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Historia de la aparición de la Sma. Virgen María de Guadalupe de México desde el año MDXXXI al de MDCCCXCV

Tomo II

Libro segundo

Portada del libro

Imagen de la virgen



Indicaciones de paginación en nota1.



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Prólogo

En el Primer Libro de esta Historia dejamos comprendidos los hechos más principales que acontecieron en las primeras dos Centurias Guadalupanas, desde el año de 1531 al de 1731. Siguiendo el mismo método cronológico, quedaban los sucesos más importantes del tercer siglo y los que han tenido lugar en la primera mitad del cuarto en que vivimos, o sea desde 1736 al 1895; fecha con que fue necesario terminar esta Historia si habíamos de conformarnos al plan de ella, que no era otro sino el de compilar, más bien que el escribir, los singularísimos hechos que diesen testimonio de la Tradición del Milagro desde la Aparición hasta la Coronación, efectuada con universal regocijo de todos los buenos católicos en 1895.

Todo esto hemos procurado ordenar en el presente libro, y en un apéndice consignaremos siquiera, como parece justo, cuanto en los dos años siguientes sobrevino, y sobre todo; el Edicto Conciliar firmado por todos los Obispos que asistieron al Concilio Provincial Mexicano; y las funciones solemnes celebradas en Roma para conmemorar el Primer Centenario del Prodigio obrado el 16 de julio de 1796, en una Imagen de la Virgen de los mexicanos, venerada en una Iglesia de la capital del Orbe Católico.

Completarían la Obra algunas noticias que pudieran darse sobre las prácticas devotas y composiciones literarias en honor de la Virgen de Guadalupe, dado que entre ellas hay no pocas de mérito, aun bajo el punto de vista histórico.

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Por esta razón había ideado un capítulo que, bajo el epígrafe de «Flores a la Virgen del Tepeyac», comprendiese así las Flores místicas de Plegarias, Triduos y Novenas, como también las Flores literarias de composiciones en prosa y verso.

Bien pronto conocí al disponer y ordenar la materia, la imposibilidad de llevar a cabo mi idea. Porque encerrarla en un solo capítulo, aunque limitándome a lo más necesario, sería salirme de los estrechos límites que a un capítulo se conceden: y si, para la suficiente explicación, hubiera destinado más de uno, faltaría a la regla de la correspondencia y armonía que en toda recta división deben guardar entre sí las partes. Regla de Lógica que no se hubiera podido observar en esta Historia, en la cual la segunda, de las dos partes en que se divide, hubiera sido más extensa que la primera.

Queda por suplicar al Señor que, acabada de imprimir esta Historia, pueda yo también ofrecer estas flores a la Virgen del Tepeyac, beneficio para mí singularísimo.





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ArribaAbajoCapítulo I

Ocasión del proyecto de jurar por Patrona de la ciudad de México a la Virgen de Guadalupe


La peste de 1737 causa estragos en la ciudad y en las provincias2.- El Cabildo Secular promueve y el Cabildo Eclesiástico conviene en la Jura del Patronato.- Los Comisarios de ambos Cabildos juran por Patrona de la ciudad a la Virgen de Guadalupe



I

Hasta ahora hemos referido brevemente lo que la Virgen Madre de Dios, aparecida en el Cerro del Tepeyac, hizo con los mexicanos, y lo que éstos hicieron por la Virgen. Mucho habían hecho los mexicanos, o por lo menos lo bastante, para mostrar sus agradecimientos por tantos beneficios: algo empero, y de mucha importancia quedaba todavía por hacer. Pues el Señor había dispuesto que así como su Santísima Madre se había manifestado de un modo solemne y singular la tierna Madre y Patrona de los mexicanos así también todos los mexicanos debían reconocerla no sólo públicamente, sino de un modo jurídico, y con solemnes cultos litúrgicos, por su Principal y Soberana Patrona.

Por lo que toca al culto litúrgico, se habían dado algunos pasos desde el año de 1663, para conseguir de la Sede Apostólica el Oficio y Misa propia con fiesta de precepto el día 12 de diciembre: y   —2→   a este fin se substanciaron las Informaciones de 1666, como había sido mandado por la Congregación de Ritos. Pero, suspendido el negocio, como se dijo ya en el Cap. XX del Libro Primero, pareció que a fines de 1722 volviese a tratarse con más empeño: pues, como se dijo en el Cap. XXI, con ocasión de aderezar el Archivo de la Secretaría del Arzobispado, parecieron los Autos que se hicieron por los años de 1666. Aprovechando este hallazgo providencial el Tesorero del Santuario, suplicó al Arzobispo que repitiese las instancias a Roma; porque, añadía: «parece que la Providencia, con hallarse, sin pensarlo, estos Autos, quiso que se guardasen tantos años para descubrirse en este tiempo. Y pues nos pidió esta Serenísima Señora el templo y culto en Guadalupe, no parece que cumplirá con su obligación la piedad mexicana, si no se solicita el más solemne...». Diéronse también algunos pasos en esta ocasión, y sin saberse cómo ni por qué, volvió a quedar interrumpido el negocio.

Preciso fue, pues, que el Señor por medio de la tribulación despertara a los mexicanos para que cumpliesen lo que faltaba por hacer en honor de su Madre. Esta tribulación fue la célebre peste de 1737, que asoló no sólo a la capital, sino mucho más a las ciudades y pueblos de toda la Nueva España. De autores contemporáneos y de otros que sobre documentos escribieron del mismo asunto3, vamos a dar brevemente la relación de los hechos.

En los últimos días de agosto de 1736, en el pueblo de Tlacopan, hoy Tacuba, cercano a México, entre los obreros de una fábrica de lana empezaron a sentirse los primeros síntomas de la terrible epidemia con que Dios quiso afligir por entonces estas dilatadas regiones. Su causa próxima, o bien ocasión, se atribuyó a un barril de aguardiente contrahecho, de que bebieron a porfía los obreros en el día del santo del dueño de la fábrica. A juicio de los inteligentes,   —3→   esta peste era la misma especie de enfermedad que por los años de 1575 y 1576 había asolado este país, llevándose más de dos millones al año y medio que duró. «Un vehemente frío y temblor en todo el cuerpo, un fuerte dolor de cabeza y estómago, una calentura ardiente y un flujo de sangre por las narices que era el término de la vida: he aquí los síntomas de la epidemia desoladora». Así el P. Alegre (Tomo III, Libro 10, pág. 262); y con más precisión el P. Cabo escribió: «Aunque los síntomas no eran en todos los enfermos los mismos, generalmente sentían ardor de entrañas, dolor de sienes, flujo de sangre a las narices; y sobreviniéndoles a todos ictericia, se ponían tan amarillos que metían miedo, y al quinto o sexto día morían o sanaban, pero con el peligro de recaer, lo que sucedía hasta cinco veces: con lo cual los que habían escapado a los primeros asaltos, que los dejaban muy débiles, se rendían a estos últimos». (Tres siglos de México, libro XI, número 6).

Los indios daban a esta enfermedad el nombre de matlazahuatl, que quiere decir pústulas o granos en el redaño. Los médicos modernos son de parecer que esta enfermedad se parece mucho a un ataque de intermitente perniciosa, o bien a la fiebre tifoidea de Europa, con sus ulceraciones de intestinos, hemorragias, etc. De la misma manera, añaden, la otra enfermedad endémica llamada cocoliztli o tabardillo pinto, es la que los médicos llaman tiphus exanthematicus.

A las pocas semanas la ciudad de México se sintió invadida del contagio, y en noviembre ya hacía estragos y se había propagado a las otras ciudades y poblaciones. «Al espanto de la peste se añadieron a principios de septiembre un violento temblor de tierra, a fines de otoño extraordinarias lluvias torrenciales y muy frecuentes exhalaciones nocturnas; y por el mes de diciembre, huracanes fortísimos y devastadores que los indios llamaban el viento de la muerte. Esta última circunstancia fue ocasión de que se propagase más rápidamente el contagio: porque los indios, espantados por el huracán, huían a esconderse en cuevas insalubres y estrechas, de donde acontecía que huyendo ellos, como decían, la muerte, más prontamente eran presa de la peste; pues hallábanse moribundos en una choza cuantos componían una vecindad, y toda una familia se abrigaba bajo una manta que apenas bastaría para uno solo. Y   —4→   como que el contagio se cebaba más en los adultos que en los niños, y más en los indígenas que en los europeos, el primer resultado de este terrible azote fue dejar centenares y millares de inocentes criaturas sin padres, sin deudos, sin vecinos que los conociesen, y preciso fue volver a imponerles nuevos nombres para distinguirlos. Pronto se llenó de estos huerfanitos el Hospital de San Juan de Dios; y no bastando ya el local, la caridad cristiana halló el modo de proveer a estos inocentes; y fue llevarlos a las Iglesias para que yendo los fieles a oír Misa o a rezar, se repartiesen entre sí este verdadero Tesoro Celestial. Y tanta fue la santa emulación, que los que no habían podido lograr esta dicha en los templos, se iban en busca de estos inocentes en medio de hediondos cadáveres, recogiéndolos asidos de los helados pechos de sus difuntas madres, chupando más bien veneno que alimento».

Creciendo cada día más los estragos de la peste, los nueve hospitales que para diversos géneros de enfermedades se contaban en México, no fueron bastantes para la única que entonces asolaba la ciudad. Preciso fue abrir otros seis hospitales, tres de los cuales abrió en los barrios más apartados, donde era mayor el desamparo y la necesidad de los enfermos, el P. Juan Martínez, de la Compañía de Jesús. Este solícito operario, auxiliado con las cuantiosas limosnas que con increíble liberalidad le suministraban el arzobispo virrey D. Antonio de Vizarrón, la nobilísima ciudad, el Consulado y muchas personas piadosas, acudió con ardiente caridad a los enfermos de estos tres hospitales. En uno de éstos tuvo el P. Martínez un poderoso cooperador a la asistencia de los enfermos en el infatigable médico Vicente Rebecchi. El cual, mientras con más empeño asistía a los contagiados, atacado del mismo mal iba a sucumbir, a no haberlo eficazmente encomendado el P. Martínez a la Virgen de Guadalupe, suplicándola le conservase su vida para el alivio de los enfermos. Pronto el buen médico se vio libre del mal, porque «a los tres días del asalto se halló libre y vencedor, y, convalecido a los ocho totalmente, volvió a continuar la asistencia». (Cabrera, n. 886). No le sucedió así al P. Martínez, porque a los siete meses de incesantes trabajos sucumbió el 23 de marzo del siguiente año de 1737; siendo el primero de los de la Compañía de Jesús que en esta ocasión hicieron el sacrificio de su vida en servicio de los contagiados.

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Fuera necesaria una Historia aparte y bien voluminosa, como la escribió el testigo ocular Pbro. Cayetano Cabrera, para referir o las cuantiosas limosnas, o las acciones de heroica caridad que en esta ocasión se practicaron en México. «No podemos menos de mencionar en particular al Arzobispo Virrey, el cual, a más de contribuir con cuantiosas limosnas en mantener los tres hospitales abiertos por el P. Martínez, proveyó cuatro médicos y seis boticas, en que se diese a los pobres gratuitamente, a costa de su Ilma., todo lo que necesitasen para su curación. Esta providencia hubo de reformarse poco después, porque se creyó ser la causa de difundirse más el contagio, no recogiéndose por estos motivos los enfermos a algunos hospitales de los muchos que había y que se aumentaron en la ciudad hasta abrirse diez y seis; sin contar con el hospital de convalecencia en San Pablo, y con otras casas destinadas a recoger los enfermos». (Escudo de Armas, Lib. I, c. 13). Sólo en cinco meses en que se distribuyeron las medicinas a los enfermos que quedaban en sus rasas, el Arzobispo dio más de treinta y cinco mil pesos (35327) por cuarenta y tres mil (43661) recetas despachadas a los pobres fuera de los hospitales, cantidad, dice el P. Alegre, ¡que sólo bastaría a inmortalizar el nombre de este Pastor!

A más de las limosnas que en dinero, en carne, en pan, arrobas de chocolate, cantidad de mantas o frazadas y otras cosas necesarias, que con liberalidad verdaderamente cristiana distribuían, muchas acciones de heroica caridad practicaron en México las personas más distinguidas del Cabildo Eclesiástico y Secular, Real Audiencia y demás Tribunales, que salían por las calles acompañados de sus criados y pajes a repartir el sustento, el vestido, las medicinas a los pobres, asistir a su Viático, a recoger los tristes infantes que desamparados se hallaban solos en las casas, difuntos ya los demás moradores, a juntar en carros la multitud de cadáveres; porque no bastando las muchas Iglesias de la ciudad y los Cementerios, se abrieron largas y profundas zanjas en el de San Lázaro y otros barrios. Se hizo muy de notar la piedad y fervor de algunas nobles señoras que deponiendo toda la delicadeza propia de su sexo y educación, se repartieron por los hospitales a servir personalmente a los apestados. No menos ilustre fue la piedad del conde de Santiago, D. Juan de Velasco Altamirano, que en todo el tiempo de la epidemia gobernó siempre el coche (uno de los tres4   —6→   del Sagrario de la Metropolitana, en que salía el Santísimo Sacramento, visitando en esta ocasión las humildes chozas de los enfermos, y remediando sus necesidades. (Cabrera, núms. 472-81).

¿Quién podrá referir, prosigue el P. Alegre, el ardor con que los Párrocos y Ministros de las Iglesias y todas las Órdenes Religiosas, sacrificando sus vidas, se consagraron enteramente al socorro de los pobres? Muchos de los religiosos de la Compañía de Jesús, de los cuatro Colegios de México, corrían incesantemente las casas acompañados de innumerable tropa de los que los llamaban para confesiones, y no volvían en todo el día al colegio, o sólo era para tomar un breve alimento. El P. Provincial Juan Antonio de Oviedo era el primero, y no había hora tan incómoda, lugar tan distante, pieza tan hedionda, enfermo tan asqueroso, que los apartase de estos oficios para con sus afligidos prójimos. ¿Cómo describir los espectáculos lastimosos que les quebrantaban el corazón a todos los ministros del Señor, a cada paso, en el hambre, desnudez y desamparo de los miserables que a cielo descubierto muchas veces y a las orillas de las acequias o confundidos los sanos con los enfermos, y los enfermos con los muertos en pequeñísimas chozas, acababan finalmente al rigor de la fiebre? ¿el trabajo que para confesarlos y administrarlos era menester por la estrechez de la habitación o por la cualidad de los enfermos? A pesar de tantas horribles y continuas fatigas, ni del cuidado de la propia vida, ni del alimento, ni del vestido, ni del sueño, ni del descanso, parece que se acordaban los celosísimos obreros, únicamente ocupados en salvar almas para el cielo. Tantos pecadores envejecidos en la maldad e ignorancia, muchos que jamás se habían confesado, muchísimos que en largo tiempo no lo habían hecho, innumerables de confesiones nulas y sacrílegas, a quienes el desengaño, el peligro o la exhortación hacía abrir los ojos; supersticiones, errores, idolatrías, ocasiones presentes, tal vez en el mismo lecho, que era menester desarraigar; haciendas y créditos que era forzoso restituir, matrimonios inválidos, tratos inicuos que era preciso deshacer; ocupaciones todas que tal vez necesitaban el estudio y diligencias de muchos días, y a que por necesidad se debía entonces dar un pronto expediente.



Entretanto, no bastando la profusión de los caudales en limosnas, las precauciones de los Magistrados, ni la pericia de los médicos   —7→   para atajarlo, el contagio cobraba cada día nuevas fuerzas; verificándose lo que dice Hipócrates, en sus Aforismos, que los remedios naturales son absolutamente ineficaces para impedir los estragos de la enfermedad pestilencial: «naturalia auxilia pestilentis morbi grassationem non solvunt». (Epístola 2, Lib. 3, Aphorism. 20). Veíanse las calles, plazas, oficinas, los caminos, en un triste silencio, desamparados los barrios, cerradas o solitarias las casas, interrumpido el comercio, suspendidos los Tribunales. No se oían más que lamentos de los enfermos y ruidos de carros llenos de cadáveres.

Para aplacar la ira del cielo se hacían por todos los templos oraciones, plegarias, procesiones y todo género de piadosos obsequios. No quedó Santuario ni devota Imagen a la que las Comunidades Religiosas, Cofradías o Gremios no repitiesen muchas veces sus ruegos y oraciones. Lo mismo que en México, se practicaba en Querétaro, Celaya, Toluca, Cholula, Puebla, Tlaxcala y casi en todas las ciudades y pueblos de Nueva España, donde fue el mismo si no más, el rigor de la peste, la misma vigilancia en los Pastores y Magistrados, la misma caridad en los vecinos y la misma actividad y fervor en los operarios. Y por lo que hace a la ciudad de México, el ya mencionado Escritor contemporáneo y testigo de vista Pbro. Cayetano Cabrera, en trece largos capítulos del Libro Segundo (págs. 97-203) y en todo el Libro Tercero registra con todos sus pormenores más de setenta Novenarios Públicos, diez de los cuales decretados por el Ayuntamiento de la ciudad, que se hicieron durante la peste para conseguir la liberación de tan terrible azote; junto con los Novenarios hubo también muchos Triduos, Deprecaciones a los Santos Patronos de la ciudad, nueve de ellas por orden del Cabildo y Regidores de la Ciudad, y Procesiones de Penitencia.

Muchas de estas públicas Novenas (veinticuatro por cuenta registra el autor citado) se habían hecho a la Virgen bajo sus diversas advocaciones o títulos; y con esto y todo, no se conseguía la deseada liberación; porque «se reservaba el Señor esta gloria para su Santísima Madre en su advocación de Guadalupe, a cuyo amparo quería que se pusiese todo el reino»; así con estas formales y expresivas palabras el P. Alegre en su Historia citada (Tomo III, pág. 265): y esto es lo que vamos enseguida a declarar.



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II

Desde el principio de la peste el Ayuntamiento de la ciudad tenía casi diariamente sus sesiones capitulares para proveer a todo lo que fuere necesario, con un esmero y emperro dignos de eterna memoria. En el Cabildo de 23 de enero de 1737 los concejales discurrían muy tristes sobre el haberse ya agotado todos los remedios humanos en los cuatro meses que duraba la peste, y que el cielo, sordo, a lo que parecía, a las súplicas y novenas que le habían hecho e iban haciendo, el contagio en vez de disminuir, aumentaba en espantosas proporciones. Y acordándose en buen punto de lo acontecido en la grande inundación de 1629, en que con feliz resultado se trajo la Santa Imagen de Guadalupe a la inundada ciudad, algunos Concejales propusieron traer en esta ocasión la taumaturga Imagen al Templo Metropolitano. Y corroboraban la propuesta con el hecho que estaba a la vista de todos, y era que la peste no existía en las cercanías del Santuario: lo que el citado testigo de vista, el Pbro. Cabrera, expresó con estas palabras: «El Escudo de sus Armas (de México, la Imagen milagrosa) colocado por dicha suya en las torres de Guadalupe, cansaba aun de inmensa distancia los tiros del cielo, irritado, y desmayaba los impulsos, que a su Santuario y Territorio no llegaba respetuoso el estrago, pareciendo a las floridas cumbres del Parnaso, en que notó Plinio que jamás hubo pestilencia». (Lib. II, Cap. IV, núm. 278). Otro Concejal en contrario, impugnando como temeraria esta resolución, propuso que se jurase por Patrona Principal de México la Santísima Virgen en aquella maravillosa advocación de Guadalupe, como se expresa el P. Alegre. Pero insistiendo los más de los Concejales en su pensamiento, determinaron consultar luego al Arzobispo Virrey sobre conducir solemnemente la Santa Imagen desde su Santuario a la Metropolitana.

El santo prelado D. Juan Antonio de Vizarrón era muy devoto de la Virgen de Guadalupe desde sus tiernos años: pues su madre le había referido que hallándose en peligro de la vida al darle a luz, se encomendó a la Virgen de Guadalupe de México, y salió muy felizmente de su cuidado. A la misma Virgen de los Mexicanos debió   —9→   otra vez su vida el Santo Prelado, cuando por su milagrosa intercesión fue librado de la tempestuosa navegación que lo trajo de Cádiz a Veracruz. Así lo atestigua el citado Cabrera, por habérselo referido en México el mismo Arzobispo. Tratando de los ilustres varones que fueron devotos de la Virgen de Guadalupe, Cabrera escribe: «Entre estos ilustrísimos Príncipes débese el primer lugar al Excmo. Sr. D. Juan Antonio de Vizarrón, mi Señor y también Arzobispo Virrey, que si nació en el Puerto de Santa María, su feliz patria, fue para tomar puerto a la vida naciendo muchas veces en el de Santa María del mexicano Guadalupe: la primera, naciendo al mundo con una copiar de su Imagen que invocada por la devoción de su madre afligida, hizo feliz alumbramiento; la segunda, en los deshechos riesgos de su navegación a la América, sirviéndole de San Telmo otra Imagen...». (Lib. III, Cap. 18, núm. 724).

A la propuesta del Ayuntamiento el Santo Arzobispo se sintió como sobrecogido de un reverencial temor hacia la Santa Imagen, y atreviéndose a tomar tal determinación, respondió:

México y enero 25 de 1737. Sin embargo de que debo y doy muchas gracias a la Nobilísima Ciudad por la proposición que su celo fomenta en la precedente consulta: es tanta la importancia de un movimiento tan respetable, que no determinándome a conformarme ni contravenir en acción que no consta haberse practicado jamás en las necesidades de México, aun las más apretadas: debo sí excitar la piedad de su Ayuntamiento a proponer alguna devota Plegaria, Novenario y otro pío y deprecativo medio a obligar la misericordia divina con la intercesión de la Santísima Virgen, ejecutándolo en su Santuario de Guadalupe, refugio preciso como nacido de Nueva España y de esta Capital que la venera Estrella de su Norte...



A lo que el Arzobispo dice «de no haberse practicado jamás» lo de conducir la Santa Imagen a la ciudad, es de notar que desde la inundación de 1629 hasta la respuesta dada en 1737 habían transcurrido más de cien años; y que el Arzobispo, llegado a México en 1730, pudo ignorar o haber olvidado lo de la Santa Imagen en tiempo de la inundación. A más de los ministerios pastorales de su extensa arquidiócesis, el Arzobispo era Virrey de Nueva España desde el año de 1734 y continuó en esta Dignidad hasta el mes de agosto de 1740.

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Abrazó la nobilísima ciudad, rendida en su obediencia, la decisión de su venerado Pastor; y, dispuestas y ordenadas de antemano todas las cosas, el miércoles 30 de enero se dio principio a la solenmísima Novena en el Santuario, asistiendo el primero y último día el Arzobispo Virrey, la Real Audiencia, los Tribunales y los dos Cabildos de la ciudad. Corrió por cuenta del Cabildo Eclesiástico el Altar, y del Cabildo Secular el adorno del templo y la copiosísima cera en todos los nueve días; los otros siete días fueron repartidos entre las Comunidades Religiosas, asistiendo empero todos los días el Ayuntamiento, o por lo menos, caso que no pudiesen todos, la mitad de los Regidores con un Alcalde Ordinario.

El orden del Novenario era como sigue: iban en procesión de mañana temprano al Santuario, y después de celebrada por los sacerdotes la santa Misa, y cantado salmos y oraciones a propósito, ocupábanse unos en confesar y otros en distribuir la santa Comunión. Y eran tantos los sacerdotes que acudían al Santuario a celebrar la Misa, que apenas bastaba toda la mañana y los muchos altares dispuestos a este fin, para que casi al mediodía empezara la función de la Misa Solemne. Por la tarde después del Rosario, Salve y Letanías, volvían los sacerdotes a oír las confesiones. Un hecho singular aconteció en este Novenario, y lo refiere Cabrera; y fue que el día que tocaba a los Carmelitas ir al Santuario, uno de ellos, respetable sin embargo por su virtud y edad madura, se excusó de ir en procesión a Guadalupe, por temor de excesivo trabajo. «A pocos días ocupó a aquel religioso la obediencia: salió fuera de la ciudad con la comodidad tal cual les permite su Regla: sosegada cabalgadura, mozo de cuidado y de guía, paso que dure, sombrero que defienda y madrugadas que se logren. Pero a casi tanto como podía haber andado a Guadalupe en ida y vuelta, en un vecino llano le asaltó la fiebre que corría; hiriole luego y tan de muerte, que dio en el sepulcro a pocos días. Admiráronse los Religiosos que habían conocido el caso, llegando como a temer en su vista no fuese algo de castigo el accidente». (Lib. II, c. II, núm. 379). Y como que los nueve días no habían bastado para confesar a la grande multitud de fieles que concurrían al Santuario, el conde de Santiago, D. Juan de Velasco Altamirano, costeó otro solemnísimo Novenario con el crecidísimo concurso de la ciudad y de las cercanías. «En esta ocasión todos vieron de manifiesto, que como   —11→   ya apunté y se admiró, ni en éstos, ni en muchos más días habían muerto de la epidemia más que uno que otro; aquel cansado de vivir a su espacio, y otro que cayó. Desvanecíase en términos de Guadalupe el contagio que rodeaba en contorno y no entraba. A vista de esta inmunidad, véase cuál sería la frecuencia en aquel país y la ansia para tomar el asilo de su templo». (Lib. II, c. 14, núm. 282).

Pero enmedio de estas súplicas no descaeciendo un punto la fuerza del contagio en la ciudad, parecía que aumentase cada día más. Por lo que los Regidores, reunidos en Cabildo el día 11 de febrero, se preguntaban desalentados y muy tristes: ¿cómo es que la Santísima Virgen, invocada en su Imagen, muy pronto en otras ocasiones había cedido a los ruegos de sus devotos, y ahora no se tapiada de su ciudad tan terriblemente contagiada? A esto contestó uno de ellos: «¡Señores! no hay más remedio que el que se propuso en el mes pasado: jurar por Patrona Principal de la ciudad a la Santísima Virgen en su prodigiosa Imagen de Guadalupe». Estas sencillas palabras fueron como un rayo de luz que hizo comprender a los Concejales cuál era el verdadero remedio a tantos males: y todos por unanimidad, encendidos de un inusitado entusiasmo, aprobaron el proyecto, y como lo pedía la urgencia del caso, de los Capitulares presentes se nombraron dos Comisarios que en nombre del Ayuntamiento tratasen luego el asunto con el Cabildo Eclesiástico. Sin dilación los canónigos reunidos en pleno Cabildo aprobaron el proyecto del Ayuntamiento, y a su vez nombraron Comisarios al Arcediano y al Magistral para que avisasen de todo al Arzobispo.

El 16 de febrero el Ayuntamiento, informado de la plena aprobación y consentimiento del Cabildo Metropolitano, expidió en toda forma el testimonio del poder que confería y otorgaba a los dos Comisarios para promover ante el Arzobispo la elección admitida por aclamación, y le presentaron la siguiente súplica o consulta, cuyas sentencias principales copiamos:

«Ilmo. y Excmo. señor: Felipe Cayetano Medina y Sarabia y José Francisco de Aguirre y Espinosa, regidores perpetuos de esta nobilísima ciudad, y sus Comisarios para el asunto de que se trata, por el modo más jurídico parecemos ante V. Exc. Ilma. y decimos: Que el Ayuntamiento eligió de singularísima Patrona a la Soberana Reina de los Ángeles en su admirable Imagen de Guadalupe,   —12→   que se adora en su Templo, extramuros de esta ciudad a distancia de una legua; con el ánimo de que amplíe sus favores, solemnizándose anualmente el día 12 de diciembre en que celebramos la Aparición, con el mayor posible culto... y con tan loables destinos nos deputaron así para que sufraguemos y se interponga el debido vínculo del voto que se requiera, en la forma que mandan los Derechos, como para que se solicite que después el reino (de Nueva España) lo ejecute según el poder que debidamente presentamos. Concurre por su Religioso Clero el V. Deán y Cabildo que a instancias del secular confiere plenísimas facultades a su Arcediano y Canónigo Magistral. Y V. Exc. ha de servirse admitirnos a la votación y juramento (sin perjuicio del general que solicitamos se haga) guardándose las solemnidades que en 23 de marzo de 1630, la Sagrada Congregación de Ritos dispone en su Decreto: obligándonos a lo que se confirme en el término que necesite la distancia, la cual y lo urgente del caso permite a V. Exc. Ilma. la facultad necesaria para los fines propuestos. Pues se persuade con la razón de los muchos beneficios que se deben a la Santísima Virgen Nuestra Señora, manifestándose en estas partes benigna por su siempre Milagrosa Efigie mencionada, que se conserva en el dilatado tiempo de dos siglos, con admiración, en la débil materia del Ayate; y los vecinos y moradores imploran su auxilio como experimentado refugió de las necesidades en las inundaciones y pestes que serenó por la invocación sola de su Nombre dulcísimo; y ahora esperamos que suspenda la ira divina del castigo que en la notoria, mortal, grave epidemia padecemos. A que se añade la común y ardiente devoción con que la aclaman, suspirando la perfección (el cumplimiento) del acto, a que se dirige la súplica, generalmente todos. A V. Exc. Ilma. suplicamos así lo provea y mande como se nos dé de lo que se actuare en forma testimonio, que en todo recibiremos merced de su justicia, etc.», y firmaron de su nombre.

A esta petición proveyó el Arzobispo con la siguiente respuesta: «México y febrero 23 de 1737. Pase esta consulta y recados a la parte de nuestros hermanos el V. Deán y Cabildo; y con lo que dijere elévense estos autos a nuestro Promotor Fiscal para que exponga y pida; y con lo que pidiere tráiganse, etc...». (Lib. III, c. VIII, núms. 328-70).

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Con fecha 2 de marzo de 1737, el Cabildo Metropolitano dio un muy notable Dictamen que por medio de los dos Comisarios presentó al Arzobispo. Damos las cláusulas principales de este precioso Documento, que por extenso refiere el citado Cabrera. (Lib. III, c. VIII, núms. 534-548).

Ilmo. y Excmo. señor: Obedeciendo al soberano decreto de V. Exc. Ilma. de 23 de febrero del presente año en la pretensión que tiene la nobilísima ciudad en jurar por Patrona a María Santísima en su admirable Imagen de Guadalupe; bien instruido el Cabildo de la consulta y pedimento de la nobilísima ciudad, reconoce ser dos las pretensiones del Ilustre Ayuntamiento. La primera, el jurar ahora por Patrona Principal de México a la Señora; y la segunda, que este feliz Patronato se extienda a todo el reino de Nueva España, de quien sea Patrona, general nuestra Soberana Reina o esta su Imagen devotísima.

En la primera pretensión no hay motivo que la pueda embargar ni diferir: pues aunque la Ciudad tiene algunos santos por particulares patronos; pero no es ninguno de éstos Patrono Principal5. Y pues lo que hoy deseamos todos es tener nuestra confianza en el auxilio y patrocinio de la Señora para librarnos del contagio que actualmente se padece en México; para que éste pueda ejecutarse con la brevedad que exige el común clamor y pide a V. Exc. Ilma. la instante rendida súplica de la nobilísima ciudad, desde luego consiente y sufraga a esta pretensión el Venerable Cabildo, siendo del agrado y aprobación de V. Exc. Ilma. y en su nombre estamos prontos a concurrir el día que V. Exc. Ilma. fuera servido señalar para que la votación de este Patronato se haga por votos secretos, según está dispuesto por la Sagrada Congregación de Ritos. Y hecho el juramento por ambos Estados, la nobilísima ciudad aliada por su parte la protesta de ocurrir a dicha Sagrada Congregación para obtener la aprobación de todo: según se practicó el año de 1723 en acto semejante para el Patronato de San Antonio Abad.

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Por lo que mira a la segunda pretensión de la nobilísima ciudad, también está pronto el Ven. Deán y Cabildo a convenir y promover que la Nueva España tenga por Patrona general a María Santísima en su admirable Imagen de Guadalupe, para que este gran reino con su Gloriosa Tutelar sea igualmente feliz en los sucesos, como distinguido con tal alto renombre y señalado Título. Para esto, a más de aquellas diligencias necesarias para impetrar los sufragios de los Ilmos. Señores Prelados, Cabildos Eclesiásticos y Ciudades del reino, deberá la nobilísima ciudad de México instruir esta pretensión, exponiendo las causas y justificarlas ante el Juzgado de V. Exc. Ilma.

Estas causas bien conocidas son: pues en varias epidemias de los siglos pasados de diez y seis y diez y siete, principalmente en la del fin del año de noventa y seis y principios de noventa y siete, habiéndose experimentado en esta ciudad y Arzobispado el azote de un gran contagio de tabardillo, y enfermedades gravísimas, en que murieron muchos millares de españoles, indios y otras gentes, después de varias procesiones generales, rogativas y espirituales remedios de que se valió la piedad cristiana, por último refugio se imploró el auxilio de esta Santa Imagen por un Novenario, que hicieron los Tribunales, Cabildos y Comunidades; y se experimentó la aplacación de la divina justicia, cesando enteramente la Epidemia. En varias inundaciones que ha padecido esta ciudad por su expuesta situación, y en la mayor del año de 1629, ha sido esta Soberana Imagen como la dichosa Tabla en que se han libertado sus moradores: lo que se hizo constar en las Diligencias (Informaciones) practicadas los años de 1665 y 1666; las que deducirá en esta ocasión la nobilísima ciudad como convenientes a este fin...

Ni debe considerarse como inconveniente el gravamen que parece se impondrá al Público de un día Festivo, en que debe cesar de todo trabajo: porque no es gravamen el que voluntariamente se busca, y ansiosamente se desea, como es esta solemnidad del día doce de diciembre, por la común devoción de todas las gentes en esta América. Apenas también hoy se hallará quien a tal día no lo celebre como santificado, concurriendo devotamente al Santuario de Guadalupe o a las Iglesias de México a oír misa y absteniéndose de todo trabajo y ocupación servil...

Bien conoce el Cabildo lo grave de la dificultad, si puede o no,   —15→   sin proceder licencia de la Sagrada Congregación de Ritos, votarse y jurar a la Señora por Patrona General. Pero en las presentes circunstancias parece que sí; pues en estos Reinos, como distantísimos de la Corte Romana, se permiten por Bulas de los Sumos Pontífices en materias más graves al arbitrio de los Señores Prelados, muchas dispensas que se niegan absolutamente a los Ilmos. señores obispos de Europa. Podrá, con esta prevención y con la protesta de ocurrir a Roma por la aprobación, hacerse también la elección y juramento del Patronato General, enviando los Cabildos Eclesiásticos y Seculares sus poderes, particularmente para esto, y generales para ocurrir a Roma, consintiendo en ello ante todas cosas V. Exc. Ilma. y los señores Ilmos. Prelados de la Provincia.

Y respecto de que la nobilísima ciudad solicita que el Ven. Cabildo concurra anualmente el día 12 de diciembre al Santuario y V. Exc. Ilma. promueva que concurran igualmente la Real Audiencia y demás Tribunales: desde luego está pronto el Cabildo a la anual asistencia, cantando la misa sus Capitulares, y predicando uno, el que fuere invitado de la nobilísima ciudad, y oficiando los capellanes, músicos y demás ministros subalternos de la Iglesia. Y teniendo presente el que en los años venideros se hallará aquel Santuario con la distinción de Iglesia Colegiata, cuyo Cabildo habrá de hacer en tal caso esta función, no por eso dejará de concurrir el Cabildo de la Metropolitana si se pudiesen arreglar las incompatibilidades que suelen excitarse sobre la precedencia y demás circunstancias: pero previniendo este caso, se solemnizará perpetuamente este día, con cuantos aparatos permitiese el Rito y dictan el esmero y cuidado con que se distinguen semejantes funciones en la Santa Iglesia Matriz.

V. Exc. Ilma. determinará en todo como siempre lo mejor. Sala Capitular de México, marzo 2 de 1737. Dr. D. Alonso Francisco Moreno y Castro, Dr. y maestro D. Bartolomé Felipe de Ita y Parra.



Pasado este Informe al Promotor Fiscal, éste a los 14 de marzo dio su dictamen declarándose en todo satisfecho, como lo demuestran las siguientes palabras: «Ilmo. y Excmo. señor: El Promotor Fiscal de V. Exc. Ilma., en vista de la pretensión deducida por parte de esta nobilísima ciudad... dice: que en dicho Informe (fecho   —16→   por los Señores Comisarios nombrados para el mismo efecto por el V. Sr. Deán y Cabildo) se pulsan todas las dificultades que pudieran impedir esta pretensión y a todas se da muy congruente satisfacción... Todo lo cual persuade que tan lejos está de exorbitante o menos arreglada esta pretensión, que antes bien por todos títulos es digna de mayor alabanza, y la nobilísima ciudad acreedora de las más particulares gracias por su cristiano anhelo y eficaces deseos con que por todos medios procura el bien y utilidad de la República, poniéndola debajo de la Soberana y poderosísima protección de Nuestra Señora, de cuya maternal misericordia debe esperarse el remedio de la lastimosa epidemia que se padece y su saludable auxilio en todas nuestras necesidades. Y para que este provechoso fin se consiga y logren con la brevedad que se desea los religiosos votos de uno y otro Ilustre Cabildo, en el modo posible, y sin que se falte a la subordinación debida a la Santa Sede Apostólica y Sagrada Congregación de Ritos, podrá V. Exc. Ilma. aprobar, en cuanto por derecho le toca, la expresada elección de Patrona Principal de esta ciudad a Nuestra Señora debajo del milagroso título de Guadalupe; y mandar que los Señores Comisarios de ambos Cabildos comparezcan a hacer el juramento acostumbrado... México y marzo 14 de 1737 años. Dr. José Flores Moreno». (Cabrera, núms. 534-548).




III

Aunque toda la ciudad de México pedía se jurase a la Virgen de Guadalupe por su Patrona Principal, y como por aclamación los dos Cabildos lo habían ejecutado y nombrado para el efecto los respectivos Comisarios; sin embargo, el sabio Arzobispo mandó se cumpliese con toda puntualidad lo que sobre la elección de los Santos como Patronos había decretado la Congregación de Ritos y confirmado el Sumo Pontífice Urbano VIII.

Con Decreto de 23 de marzo de 1630 la Sagrada Congregación había establecido que en la elección de los Santos Patronos, so pena de nulidad («aliter facta electio nulla sit ipso jure») se observasen las condiciones siguientes: Que solamente los Santos canonizados   —17→   solemnemente, y no los Beatos, podrán ser elegidos por Patronos: que la elección del Patrono de una ciudad debía hacerse con votos secretos, por medio del Concejo general o Ayuntamiento de dicha Ciudad, y que debía haber también el consentimiento del Obispo y del Clero respectivo («electio fieri debet per secreta suffragia a populo, mediante concilio generali illius civitatis vel loci»): que lo mismo debía guardarse en la elección de los Santos Patronos de la Provincia o de la Nación, pues en cada ciudad debía procederse por Voto secreto a la elección («per secreta suffragia a populo singularum civitatum») y recabar el consentimiento del Obispo y del Clero de las dichas Ciudades: que los Representantes del Reino, de la provincia, de la ciudad, ninguna facultad tendrán de hacer semejante elección si para ello no tuvieren poderes especiales y expresos («nisi ad hoc habeant speciale mandatum»): que en fin se trasmitan a la Congregación de Ritos todos los Autos de la elección de los nuevos Patronos, a fin de que dicha Congregación con pleno conocimiento de causa, pueda aprobarla y confirmarla. Benedicto XIV discurriendo sobre este Decreto, nota que con mucha razón la Congregación exigía votos secretos para que los electores tuviesen plena y entera libertad. Pues la elección del Patrono es un voto con que so pena de pecado se obliga a guardar la fiesta: «electio Patroni fiat per secreta suffragia ut eligentium libertas sit omnin illaesa. Electio quippe Patroni significat nuncupationem voti, quo populos ipse se obligat et obstringit peccato ni diem eius festum servet». (De Beatif. et Canoniz., Lib. IV, Part. 1, cap. 14, núm. 5).

Conforme al citado Decreto, los dos Cabildos procedieron a la elección. Y el jueves 28 de marzo el Ayuntamiento de la ciudad, reunido en Cabildo, dispuso se entregasen a cada uno de los Concejales dos cédulas, en todo, iguales; la una en blanco, la otra en que se leía: «Voto por Patrona Principal de esta nobilísima ciudad, a Nuestra Señora la Virgen Santísima en su admirable, milagrosa Imagen de Guadalupe».

Depositados los votos por cada Concejal en una urna, el Secretario del Cabildo los recogió y depuso sobre la mesa del Corregidor, Presidente que era de la votación. Contáronse los votos, leyéronse, y se hallaron once votos, cuantos eran los Concejales presentes, «todos los que se hallaban en esta ciudad por entonces», como lo atestigua el Pbro. Cabrera: y sin discrepancia salió elegida   —18→   por Patrona de la ciudad la Virgen de Guadalupe. Extendiose luego el Acta de la elección, se confirmaron los especiales poderes a los dos Comisarios para que pusiesen en manos del Arzobispo los Autos y fuesen admitidos al juramento según forma de Derecho. Los nombres de estos beneméritos Concejales, como los refiere el Pbro. Cabrera, fueron: «Coronel D. Juan Rubín de Celis, Caballero del Orden de Santiago, Corregidor; D. Luis Inocencio de Soria Villarroel y Velázquez, Alguacil Mayor; D. José de Movellán y La Madrid; el conde del Valle de Orizaba; D. José Cristóbal de Avendaño y Orduña; D. Juan de Baeza Bueno; D. José Antonio de Ávalos y Espinosa, Caballero del mismo Orden; D. Juan de la Peña Palazuelos; D. Felipe Cayetano de Medina y Sarabia; D. Luis Miguel Luyando y Bermeo; D. José Francisco de Aguirre y Espinosa, y D. Francisco Sánchez de Tagle, Caballero de dicho Orden; Regidores todos los que se hallaban en esta ciudad por entonces».

Al mismo fin el Deán había citado al Cabildo Metropolitano para el día 2 de abril: y se procedió a la elección secreta, repartiendo el Secretario a cada Capitular, dos cédulas en todo iguales: una en blanco y otra que llevaba escritas estas palabras: «Voto por Patrona a Nuestra Señora de Guadalupe». Contados y reconocidos los votos, el Deán contó veinte, cuantos eran los Capitulares presentes, que a unanimidad también nemine discrepante confirmaron lo que el Ayuntamiento de la ciudad había promovido y proclamado. El secretario del cabildo y notario apostólico D. Antonio Hernández de Rivera, extendió luego el Acta de la elección, «bien que no expresándonos, añade Cabrera, los Señores Capitulares asistentes, para que, como sus virtudes y letras, gozaran sus nombres la memoria que se merecen». (Cabrera, núms. 532-533).

Los Comisarios de ambos Cabildos pusieron en manos del Arzobispo los respectivos Autos de la elección, y le suplicaron se sirviese señalar el día para prestar el juramento de Derecho. Examinados los Autos, el Arzobispo con fecha 24 de abril de 1737, mandó notificar a los Comisarios que: «habiendo visto los Autos y atentas las justificadas causas y motivos que se expusieron por la nobilísima ciudad y que corroboró la del V. Cabildo de esta Santa Iglesia, en conformidad de lo pedido por el Fisco Eclesiástico, dijo: que aprobaba, y su Exc. Ilma. aprobó en cuanto ha lugar y con sumisión a la Congregación Sagrada de Ritos y arreglamento a sus   —19→   Decretos, la elección de Patrona Principal de esta Ciudad de México en Nuestra Señora, bajo el milagroso Título de Guadalupe; y que en consecuencia asignaba el día sábado que se contarán 27 del corriente, para que a las diez horas de la mañana en la Real Capilla de este Palacio comparezcan los Diputados de uno y otro Cabildo Eclesiástico y Secular, ante su Exc. Ilma. a hacer el juramento acostumbrado en la forma regular, etc.».

Puede fácilmente imaginarse con qué gusto los Comisarios se presentaron el día señalado al Palacio Real, residencia actual del Arzobispo Virrey. Los Comisarios del Cabildo Eclesiástico iban acompañados en representación de todos los Capitulares, del Secretario del Cabildo y de dos Capellanes de coro; y los Comisarios del Ayuntamiento bajo las Mazas de la nobilísima ciudad y en representación de ésta, iban acompañados del Teniente de Alguacil Mayor y del Escribano Mayor de Cabildo y Regimiento de ella. Recibidos y cumplimentados por su Exc. Ilma., fueron llevados a la Capilla del Palacio, ornada y decorada con toda magnificencia; en cuyo altar como en un trono estaba colocada enmedio de una aureola de velas la Imagen de la Virgen que al fin iba a ser reconocida y jurada solemnemente como Patrona de los Mexicanos. Aunque la función debía ser más bien privada que pública hasta que no se verificara la solemne promulgación del Patronato, había sin embargo concurrido a Palacio lo más selecto de la ciudad. Después de una breve oración que todos hicieron en silencio, puestos de rodillas, el Arzobispo se revistió de los ornamentos Pontificales, Amito, Alba, Estola, Capa Pluvial y Mitra: y vuelto al pueblo, tomó asiento en el faldistorio episcopal, puesto enmedio del Altar. Tomaron también asiento en cuatro sillas los cuatro Comisarios: los del Cabildo Eclesiástico al lado del Evangelio, y los del Ayuntamiento al lado de la Epístola. Se dio principio al solemne acto con la Relación que el Secretario de Cámara y Gobierno Superior Eclesiástico hizo de todas las Actas concernientes hasta el últimamente proveído por el Excmo. Sr. Arzobispo. Y en conformidad del Decreto de Urbano VIII los Comisarios Eclesiásticos puestos en pie ante el Altar y la mano sobre el pecho como sacerdotes, y los comisarios del Ayuntamiento puestos de rodillas con las manos entre las del Arzobispo, todos cuatro, simultáneamente, leyendo el Secretario la fórmula, en virtud de los poderes especialmente conferidos para el caso, en voz clara e   —20→   inteligible «juraron Patrona Principal de México y su Territorio a Nuestra Señora la Virgen María de Guadalupe y de guardar y hacer se guardase perpetuamente por festivos y de precepto, a voto común, en esta ciudad y sus contornos, el 12 de diciembre de cada año, en que se celebra su prodigiosísima admirable Aparición. Obligáronse también expresamente a solemnizar dicho día y hacer la fiesta con todo el aparato posible en la Iglesia de su Santuario con las calidades que expresaron en sus consultas ambos Cabildos: a enviar a la Sagrada Congregación de Ritos para confirmar la festividad y Patronato, impetrar Oficio propio, Octava y elevación de Rito, como a poner el más vivo empeño a extender el mismo Patronato a todo el Reino y a ocurrir al Superior Gobierno a que se consignase de Tabla dicha fiesta». El Arzobispo con breves palabras contestó que en nombre de la Virgen de Guadalupe admitía y aceptaba el juramento con las demás obligaciones con que acababan de tributarle tan tierno y rendido obsequio. Les animó a confiar en el maternal amparo de tan poderosa Patrona, y a esperar la deseada y pronta liberación del terrible azote de la peste: porque señal segura de recibir la gracia que se pide, es cuando el Señor infunde en los corazones el afecto de pedírsela, «dat supplicandi affectum et tribuit defensionis auxilium». Y volviéndose al altar empezó a dar gracias al Señor con el rezo del Te Deum. Pero no había el Santo Pastor empezado el Himno eucarístico cuando, por aviso dado de antemano por los Regidores, las campanas de la Metropolitana anunciaron a la ciudad el nuevo Patronato. Respondieron a la concertada contraseña desde sus torres todos los templos, alternáronse salvas atronadoras de artillería con los instrumentos de la banda militar; se hizo, en una palabra, tal festejo, cual se acostumbraba hacer al recibir la noticia oficial de que un nuevo soberano acababa de subir al trono de San Fernando a gobernar la católica España. El primer efecto de esta Jura fue el excitarse en toda la ciudad una más viva y firme confianza de que pronto, muy pronto la Patrona celestial acudiría a socorrerles.

Hecho el Juramento y establecido el Patronato, no quedaba sino la solemne promulgación del Decreto de que la Fiesta que antes se guardaba por devoción se guardara en lo sucesivo por estricto vínculo de obligación. Y puesto que el día 12 de diciembre por devoción era fiesta de Corte, por cesar en ese día el despacho de   —21→   negocios en la Audiencia y demás Tribunales, se declarase también Fiesta de Tabla, a saber, se pusiera en la Tabla o Lista destinada para el efecto, la obligación de concurrir en cuerpo, el Virrey, la Real Audiencia y Tribunales al Santuario. Volvieron por tanto los Comisarios a suplicar al Arzobispo, el cual conmovido a estas nuevas instancias y deseoso de complacerles también como virrey, con Decreto de 2 de mayo remitió luego todos los Autos a la Real Audiencia para la Consulta, después de la cual señalaría el día para la solemne promulgación.

Ponemos entera la respuesta que el mismo día dos de mayo dio este respetable Senado, por ser un testimonio solemne que varones tan autorizados dieron de la Tradición del Milagro.

Excmo. Señor: Vista la consulta que esta nobilísima ciudad y sus Capitulares hacen a V. Exc., y su Decreto de arriba que remite a este Real Acuerdo por voto consultivo: ante todas cosas le rinde muchas y vehementes gracias por el gran fervor con que se han promovido los continuos votos y deseos de esta Ciudad en jurar por su Patrona y Protectora a la Sacratísima Virgen María debajo de su admirable título y advocación de Guadalupe: la que se venera en su templo extramuros de esta ciudad, con admiración de todos en su incorruptibilidad después de más de doscientos años, corridos desde su maravillosa Aparición, en materia tan débil y expuesta a la corrupción de un ayate en que la Señora quiso estamparse para consuelo de todos, como sucesivamente se ha experimentado y experimenta. Y esperamos de su clemencia que en el presente tiempo, en que se halla afligida esta ciudad del común contagio que ha sobrevenido, hemos de conseguir el alivio, y que esta misericordiosísima Señora por su mérito y los de su preciosísimo Hijo nos lo ha de alcanzar y el total efecto de los universales votos. Y para ejecutarse la publicación y admisión del Patronato no se ofrece a este Real Acuerdo la menor duda, por las razones que los Capitulares de esta Nobilísima Ciudad expresan y V. Exc. Ilma. nos ha manifestado: sin que se oponga la Ley Real de estos reinos que dispone no se acrezcan fiestas de Tabla, cuando la razón está manifestando el motivo de que no cese el despacho en esta Real Audiencia y demás Tribunales y Jueces. Porque el día doce de diciembre de la Aparición de esta Señora, ha muchos años está recibido por fiesta de Corte; y no se sigue perjuicio alguno en ir a celebrarla al dicho su   —22→   Santuario. A que se llega el que V. Exc. ha extendido su magnificencia y facultades a declarar por fiesta de precepto el referido día: y en su consecuencia6 siendo V. Exc. servido mandará ir a la celebración en la forma que se acostumbra en semejantes casos y que demanda esto tan especial: dándose testimonio de lo que V. Exc. se sirviese resolverá esta nobilísima ciudad para que acuda como refiere a S. Majestad, de cuyo catolicísimo celo espera este Real Acuerdo la aprobación de lo que V. Exc. resolviese. México y mayo 2 de 1737. Dr. D. Gerónimo de Soria, marqués de Villa Hermosa de Alfaro; D. Juan Olivar Rebolledo; D. Juan Picado Pacheco; Dr. D. Pedro Malo de Villavicencio; los Lics. D. Domingo Valcárcel; D. Francisco Antonio de Echávarri.


(Escudo de Armas, Lib. III, cap. 21, núms. 766-772).                


Corridos todos estos trámites, el Arzobispo confirmó con su Decreto todo como pareció al Real Acuerdo, y fijó el día 26 de mayo para la solemne promulgación.





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ArribaAbajo Capítulo II

Solemne promulgación del juramento de la ciudad


Bando del corregidor, triduo y procesión.- Misa pontifical y promulgación del patronato.- Cesa al instante la peste.



I

Logrado ya su deseo, el benemérito Ayuntamiento se ocupó desde luego en preparar de antemano los ánimos a la celebración de tan consoladora festividad. A este fin el corregidor coronel D. Juan Rubin de Celis, el día 16 de mayo, con solemnidad de timbales, clarines y numeroso acompañamiento de ministros de Justicia, mandó pregonar el Bando y fijarlo en los sitios acostumbrados, con todas las formalidades de la promulgación de una Ley. En él se hacía saber a todos los habitantes de México y su Territorio, que el 26 de mayo en la Iglesia Metropolitana; con asistencia del Arzobispo Virrey, Real Audiencia y Tribunales, del Ayuntamiento de la ciudad y de todo el Clero Secular y Regular, se promulgaría el Patronato de la gloriosa Virgen María en su admirable y milagrosa Imagen de Guadalupe, conforme al juramento hecho en manos del señor arzobispo por los cuatro Comisarios de la nobilísima ciudad. En fuerza de este juramento, la Santísima Virgen de Guadalupe en su milagrosa Imagen, debía ser pública y jurídicamente reconocida, venerada e invocada como Patrona Principal de la ciudad y que como a Patrona se le debía que el día 12 de diciembre fuese día festivo y de precepto «in foro et choro»; concluía el Bando con mandar que en los días que se contaran 24, 25 y 26 de mayo, todos adornaran las   —24→   casas y calles lo más ricamente que pudiesen, iluminarlas en la noche con luminarias, fuegos artificiales, músicas, tablados y cánticos, según la condición y liberalidad de cada uno: que el 25 habría Procesión solemne en que la soberana Patrona se llevaría por las calles de su ciudad, y que el 26 en la Misa Pontifical se promulgaría el Decreto.

Al Bando del Corregidor o Presidente del Ayuntamiento, los infatigables comisarios de la ciudad hicieron imprimir y repartir en todas partes dentro y fuera de la ciudad, millares y millares de invitaciones, cuyo tenor es como sigue: «Muy señor mío: el sábado 25 a las tres y media sale de la Santa Iglesia Catedral la devota solemne Procesión, en aplauso del Patronato principalísimo que ha de publicarse el día siguiente de la Soberana Emperatriz del Cielo en su milagrosa Imagen de Guadalupe aparecida; y por que tenga las circunstancias que se requieren a su lustre, hemos de merecer de vd., que la autorice, dándole a su concurso la solemnidad que apetecemos; a la obligación de la confianza que nos hace para las prevenciones la nobilísima ciudad, el desempeño que deseamos, y a nuestra gratitud nuevas causas que la embarguen para la ejecución pronta de sus órdenes. Nuestro Señor guarde a vd. muchos años como merece.- Sala Capitular de México y mayo 22 de 1737. B. L. M. de vd. sus seguros servidores.- D. Felipe Cayetano de Medina y Sarabia, D. José Francisco de Aguirre y Espinosa».

Más fácil es imaginar que describir convenientemente el entusiasmo que toda México mostró en esta ocasión: pues estando ya, de por sí dispuestos los mexicanos a dar muestras de su afecto a la Virgen que se había manifestado su tierna Madre en el Tepeyac, como se vieron excitados por el ejemplo de tan altos personajes y por ver que la peste iba disminuyendo de su furor, ya no hubo límites a las señales de amor y agradecimiento a su Patrona Celestial. Así como el hijo que cayó enfermo fuera de su casa, a la vista improvisada de su cariñosa madre olvida sus dolencias y se echa lleno de gozo en sus brazos: así México olvidó sus males; se sobrepuso a su calamidad, y toda se ocupó en honrar a la que iba a ser jurídicamente promulgada por su Patrona. En estos días no se vio terrado ni azotea, sea de pobres, sea de ricos, que no llevase gallardetes, pendones y banderas de todos tamaños: las torres   —25→   de las Iglesias, las puertas, ventanas y balcones de las casas, estaban ornadas de floridas cortinas, colgaduras, alfombras, cuadros y ricos tejidos con caprichosas goteras. Flores y plantas olorosas, sea verdes, sea secas, mezcladas con incienso y otros aromas, hacían como una nube que al reflejo del sol tomaba tintes y colores diversísimos. Pero lo que se llevó más la atención fue la florida copia de altares que se levantaban en las puertas, ventanas y balcones de las casas; pues de las innumerables que había en México, ni una hubo que no se viese adornada y como de fiesta. En estos días México no parecía una ciudad, sino un templo a la Madre de Dios aparecida en el Tepeyac. En todos estos altares y capillas improvisadas, una era la Imagen, pero multiplicada tantas veces cuantos eran los altares, como otros tantos reflejos de aquella que se veneraba en su Santuario. A la puesta del sol puede decirse que empezaba otro día artificial; tantas así eran las luminarias, hachas, faroles de todos tamaños, cohetes y castillos de fuegos artificiales. Y habiendo sabido los Comisarios y Regidores de la ciudad que en Puebla de los Ángeles había pirotécnicos y muy hábiles artífices, de allí mandaron traerlos con todas sus máquinas. Mientras tanto, las salvas y la artillería se alternaban con las campanas y coros de músicos que recorrían las calles, y multitud de familias rezaban ante estos altares, suplicando a la Santa Madre de Dios y consoladora de los afligidos por la liberación del azote que las asolaba.

Pero en donde más se esmeraron fue en adornar las calles que debía recorrer la Procesión la tarde del 25 de mayo, víspera de la promulgación del Patronato. Al curso de la Procesión se señaló todo el centro de México y el ámbito más dilatado que se pudo a la Iglesia Metropolitana; saliendo por la puerta occidental y recorriendo las calles del Empedradillo, Portal de Mercaderes, Casa del Ayuntamiento, Plaza Mayor, Portal de Flores, Palacio Real hasta entrar por la puerta oriental. El espacio o senda que recorrería la Procesión estaba cercado por uno y otro lado con barras y rejas ornadas con telas preciosas, y por todo el camino de la Procesión se habían colocado a proporcionadas distancias enormes cirios en medio de grandes vasos, ornados unos con flores, sea naturales, sea artificiales, y otros con incienso, yerbas y maderas aromáticas, que encendidas levantábanse en globos olorosos con los ruegos de los   —26→   fieles al cielo. Y los altares y nichos erigidos en estos puntos eran innumerables, o bien un solo altar compuesto de muchísimos, y en todos ellos la Virgen del Tepeyac. Y no contentos con los altares que los vecinos levantaban, los gremios de la ciudad levantaron otros muchos, pero grandiosos y riquísimos. Y por amor a la brevedad vamos a mencionar uno que otro: el del gremio de cereros que imitaba la mística Torre de David, llena de multitud de ángeles, y en medio de ellos y, sostenido por ellos elevábase el trono de la Virgen Guadalupana. El gremio de plateros formó como un arco triunfal con tres nichos, todo forrado de terciopelo carmesí con sobrepuestos de piezas de plata. En el nicho principal colocaron una estatua del peso de ciento y treinta y ocho marcos de plata, que representaba la Inmaculada Concepción, cuyo semblante quiso tomar la Virgen cuando se apareció entre los mexicanos en el Tepeyac. A los dos lados colocaron las estatuas de San Eligio, patrono de los Plateros, y de San Felipe de Jesús, protomártir de los mexicanos. El gremio de mercaderes agotó todas las clases de preciosas telas en adornos, y levanto su altar; todo forrado de grandes cristales que con sus reflejos multiplicaban las alhajas, estatuas, candeleros y visos preciosos, y enmedio de multitud de ramilletes y flores artificiales, dispuestos con estudiado descuido, levantábase una hermosa estatua de la ya reconocida Patrona. El Ayuntamiento, como dueño de la fiesta, llevó la palma en ornar su Casa y su Portal, en donde, entre otras cosas, admirábase un gran lienzo, pintado de buena mano, que en la parte inferior representaba a los contagiados con toda la graduación de los síntomas desoladores, y en la parte superior, a la Virgen Santísima que, verdadera Esther, rogaba por su pueblo. El Portal de Flores corrió por cuenta de los floreros, que imitaron una verdadera primavera: bajo las flores, dispuestas con muy primoroso artificio, habían desaparecido el suelo, las paredes, pilares, columnas y arcos. Las Reales Almonedas ornaron su portal imitando la capilla Real, en donde los Comisarios de ambos Cabildos habían reconocido y jurado por Patrona a la Virgen que desde su Aparición les había prometido amparo y protección. En fin, el adorno majestuoso y clásico del Palacio Real que se gloriaba de haber acogido a los Comisarios de la Jura, ponía como el sello a todos los adornos y decoraciones de la Procesión triunfal.

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Si tan ricamente estaban adornadas las calles, ¿qué diremos del Templo Metropolitano? ¡Qué bien le estaba a la ciudad de México en ese día el título que tenía ya merecido de ser la Roma de las Américas! Renunciando a la descripción de la decoración del templo, riquísima en damascos, terciopelos carmesí y sedas de diversos colores, nos contentaremos con decir que a la diestra del Presbiterio y Altar Mayor, bajo un gigantesco dosel, de riquísima tela se había colocado un altar cuyos frontales eran de plata martillada, y enmedio de una variada multitud de candeleros y vasos de pura plata, levantábase una peana que representaba el dichoso cerro del Tepeyac, que en vez de peñascos, matorrales y espinas se copió todo a mano de flores, rosas y plantas tropicales; de enmedio del cerro aparecíase un arco iris formado de varias flores artificiales que imitaban sus colores; gruesas perlas orientales y piedras preciosas muy variadas de forma y tamaño, echadas así como acaso y con estudiado descuido, imitaban las gotas del rocío de la mañana. En el centro del arco iris campeaba la grandiosa estatua de la Virgen del Tepeyac, revestida de ricos bordados: joyas y pedrerías imitaban las estrellas de su manto celestial, y una perla de peso tan considerable, que sólo faltaban tres quilates para igualar a la célebre margarita, pendía de las manos virginales de la Santa Madre de Dios, para simbolizar que todo bien esperaban los mexicanos de su poderosa y maternal protección. Sin contar con la cera que ardió en la Procesión y en centenares de altares, y especialmente en el Santuario del Tepeyac, en el solo templo Metropolitano se invirtieron por cuenta treinta y seis y media arrobas de cera labrada, empleando ocho arrobas de ella tan sólo para el altar de la Soberana Patrona y Madre de los mexicanos. (Cabrera; núm. 935).




II

Así dispuestas todas las cosas, la tarde del sábado 25 de mayo, concluidos los oficios del Coro, enmedio de la alegría que causó la noticia de que el contagio iba disminuyendo y remitiendo su furia, comenzó a las tres y media a ordenarse la Procesión. Precedían las Hermandades y Cofradías bajo de sus insignias y estandartes   —28→   y dirigidas por sus Oficiales que llevaban varas de plata, y acompañados de sus coros de músicos. Seguíanse las Órdenes Terceras de San Agustín y de San Francisco; después todas las Sagradas Religiones con sus más ricas cruces, ciriales y preciosos ornamentos: cada una con sus respectivos coros de músicos. Inmediatamente veíase la gran Cruz Metropolitana con numeroso clero llegado de las ciudades cercanas, los Capellanes del Coro, los Párrocos de la Capital, el Venerable Cabildo Metropolitano con ricas capas pluviales y con todo el esplendor y lucimiento de vistosos ornamentos. Después todos los varios Tribunales con sus trajes de Corte, los Togados de la Real Audiencia, en fin, el Santo Pastor Arzobispo Virrey iba, como David, delante del Arca Animada del Dios Viviente. Todos los que iban en la procesión llevaban cirios ornados de flores y rosas, excepto los Oficiales que las llevaban enlazadas con las insignias de su grado: todas, símbolo y recuerdo de aquellas flores y rosas que el humilde mensajero de la Reina del cielo había llevado en señal al santo obispo Zumárraga, primer pastor y apóstol de los mexicanos. Los Regidores vestidos de gala y bajo las insignias de la nobilísima ciudad rodeaban, como guardia de honor, la estatua de su Patrona, la que llevada en hombros de sacerdotes, iba bajo un palio de rica tela, cuyas varas de pura plata sostenía la nobleza de México, turnándose con los Regidores. De este modo entre los salmos y cantos y deprecaciones, alternándose ordenadamente los coros de la Metropolitana y demás Religiones y Cofradías, entre las armonías de la música militar, salvas de artillería y repiques de las campanas, recorría la amada Patrona las calles, huyendo delante de Ella, que es la Madre de la Vida, el contagio y la muerte7.

Otro tierno espectáculo hubo en esta Procesión, y fue que los indios, los indios, estos hijos queridos de la Virgen para los cuales principalmente se había aparecido en el Tepeyac de aquella tierna manera que sabemos, en viendo a su Indita (Cihuapiltzin) tan festejada, ya no pudieron contener más su entusiasmo. Apegados como   —29→   eran a sus antiguas tradiciones, evocaron los antiguos cantares y diálogos sobre la Aparición; los bailes simbólicos, sus antiguos instrumentos y trajes de guerreros aztecas; repartidos en grupos recorrían la procesión contemplando con la viva fe propia de los sencillos que el Salvador llamó pequeñuelos, a su Señora, Patrona y Madre, y con indecible afecto repetían sus propias aclamaciones: ¡Cihuapiltzin! ¡Tonantzin! ¡Cihicapiltzin! ¡Teonantzin! ¡Cihuapiltzin Tonantzin! ¡To axcatzin! ¡To axcatzin! ¡Noble Indita, Nuestra Madre! ¡Noble Indita, Madre de Dios! ¡Noble Indita, Nuestra Madre! ¡Es nuestra! ¡Es propia nuestra! Las madres, de enmedio de la muchedumbre levantaban en alto a sus chiquitos, y pedían a la Virgen que siquiera por estas inocentes criaturas se apiadase de México, de todos. Y era de ver cómo estos inocentes con su media lengua, y levantando sus manitas repetían: ¡Malía! ¡Malía! (¡María! ¡María!) Mientras tanto, muchos de los indios habían invadido las azoteas de las casas, con permiso de sus dueños, y entre otras artificiosas invenciones habían dispuesto una multitud innumerable de estatuas del tamaño natural, que representaban a Juan Diego con su dichosa tilma doblada y llena de flores y rosas, y al pasar la procesión, por un ingenioso artificio se desplegaban las tilmas y caía como una lluvia de frescas rosas y flores sobre la Virgen, apareciendo en cada tilma la Imagen de Aquella que con su presencia virginal en el Tepeyac había purificado y santificado aquellas regiones. Otros indios, en el mismo tiempo soltaban de sus jaulas muchos pajaritos, especialmente palomitas engalanadas con ligeras tiras de oro y plata volante. Al ponerse el sol, entró por la puerta oriental la Soberana Patrona en el Templo.

Pero entonces empezó otra escena no menos conmovedora e imponente. Los que salían del templo quedaron pasmados al ver como por encanto iluminado vistosamente el Palacio Real y las Casas del Ayuntamiento, gloriándose éstas de haberse en ellas promovido, y el otro de haber recibido a los Comisarios la Jura Patronal. La Plaza de Armas llena de torres y castillos artificiales y los indios con sus caprichosos cohetes y multitud de máquinas que llaman toritos de todos tamaños, y con sus vestidos y entusiastas aclamaciones, metían un alboroto indefinible. Y mientras las demás casas iban encendiendo sus farolillos, hachas, luminarias y otras máquinas pirotécnicas, quedaban todos admirados de la magnificencia   —30→   verdaderamente real con que se festejaba el Patronato. En este asombro oyose el sonido de las trompetas municipales que intimaban silencio para un bando; y fue que el Corregidor, conmovido hasta las lágrimas, hacía saber a todos que por informes que acababa de recibir de los asistentes a los enfermos en los hospitales, el contagio iba desapareciendo a la vista. Aquí de una multitud de voces como una sola y atronadora voz se levantó un grito de júbilo y vítores a la Soberana Libertadora; y un tocar de tambores y conciertos militares y repetidas salvas, redoblaban la alegría y el contento en todos los corazones. Desde la plaza, muchísimos ordenados en peregrinación y cantando cánticos de alabanzas y rezando el Rosario, se fueron a la Villa, a la cual de antemano habían ido algunos Regidores para dirigir la iluminación de las calles, de la Plaza, del Santuario y del Cerrito, en cuya cumbre veíase de lejos una gran luz artificial que imitase la Estrella. El Templo de Guadalupe estaba abierto de par en par, como lo estaba el corazón de la amada Madre para recibir a sus agradecidos hijos; y la milagrosa Imagen rodeada de una aureola de luz, formada de la multitud de cirios y velas, y de los reflejos de los candiles y vasos de plata y oro, aparecía como una visión profética entre las nubes de la gloria.

De este modo se pasó la noche y el Domingo 26 de mayo, fiesta de San Felipe Neri, insigne devoto de la Virgen María, el Templo Metropolitano acogía por la mañana la gran concurrencia de fieles y todo lo selecto de la ciudad que había asistido a la procesión. Colocados todos en sus respectivos asientos, se cantó la Tercia, dirigiendo la numerosísima orquesta el mismo canónigo Comisario de la Jura. Empezó la Misa Pontifical, y cantado el Evangelio, el Secretario del Arzobispo y del Gobierno Superior Eclesiástico, subió al púlpito y enmedio del religioso silencio de tan numeroso concurso, leyó el Edicto con que se promulgaba el Patronato de la Virgen del Tepeyac como había sido jurado por aclamación por los Comisarios de la nobilísima ciudad y Cabildo Metropolitano. Acabada la promulgación, el deán del Cabildo pronunció el sermón u Oración Evangélica al nuevo juramento y Patronato, y lo refiere por entero Cabrera en su Escudo de Armas de la ciudad de México. Continuose después la Misa Pontifical, al fin de la cual se cantó una solemnísima Salve a toda orquesta. Y recibida la pastoral bendición   —31→   del Santo Arzobispo, entre el repique general de campanas y repetidas salvas y conciertos militares, los fieles salieron del templo llenos de viva confianza que les hacía como renacer de muerte a vida.

Insertamos a continuación el Edicto del Arzobispo, así porque nos sirve de un resumen auténtico de lo dicho, como porque es un documento de grandísima importancia para confirmar de un modo tan público, jurídico y solemne, la nunca interrumpida «Tradición del Milagro».

Nos, el Dr. D. Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, por la Divina Gracia y de la Santa Sede Apostólica Arzobispo de esta Santa Iglesia Metropolitana de México y de su Arzobispado, del Concejo de su Majestad, su virrey Lugar Teniente, Gobernador y Capitán General de esta Nueva España, Presidente de la Real Audiencia, etc., etc. A todos y a cada uno de los vecinos, moradores, estantes y por tiempo residentes en esta ciudad de México, sus arrabales, suburbios y lugares que en su recinto o distritos por anexión o dependencia a ella prestan inmediato reconocimiento y subordinación a su político gobierno y ordinaria jurisdicción, salud, y gracia en Nuestro Señor Jesucristo: Hacemos saber cómo impulsado el cuidadoso celo de su Ilustre Ayuntamiento en el contagioso peligrosísimo accidente de que generalmente ha tantos meses adolece esta común, a buscar por único peculiar remedio de la sanidad de la República la poderosísima intercesión y patrocinio de la Santísima Virgen María, compareció ante Nos, por medio de sus diputados capitularmente nombrados, y por escrito que presentaron a su nombre y con poder bastante, se nos hizo relación diciendo cómo el mencionado Ayuntamiento había elegido por Patrona Principal de esta ciudad a la Soberana Reina de los Ángeles en su admirable Imagen de la milagrosa advocación de Guadalupe, con el deseo de que este Patronato se extendiese a todo el Reino y asimismo que el día 12 de diciembre de cada año en que se celebra su prodigiosa Aparición, se le hiciese fiesta con toda solemnidad, pidiendo nos sirviésemos aprobar dicha elección y admitirles al juramento que en semejantes casos se acostumbra; cuya pretensión remitimos por Informe a nuestros muy amados hermanos, el V. Deán y Cabildo de nuestra Santa Metropolitana Iglesia, mandando que con lo que dijesen pasasen los autos de nuestro Promotor   —32→   Fiscal. Lo que así ejecutado, esforzada y corroborada la instancia por la fervorosa devoción de dicho venerable Cabildo, en el Informe que hizo sobre el asunto, y pedídose en vista de todo por la parte del Fisco Eclesiástico lo que tuvo por conveniente, por nuestro proveído en la materia a los 24 de abril próximo pasado, venimos en aprobar, como en efecto aprobamos en cuanto ha lugar, y con sumisión a la Sagrada Congregación de Ritos y arreglamento de sus Decretos, la referida elección de Patrona Principal de esta dicha ciudad en Nuestra Señora debajo del milagroso título de Guadalupe, asignando el día 27 del expresado abril, para que a las diez horas de la mañana en la Capilla del Real Palacio que al presente habitamos, compareciesen los Diputados de uno y otro Cabildo Eclesiástico y Secular a hacer el debido juramento: reservando como reservamos, lo pedido en cuanto a Oficio Propio, Octava y elevación de Rito a dicha Sagrada Congregación como a quien toca; y declarando que en adelante se había de guardar perpetuamente por festivo y de precepto, a voto común, el referido día 12 de diciembre de cada un año; reservando asimismo la publicación de esta Festividad y mencionado Patronato para el día, paraje y forma que señalásemos en este nuestro Edicto, con lo demás que el citado Auto contiene. En cuya conformidad se prestó simultáneamente por los cuatro Capitulares Diputados y se les recibió por Nos el referido juramento en la forma regular y en el lugar y día destinado.

Y en consecuencia de ello, y de la reservación por Nos fecha para la publicación de dicha Festividad y Patronato, mandamos expedir el presente, por el que declaramos, intimamos y publicamos deberse tener y reverenciar por Patrona Principal de esta ciudad, su distrito y jurisdicción, según lo arriba expresado, la devotísima Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, que se venera en su Santuario de los extramuros de ella, y que desde el corriente año en adelante se deberá perpetuamente guardar por festivo y de precepto, por todos y cada uno de los habitantes y residentes en ella y su territorio, el dicho día 12 de diciembre, dedicado, a la celebración de su admirable Aparición, absteniéndose y vacando de cualesquiera ocupaciones, trabajos y comercios temporales, según y con la propia conformidad que nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana tiene mandado observar en los demás días de   —33→   precepto, y que para ello se note así en los calendarios que para lo venidero se imprimiesen. Y que esta nuestra Carta de Edicto publicatoria del referido Patronato y Festividad, se lea en dicha nuestra Santa Iglesia Catedral al Ofertorio de la Misa Mayor el día veinte y seis del corriente, en que con asistencia de todos los Tribunales está determinado se solemnice el Acto de una y otra publicación, y asentándose por certificación a su continuación se ponga en los referidos Autos para que siempre conste. Dado en la ciudad de México, a veinte y cuatro días del mes de mayo de mil setecientos treinta y siete años.


<†> Juan Antonio, arzobispo de México. Por mandado de su Exc. el Arzobispo mi señor, Dr. D. Francisco Ximénez Caro, Secretario, Notario Mayor.                


El Predicador encareció debidamente en su sermón el solemne Juramento; pero no dejó de observar que «al fin los mexicanos tan voluntarios han pagado este justo tributo a tan soberano objeto, que descontaron con lo gustoso lo tardo... Es el día de la Aparición de Nuestra Guadalupana Imagen el día 12 de diciembre. Este es el día que llenó de luz todo nuestro hemisferio; día es que no ha pasado; día en que todos los días bendeciremos y alabaremos a Dios, como presente, todos los que fuimos en él singularmente privilegiados. Este es el día de David; día de cada día, Benedictus Dominus die quotidie; día de cada hora, día de cada instante, día de muchos días, día de muchos años, día de muchos siglos...». (Cabrera, Lib. IV, caps. 10 y 11).




III

Efecto prodigioso de la Jura del Patronato de la Virgen del Tepeyac fue la instantánea liberación de la peste asoladora. «Parece (son palabras del P. Alegre en el Lib. X de su Historia, tomo III, pág. 267), parece que el ángel exterminador no esperaba más que esta resolución (del juramento que se practicó con increíble regocijo de toda la ciudad el 26 de mayo) para envainar la espada que había acabado con tantas vidas. Desde que se comenzó a tratar con calor de dicho Patronato, comenzó a disminuir el número de   —34→   muertos que en 25 de mayo, víspera de la solemne jura, no se enterraron sino tres cadáveres en el Campo Santo de San Lázaro, donde diariamente pasaban más de cuarenta y cinco». Pero esto no se opone al milagro de la liberación de la peste, como lo enseña Benedicto XIV con estas palabras: «non obstare miráculo si aliqui iam peste correpti, dummodo pauci essent, morerentur: quia in miráculo liberationis civitatis a peste non agitur de praeservatione unius aut alterius hominis, sed de praeservatione communitatis: no se opone al milagro si muriesen algunos, ya contagiados; con tal que fuesen pocos; porque en tratándose de una ciudad libertada milagrosamente de la peste, no se trata de la preservación de uno que otro individuo, sino de la preservación de la Comunidad». (De Beatif. et Canoniz., Lib. IV, part. 1, cap. 22, núm. 8). Confirman lo dicho por el P. Alegre, los PP. Cabo y Lazcano y el Pbro. Cabrera. El P. Andrés Cabo en sus Tres siglos de México (Lib. XI, núm. 6), con su acostumbrada concisión escribió: «En este estado tan lamentable (de la peste) se hallaba México cuando el Virrey, la muy noble ciudad y con todos los gremios, por una especie de aclamación determinaron jurar Patrona a la Santísima Virgen de Guadalupe, lo que se celebró en el mes de mayo y con tal felicidad que luego se comenzó a experimentar la protección de tan grande Madre».

El P. Francisco Xavier Lazcano, en la vida del P. Juan Antonio de Oviedo que a la fecha del contagio era Provincial, por testimonio de dicho P. Oviedo y de otros padres que asistieron a los contagiados, escribe que «desde las primeras ideas de un tan debido culto (del Patronato) ya se había observado acobardada y débil la influencia de la Parca. Eran menos los que de nuevo enfermaban, se disminuía el número de los muertos, cada día se lisonjeaba la esperanza con el exterminio próximo de la epidemia. No salió vano el pronóstico, porque en la víspera de la festividad, en la tarde del 26 de mayo, sólo se sepultaron tres cadáveres en el Campo Santo de San Lázaro, donde antes se enterraban ya treinta, ya sesenta cuerpos... Desde el mismo día 26 de mayo, envainaba el ángel exterminador la espada y se desterraba fugitiva la Parca. Y así mandó a las nubes que se desatasen en copiosísimos y sucesivos aguaceros; los que inundaron en aquella tarde, haciendo rebosar los campos, plazas, calles, en abundantes aguas, con que se extinguió el fuego venenoso y sequedad nociva, en que se arraigaba y   —35→   refinaba la cualidad contagiosa como en pólvora; se refrigeraron los aires, se purificó de lleno la espaciosa atmósfera, restituyéndole el apacible y sanísimo clima a la ciudad y contornos de México...». (Lib. IV, cap. l, § 9).

El Pbro. Cabrera, al cual, a petición del Ayuntamiento, el Arzobispo Virrey expidió un Decreto con fecha 8 de junio de 1737 para, que «se le franqueasen todos los documentos concernientes al efecto de escribir la Historia según la muy verídica y formal narración del hecho», escribió: «sonaban más voces que rumores (de campanas, cohetes, etc.), y eran las que aseguraban haber remitido el rigor, no de menos testigos que los que en lo espiritual cuidaban de enfermos y hospitales, que a una voz pregonaban el beneficio y, la mano a que se debía, que no era otra, decían concordemente, que la de María Santísima de Guadalupe, cuyas manos puestas en actitud de quien ora al mismo Juez, le habían hecho deponer de la suya el cuchillo que iba ya al último degüello... Trocose la suerte y comenzó como a ser epidémica la salud... La tarde del 26 de mayo, día mismo de la publicación del Patronato, cayó un aguacero, no de los que no suele escasear este mes y aun el siguiente, sino verdaderamente impetuoso, de los que se afirma sin hipérbole venirse abajo el cielo, cegar calles y plazas, hasta extinguir los nocivos ardores de México. Desde esta tarde corrió como avenida propiamente la salud...». (Escudo de Armas, Lib. IV, cap. 12, núms. 945-951).

En fin, el hecho mismo a la vista de todos de que para desarmar el brazo de la divina Justicia no habían bastado ni los sesenta, y más Novenarios y Triduos, ni las procesiones de sangre y otras plegarias, y solamente el Señor se apiadó cuando su Santísima Madre fue jurada por Patrona en su milagrosa Imagen de Guadalupe, demuestra hasta la evidencia lo que escribía el P. Alegre: «Se reservaba el Señor esta gloria (de la liberación de la peste) para su Santísima Madre en la milagrosa Imagen de Guadalupe del Tepeyac, a cuyo amparo quería se pusiese toda la Nueva España».

Respecto al número de las víctimas de esta pestilencial enfermedad, si podemos con certeza dar su número preciso o más seguro, por lo que toca a la ciudad de México, no podemos afirmar lo mismo cuanto al número de las víctimas que hubo en las otras ciudades y provincias.

  —36→  

Por lo que toca a la ciudad de México, el P. Juan Antonio de Oviedo, testigo de vista que asistió a los contagiados en muchos hospitales, en el Zodiaco Mariano del P. Florencia que él dio a luz aumentado, se expresa así: «en sólo México al cabo de ocho meses pasaban ya de cincuenta y ocho mil los difuntos»: por lo que toca a las otras ciudades, se contenta con decir que «la fatal epidemia que tanto infestó a toda esta Nueva España con muerte de innumerables». (Zodiaco Mariano, Parte II, cap. 1, & 9).

El P. Alegre escribió: «El número de difuntos en sólo la ciudad de México debía haber pasado de cuarenta mil, aunque en la Gaceta de aquel año sólo treinta mil se pusieron. Los cuarenta mil sólo se ajustaron sobre un cálculo prudencial que quizá se hallará muy corto, sabiendo que la Puebla, ciudad menos populosa de indios, donde se ajustó con más exactitud, pasaron de cincuenta mil, y de veinte mil en Querétaro con los de los pueblos y haciendas vecinas». (Lib. X, tomo III, parte 267).

El P. Cabo después de haber observado que el número de cuarenta mil en la sola ciudad de México debía entenderse «sin contar los que los indios echaban en las acequias y los que por sí enterraban», prosigue: «No sabré decir cuántos fueron los muertos en toda la Nueva España. Cabrera, de las matrículas de ciento y treinta Alcaidías, puso ciento noventa y dos mil; pero es de advertir que este cálculo es muy defectuoso, así por comprender sólo los indios tributarios, como por no hablar del resto de todo el reino». (Tres siglos de México, Lib. XI, núm. 11). Esta misma observación, hace el Lic. Tornel, añadiendo que «los padrones de tributos (130 de los 150 partidos en que se cobraban) no comprendían a los niños, viejos, enfermos y fugitivos; y por consiguiente los muertos de estas clases no están comprendidos en aquella enorme suma. Si a éstos se agregan los que murieron de las clases no tributarias, se podrá inferir sin exageración que pasaron de setecientos mil los que fallecieron en toda la República de esa horrorosa epidemia en los pocos meses que duró». (La Aparición, Tomo l, cap. 16, núm. 333).

No parece a la verdad exagerado el cómputo del Lic. Tornel, mucho más si se considera que Villaseñor en su Teatro Americano (P. 1, lib. 1, cap. 15) escribe que quedaron desiertos muchos pueblos de la Gobernación de México. Con esto en nada se disminuye   —37→   el efecto del patrocinio de la Virgen de Guadalupe, pudiendo los mexicanos repetir que a la misericordia de la Virgen deben el no haber acabado: «misericordiae Domini quia non sumus consumpti». Pues de lo referido hasta ahora consta que la peste empezó a fines de agosto, y sólo a principios o mediados de febrero siguiente, se empezó a tratar de la Jura Patronal de la Virgen de Guadalupe, y el P. Alegre nos asegura que «desde que se comenzó a tratar con calor de dicho Patronato, empezó a disminuir el número de los muertos»; y lo propio afirma el Pbro. Cabrera, testigo de vista y muy bien informado.

Hay todavía algo más, que debe llamar nuestra atención: pues si grande fue el número de difuntos, mucho más grande fue el número de contagiados que sanaron, por lo menos en la ciudad. Hemos visto que el P. Cabo hablando de la naturaleza de esta peste, dijo que «los contagiados al quinto o sexto día morían o sanaban, pero con el peligro de recaer, lo que sucedía hasta cinco veces; con lo cual los que habían escapado al primer asalto que los dejaba muy débiles, se rendían a estos últimos». Pues bien, el ya citado escritor contemporáneo y testigo de vista, Pbro. Cayetano Cabrera, en los seis primeros largos capítulos del Libro cuarto de su Escudo de Armas refiere con todos sus pormenores todo lo que hubo en el tiempo de esta epidemia; y del informe que dieron los Directores de once de los muchos hospitales que hubo en esta ocasión, sacó la cuenta siguiente acerca de los contagiados. Entraron en estos once hospitales 45454. Sanaron 35909. Murieron 9595.

Esto demuestra la verdad de la expresión del P. Cabo, que los contagiados al quinto día morían o sanaban. Pero es de notar, primero: que sólo desde enero empezó a tenerse cuenta de los contagiados, que se recibían en estos hospitales; segundo, que no se cuenta el estrago que hizo la peste en los cuatro meses antecedentes, ni en los demás hospitales y casas. Nótese también este hecho que refiere el citado autor: en el hospital de Jesús Nazareno se admitían solamente los españoles que fuesen contagiados de la peste. Pues bien, en seis meses, de 13264 enfermos sólo de 61 fue el número de los difuntos: «demostración palmaria, añade el autor, o de que son mortales solamente a los indios estas plagas, o que a las más sañudas hace frente el regalo, cuidado y asistencia». (Lib. IV, cap. 2, núms. 800 y 801). Efectivamente, el mismo escritor refiere después   —38→   que en el Hospital de Betlemitas, que era de convalecientes, entraron 4509. Sanaron 4502, y murieron solamente siete (núm. 848). En el Hospital de San Lázaro, también de convalecientes, entraron 620. Sanaron 505. Murieron 115. (Núm. 865).

Pero, fuera de México, en donde no abundaban los recursos de medicinas, asistencia y sustento, no puede decirse que de los contagiados sanaran muchos; antes bien, todos morían.

Por ejemplo, el doctrinero de la ciudad de Toluca, certificó el 29 de abril, «que en sólo tres o cuatro días habían fallecido más de mil indios: que los enfermos se hallaban tan contaminados de la plaga, que apenas se hallaba indio sano, e innumerables muertos por los campos, entre cuyos magueyes había recogido no pocos enfermos y no pocos sanos pequeñitos, los que o lloraban desatendidos, o chupaban los yertos pechos de sus difuntas madres». (Núm. 810).

Todo lo dicho demuestra la realidad del prodigio de haber cesado la peste, librándose de mayores estragos los mexicanos, por intercesión de la Virgen de Guadalupe.





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ArribaAbajoCapítulo III

La nación entera jura por su Patrona Principal a la Virgen del Tepeyac


Los comisarios de la capital piden a los dos cabildos de las ciudades, manden poderes para la Jura Nacional.- Juramentos particulares de ciudades y villas.- Juramento de los comisarios en nombre de la nación mexicana y promulgación solemne del patronato nacional en el santuario de Guadalupe.



I

Los Comisarios del Ilustre Ayuntamiento, agradecidos por tan visible muestra de singular protección de la ya reconocida jurídicamente Patrona de la ciudad de México, se apresuraron con todo el empeño que su encendido fervor les dictaba, a cumplir con la cláusula del Juramento, con que se habían obligado a que se extendiese a toda la Nación el feliz Patronato de la Virgen de Guadalupe. Escribieron a este fin muchísimas cartas no solamente a las ciudades cabeceras o diocesanas, sino también a villas o pueblos «hasta los más pequeños lugares», como escribe el contemporáneo historiador. En estas cartas se daba cuenta a los respectivos Cabildos de lo ocurrido en México y se les excitaba a mandar sus Comisarios o remitir los poderes legalizados en toda forma de Derecho a los Comisarios de la capital para proceder a la Jura Nacional.

Por estas cartas y mucho más por el efecto visible que todos iban experimentando del patrocinio de la Virgen del Tepeyac, se   —40→   levantó desde todos los puntos (aun los más remotos) como una voz poderosa que no sólo aclamaba y ensalzaba el noble pensamiento, sino que a porfía con señales de indecible júbilo, reconocían y proclamaban soberana Patrona de la Nación a la que en semblante de noble Indita (cihuapiltzin) se había ya declarado la amorosa y tierna Madre de los Mexicanos. Tan imponente y arrebatadora unanimidad manifestaba visiblemente que el espíritu de Dios excitaba a tantos millares y millones de Mexicanos, para que tributasen a su Santísima Madre el debido homenaje jurídico y litúrgico de jurarla por su Patrona. Esto en substancia quería decir el escritor contemporáneo ya citado, cuando escribió: «Esta devota conmoción de todo el reino de Nueva España a abrigarse de María Santísima y su milagrosísima capa en su Imagen del Mexicano Guadalupe, fue como otra ardiente fiebre de amor». (núm. 961). Con todas las formalidades que la Congregación de Ritos exige, por ante Escribano Público no solamente otorgaron sus poderes a los Comisarios de la capital, sino que no contentos con el título de Patrona Nacional, juráronla también por Patrona particular. El Pbro. Cabrera, después de haber referido con todos los pormenores los Poderes que quince entre ciudades y villas en seis meses habían ya remitido a la capital, añade: «otras ciudades y aun lugares han andado con más actividad en hacer la misma elección y Juramento, que no a remitir los testimonios y poderes».

Por decir algo en particular: cuanto a los poderes otorgados a los Comisarios de la capital, los primeros en llegar fueron los de Puebla de los Ángeles: siguiéronse después los de Valladolid, hoy Morelia, Oaxaca, Guadalajara, Durango, Guatemala, Querétaro, Toluca, Villa de Carrión, Guanajuato, Zamora, Aguascalientes, Cholula y San Miguel el Grande. Los Cabildos Eclesiásticos mandaron sus poderes a los Comisarios del Cabildo Metropolitano, y los Ayuntamientos a los Comisarios del Ayuntamiento de la Nobilísima Ciudad de México.

Por lo que toca a las elecciones particulares, a saber, a la elección de la Virgen de Guadalupe como Patrona particular, también el citado escritor hace mención especial de aquellas ciudades y lugares que «desempeñaron su devoción con más especiales muestras del culto en la elección que hicieron». Estas ciudades y lugares son los arriba mencionados, aunque no con el mismo orden verificaron   —41→   la elección. Pues Puebla de los Ángeles para celebrar el juramento particular «con los esmeros que acostumbra en su opulenta Catedral, como lo expresa el Escritor, difirió hasta mayo del año siguiente de 1738 la solemne función, la que salió tan espléndida y magnífica que luego se publicó un Opúsculo en que se describían estas fiestas verdaderamente seculares. Quien conoce a la ciudad de los Ángeles, hallará que nada hay de exagerado en esto; pues aún en nuestros tiempos la ciudad fundada por el P. Motolinía», «il poverello di San Francesco» lleva todavía la palma en lo que toca a su amor a la Virgen de Guadalupe, como más adelante se dirá.

La ciudad de Querétaro, que se gloría de haber sido la primera en levantar un templo a la Virgen aparecida en el Tepeyac «como una de aquellas ciudades en que tiene más culto María Santísima del Mexicano Guadalupe» (núm. 959), mucho se esmeró en esta ocasión. Y en el Apéndice del Diccionario Universal de Historia y Geografía, México, Tomo III, pág. 698, se lee esta notable circunstancia: «D. José Urtiaga y Parra, Coronel de los Reales Ejércitos, Regidor Decano, Alférez Real y uno de los más ilustres y piadosos sujetos que ha producido Querétaro, fue devotísimo de María Santísima, especialmente en su Imagen de Guadalupe, cuyo afecto le estimuló a suplicar a la Venerable Congregación del Clero de esta ciudad le incorporara en ella, lo que en efecto logró. Tuvo el honor y satisfacción de hacer a nombre de este vecindario, como Alférez Real, el Juramento del Patronato de Nuestra Señora de Guadalupe el día 7 de diciembre de 1737».

La ciudad de San Luis Potosí, fundada por los años de 1591, a los sesenta de la Aparición, desde su origen se mereció el nombre de ciudad Guadalupana. Pues a los pocos años de su fundación, D. Francisco de Castro Mampazo, yendo a San Luis Potosí con el encargo de Oficial Real de las Reales Cajas, trajo consigo de México una hermosa pintura sacada del original de la Santa Imagen, y junto con algunos devotos empezó a construir a una milla de la ciudad el pequeño Santuario de la Virgen de Guadalupe. Durante la construcción murió el piadoso caballero, dejando al Ayuntamiento de la ciudad el Patronato de la Capilla por concluir. Muy gustosos aceptaron los Concejales tan fausto Patronato y en breve tiempo se acabó todo el edificio, dotando el devoto, Ayuntamiento al   —42→   Santuario de una capellanía para el culto. En cuanto llegaron a San Luis Potosí las Circulares de los Comisarios de la Jura Nacional, luego se procedió a la jurídica Acta de otorgamiento de Poderes por ambos Cabildos. Y en los Libros de los Acuerdos del Cabildo de la ciudad de San Luis Potosí, núms. 17 y 35, se leen las siguientes palabras: «El año de 1737, a 22 de octubre juró San Luis Potosí a Nuestra Señora de Guadalupe por su especial Patrona como lo hicieron las demás ciudades del Reino. El de 1771 revalidó la ciudad este juramento del Patronato general de María Santísima de Guadalupe, y particular de Aguas, Minas y Comercio con voto que hizo de celebrarle anualmente un solemne Novenario en la Parroquia». Efecto de esta renovación de Juramento y voto especial fue el empezar luego la construcción del suntuoso y magnífico Templo que hoy todos admiramos como uno de los mejores templos de la República. No deja de merecer una mención especial el origen de la Imagen que hoy día se venera en aquel Santuario. El Gobernador y la Comisión del Ayuntamiento de San Luis Potosí, suplicaron al Presidente de la República D. Anastasio Bustamante para que por su mediación se pintara una Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, cual convenía al suntuoso Santuario. El Presidente recibió con tanto gusto esta petición, que luego dio orden que en su nombre y a sus expensas se pintara con toda diligencia una copia, la más exacta en cuanto cabe, de la Santa Imagen. Así se ejecutó, franqueándose al pintor la vista de la Santa Imagen todas las veces que lo pidió. El día 8 de noviembre de 1838 el Abad de la Colegiata bendijo ante un concurso sumamente lucido la verdaderamente hermosa copia de la Santa Imagen, apadrinando el acto en nombre del Presidente de la República el gobernador del departamento de México. Y el mismo Presidente en su nombre remitió «a los beneméritos ciudadanos Potosinos este precioso retrato de su Patrona».

Debo estas y otras noticias, que por amor a la brevedad omito, a la bondad del Sr. D. Manuel Alemán, antiguo Secretario de la Junta encargada del culto del Santuario de San Luis Potosí.

Concluye Cabrera con decir: «la distancia de las otras provincias no nos permite la puntual averiguación que se desea sobre la especial elección y juramento de cada una». (Núms. 952 y 960). Efectivamente, sea por estas grandes distancias, sea por no juzgar   —43→   tan urgente la remesa de los poderes otorgados, por haber cada ciudad, villa y aun pueblo, hecho la elección especial, no se apresuraron a mandar sus poderes para la Jura Nacional. Para cortar estas dilaciones, los Comisarios de la Capital volvieron a insistir con nuevas cartas en que remitiesen cuanto antes las Actas necesarias. Y por el mes de septiembre de 1746, casi a un mismo tiempo llegaron los expresos mandatos o poderes que se deseaban. Remitiéronse luego al Fisco Eclesiástico con los autos correspondientes; y declarados bastante legales para el efecto, el Arzobispo expidió un Decreto con que citaba a los dos Cabildos, Eclesiástico y Secular, a la votación secreta, según lo dispuesto por el Papa Urbano VIII. Hízola uno y otro Cabildo, el miércoles 28 de septiembre del propio año de 1746; y como por aclamación, pues así lo manifestaba la unanimidad de las dos votaciones secretas correspondientes, fue elegida por Patrona Principal de toda la Nación Mexicana, la Virgen Madre de Dios en su advocación de Guadalupe, cuyo nombre quiso tomar en apareciéndose a los mexicanos en el Cerro del Tepeyac. Fue esta elección un verdadero acto de justicia, más que de devoción, como justamente notó el escritor Cabrera; pues con su Aparición, habiéndose la Virgen manifestado la tierna Madre y Patrona de los mexicanos, la elección no fue más que un reconocimiento jurídico y solemne del derecho que la Virgen tenía a estos títulos.

Levantáronse los Autos en la debida forma de estilo, y los Comisarios pusiéronlos en manos del anciano pastor metropolitano. El Santo Arzobispo contestó qué recibiría el juramento el día que le diesen tregua sus penosas enfermedades, y a los pocos días después señaló el día 12 de diciembre para la solemne promulgación del Patronato Nacional en el mismo templo que la Virgen había elegido como trono de su maternal protección.

Conmoviose a esta noticia toda la ciudad y comenzó a preparar unas fiestas, las más grandiosas que pudiese, como correspondientes a tan augusta solemnidad. Los Comisarios de la Jura Nacional acordaron, previo permiso superior, el orden de las fiestas con el siguiente programa:

El sábado 10 de diciembre en el Templo Metropolitano, con asistencia del Virrey, Real Audiencia y Tribunales, todos en traje de Corte, y del Ilmo. Ayuntamiento y Nobleza de la ciudad, se   —44→   procederá al solemne juramento en manos del Arzobispo, durante la Misa Pontifical. Luego se promulgará el juramento como una nueva Ley en el Foro Civil, que será pregonado y fijado en los sitios acostumbrados de la ciudad con todas las formalidades de una solemne promulgación. El domingo 11 de diciembre, por la tarde, habrá procesión solemnísima, como la que se verificó el 25 de mayo de 1737, pero con la nueva circunstancia de que las órdenes religiosas llevasen en procesión las estatuas de sus fundadores como un digno cortejo debido a la Soberana Patrona de la Nación. El 12 de diciembre, en el Santuario de Guadalupe, durante la Misa solemne, se leerá el Edicto del Arzobispo en que anunciará el Patronato principal de la Virgen de Guadalupe sobre toda la Nación, y que en consecuencia de esto, en los Calendarios Eclesiásticos del Clero Secular y Regular, se note ese día como fiesta de precepto, y en los Oficios divinos se rece el de la Natividad de Nuestra Señora, cambiando el nombre de Natividad con el de Festividad, hasta que la Sede Apostólica no conceda Oficio y Misa propia. En el mismo Santuario se dará luego principio a la Solemnísima Octava, turnándose por su orden las religiones, la Audiencia, los Tribunales, el Ayuntamiento y la nobleza de la ciudad, como en otra ocasión parecida. En fin, se avisaba que en este día y siguientes las calles y casas se adornasen lo mejor que cada uno pudiese, con colgaduras, luminarias, fuegos artificiales, tablados con coros de música y otras señales de fiestas solemnísimas, para manifestar el debido agradecimiento en nombre de toda la nación a la Soberana Patrona y Madre.

Pero mientras con tanto entusiasmo se iban preparando estos públicos festejos, he aquí que llega la infausta noticia de la muerte del católico monarca Felipe V, acontecida en 11 de julio de este mismo año de 1746. Fue, por tanto, preciso guardar el luto debido al Rey y al Hermano Mayor de la Real Congregación de la Virgen de Guadalupe de México, erigida por el mismo difunto Rey en San Felipe el Real seis años antes. Pero el anciano y enfermo Arzobispo, deseando por una parte llevar a cabo el acto de la Jura Nacional, y no pudiendo, por otra permitir se cumpliera por entero el programa de los Comisarios, tomó la acertada siguiente disposición: que la función religiosa del Juramento se hiciese el domingo 4 de diciembre, en la Capilla del Palacio Arzobispal; que el 12   —45→   de diciembre se hiciese en el Santuario de Guadalupe la solemne promulgación; y por lo que toca a la función pública, se suspendiesen todos los festejos prevenidos hasta diciembre del siguiente año de 1747.




II

Rindiéronse dóciles los mexicanos a estas prudentes y justas disposiciones, pero no pudieron menos de dar siquiera una ligera muestra de lo mucho que tenían prevenido para tan fausta solemnidad; y discurrían que con esto no desagradarían al insigne devoto de su Patrona nacional, como fue el difunto Rey. En vista de esto, el Ilustre Ayuntamiento, renunciando o difiriendo para el siguiente año las fiestas civiles, dispuso que la eclesiástica de la Jura nacional fuese lo menos indigna que pudiese, de tan excelsa Patrona. Y el 4 de diciembre, los Comisarios del voto nacional, en representación de todos los Ayuntamientos de Nueva España, salieron del palacio de la ciudad, acompañados con todo el lucimiento de trajes, libreas y coches de gala. Precedían los clarines y timbales de la ciudad; seguían los Ministros inferiores y alguaciles; tras éstos, el tren de suntuosas carrozas bruñidas en oro y forradas de riquísimo carmesí. En una de ellas iban los Reyes de Armas o Maceros del Ayuntamiento; en otra, el Capellán, el Mayordomo y el Escribano del Ayuntamiento, y en la última, que sobresalía a las demás, iban los Comisarios Nacionales, acompañados del Teniente de Alguacil Mayor, a quien seguían criados y lacayos con vistosas libreas. En fin, en otro majestuoso coche iba el Lic. D. Francisco Echávarri, que como Decano de la Real Audiencia y con el título de limosnero de Guadalupe, quiso tomar parte en la función. Muchos de los principales de la ciudad, lograron también tomar parte en tan noble comitiva.

Recibidos en la escalera del Palacio Arzobispal por todos los Oficiales del Gobierno Superior Eclesiástico, los Comisarios fueron conducidos a una pequeña sala muy bien aderezada, en donde por causa de sus enfermedades les esperaba el Arzobispo, y llegados poco después los Comisarios Eclesiásticos, fueron introducidos de   —46→   la misma manera. El anciano pastor, como si tuviese presentimiento de los pocos días que le quedaban de vida, se entretuvo largo rato con los Comisarios, comunicándoles sus más íntimos pensamientos y afectos. Decíales que no sabía cómo explicar el vehemente deseo que tenía de ver pronto acabado tan felizmente el negocio del Patronato, y que ahora que veía cumplidos estos ardientes deseos, sentía un gozo interior, grande, muy grande, que no sabría explicar. Añadió que él desde niño había profesado siempre una muy tierna devoción a la Virgen de los Mexicanos, pues su madre más de una vez le había dicho que al darle a luz viose en peligro de la vida, y que con este apuro le habían traído una Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México, y que en cuanto se le encomendó se vio libre de todo peligro y salió de su cuidado con toda felicidad. Añadió que nueva señal de su particular protección había experimentado en su viaje de Esparta a México, cuando en la mar hubo riesgo de naufragio por una deshecha tormenta. Y uno de los efectos de esta su devoción, era que tenía repartidas en su Palacio más de cuarenta Imágenes de la Virgen de Guadalupe; y con mucho donaire añadía que no entraba allí imagen alguna Guadalupana, que o comprada, o pedida, o a más no poder cariñosamente arrebatada, tornase a salir de su Palacio. Y con más animación concluyó diciendo, que aunque en toda su vida había sido devoto de esta celestial Patrona, ahora sin embargo, más que antes, sentíase atraído a ponerse bajo su amparo, así como un niño se acoge a los brazos de su madre. Admiráronse los Comisarios al ver tanta ternura y expansión de afectos y al contemplar al Santo Anciano como radiante de júbilo. En esto, avisados por el Secretario, se fueron al Oratorio inmediato, que los tiernos hijos de la Virgen habían adornado con profusión. En el suntuoso Altar levantábase un rico dosel, y en él colocada la Imagen de la Patrona Nacional.

El mismo orden fue observado en esta Jura Nacional, que se observó en el Juramento particular de 1737; y los Comisarios de ambos Cabildos en esta Jura fueron los mismos que en dicho año. A saber: los Comisarios Eclesiásticos fueron los Canónigos Metropolitanos, Dr. D. Alonso Moreno y Castro, Deán, y Dr. y Maestro D. Bartolomé de Ita y Parra, Tesorero, los Comisarios del Ayuntamiento, fueron los Regidores perpetuos de la ciudad, D. Felipe   —47→   Cayetano de Medina y Sarabia y D. José Francisco Aguirre y Espinosa: a estos hay ahora que añadir, como se dijo, al Lic. D. Francisco de Echávarri, deán de la Real Audiencia.

Ocuparon las sillas al lado del Evangelio los Comisarios Eclesiásticos, y las del de la Epístola los Comisarios de los Cabildos Seculares, cogiendo enmedio al deán de la Real Audiencia. El Arzobispo, vestido de los preciosos ornamentos pontificales, se sentó en el faldistorio puesto enmedio ante el altar; y hecha por su Secretario una breve relación de todos los Autos, hasta el último en que se citaba al Juramento, unos y otros Comisarios preguntados y requeridos por su Ilma., prestaron simultáneamente el Juramento, los eclesiásticos tacto pectore, y los seculares puestos de rodillas y sus manos entre las del Arzobispo. Leyendo, pues, el Secretario de Cámara la fórmula, «los Comisarios juraron por sí y en nombre de los Cabildos Eclesiásticos y Seculares de estos dilatadísimos reinos, cuyos poderes presentaron, por Patrona general de ellos a la Santísima Virgen María, Nuestra Señora, en su portentosa Imagen que se venera en su Santuario de Guadalupe: de adorarla, tenerla y venerarla por tal su universal Patrona; y por de guarda festivo y de precepto en la forma nuevamente establecida por Su Santidad y declarada por su Excelencia en Edicto de 7 de enero de 1746, el 12 de diciembre de cada año, día en que aconteció y se celebra su prodigiosa Aparición». Todo lo cual recibido y aceptado por el Arzobispo en nombre de la Virgen Santísima, se rezó por los circunstantes el Te Deum y por conclusión el Santo Prelado añadió la oración Deus cuius misericordiae non est numerus. Podían apenas concluir el de voto rezo de acción de gracias, porque desde el principio tanto fue el ardor de devoción que el Señor encendió en sus corazones, que la abundancia de tiernas lágrimas les impedía proseguir y pronunciar las palabras.

El Santo Arzobispo especialmente, con el rostro inflamado y fijos sus ojos en la Santa Imagen, parecía repetir con el anciano Simeón: «Ahora, Señor, despide a tu siervo en paz». Muchos de la ciudad que habían podido lograrlo, presenciaron este tierno espectáculo, y así conmovidos, en saliendo del palacio Arzobispal refirieron a otros y a otros de las principales familias lo ocurrido. «A esta noticia, prosigue el testigo de vista, (Cabrera, Lib. 4, cap. 15, núm. 1007), no pudo contenerse, aunque más se tiró a sofocar, el regocijo: alternáronlo   —48→   los timbales y clarines de la ciudad que hasta allí habían estado en muda; hizo eco el templo de la Catedral con todo el golpe de sus campanas y alternación de sus esquilas; a que respondieron con agradable confusión las de todas las torres de México. En vez de las salvas de artillería que no hubo por razón del luto oficial que se guardaba, tumultuó los sentidos copiosa y prolongada salva de tiros, tanto de disparados fusiles y arcabuces, como de apretados cohetes y bombardas que hicieron tronar la Esfera sin otras nubes que las que adensaban sus humos; y con tal porfía de alborozo, que no satisfecho en repetidas compras de este género, saqueó en el último día a todo precio las más proveídas oficinas. Echáronse también al aire sin citación alguna o convite (a causa de haberse hecho en secreto el juramento), variedad de colgaduras, tapices, gallardetes con que se alistaron las más de las ventanas y azoteas, arbolándolas en alternadas salvas por los nueve días posteriores, incluido el 12 de diciembre, consignado a la Aparición y publicación del Juramento en el Santuario».

En ese día deseaba el Santo Arzobispo asistir en el Santuario a la solemnísima función en que recibiría el juramento público de los Comisarios, y se hiciese la solemne promulgación del Patronato Nacional: pero rendido a la violencia de su enfermedad, tuvo que renunciar a estos sus ardientes deseos.

Con Edicto, por tanto, expedido para el caso, ordenó que unos y otros Comisarios renovasen ante la Santa Imagen y en el concurso y solemnidad de ese día, el Juramento que en sus manos habían hecho, y que enseguida se leyese el Edicto de promulgación del Patronato. Hízose así en el tiempo de la Misa solemne, en que después del Evangelio, los Comisarios, a las gradas del altar, renovaron ante la Santa Imagen su Jura Nacional; y el Secretario de Cámara y Gobierno Superior Eclesiástico, subió al púlpito y promulgó solemnemente el Patronato de Santa María Virgen de Guadalupe, que allí en el Tepeyac doscientos y cinco años antes se había aparecido, sobre toda la Nación Mexicana. Enseguida el Comisario Eclesiástico, Dr. y Maestro Bartolomé de Ita y Parra, predicó un fervoroso sermón cual convenía en esta ocasión; y acabada la Misa se cantó un solemnísimo Te Deum a toda orquesta, en acción de gracias al Señor por el singular beneficio de habernos dado por Patrona principal a su misma Santísima Madre.

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El Templo Metropolitano no quiso quedar del todo mudo en este fausto acontecimiento. Por la tarde del mismo día dio principio a un solemnísimo Triduo en la hermosa y rica capilla de Guadalupe que en aquel templo había construido y dotado con profusión el capitán D. Pedro López de Covarrubias. El miércoles hubo Vísperas y Maitines solemnes con música e iluminación de todo el templo. El jueves, antes de la Misa solemne, hubo una devota y concurrida procesión en el interior del templo. En una peana, que representaba el cerro ornado con flores y rosas y el arco iris, se colocó una Imagen de la Patrona puesta en un riquísimo marco ovalado; y se colocó con tal disposición, que vista a una cierta distancia producía el efecto como si la misma Virgen se apareciese enmedio de las nubes de la gloria. A la Procesión siguió la Misa solemne y sermón, todo «como acostumbra este templo en sus más clásicas funciones». (Núm. 1005).

Pareció que el Señor guardara la vida del Santo Arzobispo para concluir el negocio del Patronato de su Santísima Madre; a la cual el mismo Prelado solía llamar «Refugio preciso, como nacido, de Nueva España y de esta capital que la venera estrella de su Norte». Porque agravándose cada día más su enfermedad, pasó los últimos días de su vida comunicando íntimamente con el P. Mateo Ansaldo, de la Compañía de Jesús: en cuyas manos durmió en el Señor la noche del miércoles 25 de enero de 1747, yendo a ver en el cielo a la Virgen que tan tiernamente había amado en la tierra. Había gobernado la Iglesia mexicana por diez y siete años y como Virrey había gobernado por nueve años la Nueva España. In memoría aeterna erit iustus.




III

Así como lo había decretado el finado arzobispo Vizarrón, en diciembre de 1747, se celebraron las fiestas que estaban prevenidas para la Promulgación del Patronato Nacional de la Santísima Virgen de Guadalupe. «Repartidos nueve días en el Clero y Sagradas Religiones, con asistencia del señor Virrey, Real Audiencia y   —50→   demás Tribunales, con Misas solemnes y sermones, se predicaron y celebraron las glorias de la Gran Señora de Guadalupe, como Patrona de la Nueva España». (Zodiaco Mariano, par. 2.ª, cap. I, c. 7). Y Carrillo en su Pensil Americano, añade: «los regocijos de México en tan deseada función no describo por haberme difundido demasiado en asunto que por sí es tan fecundo. Sólo digo, que como había dilatados tiempos que se preparaban, excedieron con sobradas ventajas a las del Juramento particular (1737), así en esta Corte, como en las demás capitales, ciudades, villas y pueblos de todo el reino, las iluminaciones y adornos de las calles, las invenciones de fuego, de carros, de máscaras, coloquios, loas y otras que difundió el júbilo y la devoción. Pero mucho más excedieron las funciones de Iglesia con ricos y costosos Altares, con Misas solemnes y oraciones panegíricas como lo había practicado la Metrópoli». (Cap. VIII, § 2).

Por lo que toca a la obligación que tienen las generaciones venideras de cumplir el voto nacional, promulgado el día 12 de diciembre de 1746, nótese lo siguiente. Todos los Teólogos convienen en que la Comunidad, a saber, el pueblo, la ciudad, la provincia, o bien la Nación entera, tienen la obligación de cumplir lo que sus mayores prometieron con un voto formal hecho a Dios en honor de la Virgen o de los Santos, para el bien público respectivo. Pero no todos convienen en determinar la razón o motivo de esta obligación. La explicación propia es la que dan con el P. Suárez los Teólogos más acreditados, como lo refiere el P. Antonio Ballerini en su Obra teológico-moral, y es como sigue:

Así como pasa a los descendientes la obligación que por Contrato, Convención o Tratado contrajo el Jefe de la sociedad para el bien común de todos: así también pasa a la posteridad la obligación de cumplir lo que con voto prometieron a Dios los Magistrados anteriores para el mismo fin. Porque los Magistrados, siendo como lo son, la cabeza del cuerpo moral que se llama sociedad, pueden y tienen autoridad de imponer a ésta la obligación de guardar lo que para el bien común determinaron, y la misma índole de Cuerpo Moral, exige que los miembros o individuos se conformen con la cabeza. Esta conformidad se reduce a obedecer, esto es, a ejecutar lo que fue mandado. Ahora bien: esta obediencia transfiere el acto de ejecutar lo que mandó la autoridad legítima a aquella virtud   —51→   moral, la cual movió a los antepasados a imponer tal obligación. Por tanto, si movidos de la devoción a la Virgen o a los Santos hicieron voto a Dios de tributarles algunos obsequios cada año, los descendientes al cumplir lo que sus antepasados prometieron con voto, ejercen un acto de la virtud de Religión, la cual precisamente tiene por objeto el que se rinda a Dios el debido culto y honor. Concluye el P. Suárez: en estos votos públicos, con respecto a la posteridad, la obligación nacida del voto que hicieron los Antepasados, no es más que la obligación de aceptar tal voto en cuanto toca a lo que éstos se obligaron: «obligatio inde orta est obligatio ad acceptandum tale votum quoad voti obligationem». Y como que se trata de cosa ofrecida a Dios, hay obligación de cumplirla por virtud de Religión, «ex virtute religionis». (Ballerini, Opus theologicum Morale, Tom. II, Tractat. VI, Sect. 2.ª, pág. 466 de la 2.º edición).

Por conclusión de este capítulo vamos a declarar lo que se indicó en la nota a la página 22 de este Segundo Libro.

Desde el año de 1737, en que la ciudad de México, y a su imitación otras ciudades y villas juraron por su Patrona especial a la Virgen Santísima en su celestial Imagen de Guadalupe, hubo dos (¡tal para cual!), un Maestro de Ceremonias y un Doctor, y Maestro Catedrático de Vísperas de Teología escolástica, que se levantaron contra el Patronato: el uno impugnando la validez de la Elección; el otro el rezo del Oficio, tomado de la fiesta de la Natividad de la Virgen, que el arzobispo Vizarrón con Decreto de 7 de enero de 1746, había mandado se usara el 12 de diciembre en honor de la Soberana Patrona, mientras la Sede Apostólica no concediere Oficio y Misa propia. Después del Dictamen del Cabildo Metropolitano y de los Togados de la Real Audiencia, como quedan referidos, poco o ningún caso en práctica se hizo de las falacias y sofismas, más bien que verdaderos argumentos, de estos dos aislados opositores: antes bien, sirvieron como las sombras en las pinturas, para que más realce tuviera lo practicado por las ciudades, y dispuesto por el Metropolitano, quedando más confirmado el Patronato y rezo litúrgico en su legítima posesión. Con eso y todo; no faltaron doctos escritores que sólidamente refutaron a los dos contrincantes. El historiador Cabrera escribió luego una disertación, que con el título de El Patronato Disputado se imprimió en México por el año de 1741. Y no contento con esto, en su Obra Escudo de   —52→   Armas, en diez largos capítulos; dio un resumen de lo expuesto en la disertación. (Lib. III, caps. 9 al 19).

Beristáin en su Biblioteca Hispano-Americana, y otros autores mencionan otras obras escritas en esta ocasión en defensa del Patronato Nacional. Aquí ponemos el título de algunas:

Jura del Patronato de Nuestra Señora de Guadalupe de México e invalidado8, por el Br. D. Bernardino de Salvatierra y García, 1737.

El Patronato disputado, disertación apologética por el voto, elección y juramento de Patrona a María Santísima en su Imagen de Guadalupe de México, por el Br. Juan Pablo Zetina Infante, México, 1741.

La autenticidad del Patronato de la Santísima Virgen María en su admirable Imagen de Guadalupe, por el P. Antonio Paredes, de la Compañía de Jesús, profesor de Teología y Filosofía, México, año de 1748.

Omitimos aún el resumen de las objeciones y respuestas que dieron los autores citados a los contrincantes. Y esto por la sencilla razón de que en la sexta Lección del Oficio y Misa en honor de la Virgen de Guadalupe, la misma Sagrada Congregación de Ritos puso en su nombre la siguiente adición: «El arzobispo de México y los demás Obispos de aquellas regiones, con unánime consentimiento de todos, eligieron como Patrona Principal de toda Nueva España a la Beatísima Virgen María bajo la advocación de Guadalupe. Y Benedicto XIV con autoridad apostólica la declaró legítimamente elegida: riteque electam Benedictus XIV auctoritate Apostolica declaravit».

Quédense, pues, el Maestro de Ceremonias y el Catedrático de Vísperas en el olvido que se merecieron.





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