmente, llenando los lapsos entre vacación y vacación, mantenían intacta la familia.

Mas el caballero disolvió sí, en el ínterin, algunos compromisos de su mal vivir.

Sencillo le resultó apartarse de los tunantes: en la campaña electoral anduvo con ellos, pero dentro de afanes que justificaron un alto para las juergas. Los dejaba que actuaran ellos en la conquista de populacho cuando ésta exigía muchas copas por tabernas y «choclones». A semejanza de su tío allá en el Maule, organizaba él cabalgatas de huasos y desfiles arrastradores de adeptos. Rehuía las borracheras y las bizarrías matonescas, en suma, escudado en la dignidad de su jefatura.

A la inversa, lo de la Lucrecia permanecía sin término definitivo. Tratábala cada día menos; pero sentía por ella, junto con el hastío, cierto piadoso estorbo que aplazaba toda solución.

Misia Marisabel, en cambio, siempre suspicaz, padecía crecientes, agudizados celos. Durante una de sus breves permanencias en La Huerta, tuvo la corazonada primera. Fue un domingo, después de misa. Ya creía notar ella en la Iturriaga, que al oficio acudiera siempre con su pequeñuela, ciertos modos sospechosos por lo familiares, cuando   —317→   en inopinado momento la oyó tratar a don José Pedro de «veleidoso». Cual si no hubiese percibido el reproche, había continuado él su camino. Pero a la celosa de ley nada escapa sin alguna significación; de suerte que al sobresalto hubo de seguir ansioso alerta, y hasta un factor que antes la tranquilizaba, el de no presentar la hija de la Lucrecia parecido físico más que con su madre, perdió entonces toda su virtud.

Antes de interrogar a su marido, prefirió inquirir aquí o allá con maña. Semanas anduvo con su cuita entre averiguaciones indirectas. Y por síntomas hoy, rumor mañana y atisbos entretanto, supo desde luego que frecuentaba él con exceso Los Nísperos, a pesar de molestarle tanto la ordinariez de los tales Iturriagas; enterose de paso de que no corregía esa gente su defecto de ser confianzuda; llegó a sus oídos también que la chusca broma de paire putativo unía en el intercambio de mote y malicia a su marido con Sofanor ahora, de lo cual intuyó la posible paternidad de don José Pedro; le contaron además cómo la Lucrecia, cuando a misa venía, permitíase aun acompañar al capellán a que desayunara en el comedor tras del oficio, igual que si fuera la dueña de casa. Poco a poco, por lo tanto, fue llenándose de zozobras el corazón. Aunque se obstinara en contradecirse frecuentemente con ideas optimistas, perdió al fin toda esperanza de yerro. Y una seca y asfixiante angustia como el ardor de un horno la poseyó por último.

En las vacaciones inmediatas, una mañana, dentro del dormitorio aún, se atrevió a formular a su marido algunas preguntas acerca de «todas esas cosas que a ella le parecían muy extrañas». Él se limitó a pararse sobre el poyo de la ventana, mirar hacia el patio, como intrigado por los trajines del llavero, y volverse con diverso tema de conversación. ¿Qué sentido atribuir a eso? ¿El de que otorgaba callando y prohibía el tópico? No tuvo ella fuerzas para insistir. ¡Con aquel geniazo! Ella, inteligente, había definido el genio de don José Pedro como una pistola siempre cargada. «Cualquier manejo incauto, solía decir, produce mortífera descarga». Debido a su prudencia, pues, no habían tenido hasta entonces ningún disgusto irreparable. Recordó en este punto de sus pensamientos, por su imaginación tan a menudo festiva, cierto refrán de don Joaquín. Al consultarlo acerca de algunas sospechas y al exponerle cuánto cuidado juzgaba ella necesario frente al carácter de Valverde, a fin de salvaguardar la paz conyugal, había sentenciado el huaso astuto:

  —318→  

-Muy bien. No empeore nunca las cosas. Queso partido nadie lo suelda. Y el amor, aunque resulte ruda la comparanza, como el queso es, misia Marisabel.

Cómico, el símil, para tan doloroso asunto, pero exacto. ¡Ah, para, qué le advertiría ella misma que la Lucrecia estaba enamorada de él! Tan lista como se suponía y... no calcular que habría él de fijarse más adelante, cualquier día, en lo sensual y provocativo de aquella mujer. ¡Qué torpeza, Dios del cielo! ¡Y creíase despierta y aguda! ¿Qué hacer, en esta situación? Si hubiera podido, si pudiese aún ella caer de improviso algún domingo, y sorprender, y... Pero -y menos desde que a las niñas les habían salidos esos «pololos»- jamás disponía para sus viajes a La Huerta de fecha al antojo. Solo quedábale llorar recriminándose, ya perdida por entre los pinos, ya cuando la soledad de la casa dejábale horas de aislamiento. ¿De modo que sería posible tal concubinato? ¿Y aquella muchachita, fruto de semejantes amoríos? El círculo magnético y maligno de los celos cogíale en su vórtice, la obsedía. Y retornaba la angustia de horno, a sofocarla infernalmente. ¡Señor, Señor, haber echado de las casas a todas aquellas chinas del pasado, haber conseguido el alejamiento de doña Carmela Burgos, al fin y al cabo valetudinaria ya, para empujar ella misma, por descabellada ocurrencia, al pecador hacia nuevo y de seguro sabroso pecado! No la querría mucho. Bien conocía ella el juicio que «la rota esa» le mereciera. Pero él, ante las aventuras eróticas, era también un arma cargada siempre.

Se martirizaba sin remedio, la pobre misia Marisabel.

Menos mal, solía pensar, que a ella la quería por encima de todas. Bastábale verlo comportarse. Fino, cortés, galante, con amor de galán, de caballero y de esposo, con pasión y respeto, y más: con veneración. Sí, sabíase amada por sobre amoríos y caprichos. Sin embargo...

Para distraerla de tales torturas, tenía misia Marisabel otra preocupación vehemente: el problema del niño; en buenas cuentas, del joven, pues Antuco ya lo era.

Como que se les acercara una noche Antuco. Traía en la mano un retrato de la familia Lazúrtegui. Allí estaban, con misia Jesús al centro, las dos hijas, todavía solteras. Las pupilas fijas en Chepita, dijo el muchacho:

-No me acuerdo nada, pero nada, de mi mamá.

Don José Pedro arguyó rápido y nervioso:

  —319→  

-Tampoco me acuerdo yo de la mía, en absoluto. También murió ella siendo yo muy niño.

-Pero lo raro es que nadie pueda contarme la menor anécdota de ella conmigo. Así es que ni figuraciones llego a tener.

Misia Marisabel intervino:

-Hijo, por Dios, ¿cómo iban a contártelas? Te hablarán de nosotros dos, tú y yo, porque te crié desde tan chiquito...

Tembláronle palabras e ideas, y calló.

El muchacho permaneció en actitud de quien a su vez acalla ocurrencias. Entre sus cejas parecían leerse mil preguntas informulables ante sus mayores.

Se apresuró don José Pedro a romper el silencio, como asiéndose a cualquier inspiración:

-Mandaremos a ampliar la cara de Chepita -propuso-, tomándola del grupo ese. ¿Quieres? Para tu cabecera.

-Y viva, hijito, en cuerpo y alma, me tienes a mí. ¿No he sido, soy y seré siempre tu madre?

-Sí, mamita. No se aflija. La tengo a usted, por supuesto.

Jamás fuera mozo de sensiblerías, Antuco. De suerte que aquello acabó en abrazos, en mucha y muy alegre ternura de su parte.

Al revés, a la señora la dejó muy conmovida la escena. Impulsos tuvo de afrontar ante su marido, cuanto antes y en serio, aquel problema social y sentimental que tan inquieto e inconforme le mantenía el corazón.

Sólo que don José Pedro, cuando estos momentos llegaban, respondía con la decisión que su instinto de la vida le había inspirado siempre: esperar.

-Pues yo creo -insistiera ella en una de tales oportunidades- que debemos pensar ya en la solución final.

-Claro; pensar, sí -había repuesto él-. Sabio es anticiparse a pensar. Pero anticiparse a disponer, ya es otra cosa. Es locura.

-¡Y tú hablas así!

-Ya ves: maduro.

-Es que si fuera...

-¿Vas a empezar con tus «si fuera»? Yo he sembrado, hija, muchos «si fueras» y no me ha brotado uno solo. Deja. Día llegará en el cual se nos ofrezca sencilla esa solución final, que por lo demás no urge. Los tiempos traen mudanzas. Veremos abolirse muchas estrecheces   —320→   sociales y hacerse más naturales, más humanitarias, más cristianas las costumbres. Aparte de que ciertos derechos de alcurnia mantendrán su validez. ¿No los conservan los reyes para sus bastardos? Pues yo, hija, menos que rey no soy en mi casa. Y aunque te sonrías, vieja, espera. Espera en los tiempos y en Dios. Deja. El chiquillo está encantado con su creencia de ser hijo de Chepita y más feliz aún contigo, con tu corazón maternal. ¿Pues entonces? ¡Qué vicio, el tuyo, de agigantarte conflictos y sufrir!

-Es que no creo yo que no urja. Considera que pronto hará el niño su servicio militar y que luego ha de ingresar, como tú quieres, a un curso agrícola en la escuela del Arzobispado.

-¿Y qué?

-Que habrá de inscribirse como hijo de alguna madre.

-Pues te ponemos a ti, lo mismo que cuando lo matriculamos en el Instituto.

-Él estaba entonces muy chico. Ahora... ¿qué pensaría?

-Algo le diremos. Que se trata de una especie de adopción tuya, por cariño, por su bien para el porvenir, por la herencia cuando nos recoja Dios... Cualquier cosa.

-¿No exigirán documentos allá, en el Ejército y en esa escuela?

-Todo tiene arreglo, hija.

Extremosa, tuvo empero misia Marisabel con su confesor muy circunstanciada consulta. Oída la confesión, la tranquilizó el sacerdote. ¿Conque naciera el chico antes de la ley civil, cuando matrimonios, nacimientos, legitimidades y legitimaciones correspondían a la Iglesia? Pues veríase qué rezaba la partida de bautismo. ¿No recordaba estos detalles la señora? Como fuere, la normalización se haría, en gloria y justicia de Nuestro Señor Jesucristo y su Santa Fe.

Por su lado, el caballero esclarecía su personal proceso anímico. Que lo tenía, e importante ahora, por una de las grandes viradas hacia adentro que dan los temperamentos religiosos en aproximándoseles la vejez.

Desde aquella discusión, entre psicología y metafísica, con el periodista librepensador, vivió don José Pedro preocupado, sin lograr evadirse ya de la inquietud. El buscar el alma fuera de afirmaciones   —321→   dogmáticas y cómodas, y encontrarla dentro de la entraña misma de la personalidad, le produjo algo muy cercano al vértigo. Aquello era feliz algunas veces; otras, angustioso, pues la desolación que solía trastornarlo al sentir de súbito su yo -su yo fuerte y soberbio- suspenso y solitario en medio de la vida universal, le compungía, hubiérale abrumado sin la fe y la esperanza en Dios. Afortunadamente creía, siempre creyera. Mas como la fe gravita de muy diverso modo sobre un católico joven y tarambana y sobre otro que madura y envejece, comenzó para él otra, muy otra devoción. Algo que ignoró antes. Y rezaba más. Rezaba más hondo. Sus preces hiciéronse largas y complicadas. Tan pronto repetía las conocidas como elevaba otras originales al Poder Supremo. Esta últimas le satisfacían más, aunque a las tradicionales no renunciase, que se habían adherido a la costumbre y a mucho se acomodaban.

El hecho es que muy pronto vieron a don José Pedro, sin omitir día, soltar las riendas de sus caballos al atardecer, de vuelta de faenas, para coger el largo y grávido rosario frailuno, herencia del cura Valverde, de penetrar en la penumbra de su cuarto para orar sostenida y fervorosamente. Sus dedos velludos pasaban cuentas; entre sus barbas semicanas efervescían padrenuestros y avemarías, y entreverados estaban también algunos pensamientos iracundos por su inconformidad frente al sesgo moderno y arrasador de valores que llevaba la vida moral de Chile.

Mezclábase a estas iras el temor a Dios. Revisando su vida, sus recuerdos y sobre todo las víctimas que había hecho, acometíanle miedos, grandes miedos al Supremo Tribunal. Era un católico que traía el medievo en sí, y lo era por ancestro, cuna y crianza. Pero en todo ello actuaba también el caballero feudal, reforzado por los ejemplos del cura su tío y por sus propias exaltaciones del orgullo. Subconscientemente se había dirigido siempre a Dios sin recurrir a mediaciones de otros seres celestiales. Ya de niño se le había incorporado, como verdad de acuerdo con su carácter, el concepto popular de que «estando bien con Dios, los santos son inquilinos». Sí, él hablaba a Dios cara a cara. Y así, aunque hubiese llegado a la edad de contriciones y recogimientos, al punto en que sus ojos interiores miraban hacia la Vida Eterna y se iluminaban con el Sacrificio de la Cruz, fecundador del mundo en la bondad, no cumplía el sacramento de la penitencia sino raras veces.

Y era que no vencía, este soberbio señor, su desprecio por los clérigos   —322→   inferiores que le rodeaban, clérigos que ni aun comprendieran jamás al cura Valverde. Los descubría tan míseros en ciertos trances, que se le antojaba que más bien ellos deberían confesarse con él.

-Perdóname, Dios mío -llegaba entonces a balbucir-. Se llaman médicos de almas. ¡Médicos! A lo sumo veterinarios, Señor. Para beatas y plebes. Pero ¿para mí?...

Sólo a muy arrastrados intervalos, pues, se confesaba don José Pedro. Y entonces, o elegía para ello el místico humilde cuyo espíritu descubriera leve toque al menos de la gracia, o por obedecer mandamientos de doctrina descargaba su conciencia en cualquiera, sin considerar en él sino la investidura consagrada.

Durante una de estas crisis de contrición esporádica, e impelido sin duda por fuerzas subconscientes, midió el pecado mortal en que incurría con los Iturriagas. Aprovecharía la primera coyuntura. Cancelaría pecado y... descansaría de los empalagos de las demasías, de la ordinariez, de las intrusidades irritantes. ¡Ah! ¡Cuánto alivio!

No tardó la oportunidad en presentarse, que la Lucrecia era pródiga en faltas de tino.

Un día tuvo esta mujer el poco tacto de referirse a la señora tratándola de «la Marisabel».

Oírla don José Pedro y dispararse su «arma cargada» fue algo aun más violento que un tiro.

-¡Cómo! ¿Cómo? ¿Así no más, la Marisabel? Misia Marisabel, habrás querido decir. O mejor, si te parece, la señora Marisabel.

Ella, perpleja, enmudeció. Se le arrebolaron las mejillas y se le pusieron blancos los contornos de la boca. Intentó a poco reaccionar, decir algo, herida. Pero vio el ceño del caballero: un surco vertical marcaba la indignación colérica entre las cejas; y tanta ira conteníase allí que sólo supo la Lucrecia temblar unos segundos y caer luego deshecha en llanto.

Cuando alzó después la cabeza, él había desaparecido.

Y así concluyeron aquellos amores.

Misia Marisabel, andando el tiempo, solía preguntarse si en efecto su José Pedro habíale faltado aquella vez. Acaso no pasara todo ello de celos y fantasías...

  —323→  

El libro ha quedado sobre las rodillas de misia Marisabel. Sus cubiertas, en moaré granate, encima de la falda negra y junto al copo del pañuelo, desmayan, porque ya la luz se hunde con la tarde serena.

La señora también permanece quieta y encerrando sus pensamientos, como el libro. Ha ido a sentarse allá, sola, en el confín del huerto, a orillas de la pequeña laguna. Pasa el mugir de ganados distantes por el aire que mandan los caminos. Las aguas toman un tinte verdoso y opaco. Y un pececillo de estaño salta fuera del cristal, brilla un instante y vuelve a caer: deja primero un eco humilde y luego un silencio misterioso. Es la voz de los universos invisibles. ¿Hay algo más intenso que lo invisible?

El pecho de misia Marisabel se llena de un ancho suspiro, tal como se llena el aire con esos perfumes que se levantan para la noche. Los pensamientos de la señora y estos aromas se rasgan por momentos con las voces filudas que llegan desde la trilla lejana.

Ella se ha venido temprano de la trilla. Estuvo sólo dos o tres cuartos de hora. Después ha encontrado pretexto en la visita de los dos jóvenes, ya casi novios oficiales de sus hijas, y se ha vuelto a las casas. Sólo que no había tales afanes por alojamientos y comida, pues la buena servidumbre le sobra; sino que siempre ha recibido, en estas faenas-fiestas, roces para sus viejas heridas de celosa, que si bien ya cicatrizadas, conservan muy leve y sensible la piel. Y es que lleva su intenso universo invisible. también ella. ¡Ah! es romántica, misia Marisabel.

Pero esta vez no quiso negarse a ir. Se lo pidieron esos muchachos:

-Vamos. Acompáñenos, para explicarnos siquiera algunas cosas.

Y luego insistió don José Pedro:

-Aunque sea minutos. Mira que puede ser ésta nuestra última trilla a yeguas. Si el próximo año me llegan las máquinas...

Y Antuco:

-Mamita, sí.

  —324→  

Ha ido, pues.

No hubo, afortunadamente, tonadas alusivas al pasado del viejo galán. Debió él de prevenirlas con sus medidas. En cambio, la pobre Totón, ya tan ancianita, cantó una antigua tonada triste, a la cual había modificado ella el estribillo así, haciéndolo significativo:


¡Sí, ay dolor!
Tenía yo un par de rosas.
La otra me la llevaron
los ángeles de la costa...

La otra era Chepita. Conmovió a los esposos aquel cariño evocador. Totón había criado y querido a las dos hermanas Lazúrteguis y juntas seguía llevándolas en el corazón.

Don José Pedro ha estado magnífico esa tarde. Sobre todo al bailar con su Marisabel aquella cueca. Si se pararon en círculo las demás parejas a mirarlos.

Aún se figura la señora oírlo, además. Porque luego él, para los dos mozalbetes de Santiago, y para su Antuco también, que baila todavía sin estilo, ha expuesto su teoría sobre la danza popular chilena.

No hay que confundirla con vecinas zamacuecas, o «zambas cluecas», ha dicho en suma. Hemos conseguido nosotros una genuina nuestra, ya libre de sus orígenes remotos. Ni jotas y zapateos españoles, ni africanerías tórridas del virreinato peruano se deben reconocer en ella. En Lima, los negros crearon algo jocundo, jaranero, erótico y ardiente, con mucha cadera zafada y mucha nalga humedecida por el sudor tropical. Allá el bailarín ejecuta la rueda del gallo en torno a su gallina. Hasta las voces cloquean en la música. La cueca chilena, no; la vino componiendo el huaso por estilizado reflejo de su propia realidad campesina. Se ha de bailar, pues, interpretando lo que realiza el jinete nuestro cuando asedia y coge a la potranca elegida dentro de la medialuna. Representa la gloria de sus pasiones: china y caballo. Virilidad de domador y de galán hay en su continente y en sus intenciones. Los primeros pasos remedan el cambio de terreno: él ha «echado el ojo» a su presa y ella se le pone alerta y lo enfrenta desde suelo inverso. El brazo viril bornea el pañuelo como si borneara el lazo. Van y vienen, ella y él; primero en círculos opuestos; se diría que desde las dos mitades de aquel redondo corral, salón de sus mejores fiestas, cerca el uno,   —325→   la otra repite la curva en fuga o defensa. Él ataca siempre y ella, encarándose, esquiva. Los movimientos del cuerpo masculino traducen los del jinete: la mano bornea lenta y a compás, los pies avanzan o retroceden, cambian el paso, se agitan como los remos del caballo, las espuelas cantan; pero entre brazo y pierna el tronco se mantiene inmóvil y elegante con el equilibrio del equitador sobre su montura en la escuela criolla. Poco a poco, el amor ecuestre y el amor humano se confunden, transfiguran a los bailarines. El acecho se vuelve madrigal; la lucha, coloquio; el pañuelo quiere atar los pies de la elegida. Ya se comprenden, ya se aman. Si ella todavía rehuye, lo hace para seducir mejor. Si él acomete, brinda con la boca el beso. Al fin zapatean porque la conquista se ha consumado. Dominio, entrega, delirio. Una mujer, una ideal potranca, dos seres unidos, identificados en la pasión campesina.

Así, exactamente así no lo hablaría don José Pedro; pero así, exactamente así lo comprendió ella y lo comprendieron todos. Al punto que las cuecas redoblaron, en frenesí.

Del cuadro conserva en las retinas la señora un efecto de resplandor. Ascua el cielo, ascua el promontorio de gavillas al centro y la paja que pican los cascos en la era redonda y cercada por quinchas que también fulge. Cincuenta yeguas giran dentro, desmelenando sus crines al viento. Las precede un caballo diestro, el puntero, por cuyas orejas horadadas pasa larga cinta tricolor para distinguirle rango de guía. Envuelve todo ese ardor amarillo una polvareda, también de oro, que se levanta del chancar las mieses, y que va perforándose al grito insistente de los yegüerizos trilladores. Son voces a compás, que un jinete lanza para estimular la carrera y que su compañero como en eco responde:

-¡Ah, yegua!

-¡Ah, yegua!

Y que poco a poco menguan, conforme a la fatiga de las gargantas.

-¡Ah, ye...!

-¡Ah, ye...!

O varían en otra forma breve:

-¡... yeguá!

-¡... yeguá!

El diálogo siempre. Hasta concluir en mero «¡...a! ¡...a!», «¡...a! ¡...a!», girando y girando, en su infinitud de vértigo.

  —326→  

Más, allá sobre las lomas, reverbera también el rastrojo, donde aguardan gavillas innumerables y desparramadas como corderos triscando. Y carretas repechan, a tres yuntas, para bajar luego cargadas a rellenar la era. Todo es fulgor. Sólo abajo, en la sombra de una quebrada, cerca del agua, las piaras de yeguas que descansan, vigiladas por su capataz, pacen.

Nunca negará misia Marisabel la belleza de aquel cuadro, por antipático que los celos lo hayan presentado alguna vez. Y menos aún cuando, entre horqueteros y otros peones que reposan sus turnos, se yergue rodeado y en charla el patrón.

¡En cuántas ocasiones lo ha contemplado así ella, envanecida! Lo ve al centro del corro. Algunos gañanes mantienen todavía entre las manazas su vahante lebrillo de charquicán y, suspenso el comer, escuchan igual que los otros al amo. Lo saben señor temible, pero también padre. Y cuando él posa la mano sobre un mocetón -que se inmoviliza enrojeciendo, con los brazos colgantes y una sonrisa emocionada que nace allí en el hombro donde la palma tibia del patrón se apoya- hasta el último se sienten acariciados. Reciben así, corazón adentro, el apretón de manos que la jerarquía veda.

Esa tarde misia Marisabel evoca por contraste, mientras deja el huerto y se dirige a ver su comedor, el continente de los dos novios de sus niñas. Allí han estado agradables y finos, pero con la cabeza echada siempre atrás, en el gesto algo forzado de quien se ajusta la corbata. Con harta razón a don José Pedro le mueven a risa.

Al comedor se presentan los donceles capitalinos de punta en blanco esa noche, sin prever que los demás continuarían con sus ropas del día.

Don Joaquín, que ha concurrido con sus yeguas a la trilla, reprime a duras penas una de sus chirigotas al verlos aparecer. Pero a tiempo se inclina delante de Chepita y Rosa, que han temblado ante la inminencia:

-Perdonenmé, patroncitas, el susto. Pero háganse cargo: contener las bromas me cuesta a mí más que a un curao cortar los tragos.

A salvo entonces el buen humor, la comida fluye confiada. El huaso, en esmero de desagravio, dedícase a satisfacer solícito las curiosidades de los «futres».

-Sí, claro, el patrón está descontento con lo que la sementera va rindiendo.

  —327→  

-Siempre lo mismo: la cosecha borra las cuentas de la planta en verde.

-¿Y cuándo de lejos las arrobas no han parecido quintales?

A poco hablan todos, hasta las niñas, instruyendo a los jovencitos.

-Se desgrana mucha espiga, porque como no es cosa de atollar las eras, hay que aguardar demasiado..

-Yo compraré máquinas sobre todo por lo que ahora se tarda en aventar. Años de poco viento, hasta cuatro meses. Con la trilladora, de la espiga pasa el trigo al saco. ¡Y al molino, señor, antes del mes!

-¿Resulta más barata la trilladora mecánica?

-Desde luego, no tala pastos. Apenas si el motor devora un poco de paja.

-En cambio, para trillar a yeguas, un fundo ha de mantener cien chúcaras y recurrir además a doscientas ajenas. Por algo en estos contornos, sólo entre Mallarauco y Culiprán, mi señor, se calcula que hay en estos días dos mil bestias de trilla.

Transcurre la comida en cálculos y reconocimientos de ventajas. Lo único adverso a la máquina resulta su tristeza en la faena. Si antes toda labor de campo fue mezcla de trabajo y fiesta, en lo venidero sólo habrá esfuerzo y monotonía, fatiga. Con las yeguas se irán esas carreras finales «de las cocineras», con los jinetes metidos en la era todos y cada cual con su mujer al anca. Se acabarán las meriendas con arpa y guitarra, y las cuecas a era barrida...

Se recogen, sin embargo, todos alegres a dormir.

Pero está de Dios que termine la jornada con una sorpresa de mayor gracia para misia Marisabel. Siente desde su cuarto trajinar a don José Pedro en el patio. Va y viene con el llavero. Cuando han apagado el farol y entra el caballero al dormitorio, se oye de pronto un graznar.

-¿Qué? -pregunta la señora-. ¿Los gansos en el patio?

-Así es. Los gansos en el patio -responde riendo entre sus bigotes él.

-No entiendo. Pueden graznar en la noche.

-Pues por lo mismo.

-Nos despertarán.

-Si se alarman, sí.

-Cada vez te comprendo menos.

Él cambia su reír por explicar resignado:

  —328→  

-Oigamé, hija. Esos dos muchachos se alojan en la pieza que sale al patio.

-¿Y?

-Que no quiero que salgan.

-¿Te imaginas que saldrían a malos pasos?

-Hombre precavido...

-Pero si son jóvenes decentes, decentísimos, de grandes familias, formados en la santa religión.

-Mejor que la mía, Marisabel, no reconozco familia en Chile; con más religión que yo no se ha formado nadie... Entre curas... ¡figúrate! Y, sin embargo... Si tu madre hubiera encerrado gansos todas las noches en su patio de San Nicolás, ni yo ni Chepita, ni tú...

Perpleja, no sabe misia Marisabel si protestar o reír.

-En todo caso -arguye- para eso están los perros.

-Los perros conocen a las visitas. Los gansos, a nadie. Le graznarían al mismísimo Santo Padre. ¡A mí mismo!

-No se le ocurre al diablo. No hay nada que hacer contigo -concluye la señora en carcajada franca.

Él la besa y se acuestan.

Luego tratan de dormirse pero intermitentes borbollones de risas los desvelan por mucho rato aún.

  —329→  

-¡Mamá!... ¡Mamá!...

Se repiten los llamados de Rosita por los corredores, y se alejan alterando la paz casera de la media tarde.

Los oye, sin embargo, misia Marisabel sin concederles importancia; pues ella, en la franja de sol que baja por la lumbrera y corta la penumbra verdosa de la despensa, está muy abstraída releyendo una carta que le ha escrito el capellán y que la tiene muy contenta. Concluye, guarda en su sobre la esquela cuidadosamente, la coloca encima del mesón, y, tarareando, mira una vez aún sus cuelgas de uva. Por lo menos cien racimos, atados al pentagrama de alambres que circunda el cuarto, quedarán allí para regalo de don José Pedro y Antuco en el invierno. Se siente satisfecha también de su hacendosidad.

Pero los llamados insisten. Vienen retumbando por el interior del caserón ahora:

-¡Mamá! ¿Dónde se ha metido?

La voz de una sirvienta contesta desde el patio:

-En la despensa, misia Rosita.

-Aquí, niña. ¿Qué pasa?

Violenta y demudada irrumpe Muñeca, Rosa, la hija menor. De primeras, apenas puede hablar; mas al fin suelta el chorro de su verba colérica y lacrimosa:

-Es una insolencia, una grosería sin nombre, un proceder rotuno.

-¿El de quién? ¿Cuál?

-Ya no es posible soportar la conducta de Antuco. Usted, mamá, debe ponerle atajo.

-Veamos. ¿Qué sucede ahora, hija?

-Que Demetrio y yo entramos denantes a la medialuna, y porque Antuco, el precioso, estaba corriendo una vaquilla y nosotros tal vez lo estorbamos en su carrera, le pegó un caballazo a Demetrio, o a su yegua, y le gritó: «¡Quítate, mierda!» Y sin que le respondiera el   —330→   otro sino que había mejores maneras, se le acercó, casi cruzándole furioso el caballo, y le dijo: «¡Maneras! ¿Maneras de pije maricueca querís?» Delante de todo el huaserío, mamá, que soltó la carcajada.

-Violento, hijo de su padre. ¡Ave María!

-Y tuvimos que venirnos, porque de aquí y de allá, como a hurtadillas, salían después unos grititos aflautados: «Maneras. Maneras y circunstancias, caballero». Usted sabe, mamacita, lo pícaros, lo burlones que son los huasos...

-¡Pero quién hace cuestión por eso!

-Yo. Yo la hago, mamá. No aguanto groserías, y burlas encima, para mi novio.

-En fin, habla con tu padre.

-Ya lo hice. Pero el huacho ése tiene aquí todos los privilegios.

-¿Huacho? ¿Qué palabra es ésa? Basta. Y cálmate. ¿Qué dijo tu padre?

-Nos quedó mirando, a Demetrio y a mí, primero mudo, como cuando acumula rabia. Después, con los ojos como agazapados debajo de las cejas, que parecía que iban a saltarnos encima, se dirigió a Demetrio: «¿Y qué hizo usted?» «Yo, señor -explicó el pobre-, por prudencia, me retiré con Muñeca». «Pero volverá solo, supongo. Si no le pegó entonces, debe volver a buscarlo», fue la respuesta de mi papá. ¡Imagínese!

-¡Válgame el cielo! Claro que Demetrio evitará camorras.

-Así me parece.

-Pues la tienen ustedes perdidas con tu padre.

-¡Cómo!

Entra don José Pedro en ese instante, cual si hubiera estado escuchando la vociferación de Rosita, y al verla con las pupilas, extraviadas aún, le inquiere irónico:

-¿Y tu futre? ¿Habrá ido a su desafío?

-No se burle, papá. No diga eso, por María Santísima.

-¡Ah! No ha ido. Pues entonces, criatura, bien estuvo Antuco.

-Usted debía...

-Yo estoy siempre del lado de los hombres. Hay que saber pegar en el momento preciso -corta el caballero.

Y se marcha.

Sola con su madre, sigue Rosita porfiando:

  —331→  

-Intolerable ya. Este barrabás se maneja como le da la gana. A nadie respeta. Mi papá se lo encuentra todo bien, y hasta gracioso. ¡Adónde vamos a parar!

-Bueno, bueno. Cálmate.

-Por eso la gente murmura, por eso lo corren con más derechos que nosotras...

-Calla, niña, calla.

-No callo, mamá. ¡Hasta cuándo! Es un huacho alzado, que no aprende a situarse dentro de su condición, como se comportan otros. ¡Huacho, bastardo, chino!

-¡Cierra la boca, te digo! No te quiero volver a oír esas palabras para con tu hermano. Es de tu sangre.

-A medias, con sangre sucia, seguro.

-¡No!

-¡Miren que no!

-¡No! Hijo legítimo y, por vientre y lomo, lleva en las venas tu misma sangre. Óyelo bien. Y te muerdes la lengua o pierdo la paciencia y cometo la barbaridad que no quiero, no debo cometer.

Desconcertada, la niña guarda silencio entonces. Pero la disputa queda latiendo. Ha puesto a misia Marisabel fuera de sí.

-Sal -dice a Rosita.

Ella coge su carta y sale también. Echa llave a la despensa y se dirige a su dormitorio.

Muñeca deja que los pasos la lleven, sin rumbo. Por su mente, veloces, vertiginosos, desfilan recuerdos, escenas, comentarios. Tienen que ser fundadas las murmuraciones; tiene que ser huacho, Antuco. Ese cuento sobre la tía Chepita está plagado de mentiras, de datos que no calzan. Todo allí se contradice. ¡Pero qué amor hay para él! Y cómo lo imponen, al intruso. Aquella vez, hace años, cuando Chepita, la chica, que con la vivacidad de su madre ha heredado ese orgullo duro de Valverde, tuvo aquel incidente con Antuco y pronunció también la palabra huacho, el caballero le dio un revés en la boca. Y pudo terminar mal, aquel conflicto, si no toma después un sesgo cómico. Porque al preguntar en su alegato el viejo quién, si no Antuco, le sucedería como hacendado y jinete famoso, Chepita le había respondido con énfasis: «Yo». Con lo que rodó hacia la broma todo. Halagado ante rasgo de tanto carácter, más por convencer a la chiquilla que por castigarla probablemente, o quizá sólo por una de las diabólicas ocurrencias de   —332→   su buen humor, la montó sobre un caballo muy brioso y la sometió a diversas pruebas. ¡Pobre Chepita! ¡En qué apuros se vio! pero de todo salió airosa, incluso de aquella carrera desenfrenada. El puntillo de familia se impuso entonces a los desagrados y todo fue plácemes y aplaudir. Pues bien, eso mismo ¿qué significado encierra? se pregunta Muñeca hoy. Y misia Marisabel, por su parte, ¿no parece derretirse de ternura y chochera contemplando a veces al muchacho? Explican algunos que se recrea en él como en la imagen rediviva de su José Pedro en la mocedad. No sería raro: tan enamorada todavía... Porque, la verdad, ese demonio de Antuco fluye la misma seductora simpatía del viejo. Cuando llega del campo, se desmonta, cuelga en la vara las riendas, se descalza en el corredor las espuelas y entra en el salón por fin; la señora debe de ver una reaparición de su galán de los años románticos. Sí, el muy tunante de Antuco es buenmozo. Imposible negarlo. Y como don José Pedro, intrépido además y lleno de fe ante cualquiera de sus lances. Posee, sin duda, ese algo de triunfo anticipado que se palpa en la atmósfera de los seres con buena estrella. Por último, cultiva los mismos gustos del caballero; para vestir, para cortarse el pelo... Son idénticas sus pupilas verdiazules, con algo de cruel y de acariciador, de infantil y de audaz. Emana su persona un no sé qué sojuzgador. Desgraciadamente, rabioso y violento como su padre también es... ¡En fin, en fin! Pero en cuanto a nacimiento, hijo natural. ¿Quién lo dudaría?...

Aquella noche, al dar la hora de acostarse, don José Pedro llamó a sus dos hijas.

-Su madre quiere hablarles. En su pieza las espera -les dijo. Y fumando, bajó al parque. Las hijas lo vieron perderse por entre la sombra densa. Tan oscura estaba la noche, que todo tenía el color de las araucarias...

Las dos acudieron al cuarto de su madre.

-Siéntense. Quiero verlas muy serenas en este momento -empezó la señora-. ¿Se ha tranquilizado ya Demetrio? Por lo que observé durante la comida, todo malentendido pasó. Bien. Ahora; juntas, lean esta carta. Juntas y en silencio.

  —333→  

Les alargó el pliego recibido de su capellán y confesor, volvió a descansar las manos sobre la falda, y aguardó suspirante.

Allegadas las cabezas y llenas de ansia, Chepita y Rosa pusiéronse a leer.

Cuando la señora calculó que llegaban a determinado punto, las detuvo:

-Este párrafo, hijas, prefiero que lo lean en alta voz.

Decía:

«... y pecado hubo, con el santo sacramento del matrimonio quedó redimido. Por el mismo sacramento, legítimo resulta el niño José Antonio. Amén de que usted, mi señora doña Marisabel, aunque ya no lo recordase, había recibido del Cielo la providencial inspiración de pedir, cuando en la Parroquia de San Isidro se bautizó a la criatura, que se pusiera en la partida «hijo legítimo de José Pedro Valverde y de María Isabel Lazúrtegui»...

Ahogó aquí el llanto la voz de las niñas. Largo rato lloraron en seguida unidas las tres mujeres.

No hubo comentario alguno. Sólo al separarse, misia Marisabel quiso advertir:

-Esto, hijas, constituye un secreto que no ha de salir de nosotros. Si Dios, en su clemencia infinita, nos redime por medio de sus santos sacramentos, la sociedad no perdona jamás. Esos jóvenes, por lo tanto, hasta que se hayan casado y hayamos muerto José Pedro y yo tal vez, deben ignorarlo también. Tampoco él, Antuco, lo sospecha todavía. Su padre se lo explicará en el momento debido. Entretanto, a quererse y respetarse, que de otro modo no se podrá sentir esta madre perdonada por ustedes, a quienes Dios preserve de igual caída.