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ArribaAbajoCapítulo IV

Hace don José de Antequera prisioneros a dos jesuitas capellanes del ejército vencido, y después de padecer varios ultrajes, los remite presos a la ciudad de la Asunción, con pretexto de dudar si son sacerdotes, con cuya ocasión se convencen de manifiestas mentiras algunos pasos de su Respuesta apologética, y se refieren dos castigos del cielo obrados en los que se desmandaron contra dichos religiosos.


1. Hubiera sido sin duda menos gustosa para don José de Antequera esta victoria, a habérsele escapado la presa de él más apetecida, que eran las personas de los dos jesuitas, que venían por capellanes del ejército de don Baltasar. Al uno de ellos, que era el padre Policarpo Dufo, tenía especial odio por no sé qué especies con que se había dejado impresionar su mal dispuesto ánimo; contra él había asestado en varias cartas la formidable batería de su pluma maldiciente, y en su Respuesta impresa, semejante siempre a sí mismo, le pinta con bien negros colores, indignos de la religión y canas de este sujeto, y aun de su propia patria le quería desnaturalizar, haciéndole extranjero, siendo natural del Reino de Valencia. A este religioso procuraron escapar los indios, sus feligreses llevándole, como dicen, en volandas hasta la margen del río, donde le embarcaron en una canoa, y le pasaron a la margen opuesta, que esté de la banda de su pueblo de Nuestra Señora de Fe, donde era párroco. Allí le trajeron con toda presteza un caballo, en que, montando, caminó dos leguas, acompañado de pocos de sus indios, con ánimo de refugiarse en su propio pueblo, que dista diez o doce leguas del río; pero como ésta era presa muy deseada de Antequera, y había señalado premio a quien le cogiese, siguió su alcance un buen trozo de soldados paraguayos. Temieron los indios que le acompañaban ser muertos, ni al padre le era fácil librarse de la furia de los que le seguían, porque setenta y siete años y medio que contaba de edad, eran peso desmedido   —199→   para poder huir con la ligereza que se requería; por tanto se acogió con sus indios a un bosquecillo para servirles de escudo, fiando que respetarían sus venerables canas para no darles muerte, sobre que intercedería. Hízolo así, y consiguió sosegar y poner en razón a los soldados para que no matasen a sus compañeros; pero así a él como a ellos los hicieron prisioneros, obligándolos a volver al ejército de Antequera, a quien los entregaron.

2. El padre Antonio de Ribera, que, como dijimos, era el otro capellán, como más ágil, aunque entrado va en sesenta años, acudió prontamente, llevado de su celo, al principio del combate, adonde era mayor el peligro, para confesar a los moribundos, en que se empleó algún tiempo pródigo de su propia vida, que corría manifiesto riesgo por asegurar la eterna de sus hijos en Cristo; pero viendo dos indios viejos el mal término de los españoles, que a nada perdonaban, impelidos del amor a su párroco, le arrancaron de allí a viva fuerza, mejor dijera a empellones, y le condujeron al toldo donde estaba su compañero el padre Policarpo, y a ambos los pasaron el Tebicuary; pero al padre Ribera, aunque (después de asegurado en el bosquecillo el padre Policarpo) no le faltaba agilidad para librarse a una de caballo de las manos de los antequeristas, no le sufrió su celo abandonar sin los espirituales auxilios a los que todavía pudiesen alcanzar ese beneficio, y volviose segunda vez al campo de batalla a socorrer a los moribundos; mas cayó en manos de los que seguían su alcance, y lleno de oprobios le llevaron a presentar al victorioso Antequera.

3. Recibiolos con urbanidad, porque el feliz suceso había ya refrescado el bochorno de su ánimo, y cuando estaba sereno se reconocían en sus operaciones los respetos generosos, que heredó en el nacimiento. Pasadas, empero, las salutaciones comunes, se le despertaron sus mal dormidas especies contra los jesuitas, y les empezó a dar sentidas quejas, inculcando que nosotros éramos autores y promotores de aquélla que llamaba injusta guerra. Procuraron los padres acallar sus quejas y satisfacerle, con modestia sí, pero con entereza religiosa, certificándole no teníamos arte ni parte en aquellos movimientos, sino que en dar los indios para aquella expedición habíamos obedecido a quien debíamos, a ley de vasallos, y el venir los dos en el ejército era para servir de capellanes, como lo acostumbran en todo el mundo los jesuitas en los ejércitos católicos, corriéndoles   —200→   allí mayor obligación, por ser aquellos soldados feligreses suyos y no haber otros sacerdotes que ejerciesen el oficio de párrocos.

4. Hizo Antequera sus réplicas, redarguyendo aquellas razones con una carta del padre Francisco de Robles, misionero jesuita, párroco de la reducción de Santa Rosa, la cual insertó después en su Respuesta impresa desde el número 150, como prueba concluyente de su intento; pero léase allí su contexto, y se verá que antes bien tira a que el partido real consiga la victoria sin tanta efusión de sangre, como se temía, y que como gastaba su pueblo tanto en la guerra, le pesaba la dilación y la ruina de los indios infructuosa; y en una palabra, lo que se prueba con dicha carta y otras que alega, es que los jesuitas sabían la determinación del señor Virrey, como era forzoso para obedecerle; pero no que fuesen causa o autores de la guerra.

5. Con éstas y otras razones le procuraron satisfacer, hasta que se despidieron, y fueron puestos en una tienda de campaña con centinelas, dándole Antequera su capa al padre Policarpo para que reparase sus helados miembros de los rigores del frío, y al padre Ribera le dio la piedad de Diego de Yegros, hidalgo de muy nobles respetos, un colchoncillo en que pasar la noche; pero de cena no se trató, ni se les permitió el menor refrigerio, sino sólo el penoso tormento de oprobios e injurias que el resto de aquel día y toda la noche estuvieron oyendo a mozuelos de pocas obligaciones y peores términos, que sin respeto a su religioso estado ni al sacerdocio, les dijeron cuanto se les venía a la boca. En un ejército, aunque se hallen muchos de intención piadosa y cristiana, pero donde abunda la chusma vil y soez, como en éste, abusan de la felicidad para la insolencia, y mucho más contra religiosos, que no teniendo para sus destemplanzas más recurso que la paciencia, les dan mayor osadía para ejercitar la pasión que en los ánimos del vulgacho militar predomina; y como aquí era tanta la ojeriza contra los jesuitas, fácil es de inferir cuanta materia daría al sufrimiento de los dos prisioneros la hez de los soldados que tenía para todo licencia, y quizás conocían que no desagradarían a sus jefes los malos términos que ellos se avergonzaban de practicar por sí mismos.

6. Algo, pues, de lo que allá pasó, aunque no todo, expresa el padre Antonio de Ribera en una carta que, vuelto del Paraguay, escribió al padre Antonio Jiménez, rector del   —201→   colegio de las Corrientes, en 9 de octubre de 1724, participándole noticia de sus aventuras, y dice así: «Lo que vimos el resto del día y aquella noche no es decible en breve. Unos decían que no debíamos de ser cristianos; un mocillo, viéndome rezar, me dijo que para qué rezaba, y al padre Policarpo le dijo otro: "Eso es bueno para otros". Que éramos hechiceros, herejes, calvinistas, traidores, perros. De mañana abrí el toldo para enjugarme, porque estuve mojado, y llega uno diciendo: "¡Ah, perros, herejes, qué lanzadas también empleadas! No se comidieron a darnos de cenar"». Hasta aquí el capítulo de aquella carta.

7. Pero no se puede omitir en este lugar un castigo manifiesto de Dios obrado en uno de los soldados que prendieron al padre Policarpo, y que más se desmandó contra el venerable anciano. Este hombre, más que bárbaro, luego que tuvo al padre a tiro de fusil, le iba a disparar un balazo. Los compañeros, o más piadosos o menos temerarios, le afearon acción tan sacrílega, y le obligaron por fuerza a desistir. Es el Señor justo vengador de las injurias hechas a sus sagrados ministros, y aunque tal vez disimula por sus altísimos inescrutables juicios, ésta no la quiso pasar sin ejemplar castigo con el mismo instrumento de su maldad, porque volviéndose después de la guerra a su casa, al pasar por la iglesia de Nuestra Señora de Tabapy, queriendo hacer su salva a la Santa Imagen, dijo: «Sirva de salva a la Virgen este tiro, que había de haberse empleado en el teatino viejo, si no me lo hubieran estorbado mis compañeros». Proferir estas razones, y al disparar reventarse el cañón, fue todo uno; llevole la sacrílega mano, y poco después murió de un cáncer que de aquella herida se le originó en el brazo. No hubo quien dudase fue todo castigo de su atrevimiento sacrílego.

8. Finalmente, pasada la noche entre tantas alabanzas, por si estuviesen dormidos, les sirvió de despertador Antequera con un largo razonamiento, que muy de mañana, antes de disponer de los prisioneros, hizo a sus gentes cerca de la tienda donde los padres se mantenían, sin duda para que lo oyesen y se desayunasen con aquella desazón, porque el asunto fue animarlos a pasar adelante a los cuatro pueblos inmediatos de nuestras misiones, prometiéndoles el saco de las haciendas de campo, de los ganados, de los bienes comunes y de todo lo demás, sin prohibirles a reservar de la rapiña otra cosa sino sólo lo perteneciente a la Iglesia, a que les   —202→   mandó no tocasen; así se quería acreditar de religioso con las cosas sagradas el que con la parte más principal, que son los ministros de Jesucristo, procedía tan desacatado e irreverente.

9. El fin de pasar a las misiones no era solamente apoderarse de dichos cuatro pueblos, sino abrir camino y hacer tránsito por ellos a los restantes del Paraná, con designio de apresar los botes y barcos que tienen los pueblos de aquel gran río, y con ellos bajar armados a la ciudad de las Corrientes a repetir el acto escandaloso de extraer por violencia a uno de sus parciales, que era el maestre de campo Julián Guerrero, quien habiendo bajado por comandante de la gente que fue del Paraguay a socorrer a Montevideo contra los portugueses, a la vuelta se vio por justas causas detenido de las Reales Justicias en dicha ciudad, y allí perseveraba todavía. Éste era el designio de aquella entrada de los antequeristas a las misiones, según desde su tienda se lo oyeron los padres conferir aquella noche a los principales del ejército; pero después lo debieron de considerar mejor, y conociendo la dificultad de su empeño, desistieron de él mal de su grado.

10. Concluido el razonamiento que decíamos, despachó luego Antequera a los dos padres a la ciudad de la Asunción, metiéndolos a ambos en un carretón cercado de soldados, sin otra cosa que sus vestidos y breviarios, ni prevención alguna de comida para el largo camino, de más de cuarenta leguas; debió de creer superfluo otro alimento para los que habían tenido en abundancia con que hartarse de oprobios e injurias, y que de esta provisión llevarían bastante en todo el camino para alivio de su penalidad, como que conocía bien las manos en que los entregó y el afecto que les profesaban los conductores. Padecieron, pues, en este viaje los padres lo mucho que se puede considerar en poder de aquella gente, poco diferente en la piedad de la que acompañó a San Ignacio mártir en su navegación para Roma. Sólo comían lo que, movidas a compasión, les enviaban algunas personas piadosas de las alquerías por donde transitaban; el frío era riguroso; y los soldados de la escolta iban tan empeñados en dar presto con ellos en la ciudad, que no podían conseguir caminasen a paso moderado o parasen a hora competente, sino que todo había de ser como y cuando se les antojaba. Los denuestos que al mismo tiempo les decían por desahogo de su rabia, eran semejantes a los sobredichos,   —203→   y en fin, el camino en todo muy propio para adquirir grandes méritos con el sufrimiento.

11. Ya a ese tiempo había ido por delante a la Asunción la noticia de la victoria, que llegó el sábado 26 de agosto entre once y doce de la noche por mano de un soldado que despachó Antequera, el cual a esas horas entró victoreando a su Gobernador y publicando al mismo tiempo habían perecido tres mil tapes y más de cien españoles, que seguían el partido del Virrey. Mentira manifiesta, pues ni los españoles del ejército de don Baltasar pasaban de veinte, ni los tapes muertos llegaron a 350, ni todo el número de soldados indios de dicho ejército excedió de 2.550. Pero era forzoso abultar entonces la mentira, lo que va de centenares a millares, y quizá iría en eso bien instruido, para que la victoria pareciese más gloriosa. Y aún no contentos con eso Antequera y sus parciales, quisieron se creyese había sido milagro con que el cielo había favorecido la justicia de su causa, para hacerlo más creíble, no había forma de confesar que el lance de la batalla fue premeditado, sino tan improviso para los españoles como lo fue para los indios.

12. Pero si fuera así, como ellos publicaban, pudieran por ventura, en tan corto espacio, como medió entre la ocasión y el efecto del combate, montar dos mil quinientos españoles poco disciplinados en el arte militar, y lo que es más, haberse embijado o pintado, poniéndose en disfraz de guaycurúes y payaguás los indios auxiliares del ejército de Antequera. Éstos, al punto que se les dio la señal prevenida, salieron inmediatamente a pelear en aquella apariencia, al modo de los infieles tan al natural, que alucinó a los tapes acometidos, haciéndoles creer, que en la realidad eran lo que parecían con la máscara de aquellas naciones, que de pies a cabeza traían remedada. Aunque la máscara fuera de imprenta, no pudiera estamparse en tan breve tiempo. Luego muy premeditado y muy prevenido estuvo el lance por parte de la vigilancia de los españoles, cuya prevención y ardid no se les debiera motejar, sino antes alabar, si defendieran causa justa; porque no siempre arranca la palma de la victoria la fuerza del brazo, sino la maña y discreto ardid del que gobierna. Trampa legal es, pero permitida y practicada en litigios militares; eso es conseguir a poca costa lo que caro cuesta.

13. Y se refuerza más el reparo, porque si para entrambos campos de antequeristas y tapes hubiera sido igual la repentina,   —204→   así como los antequeristas montaron luego a caballo, lo pudieran haber hecho también los tapes, que son, sino más, a lo menos igualmente diestros en cabalgar, y tenían cerca copioso número de caballos en la otra banda del río, a cuyas márgenes estaban acampados; no lo hicieron, por falta de tiempo para ello, como es constante que lo supieran hacer muy bien, si pudieran; luego el haber parecido montados los antequeristas no fue súbita diligencia, sino prevista y muy acordada prevención del lance, que su pericia militar tal cual les había sugerido.

14. Aseguran las personas más prácticas y dignas de todo crédito, que si los tapes hubieran tenido tiempo de montar cuatrocientos caballos, hubieran derrotado el ejército opuesto, según el denuedo con que, aun cogidos de improviso y con armas tan desiguales, se defendieron, pues aun con hallarse sin caballos, rechazaron dos veces vigorosamente a sus enemigos, y les obligaron a retroceder; ni fuera mucho sucediera así, porque el ejército de Antequera constaba de mucha bisoñería, que sirviera en tal caso de embarazo a los veteranos, y sólo pudieron ayudar hallando a pie y desprevenidos a los tapes. Pero siendo los antequeristas dos mil y quinientos de a caballo, sin que los tapes tuviesen siquiera diez, ¿cómo era posible dejar de ser vencidos? El vencer los tapes sí que hubiera sido milagro.

15. Si merece nombre de batalla la que se dio, no se puede negar que fue muy irregular, porque ¿cuándo infantería sola, destituida del abrigo de la caballería, parte campo con el enemigo? Eso fuera quedar vencida antes de la batalla, como aquí sucedió, y había de suceder forzosamente así, según los antecedentes y premisas que precedieron en este precipitado acometimiento, las cuales, en dialéctica militar, inferían necesariamente el destrozo de unos y la victoria de los otros. Tan confiada desprevención del ejército de los tapes y tan viva diligencia de parte de los antequeristas, ¿qué otra conclusión pudieran inferir sino la que se vio? Conque queda claro que todo conspira a probar que no fue milagrosa la victoria, sino muy natural.

16. Sin esa circunstancia, ¿hay por qué alabar en este suceso a los antequeristas por su vigilancia y acuerdo en valerse de la ocasión muy a tiempo, no exponiendo a errar por confiados, cuando en la guerra no se yerra dos veces, y al contrario en el ejército de los tapes fue muy reprensible (aunque no se les debe cargar toda la culpa), la demasiada confianza,   —205→   debiendo vivir con más cautela, para poder a tiempo manejar las armas, de que llevaban suficiente prevención, pero ¿quién les dijera llevaban en ellas la leña para la hoguera, en que su antigua reputación, adquirida con tantos actos positivos de valor, había de arder, abrasarse y reducirse a cenizas?

17. Sin embargo, las lágrimas que el humo que sube de esa hoguera les debió sacar a los ojos, se las pudo también enjugar el consuelo de que este vuelco de la fortuna no fue en castigo de menos valor, pues ejecutoriaron bien en la improvisa resistencia su valentía, sino por costumbre antigua de su inconstancia, cansada ya de asistirles favorable tan repetidas veces contra el enemigo portugués y contra variedad de naciones infieles, como venturosamente han debelado, siempre en obsequio de su Rey y señor, de cuya real benignidad se han hecho atender por sus proezas, y han merecido los títulos honrosos de sus fieles y leales vasallos con expresiones muy honoríficas, en que se dignan nuestros católicos monarcas, y muy especialmente la Majestad del Rey nuestro señor Felipe V, que Dios guarde, darse por bien servido de sus acciones militares, prometiéndoles asimismo su real atención para remunerar sus servicios.

18. Pero dejando aparte todo esto, es constante que Antequera pretendió siempre pasase por milagrosa la referida victoria, porque cuanto por ese camino se disminuía el valor de sus tropas, que sólo por milagro podían vencer, tanto más se autorizaría para con los suyos la justicia de su injustísima causa con ese testimonio del cielo, y los alentaría a persistir firmes y constantes en su partido, para lo que después se pudiese ofrecer. Por milagrosa la vendió también el panegirista señalado para el sermón de acción de gracias con que la solemnizó Antequera en la santa iglesia catedral de la Asunción, después que volvió de la guerra; y antes con la primera noticia había despachado orden que al tiempo que llegase se repicasen las campanas de todas las iglesias, como se ejecutó puntualmente; con que siendo la hora tan intempestiva, como dijimos (y quizás se le instruiría al expreso entrase a aquel tiempo), se hizo más ruidoso y sonado el regocijo. A la misma hora se hicieron varias demostraciones de aplauso con luminarias y saraos prevenidos, siendo raro el que no se alborotó con la alegría común, a que era forzoso concurrir, porque el alguacil mayor Juan de Mena andaba observando diligente quién no daba señales de júbilo, para dar aviso a Antequera y hacerle mal visto.

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19. Así lo hizo con cierta persona piadosa, que, lastimada de la mortandad de tantos cristianos, se mantuvo sin hacer movimiento de su casa y escribió luego aquel mal hombre a Antequera que todo género de personas habían hecho singulares demostraciones de alegría, si no es uno (que nombraba por su nombre), que con la noticia se había quedado inmóvil hecho una estatua. Hubiérale costado caro, según el sentimiento de Antequera, pero favoreció Dios su buen corazón, y le valieron algunos amigos que tenía en el ejército para librarse del castigo severo. A la verdad, la alegría fue universal, pues aun los mismos parientes y amigos de Reyes contribuyeron a ella por su parte; abrazábanse públicamente unos a otros como libres del último peligro y del degüello a que los tenían destinados, porque de haber quedado victorioso su partido, hubieran sido víctimas ciertas del furor de sus contrarios, quienes, para tenerlos juntos a todos, si llegase el caso de esa ejecución sangrienta, habían hecho traer a la ciudad desde el presidio de Arecutacuá, donde estaban desterrados, al fiel ejecutor don Andrés Benítez, cuñado de don Diego de los Reyes, y a don Miguel Paniagua, para que muriesen a un tiempo con toda la demás parentela. Considérese, pues, cuál sería de todos éstos la alegría por la victoria, de que vieron pendiente el hilo tenue de sus vidas.

20. El día 26 de agosto por la noche fue todo este regocijo en la Asunción, y pocos días después gozó aquella ciudad de parte de las resultas de la victoria en el triunfo, que se celebró con los dos sacerdotes jesuitas y los ciento cincuenta indios prisioneros, que venían atados unos con otros por el cuello, o, como acá llaman, acollarados, de cuatro en cuatro y de cinco en cinco, y tratados con inhumanidad, la que se hará más creíble sabiendo que poco mejor atendidos venían los ministros del Altísimo. Al llegar éstos a la ciudad, hicieron alto los conductores, esperando al sujeto que había de recibir los presos, que era el alguacil mayor Juan de Mena, quien acudió acompañado del superintendente doctor don José de Ávalos y del sargento mayor don Sebastián Roiz de Arellano, con una diferencia, que éste asistió con tan buena intención como era dañada la de sus compañeros, pues el fin de aquél fue estar a la mira para que ninguno se desmandase contra los religiosos.

21. Hecha la entrega de los presos por el Cabo militar que hasta allí los había escoltado, prosiguió el carretón con los   —207→   sacerdotes del Señor en poder de los ministros de la injusticia, y entró por la catolicísima ciudad de la Asunción el día 30 de agosto, con el aplauso que pudieran ser cortejados por las calles de Londres o Meaco, hasta llegar a las casas del provisor y vicario general doctor don Antonio González de Guzmán, en la forma que se refiere en los autos de esta materia, a foja 1.ª vuelta: «Por cuanto hoy, día de la fecha, como a las cuatro horas de la tarde, aportó a estas casas de su morada un carretón, y en él vinieron juntos dos religiosos de la Compañía de Jesús con acompañamiento de soldadesca española, armados todos a caballo, juntamente el alguacil mayor de esta ciudad, don Juan de Mena, quien hizo entrega a dicho señor Vicario, juez eclesiástico de los dichos religiosos jesuitas, bajándolos de dicho carretón». Acudió, fuera del numeroso pueblo, la gente principal, que había quedado guardando la ciudad, a ser testigos de acto tan pío y religioso, casi increíble en Reino de la católica monarquía de España.

22. Entregó juntamente Mena, en presencia de todos, una carta, que Antequera escribía al Provisor del tenor siguiente: «Señor Vicario, juez eclesiástico. Habiendo Dios, Nuestro Señor sido servido de favorecer la gran justicia y razón que mantiene esta provincia en la violencia intentada por don Baltasar García Ros y sus fomentadores religiosos de la Compañía, después de haber derrotado ayer dicho ejército con el divino auxilio, siguieron los míos o los fugitivos, y entre ellos hallaron esos dos religiosos, que según consta de las diligencias de autos, hechos antes del avance, traía el uno de ellos especialmente alfanje, y el otro fomentaba con exhortaciones o la guerra, y finalmente, ambos a dos provocaron a ella a los míos, a los cuales, con harto sentimiento mío, no pude resistir la furia con que emprendieron el avance. Y porque no parece que hombres que ejecutan semejantes cosas puedan ser sacerdotes, respecto de haberlo dicho ellos y el traje que traen, me ha parecido remitírselos a Vmd. para que haga la averiguación si en efecto son sacerdotes, y de serlo, cumpla con la Real Provisión de su Alteza, y de no serlo, se entreguen a mi Superintendente General para que me los asegure en el ínterin, que, si Dios fuese servido, vuelva a esa ciudad. Y dejo de este papel duplicado para ponerle en los autos de la materia, para que Su Alteza y Su Majestad, Dios le guarde, vean cómo se cumplen sus reales mandatos. Prevengo   —208→   a Vmd. que de ser cierto que son sacerdotes y religiosos de la Compañía, no se pongan en el colegio, de que se mandó expeler a los otros por alborotadores o inquietadores de la paz pública. Dios guarde a Vmd. muchos años. Paso del río Tebicuary y agosto 26 de 1724.- B. L. M. de Vmd. su seguro servidor.- Don José de Antequera y Castro.- Señor doctor don Antonio González de Guzmán».

23. Entregada esta carta, dio el Notario Eclesiástico fe y testimonio de verdad de su entrega y de la de los presos, hecha por el alguacil mayor Juan de Mena, quien con el Superintendente se fue muy alegre a hacer el repartimiento de los indios prisioneros entre los beneméritos del partido. El Provisor, aunque escandalizado de la maldad de Antequera, más por justificar la causa de la Iglesia ofendida que por dar gusto al ofensor, mandó se tomasen a los dos padres las declaraciones, de las cuales la del padre Policarpo fue en la forma siguiente:

24. «En la ciudad de la Asunción, en treinta días del mes de agosto de mil setecientos veinticuatro años, el señor doctor don Antonio González de Guzmán, cura rector y vicario juez eclesiástico de este Obispado del Paraguay, estando en estas casas de su morada, y por ante mí el presente notario público del Juzgado Eclesiástico, y estando también presente un religioso vestido con sotana negra, y su bonete y breviario en la mano, y su corona en la cabeza, y preguntado por su merced diga si es sacerdote y de qué religión y su nombre. Dijo llamarse el padre Policarpo Dufo, y que es sacerdote y religioso de la Compañía de Jesús, y se le recibió juramento, que hizo in verbo sacerdotis, puesta la mano en el pecho, según forma de derecho, y so cargo de él prometió decir verdad de todo lo que le fuere preguntado, y siéndole leído el contexto de la carta, que está por cabeza de estas diligencias, y el acto desuso y las preguntas y circunstancias que en él se contienen, y entendido, declaró y dijo: Que hallándose este declarante de cura doctrinante en el pueblo de indios de Nuestra Señora de Fe, tuvo orden y mandato expreso del padre Tomás Rosa, superior de las Doctrinas del Paraná y Uruguay, para que viniese juntamente con el padre Antonio de Ribera, cura doctrinante del pueblo de indios de Santiago, por capellanes de los indios que sacó de dichas Doctrinas el señor don Baltasar García Ros,   —209→   quien venía a la ciudad del Paraguay a la ejecución de los mandatos del señor Virrey de estos Reinos, y que como era mandato de su superior, y ser súbdito obediente, sólo ejecutó dicho mandato. Y que habiendo salido con los indios y dicho señor don Baltasar García Ros, siendo sólo su oficio y el ministerio a que salió de dicho su pueblo, el de capellán de dichos indios, para decirles misas y confesarlos en sus enfermedades y casos repentinos de peligro de muerte, no trayendo más traje que su sotana, manteo, sombrero y bonete, y por armas su breviario y diurno, su altar portátil para celebrar el santo sacrificio de la misa, con todo su adherente de ornamento, cáliz, patena, vinajeras, misal y el demás recado de que se compone, con los cuales solamente salió de dicho su pueblo, no trayendo en su persona ni en su carretón ninguna arma ofensiva ni defensiva, que eso era en contra su estado de religioso sacerdote, y que estando con dicho señor don Baltasar y dichos indios en el paraje y paso del río Tebicuary, detenidos los dichos indios por el ejército de la armada de soldadesca que marchó de esta ciudad y provincia al opósito de la resistencia contra el mandato superior del señor Virrey de estos Reinos, el día que se contaron veinticinco del corriente, estando a horas del mediodía en el toldo de dicho señor don Baltasar, y el otro religioso, comiendo, oyeron muchas voces y tiros a la parte del ejército que salió de esta ciudad, y ya entrando a la pelea contra los indios, y con esto se alborotó dicho señor don Baltasar, y montó a caballo, pasando el río a la otra banda, y entonces dijo a este declarante un indio que se asegurase, porque las piezas de artillería estaban asestadas sus bocas contra ellos; y entonces los mismos indios de su pueblo lo alzaron en peso y lo entraron en una canoa, y lo pasaron de la otra banda, donde le trajo uno de dichos indios, su feligrés, un caballo, para ir con ellos a dicho su pueblo; y habiendo caminado como dos leguas de dicho río juntamente con los indios, que pudieron escaparse con vida, los siguieron un trozo de soldados, y con el susto y miedo de la muerte, según el estrépito que llevaban y ánimo con que iban de destrozar y matar, se albergaron en una isleta los dichos indios juntamente con el declarante, sirviéndoles de escudo y defensa, porque se le acogieron los dichos indios, y con súplicas y rendimientos que les hizo se sosegaron dichos soldados, y los cercaron, y de ahí los hicieron   —210→   caminar otra vez para la armada, donde estaba el señor gobernador de esta provincia, trayéndolos cercados y de prisioneros. Y habiéndolos llevado juntamente con el otro religioso a la presencia de dicho señor Gobernador y de todo su ejército, les recibió con toda cortesía y urbanidad, y aquella noche les mandó se recogiesen a hacer noche debajo del toldo que habían dejado, y habiéndose recogido con el otro religioso, su compañero, les puso guardias de soldados armados todo alrededor de dicho toldo, y con centinelas a la puerta, como prisioneros. Y habiendo amanecido el día siguiente, les mandó embarcar en un carretón solamente sus personas con las sotanas que traen en su cuerpo y sus breviarios, sin darles ni concederles ningún refugio de alimento para el camino, y los echó a esta ciudad con compañías de la soldadesca, que cercaron el carretón en todo el camino, y los indios cautivos a pie y acollarados unos con otros, sin más descanso ni refugio hasta llegar a la ciudad, y fueron entregados presos a dicho señor Vicario, para que se guardase con ellos todo lo que contiene la carta que remitió a su merced. Todo esto, que declara, es la verdad de lo que pasó y sucedió en todo lo que ha sido preguntado, so cargo del juramento que como sacerdote tiene hecho. Y habiéndosele vuelto a leer, dijo que está escrita según y como lleva declarado, y en ella se afirma y ratifica, y firmó con su merced, y de ello doy fe, y en este estado dijo ser de edad de setenta y siete años y nueve meses, y que según su edad crecida no es capaz para el manejo de armas ni de traer a la cinta el alfanje que se le imputa por la dicha carta. Doctor don Antonio González de Guzmán.- Policarpo Dufo.- Ante mí: Tomás Zorrilla del Valle, notario publico».

25. La misma en substancia fue la declaración del padre Antonio de Ribera, las cuales vistas por el Provisor, puso a continuación de ellas el decreto declaratorio, que es a la letra como se sigue: «En la ciudad de la Asunción, en treinta días del mes de agosto de mil setecientos veinticuatro años. El señor doctor don Antonio González de Guzmán, cura rector de la santa iglesia catedral de esta ciudad y vicario juez eclesiástico de este Obispado del Paraguay, habiendo visto las declaraciones desuso hechas por los religiosos de la Compañía de Jesús, los reverendos padres Policarpo Dufo, cura del pueblo de indios de Nuestra Señora de Fe, y Antonio de Ribera, cura del pueblo de indios   —211→   de Santiago Apóstol, que fueron remitidos a esta ciudad debajo de prisión y aseguración de sus personas por el señor gobernador y capitán general de esta provincia, el doctor don José de Antequera y Castro, caballero del Orden de Alcántara, con la carta misiva, en que dice ha parecido remitírselos a dicho señor Vicario, para que, como juez eclesiástico, haga la averiguación de si con efecto son sacerdotes, y de serio cumpla con la Real Provisión de Su Alteza, previniendo también en ella haber obrado diligencias de autos hechos antes del avance, procesando contra dichos religiosos sacerdotes, y no se pongan en el colegio de que se mandó expulsar a los otros por alborotadores e inquietadores de la paz pública. Y sin embargo de que a dicho señor Vicario juez eclesiástico le consta de vista y conocimiento cierto de muchos años a esta parte, de ser sacerdotes y religiosos de la Compañía de Jesús los dichos padres Policarpo Dufo y Antonio de Ribera, y sus empleos y ocupaciones el de cura de almas de los referidos pueblos de indios, ha pasado a dichos diligencias de sus declaraciones de oficio, y para la formalidad del derecho, y para la defensa de la inmunidad eclesiástica y privilegio que gozan de su fuero los dichos eclesiásticos sacerdotes. Y celoso de su honor y del de la santísima Compañía de Jesús, le corre obligación de dar este público testimonio a la inocencia y a la verdad, y es bien entiendan y sepan los príncipes católicos, sus consejos, presidentes y gobernadores, que más son muestras de dañados intentos los rumores falsos y libelos infamatorios en que están sindicados todos los dichos religiosos de dicha Compañía de Jesús, para derribarlos de la alta opinión que se tiene de su entereza, santidad y vigilancia, que notoria y públicamente se han empleado y se emplean en servicio de Dios, Nuestro Señor, en bien universal de las almas».

26. Hasta aquí a la letra el mencionado Provisor, el cual prosigue mandando se dé cuenta de todo lo actuado con testimonio jurídico al ilustrísimo señor don Fray José de Palos, para que con su santo celo obvie otras nocivas y perniciosas consecuencias que podrían resultar de semejantes escandalosos procederes. Quedaron en el ínterin los dos padres hospedados en la ejemplar casa de dicho Provisor, asistidos y agasajados como los ángeles en casa del caritativo Abraham, porque no les fue permitido ir a su colegio por lo ya expresado.

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27. Querer ponerme aquí de propósito a demostrar las falsedades e inconsecuencias manifiestas que contiene la carta de Antequera para el Provisor, fuera cosa prolija. Baste decir que el día antes de escribirla, esto es, el día de la batalla, habiendo dejado presos a los dos padres en su toldo, como queda dicho, les pidió confesasen y dispusiesen para la muerte al maestre de campo Lucas Melgarejo, que quedó en dicha batalla prisionero, y le tenía sentenciado a ser arcabuceado, por haber seguido el partido de don Baltasar, mejor diré, el del Rey nuestro señor. Suspendió Antequera la ejecución de esta inicua sentencia, por no añadir más leña al fuego de su causa, pero como sagaz quiso vendérselo por favor al padre Policarpo, que intercedió por dicho Melgarejo, diciendo que por su respeto le otorgaba la vida.

28. El padre Antonio de Ribera le conocía muy bien, pues cuando el mismo Antequera salió con ejército de mil hombres al río Tebicuary el año 1722, y llamó a su campo a los corregidores de los cuatro pueblos de indios inmediatos, fue dicho padre, en compañía del padre Francisco de Robles, el que condujo dichos corregidores a su presencia, y habló con él largamente, como consta de lo que escribimos en el capítulo 4 del libro 1.º. Al padre Policarpo, aunque no conocía Antequera de vista, pero era muy conocido de su odio por siniestras impresiones, y casi no había persona en el ejército antequerista que no le conociese, a lo menos de los principales sus colaterales, y lo mismo al padre Ribera, que había vivido algunos años en el colegio de la Asunción. En fin, tenía tanta certidumbre de que ambos eran sacerdotes jesuitas, que los antepuso para el ejercicio de auxiliar al sentenciado a muerte, a dos religiosos dominicanos y a un clérigo secular, que estaban presentes en la ocasión. Y al día siguiente finge que duda si son sacerdotes dos sujetos tan conocidos y curas tantos años en la jurisdicción del Paraguay y en pueblos tan próximos, como son los de Nuestra Señora de Fe y Santiago, adonde cada día suelen llegar los vecinos de la Asunción. Fuera de que si verdaderamente dudaba si eran sacerdotes, como se atrevió a mandar, que en caso de no serlo se los entregase a su superintendente, para que se los asegurase hasta que él mismo volviese a la Asunción. Porque no podía ignorar, quien tanto se preciaba de docto, que en tal caso debían ser entregados al Tribunal de la Santa Inquisición en manos de su comisario del Paraguay,   —213→   como delincuentes pertenecientes a aquel fuero, por haberse fingido sacerdotes y haber hecho oficio de tales en decir misa, oír confesiones y administrar los otros sacramentos, sin estar ordenados. No los mandó entregar sino a su superintendente, y no a la Inquisición; conque es claro que no dudó fuesen sacerdotes, sino que añadió aquella cláusula sin advertencia, sólo por terror, y para hacer creer que dudaba lo mismo que tenía muy sabido.

29. A esta reflexión no da salida Antequera en su Respuesta apologética, porque no se la objetó el señor obispo Palos, a quien va respondiendo en aquel libelo infamatorio; y habiéndosele sólo hecho cargo para demostrar su mala fe en aquella duda, de que privó a uno de los padres oyese de confesión la tarde antes a un reo, que él mismo tenía sentenciado a muerte, es donosa la evasión con que satisface a este cargo muy verdadero y quiere alucinar a los lectores para que se le crea no pudo pedir a los padres confesasen al sentenciado a muerte, porque (dice en su Respuesta al número 173) eso fuera ir contra el dictamen de conciencia que tenía de que dichos padres estaban irregulares por dicha guerra. ¡Bella frescura! ¿Quién no se reirá de ver a Antequera tan escrupuloso? Comete tantos desafueros sin reparo, falta sin vergüenza a la obediencia de vasallo, conmueve sediciosamente una provincia, hácela que falte a la debida fidelidad, manda prender varios eclesiásticos, actúa sumaria contra ellos, destierra un colegio entero de religiosos, levanta enormísimos testimonios, usurpa la hacienda ajena en muy gruesas cantidades, junta dos veces ejército para resistirse contra las órdenes del Superior Tribunal de estos Reinos, y aun en esa misma carta (de que se hablaba) confiesa que antes del avance había procesado contra estos dos religiosos. Pregunto: ¿Todas ésas no son cosas gravísimas? ¿Si serían acaso contra el dictamen de su conciencia? Nadie se atrevería a decir que no, y con todo eso en todos ellos obró contra ese dictamen; y ahora quiere se crea por inverosímil que pudiese pedir a los padres confesasen a dicho sujeto, por ser contra el dictamen de conciencia que tenía formado, de que eran irregulares, siendo éste mucho menor pecado que aquéllos tan enormes. Eso fuera bueno para quien no hubiera dado tan grandes y repetidas pruebas de que obraba sin conciencia en sus resoluciones. Pero a la verdad, tan cierto es que los reputaba irregulares como que dudase fuesen sacerdotes, o que no les pidiese confesasen al reo mencionado,   —214→   de que no hay más testigos que muchísimos del ejército que se hallaron presentes.

30. Bien alcanzó Antequera la debilidad e insubsistencia de esta evasión, y se esforzó a dar otra de mayor peso a su parecer, pero igualmente falsa y sofística, porque quiere probar ab impossibili que no pudo hacer tal petición a alguno de los dos jesuitas, diciendo en el mismo número de su Respuesta que cuando sucedió el caso de condenar a muerte a los de la Villa, estaban ambos padres más de cien leguas distantes de donde se hallaba (el mismo Antequera): «... porque esto sucedió en el pueblo de Santa María, de donde hay más de dieciocho leguas al Tebicuary, y habiendo tardado yo cuatro días hasta el paraje de Santa María, y más, echado el dicho Padre (Policarpo) de dicho lugar a esa ciudad (de la Asunción), se hallaba cerca de cien leguas de distancia, y si su espíritu no es como el del señor San Antonio bilocado, no sé cómo pudo dicho Padre hallarse para confesar a los que yo quise ajusticiar». Éste es el descargo de Antequera para negar tal hecho puesto a la letra, como lo trae en su Respuesta; y todas sus cláusulas no son más que una pura sofistería para confundir la verdad.

31. Dejo sin reparo la contradicción palpable en una misma cláusula, o, a lo menos, la poca reflexión con que la escribió, pues primero dice que el jesuita a quien se decía pidió oyese la confesión, se hallaba distante más de cien leguas, y a pocas líneas escribe que sólo estaba cerca de cien leguas. Debió de acordarse del cuentecillo vulgar del otro que iba cercenando el tamaño desmedido de la zorra que antes había afirmado, según se iba acercando al río, donde le dijeron se ahogaban los que aquel día faltaban a la verdad. Conoció era falsedad notoria haberse hallado más de cien leguas distante el jesuita estando éste en la ciudad de la Asunción, y el mismo Antequera en el pueblo de Santa María (que es el mismo que el de Nuestra Señora de Fe), y poco a poco fue minorando la distancia, y sin duda que si hubiera escrito otras respuestas le hubiera su genio escrupuloso hecho poner en la última el número fijo de leguas, rebajando al fin las muchas que al principio puso de más.

32. Omito también la falsedad notoria de que dicho pueblo de Santa María, donde se hallaba Antequera, diste más de cien leguas o cerca de cien leguas de la ciudad de la Asunción, donde se hallaban los jesuitas prisioneros, como quiere Antequera, y por ahora se lo permitimos, porque si ésta no   —215→   es falta de memoria, es mentira manifiesta, pues desde dicho pueblo la Asunción apenas hay sesenta y dos leguas, y he hecho yo todo ese camino en carretón en sólo seis días, sin afanar ni darme prisa, y los dos jesuitas prisioneros lo hicieron en menos de cinco. Ni es más verdad que haya dieciocho leguas desde el río Tebicuary hasta el río de Santa María; apenas son doce, y yo las he andado caballo en una mañana del otoño, llegando a las once, a hora de comer, al dicho pueblo, habiendo salido de Tebicuary al amanecer. Pero Antequera quiso que fuesen dieciocho para haber más imposible la concurrencia, y basta para que en eso disimulemos.

33. Omito, pues, todas estas cosas, y vengo a descubrir la sofistería con que procedió Antequera en la cláusula citada, para probar su imposible, el cual, sin la virtud milagrosa de bilocarse, como San Antonio, venció cualquiera de los dos jesuitas, y lo pudiera vencer otro cualquiera. Es el caso que en dos días diferentes y en lugares distintos, hubo sujetos de la Villarrica condenados a muerte por Antequera por el delito de haber favorecido al comisario del Virrey, el coronel don Baltasar García Ros. El primero fue el maestre de campo Lucas Melgarejo, que andaba peleando en el ejército de don Baltasar, y hecho prisionero por no haber tenido cara para volver las espaldas la tarde de la derrota de Tebicuary, fue allí mismo esa propia tarde sentenciado a muerte, y entonces pidió Antequera a uno de los jesuitas que le confesase y dispusiese. Los segundos, vecinos también de la Villarrica, fueron los capitanes Juan Marecos y Alonso de Villalba, que viniendo de socorro con sus gentes al ejército de don Baltasar (ignorando aún que hubiese sido derrotado), cayeron en manos de Ramón de las Llanas, y traídos al pueblo de Santa María el día 29 de agosto, los sentenció a muerte Antequera esa misma tarde, aunque después les perdonó la vida por ruego de don Fernando de Sosa, capellán de su ejército.

34. A estos bien claro es que no pudo pedir Antequera los confesase uno de los dos jesuitas prisioneros, si no se hubiese bilocado como San Antonio, porque se hallaban ya ambos ese día, no en la ciudad de la Asunción, como falsamente dice en el lugar que impugnamos, sino una jornada de ella, pues no llegaron a dicha ciudad hasta el día siguiente por la tarde, como consta de los autos alegados del Provisor sobre esta prisión sacrílega; pero al primero le pudo   —216→   asistir uno de los jesuitas, que se hallaba todavía en el mismo paraje con el supuesto reo y con Antequera, y éste de hecho le pidió que le confesase y le ayudase a morir. Mas su cavilación sofística calla el caso primero, de que sabía le hablaba el señor obispo Palos en la carta, contra la cual formó su libelosa Respuesta, y echa mano del segundo para probar con la coartada el imposible. Persuadiríase, sin duda, no había de haber quien descubriese el enredo, y en fuerza de esa persuasión se dejó llevar de su genio, y fingió con toda confianza, como estaba acostumbrado; pero sepa el mundo que con semejantes artificios está fabricada dicha Respuesta, como se hiciera patente, si fuera necesario, de la manera que se ha demostrado en los pasos que han hecho al caso para esta relación. Y conste claramente que sabiendo de cierto eran los dos prisioneros sacerdotes, jesuitas y párrocos, sin embargo, por hacerles la befa de enviarlos en triunfo, fingió dudar lo que tenía muy sabido, escribiendo con tan poca reflexión las cláusulas de su carta al Provisor.

35. Lo que sí le debemos agradecer en dicha carta, es haber expresado (quizá sin querer) los motivos que fingió impulsarle a la exiliación de los jesuitas del colegio de la Asunción, por alborotadores inquietadores de la paz pública. Por ser tales los motivos, nunca nos quiso dar testimonio de los tres autos sobre la expulsión, aunque empeñó sobre ello su palabra, y es que sabía él muy bien, y lo sabían también los consejeros de su gabinete secreto, ser todos manifiestamente falsos y muy ajenos de la verdad, constándoles eso muy bien por las cartas del padre rector Pablo Restivo para el padre provincial Luis de la Roca y para el coronel don Baltasar, en que pedía con grandes instancias se retirase y no entrase a la Asunción. Ni habrá en todo el Paraguay quien diga con verdad que los padres moradores de aquel colegio fueron contrarios a Antequera en obras, ni aun en palabras, pues es cierto se portaban con él no como él les tenía merecido, sino como quien ellos eran.

36. Pero antes de apartarnos de nuestros dos jesuitas prisioneros, no debo omitir el modo con que se tiró a desacreditarlos con el vulgo. Como la casa del Provisor está muy cercana a la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Encarnación, iban ambos todos los días acompañados a celebrar en ella el santo sacrificio de la misa, y acudía más gente de la ordinaria. No lo pudo llevar en paciencia el superintendente don José de Ávalos, y esforzose cuanto pudo por quitar   —217→   aquel concurso, para lo cual, convocando a su casa los asistentes, les persuadía, lleno de presunciones de doctor, y en la realidad con ignorancias de bachiller, que cuantos oían aquellas misas quedaban descomulgados, porque aquellos teatinos, por estar (según el decía) irregulares, no podían celebrar.

37. No le daban crédito como quisiera, porque aunque en medicina le tenían por doctor, pero en el moral sólo su ignorancia intrépida le había hecho licenciado. Quiso, pues, darles a entender con cuanta autoridad hablaba, y trayendo prestadas a su casa, del convento de San Francisco, las Decretales, las empezó a leer a cuantos hombres y mujeres habían concurrido, y aun teniéndolas sobre la mesa varios días, las leía a cuantos entraban en su casa. Oían el texto en buen latín, y se quedaban en ayunas; pero el doctor, al mismo tiempo intérprete y comentador, ocurría a traducir las palabras en su mal romance, diciéndoles significaban que quien oyese las misas de aquellos teatinos cogidos en la guerra, quedaban descomulgados, y que no pudiendo ellos por irregulares celebrar, los que asistían a sus sacrificios idolatraban. ¡Estupendo arrojo!, pero creíble de un ignorante picado de docto. Con todo eso se quedó con el dolor de no poder remediar aquel daño, como pretendía, porque el Provisor, informado del caso, desengañó al pueblo, y saliendo él mismo a celebrar al mismo tiempo que los dos jesuitas, se desengañaron del todo, y prosiguió el concurso, cuanto se mantuvieron en aquella ciudad, que fue hasta mediados de septiembre.

38. De estos desatinos y otros en que se deslizó el superintendente Ávalos con ocasión de estas revoluciones, parece tuvo el merecido castigo en esta vida para escarmiento de otros, porque se le encanceró la boca y lengua, y de esa enfermedad murió, sin aprovecharle para sanar su medicina, aunque sí su arrepentimiento, que entonces mostró para conseguir el perdón de las culpas que vio con aquella horrorosa dolencia castigadas. Ojalá les aproveche a otros que no han delinquido menos en esa materia, y se han mantenido hasta ahora más obstinados, quizá porque no han sentido todavía algún golpe de la mano vengadora de Dios.



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ArribaAbajoCapítulo V

Manda don José de Antequera repartir entre los vencedores los indios guaraníes prisioneros, a quienes dispone se imputen enormísimos delitos como permitidos por sus misioneros los jesuitas; pero desvanecen su notoria falsedad con recientes testimonios muy honoríficos las primeras personas de estas provincias, y con su juicio la Silla Apostólica.


1. Los indios, que aherrojados en prisiones fueron del triunfo, con que celebraron los antequeristas la victoria, quedaron en la plaza pública de la Asunción tres días, expuestos a todas las inclemencias, en tanto que llegaba el tiempo de la repartición que determinaron hacer de ellos, sin cuidar de proveerles aún del preciso alimento; con que hallándose en tiempo todavía de invierno casi desnudos, por haberles despojado de sus vestidos, hubieran perecido muchos a los rigores del frío, hambre y sed, si la caridad compasiva de algunas pobres mujeres, que estaban lastimadas de sus trabajos, no les hubiera acudido con la piedad, tan propia de su sexo, dándoles unas algo con que desayunasen, otras un cantarito de agua, y esas caritativas acciones se hacían más apreciables por el modo de practicarlas, porque les era forzoso burlar la vigilancia de las guardias para usar sin peligro propio suyo esa misericordia con el prójimo. Tal era el rigor inhumano con que trataban a aquellos miserables.

2. Pero aún fueron más sensibles a su notoria cristiandad los crímenes horrendos con que en esta ocasión los pretendieron infamar, porque más se siente la infamia y deshonra por quien tiene vergüenza, que cualquier penalidad corporal. Valiéronse a ese fin de un artificio diabólico, que infamando a dichos indios dejase muy desacreditados a sus maestros y misioneros los jesuitas, y sólo le pudiese idear quien fuese tan práctico y diestro en el arte de fingir, y quien mintiese tan sin conciencia ni vergüenza como esta gente, que todo lo habían sacrificado a la venganza de su pasión. A mí me   —219→   pone horror sólo el imaginarlo; pero a ellos, ni aun el ponerlo por obra les causó rubor, y lo que más es lo escribieron en autos, teniendo esperanzas de hacer creíble, a la perspicacia de los tribunales, una mentira revestida de todas las circunstancias más propias y adecuadas para desmerecer crédito como totalmente inverosímiles.

3. Fue el caso que parte de los dichos ciento cincuenta indios guaraníes prisioneros se repartieron a los vecinos españoles del Paraguay, dando a unos dos, a otros tres o cuatro, según los servicios hechos a favor del partido rebelde, con cargo de que en sus haciendas de campo los hiciesen trabajar y los tuviesen asegurados para cuando Antequera los pidiese. Pero como los pueblos de indios que no están a cargo de la Compañía se señalaron en aquella guerra, saliendo también en compañía de los antequeristas a hacer resistencia a las órdenes del Virrey, le pareció justo a Antequera hacerles participantes de los despojos, dándoles parte de dichos tapes prisioneros, para que trabajasen en la labranza en lugar de los que se ocupaban en la guerra. Aquí estuvo la maldad que tramó la cavilación de Antequera y sus secuaces contra el crédito de los miserables guaraníes y de sus párrocos los jesuitas, porque mandaron comparecer en la Asunción a los corregidores indios de los pueblos, a los cuales se había de dar repartimiento, para que escogiesen a su gusto en el montón de los prisioneros, y juntamente se les previno que mostrándose en lo público ignorantes del fin para que habían sido convocados, luego que se les hiciese saber protestasen allí en la plaza no querían llevar tal gente a sus pueblos, porque no los inficionasen con el contagio de sus costumbres perdidas, que expresarían entonces con toda individuación. Ejecutose puntualmente como quedó pactado.

4. Vinieron los indios corregidores a la plaza de la ciudad; intimóseles el orden de Antequera, que con artificio superior al de su corta capacidad natural simularon propísimamente les cogía muy de nuevo, y luego todos a una voz, pero con más lisura que los demás el corregidor de Yaguarón, Francisco Cabú, dijeron no querían por ningún modo llevar a sus pueblos ninguno de aquellos indios perversos, porque por lo común eran ladrones, agoreros, magos, idólatras, y usaban de varias artes diabólicas, y que les constaba que los padres de la Compañía, sus párrocos, les permitían y consentían (sólo faltó decir que les enseñaban) esas enormes maldades, no ignorándolas, por el fin sólo de servirse de ellos y tenerlos   —220→   sujetos a su dominio; conque acostumbrados a semejante licencia, no servirían en sus pueblos sino de peste de las buenas costumbres, introducirían las mismas enormes iniquidades, inficionando a sus hijos y mujeres, que se conservaban ajenos, a Dios gracias, y felizmente ignorantes de esos abominables vicios.

5. ¡Santo Dios! ¡Es posible que en tanta publicidad se mienta con tamaña desvergüenza! ¡Es posible que tan sin temor se despedace el crédito de una religión nacida para ruina de la idolatría y extirpación de los errores! ¡Es posible que así se manche la opinión de unos varones apostólicos, desterrados del mundo, de sus patrias y de las conveniencias por sólo propagar la Santa Fe y conservarla en estos ángulos remotísimos del Nuevo Mundo! ¿Es posible que con tanta infamia se han de desacreditar unos pueblos religiosísimos, cuya cristiandad, piedad y devoción es la justa admiración de cuantos los han registrado? No ha habido gobernador ni obispo u otro ministro real que los haya visitado, que no se haga lenguas de la pureza de costumbres de estos cristianos, de su obediencia a las leyes divinas y humanas, de la economía admirable de sus pueblos; ¡y sin embargo, a despecho de toda la evidencia de los ojos, unos hombres de rotas costumbres, rebeldes, sediciosos, convencidos muchas veces de falsos delatores en los tribunales, han de tener atrevimiento para esgrimir contra ellos la espada de sus maldicientes lenguas con intolerable impudencia!

6. Fuera nunca acabar referir los testimonios honoríficos que de la cristiandad y religión de estos indios han dado cuantos visitadores ha enviado Su Majestad en diferentes ocasiones, y los gobernadores y obispos del Paraguay y Buenos Aires, que por la obligación de sus cargos los han visitado; pero porque no se crea fueron solos los antiguos y primitivos cristianos de estas reducciones los que se supieron merecer, con el fervor de sus vidas y ajustamiento de sus procederes aquellos elogios, y que han degenerado de aquella primitiva piedad sus descendientes, omitiendo las alabanzas de los tiempos pasados, que pueden llenar un justo volumen, me contentaré con copiar los testimonios de los dos últimos obispos de ambas iglesias y del último gobernador de Buenos Aires, que todos tres no hablan por relaciones, sino que fueron testigos de vista y observaron por sus ojos lo que escriben.

7. Hágase, pues, reflexión en primer lugar a la cláusula de   —221→   la carta del ilustrísimo señor obispo de Buenos Aires don Fray Pedro Faxardo, quien visitó todos estos pueblos el año de 1718, y seis años después, escribió así, en 20 de mayo de 1724: «Puedo testificar a Vuestra Majestad, como quien corrió por todas las misiones, que no he visto en mi vida cosa más bien ordenada ni desinterés semejante al de los padres jesuitas. Para su sustento ni para vestirse, de cosa alguna de los indios se aprovechan. Las poblaciones, siendo así, que son muchas, numerosas y compuestas de indios propensos a los vicios, juzgo (y creo que juzgo bien), que en ellas no sólo no hay pecados públicos, pero ni aun secretos, porque el cuidado y vigilancia de los padres todo lo previene. Día hubo de Nuestra Señora que hallándome en un pueblo, vi que por sola su devoción comulgaron ochocientas personas. ¿Qué armonía no le hará esto al demonio, y cómo no levantará huracanes y tempestades contra una obra que tanto le disgusta?».

8. Lo que en estas últimas palabras recelaba este sabio príncipe de la Iglesia, vemos sucedido en tantas quimeras de testimonios falsísimos que se imponen a estos miserables; pero por más huracanes que conmueva la envidia, no ha de poder contrastar a esta obra propia de la diestra del Altísimo. Pregunto ahora: ¿A quién será más justo dar crédito? ¿A un prelado tan sabio y ejemplar, cual fue el señor Faxardo, aplaudido en su ilustrísima familia trinitaria, por su piedad, religión, sabiduría y prudencia, que realzaban como preciosos esmaltes los timbres de su esclarecida nobleza, y venerado en su iglesia por el candor de sus costumbres y aciertos de su gobierno, o a unos hombres insolentes, sediciosos, rebeldes al Príncipe, apasionados por extremo contra los indios y sus misioneros jesuitas, y convencidos repetidas veces de falsarios y calumniadores? Injuria hago a aquel insigne Prelado en ponerle en balanza con tales personas, pero es forzoso para aclarar la verdad. Pues ahora al caso: si después de sus experiencias oculares y fidelísimas noticias con que se hallaba instruido, asegura escribiendo a su Rey no ha visto en su vida desinterés semejante al de los jesuitas en aquellas misiones, ¿cómo será creíble que disimulen vicios tan feos como se les imputaron a los guaraníes por ambición y codicia?

9. La obstinada porfía de nuestros émulos del Paraguay en infamar a los jesuitas, obliga a hacer alarde en público de lo que la modestia de los jesuitas ha tenido siempre oculto,   —222→   esperando la remuneración de sus acciones, no del aplauso vulgar o estimación de los hombres, sino de las manos del Supremo Señor de todo lo criado, por cuya gloria trabajan y padecen, y a cuya infalible sabiduría están patentes la rectitud de su intención y desinterés de sus operaciones. Sépase, pues, es tanta verdad lo que el señor Obispo pondera del desinterés de los misioneros jesuitas en sus misiones del Paraguay, que ni aun en una hilacha se aprovechan de cosa alguna de los indios, porque para comer y vestir con la pobreza que es notorio, todo se compra a costa del Sínodo, con que les socorre la piedad generosa de nuestros católicos reyes; aun la carne que comen (como no fuera posible hallar cada día donde comprarla, y por otra parte nuestras residencias, cual es cada una de aquellas misiones, no son capaces de propios según nuestro instituto, para poder tener crías de ganados) se les paga a los indios con otras cosas que necesitan, y se compran a costa de dicho Sínodo, según tienen ordenado nuestros padres generales y ejecuta puntualmente todos los años el Superior de dichas misiones.

10. Éste es el interés que sacan los misioneros de los indios, que ni aun la comida les valen tan excesivos trabajos; éste es el dominio tan decantado como falso que tienen sobre esta gente. Pues si en nada, como es cierto, tienen emolumento, ¿por qué razón habían de disimular tamaños excesos?, ¿por qué les habían de permitir unos desreglamientos tan enormes? Ojalá que los indios, por cuya boca hablaron los antequeristas, fueran semejantes a los que quisieron infamar con tan feas calumnias; que no se vieran en ellos las faltas (que llora su prelado propio) de los otros pueblos que no están a cargo de la Compañía, sin poderlas remediar, como se verá de paso en el segundo testimonio, que quiero alegar a favor de los indios de nuestras misiones, y es del ilustrísimo señor don fray José Palos, obispo del Paraguay, en carta para Su Majestad de 6 de julio de 1726, donde, entre otras cosas, dice lo que se sigue:

11. «Señor: Estando prevenido por Vuestra Majestad se le dé cuenta de todo por informes particulares, paso a su real noticia como arreglada esta provincia a vuestra real obediencia y órdenes de vuestro Virrey, dejando las disposiciones que me parecieron convenientes al gobierno espiritual, salí en cumplimiento de mi obligación a concluir la visita de este Obispado, comenzando por los pueblos que están al cargo de la Sagrada Compañía, que quedaron por visitar   —223→   con la ocasión de los incidentes y alborotos de esta provincia (de que tengo dado cuenta a Vuestra Majestad por duplicados informes), de donde, por repetidas instancias de vuestro reverendo obispo de Buenos Aires y comisión suya in scriptis, pasé a visitar todos los de su jurisdicción, administrando al numeroso gentío de ellos el santo sacramento de la confirmación, en que he sido tan dichoso que hasta el día de hoy tengo confirmadas, según consta de los libros, ciento once mil cuatrocientas veintitrés personas, entre adultos y párvulos, en dichas reducciones. Me hallé tan distante de tener que reparar, que no cesaba de rendir gracias al Señor al ver cristiandad tan florida, tan bien instruida y devota, así en la asistencia indispensable al santo sacrificio de la misa al amanecer, antes de pasar al trabajo..., y al anochecer al rosario, como en la asistencia de los santos sacramentos, venerando los inescrutables juicios del Altísimo, pues con publicación de censuras no puedo yo conseguir que los indios de los pueblos de esta provincia, de seculares y regulares, estén reducidos a su domicilio por sólo el tiempo santo de Cuaresma, para que en él renueven los rudimentos de la doctrina cristiana y se dispongan al cumplimiento del anual precepto de la confesión y comunión... ¡Oh, dichosas aquellas misiones, pues no hay día de festividad principal en que no comulguen seiscientos u ochocientos indios e indias, como yo por mis mismas manos, en varias festividades, lo he administrado! Y muchas indias frecuentan la comunión por lo menos cada mes, de modo que al año por lo menos el indio recibirá cuatro veces al Señor sacramentado. Por esto me persuado tiene echada su Altísima Providencia allí la bendición, acrecentándose los pueblos de modo que se ven precisados los superiores a dividirlos en nuevas colonias, cuando en los pueblos de esta mísera provincia apenas se hallan indios, según represente a Vuestra Majestad en informe de noviembre del año pasado de 1724, dando cuenta del principio de mi visita. Ésta, señor, según he podido seriamente observar, es la causa principal que concita los ánimos desacordados de pocos de esta provincia a la cavilosa malicia, con que no cesan en la pretensión de tiznar el terso esplendor de esta sagrada familia, protestando a Vuestra Majestad en presencia del Señor, que si bien en todas partes son sus individuos tan ejemplares como es notorio (yo he visto las provincias   —224→   todas de este Reino de la Nueva España y gran parte de esa Europa), en ninguna proceden con mayor modestia y edificación, habiendo merecido esta provincia el renombre de "La Recoleta"...». Hasta aquí en aquel informe del señor Palos lo que pertenece a los indios de las misiones de la Compañía y misioneros jesuitas del Paraguay, donde se repara lo que dice Su Ilustrísima, que ni con el apremio de censuras había podido conseguir que los indios de los otros pueblos, que no están a cargo de la Compañía, sino de otros sacerdotes seculares y regulares, se recojan a cumplir con los preceptos de la anual confesión y comunión, y estos cristianos tan poco ajustados a sus obligaciones, son los que dispusieron Antequera y sus parciales rehusasen llevar a sus pueblos a los guaraníes, por no inficionarlos con sus costumbres. Si como hablaron dichos indios, prevenidos e instruidos por los ministros de Antequera, hubieran hablado de suyo, dijera yo, que no querían llevar guaraníes a sus pueblos, porque la vida de éstos, ejemplar y ajustada, no fuera reprehensión de su soltura licenciosa y poca sujeción a sus párrocos.

12. Pero vamos a ver otro testimonio a favor de nuestros guaraníes, que es del excelentísimo señor don Bruno Mauricio de Zavala, teniente general de los Reales Ejércitos, gobernador y capitán general de la provincia del Río de la Plata, y electo presidente de la Real Audiencia del Reino de Chile, en carta para Su Majestad, escrita en Buenos Aires a 28 de mayo de 1724, la cual trae impresa el padre Gaspar Rodero, procurador general de las provincias de Indias en la Corte de Madrid, al fin de la Apología que con título de Hechos de la verdad sacó a luz el año de 1733, a favor de esta nuestra perseguida provincia, que le estará en eterno agradecimiento por el empeño y eficacia con que defendió la verdad nuestra causa contra los artificios de la calumnia maliciosa y descarada. En un capítulo, pues, de dicha carta, dice así el señor don Bruno:

13. «Los tapes de las doctrinas de la Compañía de Jesús, debo decir a Vuestra Majestad con una verdad ingenua y sincera, que es imponderable la sujeción, la humildad y la constancia de perseverar en todo lo que ocurre del servicio de Vuestra Majestad... procediendo la sujeción y modo regular de vivir tan observantes en lo que se les impone en la buena educación y enseñanza, en que están instruidos por los padres de la Compañía, atribuyéndose a su   —225→   gobierno, economía, política, prudencia y gran dirección, la conservación de los pueblos y la obediencia de los indios a todo lo que se les manda, habiéndome asegurado repetidas veces el Obispo de esta ciudad, que cuando estuvo en la visita de las misiones contempló que era Providencia de la Omnipotencia el régimen plausible de los padres en el aseo primoroso del culto divino, la devoción firme de los indios de ambos sexos, y habilitados con gran destreza en las obras manuales. Y cuantos sujetos han transitado por ellas, no acaban de alabar esto mismo... Y aunque algunos malévolos, empleados en emulación perniciosa, quieran desdorar con el veneno de su depravada intención la pureza de tan santa y loable Religión, como es la Compañía de Jesús, y de provecho y utilidad en todo el universo, y especialmente en la América, que con sola la presencia y opinión de su santo celo reprimen a cualquiera soltura indecente, nunca podrán conseguir deslumbrar la verdad de lo que está patente a la vista y refiero a Vuestra Majestad con la realidad de fiel vasallo, que profeso, sin pretender exaltar a los jesuitas, sino desnudo de cualquiera pasión, expresarlo a su real noticia lo que es manifiesto a todos... Y aun añado a su real consideración que pudieran ser muy dichosos los tres pueblos de indios que Vuestra Majestad tiene en la inmediación de esta ciudad, si llevasen el método de las doctrinas de los padres de la Compañía de Jesús, que siendo de cortísimo número, cada punto se experimentan disensiones entre el cura, corregidor y alcaldes, y finalmente es un tropel de discordias, que se fraguan en competencia de unos con otros, sin que nadie se aproveche del ejemplo y observancia de las misiones de la Compañía de Jesús».

14. Esto escribió el excelentísimo señor don Bruno Mauricio de Zavala, después de la larga experiencia de siete años, que ya en el de 1724 tenía de las cosas de su gobernación y de estas provincias, y de quienes eran los indios tapes o guaraníes doctrinados por los jesuitas, como los había tenido ocupados en cosas del real servicio mucho tiempo, y dio ese honorífico testimonio tres meses antes de quererlos infamar con tan horrendos delitos los parciales de Antequera en la capital del Paraguay. Pero hasta entonces no había don Bruno visto las misiones nuestras de que hablamos; violas el año siguiente con la ocasión que luego diré, y estuvo tan lejos de mudar dictamen, que escribiendo al excelentísimo   —226→   señor marqués de Castelfuerte, virrey del Perú, en carta, su fecha en la ciudad de la Asunción, de 27 de mayo de 1725, le dice así, después de otras cosas: «Lo que me ha parecido poner en la superior inteligencia de Vuestra Excelencia, como también el que habiendo visto la disposición con que mantienen los pueblos de sus doctrinas, el que solos los jesuitas, con su incesante trabajo y fervoroso celo, pueden conseguir la regularidad que en ellos se observa, que excede al mejor gobierno en lo espiritual y temporal». Hasta aquí el señor don Bruno.

15. Concierne a lo mismo el testimonio del último gobernador, que gobernó en paz el Paraguay, que fue don Juan Gregorio Bazán de Pedraza, quien habiendo, por orden de Su Majestad, visitado las doctrinas que están a cargo de la Compañía en su gobierno, y hecho numeración de sus indios, dando cuenta de su visita y de esa diligencia en carta de 12 de marzo de 1716, informó lo que consta por cédula real, su fecha en el Escorial, a 24 de agosto de 1718, que la copia a la letra Antequera en su Respuesta, número 211, y en ella refiere Su Majestad, por estas palabras, lo que dicho Gobernador le había informado: «Dando cuenta asimismo de la buena asistencia que experimentan esos indios por los referidos religiosos en lo espiritual y temporal, debiéndose gran parte a la economía y cuidado de estos religiosos, en que consistía el número de sus familias y tributos, y que cualquier novedad en este gobierno podrá serles muy perjudicial a su conservación y aumento».

16. Este es el dictamen que las primeras personas de ambos estados, eclesiástico y secular, de estas provincias, forman de estos indios, de su piedad, devoción, observancia, obediencia, religión, cristiandad, y que declaran con expresiones que parecen encarecimientos, siendo por la misericordia de Dios verdades ciertas. Éste el juicio que hacen del gobierno de estos pueblos, después de haberlos visitado con facultad real o pontificia, lastimados de que no pueden arreglar a él el de los otros pueblos, de que no cuidan los jesuitas. Ésta es la opinión honrosa que tienen concebida de sus párrocos y misioneros, los religiosos de la Compañía. Y que es posible hayan de tener osadía unos hombres calificados por la rotura de sus costumbres, y valiéndose de otros indios semejantes a ellos en la vida, a quienes su propio prelado no puede reducir, aun al tiempo de la Cuaresma, a la confesión y comunión anual, hayan (digo) de tener osadía   —227→   para poner en los indios guaraníes o tapes, que son tan fervorosos cristianos, y en sus ejemplares misioneros, sus maldicientes lenguas, infamándolos con tan feos y enormes delitos! Verdaderamente es cosa que prueba el extremo a que puede subir una locura.

17. Y lo que saca de juicio es que se persuadan han de hacer creíble a los tribunales ese cúmulo de las maldades más abominables que se pueden imputar a un cristiano, pues a ese fin se atreven a poner todas esas calumnias en autos, como si en su misma enormidad no llevaran consigo el sobrescrito de falsos, temerarios increíbles. Por cierto que, a mi ver, en ningún otro lance mostró más don José de Antequera su mal juicio y exceso de pasión que en la ocasión presente. Si hubiera imputado a los jesuitas otros vicios más conformes a la flaqueza humana, hallara quizá crédito entre los que fácilmente se rinden a esas pasiones. En las demás calumnias que publicó contra nosotros, como de perturbadores de la paz e inquietadores de la República, quizá haría vacilar en el asenso a algunos mal informados. Pero hacernos consentidores de idolatrías, hechicerías, brujerías y artes diabólicas, no sé yo que halle crédito sino entre los jansenistas de Francia y Flandes y entre los protestantes del Norte. Consuélese Antequera con hallar crédito entre esos señores, que nosotros nos consolamos en que no le han de creer los cuerdos y desapasionados, ni la Silla Apostólica, Maestra de la verdad, la cual poco tiempo antes había declarado la estimación que hace de los trabajos de los misioneros jesuitas del Paraguay, en esa carta del eminentísimo señor Aníbal Albano, cardenal, nepote del sapientísimo pontífice Clemente XI, por cuya orden la escribió al padre Luis de la Roca, provincial de esta provincia, y dice así:

18. «Admodum Reverende Pater: Litteræ Paternitatis tuæ Domino Domino nostro superioribus diebus a me redditæ vix dicere possum quanto Pontificium animum gaudio affecerint, ubi ex earum, adnexique Catalogi testimonio intellexit incrementum in quod opera cum tua, tum cæterorum Provinciæ, et ordinis tui Patrum orthodoxa fides in regionibus illis aucta fuit. Rei itaque quo nulla maior summi Patris animum anxium solicitumque tenet certior factus, ingentique propterea letitia commotus, quemadmodum non potuit, te, tuosque Socios non vehementer commendare, ita me amantissimis vos verbis hortari iussit, ut, ne sollicitum laborem deseratis, quem usque adeo subire non   —228→   renuistis pro veræ Religionis cultu in dies magis augendo, neque ingens quod profertis desiderium maiora semper patrandi tolerandique. Et sane feliciora de te tuisque incrementa sperat imposterum, cum minime dubitet quin a Patre luminum data sapienti occassione sapientia augeat ita ut vinea ista Domini quam tanto studio tantisque sudoribus colendam suscepistis, uberius in dies fructus datura sit. Interea certus omnino sis, omnibus iis in rebus, quas pro animarum salute dices, et facies, spiritu paternæ charitatis advigilare Sanctitatem suam, quæ tum te, tum istos omnes assiduos Operarios, atque Evangelicæ prædicationis Ministros singulari benevolentia complectitur, atque illis amplam benedictionem peramanter impertiri. Ego Paternitati tuæ fausta omnia a Deo precor, atque secunda. Romæ 30 Maii 1716. Paternitatis tuæ ad officia. Pro Domino Cardinali Pauluccio. Cardinalis Albanus.- Patri Ludovico a Roca Societatis Jesu Paraguariæ Provinciali». Hasta aquí la carta, la cual los más de los antequeristas, como ignorantes del idioma, pueden rogar a los doctores de su partido se la traduzcan en romance, para tener un buen rato, que no dudo lo será si logran el desengaño de sus aprehensiones, pues yo no me puedo detener a esa diligencia, porque con ocasión de las enormes calumnias que en este capítulo he refutado, me veo obligado a desvanecer otra concerniente a los indios y misioneros del Paraguay, impuesta por el mismo Antequera en su Respuesta apologética desde el número 209.

19. No contento, pues, este caballero con haber en el Paraguay procurado infamar a los guaraníes con los enormes delitos expresados, quiere hacerlos pasar a vista de todo el mundo, y a despecho de los testimonios de las primeras personas de estas provincias, que conspiran en todo lo contrario, por los vasallos más inútiles al Monarca de las Españas, o por los más ajenos del vasallaje que le deben, con escándalo, no sólo de la Nación española, sino aun de las extranjeras. El escándalo de estas pruebas en el número 210 de dicha Respuesta, con el testimonio que da en lengua francesa monsieur Frecier en la Relación de su viaje del Mar del Sur, impresa en París, año de 1716, donde dice en el folio 240, según la traducción del mismo Antequera:

20. «Los jesuitas en sus misiones usan de más sagacidad y de más destreza; ellos saben el arte de hacerse señores de los indios, y por sus buenas mafias, ellos hallan el secreto de sujetarlos, de manera que ellos disponen de los indios   —229→   como ellos quieren, y como son de muy buen ejemplo, estos pueblos aman el yugo, y muchos se hacen cristianos. Estos misioneros, a la verdad, serían dignos de alabanza si no se les notara que trabajan por ellos mismos, como han hecho en la Paz, en los Yungas y en los Moxos. Luego que ellos hacen alguna conversión a la fe, tienen y adquieren un gran número de vasallos de la Compañía, de suerte que ellos no sufren que haya ningún español, como lo hacen en el Paraguay. Este pretexto es muy especioso; pero el pretexto del Paraguay hace descubrir otro fin, porque se sabe que esta Compañía se ha constituido y hecho soberana de un gran Reino, situado en el Brasil y el Río de la Plata, donde ellos han establecido un gobierno que los españoles no han podido nunca penetrar, sin embargo que los gobernadores de Buenos Aires hayan hecho muchas tentativas por orden de la Corte de España». Hasta aquí a la letra monsieur Frecier, y éste es el serio evangelista, cuyo testimonio como irrefragable alega Antequera para probar su asunto y triunfo con él solo, como si le dejara convencido.

21. Yo no he visto a este autor, ni tengo de él otra noticia que haberle visto citado por el reverendo padre ministro Feyxoo y por el doctor don Pedro de Geralta en su Fundación de Lima, y la que presenta Antequera en aquel lugar de su Respuesta; y así, a cuenta suya, he copiado sus palabras, según él las traduce, aunque se pudieran haber traducido mejor y con más propiedad. Digo redondamente que dicho autor, en lo que escribe, es indigno de crédito, y lo probaré. Lo que debo decir antes es que me consta no haber estado Frecier en las misiones del Paraguay de que hablo, cuando al contrario, los testimonios que dejo escritos a favor de los indios y de los misioneros son de sujetos que todos vieron las misiones, y no sólo las vieron, sino que las visitaron con potestad y jurisdicción en ellas o temporal o espiritual. Monsieur Frecier sería a lo más capitán de algún navío y de nación extraña; los que yo he alegado gobernadores u obispos superiores de las misiones y de la misma nación, tanto más capaces de hacerse dueños de los secretos de ellos, informarse de todo, viendo y registrando a su gusto dichas misiones, y viviendo muchos años en estas provincias, cuando Frecier a lo más estaría de paso en el puerto de Buenos Aires. El viajero francés era un sujeto particular que en los dominios de España nada suponía, cuando los sujetos que yo he citado son calificados por sus dignidades y empleos   —230→   los primeros de estas provincias. Fuera de eso el dicho Monsieur, o sería en el afecto a los jesuitas otro Antequera, o acertó por su desgracia a topar para lo que escribe en su relación con algunos de los muchos Antequeras, que no suelen faltar en todas partes, tan fáciles en fingir, como fue Frecier en creer lo que es contra jesuitas.

22. ¿Y cuál es la relación de monsieur Frecier? Increíble, y que se contradice a sí misma y que sólo pudo hallar asenso (si asintió de veras) en un ánimo tan mal dispuesto hacia nosotros como el de Antequera. ¿No es contradecirse, afirmar primero que los jesuitas son de muy buen ejemplo, y después pintarlos ambiciosos, amantes de sólo sus intereses y usurpadores, no de cualquiera bagatela, sino de un grande reino? ¿Cómo se compone el buen ejemplo con tales vicios? ¿Qué entendería Frecier por buen ejemplo? ¿Guardar unos mandamientos y violar los otros con escándalo? Ése será buen ejemplo entre los que no admitieren todos los mandamientos.

23. ¿Y quería decir haber hallado los jesuitas el secreto de sujetar a los indios? ¿Entenderá por eso alguna cabala de Machiavelo, a alguna máxima oculta de la monita privata tan decantada en nuestros émulos? Pues vivió engañado. El secreto consiste principalmente en la gracia de la vocación, que como la de los jesuitas es para emplearse en la salvación de las almas, según el fin altísimo de nuestro instituto, favorece Dios con especialidad nuestras industrias, dispensando las gracias con proporción armoniosa al ministerio, pues que por su bondad nos ha elegido y bendiciendo nuestros trabajos enderezados a propagar su mayor gloria. El secreto es acomodar la destreza de sabios a la rusticidad de brutos; el secreto es mostrarles y tenerles entrañable amor, que amansa aun a las fieras, cuanto más a hombres, que por más que se les parezcan en las costumbres, al fin son racionales; el secreto es defenderlos de los que los persiguen y quieren privarles injustamente aun de su natural libertad.

24. El secreto es proceder entre ellos con incomparable desinterés hablándoles con las dádivas y dones que apetecen y de que en sus breñas carecían cuando la codicia de otros, que les buscan, sólo tira a quitarles la pobreza que poseen, y aun la libertad tan apreciable, reduciéndolos a poco menos que esclavitud. El secreto es darles, con el beneplácito del Rey de España, palabra en su real nombre de eximirlos de ser encomendados a los particulares, cuyas vejaciones   —231→   insoportables los arredraban de la fe y de entrar por las puertas de la iglesia. El secreto es no perdonar trabajo ni aun la propia vida por ayudarlos en sus necesidades espirituales y temporales. El secreto es vivir entre gentes brutales vestidos de carne con pureza de ángeles, acreditando con las obras la santidad de la Ley, que se les anuncia. El secreto es proceder en el negocio arduísimo de su conversión con suavidad, espera, paciencia y longanimidad, en disipar las tinieblas de sus errores, tolerar inalterables las propias injurias, disimular las esquiveces y los desdenes de gentes incultas y desconfiadas a los principios, sin descaecer de ánimo, porque el fruto no corresponda luego luego a las fatigas, sino insistiendo animosos hasta conseguir la causa de Dios. El secreto es regar las tierras de la gentilidad con sudores y con la propia sangre vertida en defensa de la fe, con la cual fertilizados los terrenos estériles cubiertos antes con sola la maleza de vicios abominables, rinden copiosas cosechas, que llenan las trojes de la santa iglesia, colmándola de hijos y de alegría.

25. Éste es el secreto de los jesuitas, pero tan manifiesto, que deja de serlo, sino para quien por perseguirlos y calumniarlos, hace de todo misterios y levanta figuras aun sobre sus mismas heroicas obras para infamarlos. Este secreto podía haber visto monsieur Frecier, público y patente en todas nuestras historias, registrando allí los trabajos inmensos, los peligros, las fatigas, los sudores, la sangre que ha costado a los invictos jesuitas, que formaron las cristiandades de que habla el vigoroso aliento, con que emprendieron su fundación, las inmensas arduidades que atropellaron, los afanes que emplearon en llevar el nombre de Cristo y su santísima ley a países tales, que estaban abandonados aún de la codicia por su extrema miseria e insufrible destemple.

26. ¿Y habrá quien crea que se expusieron los misioneros a tan intolerables trabajos sólo por adquirir vasallos a la Compañía, como escribe monsieur Frecier? ¡Buen Dios! Y lo que deliran los hombres en dejándose o cegar de la pasión o preocupar el ánimo de un siniestro informe; pero yo no acierto a adivinar cuál de estas dos cosas, o si ambas juntas impulsaron a nuestro Monsieur a escribir esta cláusula. ¿Sabe Frecier qué vasallos son esos de que habla? Bien se conoce que no, y cierto que pudiera saberlo, leyendo en su mismo idioma francés, el tomo décimo de las cartas de edificación y curiosas de las misiones extranjeras, donde se halla el   —232→   compendio de la vida del padre Cipriano Baraze, fundador de las misiones de los Moxos o Yungas o de la Paz (que todo es lo mismo) y después de admirar lo que auxiliados de la divina gracia saben tolerar los jesuitas, por extender el imperio de Jesucristo, vería que ese decantado número de vasallos son unas gentes sin oro, ni plata, ni cosas de las que pueden estimular la codicia, faltos aún de lo preciso para pasar la vida, como que a aquella región parece que la miseria, no sabiendo avenirse con la opulencia peruana se había retirado todo como a su centro, siendo países tan miserables, que sólo alcanzaban sus naturales para mantenerse unas raíces de yuca y por gran regalo la carne insípida de un mono ahumado al fuego.

27. Eran unos vasallos desnudos, sin tener los más con que cubrir aún lo que recata la honestidad, unos vasallos situados en el país más destemplado que se conoce en lo descubierto, por ser los calores perpetuos todo el año, sin reconocer invierno, otoño o primavera, el sudor incesante, la humedad continua, las inundaciones cuotidianas; las epidemias cada mes, las fieras más frecuentes que los hombres, no faltando ninguna de las nocivas que conocemos los europeos, y sobrando muchas que no tienen nombre en nuestro vocabulario, y allí sólo se conocen por sus escandalosos estragos. Y siendo los jesuitas tan amantes de sus propias conveniencias, cuales los supone este autor, ¿se le hace creíble que habían de ir a escoger un país tan infeliz, y aún olvidado de los hombres por adquirir tan miserables vasallos? Muy necios serían si tal fin les moviese a abandonar sus patrias, amigos, parientes, provincias y conveniencias, o de Europa o del Perú por irse a sepultar vivos en tan inclementes climas o por condenarse a una muerte continuada, cual es la vida que allí se pasa.

28. Y porque no crea monsieur Frecier, o algunos de sus fautores que éstas son ponderaciones o encarecimientos de quien quiere ensalzar sus propias cosas, oiga tres testimonios de externos de la mayor autoridad, en que dicen más de lo que los jesuitas nos atreviéramos acerca de los trabajos de esta famosa misión y del celo, con que pospuestas y despreciadas las propias conveniencias y comodidades se consagran a ellos los apostólicos misioneros.

29. Sea el primero el del ilustrísimo señor doctor don Nicolás Urbano de Mata, dignísimo obispo de la santa iglesia de la Paz en el Perú, que en el prólogo de la Relación de   —233→   la vida y dichosa muerte del venerable padre Cipriano Baraze, impresa en Lima el año de 1704, y reimpresa en Madrid el de 1711, dice entre otras cosas así: «Ellos (esto es los jesuitas de quien va hablando) ellos son los soldados valientes de las milicias del Señor, los esforzados capitanes que riñen sus batallas y victoriosos y vencidos son coronados de triunfos. De esto han dado muestras ilustres donde quiera que el celo de las almas los sacó de sus reales, y dejando sus patrias, amigos, parientes y también sus provincias (que son segundas patrias) penetran denodados por regiones extrañas, desafían ásperos climas, no los asustan los peligros, hacen frente a lo inaccesible y despreciadores de sus vidas temor ponen hasta a la muerte. Pero donde con más razón se demuestra no ser hipérbole esta verdad aún no explicada es en las misiones de Indias, y con especialidad en la célebre de los Moxos donde veréis varones europeos que de las partes de España y Flandes, Italia y Alemania, concurren operarios al cultivo de aquella fuerte viña y unidos en un celo, como en la caridad de instituto mezclan méritos y trabajos con los peruanos jesuitas, sin que las inmensas distancias del viejo al nuevo mundo, ni los mares interminables que atraviesan al paso tantos riesgos, ni los que en Indias (ya vencidas esas dificultades) se interponen a cada paso de caminos que más son descaminos de montañas insuperables, intrincadas cuevas de fieras, de ríos que compiten a ahogar en sus aguas a los mares, de despoblado que destierran de su soledad hasta los brutos, ni la amarga violencia de desprender para siempre los ojos de los amigos, y el corazón de la patria, de los deudos y de toda humana esperanza, fuesen en parte a retardar, que con resolución heroica y obediencia de inestimable precio emprendiesen una facción que dando a Dios tanta gloria inmortaliza su denuedo.

30. »Lo que en esta santa misión en espacio de veintiocho años han tenido que consagrar a Dios los hijos de la Compañía sólo el mismo Señor que ha de premiarlo es de quien asegura llega a comprenderlo. La incomodidad del terreno, las lluvias casi continuas, las frecuentes inundaciones de los ríos, las perpetuas plagas de molestos animalejos que atormentan a un tiempo dos sentidos: el oído con lo que susurran y el tacto en lo que pican parecidos (para más enfadosos) a los lisonjeros, pues se llegan cantando, y se apartan mordiendo, la carestía (en los principios) de lo   —234→   más necesario para la vida humana, y en todos tiempos de entendimiento en los bárbaros para capacitarse a entender que hay vida eterna, los errores de anciana ceguedad mantenidos con diabólica astucia por sus magos y hechiceros, la torpeza que es hija de infidelidad y consorte de embriaguez, todo compone aquella hidra de tantas tan venenosas cabezas que con la espada de la predicación del evangelio una y muchas veces tuvieron que cortar estos varones apostólicos robustos hércules de la Iglesia». Hasta aquí el señor Mata.

31. Sea el segundo testimonio el del doctor don José Antonio Ibáñez de la Rentería y Montiano, predicador de Su Majestad, visitador y examinador sinodal, juez apostólico de apelaciones, gobernador y vicario general del Obispado de Santa Cruz de la Sierra, adonde pertenecen estas misiones, el cual en carta escrita en París para el padre Juan Bautista Du Halde procurador general de las misiones de la China y de las Indias en aquella Corte, le escribió lo que se sigue, según lo dice el mismo Padre en la epístola dirigida a los jesuitas de Francia, que está al principio del tomo décimo de las cartas de edificación y curiosas de las misiones extranjeras, impreso en París el año de 1713 tres años antes de imprimir su relación monsieur Frecier, a quien porque lo entienda, se lo pondré también en francés. Dice, pues, así el dicho doctor Rentería:

32. «Yo me hallaba de gobernador y vicario general del Obispado de Santa Cruz de la Sierra, en cuya jurisdicción están las misiones en la ocasión que llegó la nueva del feliz tránsito y martirio del V. P. Baraze en el pueblo de Casiope en la provincia de los Baures... Con esta noticia de la dichosa muerte del Ven. P. se alentaron muchos de los padres que con santa porfía pretendieron entrar a las misiones, dejando cátedras y otras ocupaciones por la ocupación de aquel pobre   —235→   gentilismo: algunos lograron la dicha de entrar en la Misión.

33. »No hay voces en la elocuencia para pintar ni dibujos en la retórica más despierta que pueda con viveza referir lo que los fervorosos y apostólicos misioneros padecen entre aquellos bárbaros que sólo tienen la piel y la figura de hombres... El año 1709 vino la noticia cierta de que lograron el martirio dos padres misioneros el uno llamado Tomás de Roca, y el otro que se llamó Baltasar de Espinosa, no había dos años que había entrado en la misión». Hasta aquí el citado doctor.

J'étais vicaire général du Diocèse de Sainte Croix de la Sierra, dont la mission des Moxes dépend pour le spirituel, lorsqu'on apprit le martyre du vénérable père Baraze arrivé dans la peuplade de Cassiope qui est de la province des Baures... Le bruit de cette bienheureuse mort fut à peine répandu dans le Pérou, que plusieurs pères prirent le dessein d'abandonner leurs chaires, et de renoncer à leurs autres emplois, pour se consacrer à la conversion de ces pauvres infidèles. Quelques-uns furent assez heureux pour obtenir cette grâce.

Il n'y a point de termes, ni d'expressions assez fortes pour vous faire connaître tout ce que les missionnaires ont à souffrir parmi ses barbares, qui n'ont de l'homme que l'apparence et la figure... En l'année 1709 on eut des nouvelles certaines, que le père Tomás de Roca, et le père Baltasar de Espinosa avaient été aussi martyrisés dans la même contrée... Il n'y avait que deux ans que ce dernier était entré dans la Mission.

34. Y porque no se crea haberse acabado allí los trabajos o el celo de los jesuitas para tolerarlos oigase el reciente testimonio del ilustrísimo señor don Miguel Bernardino de la Fuente, obispo de Santa Cruz de la Sierra, quien habiendo celoso visitado toda su dilatada diócesis, dando cuenta a Su Majestad de dicha visita, como es costumbre, le dice así, en carta de 29 de marzo de 1735: «Entreme a las misiones que llaman de Moxos, de que están encargados los religiosos de la Compañía de Jesús de la provincia de Lima [...]. Aquí quisiera yo tener don de claridad para expresar lo que es aquella tierra, y que se pudiese hacer juicio de lo que aquellos varones apostólicos sirven a Vuestra Majestad y lo que merecen para con Dios arrancando de las garras del demonio tantas almas que yacían sumergidas en el gentilismo y pasándolas al número de los predestinados. Pero diré lo que mi cortedad alcanzare con aquella ingenuidad que debe informar un vasallo a su rey y señor natural. La tierra, pues, es la más baja de todo lo descubierto, y por esto descienden precipitados a inundarla, cuantos ríos fecundan el Perú, y se forman de las nevadas sierras, que unidos en un cuerpo, forman un pequeño mar de agua dulce, a   —236→   veces muy amargas para los padres, viendo devorados muchos indios de los caimanes que lleva y cuando sale de madre destruidas las mieses y arruinados los pueblos que a costa de tanto afán daban alojamiento a los convertidos. El temperamento es tan ardiente, que obliga a los naturales a andar siempre desnudos y de calor tan excesivo y humedad tan continuada, resultan las generales epidemias que anualmente se padecen con grande estrago de aquella cristiandad, y no poco desconsuelo de los misioneros, que más parecen cadáveres animados que racionales vivientes. Como el terreno es llano y las lluvias frecuentes, sólo produce abrojos y árboles de magnitud desmesurada que forman bosques espesos en aquellas dilatadas campañas, para desahogada habitación de fieras y de las venenosas sabandijas que se crían.

35. »Sin embargo de tamañas arduidades bastantes a arredrar el más esforzado espíritu, como el que anima el corazón de los misioneros es el que heredaron de su santo patriarca, todo fuego de caridad y de la mayor gloria a Dios, ha conseguido en tan intrincadas selvas, sembrar el grano del evangelio con tan copioso fruto, que en más de doscientas leguas cuentan hoy veinte poblaciones de las cuales algunas pasan de tres mil almas y ninguna baja de mil, todas tan bien instruidas y con tan fervorosa devoción, que más parecen comunidades de recoletos, que de gentiles convertidos. ¡Pero qué mucho si la fe se les introduce no sólo por los oídos, sino también por los ojos! Porque todo lo que ven es que sus directores emplean lo más del día en sus magníficos templos, va en celebrar los divinos oficios o ya en ejercicios espirituales, y que cuando vacan de éstos es para asistirlos con amor en sus enfermedades. Protesto a Vuestra Majestad que aún no he escrito lo que he visto, y que sin haber hecho otra cosa que administrar el sacramento de la confirmación, me restituí a la ciudad de San Lorenzo, edificado y aún confundido de mi tibieza». Hasta aquí el señor obispo de Santa Cruz. ¿Y habrá alguno que crea se mueven los jesuitas a exponerse a tamaños trabajos casi intolerables a la flaqueza humana, por adquirir tan triste y mísero vasallaje para la Compañía, y no únicamente por el fin sobrenatural de promover la mayor gloria de Dios, y salud eterna de las almas?

36. Sólo podrá creer eso un Frecier o un Antequera, aunque yo creo que ni ellos mismos se lo podrían persuadir,   —237→   y que no pueden dejar de conocer, sin embargo que escribiese lo contrario, que sólo el fin sobrenatural de la mayor gloria de Dios, y salvación de los prójimos, es el que ha podido alentar a los jesuitas a penetrar por regiones tan extrañas, a desafiar climas tan rígidos, a hacer frente a tan inminentes peligros, a condenarse a tan extremada pobreza, a despreciar todas las conveniencias y aun la propia vida, que sacrifican gustosos unos a las flechas o macanas de los bárbaros, y otros al rigor de tamañas incomodidades. Yo le aseguro a monsieur Frecier, que si hubiera visto y hollado aquellas regiones, y tratado a sus moradores por sólo seis meses, abominara de tal vasallaje y no hubiera tenido cara para manchar, con tan indigna calumnia, su relación; ni le pareciera muy especioso ese pretexto de la emulación ciega para sentir tan mal de los misioneros de la Paz, de los Yungas y de los Moxos, antes bien admirara el poder de la divina gracia, que da fuerza a aquellos varones apostólicos, para tolerar lo que apenas cabe en la flaqueza humana.

37. Y no le parezca que es mejor el otro fin, que descubre a su propia malicia, o la del que le informó en los misioneros jesuitas del Paraguay, que es el reino que coloca entre el gran río Paraná y el Brasil, el Reino encantado cuyos secretos no ha podido penetrar la perspicacia toda Argos de la emulación más cavilosa o la potestad armada de los gobernadores de Buenos Aires, aún alentada con las poderosas órdenes de la Corte de España. ¿Hay fábulas más mal zurcidas? ¿Qué le parece a monsieur Frecier, qué será ese gran Reino de que finge se ha constituido soberana la Compañía de Jesús? ¿Pensaría por ventura que era otra Francia, o España? ¿Que habría en él unas ciudades espléndidas y populosas? ¿Que sería un país tan poblado como los de Europa? ¿Unas regiones fértiles y abastecidas de frutos y de cuantos regalos apetece el amor propio? ¿Un terreno opulento en minerales para cebo de la codicia más insaciable? Si así concibió ese gran reino, se engañó de medio a medio, y pudiera haberse informado de Antequera o de alguno de sus parciales.

38. Éstos, si por milagro quisiesen una vez hablar verdad, le dirían que ese gran reino se reduce a treinta pueblos, en que juntos sus habitadores, chicos y grandes, hombres y mujeres, niños, mancebos y viejos, nunca han llegado a ciento y cuarenta mil almas, con que aún no le caben 1.700 personas a cada pueblo. ¿Y cada uno de éstos le parece, por ventura,   —238→   que es una villa lustrosa? No puedo negar que en estas provincias míseras, donde las ciudades son por extremo pobres, mal pobladas, sin edificios de alguna monta y que en Europa pasaran por aldeas, se hacen reparables dichos pueblos, sólo por su buen orden y económico gobierno; pero en lo demás nada tienen apreciable, no hay fábrica que pase del primer estado, todas son igualmente de tierra o tapia por carecer de cal, aunque en parte no falta piedra. Los habitadores son sumamente pobres, sin extenderse su mayor riqueza a más que algunas legumbres y de comunidad algunas vacas para su sustento. Ese gran reino no produce oro ni plata, da solamente la caña de azúcar, tabaco y algodón, y eso no en todas partes sino en algunas, y con moderación y de la misma manera la yerba del Paraguay de que sacan para pagar sus tributos al Rey de España y para mantener con alguna decencia sus iglesias; cría ganado menor en tal cual pueblo y hay algunas frutas propias del país, que las europeas o no se dan o es con mucha escasez. Viñas no se pueden conservar, por la plaga inagotable de las hormigas, trigo se coge (no en todos los pueblos) lo suficiente y preciso para mantenerse los misioneros; sal no se halla en todo el país; el calor es excesivo en la mayor parte; el clima sujeto a terribles tempestades; las fieras y serpientes ponzoñosas muy frecuentes y conocidas por sus malignos efectos. Éste es el gran reino de los jesuitas situados entre el Paraná y el Brasil. ¿Y habrá hombre tan apasionado que a tal número de pueblos y a semejante país dé el pomposo nombre de gran reino? ¿Quién no ve que sólo son voces inventadas de la malignidad para hacer odiosos a los jesuitas?

39. Pues, ¿quién no se reirá, si sabe algo, al oírle a monsieur Frecier, que la Compañía se ha constituido la soberana de ese gran reino? Cierto que este hombre, o escribió a bulto o mintió sin vergüenza o no sabía los significados de las voces que usaba. ¿Qué se entiende por soberana? ¿Acaso puede llamarse soberana la que profesa la más rendida obediencia y sujeción a su monarca? ¿La que en todas sus operaciones muestra un celo singular del real servicio de nuestros católicos monarcas e inspira el mismo celo en los que ha convertido para Cristo? Éstas son las expresiones con que se explican nuestros amantísimos reyes, hablando de los misioneros e indios de dicho gran reino, como se puede ver en la Cédula Real de 12 de noviembre de 1716 que corre impresa al fin de la citada Apología del padre Rodero, por no citar   —239→   otras sin número que conservan nuestros archivos. ¿Cómo puede ser la Compañía soberana de ese fantástico reino, cuando es la que más contribuye con su celo, diligencia y trabajo, para que los indios de esos treinta pueblos paguen el debido tributo a nuestros reyes? ¿Cuando es la que siempre les inspira la sujeción debida a los monarcas católicos de España? ¿Cuando es la que con mayor prontitud ofrece de esos indios a cuanto ocurre del real servicio aconsejándoles que cedan para el alivio del real erario, aun los mismos sueldos, que por su trabajo les están señalados, que suelen subir a gruesísimas cantidades? Mal se encuaderna todo esto con la supuesta soberanía. Con que es manifiesto que monsieur Frecier no supo lo que se dijo, si no es que quisiese mentir para informarnos.

40. No es más creíble lo que añade que no han podido penetrar los españoles el gobierno que en ese su gran reino han establecido los jesuitas. Muy poca merced hace a los españoles, en suponerlos tan cortos de entendimiento, que no hayan podido alcanzar la inteligencia de lo que no es muy arduo y que pudo penetrar muy bien en pocos días un misionero de su nación francesa, como puede ver en el viaje del reverendo padre fray Florentín de Burges, religioso capuchino, que corre impreso en el tomo 13 de las cartas de edificación y curiosas de las misiones extranjeras donde da individual noticia del gobierno, que en dichas misiones del Paraguay observan los jesuitas. Pero monsieur Frecier en aquella su persuasión de ser misteriosas las cosas de los jesuitas misioneros, como escribió arriba, que poseen el secreto de saber ganar a los indios, se dejó caer más abajo esta otra cláusula, haciendo en todo misterios, cuando no los hay, pues los jesuitas misioneros han hecho tan poco misterio de que sepa todo el mundo el modo de gobierno que allí observan, que antes bien le explicaron muy individualmente cincuenta años ha y le dieron a luz pública en muchos capítulos del libro 3.º de los misioneros del Paraguay que se imprimió en Pamplona el año 1688, y aunque salió en nombre del doctor don Francisco Xarque, es obra del padre Diego Francisco de Altamirano, provincial de esta provincia, y su Procurador General en Roma. Con que decir después de todo esto que los españoles no han podido penetrar ese gobierno, es agraviarlos haciéndolos sobradamente rudos.

41. Aún es peor lo que añade que no han podido hacer esa penetración, por más tentativas que han hecho los gobernadores   —240→   de Buenos Aires por orden de la Corte de España. ¿Hay mayores creederas que las de este Monsieur? ¿Para qué esas tentativas en cosas que de suyo manifiestan los jesuitas? Oh señor, dirá algún defensor de Frecier, que no fueran por lo manifiesto, sino por lo que los jesuitas ocultan. ¡Pobre hombre y qué poco que sabía de las cosas de este nuevo mundo! Yo me persuado que alguno conoció la credulidad de monsieur Frecier y el deseo de decir cosas nuevas como suelen tener los viajeros y que le encajó cuanto quiso; y siendo por ventura algunos de los muchos que se mueren por los jesuitas le embocó esa patraña para hacerla pública sin costa de su bolsa y su propio rubor, quizá también porque echó de ver en él tan buen afecto hacia nosotros que tuvo por cierto le parecería verdad indubitable, siendo, como es, mentira increíble.

42. ¿Sabe por ventura monsieur Frecier el poder que tiene y la mano que se toma un gobernador en las provincias remotas de las Indias distantes de los virreyes? ¿Sabe lo que puede conseguir en tales partes un gobernador si se halla armado de una orden de la Corte, si de verdad la quiere ejecutar o sea por empeño propio o por deseo sincero de obedecer? No lo sabía sin duda y por eso escribió lo dicho tan confiado; pero los que lo sabemos por experiencia, no creemos lo que refiere y lo tenemos por mentira, porque aun dado caso que ese gobierno fuera mucho más misterioso o que hiciesen los jesuitas los mayores empeños por ocultarle, no tenían poder para resistirse a un gobernador de Buenos Aires, y mucho menos con una orden expresa de la Corte; la verdad es que no ha habido tal orden de la Corte, ni tales tentativas de los gobernadores de Buenos Aires. Si sobre alguna cosa ha mandado Su Majestad se le informe, le han obedecido puntualmente los gobernadores dichos, pidiendo de los jesuitas las noticias que el Rey deseaba, y dándoselas éstos con prontitud y verdad, antes bien solicitando los mismos jesuitas visitadores, que en nombre de Su Majestad visiten ese gran reino, como lo han hecho repetidas veces en el Real Consejo, o que los ya señalados por Su Majestad efectúen dicha visita, como lo hicieron antiguamente con el oidor don Andrés de León Garabito, según se puede leer en el libro 2.º de los misioneros del Paraguay, capítulo 47, y al presente con el señor don Juan Vázquez de Agüero, juez pesquisidor despachado por Su Majestad al puerto de Buenos Aires, donde actualmente ejerce su comisión, o finalmente   —241→   admitiendo gustosísimos a los que nuestros reyes han querido en diferentes tiempos enviar a la visita, que han sido tres: don Jacinto de Láriz, gobernador del Río de la Plata por los años de 1647; el oidor de Charcas, don Juan Blázquez de Valverde, año de 1657, y el fiscal de las Audiencias de Buenos Aires y Guatemala, don Diego Ibáñez de Faria, año de 1676. Fuera de los gobernadores del Paraguay, que casi todos por su oficio han visitado los quince pueblos pertenecientes a su distrito, e informádose a su gusto de cuanto han deseado. Quede, pues, asentado que toda la cláusula de monsieur Frecier es un puro dislate, sugerido o de la ignorancia o de la envidia, o de ambas cosas juntas. Por tanto, pudiera Antequera haber excusado ingerir ese testimonio implicatorio en su Apología, aunque a la verdad en ningún otro lugar pudo caber mejor que en ella, porque se encuadernaba armoniosamente con las otras muchas mentiras de que está embutida, y por esta parte le disculpo, pues mentira más o menos, importaba poco donde tantas campean. Para la misma maligna especie del reino imaginario de los jesuitas en el Paraguay, pudiera haber citado Antequera otros testigos del humor mismo que monsieur Frecier, cuales son Coreal y otros viajeros holandeses e ingleses, de que hace mención nuestro insignísimo poeta padre Jaime Vaniere en su poesía de oro intitulada Apes, impresa en Tolosa, año 1727, página 43, y todos ellos pueden tener por dada para sí la precedente respuesta, que no hay ya tiempo para detenernos a desvanecer tan mal zurcidas ficciones, por ser ya forzoso pasar a ver lo que obra Antequera penetrando a las misiones con su ejército victorioso.