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ArribaAbajo Capítulo VIII

Providencias que dio el virrey del Perú sobre la restitución de los jesuitas a su colegio de la ciudad de la Asunción, donde intimadas son obedecidas, y en fuerza de ellas dispone el gobernador de aquella provincia el recibimiento solemne de dichos jesuitas.


1. La distancia tan exorbitante que medía entre el Paraguay y la Corte de Lima, que pasa de mil leguas, retardó casi diez meses la resulta y su ejecución; pero, en Lima, luego que llegaron los instrumentos, no hubo la menor demora, porque el celo activo del Virrey y su deseo ardiente de ver ejecutada esta restitución abrevió los términos, y apresuró la expedición de las órdenes convenientes que tuvo por bien despachar para la consecución del fin pretendido. Conocerase bien todo por la carta de Su Excelencia para el padre provincial Ignacio de Arteaga, que decía así:

2. «Reverendo padre. Apenas ha puesto en mi mano el reverendo padre Antonio Garriga la carta de vuestra paternidad reverendísima (que ha sido hoy), fecha en 27 de abril de este presente año, en que me expresa no hallarse todavía restituida al colegio de la Asunción la religión de vuestra paternidad reverendísima, cuyos padres fueron sacrílega y violentamente expulsos, y despojados de él el año de 1724, he dispuesto las órdenes convenientes a tan justa y debida restitución con la brevedad que demuestra el mismo acto de despacharlas con expreso del cuidado de dicho reverendo padre Antonio Garriga, quien significará a vuestra paternidad reverendísima los vivos deseos que siempre he tenido de que se ejecutase dicha restitución por considerarla tan del servicio de ambas Majestades en la utilidad, que inmediatamente resulta a las almas de sus habitadores. Y para que vuestra paternidad reverendísima pueda enterarse de dichas órdenes y de la forma en que las he acordado se remiten abiertas, asegurando   —404→   con la prudente dirección de vuestra paternidad reverendísima el gusto que espero tener luego que me participe la noticia de quedar los padres en su colegio con la estimación que se merecen y que yo hago de su sagrada religión e individuos que la componen, mientras deseo que Nuestro Señor guarde a vuestra paternidad muchos años. Lima, 3 de septiembre de 1727.- El marqués de Castel Fuerte.- Reverendo padre Ignacio de Arteaga, provincial de la Compañía de Jesús».

3. A esta carta acompañaba otra para el obispo del Paraguay en orden a agradecerle los oficios, que su pastoral celo había pasado en el asunto de dicha restitución y rogarle cooperase a que se ejecutase con el mayor decoro, como se conocerá por su contexto, que fue el siguiente:

4. «He recibido la carta de V. S. de 28 de marzo de este año por mano del R. P. Antonio Garriga, y habiéndome enterado de todo lo que el buen celo de V. S. ha obrado en cuanto a que tuviese efecto la restitución de los padres de la Compañía a su colegio de la Asunción, que tanto he deseado ver conseguida, no puedo excusar el dar a V. S. las más expresivas gracias, con la noticia de que en esta ocasión expido las órdenes correspondientes al gobernador de esa provincia, para que inmediatamente se restituyan los padres a ese colegio, con todos los honores correspondientes al decoro de su sagrada religión, y crédito de sus individuos, a cuyo acto no dudo concurrirá V. S., sin embargo de insinuarme en la citada carta tenía ánimo deliberado de no hallarse presente, por el recelo de que se suplicase de dichas órdenes, pues para evitar esta insolencia (que espero no cometa ninguno) prevengo a dicho Gobernador todo lo conveniente, que es cuanto por ahora me dilato respecto de no causar la más leve detención al propio, que a este tan importante fin se despacha. Dios guarde a V. S. muchos años. Lima 3 de setiembre de 1727. El marqués de Castel Fuerte. Señor obispo del Paraguay».

5. La Providencia, pues, y despacho que el Virrey libró para dicha restitución, se dirigía al gobernador actual de la provincia del Paraguay don Martín de Barúa en estos términos.

6. «Cuando creía mi celoso cuidado, que los padres de la Compañía de Jesús se hallarían restituidos, como es justo, a su colegio de esa ciudad de la Asunción, de que sacrílega y violentamente fueron despojados por don José de Antequera   —405→   y sus secuaces, recibo noticia de que todavía no se ha ejecutado tan precisa diligencia, por los fines particulares de pasión que permanecen en solos cuatro o seis individuos de esa provincia, que honestan la resistencia de tan debido acto con el pretexto de que pueda perturbar la paz. Y siendo tan preciso el que tenga efecto la restitución de dichos padres a su colegio, por verse despreciada una religión que en este Reino ha reducido al verdadero conocimiento de la ley evangélica tantas almas, ordeno a Vmd., que luego que se le entregue esta carta, disponga se ejecute la mencionada restitución de los padres a su colegio, con la pública solemnidad y pompa que pide el caso, pues así como el despojo se practicó de modo que se hizo notorio por la crueldad de los actores, conviene que el regreso tenga, para plena satisfacción del honor de tan esclarecida y sagrada religión y del crédito de sus individuos, todas las circunstancias que causen al pueblo con sus habitadores, aquel aprecio y veneración que se les debe. Para cuyo fin, y que todo en este asunto se cumpla como se debe, dará Vmd. noticia de esta orden al R. P. provincial actual Ignacio de Arteaga, señalándose el día en que se haya de celebrar, con la prevención de que, ante todas cosas, la haga Vmd. notoria a ese Cabildo, en cuyos libros deberá quedar original con las diligencias que se actuaren, para que en todo tiempo conste. Y si alguno o algunos de los individuos de él se opusieren directa o indirectamente por vía de súplica u otro cualquier motivo que intentaren alegar para diferir el cumplimiento de esta orden, pasará Vmd. luego a suspenderlos de sus empleos y a remitirlos presos a esta ciudad, embargándoles sus bienes, cuya diligencia practicará Vmd. con cualquiera otra persona que intentase lo mismo y no fuese del cuerpo de dicho Cabildo, deponiéndola del empleo que tuviere y remitiéndola presa a esta ciudad con las seguridades necesarias a costa de sus bienes, que también se embargarán, porque esta orden ha de obedecerse precisamente, sin interpretación ni escusa alguna. Y para que así se ejecute, doy a Vmd. todas las facultades necesarias, sirviendo esta carta de despacho en forma, que anula cualquiera determinación que hubiere acordada por ese Cabildo y sentada en sus libros, en contra de la expresada restitución de los padres a esa ciudad. Dios guarde a Vmd. muchos años. Lima, 3 de setiembre de 1727. El marqués de Castel Fuerte. Por mandato   —406→   de Su Excelencia el marqués, mi señor. Don José de Mujica, secretario de Su Majestad y de cámara de Su Excelencia. Señor don Martín de Barúa».

7. Todos los apremios de este despacho eran necesarios para tener a raya el orgullo de los regidores antequeristas y mano que los ejecutase, como lo hizo en la ocasión el gobernador Barúa; más como por sus pasadas contemplaciones con los antequeristas y adhesión a su partido, se podía recelar anduviese omiso en la ejecución, y como por otra parte, eran muy vivos y eficaces los deseos del Virrey, de que se efectuase cuanto antes esta restitución de los jesuitas, sin que hubiese circunstancia que la retardase, previno su vigilante celo todos los accidentes, dando comisión reservada a don Martín de Chavarri y Vallejo, maestre de campo general de la provincia del Paraguay, de quien tenía plena satisfacción que ejecutaría puntualmente sus superiores órdenes en fuerza del despacho siguiente:

8. «Por cuanto por carta de la fecha de este decreto doy orden y comisión a don Martín de Barúa, actual gobernador interino de la provincia del Paraguay, para que en virtud de ella proceda a actuar la restitución de los padres de la Compañía de Jesús a su colegio de la Asunción de dicha provincia. Y respecto de que puede acaecer, que dicho don Martín, por muerte o enfermedad, o algún otro accidente inopinado, no pueda ejecutar las diligencias que por dicha carta le ordeno, he resuelto cometérselas a don Martín de Chavarri y Vallejo, maestre de campo general de la referida provincia, para que como si hablase con él el contenido de dicha carta, las practique, sin faltar en cosa alguna, pues para todo le concedo la facultad que de derecho se requiere, sirviendo este decreto de despacho en forma. Lima, a tres de setiembre de mil setecientos veintisiete.- El marqués de Castel Fuerte. Por mandato de Su Excelencia el marqués, mi señor. Don José de Mujica, secretario de Su Majestad y de cámara de Su Excelencia».

9. Acerca de este decreto previno el Virrey, que en caso de ejecutar el gobernador Barúa la comisión, con la exactitud que debía, no se entregase al maestre de campo Chavarri, sino que se volviese original a Su Excelencia, como puntualmente se ejecutó. Por fin, se dignó también Su Excelencia de participar la noticia de estas órdenes a los cuatro regidores obedientes, en respuesta de su carta; que de los demás regidores antequeristas se despreciaron sus calumnias y no   —407→   los tuvo Su Excelencia por dignos de alguna particular atención. Decía así la respuesta:

10. «La carta que con fecha 29 de marzo de este presente año me escriben los señores don Dionisio de Otazu, don Andrés Benítez, don Juan Caballero de Añasco y don Martín de Chavarri y Vallejo me ha merecido toda la aceptación que corresponde a la fidelidad con que proceden y se significan en el servicio de Su Majestad, y a la cristiandad con que aseguran haber permanecido constantes en el parecer de la justa resignación con que debía ejecutarse la restitución de los padres de la Compañía de Jesús a su colegio de esa ciudad. Y después de darles las más expresivas gracias por el cumplimiento de su obligación en los cargos que ejercen de alférez real, fiel ejecutor y regidores de esa ciudad, les participo que en esta ocasión dirijo las órdenes convenientes al actual gobernador don Martín de Barúa para que inmediatamente restituya a los padres a su colegio con todos los honores correspondientes al decoro de su sagrada religión y crédito de sus individuos, a cuyo fin concurrirán los señores don Dionisio, don Andrés, don Juan y don Martín, acreditando su buena conducta y la puntual obediencia que tan debidamente tienen consagrada a este Superior Gobierno. Pues por lo que mira a reprimir y castigar a los que intentaren resistirla con motivo de súplica o cualquiera otro, prevengo también a dicho Gobernador lo conveniente. Y siempre que consideraren continuarme las noticias de lo que acaeciere en esa provincia digno de remedio, estimaré el celo que asistiere a los señores don Dionisio, don Andrés, don Juan y don Martín, para atenderlo, como también a sus personas, siempre que hagan el servicio de ambas Majestades, como me lo prometo de la buena inclinación que demuestran en la expresada materia, que tan principalmente conduce a él. La Divina guarde a los señores don Dionisio, don Andrés, don Juan y don Martín, etc. Lima, 3 de septiembre de 1727.- El marqués de Castel Fuerte.- A don Dionisio Otazu, don Andrés Benítez, don Juan Cavallero y don Martín de Chavarri, alférez real, fiel ejecutor y regidores del Cabildo de la ciudad de la Asunción del Paraguay».

11. Y por si la necesidad de los sucesos requiriese algún auxilio o providencia especial, para conseguir la ejecución de estos despachos se los remitió también Su Excelencia   —408→   por duplicado al excelentísimo señor don Bruno Mauricio de Zavala, gobernador de Buenos Aires, con una carta breve del tenor siguiente: «Paso a manos de Vuestra Excelencia la copia adjunta de la orden que doy al actual gobernador e interino de la provincia del Paraguay don Martín de Barúa sobre la restitución de los padres de la Compañía a su colegio de la Asunción, para que Vuestra Excelencia se halle enterado de ello y pueda expedir las providencias que pidieren los casos. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. Lima, 3 de septiembre de 1727.- El marqués de Castel Fuerte.- Excelentísimo señor don Bruno de Zavala».

12. Con tan reflexiva atención precavió la vigilancia del Virrey todos los lances que podían retardar nuestra restitución, dando las providencias que dejaron asegurado su ánimo de la feliz consecución que deseaba, quedando tan solícito de saber el dichoso éxito de este negocio, que encargó al padre Garriga encomendase a nuestro Provincial le anticipase la noticia por las dos vías de Chile y de Potosí por evitar contingencias de que llegase a Su Excelencia la que tanto le había de complacer, como en efecto se ejecutó.

13. Llegaron estos despachos a Córdoba del Tucumán, donde se hallaba el Padre Provincial Ignacio de Arteaga, el día 27 de noviembre del mismo año, y se disponía a pasar luego al Paraguay a solicitar su cumplimiento; pero, llegando al día siguiente pliego del nuevo Gobierno de esta provincia, en que por nominación de nuestro Padre General venía señalado nuevo provincial el padre Laurencio Rillo, corrió desde entonces por su cuidado esta diligencia, y deteniéndose en Córdoba lo preciso para dar algunas providencias, que son forzosas en la mudanza del gobierno de la provincia, partió el día 15 de diciembre por la vía de Santa Fe a las Corrientes, en cuyo viaje parece allanaba el cielo todas las dificultades que podían retardar la ejecución de los designios que le impulsaban, de que puedo hablar como testigo de vista por haber acompañado a dicho Padre Provincial en la ocasión, pues contra lo que se suele experimentar hallábamos bajos todos los ríos, que en aquel mes de enero suelen correr soberbios por las crecientes copiosas, haciendo en carretones el camino desde Santa Fe a las Corrientes en solos dieciocho días, siendo de ordinario de treinta, treinta y cuatro y aun cuarenta; y hallando el pantano formidable del Ñeembucú, situado entre el pueblo de San   —409→   Ignacio y el Paraná, tan seco, que no parecía haber tenido jamás agua, cuando la tiene de ordinario en tal copia, que es por eso el paso más penoso y temido de los viajantes en todas estas provincias.

14. En todas partes por donde pasábamos, especialmente en las Corrientes y en el pueblo del Itatí, que está a cargo de la religión seráfica (y de que cuidaba actualmente un religioso afectísimo a nuestra Compañía) daban todos nuevas muy infaustas de la disposición de ánimos de los regidores antequeristas que componían el Cabildo de la Asunción, asegurando estaban siempre adversísimos a la Compañía, y resueltos a no consentir en la restitución de los jesuitas a su colegio, por más apretadas órdenes que hubiese dado el Virrey, obstinados en la tema de suplicar de cualquier despacho. Esto decían los externos, dando por hecho que esta jornada del Padre Provincial hacia las misiones se enderezaba a llevar los despachos sobre nuestra restitución, aunque a nadie se insinuó ese fin, porque en todo se procedía con secreto, como era conveniente y aun necesario; pero nadie acertaba a discurrir tuviese otra mira este camino tan improviso del Padre Provincial, cuando se acababan de visitar por su antecesor nuestras misiones, y por buena razón debiera ir entonces a la visita de los colegios de la provincia de Tucumán.

15. Llegando dicho Padre Provincial al pueblo de San Ignacio Guazú, se confirió si sería bien adelantar desde allí un jesuita que llevase estos despachos al Obispo, por cuyas manos habían de llegar a las del Gobernador, según la orden del Virrey, o si sería mejor llevarlos el mismo Padre Provincial hasta la granja de Paraguary. Esto segundo pareció más conveniente, determinando solamente escribir desde aquel pueblo cartas de cumplimiento al Obispo y Gobernador avisando de su llegada, como se despacharon con un expreso. Al Gobernador después de noticiarle del nuevo gobierno de la provincia, como se estila por urbanidad, y ofrecerse el Padre Provincial a la obediencia de su señoría a sí y a toda la provincia, sólo se le decía pasaba su reverencia a visitar nuestra granja de Paraguary. Lo mismo se le avisaba al Obispo, bien que se le añadía vería Su Majestad en breve logrados sus afanes en defender a la Compañía, sin pasar a más individual expresión por el riesgo de que se perdiesen las cartas o descaminasen.

16. Halló su carta al Gobernador en Capiatá, donde había   —410→   acudido a una solemne fiesta con que allí se celebra a Nuestra Señora de la Candelaria, a que también había asistido el Obispo; pero ya se había restituido a la ciudad, y le despachó su carta el Gobernador con un cabo reformado. Respondieron ambos el día 8 de febrero, agradeciendo las expresiones de la del Padre Provincial, y avisando el Gobernador pasaría a verse con su reverencia en Paraguary, luego que le constase de su arribo a aquel paraje; pero el Obispo alcanzando con su grande comprensión era descuido cuidadoso no avisarle el Padre Provincial de los despachos que llevaba, conoció era impulso superior el que con tanta aceleración había conducido a su reverencia, bien que dudaba si sería del Virrey o de Su Majestad; y aunque su ilustrísima deseaba sumamente avistarse con él, pero su discreción supo atemperar el ardor de sus deseos a lo más conveniente, omitiendo entonces la visita, por la reflexión de que si pasara a hacerla, pudiera fingir la maligna cavilación de los antequeristas, habían ambos de común acuerdo forjado en Paraguary los despachos. No estaba de más cualquiera cautela, porque era suma la audacia y temeridad de aquella gente en sospechar cualquiera maldad de sus contrarios y en dar sus sospechas vial fundadas por verdades ciertas, publicándolas a su antojo sin el menor reparo.

17. Por tanto, excusándose con tan poderoso motivo, avisaba remitiese el Padre Provincial con los despachos a su secretario el padre Sebastián de San Martín, escribiendo juntamente nueva carta para dar noticia judicial al Gobernador, de quien decía tener por ciertísimo obedecería cualquier despacho del Superior Gobierno con toda prontitud, por haber nuevamente asegurado a su ilustrísima, que de llegarle orden de restituir a los jesuitas, cuando alguno intentase el menor movimiento, sabría su respeto allanarle y usaría del poder de su representación.

18. Recibidas estas cartas en Yariguá y llegando esa noche a Paraguary, salió luego el dicho Padre Secretario con todos los despachos inclusos en el pliego del Obispo, a quien venían dirigidos desde Lima, y con carta separada al Gobernador, en que se le daba luz de su contenido, y se la entregó en el camino, porque venía ya hacia Paraguary, donde escoltado de dos compañías de a caballo llegó el día 11, y después de los ordinarios cumplimientos, empezó inmediatamente a excusarse con varias razones de no haber introducido a los jesuitas en su colegio el año antecedente, cuando   —411→   se presentó por su procurador ante su señoría el padre provincial Ignacio de Arteaga, diciendo, juzgó había de ser en aquellas circunstancias indecorosa la restitución de la Compañía, a la cual siempre había estimado y estimaba de corazón, y a ese paso había labrado en su pecho el sentimiento de que se presumiese de su señoría algún desafecto hacia nosotros, cuando no había habido motivo alguno para quebrar la amistad y para no mantener las atenciones que en todas partes había usado con la Compañía. Que con dos dedos de papel que se le mostrasen del Virrey, daría a conocer al mundo así su rendida obediencia a tan superiores órdenes, como lo que nos estimaba, pues estaba resuelto a derramar su sangre y dar la vida por obedecer los mandatos de Su Excelencia y restituir los jesuitas a pesar de la más poderosa contradicción, como se conocería claramente por los efectos, a que se remitía, para comprobar la sinceridad de sus expresiones. Agradecióselas el Padre Provincial y a la verdad, correspondieron las obras a las palabras perfectamente.

19. Duró tres horas esta sesión, después de la cual se despidió y volvió a la ciudad, donde luego que llegó el día 13, pasó a las casas de su morada el Obispo con el despacho del Virrey y se le intimó jurídicamente. No le quiso abrir el Gobernador, hasta que llamando al Padre Secretario, en presencia de éste y de su ilustrísima, hizo al secretario de gobierno Juan Ortiz de Vergara diese fe y testimonio de que aquella carta venía sellada con las armas del Virrey. Todas eran precauciones necesarias en la ocasión. Hechas estas diligencias, mandó al mismo Secretario abrirla y leerla en voz alta, y luego la obedeció rendido y gustoso, y en consecuencia, escribió al punto al Padre Provincial, antes de intimar el despacho al Cabildo, la carta siguiente:

20. «M. R. P. Provincial: Este día se me ha entregado por mano del ilustrísimo y reverendísimo señor obispo de esta provincia, un pliego del excelentísimo señor Virrey de estos Reinos, por el cual me ordena ejecute luego y sin dilación alguna, la restitución de los reverendos padres de la Compañía de Jesús a su colegio, dándoles posesión de él. Del recibo de cuyo despacho he tenido gran complacencia, por lo que siempre he deseado este regreso, añadiéndose en mí el gusto por el particular tan sobresaliente en favor de su sagrada religión y por el de que haya de ser por mi mano su ejecución, que espero en Dios se ejecutará   —412→   en todo y por todo según las cláusulas que contiene el despacho. Yo quedo ejercitándome en algunas diligencias judiciales y por lo que mira así a las que me competen debo hacer con V. P. M. R. que también contiene el despacho es el de participarle a V. P. M. R. disponga la remisión y despacho de los sujetos que hubieren de ocupar el Colegio, avisándome, el que viniere nombrado de rector, algunas leguas antes de entrar en la ciudad, para que yo disponga salir personalmente al recibo de la comunidad, disponiendo su entrada según que se requiere y previene Su Excelencia. Dios guarde a V. P. M. R. muchos años, como deseo. Asunción, febrero 13 de 1728 años. M. R. P. B. L. M. de V. P. M. R. su afecto y seguro servidor Martín de Barúa. Mi M. R. P. provincial Laurencio Rillo».

21. Dicho Padre Provincial respondió al día siguiente muy agradecido, expresando tenía prontos los sujetos para el colegio y que por estar distante el rector señalado, ocuparía su reverencia aquel lugar. Dicho día 14 se le intimó el despacho del Virrey al Cabildo, cuyos individuos concurrieron entre siete y ocho de la mañana para esta función en casa del Gobernador, quien había de antemano prevenido al maestre de campo actual de la provincia don Martín de Chavarri y Vallejo, tuviese dispuestas para aquel acto dos compañías de soldados a la puerta del mismo Gobernador, como se ejecutó.

22. Juntos, pues, y con este aparato militar, para reprimir prontamente al Regidor que se quisiese desmandar, se les intimó el despacho; pero ya que los antequeristas no podían dejar de obedecer, por estar el Gobernador resuelto a practicar las demostraciones insinuadas en el mismo despacho, y por no ver ejecutados contra sí los apremios que traía apercibidos, sin embargo, por despique de su sentimiento dio el regidor Urrunaga a entender cuán forzada era su obediencia, diciendo obedecía, pues que el señor Virrey les ataba las lenguas para la súplica. Los demás antequeristas, aunque habían también blasonado antes de que habían de resistir a cualquiera despacho sobre la restitución de los jesuitas, no se atrevieron a chistar y obedecieron contra toda su voluntad. Tanto importa que el Gobernador muestre resolución y brío para hacerse obedecer. Y vese también claro por aquí, fue artificio malicioso de Antequera el decir procedió conminado de los regidores en cuanto hizo, porque si él no hubiera querido hacer lo que obró, ninguno le hubiera hecho frente, como sucedió ahora. Los mismos eran ahora que entonces   —413→   los regidores; habloles con resolución don Martín de Barúa, y mal de su grado cedieron, y hubieran cedido entonces si Antequera hubiera querido con eficacia como debía.

23. En fin, asentado que el día de la entrada de los nuestros a la Asunción había de ser el miércoles 18 de febrero, dio el Gobernador aquel mismo día 14 aviso al Padre Provincial de esta resolución para que de su parte estuviese pronto ese día, como lo estuvo en la granja llamada San Lorenzo, distante cuatro leguas de la ciudad. Deseó pasar allá a cortejarle el Gobernador acompañado del Cabildo, pero desistió de este empeño, porque haciendo su señoría sobre este particular una cortesana propuesta, representó don José de Urrunaga no podía condescender con sus deseos, alegando no ser estilo que el Cabildo salga tan lejos a ningún recibimiento. Quiso despicarse en esto del sentimiento que tuvo por no poder estorbar el regreso de los jesuitas; y aunque hubiera sido de poco embarazo esa razón a haberse empeñado más el Gobernador, pero dando algo al dolor de aquel hombre no quiso insistir, contentándose con que saliese el Cabildo en forma hasta el lugar donde suele recibir a los gobernadores nuevos y que le acompañasen solamente los capitulares que gustasen; porque conoció que dando ese corto desahogo al sentimiento del que consideraba tan abochornado por la causa expresada, no faltarían muchos de los individuos del Cabildo, no sólo de los afectos a la Compañía, sino aun de los opuestos en contribuir a la pompa que tenía dispuesta y al acompañamiento de su gobernador, como sucedió de hecho; pues fuera de los cuatro regidores deseosos de que volviese la Compañía al Paraguay, acudieron también a San Lorenzo el alcalde de primer voto don Julián Guerrero y los regidores Arellano y Rojas, y aun Ramón de las Llanas, que tanto se empeñó por nuestra expulsión como porque no volviésemos. Concurrió también en San Lorenzo el Obispo acompañado de su provisor y del canónigo don Juan González Melgarejo.

24. Lo demás que pasó en esta función solemne, aunque lo pudiera referir como testigo de vista, pues fui uno de los ocho jesuitas restituidos en la ocasión, pero quiero hacerlo con las voces del secretario de gobierno, que por decreto del Gobernador hizo en los autos obrados sobre este particular puntual relación, para que constase jurídicamente en los Tribunales Superiores, como ordenó el Virrey en su despacho y se verá en el capítulo siguiente.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Testimonio jurídico del solemne recibimiento de los jesuitas en su colegio de la ciudad de la Asunción, donde dan principio con mucho fruto al ejercicio de sus ministerios, y noticiado de esta resolución el virrey del Perú, significa por carta grande complacencia de este suceso.


1. «Yo el escribano público y de gobernación y Cabildo de esta ciudad de la Asunción del Paraguay, en cumplimiento del auto proveído hoy día de la fecha por el señor maestre de campo don Martín de Barúa, gobernador y capitán general de esta provincia, doy fe y verdadero testimonio al Rey nuestro señor, que Dios guarde, y señores de su Real y Supremo Consejo de estas Indias, al excelentísimo señor Virrey de estos Reinos, y señores de la Real Audiencia de este distrito, y demás tribunales que la presente vieren, de como en ejecución de orden que su señoría recibió y obedeció del excelentísimo señor marqués de Castel Fuerte, virrey, gobernador y capitán general de estos reinos, su fecha en Lima de tres de setiembre del año próximo pasado de mil setecientos veintisiete, para el regreso y restitución de los religiosos padres de la Compañía de Jesús a su sagrado colegio de esta ciudad con toda pompa, solemnidad y públicas demostraciones, y de los autos proveídos y órdenes expedidas a su continuación salió ayer dieciocho del corriente a horas de las seis, poco más o menos, de la mañana de esta su morada, en su coche escoltado de soldados reformados, y de una compañía de caballos de esta plaza, y pasó a las del ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don fray José Palos, del consejo de Su Majestad, y su dignísimo obispo de esta provincia, y halló a su señoría ilustrísima dispuesto en su coche con otras tres calesas con su provisor doctor don Antonio González de Guzmán y canónigo doctor don Juan González Melgarejo, y otros   —415→   eclesiásticos clérigos, y concurriendo asimismo otro coche del veinticuatro don Antonio Ruiz de Arellano, con el Alcalde de primer voto y yo el presente escribano, y otros republicanos a caballo, marcharon fuera de la ciudad hasta encontrar la gente miliciana en el paraje ordenado por su señoría; y puesto todo en orden continuaron su marcha hasta llegar a las nueve horas, poco más o menos, a una capilla antigua intitulada San Lorenzo del cargo y pertenencia de este colegio de dichos padres, que dista cuatro leguas de esta ciudad, y como cosa de un cuarto de legua antes de llegar a ella, se encontró el padre provincial Laurencio Rillo con religiosos de su comunidad, donde pararon los coches, se apearon sus señorías, y habiendo tenido sus actos políticos y urbanas correspondencias entró al del señor Gobernador el dicho muy reverendo Padre Provincial y el muy reverendo padre José de Insaurralde, superior de doctrinas en el de su señoría ilustrísima, y los demás religiosos en las calesas y coches, y prosiguieron hasta la puerta de dicha capilla donde apeándose todos entraron a ella e hicieron oración, y acabada, precediendo asimismo actos políticos, pasaron a las casas interiores y tomaron posada, y tuvieron sus comunicaciones y visitas hasta la hora de mediodía, en que comúnmente tuvieron asimismo convite al refectorio, y pasada la siesta, a las dos de la tarde, poco más o menos, dispusieron sus señorías que dicho reverendo Padre Provincial ocupase el coche de su señoría ilustrísima con ambos, y los demás religiosos con los otros coches y calesas en compañía de algunas personas republicanas, y la marcha de los milicianos con la buena orden militar, y caminando para esta ciudad, tres cuartos de legua, poco más o menos, antes de llegar a ella, en el paraje donde se acostumbra hacerse los recibimientos de los señores gobernadores de esta provincia, se halló al Cabildo, Justicia y Regimiento esperando; con cuyo encuentro habiéndose apeado del coche sus señorías y dicho reverendo Padre Provincial y religiosos y demás personas de los coches y calesas, después de precedidas las urbanidades públicas y afectuosas, dispusieron sus señorías montasen todos a caballo, y dando sus señorías el lugar preeminente a dicho reverendo Padre Provincial, y por consiguiente a los demás religiosos en cuerpo de Cabildo secular, y dichos eclesiásticos clérigos, se continuó la marcha hasta la plazoleta de la santa iglesia catedral, la cual   —416→   estando guarnecida de dichos soldados de a caballo, y mucho número de gente más de todos sexos, se apearon, y estando para el recibimiento en el pórtico principal de dicha santa iglesia el señor deán don Sebastián de Vargas Machuca con su capa de coro, y el maestro don Matías de Silva, arcediano que fue de ella con toda la clerecía vestida de sobrepelliz, y los prelados con sus comunidades de las religiones de predicadores, seráfico padre San Francisco y Nuestra Señora de las Mercedes, y repique de campanas de todas las iglesias, entraron a dicha iglesia catedral entonando y cantando el Te Deum laudamus. Hicieron oración, y acabada se revistió de pontifical su señoría ilustrísima; fue al sagrario, donde se depositó, cuando la extracción de dichos padres religiosos el Señor sacramentado, y descubierto cogió en la mano el vaso sagrado, y debajo de palio, con hachas y candelas encendidas y demás reverentes ceremonias, yendo próximos a su señoría ilustrísima dichos reverendos Padre Provincial y Superior de doctrinas, se sacó en procesión y caminando se llegó a la plaza pública, adonde demás de la gente de los referidos soldados que la guarnecieron, estaban formadas cuatro compañías de infantería, y los alféreces de ellas batiendo las banderas hicieron su acatamiento tendiéndolas en tierra; se hizo salva por dicha infantería, y fenecida ésta se hizo otra con la artillería, que se disparó con balas, y prosiguió con dicha procesión hasta entrar en la iglesia del colegio de dichos padres, donde colocaron en su sagrario al Señor. Y acabada esta función pasaron sus señorías con dichos eclesiásticos, religiosos y seculares, y el Cabildo, Justicia y Regimiento y otros, a lo interior del colegio, adonde entraron, y precediendo todas ceremonias políticas de parte a parte, quedaron en sus aposentos dichos reverendos Padres Provincial, Superior y demás religiosos de su comunidad, de quienes se despidieron sus señorías sin permitir saliesen a acompañar dichos religiosos, sin embargo de las muchas instancias que hicieron; y en esta forma quedaron restituidos, recibidos y entregados de su iglesia y sagrado colegio, de donde habiendo salido sus señorías con dichos eclesiásticos, dejando al Cabildo secular cumplimentando con dicho reverendo Padre Provincial y religiosos, caminando por la plaza sus señorías y su señoría ilustrísima en dicha plaza instó a favorecer repetidas veces a que había de acompañar con sus clérigos   —417→   a su señoría a dejarlo en su morada, cuya controversia en no condescender con esta propuesta, sino por el contrario acompañar a su señoría ilustrísima hasta su palacio era su obligación; y resultó conformarse su señoría con el dictamen de su señoría ilustrísima, dándole gusto en quedarse en su morada, ordenando a dichas compañías de infantería y demás cuerpo de gente acompañasen a su señoría ilustrísima a su palacio, que así se ejecutó, quedando prevenido y convidado de su señoría ilustrísima para el siguiente día su concurrencia con los individuos del Cabildo secular y demás personas que gustasen en la iglesia de dicho colegio a asistir a la misa de pontifical, que en acción de gracias celebraría su señoría ilustrísima, como con efecto esta mañana se ejecutó así, habiendo su señoría antes salido de esta su morada en compañía de dicho Cabildo, Justicia y Regimiento, y concurso de gente, y pasando a la de su señoría ilustrísima, y acompañádole a la iglesia de dicho colegio, asistiendo también todos los prelados de las religiones con sus comunidades en dicha iglesia. Y en mayor obsequio de esta circunstancia dispuso su señoría ilustrísima que para mediodía fuesen convidados su señoría e individuos del Cabildo, y concurriesen al refectorio de dicho colegio, por haberlo así determinado con providencia para ello, que concurriesen sus señorías; y dicho Cabildo con algunos otros eclesiásticos en compañía de dichos reverendos padres. Y con estas demostraciones públicas se celebró la dicha restitución y regreso de dichos religiosos padres de la Compañía de Jesús en este su colegio, con universal aplauso y regocijo común de esta ciudad y provincia. Y para que conste así lo pongo por diligencia. Y es fecho en esta dicha ciudad de la Asunción del Paraguay, en diecinueve días del mes de febrero de mil setecientos veintiocho años[...]. Y en fe de ello lo firmo en testimonio de verdad.- Juan Ortiz de Vergara, escribano público y de Gobernación y Cabildo».

2. A la verdad, las demostraciones de alegría y regocijo fueron tales, que no caben mayores en la cortedad del país. Puédese decir que así se despobló la jurisdicción del Paraguay por asistir a este triunfo en la capital. Los soldados de a caballo eran muy lucidos en número de doscientos y cincuenta, comandados del maestre de campo de la provincia; la infantería cuatro compañías a la orden del sargento mayor de la plaza Antonio González García, que se había señalado   —418→   mucho en la devoción de Antequera, y ahora hubo de servir a esta solemnidad. Las comunidades religiosas estaban muy numerosas, y la del seráfico padre San Francisco presidida de su dignísimo provincial el reverendísimo padre fray Pedro del Castillo, que siempre se ha esmerado en honrar como quien es a la Compañía. La clerecía era en tanto número cual nunca se pudiera juntar en ciudad alguna de estas tres provincias, porque habían concurrido de todos los partidos, aun los más remotos, por solemnizar este acto.

3. En el vulgo era de notar que cuando tal cual malévolo le había querido suponer adverso al regreso de los jesuitas, él, como queriendo desmentir con las obras tan siniestro rumor, daba tales señales de contento que desvanecía la más leve sospecha de malevolencia; por tanto, no pudiendo contener su deseo de ver a los padres, se salían de la ciudad a los campos con demostraciones de extraordinaria alegría, y muchos, especialmente mujeres, los llenaban de bendiciones y daban públicamente gracias al Señor por el beneficio que recibían en su vuelta, a pesar de la emulación cavilosa que rabiaría de envidia con tan glorioso triunfo. En el común se reconocía un inexplicable júbilo, que no cabiendo a muchos en los corazones, se asomaba en tiernas y devotas lágrimas al semblante. Yo confieso que al verlo, aunque soy nada tierno, se me humedecieron los ojos, especialmente al sentir el ruidoso festivo estruendo de la artillería, considerando eran ahora instrumentos del triunfo aquellos cañones que cuatro años antes sirvieron de terror y asombro.

4. En fin, todo concurrió a dar pública satisfacción a las injurias pasadas, quedando confusos y avergonzados los que nos perseguían, y desvanecida la falsa suposición de que con nuestra entrada se alteraría la provincia y perturbaría la paz, pues estuvo tan lejos de suceder, que antes bien aun nuestros mismos mayores émulos esperaban ya seríamos el iris de la paz en la borrasca que les amenazaba con el nuevo juez pesquisidor que a averiguar los delitos de Antequera y sus secuaces despachaba el Virrey, y de que ya tenían noticia. Es verdad que en tanta serenidad no se dejaban de divisar a lo lejos los nubarrones de malevolencia que predominaban los ánimos de los regidores antequeristas, y aunque se esforzaban a encubrirlos, pero por mal disimulados, como que traían origen de su violenta pasión, se llegaban a asomar en el sobrecejo con que nos miraban, y cansados de tanto   —419→   disimulo se acabaron de manifestar cuatro años cabalmente después de estos sucesos, como veremos.

5. Entabláronse al punto nuestros ministerios de confesar, predicar y enseñar a la juventud, y como ayudaba el tiempo santo de la Cuaresma, era tal el concurso a los ejemplos que se empezaron a predicar desde el día 22 de febrero, precediendo el ejemplo vivo, que con su puntual asistencia daban las dos cabezas de la República: obispo y gobernador, que con ser nuestra iglesia capacísima no cabía en ella el auditorio y les era forzoso ocupar parte de la plaza. La misma frecuentísima asistencia se reconoció al confesionario, y puedo deponer como testigo de vista en aquella primera Cuaresma duraban toda ella desde el amanecer hasta las diez de la mañana, y desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche las confesiones, sin poder dar abasto seis confesores continuos.

6. Procurose también introducir el uso de los ejercicios espirituales de nuestro padre San Ignacio, a que ayudó con notable empeño el Obispo, por lo cual él mismo experimentó en ellos; siendo el primero que los tuvo, viniéndose a ese fin a nuestro colegio, donde vivió retirado en un aposento como cualquiera sujeto de l a Compañía, acomodándose en todo a nuestra distribución, sin admitir la más leve particularidad, ejercitando todas las devociones que usamos en nuestro refectorio de servir a la mesa, dar el agua, comer en pie, o en el suelo, ponerse en cruz, etc., y todo con grandísima humildad, como que con esmero procura imitar a su seráfico patriarca. Tomó por padre espiritual a un sujeto de la Compañía, a cuya dirección se sujetó en todo tan sabio prelado, como pudiera el más humilde novicio en los veinticinco días que empleó en este sagrado retiro, de que fuera de las medras de su espíritu sacó un subido aprecio de medio tan celestial para la reformación de las almas, por lo cual quiso participasen de él sus ovejas, disponiendo empezasen a dar ejemplo los eclesiásticos, entrando en los ejercicios de dos en dos, o de tres en tres, porque no había entonces más comodidad en nuestro colegio, viniendo hasta los curas más remotos de la provincia, que salían publicando los grandes bienes que habían experimentado en sus almas, y en algunos se manifestaron luego los influjos de la luz divina que allí se les comunicó.

7. Entre muchos uno en especial salió tan desengañado y movido, que públicamente en concurso del pueblo pidió   —420→   perdón y se desdijo de varias cosas con que tenía ofendidas a algunas personas, de que quedaron todos los circunstantes grandemente edificados. Otro, al leerse una carta pastoral del Obispo, en que exhortaba a todos a hacer los ejercicios, levantándose en público sin poderse contener, dijo: «Yo soy testigo de los grandes bienes que se sacan de los ejercicios; yo los he experimentado y aprendido en ellos lo que nunca había sabido, y verdaderamente son un tesoro escondido, que sólo entrando en ellos se conoce y se estima», con otras muchas alabanzas que le dictó su fervor. Otro doctor grave, luego que concluyó los ejercicios, fue a pedir perdón y humillarse a cierta persona con quien había mucho tiempo que por enemistad no se hablaba. Otro eclesiástico de los que se portaban con mayor ostenta, la noche que salió de ellos, fue por cada aposento hincándose de rodillas a besarles los pies, pidiendo perdón de su mal ejemplo, que corrigió con edificación del pueblo.

8. Éste es el modo con que la Compañía perturba la paz del Paraguay, que si se entiende de la paz de los pecadores es verdad ciertísima que la altera, la conmueve, la perturba, porque sin perdonar afán procura con empeño hacer declarada guerra al infierno y destruir el reino del pecado; por donde Satanás emplea todo su poder en desarraigarla de aquella República, como pocos años después lo solicitó con mayor ardor y eficacia. Pero no entristezcamos tan presto la memoria antes de acabar con tan alegre suceso.

9. Procuró luego el padre provincial Laurencio Rillo dar parte al Virrey de todo lo obrado en el Paraguay a favor de la Compañía por su poderoso influjo, acompañando los autos que por dos vías, como estaba prevenido, le remitió con una carta de rendidas gracias, que pues no podemos de otra manera por la grandeza de Su Excelencia corresponder a tamaño beneficio, la quiero copiar aquí para memoria eterna de nuestro afectuoso agradecimiento.

10. «Excelentísimo señor: Casi al mismo tiempo aportó a Córdoba el despacho de Vuestra Excelencia acerca de la restitución de la Compañía al colegio de la Asunción, que de Roma el nuevo pliego de gobierno en el cual venía provisto provincial de esta jesuítica provincia, este su menor y más reconocido capellán de Vuestra Excelencia. Y hallándose tan grabado en el corazón de todos los individuos que la componen el amor, respeto y veneración rendida a ese Superior Gobierno y especialmente a la grandeza   —421→   de Vuestra Excelencia, pues con la cadena de tan repetidos eslabones de equidad, fineza y amor arrastra nuestras voluntades a la más fina correspondencia y reverente veneración. Leído el ejecutivo y eficacísimo despacho y decreto de Vuestra Excelencia, en que con dignas expresiones dignas por cierto de su alta comprensión y talento, manda Vuestra Excelencia al Gobernador interino de esta provincia reponga a los padres en la posesión de su colegio, resolví ser yo mismo el portador de la citada de Vuestra Excelencia de 3 de septiembre, pasando en persona a esta remota provincia. Y habiéndose presentado en debida forma, se le dio, como era justo, entero y puntual cumplimiento. Celebrose la entrada y restitución de los sujetos de la Compañía con el más solemne alborozo el día 18 de febrero, y por que en esta ocasión se le participa a Vuestra Excelencia la noticia auténtica y relación individual de lo acaecido, paso a rendir a Vuestra Excelencia las más expresivas y rendidas gracias en nombre de la Compañía de Jesús, que se confesará eternamente reconocida a la generosidad y cristiano celo de Vuestra Excelencia, que con tan honorífico pregón vuelve por nuestro crédito y honor tan vilipendiado en este ángulo y rincón del mundo, siendo Vuestra Excelencia el Mardoqueo santo que con la espada de su suprema autoridad nos redime y saca de la opresión con que la emulación de cuatro o seis individuos nos tenía cuasi avasallados, y sólo la discretísima y experimental cordura de Vuestra Excelencia supo hallar medio en su rectísimo tribunal y preclaro talento para sacar triunfante a la Compañía de esta persecución tan ruidosa y prolongada. Nuestro Señor prospere y guarde por dilatados años la importantísima persona de Vuestra Excelencia en la grandeza que se merece para bien de estos Reinos y amparo de la Compañía de Jesús. Asunción del Paraguay, y febrero 28 de 1728. Excelentísimo señor. B. L. M. de Vuestra Excelencia su afecto servidor y capellán Laurencio Rillo».

11. Es imponderable el gusto con que el Virrey recibió esta noticia a mediado de julio, viendo tan bien logradas sus prudentes y acertadas providencias a favor de su amada Compañía de Jesús. Por insinuación de Su Excelencia se comunicaron luego a todas nuestras casas de Lima los autos obrados en este asunto, y en copia a todos los colegios de la provincia del Perú, para que en todas partes fuese común   —422→   el alborozo, y parece que agradecido desde el cielo nuestro santo patriarca, a lo que en la tierra había Su Excelencia favorecido a sus hijos, le quiso remunerar de contado su benevolencia benéfica y celo fervoroso de su honor, porque habiéndole asaltado en esos días una enfermedad que daba bastante cuidado, empezó a sentir grande mejoría la víspera del santo patriarca, y se declaró en casi total sanidad el mismo día. Pero nada fue parte para que en carta respuesta no expresase luego Su Excelencia lo que sólo se puede dar bien a entender por el contexto de ella, y es imposible a nuestra cortedad agradecer. Decía así Su Excelencia:

12. «Reverendo Padre. Estoy tan distante de admitir gracias por las providencias que expidió mi obligación en orden a la justa y debida restitución de la sagrada religión de vuestra paternidad reverendísima a su colegio de la Asunción de esa provincia, que sólo se lisonjea mi afecto de haber siempre deseado ver conseguido un fin a que con vivas ansias me dediqué por la consideración y conocimiento práctico de lo que en él se interesa el servicio de Dios. Y así a la expresiva carta de vuestra paternidad reverendísima de 28 de febrero de este año, en que me avisa que al mismo tiempo en que llegó a manos de su antecesor el despacho ejecutivo que formé en 3 de septiembre del año pasado sobre la expresada restitución, fue también a las de vuestra paternidad reverendísima la patente de provincial de dicha provincia, tengo dada gustosa respuesta con asegurar a vuestra paternidad reverendísima cuánto me he complacido de tan singular y apreciable noticia, dándome la enhorabuena de que se ejecutase con la solemnidad, honor y aplauso debido a causa tan justificada, que me mereció la primera atención, como sucederá en todas las que digan respecto a la religión de vuestra paternidad reverendísima de quien soy finísimo apasionado en común y en particular, deseando acreditarlo siempre en materias de su mayor satisfacción, y que vuestra paternidad reverendísima me dispense muchas ocasiones de la suya, mientras ruego a Dios le guarde muchos años. Lima, 23 de julio de 1728.- El marqués de Castel Fuerte.- Reverendo adre Laurencio Rillo, provincial de la Compañía de Jesús».



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ArribaAbajoCapítulo X

Despacha el Virrey al Paraguay juez pesquisidor a averiguar de nuevo los delitos de don José de Antequera y sus secuaces; es condenado aquél a degüello, y de éstos a muerte de garrote el procurador de la provincia del Paraguay Juan de Mena. Dase noticia de lo que acaeció en Lima en la ejecución de ambas sentencias.


1. Desde que don José de Antequera llegó a Lima el año de 1726 y presentó ante el Virrey los autos en que tanto confiaba, se señaló un ministro de aquella Real Audiencia, que fue el marqués de Casa Concha, de la primera reputación por su literatura en aquel sabio senado, y de acreditada y notoria justificación, para que vistos todos los instrumentos deslindase esta enmarañada causa hasta ponerla en estado de sentencia. Procedió aquel rectísimo ministro con sumo cuidado y sin perder tiempo en las diligencias conducentes al conocimiento de la verdad y calificación de los delitos, para que resultase la seguridad de los inocentes y castigo de los culpados; pero como los autos solamente de Antequera, prescindiendo de los otros instrumentos, pasaban de doce mil fojas, y estaban obrados con grande artificio para oscurecer la verdad, fue forzoso gastar mucho tiempo en dichas diligencias, por no dejar quejosa la justicia, y al fin se reconoció que no podía ajustarse bien la causa sin que viniese al Paraguay juez a liquidar tantos agravios y extorsiones ejecutadas, como falsedades cometidas en los autos de Antequera.

2. Por tanto, a fines de septiembre de 1727, se resolvió el Virrey a nombrar por juez a persona de su total satisfacción, que supiese desempeñar con acierto esta grande confianza, y puso los ojos en don Matías Anglés, que actualmente era teniente general de gobernador y justicia mayor en la ciudad de Córdoba del Tucumán, dándole plena facultad para averiguar los hechos de que se dudaba, o quería adquirir nueva luz, y fuera de otras órdenes se le despachó una instrucción   —424→   para que a su tenor arreglase la pesquisa; y porque de su contexto se conoce con claridad lo que principalmente había de obrar, la copiaré aquí para que conste juntamente con cuánta justificación se procedió. Habíala formado uno de los jurisperitos peruanos más acreditados, que hoy es oidor en la Real Audiencia de Lima, y decía así:

3. «Instrucción por donde se ha de dirigir el juez comisionario nombrado por el excelentísimo señor Virrey de estos Reinos para la averiguación y comprobación de los delitos del doctor don José de Antequera, don Juan de Mena y consortes en la rebelión, sedición y tumulto de la provincia del Paraguay.

4. »Después de haberse obedecido y dado cumplimiento al despacho de comisión, despachará mandamiento de prisión y embargo de bienes contra Ramón de las Llanas y Sebastián Fernández Montiel, maestre de campo que fue en el gobierno de Antequera.

5. »También despachará el embargo sobre todos y cualesquiera bienes que parecieren pertenecer a dicho Juan de Mena, preso en esta real cárcel con don José de Antequera.

6. »Mandará salgan treinta leguas en contorno de la ciudad de la Asunción del Paraguay, don Antonio Roiz de Arellano, José de Urrunaga, Francisco de Rojas Aranda, Miguel Garay, Antonio González García, Antonio Montiel, Miguel Montiel, Joaquín de Zárate y Francisco Delgado, alcalde de la Hermandad.

7. »Ha de examinar treinta testigos, procurando buscar los más desapasionados y de quienes mejor se pueda esperar que digan la verdad.

8. »Ha de procurar que conste quién era el que les hacía las peticiones y representaciones a los del Cabildo de la Asunción para que no se obedeciesen las órdenes del excelentísimo señor Virrey, así en la primera entrada de don Baltasar García Ros como en la segunda, en que se dio el combate por Antequera.

9. »Ha de procurar en que conste quién mandó levantar la gente contra don Baltasar, y quién la mandaba y mandó en el acto del combate, en que se desbarató a don Baltasar y a su gente, y qué número de muertos fue el que hubo en el ejército de don Baltasar y cuántos en el de Antequera, y qué daños hizo Antequera en los pueblos de las misiones de la Compañía de Jesús, antes y después del combate.

10. »También ha de constar de los costos que se causaron   —425→   en el ejército de Antequera, de dónde salieron y por quiénes se pagaron y de qué efectos y a cuya costa se hicieron.

11. »Asimismo ha de poner cuidado en que conste de las diligencias que hizo Antequera para apaciguar a los cabildantes del Paraguay y militares, para que no saliesen a campaña y obedeciesen al dicho don Baltasar.

12. »Ha de tener cuidado en que se ratifiquen los testigos que declararon en estos autos, de que se remite copia. Y a todos los expresados se les ha de volver a examinar de nuevo, al tenor del interrogatorio que se le remite y sobre que también ha de declarar el escribano que asistió al tiempo que se dio el avance al ejército de don Baltasar, que nombra Juan Ortiz de Vergara.

13. »También ha de constar los daños y pérdidas que se le han seguido al colegio de la Compañía de Jesús de aquella ciudad, en la expulsión que se hizo de los padres de aquel colegio, y quién fue la causa para ella, y de cuya orden se ejecutó.

14. »Ha de recibir sus confesiones a Sebastián Montiel y a Ramón de las Llanas, haciendo al primero los cargos por el interrogatorio, y al segundo, de la muerte que hizo dar con arcabuz a Teodosio Villalba, porque venía de la Villarrica gobernando la gente que venía a auxiliar el ejército de don Baltasar, y la sentencia que se dio al resto de dicha gente, y por quién, y si se efectuó.

15. »Ha de tener todo cuidado en que consten las diligencias que hizo Antequera para que no entrase en la provincia el señor don Bruno de Zavala, y por qué no lo consiguió. Y por qué se huyó sin esperar a que entrase en aquella ciudad el señor don Bruno. Y quién le facilitó dicha huida y con quiénes la efectuó.

16. »También ha de procurar el que conste quiénes fueron las principales cabezas de aquellas sediciones, y por quiénes se dirigían ellas. Y el principal cuidado ha de ser el que conste todo cuanto se pregunta por el interrogatorio que se remite, y las extorsiones y daños que causó Antequera, el caudal que adquirió y cómo le hubo, y adónde para; y si en la realidad él fue el principal motor y cabeza de dicha rebelión y tumultos, y de que no se obedeciesen las órdenes del excelentísimo señor Virrey, y de todos los demás daños que se siguieron, expresando todos los que hubieren sido, especialmente las muertes que hubo en dicho combate, así por la parte del ejército de don   —426→   Baltasar como del de Antequera, y los robos fuerzas que de ellos se siguieron, despojos del ejército de don Baltasar, a quiénes se dieron y de los demás que le acompañaron, así de las misiones de la Compañía de Jesús como de los otros soldados de la Villarrica, y demás que asistieron al ejército de don Baltasar.

17. »Y luego que haya recibido las declaraciones por donde conste todo lo referido con los instrumentos y demás comprobaciones que fueren necesarias, para que nada se eche menos, ni haya que volver a substanciar más esta causa, las remitirá según las órdenes que le diere el excelentísimo señor Virrey de estos Reinos.

18. »Y por lo que mira a Ramón de las Llanas y Sebastián Montiel, después de tomadas las confesiones, les hará auto de culpa y cargo, y con lo que dijeren recibirá a prueba la causa y les admitirá la que dieren en un breve término que para ello les asignará, y les oirá las defensas que dieren, apercibiéndoles a que no han de ser más oídos ni citados. Y puesta en cuanto a ellos en estado de sentencia, los remitirá con las diligencias que han de venir tan completas y perfectas que no sea necesario hacer otra diligencia alguna en orden a la comprobación de dichos delitos. Lima, y septiembre 30 de 1727. Don Gaspar Pérez Buelta».

19. Ésta es la instrucción para que se gobernase en su pesquisa don Matías Anglés, quien, por mayo de 1728 llegó a la Asunción, donde ya tiempo antes estaban llenos de susto los antequeristas con sola la noticia de su ida, como que tanto les remordía la conciencia por las operaciones escandalosas de los antecedentes disturbios. Desde que comenzó don Matías a obrar como juez, de tal manera con su mucha discreción gobernó sus operaciones, que no tuvo la más leve desazón en aquella República, ni en el menor encuentro con el gobierno o justicias ordinarias, con quienes, aun en casos de circunstancias no tan críticas, se suelen allí experimentar muchas veces.

20. Como a su grande discreción de este ministro corresponde un ánimo generoso despreciador de peligros, cuando se atraviesa el servicio de Su Majestad, hizo sin temor ninguno la prisión de Ramón de las Llanas el día del Corpus, entrándose intrépido en su propia casa con otro pretexto, y aprisionándole en nombre del Rey. Temíase del arrojo notorio de aquel sujeto una escandalosa resistencia, y por eso   —427→   don Matías puso al disimulo en las cercanías de dicha casa personas de su confianza bien armadas, que acudiesen en cualquier frangente a auxiliarle; pero no fue necesario, porque el hombre, como vio la resolución animosa del juez se quedó cortado, sin saber lo que le sucedía, y falto de consejo se entregó sin resistencia.

21. Al maestre de campo Montiel no pudo prender, porque aún no había vuelto al Paraguay, pero llegó pocos meses después, habiendo caminado oculto por toda la provincia de Tucumán y pasado el gran río Paraná por un deshecho muy retirado del paso ordinario por entre islas, que le enseñó un práctico de aquellos parajes, y llegado a la Asunción se mantuvo oculto en su casa sin manifestarse, que ya aquellos bríos de los antequeristas estaban algo apagados, y con menos orgullo, temerosos de la resolución que reconocían en el juez pesquisidor, y sus parientes sobrellevaban con conformidad los embargos que se hicieron de sus bienes a los sujetos insinuados en la instrucción, manifestando por escrito y de palabra su agradecimiento por el modo atento y cortesano con que don Matías se portaba con ellos, y lo que es más singular, que aun las propias mujeres de los pacientes mostraban la misma satisfacción de su proceder; pero es verdad que todo le costó suma atención y desvelo, porque para cada acción y paso que daba, para manejarse con aquella gente, le era forzoso usar mil reflexiones y andar siempre (como él mismo decía con gracia) más templado que una vihuela, porque no disonasen las palabras y las acciones a vista de los muchos disimulados que le acechaban.

22. Concluyó la causa criminal contra Ramón de las Llanas, y la de Montiel siguió en rebeldía, dándole, o por mejor decir, admitiendo el defensor que su parte ofreció. Fuera de eso se ratificaron dieciocho testigos de los que en el paso de Tebicuary depusieron en las sumarias que actuó don Baltasar García Ros, y después declararon de nuevo todos ellos al tenor del interrogatorio remitido por el fiscal de la Real Audiencia de Lima. Mayor dificultad le costó hallar los treinta testigos desapasionados que se le mandaba en la instrucción; pero, según parece, lo consiguió. Para estas declaraciones hizo salir de la ciudad, como se le ordenaba, a los nueve antequeristas insinuados, dándoles veinticuatro horas de término, y lo célebre fue que quedándose dentro de la provincia les pareció poco tiempo, cuando habiendo de salir de toda ella, dieron menos de tres horas a los jesuitas.

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23. Cuéntase que en esta ocasión de salir a su destierro el protector de naturales Joaquín Ortiz de Zárate se detuvo en su granja, desde donde hizo propio con persona de su confianza a tres sargentos mayores de diversos presidios, encargándoles tuviesen prontas sus milicias porque en caso que el juez se explicase en alguna demostración contra los desterrados queriendo prenderlos, acudiesen y le echasen río abajo. Tuvo esta noticia el Juez, y llamando al autor le dijo cuanto le convenía, dándole a entender cuán poco temeroso vivía de sus ardides, y ordenándole con todo aprieto se retirase al pueblo de Caazapá, sin salir de él hasta nueva orden. Así corrió entonces; pero no me consta con toda certidumbre, aunque no es increíble, pues dicho Zárate estaba acostumbrado a semejantes operaciones, y fue el que con Ramón de las Llanas conmovía la gente por los valles del Paraguay para resistir a don Bruno, y el que con alegres esperanzas los alentaba a llevar adelante la defensa de su adorado don José de Antequera, y aún repitieron los mismos esta propia diligencia tres días después que el juez pesquisidor Anglés entró en el Paraguay. Los otros ocho desterrados se portaron ahora con más juicio, sin esparcir las voces que solían antiguamente.

24. Excluyeron los testigos que mejor les pareció, y dándolos el Juez por recusados, finalizó no obstante las declaraciones de los treinta más indiferentes, y concluidas en menos de un año estas diligencias, se partió del Paraguay muy acepto a todos, dejando preso en un castillo a Ramón de las Llanas, y despachó todos los autos a Lima desde Potosí, donde fue a servir aquel corregimiento. A pocos días que Anglés salió del Paraguay soltaron de la prisión a Llanas, y sin recelo se volvió a pasear por la Asunción, como si hubiera salido absuelto, sin que el Gobernador hiciese demostración por este atrevimiento. Lo mismo pasó a Montiel, que en sabiendo haber salido don Matías Anglés de las Corrientes para Santa Fe, se manifestó en la Asunción como que llegaba de su viaje, recibiendo visitas de todos y gozando de la misma libertad.

25. Noticiado de todo el Virrey, dispuso conferir aquel gobierno a persona de su satisfacción, que hiciese más respetadas sus órdenes, y sucedieron con esta ocasión las nuevas alteraciones que ya empiezan a asustar la pluma y referiremos después, diciendo ahora cómo en esta ocasión, según se dijo entonces, escribió Antequera desde la cárcel dos   —429→   cartas sediciosas, que conmovieron los ánimos contra el nuevo Gobernador provisto por Su Excelencia, las que al fin vinieron a sus manos y pusieron nuevo calor a la conclusión de su causa.

26. Lo cierto es que desde que llegaron a Lima las noticias de estas sediciosas resultas del Paraguay, que sería por mayo de 1731, como acertasen a estar ya dispuestos en forma los materiales de esta tan ruidosa como prolija y enmarañada causa, se empezó a tratar de ella con calor, metiendo a don José de Antequera desde el día 27 de mayo en un calabozo. Acabadas todos los días las audiencias ordinarias a las diez y media de la mañana, se juntaban desde las once seis oidores y el Fiscal, y entrando también en el acuerdo el Virrey, se iba relatando causa por causa hasta las dos de la tarde poco más o menos. Cada oidor y el Fiscal iban haciendo sus ayuntamientos, porque habían de dar firmado su voto el día de la sentencia. Llegó a fenecerse la vista de la causa por San Juan, que por contener ramos tan diversos fue forzoso gastar tanto tiempo, y pidiendo los señores ministros otro plazo para coordinar sus puntos y resolver la sentencia que había cada uno de votar, se le concedió Su Excelencia hasta tres de julio, dándose parte por cinco veces a Antequera, y preguntándole lo que pareció necesario.

27. Juntos ese día aplazado, aunque la mayor parte convino en que merecía sentencia de muerte, dicen que hubo discrepancia en el modo, porque dos o tres sentían debía ser ahorcado, otros degollado como traidor por las espaldas, y otro, que se le otorgase la apelación para ante Su Majestad. En esta diferencia, añaden, preguntó la generosidad del Virrey «si moría Antequera» y diciéndosele que «sí», respondió Su Excelencia: «Pues que muera con toda la honra posible», y se firmó por todos aquellos señores la sentencia siguiente:

28. «En la causa criminal que de oficio de la Real Justicia y de orden de Su Majestad, que Dios guarde, se ha seguido contra don José de Antequera y otros, por la sedición y rebelión de la provincia del Paraguay, y consiguientemente por el delito de lesa Majestad y demás deducido, vistos, etc. Atento a los autos y méritos de la dicha causa, y a lo que de ella resulta contra el dicho don José de Antequera, que le debo condenar y condeno a que de la prisión y cárcel donde está sea sacado con chía y capuz en bestia de silla enlutada, y con voz de pregón que manifieste su delito,   —430→   llevado a la plaza pública de esta ciudad, donde estará puesto un cadalso y en él será degollado hasta que naturalmente muera; y asimismo le condeno en confiscación de todos sus bienes, aplicados éstos por mitad a la cámara de Su Majestad y gastos de justicia, y por esta mi sentencia definitivamente juzgando así lo pronuncio, y mando con el acuerdo de esta Audiencia, y que se ejecute sin embargo de suplicación y de la del sin embargo. Dio y pronunció la sentencia el excelentísimo señor marqués de Castel Fuerte, virrey, gobernador y capitán general de estos Reinos, con el acuerdo de esta Audiencia, a que asistieron los señores don José de Santiago Concha del Orden de Calatrava marqués de Casa Concha, don Álvaro Navia Bolaños y Moscoso del de Santiago, don Álvaro Cavero, don Álvaro Bernaldo de Quirós y don José Ignacio Ortiz de Avilés, presidente y oidores de esta Real Audiencia, que rubricaron dicha sentencia en los Reyes, en tres de julio de mil setecientos y treinta y uno».

29. Al alguacil mayor del Paraguay Juan de Mena, procurador de dicha provincia, condenaron a dar garrote; a otro de los compañeros de Antequera a destierro por algunos años en el presidio de Valdivia, y a los otros dos a destierro perpetuo de la provincia del Paraguay. A estos tres, desde que empezó la vista de los autos, los pasaron de la cárcel de Corte a la de la ciudad, porque en la de Corte habían estado con toda libertad para salir cuando gustaban, la que costó muy caro al carcelero mayor, que por ese permiso fue desterrado perpetuamente a Valdivia, y el carcelero segundo desterrado de Lima, no pasándose a más severas demostraciones, porque acertaron los dichos tres reos a hallarse en la cárcel al tiempo que se les mandó asegurar con guardias.

30. El padre Álvaro Cavero, provincial a la sazón de nuestra provincia del Perú, presentó al Virrey un memorial interponiendo el ruego de la Compañía toda, para que perdonase Su Excelencia a don José de Antequera, o a lo menos para que se suspendiese la sentencia y se remitiese a España; pero no quiso Su Excelencia ni aun admitir el memorial, porque ni la cédula de Su Majestad permitía dilación, ni los delitos de Antequera admitían misericordia. Tanto como esto hizo la Compañía en favor de Antequera, en retorno de lo mucho que este desacordado caballero obró contra la Compañía, pagándole con beneficios los agravios, en cumplimiento de lo que manda Cristo.

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31. Alumbrole la Divina Majestad para que conociese y llorase fructuosamente sus grandes desaciertos, los días que la piedad católica concede misericordiosamente a los reos para disponerse cristianamente al último suplicio, y parece que desde que le estrecharon la prisión, le empezó ya a amanecer la luz del desengaño, pues en la pared del calabozo donde estuvo desde 27 de mayo, se halló después el siguiente soneto de su letra:



El tiempo está vengando, o suerte mía,
   el tiempo, que en el tiempo no he mirado:
   yo me vide en un tiempo en tal estado,
   que al tiempo en ningún tiempo le temía.

Bien me castiga el tiempo la porfía
   de haberme con el tiempo descuidado,
   que el tiempo tan sin tiempo me ha dejado,
   que ya no espero tiempo de alegría.

Pasaron tiempos, horas y momentos
   en que del tiempo pude aprovecharme
   para excusar con tiempo mis tormentos.

Mas pues del tiempo quise confiarme,
   teniendo el tiempo varios movimientos,
   de mí, que no del tiempo, es bien quejarme.



32. Por lo que toca a los agravios cometidos contra la Compañía sintiolos ya en aquellos días vivísimamente, y para morir con el consuelo de que de nuestra parte se le perdonasen, y alcanzar de la suya el perdón del Padre de las Misericordias, hizo llamar a la capilla el segundo día, a 4 de julio, al padre Tomás Cavero, rector que era de nuestro Colegio Máximo de San Pablo de Lima, solicitando su vista por medio del reverendísimo padre maestro fray Alonso del Río, provincial actual de su ilustrísima Orden de Predicadores en la provincia del Perú, quien fue a dicho colegio en persona con este mensaje, y aun como pareciese se tardaba, se repitió otro de parte del reo con dos soldados.

33. Pasó a la cárcel dicho Padre Rector, y lo mismo fue verle Antequera que postrársele a sus pies de rodillas puestas las manos y bañado en lágrimas, pidiéndole perdón de cuanto había ofendido a la Compañía de Jesús con sus obras, palabras y escritos, expresando lleno de compunción que si le fuera dable, quisiera ir de rodillas arrastrando la cadena a hacer la misma diligencia por cada aposento de   —432→   todos los jesuitas. El Padre Rector, enternecido con este lastimoso espectáculo le echó los brazos, le consoló con palabras dulces y le perdonó en nombre de toda la Compañía, ofreciéndole juntamente cualquiera cosa que para su consuelo desease en aquel trance. Pidió entonces Antequera le concediese su reverencia para disponerse y ser auxiliado al padre Manuel de Salezán, operario fervorosísimo de nuestra casa profesa, y que le asistiesen los demás padres en la última hora; de modo que los que tanto persiguió en vida, llamó en su favor en la muerte.

34. Y porque se juzgó conveniente que la satisfacción fuese pública, cuando los agravios hechos y calumnias dichas contra la Compañía habían sido tan públicas, se ofreció desde luego a satisfacer públicamente a todo el mundo en el cadalso, desdiciéndose y retractándose de cuanto había dicho y escrito contra los jesuitas; y previniendo que podría suceder que el sentimiento natural y cercanía de la muerte le embargasen las voces para esta diligencia, rogó encarecidamente al reverendísimo padre maestro Azpericueta, dominicano, que hablase en su nombre a todo el concurso del pueblo y dijese su sentir antes de ejecutarse la sentencia. Frustrose este suceso con la aceleración de su muerte por el motivo que diremos.

35. Acudió prontamente el padre Salezán, sin apartarse apenas de su lado desde entonces hasta casi el momento de su muerte, disponiéndole para la última cuenta. El día cinco de julio acudieron, como Antequera había deseado, fuera de su confesor el padre Salezán, los padres Miguel de la Oliva, Juan José de Salazar, Juan de Córdova, Bernardino Garraza, Gabriel de Orduña, Felipe de Valverde, y dos hermanos coadjutores, y sacando la justicia de la cárcel al reo, se dispuso de orden del Virrey le escoltasen compañías de soldados de caballería e infantería, porque le defendiesen de algún tumulto, que ya se recelaba.

36. Oyose la voz del pregón, que decía: «Ésta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor, y en su real nombre, por particular comisión, el excelentísimo señor Virrey de este Reino, con el acuerdo de esta Audiencia, en la persona de don José de Antequera, por haber convocado todos los hombres de tomar armas de la provincia del Paraguay diversas veces con sedición y rebelión, a fin de no obedecer las órdenes de este Gobierno Superior, ni admitir sucesor al gobierno de aquella provincia, hasta juntar ejército   —433→   con artillería, que mandó, y dio batalla al de la provincia de Buenos Aires, que venía a prenderle de orden de este Gobierno Superior, en cuya batalla quedaron muertos más de seiscientos hombres; por lo cual, y lo demás que resulta de los autos, se le ha mandado degollar y confiscar sus bienes. Quien tal hace, que tal pague».

37. Iba Antequera al mismo tiempo haciendo actos fervorosísimos de todas las virtudes, ayudado de su buen entendimiento y de los jesuitas que le auxiliaban, cuando de improviso se oyó una voz de «¡perdón!», «¡perdón!»; unos dicen que fue con estudio para conmover la plebe y librar al reo, de que ya había habido rumor; otros, que estando (según dicen se estila) los jueces y el Virrey en la Audiencia, uno o muchos desde afuera clamaron por perdón a Su Excelencia, y tomando esta voz los distantes por orden que intimaba la concesión, se conmovió la plebe; pero Antequera, atento solamente a sí mismo, clamaba al padre Salezán, rogándole se le llegase y le fuese diciendo las muchas cosas buenas que en trance semejante se acostumbran, llamándole por su nombre: «Padre Manuel, lléguese y dígame», como lo hacía dicho Padre, hasta que los soldados lo apartaron a lugar seguro por orden de sus cabos, para disparar al reo dos fusilazos, de los cuales cayó a un lado de la mula cabeza abajo; pero dispuso Dios que en medio de haber huido todos con el temor de las balas que ya se disparaban para contener el vulgo tumultuante, no se apartase el padre Felipe de Valverde, quien le ayudó en las últimas agonías entre tantas armas como había, hasta que entregó su espíritu en manos de su Criador, para gozarle eternamente, como lo espero, según la buena y fervorosa disposición con que murió, pues no quería el perdón de la muerte, antes instaba con la mano y boca por el sosiego, diciendo deseaba morir para satisfacer a Dios con aquella muerte afrentosa por sus culpas.

38. Sucedió esta muerte en la plaza en lugar poco distante del cadalso, y disparando los soldados sus armas por orden de sus cabos, mataron casualmente dos religiosos graves de la Orden seráfica, que también habían celosos acompañado a Antequera, y también a un soldado de infantería, y salieron heridas otras personas. El uno de los religiosos franciscanos acertó a tener a su lado en la muerte al sobredicho padre Valverde, porque retirándose éste después de haber expirado Antequera, se encontró con dicho religioso que luchaba con la muerte entre las últimas agonías, le absolvió   —434→   y auxilió sin apartarse, hasta que rindió el alma a su Criador.

39. Tocáronse alarma cajas y clarines, dábanse repetidas cargas, según requería la necesidad de contener la plebe tumultuante, monta el Virrey en el primer caballo que se halló a mano, con un vestido ordinario, sin botas y con sólo su bastón en la mano, y acude pronto a la plaza, que a su respeto luego se fue o despejando o sosegando; acompáñale alguna caballería que se le acerca de sus guardias, y dando vuelta a la plaza queda toda despejada. Llegose entonces al cadalso, y mandando subir en él el cadáver de Antequera le hizo sentar en su silla y cortarle la cabeza, la que tomando el verdugo en una palangana de plata la mostró al pueblo en las cuatro esquinas del tablado, y después la puso a los pies del cuerpo tronco.

40. Encaminose entonces el Virrey acompañado de la caballería a la cárcel, dejando escuadronada en la plaza la infantería junto a los dos cadalsos; hizo sacar a Juan de Mena a pie, y sin el ropón negro que se suele vestir a los que se da garrote; fue conducido con esta escolta al suplicio, acompañado de dos religiosos, y al mismo tiempo asomó por la plaza el reverendísimo padre guardián de San Francisco con algunos religiosos que venían a recoger los cuerpos de los dos religiosos difuntos; pero, creyéndose temerariamente intentaban alguna novedad, y alborotándose de nuevo la plebe, que tiró bastantes pedradas, dispararon los soldados hacía aquel lugar e hirieron mortalmente al guardián, que acabó la vida, de las heridas, al tercero día, y también salió herido un negro que se puso delante de él por defenderle.

41. Sosegose al fin con la diligencia de los soldados esta nueva conmoción, y prosiguiose el suplicio de Juan de Mena; pero como con la turbación ni pareciese cordel ni el verdugo que le había de dar garrote, porque temeroso del tumulto se había huido, mandó Su Excelencia que el otro verdugo le degollase en el tablado menor, e hizo que se le vistiese después el ropón negro y se practicase la misma ceremonia de mostrar, en la forma referida, al pueblo la cabeza, que se le puso también a los pies.

42. Ello la confusión de este suceso fue tal que nadie sabía dónde estaba, y fuera cosa prolija referir lo que cada uno contaba o fingía de aquel lance. Aquí hemos puesto desde el número 37 lo que hemos visto más uniformemente asegurado en varias relaciones que vinieron de Lima. Los jesuitas escaparon como pudieron y Dios les ayudó; ninguno   —435→   salió con la menor lesión, en medio de haberse hallado rodeados de balas, espadas y bayonetas y entre los pies de los caballos, porque sin duda les favoreció el Señor, y sólo padecieron el susto, que se demostraba bien en la palidez de los semblantes, volviéndose los más solos a la casa profesa sin saber de sus compañeros, ni poder referir puntualmente lo que en su presencia sucedió, ni cómo se ocasionó el tumulto.



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Arriba Capítulo XI

Lo que resultó en Lima del tumulto acaecido en la muerte de don José de Antequera, y lo que padecieron de sus émulos los jesuitas y sus fautores en todo el Perú y estas provincias por esa causa.


1. Apenas se ejecutaron del modo que acabamos de referir las sentencias en los dos reos, se retiró el Virrey a palacio, y juntando a aquella hora, que serían como las once, el Acuerdo, se deliberó sobre este ruidoso suceso, y se tomaron declaraciones en que algunos quisieron cargar la culpa a los religiosos de la Orden seráfica, lo que no es creíble de tan venerable comunidad. Con todo eso, Su Excelencia, con acuerdo de aquella Real Audiencia expidió decreto el día siguiente seis de julio mandando se despachase provisión dirigida al reverendísimo padre comisario general del Perú fray Antonio Cordero, para que con vista de la sumaria, cuyo testimonio se le incluyó, pasase al castigo de los religiosos que se suponían haber principiado el tumulto, y que ejecutado diese cuenta de su cumplimiento.

2. El reverendísimo Padre Comisario, que ya de oficio había prevenido esta diligencia, procediendo a la exacta averiguación del suceso, para corregir cualquier exceso que pudieran haber como hombres cometido sus súbditos, y para en caso de estar inocentes defender la sagrada inmunidad de sus personas ofendida, respondió con entereza que la justificación de aquella sumaria que se le despachaba con la Provisión Real, no era suficiente para imponer pena a sus religiosos, por ser contra todo derecho eclesiástico que por las declaraciones hechas ante juez secular, que no sólo es incompetente sino incapaz de conocer en las causas espirituales, se pase a proceder contra los eclesiásticos y regulares, que son exentos de la jurisdicción secular, y que por la deposición de testigos fidedignos le constaba que los religiosos   —437→   que fueron en asistencia del reo, no causaron ni aumentaron el tumulto, sino que sólo ejecutaron el cumplimiento de su obligación, y que los demás que salieron con el guardián hasta la esquina que llaman del Arzobispo, fueron solamente a recoger los tristes despojos para restituir los cadáveres al descanso de sus sepulcros. Y que en este estado examinada la verdad tenía dada cuenta al venerable deán y Cabildo sede vacante de aquella santa iglesia, para que procediese a defender la inmunidad ultrajada. Ésta es la substancia de la respuesta del reverendísimo Padre Comisario dada en siete de julio, y presentada luego al Real Acuerdo en obedecimiento de la Real Provisión.

3. El Cabildo eclesiástico de la santa iglesia de Lima, admitida la querella señaló jueces de esta causa, que hechas varias diligencias estuvieron para pasar a declarar incurso en las censuras impuestas contra los violadores de la inmunidad eclesiástica al Virrey, siendo así que faltaban los requisitos necesarios para haberlas incurrido, cuando Su Excelencia no había dado orden contra ningún eclesiástico, y las muertes de ellos habían sido casuales. Pero porque todo lo que pasó en este lance, de que resultó no pequeña molestia a los jesuitas, y el motivo de no haber declarado a Su Excelencia con el sentimiento justo que formó Su Majestad de este atentado, se conocerá mejor por la Real Cédula que el Rey nuestro señor despachó al arzobispo de Lima, la copiaré aquí a la letra, que es como se sigue:

4. «El Rey. Muy reverendo padre don Francisco Antonio de Escandón, arzobispo de la iglesia metropolitana de la ciudad de Lima en las provincias del Perú, de mi Consejo. Enterado de todo lo ocurrido en esa ciudad con motivo de la ejecución de las sentencias dadas a don José de Antequera y a don Juan de Mena, y de lo que en este particular ejecutó el Cabildo sede vacante en esa iglesia, y causa de inmunidad que en la representación que ha hecho supone haber dejado pendiente, he resuelto además de otras providencias que he tomado, la de rogaros y encargaros, como lo hago, recojáis de poder de ese Cabildo así los autos hechos por la sede vacante en orden a la declaración en la censura del canon que pidió el procurador de San Francisco contra mi Virrey de ese Reino, y soldados que concurrieron el día 5 de julio de 1731 a la ejecución de la justicia de dicho don José de Antequera, de que resultó la muerte casual de dos religiosos de esta orden,   —438→   como los que se actuaron a pedimento del fiscal de la Real Audiencia de esa ciudad en el mismo Tribunal eclesiástico sobre que fuesen declarados diferentes religiosos de la misma Orden por autores del tumulto o conmoción que se originó en esa ciudad el referido día; y en vista de unos y otros autos, de que resultaba no haberse ni de parte del Virrey ni de parte de los soldados los requisitos que debían copulativamente concurrir para la incursión según los sagrados cánones y decisiones conciliares. Espero de vuestra justificación y prudencia impondréis perpetuo silencio en este proceso, mandándolo archivar para que no quede en el público un ejemplar tan poco recomendable de la conducta de ese Cabildo. Y por lo respectivo al otro proceso sobre la querella fiscal, me prometo tomaréis igual providencia por la misma razón y la notoria nulidad que contiene todo lo en él obrado por ese Cabildo por el defecto de jurisdicción con que admitió, oyó y substanció esta querella sin haber primero evacuado la instancia que debió preceder ante prelado regular, y sus requerimientos en consecuencia de la disposición del Concilio de Trento. Y asimismo os ruego y encargo hagáis llamar a vuestra posada a los seis canónigos que entendieron en ambos procesos y les advirtáis los defectos que en uno y otro se han notado, y son: que no habiéndose verificado en el de las censuras ni para con el Virrey ni para con los oficiales y soldados los tres requisitos de hecho consumado, ánimo de injuriar y violencia, que deben copulativamente concurrir para la incursión en la censura del canon y debiendo por esta razón declarar no haber lugar a la acusación de la religión, con cuya legal providencia no hubieran quedado esas provincias en menos expectación, más autorizado el Virrey, menos aventurada la tranquilidad pública y sin queja la religión de San Francisco, no sólo no lo hicieron así, sino que se han persuadido haberme hecho grande obsequio de no haber pasado desde luego a la declaración de las censuras por los términos breves y ejecutivos de su naturaleza, como dicen en su representación. A que se llega que cuando se pudiese legalmente contemplar incurso al Virrey en la censura sin más respeto que el de su autoridad y sin más atención a otros fines y públicos inconvenientes que ponderan en la misma representación, debían no pensar en que podían declararle incurso por la inmediata representación a mi real persona y a su moral unidad.   —439→   Con lo dicho concurre el que supuesto la inflexibilidad del genio del Virrey, y que tanto pondera el Cabildo en su representación por decir haberse negado a todos los medios de composición que se le propusieron, no pudo ni debió pensar en la declaración de la censura en que le suponía incurso; porque siendo remedio medicinal no se debe aplicar cuando no ha de aprovechar o de su aplicación puede resultar el desprecio o mayor contumacia. Que sin verificar a lo menos sumariamente la cualidad de que el religioso acusado por el Fiscal vivía extra o intra claustra, no pudo el Cabildo hacer acto de jurisdicción, como lo fue el oír la querella, y atendiese que el caso caía debajo de la disposición del capítulo tercero, sesión veinticinco de Regularibus por ser la atributiva de la jurisdicción que el Concilio de Trento le denegaba; y que aunque procediendo con el concepto de caer en el caso bajo la disposición del capítulo catorce, ni pudo oír querella cuyo libelo no contenía individuo cierto y determinado, por no hacer un juicio incierto y por consiguiente nulo; ni proceder conforme al referido capítulo del Concilio, de instar y requerir al Prelado Regular, y constando de su negligencia el castigar a los reos; pues si hubiese proveído desde luego que el Fiscal acudiese donde tocaba, sobre dejar ilesa la jurisdicción del Prelado Regular para castigar sus exentos, acaso allí podría el Fiscal haber logrado por medio de sus diligencias el individuo y determinar el autor de la voz perdón. Y habiendo ese Cabildo juzgádose con jurisdicción para oír la querella fiscal, pues la admitió, recibió la mayor información, que ofreció y mandó que justificase en su individuo el religioso que profirió aquella voz, no debió dejar de conocer la misma jurisdicción para omitir el mandar que el Comisario General declarase sobre los particulares pedidos por el Fiscal desde el ingreso del juicio, pues el ser exentos o superiores de su religión no podía excusarles de la declaración que se pedía como acto ordinario del juicio en que entendía, y se practica sin controversia con el eclesiástico, que litigando ante el Juez Secular le pide la otra parte que jure posesiones. Y cuando en ello tuviese duda ese Cabildo esperase a que la religión le opusiese la declinatoria o excepción de incompetencia, y no desnudarse por su propio hecho de una jurisdicción que hasta el definitivo había pasado sin escrúpulo. De todo lo cual espero advertiréis a ese Cabildo para que en casos   —440→   que en adelante puedan ofrecerse, se contenga a los términos que debe. Y a este fin os ruego y encargo remitáis a España uno o dos sujetos de vuestro Cabildo, que fueron autores o promotores de la formación de estos procesos, esperando de vuestro celo y amor a mi real servicio que así lo ejecutaréis, y que me daréis cuenta de lo que resultare en las primeras ocasiones que se ofrezcan. De San Ildefonso, a cinco de septiembre de mil setecientos y treinta y tres. Yo el Rey.- Por mandato del Rey nuestro señor don Miguel de Villanueva».

5. En cuanto todas estas controversias se ventilaban en Lima era imponderable el daño que se seguía a la causa pública con las malignas voces que por estas provincias esparcían los antequeristas para abatir su autoridad, publicando estaba declarado por descomulgado, de que tomaban mayores alientos los comuneros del Paraguay, en donde todo cuanto podía ser contra Su Excelencia, dándose por hecho, se divulgaba como cosa cierta. Con esta traza se disminuía el respeto debido a su suprema autoridad, se enervaba la obediencia de sus órdenes, se perdía el temor de su poder, y se abría puerta a las sediciones.

6. Pero volviendo a los jesuitas, no se puede bastantemente ponderar cuánto en todas partes padecieron por ocasión de la muerte de Antequera, y muy especialmente en Lima; y para calumniar a los nuestros envolvían en la infamia a los primeros y más celosos ministros que Su Majestad tiene en estos Reinos. Esparcían por todas partes que los de la Compañía eran los principales autores y causas de esta muerte, que algunos se atrevían a llamar injusta, y los menos osados poco considerada, y que se había procedido en la sentencia con precipitación. Llegó a estar en Lima tan válida la voz de que por negociación de los jesuitas había muerto Antequera, que llegando ese día dos religiosos de cierta orden a la puerta de una de nuestras casas, dijeron al portero: «Ea, vítor Padre nuestro, vítor la Compañía, que ya consiguieron vuesas paternidades lo que querían». Otro muchacho vino enviado de sus padres a preguntar si decían misa los nuestros, porque no se oía otra cosa por todas partes sino que estaban irregulares, pues por sólo darnos gusto y por cooperación nuestra moría el inocente Antequera sin otra causa que el haber descubierto los muchos tributos que usurpábamos al Rey en el Paraguay.

7. Aun de los soldados decían que estuvieron en el tumulto   —441→   convenidos para reservar a los teatinos, dando a entender no les pesara hubiesen sido muertos o heridos. Saliendo dos novicios a mortificación pública con la modestia que en todas partes acostumbran, les dijeron ciertos eclesiásticos: «He aquí estos angelitos; pues donde los ven tan modestos ellos se van criando para matar otros Antequeras». Yendo ese día el procurador de una casa nuestra a ciertas dependencias a paraje muy distante de la plaza, le dijo una mujer muy anciana: «Ya estarán contentos los teatinos, pues que ya han muerto al grande Antequera»; siendo así que aún no lo sabía el Procurador, y vuelto a casa no tuvo valor para salir aquel día a sus negocios; y lo mismo sucedió no sólo aquel día sino otros después, que no se atrevían a salir de casa los nuestros por los muchos denuestos y disparates que oían. Y en todos nuestros colegios tuvieron mucho que contar de las injurias que se profirieron contra la Compañía.

8. Aun los más preciados de críticos concluían con decir: «Al fin no son los que le han muerto estos padres de Lima; fueron aquellos del Paraguay; fue un Policarpi extranjero, que salió por general contra Antequera, y porque no quiso condescender con ellos, aunque le ofrecieron grandes cantidades y negociarle una garnacha de Lima porque no descubriese sus maldades, le han puesto en este estado». Con todas estas trazas y dicterios tiraban a malquistar a los jesuitas y hacerlos odiosos, llegando a tal extremo que el día del tumulto, como uno, ignorante de la causa, viese correr desalados hombres y mujeres a meterse huyendo por la portería de nuestro colegio, y que el portero echaba a las mujeres hacia la iglesia, que estaba aún abierta, llegó a preguntar si venían ya a matar a los jesuitas.

9. En todos se procuraba imprimir un desafecto hacia nuestras cosas, que se conoció bien en los efectos, que hablando de nuestra casa profesa y de su procurador el venerable padre Alonso Mesía, expresa el padre Juan José de Salazar en la vida de aquel gran siervo de Dios, diciendo, con tácita alusión a estos sucesos: «No le faltó ocasión en que pocos meses antes de su muerte (sucedió ésta a 5 de enero de 1732), en algunas partes de la ciudad se les negase la limosna acostumbrada, o se les diese con desagrado a sus demandaderos por adversa aprensión y permitido desafecto repentina y ligeramente introducido en el vulgo; pero altamente permitido para que en la contrariedad y   —442→   dificultad que se le ofrecían en su amado ministerio, respondiese siempre con obras constantes de mansedumbre humilde y amor a la gloria de Dios». Hasta aquí el autor, que pudiera añadir fue éste el modo con que por la misericordia del Señor, que permitió esta tribulación, respondían en todas partes los jesuitas, sin que por eso cediesen de su obstinado empeño los antequeristas, tomando ocasión de nuestro silencio paciente para perseguirnos, como si fuera una tácita confesión de la verdad de sus calumnias; que no es nuevo en el mundo atribuir la paciencia sufrida de los siervos de Dios a falta de justicia.

10. Aun a los que mostraron algún afecto a la Compañía en aquel tiempo alcanzó su parte, como fue el reverendísimo padre provincial de Santo Domingo, a quien, habiendo de predicar aquel mes el sermón de nuestro santo patriarca en el colegio de San Pablo, se empeñaron muchos a persuadir nos hiciera el desaire de no venir a predicar, adocenándose con los émulos de la Compañía. No se lo permitió su ánimo generoso y el mucho amor que la profesa; pero se pretendieron vengar de su justa repulsa, echándole un papel ciego lleno de varios desatinos contra su meritísima persona. A que se le añadieron los dicterios picantes de muchas señoras más bachilleras de lo que permitían su nobleza y obligaciones.

11. Entre otros le dijo una: «Sí, sí, vaya vuesa paternidad a predicar en ese púlpito descomulgado, que saldrá muy lucido». Otra añadió: «¿Por qué va vuesa paternidad a predicar a los teatinos? ¿Espera que negocien sea obispo? Pues sepa que en la Inquisición le han de dar antes mitra de papel». Otros disparates semejantes oyó aquel gravísimo religioso, por haberse negado constante a esta injusticia que se le había pedido, anunciándole su buen afecto que se había de perder en el sermón y quedar corrido; bien que los corridos fueron los que a su pesar supieron con cuánto acierto honró la función sagrada, y con cuánto lucimiento desempeñó, como suele, su crédito.

12. Si con tanta libertad se procedía en Lima contra la Compañía, ¿qué sería en estos países remotos, donde por la distancia de los tribunales ha sido siempre mayor la libertad de los antequeristas en censurarnos? El platillo más ordinario y sabroso de sus conversaciones era nuestro crédito en esta materia, imputándonos haber muerto a Antequera, y leyendo sin reserva los muchos desvergonzados papelones, sátiras y pasquines que se forjaron en el Perú para confirmarlo,   —443→   añadiendo habíamos asaltado con cien mil soldados cruzados de Potosí el castillo fuerte del Virrey para inclinarle a nuestro designio.

13. Con esta libertad se hablaba, y en esta ocasión, me acuerdo que queriendo yo desengañar a uno de estos más dóciles, le persuadía (como es cierto) no habíamos tenido arte ni parte en esta muerte, porque estaba en el error del vulgo. Y sino, no me dirá Vuestra Merced (le decía yo), ¿por qué instrumento jurídico consta que los jesuitas hayan solicitado el más leve castigo contra Antequera? Es cierto, que por ninguno. En la cédula en que Su Majestad manda se haga justicia de él en la América, donde delinquió, y no sea remitido a España, bien que se citan informes de varias personas, y la una eclesiástica, ni memoria hay de informe alguno de la Compañía, o de jesuita, y esto con haber actualmente en España dos procuradores de esta provincia, quienes se contentaron con sólo solicitar el remedio de segregar los pueblos de nuestras doctrinas, de la jurisdicción secular del Paraguay, sin insinuar siquiera en sus dos memoriales, que sobre esto presentaron una sola palabra que de mil leguas indicase pretendíamos venganza, como se hará patente a cualquiera (y se lo hice yo al tal antequerista) por otros memoriales, de los cuales el uno corre impreso.

14. En la sentencia de muerte pronunciada por el señor Virrey y Real Acuerdo de Lima, ni mención que se hace de delito cometido contra la Compañía, ni tampoco en el pregón, que por esta razón los puse arriba, al pie de la letra. Aun siéndole forzoso al padre provincial Luis de la Roca, hacer memoria de los agravios cometidos contra la Compañía, para significar al señor Virrey que no obstante estaba pronto a volver, si lo mandase Su Excelencia, le expresa (como debía) en su carta de 18 de octubre de 1725, que no por referir necesitado tales agravios «es mi ánimo, excelentísimo señor, que tome V. E., ni otro alguno, a su cargo la venganza de nuestras ofensas, que miro por muy ajena de mi profesión». Lo mismo protestó el dicho Padre Provincial a la Real Audiencia de Charcas, en carta de 15 del mismo mes y año, sobre el referido asunto, de estar pronto a volver al Paraguay si lo ordenaba Su Alteza.

15. En la pesquisa de don Matías Anglés ni una sola letra se hallará presentada por parte de la Compañía, siendo así que varios capítulos de su instrucción, para proceder en ella, eran sobre los daños que de Antequera habían recibido   —444→   nuestro colegio de la Asunción y las misiones de los jesuitas. Fuera de eso el padre provincial del Perú, Álvaro Cavero, interpuso el ruego de toda la Compañía, para que Antequera fuese perdonado, o a lo menos se le despachase a España, como él deseaba, otorgándole la apelación. Y aunque esta interposición era indebida, es cierto, que sin estar dejados de la mano de Dios los jesuitas, no pudieran alargar la mano y meterla en una causa de sangre, cual era ésta, lo cual aún nuestros mayores émulos no tendrán descaro para afirmarlo en estos términos. Pues si todo esto es así (le decía yo al antequerista insinuado), ¿con qué verdad se publica por el Reino y como Vuestra Merced puede creer que la Compañía negoció se le diese muerte a Antequera?

16. ¿Cómo hay atrevimiento para añadir, se le dieron cien mil pesos al Virrey por mano del padre Antonio Garriga, porque le sentenciase a degüello? Quisiera tenerlos esta provincia, para desempeñar sus colegios, que están gravados de deudas por la esterilidad y contingencias de los tiempos. Bien veo, me respondió el antequerista convencido, que todo eso es así como vuestra paternidad afirma, y que es increíble; pero sin embargo, así se dice y así corre. Bella solución y razón muy eficaz, para divulgar sin temor de Dios tal calumnia contra la Compañía. Pero ¿cuándo la malevolencia empeñada en decir mal, atiende a la razón en sus desvaríos?

17. A la verdad, cualquier diligencia será vana para desengañar la voluntaria ceguedad de los antequeristas, quienes apenas se darán por convencidos de este error, o se desengañarán de tan siniestra como maligna impresión, si no es con una revelación del Cielo, y según es su obstinación quizá dudarían de ella a trueque de hacer autores o consejeros de dicha muerte a los jesuitas; y por sacar inocente a un traidor, porque fue enemigo de la Compañía, no repararán en publicar fue injusta la sentencia, poniendo dolo con escandaloso atrevimiento en la rectitud e integridad notoria de los primeros ministros de este peruano imperio.

18. Así pasó en la realidad, que en varios pasquines quisieron denigrar la fama de Su Excelencia y de los tres señores oidores Concha, Quiroz y Avilés, llamándolos a boca llena en una insulsa y mal forjada décima «malvados ministros, endiablados, y que torcieron la ley en imponer la muerte, que dispusieron los teatinos y el Virrey»; son cláusulas entresacadas de dicha décima. De manera que han de ser malos y malvados ministros y aun endiablados, cuantos   —445→   condenaron a un sedicioso y traidor, cual fue Antequera, sólo porque éste fue enemigo declarado de los jesuitas. Y lo gracioso es que el autor de dicha décima nombra sólo a tres oidores, cuando a lo menos cuatro fueron de sentir debía morir y los cinco firmaron la sentencia de muerte. Sin duda que no quiso su poca habilidad meterlos a todos, porque le quedase más lugar para decir mal, ensartando en la contera a los jesuitas y al Virrey.

19. En otro pasquín decían con igual mordacidad y con la misma desgracia:


   Con capa de santidad
los teatinos y el Virrey
quitan la vida a Antequera
y los tributos al Rey.



Al fin no fue poco usasen siquiera de capa de santidad, porque los antequeristas sin esa capa y sin rebozo los han procurado inicuamente infamar. En otro, aludiendo al haber acudido Su Excelencia con ocasión del tumulto, decían con un mal latín y no mejor romance.


   Ut complaceant teatini
le diste larga prisión,
y por alegrarlos más
casi echastes el pregón.



Fuera manchar demasiado el papel, referir las otras desvergüenzas, en que la libertad de los antequeristas desfogaba su loca pasión. Y aún los menos malignos de aquel gremio, decían y escribían a todas partes, que dado caso fuese justa la sentencia y bien merecida, se había procedido con precipitación en la causa.

20. Quisiera yo saber, si se hallarán fácilmente muchos ejemplares de otras causas, en que se haya actuado más espaciosamente, con más diligencias jurídicas, con más copia de testigos, por más largo tiempo y en delitos más notorios. Aun dejando aparte cinco años, que desde su ida al Paraguay, en que empezó a delinquir, corrieron, hasta que se presentó en Lima Antequera con sus autos, se pasaron desde entonces más de otros cinco, hasta fenecer su causa con las diligencias que constan arriba, siendo así que al mismo tiempo de hacer él su presentación de autos, estaba   —446→   declarando Su Majestad «que el cúmulo de delitos tan graves y extraordinarios cometidos por Antequera, solamente caben en un hombre que, ciego y desesperado, atropellando las leyes divinas y humanas, sólo lleva el fin de saciar sus pasiones y apetitos, y deseo de mantener el mando de aquella provincia, a cuyo fin la ha tumultuado, incurriendo en tan atroz delito como el de lesa Majestad», que son palabras formales de la Real Cédula de 11 de abril de 1726, en la cual añade el Rey que «aunque se ha considerado también que en abono de dicho Antequera pueda haber pruebas que desvanezcan la gravedad de esos delitos, en el de rebelión y alteración no hay prueba ni causa que pueda dar colorido ni a mudar la especie de delito de lesa Majestad; y así no habiendo duda en esto, tampoco la puede haber en haber incurrido en la pena capital y confiscación de todos sus bienes, y lo mismo los demás reos». Esto tenía declarado Su Majestad cinco años antes de la muerte de Antequera; comprobáronse después los mismos delitos con nuevas diligencias; oyéronse cuantas veces quiso sus defensas, y entonces se le condenó a muerte. ¿Pues quién a vista de todo esto, si no es un loco, se atreverá a concebir, cuanto menos a proferir, corrieron los ministros de Su Majestad con precipitación en esta causa?

21. Digan y hagan los antequeristas cuanto se les antojare, que no conseguirán con sus dichos y hechos otra cosa que manifestar al mundo alientan aún el espíritu de sedición y felonía que gobernó a su corifeo Antequera; pero no podrán mudar el alto concepto que la majestad de nuestro católico Monarca, con vista y noticia puntual de todo lo obrado, formó de la fidelidad y rectitud del Virrey y ministros del Real Acuerdo de Lima, a quienes se sirvió de agradecer y dar gracias por lo que obraron en esta causa, dándose por bien servido con expresiones muy honoríficas, que constan del real rescripto.




 
 
FIN DEL PRIMER TOMO