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ArribaAbajo Capítulo IV

Nuevos honores a la Virgen de Guadalupe


El cabildo vaticano decreta una corona de oro a la santa imagen.- El caballero Boturini acopia documentos antiguos sobre la aparición.- Erección de la insigne colegiata en el santuario de la villa de Guadalupe.



I

Mientras de los puntos más remotos de la capital iban llegando los poderes para la solemne Jura de toda la Nación, desde la capital del Mundo Católico llegaba un testimonio de mucha importancia y autoridad en honor de la Virgen de los mexicanos, es decir, el Decreto que el Cabildo de la Patriarcal Basílica Vaticana expidió a principios de julio de 1740 para que, en su nombre, fuese coronada con corona de oro la taumaturga y sobrenatural Imagen de Santa María Virgen de Guadalupe. Sabido es que el conde Alejandro Esforcia (Sforza) Pallavicino, dejó un cuantioso legado a la Basílica Vaticana a fin de promover el culto de la Virgen Madre de Dios, condecorar con coronas de oro las imágenes de ella, veneradas en el mundo.

A fin de conseguir este privilegio para una determinada Imagen, preciso es, en primer lugar, que el Obispo diocesano remita al Cabildo Vaticano un testimonio firmado de su puño y letra, en que afirme que la Imagen cuya coronación se desea, es célebre por antigüedad, por la devoción popular y por la frecuencia de milagros («non minus vetustate, quam populi concursu ac miraculorum frecuencia, celebrem»).   —54→   Junto con el testimonio el Obispo añade la Súplica del Clero y Ayuntamiento de la ciudad que pide el privilegio de la Corona de oro para la Imagen de María Santísima. Recibido el Informe con la súplica, los Canónigos en pleno Cabildo; después de un maduro examen si así lo juzgaren, decretarán la corona de oro («per idem capituluin collegialiter congregandum corona decernitur»). En segundo lugar, el Obispo, recibido el aviso, del favorable despacho de la petición, debe mandar las medidas exactas de la Imagen; su tamaño; si es pintura o estatua; si llega al Niño Jesús y cómo; todo esto para que en Roma el artífice encargado labre muy ajustadamente la corona o coronas de oro; pues si la Imagen lleva al Niño Jesús, éste también antes que su Madre será coronado. Acabada la corona o coronas de oro el Cabildo escoge de su seno a un Canónigo que, como Delegado del Cabildo, vaya a la ciudad para la solemnidad de la coronación, llevando consigo la corona y el Ritual propio de la función. Caso que por la grande distancia o por otra razón no pueda un Canónigo ausentarse de Roma, el Cabildo Vaticano remite los poderes de Delegado al Obispo Diocesano, con la corona y Reglamento propio para que en su nombre proceda a la solemne Coronación.

Todo lo dicho esta, tomado del mismo Reglamento o Instructio Coronationis, impreso en Roma.

Pues bien: por el mes de febrero de 1736 llegó de España a México el noble italiano Lorenzo Boturini Benaducci, señor de la Torre y Hono y Caballero del Sacro Romano Imperio, recomendable por el desempeño de importantes negocios en Austria, Portugal y España. Apenas llegado, se fue a visitar el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, de cuyas Apariciones había tenido algunas noticias. A la vista de la Santa Imagen, «me sentí estimulado, así escribe el mismo Boturin, de un superior tierno impulso para investigar el prodigioso milagro de las Apariciones de Nuestra Patrona de Guadalupe».

Diose luego en busca de antiguos documentos. Y en esto a fines del mismo año de 1736 estalló la espantosa peste de que hemos hablado. Presenció Boturini todo lo que hubo en esta ocasión para acogerse, como último remedio a tantos males, al amparo de la Virgen del Tepeyac: vio con sus ojos las grandes fiestas del Juramento, y el gran milagro de que en acabando de jurar Patrona   —55→   de la ciudad a la Virgen de Guadalupe, luego, al instante, había cesado la peste. Convencido de que la Santa Imagen de la Patrona de México era de las insignes por antigüedad, milagros y devoción popular, quiso para ello conseguir del Cabildo Vaticano el privilegio de la corona de oro. Por lo conocido y apreciado que era en Italia y especialmente en Roma, fue muy fácil encomendar a un amigo suyo, el P. Domingo Torrani de la Compañía de Jesús, todo este negocio y le envió una carta o súplica para el Cabildo Vaticano. En ella Boturini, con fundamento de sólidas razones demostró abundantemente verificadas en la Santa Imagen las tres condiciones exigidas: y para ahorrar el trabajo de dilaciones en esperar la respuesta y remitir las dimensiones exactas de la Imagen, añadió que, caso de que se concediese el privilegio, él tomaría a su cargo que se labrara por su cuenta en México la corona de oro. La carta llevaba la fecha de 18 de julio de 1738.

Los Canónigos Vaticanos, recibida la carta de Boturini, hallaron tan evidentemente demostrado el asunto de la petición, que luego, ob facti notorietatem, por la notoriedad del hecho, dispensando de todo trámite, sin esperar que el arzobispo de México le hiciese la petición de costumbre, con fecha 11 de julio de 1740, expidió el Decreto de la coronación de la Santísima Imagen y lo remitió al arzobispo de México, nombrándole Delegado del Cabildo Vaticano para la solemne coronación y añadiéndole el Reglamento propio para dicha función.

Vamos a dar traducida al castellano la carta que el Cabildo Vaticano escribió al metropolitano de México: hállase, en la Colección de Documentos Eclesiásticos de México, impresa en Amecameca en 1887 por el entonces cura vicario foráneo de allá, después canónigo de la Colegiata, y ahora obispo de Cuernavaca, Ilmo. Sr. D. Fortino H. Vera. (Tomo 1, págs. 695-709).

Ilmo. y Rdmo. señor y de muy singular aprecio: Hemos recibido con fecha 18 de julio de 1738 una súplica del caballero Lorenzo Boturini Benaducci, señor del castillo de Hono, el cual por su piedad y ardiente devoción desea que de la manera que acostumbramos sea coronada con corona de oro a expensas propias, la Imagen de la Santísima Virgen María de Guadalupe, célebre no menos por su antigüedad de dos siglos que por el concurso popular y frecuencia   —56→   de milagros (antiquitate per bina secula non minus quam populi frequentia miraculisque claram), venerada en el suntuoso templo no lejos de la ciudad de México en las Indias. Nosotros, si bien no hemos recibido cartas auténticas de V. Ilma. y Rdma. sobre la verificación de dicha Relación, ni tampoco la petición de la ciudad de México que debía presentarse a nuestro Rdmo. Cabildo; para que sin embargo, atendida la grande distancia de esa Región, no se dilate por más tiempo este obsequio a la Santísima Virgen, ni se defraude la devoción del pueblo, por esta vez solamente derogando nuestro estilo y estatuto que guardamos (laudabili nostro stilo pro hac vice tantum derogantes) hemos determinado condescender con la súplica de dicho Caballero: con tal empero, que V. Ilma. y Rdma. haga la averiguación de las tres condiciones necesarias, a saber: antigüedad, concurso popular y multitud de milagros. En el mismo tiempo tenemos el gusto de participar a V. S. Ilma. y Rdma. que este Rdmo. Cabildo ha nombrado a V. S. Ilma. y Rdma. como su Delegado, para que en su nombre proceda a la dicha coronación: y caso que V. S. Ilma. y Rdma. no pudiere, le concede el poder de sustituir a otro constituido en Dignidad. Confiamos en el celo y piedad de V. S. Ilma. y Rdma. que esta función se cumpla con la solemnidad que corresponda, a no dudarlo, a la dignidad de la Santísima Virgen María en honor del Príncipe de los Apóstoles. Remitimos también para el efecto una copia del Reglamento que debe observarse en la ceremonia de la Coronación... Y con suplicarle nos encomiende a la misma Santísima Virgen María, quedamos de V. S. Ilma. y Rdma. servidores muy adictos. Roma y Julio 11 de 1740. El Cabildo y canónigos de la Patriarcal Basílica Vaticana. Simón Branciforte, canónigo secretario.



El Arzobispo, que a la fecha era el Ilmo. Sr. Vizarrón, recibió muy gustoso un documento de tanto honor a la Virgen de Guadalupe: y al mismo caballero Boturini dio el encargo de preparar todo lo que según el Reglamento fuese conveniente para la solemnísima función. Sin dilación Boturini escribió muchísimas cartas a los Obispos, Deanes y Cabildos, a las Audiencias de Guadalajara y de Guatemala; a los Ayuntamientos y a las personas particulares, solicitando que contribuyesen para los gastos de una función tan extraordinaria.

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Pero...9 el Regalismo, esta descarada Intrusión o abuso del poder real en las cosas eclesiásticas (lo que causó al fin la destrucción de los tronos), lo echó todo a perder y no se hizo nada. Porque a fines del año de 1742 llegó a Veracruz el nuevo Virrey, conde de Fuenclara, y pasando por Jalapa, el Alcalde Mayor de aquella villa le mostró la carta circular que le había pasado el caballero Boturini. Como el Virrey advirtió que en aquella circular no se hacía mención del Pase del Consejo de Indias, se sulfuró sobremanera; y rebosando, de virreinal indignación, prohibió al Alcalde que procediese   —58→   adelante, y llegado a principios de noviembre a la Capital, mandó hacer luego una información sobre la carta de Boturini, su persona, cualidades, etc., etc. El 28 del propio mes de noviembre se cita a Boturini a comparecer ante el Alcalde del crimen, en donde fue acusado de estos cuatro crímenes: «Primero, de ser extranjero y hallarse en este país sin licencia; segundo, de haber colectado donativos sin autorización; tercero, de haberse atrevido a promover el culto de la Santa Imagen, siendo extranjero; y cuarto, de haber tratado de poner en la corona otras armas que las de Su Majestad». Para entender esto último, hay que saber, que en el Reglamento para la Coronación se prescribía, entre otras cosas, que en la corona de oro se grabasen las armas del Cabildo Vaticano y del conde Esforcia Pallavicino, y que sobre la puerta mayor del templo en que se veneraba la Imagen que iba a ser coronada, se pusiese una pintura de la misma imagen con los escudos de armas del Sumo Pontífice reinante, del cardenal arcipreste de la Basílica Vaticana, del mismo Reverendísimo Capítulo y del Delegado del mencionado Cabildo a la Coronación. Los fiscales juzgaron un verdadero desacato al Rey de España el no ver enumerado entre los escudos de armas el del Rey: y... aquí fue Troya.

El noble italiano francamente declaró que había procedido en todo de buena fe, como convenía a un Príncipe del Sacro Romano Imperio; y luego que fue avisado que por un descuido de sus Agentes le habían llegado de Roma los documentos sin el pase del Consejo de Indias, no siendo posible devolverlos para subsanar la falta por estar el mar infestado de corsarios ingleses, como era sabido, había acudido a la Audiencia Real para que supliese el pase, y sin dificultad lo había conseguido. Con eso y todo, el 4 de febrero de 1743, Boturini fue reducido a prisión, se embargaron sus bienes y la célebre Colección de antiguos documentos mexicanos; y a los ocho meses de preso, a pesar de haber el Juez reconocido su inocencia, creyendo sin embargo que no convenía su presencia en el país, bajo partida de Registro fue remitido a España. Llegado a Madrid, fue luego a hablar a nuestro historiador D. Mariano Veytia, para quien llevaba cartas de recomendación de su padre: «Hospedele, escribió el noble Angelopolitano, en mi casa, donde se mantuvo casi dos años, en los que contrajimos una estrecha y verdadera   —59→   amistad que duró hasta la muerte, sin embargo de que por motivos de su conveniencia hubo de separarse de mi compañía». En 12 de junio de 1745, Boturini, por medio del marqués de la Ensenada, dirigió un Memorial al Consejo de Indias, pidiendo se le castigase si era culpable, y en caso contrario se le devolviesen sus papeles y se le indemnizase de los perjuicios que había sufrido. Vista la causa, el Consejo dio los tres siguientes pareceres:

1.º Que se proclamara la inocencia de Boturini y se volviera su honra y buena opinión pública.

2.º Que no se practicase la Coronación de la Virgen de Guadalupe.

3.º Que era digno, de escribir la Historia de América; que se le debía indemnizar de sus trabajos y pérdidas; y que sería digno de S. M. que mandara formar una Academia particular para la Historia de la Nueva España, como la que se ha formado en Madrid...



Sobre estos pareceres, a los 19 de diciembre de 1746, recayó el Real Acuerdo siguiente:

Adopto la opinión del Consejo sobre el primero y tercer punto: me opongo a la fundación de la Academia propuesta; ordeno que Boturini vuelva a México y le nombro historiógrafo de mis reinos de Indias, con sueldo de mil pesos por año para que escriba la Historia General que propone. Todos sus documentos y papeles, sin que falte uno solo, le serán devueltos al más breve plazo, y sin la menor réplica... Ordeno que así se haga.



Esta devolución no llegó a tener efecto, porque Boturini no quiso regresar a México; sino que permaneció en España con su amigo Veytia; y a fines de 1750 pasó a mejor vida, a la edad de unos cuarenta y siete años.

El Museo de Boturini quedó en México. De los inventarios que se formaron del Museo en los años de 1743, 1745, 1804 y 1823, resulta la destrucción paulatina de tan rica colección. De la Secretaría del Virreinato pasó a la Biblioteca de la Universidad; de allí al Ministerio de Relaciones, y al fin al Museo Nacional; y cada vez fue disminuyéndose más y más: hoy casi no existe. La parte más importante de sus manuscritos está en París en poder de Mr. Aubin: algunos hay en nuestro Archivo General, y varios muy interesantes, entre ellos los relativos a la Virgen de Guadalupe.

Las noticias que hemos dado y se irán dando, fueron tomadas   —60→   del Diccionario Universal de Historia y Geografía, impreso en México, año de 1853, Tomo I, pág. 676, y de otro articulo, del Lic. A. Chavero en el Tomo III de los Anales del Museo Nacional de México, págs. 236 y 245.

Si el lector tiene presente lo que se dijo en la pág. 377 del Libro Primero de esta Historia sobre «la Real Congregación de Nuestra Señora de Guadalupe de México» fundada por el Rey Felipe V en la iglesia de San Felipe el Real el año de 1740, no se admirará de que el Rey no adoptó el parecer del Consejo de «que no se practicase la Coronación de la Virgen de Guadalupe». Y no fue más explícito el Rey en este punto, porque suponía que Boturini contando con la marcada protección y benevolencia real, volvería a México, en donde sin tropiezo llevaría a cabo su proyecto.

Pero lo que parece increíble es cómo el Consejo de Indias conociendo el decidido empeño del Monarca en promover la devoción a la Virgen de los mexicanos, manifestase su descabellado parecer de «que no se practicase la Coronación de la Virgen de Guadalupe».

Esto y lo que el virrey Fuenclara escribió sobre Boturini que no convenía su presencia en el país, nos manifiestan la continuación de aquella corriente maléfica en ciertas esferas contra la Aparición, como se dijo cuando se trató del proceso del arzobispo Montúfar contra el malhadado predicador, y de la carta del virrey Enríquez a Felipe II.

Conque, ya comprende el lector cómo y por qué no se llevó al cabo la Coronación de la Santa Imagen en nombre del Cabildo Vaticano; pronto veremos, Dios mediante, cómo León XIII remedió esta falta cumpliendo los deseos del caballero Boturini.




II

Otro servicio, y no menos importante, hizo Boturini al culto de la Virgen de Guadalupe y a la Tradición de las Apariciones, y fue el descubrimiento de mapas, cantares, símbolos, caracteres y manuscritos de autores indios, con que hasta la evidencia se demuestra históricamente el hecho de la Aparición. Es de notar que estando Boturini en Madrid, imprimió en 1746 dos Opúsculos en que dio   —61→   cuenta de sus trabajos y descubrimientos arqueológicos. El uno lleva el título Idea de una nueva Historia general de la América Septentrional, fundada sobre material copioso de figuras, símbolos, jeroglíficos, cantares y manuscritos de autores indios, últimamente descubiertos. El otro, como comprobante de lo que apuntaba en la Historia, se intitula: Catálogo del Museo Histórico Indiano del Caballero Lorenzo Boturini Benaducci...

Oigamos ahora al mismo Boturini en la dedicatoria al Rey Felipe V, fecha en Madrid y febrero 3 de 1745:

Apenas llegado a México, me sentí estimulado de un superior tierno impulso a investigar el prodigioso milagro de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe: en cuya ocasión hallé la historia de ellos fundada en la sola tradición, sin que se supiese en qué manos pararon los monumentos de tan peregrino portento... Fiado de la asistencia del Altísimo que nunca falta a quien tiene buena intención, eché el pecho al agua; y expuesto a la inclemencia del tiempo y a otras infinitas incomodidades, caminé largas tierras y muchas veces sin encontrar albergue, hasta que con ocho años de incesante tesón y de crecidísimos gastos, tuve la dicha, que ninguno pudo contar, de haber conseguido un museo de cosas tan preciosas en ambas historias, Eclesiástica y Profana, que se puede tener por otro de los más ricos tesoros de las Indias...



Y en la Introducción a dicho Catálogo, añade: «No cansaré en referir los inmensos trabajos que me han costado estas Preseas inestimables de la antigüedad Indiana: sólo si advierto que como las tenían y tienen otras, los indios de aquella dilatada región, me fue preciso correr grandes tierras adivinando y preguntando. Y aunque jamás dejé de la mano las emprendidas diligencias, no obstante pasaron dos años sin que pudiese conseguir siquiera un mapa ni ver la cara a manuscrito alguno... hasta que con el favor del cielo se me abrió camino y no sólo logré el expresado en dicho catálogo, sino que conocí que todavía podía esperar otro tanto material... Tengo un precioso material en mi archivo de México, donde queda encerrado un gran número de mapas antiguos, crecido número de manuscritos... montando a veinte tomos entre grandes y medianos, con otro número de fragmentos». (Pág. 6, Idea.) Efectivamente, magnífica y copiosa fue esta Colección de manuscritos y pinturas antiguas, pero de ella apenas puede dar una idea el   —62→   Catálogo que el mismo Boturini de memoria escribió en Madrid, como lo dice en el Prólogo al lector, asegurando «que no me queda escrúpulo de dar noticia que no sea verdadera». Sólo en los inventarios judiciales es donde se descubre el mérito de aquella colección.

Reunida ya la mayor parte de sus materiales, Boturini se retiró, al Santuario de Guadalupe, a una pequeña ermita que había entonces en el Cerrito, y allí se entregó con todo su ardor a escribir la Historia de la Aparición de la Virgen María en el Tepeyac, sobre los mapas, pinturas, cantares y documentos antiguos. «Tres años, escribe Veytia que lo oyó de su propia boca, Boturini se mantuvo en aquella soledad y retiro, empleado todo en estudiar estos mapas, que, según me decía, los tendía en el suelo, y echado de pechos sobre ellos, teniendo a la mano los manuscritos de los indios que los interpretaban, y los apuntes que él había tomado de las noticias verbales que adquirió, pasaba muchas horas del día en su meditación y estudio. Pero como su principal intento y el punto de vista a que se dirigían todos sus deseos era la historia de Nuestra Señora de Guadalupe, en la meditación de ella y en hallar documentos que la apoyasen, gastaba la mayor parte del tiempo».

La obra que meditaba Boturini y no llegó a escribir, iba escrita en latín y llevaba este título: Laurentii Boturini de Benaduccis, Sacri Romani Imperii Equitis, Domini de Turre et de Hono cum pertinentiis: Margarita Mexicana, id est: Apparitiones Virginis Guadalupensis Joanni Didaco eiusque avunculo Joanni Bernardino nec non alteri Joanni Bernardino regiorum tributorum exactori acuratius expensae, tutius propugnatae sub auspiciis... En estilo castellano se traduciría del modo siguiente: La Margarita Mexicana o las Apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, a su tío Juan Bernardino y a otro Juan, cacique y recaudador de los tributos reales, examinadas con más cuidado y más sólidamente defendidas por Lorenzo Boturini de Benaducci, caballero del Sacro Romano Imperio, señor de la Torre y de Hono con sus adyacencias, bajo los auspicios... De esta historia no se conoce más que un fragmento del Prólogo Galeato o Introducción en que el autor propone treinta y un fundamentos en que se apoya la Aparición; y de esta misma Introducción apenas queda la exposición del primer fundamento ab elegantia et fide Historiae Indicae, tomado de la elegancia en que   —63→   está escrita y de la fe que se merece la antiquísima historia en lengua azteca. Pero mientras estaba escribiendo esta historia, Boturini fue reducido a prisión como queda dicho y Fuenclara todo lo enturbió.

Quedan por buena suerte los antiguos documentos, de que hizo un registro en su Catálogo del Museo Indiano, en bastante copia y que hemos citado en los primeros capítulos de esta Historia. Resta solamente dar aquí una somera noticia de estas piezas antiguas, relativas a la Virgen de Guadalupe.

Divídese el Catálogo en treinta y seis párrafos o capítulos, los que se subdividen en números marginales. Por lo que toca, a la Historia de Guadalupe, Boturini bajo este título distingue las piezas en tres clases: «Libros impresos; Manuscritos; Instrumentos públicos y otros Monumentos».

§ XXXIV. Guadalupe. Libros impresos. Enumera trece obras de las que llegaron a su conocimiento: entre éstas lleva la palma la historia impresa en lengua náhuatl, escrita por el noble indio Antonio Valeriano «en propio y elegante idioma mexicano» y dada a luz por el Br. Luis Lasso de la Vega, como queda demostrado en el cap. III del Primer Libro de esta Historia.

§ XXXV. Guadalupe. Manuscritos. Enumera once: cinco de ellos originales en lengua náhuatl, escritos por los indios contemporáneos a la Aparición.

§ XXXI. Guadalupe. Instrumentos públicos y Monumentos. Enumera catorce, entre éstos las Mandas testamentarias antiguas, siendo la más principal de ellas «el testamento original de una parienta del dichoso indio Juan Diego, en papel indiano y lengua náhuatl, en el cual se hace mención de haberse aparecido la Virgen de Guadalupe un Sábado, y le deja a su bendita Imagen unas tierras...». De este testamento que «es pieza de la mayor importancia», como escribe Boturini, y de otros documentos ofrecidos por Boturini, se trató en el cap. XIII del citado Libro Primero de esta Historia. Acabamos de leer lo que el Lic. Alfredo Chavero escribió en su artículo «Boturini», impreso en el tomo III del Museo Nacional de México, a saber, que «hay en nuestro Archivo General algunos Manuscritos (del Museo Boturini) y varios muy importantes, entre ellos los relativos a la Virgen de Guadalupe, fueron míos». Así Chavero.

De todo esto queda demostrado cuán falsa sea la aserción de   —64→   aquellos que andan repitiendo: «la falta de documentos contemporáneos a la Aparición», y lo que nunca podemos dejar de admirar, es que se asientan en la Historia Antigua de los Mexicanos proposiciones y hechos, que se fundan en uno que otro jeroglífico de sólo probable explicación; ¡y se porfía en negar el hecho de la Aparición, apoyado en tantos antiguos manuscritos y pinturas, y mapas y cantares!

Pero dejemos esto y vamos a tratar de la Fundación y Erección de la Insigne Colegiata de Santa María de Guadalupe en su Santuario, y de la elevación del pueblo de Guadalupe a la dignidad de villa.




III

Creciendo cada día más el concurso de los fieles y las peregrinaciones al Santuario de Guadalupe, y avecindándose a su alrededor muchas nuevas familias, se vio la necesidad de ensanchar el templo, y proveerlo de más Capellanes. A lo primero se puso remedio con la construcción del magnífico templo de que hemos dado cuenta. A lo segundo se proveyó bastante con seis nuevas capellanías, que la noble matrona D.ª Catarina Calderón dejó en testamento se fundaran en el Santuario. Pero ni con esto se remedió del todo: pues el P. Florencia (Estrella del Norte, Cap. XXXII) escribía en 1688: «Tiene con eso seis sacerdotes más, con doscientos y cincuenta pesos para su congrua, casas de vivienda bien hechas y acomodadas... Y si este número de seis capellanes creciera con algunas más rentas hasta una docena de presbíteros, pudiera instituirse una Colegiata con su abad y canónigos, que rezaran en el Coro las Horas e hicieran los demás, oficios que en las Catedrales, estaría la Iglesia de la Virgen más bien asistida y administrada... Dios lo inspire a quien puede hacerlo». Y así aconteció: porque en 1706, el Arzobispo fundó en el Santuario una Parroquia, y con esto hubo algunos sacerdotes más; y en 1707, un caballero muy rico dejó lo que fue necesario para la fundación de la Colegiata.

Tratan este punto muchos autores: nos contentamos con citar a nuestro Veytia en sus Baluartes de México (págs. 41-59), al Can.   —65→   Conde y Oquendo, en su Disertación Histórica. (Tomo II, c. 9, núms. 668-673), al P. Antonio Oviedo en el Zodiaco Mariano, y a Carrillo y Pérez en su Pensil Americano. Damos un resumen de lo mucho que nos dejaron los mencionados escritores.

Un caballero muy rico, el capitán D. Andrés de Palencia, a 2 de abril de 1707, otorgó su testamento, y en la cláusula 23 dispuso «que sus albaceas, después de satisfechos los legados que se contenían en una memoria que les dejaba, se fundara un Monasterio de Religiosas Agustinas de Santa Mónica, y no pudiéndose conseguir esto, se fundara una Colegiata en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe: para lo cual hasta su total conclusión asignaba cien mil pesos y más si fuere necesario, asignando el valor y producto de todas sus haciendas, dineros y todo el demás caudal hasta la perfecta consecución de esta disposición»; así y muy justamente Veytia compendia esta cláusula; cuyas palabras textuales son (por lo que toca aquí a nuestro asunto): «Para lo cual en la fábrica y demás gastos, que para ello tengo entendido se necesitan, aplico, asigno y señalo, cien mil pesos, y si no bastare esta cantidad; aplico y asigno la demás cantidad que fuere necesaria en el producto de mis haciendas... También digo que si no se pudiese conseguir la dicha licencia para esta Fundación (de un Convento de Religiosas Agustinas), todavía es mi voluntad se consuma y se distribuya toda la cantidad de pesos que regularmente se pudiera gastar en esta Fundación, en que se haga y funde un Colegiato en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, a gloria y honra de Nuestro Señor y de María Santísima, Abogada Nuestra: lo cual podrán mis albaceas conferir y consultar con personas doctas y celosas para el servicio de Dios, para que tenga efecto; quedando todo el cumplimiento de lo contenido en esta cláusula, a cargo del capitán D. Pedro Ruiz de Castañeda y R. P. M. Fr. Gaspar Ramos, mi Fideicomisario...». (Tesoro Guadalupano, tomo II, pág. 371).

A los tres meses después, muerto el Testador, los cuatro albaceas dieron cuenta a la Corte de esta disposición. Negó el Rey la licencia para la fundación del convento de Monjas, y la concedió para la fundación de una Colegiata en el Santuario de Guadalupe. Recibida esta respuesta real, el primer Albacea y heredero Pedro Ruiz de Castañeda expuso que «aunque el testador decía que se diese algo más si fuere menester, esta expresión podrá entenderse, a   —66→   seis o siete mil pesos más; sin embargo, si se determinase a hacer la erección de la Colegiata como era voluntad del testador, a más de los cien mil pesos, daría otros sesenta mil... De los otros tres albaceas, aunque dos contestaron con Castañeda, el P. Ramos, empero, confesor y Fideicomisario además del Testador, junto con el Fiscal protestaron contra tal interpretación, con la cual Castañeda torcía el sentido de las palabras del Testador, en orden a la cantidad asignada: pues no decía que asignaba cien mil pesos y algo más, sino lo demás que se necesitase hasta la perfecta ejecución de una u otra fundación».

Señaladamente el P. Ramos que conocía más que ningún otro la intención del Testador, sostuvo que «la firme voluntad del Testador fue que para la fundación de monjas, o en su defecto, para la Colegiata en Guadalupe son todos los bienes de Palencia por su cláusula 23 del poder».

Hubo, pues, pleitos y pleitos hasta apelar de la Audiencia al Rey; pasaron meses y años en dimes y diretes hasta que en tiempo del Ilmo. Vizarrón, arzobispo y virrey, los herederos de Castañeda ofrecieron dar hasta quinientos veinte y siete mil pesos (527832), con tal que no les tomasen cuentas. Rehusaron el Fiscal y la Audiencia, pero el Virrey Arzobispo suplicó al Consejo de Indias y al Rey, se dignasen condescender y acabar de una vez todo pleito. Así lo hizo, y quedó la dotación de la Colegiata en la cantidad arriba mencionada, que a razón del 5 por 100 produciría el rédito anual de veinte y seis mil y trescientos pesos (26391,00) para la manutención de la Colegiata. (Veytia, págs. 23 y 48).

Es de notar que el Albacea D. Pedro Ruiz de Castañeda era aquel mismo que con tanto empeño promovió y estaba acabando la grandiosa obra del Templo, como se dijo, que se abrió al culto público el año de 1709. De este empeño, el testador D. Andrés Palencia dio testimonio en la cláusula 20 de su Testamento, y dice así: «Ítem. Es mi voluntad dejar, como dejo, al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, extramuros de esta ciudad, dos mil pesos para ayuda de las vidrieras que se han de poner en las ventanas de dicho Santuario: cuya distribución ha de correr por mano, de dicho capitán D. Pedro Ruiz de Castañeda, persona que se ha empleado en el cuidado de la fábrica de aquel templo, en que ha gastado muy crecido caudal de su hacienda; y esta es mi voluntad». De donde se sigue   —67→   que si el capitán Castañeda, o sus herederos se oponían, no era por falta de devoción u otro motivo torcido, sino porque estaba persuadido de que su interpretación de la Cláusula testamentaria era la verdadera.

Con la misma brevedad vamos a referir los pasos que dio el Rey para conseguir de la Sede Apostólica la erección de la Colegiata. El Sumo Pontífice Benedicto XIII con fecha 9 de enero de 1725 «erige la iglesia Parroquial de Santa María Virgen de Guadalupe, cerca y extramuros de la ciudad de México, en secular e insigne iglesia Colegiata, la cual sea también parroquial, bajo la advocación de la misma Santa María Virgen de Guadalupe», con los por menores que enseguida se explicarán. Dio el Papa la comisión de la erección al Arzobispo, que a la fecha había, de México; pero habiendo éste fallecido, con nueva Bula Pontificia se dio dicha comisión al obispo de Michoacán. El Cabildo Metropolitano Sede vacante habiendo interpuesto recurso a Roma por razón de competencia, el Papa Clemente XII, a los 9 de enero de 1731 expidió nueva Bula: y en fin, por ocupaciones del arzobispo D. Juan Antonio Vizarrón que no pudo hacer la erección, el Rey que entonces lo era Fernando VI, tuvo que suplicar por la cuarta vez a la Sede Apostólica. Con fecha 15 de julio de 1746 el Papa Benedicto XIV despechó la Bula del mismo modo que el Rey se lo pidió. Para la inteligencia de esta expresión es de saber que Fernando VI pedía en la Súplica al Papa que era su voluntad y deseo, que la Colegiata en que se veneraba por todos los moradores de Nueva España con la más tierna devoción y respetuoso celo la milagrosa aparecida Imagen de Nuestra Señora, con el título de Guadalupe, única Patrona de estos Reinos disfrutase la prerrogativa de su entera independencia de los arzobispos de México, en prueba de la distinción con que merecía la Señora por la tierna y singular devoción de Su Majestad. Este privilegio de independencia (según las Reales Cédulas de 10 de febrero y de 15 de septiembre de 1748), consistía en que según el modelo de la Colegiata de San Hipólito de Córdoba, la Colegiata de Guadalupe por lo que toca, a su gobierno y economía no estuviese sujeta al arzobispo de México y gozase de absoluta exención del Ordinario: así que el Abad con dos asociados del Capítulo conociese y procediese en las causas de los Canónigos, y les quedase reservado el examen e institución canónica de los sujetos que   —68→   presentara Su Majestad como Patrono al Papa. Benedicto XIV, informado de la petición por el cardenal Portocarrero, encargado de este negocio, mandó expedir la Bula como se la pedía iuxta petita.

Y para que por falta de alguno no se detuviere más la erección de la Colegiata, pues el protector del Santuario y los indios habían conseguido que su Súplica para una pronta ejecución llegase a Roma; el Papa volvió a cometer la erección disyuntivamente al arzobispo de México o al obispo auxiliar de Puebla, o bien a cualquiera de los cuatro Canónigos de Oficio de la Metropolitana. Y hallándose en este tiempo en Madrid ya electo arzobispo de México por muerte del Ilmo. Sr. Vizarrón, el Dr. D. Manuel Rubio y Salinas, abad de San Isidro de León; y por otra parte, considerando el Rey las demoras padecidas y las que podían ocasionarse, y que muchas de las erecciones de las Iglesias de Indias, con beneplácito de la Sede Apostólica, habían sido hechas por los Obispos electos antes de recibir las Bulas Apostólicas, manifestó al Ilmo. Sr. Salinas el deseo de que luego procediese a la erección. Y así lo verificó en Madrid a los 6 de Marzo de 1749. Quedó pues erigida la Insigne Colegiata de Santa María de Guadalupe de la manera siguiente, que copiamos de Veytia: «Un Abad con dos mil doscientos cincuenta pesos de renta; diez Canónigos con mil y quinientos pesos cada uno; de los cuales tres han de ser de oposición, el Doctoral, el Magistral y el Penitenciario; y los otros siete de presentación del Rey; seis Racioneros con nueve cientos pesos cada uno; seis Capellanes del Santuario con doscientos treinta pesos cada uno, a más de la renta que gozaban por las Capellanías fundadas en él, pero con la precisión de asistir al Coro; un Sacristán mayor con cuatrocientos pesos, otro menor con trescientos; cuatro acólitos con ciento veinticinco pesos cada uno; dos Mozos de servicio con ciento veinte pesos cada uno; un mayordomo con seiscientos pesos, etc., etc. Pero, añade Veytia, este plan de erección que la Cámara del Consejo de Indias presentó al Rey, sufrió alguna modificación en el acto de erección que hizo el Ilmo. Sr. Salinas; «pues lo he tenido en mis manos y leído; y en ella erige el Arzobispo la Abadía, tres Canónigos de Oposición, siete de Merced del Rey, seis Racioneros, dos Sacristanes, un Mayordomo y cuatro Acólitos: con que el Rey se conformó».

El Ilmo. Sr. Salinas entregó los autos de la erección de la Colegiata al Consejo de Indias, y cuando fue a despedirse del Rey Fernando   —69→   VI, éste le dijo: «Vais al Toledo de las Indias, aunque está muy lejos»; queriendo con estas palabras ponderarle la importancia de la metropolitana de México. A 24 de agosto de 1749, el Ilmo. Sr. Salinas fue consagrado Obispo en Puebla de los Ángeles por el Obispo Diocesano, y el 10 del siguiente mes de septiembre llegó a la capital.

Pero mientras el Ilmo. Sr. Salinas navegaba para México, los del Consejo de Indias hicieron un detenido examen de los Autos que había dejado de la Erección de la Colegiata, y con mucha sorpresa advirtieron que varias cláusulas de la erección se oponían directamente a la Real voluntad de que la enunciada Colegiata de Guadalupe fuese independiente en su gobierno y economía, de la Iglesia Metropolitana: pues desde luego en el párrafo segundo de la erección, el Ilmo. Sr. Salinas protestaba: «qué no es su ánimo establecer cosa alguna contra los derechos de la jurisdicción ordinaria, y por consiguiente, somete a ella la Colegiata entera y perpetuamente, en todo y en todas sus cosas». (Conde, Tomo II, núm. 673). Avisado el Rey, ocurrió luego a Roma por la quinta vez, suplicando de nuevo a Benedicto XIV «que se dignase de confirmar dicha erección con las restricciones, ampliaciones y enmiendas que constaban de una Nota que se le dirigió por el Consejo y reparando en toda forma las heridas dadas por el Ilmo. Comisionado, concediendo de nuevo a la Colegiata la absoluta independencia de los arzobispos de México. Vino en ello el Sumo Pontífice y expidió otra Bula en 26 de enero de 1749, confirmando más expresamente lo que el Rey había pedido.

Al siguiente año de 1750 llegaron de Madrid a México el Abad y Canónigos de la nueva Colegiata, y a principios de marzo presentaron al virrey y al Real Acuerdo la Bula del Papa y las Reales Cédulas de 27 de mayo de 1749, pidiendo se les mandase dar el Pase, que con efecto se dio, «mandándoles dar el debido obedecimiento y cumplimiento». Con esto, a 18 de marzo el abad pasó a presentarlas al Arzobispo, y con ellas su título, pidiendo la colación y canónica institución. Opúsose fuertemente el Arzobispo a la erección de la Colegiata; quejose con el Abad de que le habían de mala fe ocultado en Madrid estas Reales Cédulas al tiempo de hacer la erección, que de ningún modo hubiera hecho con tales condiciones; y concluyó con negar la canónica institución; y he aquí otra   —70→   vez pleitos y pleitos. El Arzobispo informó al Rey de que, a más del derecho que tenía, no era conveniente en estas partes tan distantes de la Corte, conceder una preeminencia tan alta, capaz de insolentar a los súbditos, etc. El Rey, para no dilatar más este negocio, respondió que por ahora se procediese a la canónica institución con la subordinación de la Colegiata a la jurisdicción del Arzobispo. El Abad y Canónigos con ejemplo de insigne sumisión y obediencia, el 23 de octubre del siguiente año de 1751 recibieron de manos del Metropolitano la institución canónica; siendo la señal más característica de la posesión del señor Abad según la real orden, el apoderarse de la llave del viril de la Santa Imagen. Y con esto cesó de todo punto la discordia. (Veytia, págs. 52 y 55).

El Coro, escribe Carrillo (núms. 76 y 77) que por la frente ciñe su pavimento la crujía de plata es todo de obra prima y de delicado gusto. El antepecho y sillerías son de madera de caoba, y el primero con sobrepuestos de plata en que se invirtieron ochocientos noventa y nueve marcos y cinco onzas; y hacen la pieza de un conjunto muy gracioso, coronando la parte superior la Imagen Guadalupana de talla. Compónese la sillería de dosórdenes de asientos; los altos para el señor Abad y Capitulares, y los bajos para los Capellanes y Ministros del Coro. Aunque lo más de su materia es de madera de caoba, participa del ébano y otras exquisitas maderas en que de alto y bajo relieve representan historiadas las Letanías de la Virgen con otros jeroglíficos alusivos a los atributos y prerrogativas de la Señora, y otras sagradas historias, y ejecutado todo con acierto y primor en la talla, dibujo e idea. Hay en fin, en el Cono un órgano famosísimo cuyas mixturas están compuestas de un flautado tan vivo, sonoro y alto que llena la iglesia de sus voces y los corazones de alegría, especialmente en el acompañado de la Salve que diariamente se canta por las tardes, concluidas las Horas Canónicas.



En estos últimos años un viajero francés, después de haber visitado el Santuario y tomado sus apuntes, remitió al periódico católico Le Pelerin de París, un largo artículo que se lee en el núm. 446 de 1885. Después de una muy exacta relación de las Apariciones, se ve un grabado con este letrero: «Vista de la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe fundada por orden de María cerca de México», y describiendo el Coro escribe: «Catorce mil graciosas figuras   —71→   de ángeles, de símbolos, de animales, de quimeras y otras fantasías artísticas, dan vida y alma a los asientos del coro». (Le Pelerin. Nîmes: 7 diciembre de 1885, año 9, núm. 446).

Queda por decir algo sobre la elevación del pueblo de Guadalupe a la dignidad de Villa. Ya se ha dicho que de día en día iba aumentando la población alrededor del Santuario: de lo que informado el rey Felipe V, con Real Cédula de 25 de diciembre de 1733, erigió en Villa el pueblo de Guadalupe y mandando al Virrey la pronta ejecución del Decreto Real. Hubo estorbos y dificultades que impidieron la ejecución: hasta que con ocasión de tratarse en la Corte el negocio de la fundación de la Colegiata, suplicaron al Rey que, siendo tan recomendado en los Sagrados Cánones que sean calificados los lugares en que se hagan fundaciones de Colegiatas, se sirviese dar al pueblo de Guadalupe el título y prerrogativas de Villa, segregando su Jurisdicción de la de la Ciudad de México, y poniendo en ella Justicias propias para españoles e indios. En esa fecha, el pueblo de Guadalupe contaba cincuenta familias de españoles y ciento diez de indios; los españoles estaban sujetos al Corregimiento de México, y los indios al Gobernador del barrio de Santiago Tlaltelolco. Muy gustoso accedió el rey Fernando VI a la petición; y con Real Cédula de 21 de agosto de 1748, erigió dicho pueblo en villa de Guadalupe, y confirmó al Virrey la facultad que el Rey su padre le había conferido de señalar el propio territorio, formar el plan de la Villa, repartir sitios para labrar las casas, poner Justicias y Regidores propios para españoles e indios, declarando la dicha villa de Guadalupe del todo independiente de la jurisdicción de la ciudad de México.

Notificadas estas Cédulas, los indios desde luego se separaron de la parcialidad de Santiago, y eligieron sus Justicias y Gobernador como acostumbraban en los demás pueblos; por lo que toca a los españoles, nada se hizo. La causa principal de esta dilación debe atribuirse, según Veytia, a la falta de agua potable, que había en el pueblo; pues no había otra que la del río de Tlalnepantla, que pasa inmediato al Santuario, cuyas aguas, cuando llegan al pueblo, vienen ya muy sucias a más de ser aluminosas. Hubo pues necesidad de continuar la obra colosal de conducir el agua de otro punto muy sano, empezada desde mediados de junio de 1743. Desde cerca del mismo pueblo de Tlalnepantla, cuatro leguas distante   —72→   del Santuario al Poniente, se emprendió la construcción del Acueducto; obra verdaderamente romana, de 2287 arcos de cal y canto, algunos tan capaces y elevados, que parecen triunfales; en cuya fábrica se gastaron más de ciento veintinueve mil pesos... (129350). El día 7 de julio de 1751, se vio entrar el agua y correr con júbilo universal en la hermosísima pila que estaba fabricada enmedio de la plaza, enfrente del Santuario de Nuestra Señora. (Zodiaco Mariano, pág. 64).

Concluye Veytia: «Pero todavía en este año de 1754 no se ha dado paso a la formal erección de villa y su gobierno, ni al repartimiento del sitio para fabricar, no obstante las instancias de muchos que lo solicitan, especialmente de los prebendados de la Colegiata, que viven incomodados, y muchos por no tener en donde vivir se mantienen en México, precisados a andar dos leguas por lo menos cada día para asistir al Coro».

Se verificó la formal erección de la población en villa de Guadalupe por los años de 1778.

Finalmente, por decreto de 12 de febrero de 1828, se ha decorado la villa con el título de ciudad, bajo el nombre de Guadalupe de Hidalgo. Con esto y todo se sigue llamando constantemente por todos con el nombre antiguo y significativo de Villa de Guadalupe; quedando la otra denominación para los documentos públicos y oficiales. En 1895 el Registro Civil contaba 8279 habitantes.





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ArribaAbajo Capítulo V

Se promueve en Roma la Confirmación Apostólica del Patronato Nacional


Los Obispos y los Cabildos Eclesiástico y secular de la nación otorgan sus poderes al P. Juan Francisco López de la Compañía de Jesús.- Se reúnen los documentos oportunos para la congregación de ritos.- El P. López en Roma consigue la Bula de Confirmación.



I

Al año después de haber llegado a México el nuevo arzobispo Ilmo. Sr. D. Manuel Rubio y Salinas, los Comisarios de la Jura Nacional fueron a suplicarle se sirviese ayudarles a cumplir con la última cláusula del Juramento con que se habían obligado a conseguir de la Sede Apostólica, en nombre de la Nación, la confirmación del Patronato Nacional, la aprobación del Oficio y Misa propia, y la concesión de Indulgencias para el Santuario. Aceptó muy gustoso el Arzobispo la Súplica de tan nobles representantes de la Nación, y deseoso de cumplir cuanto antes este importantísimo negocio, dio orden de que se preparasen todos los documentos convenientes, que con la Súplica debían presentarse al Sumo Pontífice y a la Sagrada Congregación de Ritos. En esto la Provincia de la Compañía de Jesús, en la 28.º Congregación Provincial acababa de nombrar a principios de noviembre de 1751 por su primer Procurador a Madrid y a Roma al P. Juan Francisco López, Maestro de Prima en Teología en el Colegio Máximo de México. Y habiendo   —74→   sabido que el P. Francisco de Florencia, en 1670 nombrado Procurador, a su vez había trabajado en Roma para el mismo fin y que en su obra (Estrella del Norte, Cap. XIII) había dejado escrito «advierto que si esta materia se hubiese de reproducir en Roma, sea yendo persona de acá inteligente que la trate con empeño y viveza», el Arzobispo y los demás del Clero y de la ciudad, juzgaron que el P. López fuese muy a propósito para desempeñar este encargo. Y en toda forma lo nombraron Procurador de la Nación Mexicana para con la Santa Sede, otorgándole todos los Poderes.

Y puesto que a este benemérito padre mucho le debemos los mexicanos, voy a poner aquí unos breves apuntes tomados de la obra del veracruzano P. Luis Maneiro, escrita en elegante latín e impresa en tres tomos en Bolonia, ciudad de Italia, en 1792. En esta obra el P. Maneiro escribió la vida de algunos mexicanos de la Compañía de Jesús, célebres por sus virtudes, sabiduría y trabajos apostólicos. Y en el tomo II, págs. 193-228, escribe la vida de nuestro P. López: («Joannis Aloisii Maneiri Veracrucensis De Vitis aliquot Mexicanorum, aliorumque qui sive virtute, sive litteris Mexici imprimis floruerunt. Bononiae MDCCXCII PARS. SECUNDA: pág. 193. Joannes Franciscus Lopezius»).

El P. Juan Francisco López nació de piadosa, noble y rica familia en la ciudad de Caracas, capital de Venezuela, el 5 de abril de 1699. En su tierna edad perdió a su madre; por lo que su padre concentrando todo su cariño en este único hijo, para darle una educación esmerada y sólida, determinó trasladarle a la ciudad de Veracruz, en donde la Compañía de Jesús tenía abierto un colegio de estudios, de donde después salieron tantos varones, como por ejemplo el P. Alegre y el P. Clavijero, etc. Tenía el niño Juan once años de edad cuando empezó a cursar las escuelas del colegio; y estudiaba ya Bellas Letras con calificación de sobresaliente, cuando pidió a su padre el permiso de entrar en la Compañía. Mucho costó al bueno y piadoso señor el sacrificio de este único y querido hijo suyo, que con los modales de noble y devoto caballerito, se había ganado el afecto de todos. Hizo, pues, el padre del jovencito Juan, el sacrificio de su hijo a Dios, y a los dieciséis años de edad, con la bendición de su piadoso padre, el 12 de noviembre de 1718, Juan entró en el noviciado de Tepotzotlán. A los dos años fue puesto a estudiar Retórica, después Filosofía y después Teología.   —75→   Dotado de raro talento y prodigiosa memoria, acabó con éxito brillante sus estudios; y después de haber hecho por febrero de 1733 la solemne Profesión, fue destinado a enseñar Bellas Letras en San Luis Potosí y en Veracruz; Filosofía en Zacatecas y en México; y en esta misma ciudad y después en la Universidad de Mérida en Yucatán, la Teología. Entre sus discípulos tuvo la gloria de contar al célebre canónigo de la Catedral de México, Dr. D. Cayetano de Torres, varón muy sabio, a quien principalmente debe su Biblioteca la Metropolitana, y varón también tan humilde, que a fuerza de ruegos y lágrimas, consiguió no fuese presentado al Papa para un Obispado. Este venerando Canónigo, tanto amó a su padre maestro, que cuando éste, desterrado y anciano vivía en Italia, lo socorrió constantemente con cuantiosos recursos. «Hic ergo Caietanus Lopezium Magistrum semper amavit, coluit, praedicavit, atque in solo alieno senescentem inopia premi non permisit». Sobre ser excelente Catedrático, el P. López fue infatigable en los ministerios con los prójimos, y mucho empeño tuvo siempre en enseñar el Catecismo en la Casa Profesa de México. A más de esto, fueron tantos los escritos que publicó, así originales, como traducidos, especialmente del italiano, que parece que jamás dejó de la mano la pluma. Mencionamos aquí solamente dos de sus Obras: la primera fue la de Teología dogmática en tres tomos, que presentó en Roma al P. general Ignacio Visconti, el cual «le dio gracias por el servicio que había hecho a la Iglesia por ser su Obra de sublimísima doctrina». La otra fue el célebre Manual de Párrocos, ajustado al Ritual Romano, que dispuesto por el P. Manuel Venegas, S. J., anda por las manos de los párrocos, aprobado por todos los obispos mexicanos.

Elegido Procurador de la Provincia a fines de 1751, recibió de los obispos mexicanos y de los Comisarios de la Jura plenos poderes para el negocio de la confirmación del Patronato Nacional de la Virgen de Guadalupe, como más adelante se dirá. Vuelto de Europa continuó en sus ministerios con el mismo celo y copioso fruto que antes. El año de 1767 estaba en el colegio de Puebla de los Ángeles, cuando el 25 de junio se notificó a todos los de la Provincia el Decreto de Carlos III, que los desterraba de su patria. A los 26 de julio del propio año, el P. López contando a la fecha sesenta y nueve años de edad, salió desterrado de su patria para La   —76→   Habana; de allí a Italia, en donde fue nombrado Rector de los desterrados mexicanos, que se habían reunido en una Residencia cerca de Bolonia. Por razón de su quebrantada salud fue mandado pocos años después a Ferrara, en donde sobreponiéndose a sus achaques siguió trabajando y propagando la devoción a la Patrona de los mexicanos. El cardenal Mattei arzobispo de Ferrara, mucho lo estimó y amó y más de una vez lo visitó en su última enfermedad. Durmió en el Señor a los 6 de enero de 1781, contando a la fecha ochenta y tres años y nueve meses de edad. Se le hicieron honras convenientes por los ciudadanos de Ferrara asistiendo el Arzobispo, y fue enterrado en la Iglesia Parroquial de Santa Francisca Romana, pudiéndose hasta hoy día leer la inscripción que se puso en su sepulcro.

Este, pues, fue el P. Juan Francisco López que recibió el honroso encargo de Legado de los obispos mexicanos y de toda la Nación para conseguir de la Sede Apostólica, la confirmación del Patronato: «Pontificum omnium Ecclesiae Mexicanae atque universorum Ordinum Legatus ad Summum Christi Vicarium constitutus ut electio Mariae Virginis Guadalupanae in Primam Regni Mexicani Patronam Romance Sedis auctoritate sanciretur...» (pág. 206).




II

Ya se dijo en el capítulo XIX del Libro Primero de esta Historia que por el año de 1663 se hicieron al papa Alejandro VII las primeras Súplicas dirigidas a este mismo fin y que por respuesta recibida se procedió en 1666 por mandato de la Congregación de Ritos a sustanciar el Proceso Apostólico, o el Testimonio de las Informaciones sobre el milagro de la Aparición. A dos puntos se reducían los Documentos auténticos remitidos a Roma. A saber, la prueba jurídica, sobre la Tradición Universal y constante de la Aparición, y los testimonios jurados de los facultativos en Pintura y Medicina, con que se demuestra que la Santa Imagen es sobrenatural así en su origen; como en su conservación. Volviose, pues, a los ochenta y cinco años de interrumpido, a reanudar este importantísimo negocio: y los Documentos que el Arzobispo mandó se diesen   —77→   al P. López para presentarlos a la Congregación de Ritos se reducían a los dos puntos arriba referidos; testimonios auténticos de la Tradición y Dictamen de los Peritos sobre ser sobrenatural en su origen y en su conservación la Santa Imagen que la Virgen nos había dejado en señal de sus Apariciones y de su amor.

Cuanto a lo primero, pareció bastante para el intento llevar los Autos auténticos de la Jura Nacional, testimonio luminosísimo de la Tradición atestiguada tan solemnemente por el Cabildo Metropolitano, por la Real Audiencia y por todos los Cabildos Eclesiásticos y Seculares de la Nación. Porque contábase, y con razón, con el hecho de que ya existían en Roma las Escrituras auténticas remitidas a la Congregación de Ritos en tiempo del Papa Alejandro VII y de Clemente IX, su inmediato sucesor. Contábase, además, con que existían también los Autos de la erección de la Colegiata, entre los cuales, había la célebre Súplica de Fernando VI, el cual pedía la erección de la Colegiata, principalmente «para mayor culto de la milagrosa Aparecida Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe única Patrona de estos Reinos»; lo que, a decir verdad, es un testimonio de mucho peso por ser tan público, tan solemne y oficial del Monarca Católico acerca del hecho histórico de la Aparición. Y no hay que pensar en que los Soberanos en sus peticiones a la Sede Apostólica se funden en meras conjeturas o probabilidades para apoyar sus peticiones y tan solemnemente cómo en el caso presente.

Cuanto a lo segundo, como en ese tiempo florecían en México pintores de mucha fama, y entre ellos descollaba el célebre pintor Miguel Cabrera, el Arzobispo y el Cabildo de la Colegiata, juzgaron muy conveniente dar a Cabrera el encargo de hacer en unión de otros Pintores que juzgase más aptos, un reconocimiento exacto de la Santa Imagen según las Reglas de Pintura, y de dar por escrito su dictamen. Así, pues, el día 30 de abril de 1751 Cabrera y tres Pintores de los de más crédito hicieron el examen minucioso y detenido de la Santa Imagen: y los tres convinieron con él en que la Santa Imagen era a todas luces de origen sobrenatural y en que su conservación en tales circunstancias no podía atribuirse sino a una causa también sobrenatural. Escribió Cabrera su Dictamen, que dio a examinar a otros tres célebres pintores; y mientras tanto, se le encargó que hiciese luego una copia lo más exacta que   —78→   pudiese de la Santa Imagen para presentarla al Sumo Pontífice en nombre de los mexicanos. Para proceder con acierto, Cabrera hizo tres copias, y en este trabajo, desconfiando de sus propias fuerzas, suplicó al célebre José de Alcíbar y a otros no menos célebres, que le ayudasen con sus observaciones, por haber observado y examinado detenidamente más de una vez el divino original. A principios de abril del siguiente año de 1752, Cabrera tenía concluidas las tres copias; pero para darles la última mano, el día 15 de abril se fue con las tres al Santuario, y después de un nuevo reconocimiento y cotejo del original con las tres copias, Cabrera entregó al P. López, para Roma, la copia más parecida; con la otra obsequió al arzobispo Salinas, y reservó para sí la tercera, como modelo de las muchas que cada día se le ofrecía hacer.

A su tiempo, Dios mediante, se tratará por extenso, del Dictamen de estos siete pintores. El P. López; reunidos todos los documentos convenientes, acompañado de los votos ardientes de toda la Nación, y con la bendición de la Santa Madre de Dios en su Santuario, a fines de abril de dicho año de 1752, emprendió su viaje para Madrid y Roma. Llegó felizmente a España; fue a Madrid, desempeñó los encargos que se le habían confiado, recabó de la Real Congregación de la Virgen de Guadalupe de México, erigida en San Felipe el Real, una Súplica al Papa para la confirmación del Patronato. Luego se fue a suplicar al Rey se sirviera, como Hermano Mayor de la Congregación, firmar la súplica de su puño y letra; y añadir como Soberano otra Súplica en el mismo sentido, interponiendo su intercesión, como pocos años antes lo había hecho para la erección de la Colegiata. Fernando VI, que ya estaba dispuesto a hacer todo lo que pudiese en honor de la Patrona de los mexicanos, muy gustoso hizo todo lo que el P. López le pidió. Con estas Súplicas y con cartas de recomendación que recibió de no pocos personajes de la Corte, el P. López llegó finalmente a Roma.

Después de haber cumplido su oficio de Procurador de la Provincia con el Padre General que a la fecha era el P. Ignacio Visconti (Vizconde), manifestó que como Procurador nada menos que de una Nación, traía el encargo de recabar de la Sede Apostólica la confirmación del Patronato de la Virgen de Guadalupe. Oyó el parecer de los padres sobre el modo práctico de llevar adelante con buen éxito tan importante negocio; y persuadido de que éste   —79→   debía tratarse con empeño y viveza, según el dictamen que dejó escrito el P. Florencia, empezó a dar los pasos convenientes para preparar los ánimos de los que pudiesen ayudarlo con el Papa, que entonces era Benedicto XIV. Visitó por tanto a algunos de la Corte Pontificia, para quienes llevaba cartas de recomendación, y la primera diligencia que hizo, fue explorar por la eminente interposición de un Cardenal, que se le mostró muy benévolo, cuál fuese el dictamen particular de Su Santidad, sobre la gracia que la Nación mexicana deseaba. La respuesta fue «que no le parecía ni exótica, ni inmoderada aquella petición, porque la falta de documentos originales antiguos se suplía abundantemente con la pública fama y tradición de más de dos siglos, que sin oposición pregonaba por milagrosa la Aparición de la Santísima Virgen en México. Añadió que la Súplica de los Obispos Mexicanos merecía suma consideración y era de mucho peso en la Congregación de Ritos, mucho más cuando el nombre de aquella venerable Imagen no era desconocida en la Dataría Pontificia, en la cual así por otros Pontífices como por el actual se habían despachado diversos Rescriptos bajo el expresado título. Pero, añadió, sólo reparaba en que jamás, por lo que sabía, se había introducido en la Congregación de Ritos pretensión de rezo Guadalupano: y podía considerarse como acto de poca circunspección conceder a las primeras instancias a la milagrosa Imagen de México, un culto que no se había decretado hasta pasados muchos siglos y después de repetidos ruegos a favor de la Santa Casa de Loreto, sin embargo de venerarse en los Estados de la Iglesia, ni del famosísimo Santuario de Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza, capital del reino de Aragón». Por esta última observación no se desanimó el P. López, porque contaba con que en los Archivos de la Congregación de Ritos debía hallarse la formal Petición del Rezo, hecha ya en tiempo de Alejandro VII y Clemente IX. Otro día visitó el P. López a otro de la Corte Pontificia, el cual a las primeras insinuaciones que le hizo entresacó de su librería la Historia de la Aparición escrita por Becerra Tanco y mostrándosela al P. López dijo que sentía muy tierna devoción a esta Patrona de los mexicanos, y que por consiguiente haría todo lo que estuviese en su mano para el feliz despacho de sus súplicas.

Y pasando después a visitar en el Convento de la Minerva al P. maestro Tomás Ricchini de la Orden de Predicadores, secretario   —80→   de la Congregación del Índice, fue recibido con las más atentas muestras de cariño por las eficaces recomendaciones con que le tenía prevenido el Rdmo. P. Antonio Bremond, Maestro General de la Orden. Empezaba el P. López a hablar de su encargo cuando el P. Ricchini, tomándolo de la mano lo condujo a una capilla secreta en donde acostumbraba celebrar la Santa Misa, y mostrándole una Imagen de la Virgen de Guadalupe en el Altar le dijo: «Tiempo ha que venero esta venerable Imagen, encantado por el atractivo de su Divina belleza, aunque ignorante de su advocación; gracias a Dios que por medio de V. R. me ha descubierto su precioso origen». Concluyó la visita con animar al P. López a presentarse al Papa. La Imagen que veneraba el P. Ricchini en su Oratorio privado parece que sería la que en 1660 fue mandada a Roma: como se colige de lo que el P. Lazcano escribe en la Vida del P. Juan Antonio Oviedo. (Lib. IV, cap. 4, y § 4).

Por estas y otras felices providenciales coincidencias que le descubrían, a su parecer, la protección de la Virgen, el P. López solicitó una audiencia privada del Papa.




III

Benedicto XIV tenía, como la tuvo Pío IX, una afabilidad verdaderamente paternal que luego abría a la confianza los corazones de los que eran admitidos a su presencia; y por los excelentes informes que ya tenía del P. López, le recibió con muestras de benevolencia singular y le animó a exponer de viva voz con todos sus pormenores todo lo que se refería a la Aparición. Esto es lo que deseaba el Procurador de los mexicanos: habló pues con aquel ardor de afecto con que un tierno hijo habla en favor de su madre, y como era de carácter vivo y muy elocuente, oíale el Papa con mucha atención y señales de interés y satisfacción. Y llegando al punto de la relación de la Aparición, en que Juan Diego desplegó su tilma delante del Santo Obispo Zumárraga, de repente con permiso de Su Santidad tomó en la puerta de la antesala en donde le tenía prevenido y enrollado, el lienzo pintado por Cabrera, y cual otro Juan Diego desplegándolo ante el Papa «he aquí, Padre Santo», prosiguió   —81→   lleno de un entusiasmo indescriptible, «he aquí cómo la Virgen Madre de Dios se apareció a los mexicanos». A la vista de la Santa Imagen quedose sorprendido y como suspenso el Papa y enterneciose hasta las lágrimas, y después de un breve silencio preguntole al P. López ¿Así es? Sí, Beatísimo Padre, respondió el P. López; pero no digo bien, añadió, no es así; porque esta copia aunque esté sacada por el más diestro pincel de México, no es más que un borrón en comparación del divino original. Y habiéndola el Papa examinado con más atención pronunció aquellas palabras: non fecit taliter omni nationi: no hizo así la Madre de Dios con otras naciones10; lo que debe entenderse haber dicho Benedicto XIV con respecto a la Santa Imagen, pues con respecto a las Apariciones, no hay nación católica que no cuente con algunas de estas sobrenaturales manifestaciones de la Madre de Dios. La singularidad de la Aparición de la Virgen a los mexicanos consiste en que la misma Virgen les dejó milagrosamente pintada en la tosca tilma de Juan Diego la manera y el semblante en que se apareció.

Aceptó con benevolencia el Padre Santo, el obsequio que con aquel lienzo le hicieron los mexicanos y dando al P. López buena esperanza del pronto y feliz resultado de su negocio, dio fin a esta   —82→   primera audiencia. Y para que aquella Santa Imagen estuviese con más veneración, a los pocos días el Soberano Pontífice la mandó como regalo a las Religiosas de la Visitación: como si quisiera dar a entender que así como la Virgen Madre de Dios había visitado en vida a su parienta Santa Isabel, así había desde el cielo visitado con su Aparición a la naciente Iglesia Mexicana, dejándole una prenda de su maternal benevolencia en su milagrosa Imagen. Y lo que es más, este mismo pensamiento se expresa en la Misa que luego se aprobó en honor de la Virgen de Guadalupe. Pues la Misa está tomada de la fiesta de la Visitación. Mucho gusto tuvo el P. López al oír tal soberana disposición; pero antes que llevasen a las Religiosas Salesas la Santa Imagen, hizo que fuese puesta en un riquísimo marco que de intento había traído de México. Formábase el marco de las más preciosas maderas del país y llevaba en los cuatro lados o extremidades unos sobrepuestos muy bien labrados de plata viva. Excusado es decir el gozo con que aquellas hijas de San Francisco de Sales recibieron tal don y de tal mano; desde entonces tuvieron a la Virgen de Guadalupe por su Patrona, como a su tiempo, Dios mediante, se dirá. Basta por ahora decir que estas religiosas fueron las primeras en pedir al papa Benedicto XIV el permiso de celebrar el 12 de diciembre con el Oficio y Misa propia que acababa de aprobar; y al presente, la Santa Imagen de la Patrona de los mexicanos se venera en la Iglesia de las Salesas en el Monte Aventino, en donde tuvieron que recogerse en estos últimos tiempos.

Había dado ya orden el Papa a la Congregación de Ritos de ocuparse con preferencia en el examen de la súplica y documentos presentados por el P. López; y había también dado aviso a los Prelados que le asistían en la Antesala, que luego que se presentase el P. López se le diera aviso para que sin demora fuese introducido. Con esta ocasión pudo el P. López hablar más de una vez con el Sumo Pontífice, el cual le apreció tanto que quiso informarse de muchas otras cosas relativas a la Iglesia en estas remotas regiones. A los pocos días el Secretario de la Congregación de Ritos manifestó al P. López que examinados todos los documentos presentados quedaba plenamente demostrada la verdad de la Aparición; que los otros documentos recogidos en Roma, a saber: Relaciones históricas de la Aparición, impresas en italiano, medallas y estampas   —83→   acuñadas y grabadas en Roma desde años atrás, demostraban muy bien la publicidad del portento y la devoción que había a la Virgen de México en Italia, Espada y otros reinos. Lo propio debía decirse de las Bulas Pontificias y Reales Cédulas de los Monarcas Católicos acerca de la erección de la Colegiata en el Santuario, o de la fundación de la Real Congregación de la Guadalupe de México en Madrid. Pero, añadía, como de todo esto no consta que haya sido propuesta en los amos antecedentes la Súplica para el Oficio y Misa Propia, no se podía expedir ningún decreto con que se aprobara el rezo litúrgico que había presentado. Respondió el P. López que en dos ocasiones se había ya elevado a la Sede Apostólica la Súplica formal y, expresa para conseguir el rezo; la primera en 1663 al papa Alejandro VII, la segunda por el de 1667 a Clemente IX, su inmediato sucesor. Replicó el Secretario de la Congregación que nada de esto constaba en los documentos presentados, y que nada tampoco había encontrado en los Archivos. Estando seguro el P. López de que realmente habían llegado a Roma estas peticiones formales, con permiso del Secretario procuró que el Archivero, ayudado de otro revolviera con más atención los estantes del Archivo y registrara los Depósitos de las oficinas para encontrarlas. Todo trabajo inútil: ¡nada se halló! En esta perplejidad supo el P. López que corría en Roma traducida al italiano una Relación de la Aparición, y con la Relación iba también traducida la Súplica elevada a la Sede Apostólica, y que los padres del Colegio Romano podrían darle razón de ella. Corre luego a buscarla en la vasta Biblioteca del Colegio; la encontró registrada y anotada en el Catálogo de los libros; y cuando lleno de alegría fue a buscarla en el estante señalado, ni allí ni en otros la encontró. Y he aquí al buen Padre lleno de pena y abatido por el temor de que todo había de fracasar; pues no había que pensar en que la Congregación de Ritos transigiera en lo más mínimo. No sabiendo qué hacer se fue a solicitar del Secretario del Cabildo Vaticano una copia del Decreto de 11 de Julio de 1740, de que se habló en el capítulo antecedente (pág. 55); la consiguió muy pronto; pero en nada pensó que pudiera aprovecharle; pues lo que necesitaba era la noticia de la formal Petición presentada ya para el Rezo; y ésta por más investigaciones y pesquisas y preguntas que hiciese, ¡no parecía! Volvíase, pues, un sábado por la mañana el P. López muy triste y pensativo   —84→   a la casa Profesa, y pasando por una de las calles más frecuentadas de Roma, los gritos de un vendedor de libros, que casi a sus oídos iba repitiendo: «Libri vecchi, libri vecchi; Libros viejos, libros viejos», le despertaron de los tristes pensamientos, en que iba abismado, y más bien para librarse de las molestias del porfiado vocinglero, que por ganas que tuviese de comprar libros, dio una ojeada a unos que llevaba abiertos. Mas ¿cuál fue su sorpresa, cuando en uno de ellos halló nada menos que lo que tanto deseaba? Era precisamente la Relación escrita por el prelado romano Anastasio Nicoselli, de la cual hemos hablado en el Cap. XX del Libro primero de esta Historia, y en la cual se citaba hasta el número que lleva el cuaderno de Escrituras Auténticas mandadas a Roma a Alejandro VII y Clemente IX «notado al margen con el número 3971». En este hallazgo inesperado vio el P. López la mano de su Patrona, que ocurría a socorrerle como y cuando menos lo pensaba, porque este Documento tan irrefragable dio la victoria al P. López; pues en él se exaltaba a la mayor autoridad la notoriedad del milagro y de las historias relativas: se desvanecía de todo punto la objetada dificultad de no haberse jamás entablado en Roma el asunto de la formal petición del Rezo Guadalupano; y más, cuando el libro del prelado Nicoselli, por su autor, por la autoridad del maestro del Sagrado Palacio Apostólico, al cual iba dedicado, por el idioma, lugar, año de impresión que fue el de 1681, era un evidente testimonio que hacía indudable su imparcialidad, y con tantos pormenores refería el hecho de haber por dos veces la Nación Mexicana elevado a la Sede Apostólica sus súplicas para la concesión del Oficio y Misa propia en honor de su Patrona Santa María Virgen de Guadalupe.

Excusado es decir si el buen vendedor de libros viejos hizo su agosto, pues él P. López le dio el triple y más de lo que pedía. Sin perder tiempo hace encuadernar el libro de Nicoselli, con el testimonio del Cabildo Vaticano sobre la coronación de la Santa Imagen, y se pone a escribir una bien meditada súplica al Papa Benedicto XIV. En esta súplica, que como veremos, mereció ser insertada en la Bula pontificia, el P. López después de haber referido las Apariciones de la Virgen en el Tepeyac, la devoción siempre creciente de los mexicanos a la Santa Imagen, los milagros y beneficios recibidos, los templos, a cual más suntuoso, erigidos, la   —85→   Jura Patronal y la erección de la insigne Colegiata; en nombre de los mexicanos, cuyos Poderes especiales había presentado, pidió al soberano Pontífice estas cinco cosas: que su Santidad se sirviese confirmar con Autoridad Apostólica la elección de la Santísima Virgen María en su milagrosa Imagen de Guadalupe como Patrona Principal de toda la Nación; de aprobar el Oficio y Misa propia, añadiendo al fin de la sexta Lección una breve noticia de la Aparición y de la Jura Patronal; de conceder Indulgencias plenarias y parciales al Santuario de Guadalupe y a la Capilla del Cerro en donde por la primera vez la Virgen se apareció; de conceder también Indulgencias semejantes a la Congregación erigida en dicho Santuario; de confirmar finalmente en perpetro el privilegio ya concedido del Altar de Anima.

Luego llevó la Súplica y el Libro de Nicoselli al Papa, al cual mucho gustó el incidente del vendedor de libros, que de tantos apuros sacó al P. López. El 24 de abril de 1754 la Congregación de Ritos expidió el Decreto con que «aprobaba el Oficio y Misa propia en honor de la Beatísima Virgen María, bajo la advocación de Guadalupe, Patrona Principal del Reino de Nueva España o México, para el día 12 de diciembre con Rito doble de primera clase con Octava». Recibido el Decreto, el P. López hizo imprimir centenares y millares de ejemplares del Oficio y Misa con el Decreto de la Congregación en la Tipografía de la Cámara Apostólica; y los despachó de antemano a México, como primera señal del amparo de la Virgen en sus trabajos. Todavía en estos años se ven en México varios ejemplares de dicha Edición Romana: cuya portada lleva enmedio la Imagen de la Virgen de Guadalupe con las palabras: non fecit taliter omni nationi y en el principio el letrero: Officium in Festo B. M. Virginis de Guadalupe Mexicanae. Romae MDCCLIV... En este mismo tiempo el P. López hizo reimprimir muchos ejemplares de la Relación antigua que había encontrado en Roma; y a él también se atribuye otra Relación latina impresa en Madrid para que en todos los reinos de Europa fuese más y más conocida la Patrona de los mexicanos.

En Roma por la Semana Santa tiene lugar la bendición de los Agnus Dei tan conocidos y venerados en el mundo católico. Estos devotos objetos son de cera bendita, y llevan por un lado la Imagen del místico Cordero de Dios, y por el otro la de la Virgen, o   —86→   bien de los Apóstoles y otros Santos. Discurrió el P. López que no le sería difícil conseguir de la benevolencia del Papa el que en la Semana Santa de aquel año le bendijesen Agnus Dei con la Imagen de la Virgen de Guadalupe. Fuese, pues, a pedirle esta gracia: pero el Padre Santo al oír la gran muchedumbre que de tales devotos objetos deseaba el P. López, mostró dificultad en concederle tan gran cantidad, temeroso de que la gran copia de ellos disminuyese la debida veneración, (id causatus a magna copia huiusmodi sacris imminui, reverentiam). A lo que el P. López contestó: Beatísimo Padre; puedo asegurar a Vuestra Santidad, sin sombra de exageración, que los mexicanos tienen mucha, muy mucha veneración a estos objetos piadosos, por venir de Roma y del Padre Santo, como ellos dicen. Porque estos Agnus Dei puestos en relicarios de oro o de plata, o son colocados en los altares, o bien, si son de pequeño tamaño, encerrados en estuches de oro, llévanlos las señoras principales al cuello colgados de una cadenilla de oro; y nadie que no sea sacerdote se atreve a tocarlos fuera de sus estuches. Admirose el Papa de tanta piedad y devoción, y para promoverla concedió con positiva satisfacción y contento todo lo que el P. López había pedido. Esto no dejó de asombrar a los de la Corte Romana, porque decían, es la primera vez quizás que se labran ceras Agnus Dei que lleven Imágenes de particular devoción de una Provincia o nación. También al presente se conservan en México estos Agnus Dei.

El 25 de mayo del propio año de 1754 se expidió la Bula Pontificia, en que Benedicto XIV no sólo confirma con autoridad apostólica la elección que los mexicanos hicieron de la Virgen de Guadalupe por Patrona nacional, sino que el mismo sumo Pontífice, en su nombre y con Apostólica Autoridad, ordena, manda y decreta que la mencionada Beatísima Virgen María, bajo la advocación de Guadalupe, sea tenida, invocada y venerada como Patrona de Nueva España: «eamdemque Dei Genitricem Mariam de Guadalupe nuncupatam uti principalem Novae Hispaniae Patronam et Protectricem habendam, invocandam et colendam esse statuimus, declaramus atque iubemus». De esta Bula también el P. López hizo imprimir muchos ejemplares en la Tipografía de la Cámara Apostólica; y en otro capítulo, Dios mediante, daremos la traducción.

Sólo, por conclusión, se nos permitirá aquí una breve reflexión.

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Si por acaso, en lugar de la confirmación apostólica, el Sumo Pontífice hubiese juzgado conveniente diferir para otra ocasión el despacho de la Bula hasta que fuesen elevadas a la Sede Apostólica nuevas y repetidas instancias, como de ordinario se estila en casos semejantes, los pocos opositores que por su desgracia niegan la Aparición, ¿cuánta fuerza no harían contra ella? Encarecerían que todo un Benedicto XIV, nada menos, el más versado en la ciencia de Ritos, el más erudito en sus dictámenes, el más profundo conocedor de la Disciplina Eclesiástica, el autor en fin de la Obra monumental De Beatificatione et Canonizatione, había reconocido, (así dirían ellos torcidamente) siquiera como dudoso el hecho de la Aparición. Y mientras este mismo Soberano Pontífice con toda su Autoridad apostólica nos manda reconocer e invocar como Patrona principal a la Virgen María de Guadalupe «cuya sagrada Imagen se venera en la Iglesia Colegiata, extramuros de la ciudad de México», estos infelices hacen punto omiso de este Diploma Pontificio y porfían en su temeridad. ¡Roguemos por ellos!





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ArribaAbajo Capítulo VI

Vuelta del P. López a México y promulgación de la Bula


Recibimiento del P. López en Veracruz, en el santuario y en la capital.- Fiestas solemnísimas en la Metropolitana y en la Colegiata.- Un milagro de la Virgen de Guadalupe en Puebla de los Ángeles.



I

Habiendo ya el P. López conseguido de la Santa Sede todo lo que los mexicanos le habían pedido, se fue a despedir del Sumo Pontífice, para darle, o mejor dicho, reiterarle en nombre de su Nación, las más afectuosas y expresivas gracias por tantos beneficios que le había concedido. Respondió el Papa que muy gustoso había accedido a la súplica de tan buenos mexicanos, y añadió: «Te aseguro que he hecho más por los mexicanos y en obsequio de la Virgen Guadalupana, que por los italianos en honor de la Santa Casa de Loreto». El canónigo Uribe, en la censura del sermón del P. Mier, escribió: «El P. López refirió esto muchas veces a su íntimo amigo el Dr. y Maestro D. Cayetano de Torres, Maestrescuela de esta Santa Iglesia (de México), de cuya boca lo oí también muchas veces, yo el Penitenciario». Con razón escribe el Can. Conde: «Ello es que a los 223 años de aparecida esta Santa Imagen en México, a distancia de más de tres mil leguas de Roma, se vio inclinado el Santo Padre a concederle Oficio y Misa propia, cuando era sabido en toda la Iglesia que para la Traslación de la Santa; Casa de Loreto, muy poco distante de aquella Capital del   —89→   mundo, no pudo conseguirse en más de quinientos años, ni en más de mil y setecientos para la aparición de Nuestra Señora en el Pilar de Zaragoza, y nunca para la Guadalupe de Extremadura11; y todo se logró precisamente a diligencia de un pobre Jesuita indiano, escudado solamente de una copia de Nuestra Señora de Guadalupe y revestido del carácter de Congregante de la Señora en Madrid; digno por cierto que para la inmortalidad de su nombre pendiese su efigie de una cornisa del Templo de Nuestra Señora de Guadalupe de México». (Tomo II, c.9, § 2, pág. 425).

Efectivamente, si contamos los años desde la primera introducción de esta Causa Mexicana en la Congregación de Ritos por el año de 1663, hallaremos que a los noventa y un años y no más de haberse introducido, se consiguió la confirmación Apostólica del culto tributado a la Virgen aparecida en el Tepeyac. Y si más lo apuramos, sabiendo, como tenemos dicho, que este negocio quedó interrumpido por ochenta años, debemos asombrarnos de la facilidad y presteza con que se consiguió una gracia tan señalada. Verdaderamente que la Sede Apostólica, como la Santa Madre de Dios, no hizo así por aquellos tiempos con otras naciones lo que hizo con la mexicana. Gratitud sin límites debemos los mexicanos a Benedicto XIV, y sería de desear que en el Santuario hubiera una estatua, un busto de mármol o siquiera una pintura de Pontífice tan benemérito del Santuario, de la Colegiata y de las glorias de la Patrona de los mexicanos.

De Roma el P. López se fue a Génova, llevando consigo varios jóvenes estudiantes de la Compañía que habían conseguido del P. General el permiso de pasar a México en las Misiones. Antes de embarcarse, con fecha 23 de julio de 1754, el P. López escribió al Abad de la Colegiata de Guadalupe avisándole que, como por colmo del feliz resultado de su misión, el Templo de Guadalupe quedaba agregado a la Patriarcal Archibasílica Lateranense.

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Para apreciar convenientemente este singular privilegio, es de advertir que el augusto Templo de San Juan de Letrán en Roma, lleva el título de Archibasílica Patriarcal, Madre y Cabeza de las Iglesias de Roma y de todo el Orbe «Sacrosancta Patriarchalis Lateranensis Ecclesia... Omnium Ecclesiarum Urbis et Obbis Mater et Caput». Y se le debe esta primacía por ser la Catedral del obispo de Roma, en cuanto es Pastor Universal y obispo de la Iglesia Católica; y en esta Iglesia es en donde el Nuevo Papa toma solemne y pública posesión de la Cátedra Apostólica y es coronado Pontífice Romano. Puede de ahí deducirse el gran tesoro de indulgencias con que los Pontífices Romanos enriquecieron la Catedral del Mund; y de ahí también se deduce el gran privilegio que tiene el Santuario de Guadalupe, sobre cuya puerta principal se leen grabadas estas palabras: Sacrosancta Lateranensis Ecclesia; porque visitando el Santuario se ganan todas las indulgencias, como si se visitara la Archibasílica Lateranense de Roma. De este privilegio trátase también en las cartas del Rdmo. Capítulo Lateranense a la Colegiata de Guadalupe por los años de 1794.

De Génova el P. López con los Estudiantes, se fue a España; y la primera diligencia que practicó fue la de presentar al Consejo de Indias los Diplomas Pontificios; y esto para que contra la ejecución de las Bulas Apostólicas no se tomasen disposiciones parecidas a aquellas con que en México se inutilizó el Decreto del Cabildo Vaticano, que el benemérito Boturini había conseguido y arriba se relató. Después el P. López se fue a Alemania para reclutar otros jóvenes estudiantes de la Compañía que deseasen ocuparse en las dilatadas Misiones que tenía la Provincia de México. Vuelto de Alemania tuvo que esperar en Madrid para asistir a las solemnísimas fiestas que la Real Congregación Guadalupana de México hizo en la Iglesia de San Felipe el Real el 12 de diciembre de 1755, en que se estrenó el nuevo Rezo del Oficio y Misa propia, y el P. López predicó un sermón que fue luego dado a luz allí mismo en Madrid.

Arreglados todos sus negocios, recibidas todas las correspondencias y encargos, y libre ya de todo empeño, el P. López con los nuevos operarios que de los Colegios de Italia, España y Alemania había juntado para las Misiones, se fue a Cádiz. Pero mientras estaba esperando la ocasión oportuna para embarcarse, he aquí que de   —91→   Roma le llegan cartas del Vicario General de la Compañía, en que le avisaba que volviese pronto a la Congregación General que iba a reunirse para la elección del nuevo Pre pósito en lugar del Rdmo. P. Ignacio Visconti que acababa de morir el 4 de mayo de 1756. Como la Congregación General dilataría seis meses para reunirse, y proceder a la elección, el P. López contestó que no podía detenerse por más tiempo en Europa, por ser necesaria su presencia en México, en donde tenía que entregar despachos de grandísima importancia: ni por otra parte podía dejar solos a tantos jóvenes estudiantes que llevaba consigo. Reconocidos por muy justos y razonables estos motivos, al fin el P. López con todos los suyos se embarcó para México. Llegó felizmente a Veracruz, a fines de agosto, en donde fue recibido por una Diputación de ambos Cabildos, con tales muestras de afecto y de alegría que, como escribe Conde «no sería recibido un triunfador en Roma con mayor alborozo y alboroto, aunque entrase con mayor fausto, brillo y pompa, que lo fue el P. Juan Francisco López al entrar en México con la Bula de Benedicto XIV, por la cual Su Santidad aprobaba el Patronato Universal de Nueva España en Nuestra Señora de Guadalupe, y le concedía Misa y Oficio propio con rito doble de primera clase y Octava...». A los diez días de viaje llegó a Guadalupe, en donde a la entrada del Santuario fue recibido por los canónigos de la Colegiata y conducido al altar. «No creo, prosigue Conde, no creo yo que los mapas de las provincias ganadas fuesen desdoblados en aquellas augustas funciones dentro del Capitolio con tanta fiesta, bullicio, aplauso y celebridad cuanto lo fue el Pergamino pontificio en el tribunal del señor Arzobispo dentro de la Iglesia del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe y delante de sus altares».

Viose entrar al triunfador López en el templo de aquella Insigne Colegiata con la Bula de Su Santidad sobre el pecho, pendiente del cuello con listones muy ricos y cordones de hilo de oro. (Conde, Tomo II, núms. 689 y 690). Delante del altar de la Soberana Patrona estaba el Arzobispo, rodeado de los Canónigos de la Metropolitana y de la Colegiata, de los Presidentes de los Tribunales y de los Regidores de la Ciudad. Presentose respetuoso el P. López al Arzobispo y poniéndole en las manos el Diploma Pontificio con breves y encendidas palabras le suplicó le ayudase a dar gracias al Altísimo por haber dirigido sus pasos hasta dar cima al encargo   —92→   que Su Ilma. y la Nación le habían conferido. Y enmedio de tiernas lágrimas de júbilo y de agradecimiento, cantose luego un solemnísimo Te Deum, reservándose mayores fiestas para los días siguientes.

De igual modo, si no es con mayor número y entusiasmo, fue recibido el P. López en la ciudad: no nos metemos en pormenores y sólo añadimos que el Ayuntamiento de la ciudad, los representantes del Virrey y Real Audiencia y muchas de las principales familias, fueron con muestras de vivo agradecimiento a dar al P. López la bienvenida y las más cordiales gracias por todo lo que había hecho y conseguido. El buen padre contestó que a él le tocaba darlas por haberle honrado sin merecerlo con tan alto encargo de ser nada menos que el representante de la Nación ante el Pontífice Romano y en un negocio de tan trascendental importancia.

El Benemérito Cabildo de la Insigne Colegiata para memoria de la posteridad mandó pintar un grande y hermoso cuadro que se colocó en el Santuario, donde permaneció por muchos años hasta hace poco que se quitó de allí por la nueva compostura del templo. El lienzo representaba a Benedicto XIV en su trono en el acto de entregar al P. López, puesto de rodillas, la Bula del Patronato. (Dávila y Arrillaga, Continuación de la Historia del P. Alegre, Tomo I, cap. V, pág. 111).

Pero otro cuadro semejante, en la ocasión de las últimas obras de ampliación y decoración de la Colegiata se colocó en la nave procesional izquierda. (Álbum Guadalupano, pág. 121).




II

Las funciones que se hicieron en esta ocasión fueron solemnísimas y nunca vistas, como escribe un Historiador. Diremos algo de dos que fueron las más principales; el Triduo en la Metropolitana y el Novenario en la Colegiata.

El día 13 de septiembre de 1756 tuvo lugar la solemne promulgación del Patronato: como consta de un ejemplar de la Bula de Benedicto XIV impresa en México con el texto latino y versión   —93→   castellana y con el encabezamiento siguiente: «Bula del Sr. Benedicto XIV sobre el Patronato de estos reinos de Nuestra Señora de Guadalupe: expedida en Roma a 25 de mayo de 1754 y promulgada en México a 13 de septiembre de 1756».

El 19 de septiembre se publicó en la Catedral el Edicto del arzobispo Rubio y Salinas, el cual convocaba a todos los Eclesiásticos, Comunidades y Colegios para el día 5 de octubre próximo a la Procesión solemne que debía salir de la Catedral y a las funciones que en los dos días siguientes tendrían lugar en el mismo templo, Pero como que se temió que los copiosos aguaceros que habían ya empezado, estorbasen los públicos regocijos, con público bando se hizo saber a la ciudad que el solemne Triduo se trasfería a los días 9, 10 y 11 del próximo mes de noviembre.

En estos tres días, escribe el P. Maneiro, todas las ventanas, los balcones y las puertas de las casas, las calles mismas y las plazas estaban adornadas con profusión de banderas, gallardetes, ricas tapicerías y flores, así artificiales como naturales; las artillerías alternaban con las campanas de los templos, grupos de pueblo con coros de músicas recorrían las calles cantando las glorias de su Patrona y Madre. Por la noche las luminarias eran tantas y tantas que parecía fuese día natural; lumen solis aemulantur emulando la luz del mismo sol, como se expresa el Autor; muchas y muy grandes máquinas de fuegos artificiales despedían torrentes de viva luz y de caprichosos cohetes: excitatae ad ingentem altitudinem moles miro artificio illuminantur. Pero lo más admirable de algunas de estas máquinas de fuegos artificiales consistía en que enmedio de ellas aparecía de repente la Imagen de la Soberana Patrona, rodeada ahora de estrellas resplandecientes, a hora del arco iris imitado admirablemente, ahora de pequeños glóbulos que en abriéndose imitasen las rosas, claveles, lirios, azucenas, jazmines y otras flores. De los pueblos cercanos habían acudido los curas con sus feligreses, cargados de perfumes, y mil especies de yerbas aromáticas y flores en tanta cantidad, que se hicieron de éstas muchos arcos triunfales y templetes poniendo enmedio la Imagen de la adorada Madre. Nada decimos de los Indios, que habiendo oído lo que «el Padre Santo de Roma» había dicho de su Indita, ya no cabían en sí de gozo; y a su modo, como queda referido, cantaban, bailaban, componían diálogos en que empezando por el «amado Padre»   —94→   Teopixi el V. Zumárraga acababan con las palabras del Padre Santo de Roma.

El primer día del solemnísimo Triduo corrió por cuenta de la Nobilísima Ciudad de México: dos Regidores, en su nombre, dispusieron que el Templo fuese adornado con la mayor riqueza y suntuosidad. Por la tarde a las tres y media salió de la Catedral la Procesión como la del 29 de mayo de 1737 que hemos referido. El segundo día corrió por cuenta del Arzobispo y predicó el Ilmo. Sr. D. Juan José de Eguiara y Eguren, Obispo electo de Yucatán y Magistral de la Metropolitana. El tercer día corrió por cuenta del Virrey, marqués de Amarillas y predicó el célebre doctor y maestro D. Cayetano de Torres, canónigo de la Catedral; y por ser conocidos los tres ilustres oradores, no hay para qué nos detengamos en encarecer sus méritos oratorios. Sólo aquí advertimos dos cosas: el año siguiente de 1757, el Dr. Torres dio a luz su Sermón, poniéndole para aclaración algunas notas. En una de éstas, que fue la 52.ª, no pudo menos el agradecido discípulo, que hablar de su maestro el P. López; y dice, así: «Los grandes elogios que se merece el R. P. Juan Francisco López, procurador de la Provincia de México la Curia Romana, se harían sospechosos en mi boca, porque logrando el honor de ser su discípulo, y siendo este título tan ejecutivo del amor y más fino reconocimiento, no es sin embargo el mayor que concurre en mí para admirar su mérito. Solamente diré que él ha sido el principal instrumento, escogido por nuestra Madre de Guadalupe, para llevar al cabo esta grande obra; cuyo logro se debe en lo humano, a su actividad y solicitud. La Virgen le premiará un servicio tan señalado con que se ha hecho acreedor a la eterna memoria de sus devotos».

La segunda cosa de advertir es que el Dr. Torres en su Sermón había asentado esta verdad histórica: «Ya hizo la Santa Iglesia a la Imagen de Guadalupe lo que no acostumbra hacer con otras innumerables milagrosísimas Imágenes de la misma Señora». El Dr. Torres para encarecer debidamente esta concesión Apostólica, en la nota que por orden es la 47.ª, añadió: «No es dudable que el Indulto de Misa y Oficio propios concedido a nuestra Imagen de Guadalupe, sea un favor muy singular y muy difícil, de conseguir de la Silla Apostólica. Rarísimas son las Imágenes que lo han obtenido hasta el presente; por el contrario, son innumerables por las que se   —95→   ha entablado esta misma pretensión en la Curia Romana, sin que hasta hoy logren el consuelo los interesados de llegar al fin de sus deseos. A esto alude lo que se dijo en este período y en cualesquiera otras semejantes expresiones, que puedan ocurrir en todo el Sermón; protestando, como debo, que en ninguna de ellas es mi ánimo dar a entender que se haya aprobado el milagro de Guadalupe por la Sede Apostólica; antes bien, aseguro lo contrario».

De todo el contexto se sigue que el Dr. Torres no niega absolutamente que la Sede Apostólica de algún modo haya con su autoridad, aprobado el milagro de Guadalupe; sino que tan sólo niega que lo haya aprobado con solemnísima manera, y con toda la intensidad del ejercicio de su autoridad. Diciendo el Dr. Torres que «la concesión Apostólica en honor de la Virgen de Guadalupe es un favor muy singular y muy difícil de conseguir y que rarísimas son las Imágenes que lo han obtenido hasta el presente», no puede menos de darnos a entender que en esto hay no solamente una concesión permisiva sino una verdadera y positiva aprobación.

Unos Editores de un Libelo impreso contra la Aparición en 1891, pretenden en la pág. 152 que el Dr. Torres negó toda aprobación de la Sede Apostólica. Esto se opone a las palabras del Orador y se le hace decir una enorme falsedad, suponiendo la concesión de un favor muy singular, muy difícil de conseguir sin el fundamento necesario de la verdad histórica de la Aparición. Véase lo que sobre este asunto se trató en el opúsculo «El Magisterio de la Iglesia y la Virgen del Tepeyac», caps. VI y VII; y lo que se contestó a los Editores en otro opúsculo «Defensa de la Aparición», págs. 29-33. Aquí nos contentamos con referir lo que enseña Benedicto XIV: «Las Apariciones de la Beatísima Virgen María sirvieron de fundamento para la concesión del Oficio; Beatísimae Virginis Apparitiones fundamentum suppeditasse concessioni Officii pro quibusdam peculiaribus locis». (De Beatif. et Canoniz., Lib. IV, Part. II, cap. 7). Algo más se añadirá, Dios mediante, cuando se trate del valor demostrativo de las Actas de la Sede Apostólica.

Acabado el Triduo solemne, empezaron en el Santuario las fiestas de los naturales, a saber, las que varios pueblos de indios celebran por turno en el Santuario desde el último domingo de noviembre12.   —96→   Y en este año se esmeraron de un modo que tendría mucho de increíble si no se conociese la piedad, sencilla fe y acendrada devoción de estos hijos predilectos de la celestial Indita.

El día de la Aparición, 12 de diciembre, se dio principio al solemnísimo Novenario, repartiéndose los gastos entre la clase más privilegiada de la ciudad, y las funciones del «Altar y Púlpito» entre las Órdenes religiosas.

Ponemos aquí unos apuntes tomados del Archivo de la Colegiata, que me comunicó el Ilmo. Sr. obispo de Cuernavaca, D. Fortino H. Vera, cuando era Canónigo de dicha Colegiata:

Día 12. Todo fue a cargo del Cabildo de la Colegiata.

Día 13. Fue a cargo del Virrey y Audiencia: el Altar y Púlpito a la Orden de Santo Domingo.

Día 14. A cargo del Real Tribunal y Audiencia de Cuentas, y el Altar y Púlpito a la Orden de San Francisco; cuyos religiosos estrenaron un rico ornamento entero, bordado de oro, que costó más de dos mil y quinientos pesos.

Día 15. A cargo del Tribunal de la Real Caja y el Altar y Púlpito de los padres Dieguinos Descalzos.

Día 16. A cargo de la ciudad de México; y el Altar y Púlpito de la Religión de San Agustín.

Día 17. A cargo de la Universidad; y el Altar y Púlpito de los Carmelitas Descalzos.

Día 18. A cargo del Tribunal del Consulado; y el Altar y Púlpito de la Comunidad de los Mercedarios.

Día 19. A cargo del Tribunal del Protomedicato; y el Altar y Púlpito de los PP. de la Compañía de Jesús.

Predicó el M. R. P. Juan Francisco López... fue el concurso de este día mayor que se ha visto en aquel Santuario de personas de todas clases y de ambos sexos.



En su Sermón valiose el P. López oportunamente, para tema de su discurso, de la fecha de la expedición de la Bula: Datum Romae apud Sanctam Mariam Maiorem y comparó discretísimamente la   —97→   aparición de la Virgen en Roma a Juan, patricio romano, con la aparición de la misma Virgen en México a otro Juan, pero no ya noble sino pobrísimo labriego. En Roma escogió el Colle Esquilino, en México, el Cerro del Tepeyac; en la una interviniendo San Liberio, Pontífice Romano, en la otra el Ven. Zumárraga, Obispo y Apóstol de los mexicanos. En una y otra aparición la Virgen Madre de Dios mandaba se le erigiese un templo, dando señales de su voluntad en la primera, con la milagrosa nieve que en el calor más ardiente del estío romano cubrió el collado Esquilino; y en la segunda manifestando su voluntad con las frescas rosas y flores que en la estación más rígida del invierno coronó las eminencias del pedregoso Tepeyac. Sublimó al Esquilino para que fuera como la ciudadela de los romanos; y con el Santuario construido en el Tepeyac se declaró la tierna Patrona de México y de todas las Américas. De este modo fue encareciendo el P. López la visita que la Virgen Madre de Dios hizo a los mexicanos; pero mientras el selecto auditorio esperaba oír la minuciosa descripción de lo que hizo en Roma y en Madrid para conseguir el Diploma pontificio, el P. López muy brevemente, y como si no le tocase a él, expuso lo que la materia exigía (de iis enim oppido raptim et tamquam sua nihil attinerent). Así el P. Maneiro, y el P. Lazcano. (Lib. IV, c. 4, § 35).

Concluido el Novenario todavía la piedad halló modo de añadir otros dos días por remate. Porque el día 20 de diciembre la función estuvo a cargo del Arzobispo y el Altar y Púlpito a cargo de la Colegiata. Y cerró todas las funciones corriendo con todo la Ilustre Congregación Guadalupana erigida en el Santuario.

El P. Cabo con su acostumbrada concisión escribió: 1756. Llegó a México de Roma y Madrid el P. Juan Francisco López de la Compañía de Jesús, que en ambas Cortes había solicitado el Patronato de la milagrosa Imagen de María Santísima de Guadalupe, conforme al voto hecho diez y ocho años antes por el Arzobispo y ciudad en la peste. Se hicieron por este motivo fiestas nunca vistas; y los mexicanos con iluminaciones, tablados con coros de música, y vestidos de gala mostraron la devoción que tenían a aquella Santa Imagen. En todas las ciudades de la Nueva España se hizo lo mismo. (Tres siglos de México, Lib. XII, núm. 3).



  —98→  
III

Quiso el señor confirmar con un milagro de primer orden los nuevos cultos litúrgicos que a su Santísima Madre en su advocación de Guadalupe aparecida en el Tepeyac acababa de decretarle su Vicario en la tierra el Pontífice Romano. El hecho aconteció en Puebla de los Ángeles el día 12 de diciembre de 1755, en que con toda solemnidad se estrenaba el nuevo Rezo de Oficio y Misa propia, cuyos ejemplares impresos en Roma había en gran copia el año antecedente mandado a México el P. López. Refiere brevemente el hecho el P. Lazcano en la obra ya citada y muy por extenso lo refiere D. Antonino González Estévez, canónigo de la Colegiata de Guadalupe en su Obra Santa María de Guadalupe, Patrona de los mexicanos», Guadalajara, 1884 (págs. 208-244).

Nos contentamos con un Resumen. En el Convento de Santa Catarina de Sena en Puebla de los Ángeles, la religiosa de Coro, sor Jacinta María de San José, de la edad de 28 años, a principios de diciembre de 1755 por una complicación de enfermedades antiguas y recientes se halló en el peligro inminente de sucumbir a la fuerza del mal. Ella misma confesó «que había perdido toda esperanza de vivir por lo natural, y sólo le quedaba la esperanza en la Virgen Santísima bajo el glorioso título de Guadalupe que se venera aparecida, a quien suplicaba le alcanzara la salud milagrosa». El día 11 de diciembre agravó de repente y de un modo tan alarmante que a la media noche se le administró la Extrema Unción. Luego que acabó de recibirla se acordó de que en ese mismo día se celebraba la gloriosa Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe: y animando su fe con el mayor esfuerzo que pudo, se encomendó a la Santísima Virgen, pidiéndole que si le convenía morir de aquella enfermedad, había de ser en su día; y si no le convenía, que le concediese la vida por milagro, que no la apetecía para bien suyo, sino para exaltación de su gloria. «Agonizó toda la noche», según la expresión de uno de los médicos que la asistían, y entre la vida y la muerte amaneció el día doce; por lo que creyéndose por las que la asistían que llegaba ya el término de su vida, como a las   —99→   diez de la mañana se le administró el Santo Viático. Luego en cuanto lo recibió se sintió animada de tal nuevo afecto de confianza que reiteró su petición a la Virgen de Guadalupe y quedó en la firme persuasión de que luego le había de conceder la vida, y volviéndose a su Confesor que la asistía le dijo: «Ya no me muero». Llegó el mediodía y pareciéndole que ya demasiado se difería la verificación del milagro, pidió una Imagen de la Virgen de Guadalupe, se la aplicó sobre el pecho, volvió a protestar que pedía la vida no para sí, sino para que con este milagro se extendiese su devoción y fuese más exaltada su gloria13. No había acabado de pronunciar   —100→   estas últimas palabras cuando instantáneamente y como en un relámpago se sintió sin dolor ni malestar alguno: llena de gozo y con el rostro animado de nueva vida dice y repite que está buena y sana; siéntase en la cama, pide alimento y lo toma con tal apetencia como si jamás hubiera tenido enfermedad, lo que no había podido hacer en los seis días anteriores, en que estuvo sin alimento de ningún género. «Quedé, repetía, repentinamente sana de todas las enfermedades que padecía, así las nuevas que la habían agravado, como otras habituales antiguas». Luego que acabó de comer como persona del todo sana, tomó su ropa y hábito para ir al coro. Se lo impidió la Superiora, y estuvo desde entonces hasta las once de la noche hablando y dando cuenta de la curación a todas las personas que la visitaron; sin sentir molestia o novedad alguna   —101→   por el mucho ruido que hacían las religiosas, las domésticas y especialmente las niñas educandas por las señales de gozo y regocijo que menudeaban. Cenó muy bien: al día siguiente se levantó a la hora de costumbre, asistió al coro y fue enseguida a desempeñar todas las obligaciones que tenía de Sacristana. Prosiguió gozando de buena salud por treinta y siete años, pues de los Anales del Convento consta que sor Jacinta murió el año de 1792 a los sesenta y cinco años de edad.

El obispo de Puebla mandó luego sustanciar un proceso en que fueron examinados quince testigos de los más capaces, cuatro de ellos fueron los tres médicos y el cirujano que asistieron a la enferma. Compilado el proceso se entregaron los autos a tres Teólogos según lo dispuesto por el Concilio de Trento y a los tres años y medio de acontecido el hecho, a 19 de mayo de 1759, el Obispo, de acuerdo con la Comisión, declaró «que fue verdadero milagro con todas aquellas circunstancias que están prevenidas en los Decretos Pontificios, antiguos y modernos, obrados por la divina omnipotencia a intercesión de la Sacratísima Virgen María de Guadalupe, la instantánea y perfecta salud que consiguió el día 12 de diciembre del año setecientos cincuenta y cinco (1755) la R. M. Jacinta María Nicolasa de Señor San José, y que como tal verdadero milagro debe creerse, estimarse, aplaudirse y celebrarse...».

El mencionado canónigo González para dar mayor realce a este milagro en nuestros días, en un tomo en folio mayor, de 372 páginas útiles, sacó una copia legalizada de los Autos sobre la averiguación del Milagro que obró la Santísima Virgen María de Guadalupe con la R. M. Jacinta María de San José... año de 1755. Y remitió dicha copia al Dr. D. Manuel Carmona y Valle, nombre ilustre en la ciencia de medicina no sólo en México, sino en Europa también; y le suplicaba, que, impuesto de su contenido, diera su opinión sobre la naturaleza de la enfermedad, y sobre si la curación referida puede explicarse naturalmente en el orden común de los acontecimientos, o si había algo de extraordinario en los hechos mencionados. Correspondió bondadosamente el Dr. Carmona, y el Dictamen que dio fue una muy bien razonada disertación filosófico-médica, digna de ser premiada con medalla de oro, tan sólo considerándola bajo el punto de vista de un raciocinio ajustado a las más severas leyes de la Crítica. El Dictamen es muy extenso, por   —102→   exigirlo así la materia, y es analítico y deductivo. Nos contentamos en poner aquí las cláusulas y deducciones finales, pudiendo el lector leerlo por enteró en la obra citada. (Págs. 222-244).

Querido amigo mío... En resumen y como consecuencia de lo dicho concluyo que la enfermedad de sor Jacinta fue la que hoy se llama úlcera simple o perforante del estómago. Esta enfermedad produjo una primera hemorragia siendo novicia la mencionada sor Jacinta: y, como lo vemos todos los días, esta hemorragia causó una gran postración de fuerzas y trajo consigo una convalecencia lenta y prolongada. La ulceración se cicatrizó completamente, como frecuentemente sucede, o cuando menos suspendió su marcha progresiva. Cuatro años después, en el de 1755, se produjo nueva ulceración bajo la influencia de las mismas causas; o la antigua volvió a tomar su marcha progresiva; y despertando la susceptibilidad del estómago, primero y destruyendo después vasos sanguíneos dio lugar a los síntomas iniciales del último ataque; a saber, dolor epigástrico en el lugar correspondiente de la columna vertebral; náuseas y vómitos, primero alimenticios, después biliosos, y por último sanguinolentos. Profundizando la ulceración y llegando a las inmediaciones del peritoneo, dio lugar a la peritonitis, ya por simple propagación o por pequeña perforación... Fundándonos en los conocimientos de la anatomía patológica y en la marcha crítica de las enfermedades, puedo asegurar que la enfermedad en cuestión fue sumamente grave, tanto por el agotamiento de las fuerzas que ocasiona toda hemorragia abundante, sobre todo la heniatemaesis, como por la grave conmoción de toda la economía que determina la peritonitis de síntomas tan alarmantes, cual la tuvo nuestra paciente. El movimiento febril intenso robando una gran cantidad de combustible al organismo ya debilitado; el agotamiento producido por la vehemencia de los dolores; la abstinencia completa de todo alimento durante seis días, y la aglomeración de la urea en la sangre por la completa anuria, son todas circunstancias que agravan el pronóstico, y que, en muchos casos análogos determinaron la muerte. De estos casos ha sido el padecimiento que hemos venido estudiando...

Cuanto a la curación. Si entramos en detalles y nos detenemos a estudiar la marcha de la enfermedad, y la manera con que se verificó la curación, tendremos mucho que admirar y encontraremos   —103→   mucho de extraordinario en los pormenores, que bajo este punto de vista encontramos en el proceso. En efecto, todos los testigos están conformes en asegurar, que la paciente pasó bruscamente del estado de agonía al de perfecta salud: todos unánimemente dicen, explicando su dicho anterior, que nuestra religiosa había llegado a un estado de suma gravedad, que en la cama no podía hacer ningún movimiento sin el auxilio de sus compañeras; que la voz estaba apagada, que sus ojos estaban insensibles a la luz; que la dificultad de la respiración era grande, y en una palabra, que los médicos la declararon moribunda; que su hermana consanguínea se retiró de la pieza, que sus hermanas en religión disponían ya el hábito con que debían amortajarla. En este estado de cosas, en un corto espacio de tiempo, propiamente y sin exageración hablando, en un solo instante, se sienta ágilmente en la cama; vuelto el color a la cara, se anima su fisonomía, y se declara perfectamente sana; y lo que es más, enseguida se levanta, se viste, toma alimentos de difícil digestión, recibe felicitaciones todo el día y parte de la noche: cena como acostumbraba antes de la enfermedad, duerme bien; y desde el día siguiente se entrega a sus ocupaciones habituales, y no se desmiente ni por un momento el goce más perfecto de la más cabal salud.

Quiero suponer que no he acertado al calificar de úlcera simple del estómago la enfermedad que padeció sor Jacinta; que no hubo peritonitis; que los médicos se equivocaron al asegurar que la enferma tuvo movimiento febril intenso; todo lo cual es mucho suponer; pues el movimiento febril intenso es cosa que se palpa. En una palabra, quiero suponer que, sin embargo de que en la enferma no había antecedentes, se trataba de una mujer histórica; que todos los síntomas de agotamiento, de diarrea, de postración de las facultades mentales, etc., eran unos de tantos síntomas que puede revestir la histeria; y que los vómitos de sangre fueron producidos por una simple exudación de la mucosa gástrica, sin lesión material de su tejido.

Aun en este caso, la rapidísima curación, el paso brusco de la gran postración de fuerzas e intolerancia del estómago al pleno goce del estado fisiológico, tendría mucho de extraordinario, y distaría mucho de lo que la práctica nos enseña todos los días. Verdaderamente aun suponiendo que la última hipótesis (a pesar de que   —104→   carece de fundamentos y de que ningunos fenómenos lo explican) hubiera de tenerse en cuenta, todavía así, será cierto y quedará establecido sin lugar a duda, que sor Jacinta estuvo seis días sin alimento de ningún género, que su sistema nervioso se agotó con el vómito frecuente, que perdió más de seis cuartillos de un líquido cargado de sangre, que los médicos para curarla le hicieron cuatro sangrías generales de tres onzas cada una, y que en una de ellas se soltó la sangre (como se decía en aquella época) y la enferma se desangró sin poderse definir la cantidad del líquido perdido. Todas estas causas de agotamiento que constan en el proceso por el dicho de todos los testigos, debieron robar las fuerzas a nuestra enferma y ponerla en una condición tal que una convalecencia lenta era absolutamente necesaria...

¿Cómo es posible admitir haya sido natural el paso brusco de la muerte a la vida, de la más completa intolerancia del estómago a la facilidad con que digirió los alimentos de una difícil digestión? ¿Cómo ha de ser natural que una enferma, que no puede por sí sola moverse en la cama, que no tiene fuerzas ni para hablar, que sus ojos no son ya sensibles a la luz, que su respiración es ya anhelante y difícil, y cuyo semblante tiene ya la palidez de la muerte... cómo puede ser natural, repito, que esa enferma recobre instantáneamente su color natural, brillo en sus miradas, libertad en la respiración, vigor en las fuerzas, actividad en el estómago, etc.... Es físicamente imposible que un estado patológico semejante pase bruscamente al que se necesita para el estado fisiológico de las funciones.

Yo no creo que hoy se pueda sostener que la enfermedad de sor Jacinta no pudo ser curada por los esfuerzos de la naturaleza o por los medios terapéuticos: pero no por eso deja de ser extraordinaria la manera en que se verificó la curación. Después de haber considerado la manera con que nuestra enferma se curó, no he podido menos que decir, habiéndolo bien fundado: Esto es extraordinario, esto no es natural, esto es físicamente imposible... ¿por qué no he de concluir?... esto es un milagro; esto es obra directamente de Él que está sobre el orden común, de Él que puede suspender las leyes naturales, para Él que no hay imposibles, para Él que pudiendo obrar mediante la ciencia del hombre, obra inmediatamente por sí cuando así cumple a sus inescrutables fines. Quedo   —105→   a las órdenes de vd. su affmo. S. S. -Manuel Carmona y Valle.- México, junio 1.º de 1883.



Este Dictamen fue plenamente aprobado por otros dos distinguidos doctores en Medicina, D. Rafael Lavista y D. Eduardo Licéaga, a quienes el Dr. Carmona comunicó esta clásica disertación que él llama «mi pobre trabajo».

El Dr. Lavista, escribía entre otras cosas, al autor: «Muy querido Manuel: me he impuesto con verdadero interés del brillantísimo Dictamen que has rendido a propósito del interesante negocio, para que fuiste consultado y lo encuentro tan ilustrado como preciso y justo... Lo suscribo y hago mío con toda voluntad porque me persuade; y me satisface contribuir a consolidar la justa honra que se merece quien, como tú, tiene la rara habilidad de ver claramente las cosas a la luz de la religión y de la ciencia. Sabes cuánto te estima tu hermano, Rafael Lavista».

Del Dr. Licéaga ponemos estas cláusulas: «Muy estimado y querido amigo: he leído con la mayor atención y con interés creciente la relación que me enviaste, pidiendo mi parecer sobre la manera con que has interpretado los hechos relativos a la enfermedad de la señora religiosa sor Jacinta María de San José. No creo que sea posible analizar más concienzuda y sagazmente la historia de una enfermedad ocurrida hace más de un siglo: no creo se puedan interpretar mejor que tú lo has hecho los síntomas de esa enfermedad... Si la marcha de aquella enfermedad es como se encuentra descrita, y la curación sucedió como los testigos la refieren, resulta ser un hecho extraordinario que se aparta de lo que la observación nos enseña diariamente... Concluyo, querido Manuel, felicitándote por, el precioso estudio que has hecho, y deseando que sigas empleando tu talento con la honradez que todo cuanto emprendes. Tu amigo y servidor, E. Licéaga».