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ArribaAbajo Libro segundo


ArribaAbajoCapítulo I

Es expulsada violentamente la Compañía de Jesús de su colegio de la Asunción, y de toda la Gobernación del Paraguay, y padece otros ultrajes.


1. Era llegado ya el tiempo crítico de ejecutar las amenazas que tenía hechas don José de Antequera a los jesuitas del colegio de la Asunción, de que infaliblemente serían expulsados de todo aquel gobierno, si se daban soldados de las misiones de la Compañía, para hacer obedecer las órdenes del Virrey; pero los nuestros, que residían en aquel colegio, fiados en su inocencia, y en la amistad que exteriormente simulaba Antequera, especialmente con el padre rector Pablo Restivo, y con el padre Antonio Ligoti, sujeto principal de dicho colegio, no acababan de creer pudiese resolverse aquella enorme temeridad. Era esto de manera que, aunque la mañana del día 7 de agosto en que los expulsaron, dio una señora principal aviso cierto al padre Ligoti, de que estaban resueltos a ejecutar sin remedio la expulsión, si venían indios, luego que se recibiese la noticia, que se esperaba por horas, no se le dio total asenso, bien que vivían ya los nuestros entre recelos y temores, que llegaron a ejecuciones tan violentas como apresuradas desde que se recibió como a las dos de la tarde un correo de Tebicuary. Convocó al punto Antequera a su casa al alcalde de primer voto Miguel de Garay, al alguacil mayor Juan de Mena, y a los regidores don José de Urrunaga, don Antonio Roiz de Arellano,   —148→   que estaban en la ciudad, e hizo citar a otros que estaban ausentes en sus alquerías llamándolos con toda precisión, y sin muchos preámbulos (que ya no eran necesarios, porque aun aquella misma mañana la habían gastado en forjar papeles infames contra la Compañía en casa de Urrunaga para cohonestar y colorear este atentado), les dijo que ya era tiempo de cumplir lo que tanto tiempo antes tenía amenazado a los jesuitas, a quienes siquiera harían aquella befa en despique de que los otros de las misiones hubiesen dado los indios, para lo cual no podía menos de ser supuesta la orden del Virrey, porque en tan corto tiempo como había pasado, desde que se volvió don Baltasar, no era posible hubiese llegado respuesta de Su Excelencia, como si donde se le daban por los ministros reales de estas provincias repetidos avisos de su rebeldía, no hubo modo para prevenir y adelantar varias providencias, según que en la realidad sucedió, como queda referido. Por tanto, resolvieron que los padres de la Compañía debían ser expulsados de su colegio en virtud de varias cédulas reales, por alborotadores y perturbadores de la quietud pública, autores y fomentadores de la guerra injusta que venía a hacer a la provincia el coronel don Baltasar García, sin autoridad legítima ni causa justa.

2. Sobre estos capítulos formaron aceleradamente un auto muy injurioso, que dictó el mismo Antequera, y le firmaron los regidores que habían concurrido a la Junta, unos muy espontáneamente, como eran los de su partido, otros violentados del miedo de las injustas vejaciones de Antequera, cual fue don Juan Caballero de Añazco, que se retractó jurídicamente; y aun se puso firma de regidor que no concurrió a tal acto, cual fue don Juan Orrego de Mendoza, como el mismo lo declaró acosado de su conciencia a la hora de la muerte, pidiendo perdón a los jesuitas con muchas lágrimas, por no haber reclamado hasta entonces, y declarado con tiempo esta ficción o suposición perjudicial, y porque don Juan Simón de Ojeda con valor cristiano se negó constante a firmar dicho auto, como inicuo injusto, incurrió en tal indignación de Antequera, que le desterró al castillo de Arecutaquá, y de allí pasó a Buenos Aires, muriendo finalmente en el destierro por tan justa causa, y a su esposa doña Isabel de Ledesma, señora de las más principales de toda la provincia, señalada tanto en la piedad como en la nobleza, porque llevada de su tierno afecto, que ha profesado siempre a los jesuitas, tuvo alientos para reprobar públicamente esta resolución,   —149→   se atrevieron a amenazarla con la muerte, pero el respeto que se merece por su sangre y por su piedad, les ató las manos, aunque en lo demás las tuvieran bien sueltas, para darla materia copiosa de méritos a su valerosa tolerancia.

3. Formado, pues, y firmado el decreto en la dicha forma, mandaron que se le pasase a intimar a los padres del dicho colegio el escribano Juan Ortiz de Vergara, acompañado de Francisco Méndez de Carvajal, y de José de la Peña, llamado comúnmente «el tuerto» (a distinción de otro afecto a los jesuitas) para que sirviesen de testigos y en él se les mandaba por las razones o sinrazones que les pareció alegar, saliesen desterrados de toda la provincia sin señalarles término; pero por lo respectivo a la ciudad fuese la salida precisamente dentro de tres horas, amenazándoles con severísimas demostraciones si no obedecían.

4. Hecha la notificación juntó el Padre Rector a sus consultores, y por común acuerdo se respondió protestando la inmunidad eclesiástica, de que gozaban los jesuitas y su colegio, y que estando éste fundado con licencia de Su Majestad, no podían abandonarle, ni ser expulsados sin expreso mandato suyo; que de los daños que de dicha expulsión se les seguirían, se haría cargo a su señoría y al Cabildo, como de violencia injustísima ejecutada sin razón o motivo que de nuestra parte se hubiese dado para demostración semejante; y por fin suplicaron se les concediese algún término para dar aviso al Padre Provincial, y testimonio jurídico de dicho auto para dar respuesta por escrito más en forma.

5. Puso el escribano por diligencia al pie de dicho auto esta respuesta, y volvió a dar razón de ella a Antequera, y al Cabildo que esperaba en su casa con impaciencia, y luego sin tardanza proveyeron nuevo auto tan cuerdo como el primero, diciendo no había lugar para aguardar respuesta del Padre Provincial, por no tener a eso dicho Padre Rector ningún derecho, sino sólo aquella ciudad, y el Rey nuestro señor, quien tiene mandado por sus reales leyes, se extrañen los eclesiásticos que perturban la paz e introducen guerra en sus provincias. Y que el testimonio del auto se les daría luego que saliesen de la ciudad respecto de que en semejante caso no debía aquella ciudad, ni tenía por qué oírles, ni eran sus jueces, sino sólo para poder extrañarlos por el movimiento de la guerra, que habían introducido, y que por tanto cumpliesen luego sin falta el auto antecedente debajo del mismo apercibimiento fecho.

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6. Notificóseles de nuevo este decreto, a que formando el Padre Rector la respuesta conveniente por escrito, la despachó con el padre José Pascual de Echagüe, quien fue recibido con tanta cortesía, como acostumbraba Antequera en otras ocasiones, cuando aún se fingía nuestro amigo, y al leer dicha respuesta simuló que se enternecía, y aun que le saltaban las lágrimas, pero lágrimas de cocodrilo engañoso, que con ese afectado sentimiento quería dar a entender obraba forzado del Cabildo en nuestra expulsión, siendo así que él era el autor principal que todo lo movía y disponía. Como en la respuesta dijese el Padre Rector, que los jesuitas de aquel colegio no habían perturbado la paz, sino portádose como fieles vasallos de Su Majestad, replicó pronto el regidor don José de Urrunaga; también nosotros lo somos, y salimos a los trabajos de la guerra; pues salgan del mismo modo los padres, que lo tienen muy merecido. Preguntó Antequera a su Cabildo qué les parecía de las razones que alegaban los jesuitas. A esta pregunta se suspendieron todos; pero presto rompió el silencio Urrunaga como más atrevido, y adverso a la Compañía de Jesús, diciendo: Que pues los padres se mostraban tan fieles vasallos, y obedientes a las órdenes de Su Majestad, obedeciesen al Cabildo saliendo luego de la ciudad. ¡Bella consecuencia! Pero fue aplaudida de todo el Congreso, y recibida como oráculo, que se mandó ejecutar luego sin réplica.

7. Salió entonces Antequera a despedir al padre Echagüe acompañándole con toda urbanidad hasta la puerta, y despachó al escribano a notificar en nuestro colegio la última resolución del Cabildo. Y es de advertir que porque no faltase solemnidad a sus autos, viendo Antequera que no había asistido desde el principio el regidor don Juan Caballero de Añazco, amigo y afecto a los jesuitas, por estar verdaderamente, o haberse fingido enfermo, le obligó por fuerza a venir de su casa, y le forzó a firmar el decreto, que ya estaba formado, lo cual hubo de hacer por evitar alguna violencia contra su persona, aunque luego que le fue lícito hizo exclamación jurídica sobre la fuerza que había padecido, actuándola en la debida forma ante el juez eclesiástico.

8. En el tiempo que duraban las notificaciones de los autos y respuestas de nuestra parte, estaban impacientes algunos del Cabildo de que se nos diese lugar aun para aquellas diligencias, y como desde el primer auto se hubiese asestado contra nuestro colegio la artillería de la ciudad para aterrar   —151→   a los jesuitas e intimidar sus ánimos, mostraron en la ocasión el odio que contra la Compañía abrigaban en sus pechos el alcalde Miguel de Garay y el regidor don Antonio Roiz de Arellano, quienes hicieron repetidas instancias a Antequera, para que mandase disparar la artillería, y demoliese nuestro colegio e iglesia, que es la mejor y más suntuosa de aquella república, diciéndole con boca sacrílega: ¿Qué hace en pie este palomar? Vaya luego al suelo. Que con esta cristiana reverencia nombraban el sagrado templo de la Compañía, y su colegio los malos cristianos. Garay especialmente debió de pretender quedasen sepultadas entre las ruinas varias obligaciones suyas de préstamos, que le estuvo haciendo el colegio hasta casi este día; que con estos pichones le habían mantenido las inocentes palomas, juzgándole siempre amigo y aficionado nuestro, aunque no fue éste solo el cazador que hubo en esta ocasión.

9. Contra una violencia no hay razón que prevalezca; con que viendo el Padre Rector totalmente desatendida la nuestra y empeñada aquella gente en desterrarnos, se resolvió con consulta de sus súbditos a desamparar el colegio por no exponerse a que practicasen alguna temeridad contra sus propias personas, y la primera diligencia fue llevar a depositar en la santa iglesia catedral el Augustísimo Sacramento, que trasladó el provisor doctor don Antonio González de Guzmán, acompañándole los jesuitas con velas encendidas en las manos, compostura en el semblante y lágrimas en los ojos, no por sus trabajos, sino de sentimiento de ver a Jesús Sacramentado comprendido también en el destierro de su amada Compañía y de su antiguo templo.

10. Al tiempo de llevar al Señor a la catedral dieron aviso a Antequera de que en la casa del doctor don Antonio Caballero de Añasco, chantre hoy de aquella santa iglesia, se ocultaban muchos clérigos armados con bocas de fuego para estorbar la salida de los jesuitas, lo que a ser verdad pudieran hacer oportunamente al verlos salir de su colegio, por estar su casa en la misma plaza en que caía la iglesia. Érale sospechosa a Antequera la persona del dicho eclesiástico por afecta a los jesuitas, y dio crédito sin otro examen a este chisme; despachó luego al sargento mayor don Juan Núñez de Mendoza, enemigo de la Compañía, a que con treinta soldados bien armados registrase exactamente dicha casa. Pasaron, pues, a esa diligencia atropellando por las protestas del doctor, y hecho exactísimo escrutinio de los rincones   —152→   más recónditos no hallaron sino su desengaño, y se volvieron burlados, dejando a Antequera corrido de su nimiamente fácil credulidad.

11. Vueltos los padres de la catedral al colegio sin más acompañamiento que el de tres o cuatro eclesiásticos afectos, dijo el Padre Rector a sus súbditos: Padres míos, tomen vuestras reverencias sus breviarios y vámonos, que pues estos señores no nos pueden quitar a Dios del corazón, lo demás importa poco; y entregando con mucha serenidad las llaves al Provisor, que los abrazó inundado en lágrimas, se salieron del colegio, y pusieron en camino los padres cargados los más de años y de achaques a cumplir su destierro antes de las dos horas, que les había intimado por el primer decreto. Tal fue la violencia. Hízose reparar que ningún religioso salió a convidar a los jesuitas con su convento, ni hicieron la más leve diligencia para persuadir a Antequera y sus secuaces suspendiesen, o a lo menos difiriesen tan sacrílego arrojo en ínterin siquiera que se buscaba avío para hacer el viaje sin tanta incomodidad, sujetos que tanto necesitaban de algún alivio; sería quizá temor de exponerse a algún desacato, igual al que se usaba con los jesuitas.

12. Éstos, pues, caminaban con pasos trémulos por aquellos penosos arenales y por parajes infestados de enemigos bárbaros, hasta que les dio alcance una calesa que enviaba el canónigo doctor don Juan González Melgarejo, hoy meritísimo deán de aquella catedral, quien se portó en este día de ira y venganza fiel amigo de los jesuitas, cual siempre se ha profesado, y había asistido con el Provisor en nuestro colegio hasta que con señales de cordialísimo sentimiento se despidieron ambos de los padres, cuya forzada partida lloraban inconsolablemente muchas personas de ambos sexos de aquella ciudad.

13. El señor Antequera, en quien hasta tres días antes de su muerte, estuvo muy vivo el odio contra los jesuitas, se esfuerza en su Respuesta impresa, número 123, en desvanecer esas lágrimas, sin querer darles a los desterrados aún el corto consuelo de ver había quien sintiese su destierro. Como tan embebecido aquel día en perseguir a los jesuitas no le debió de quedar atención, para siquiera percibir los ecos del llanto y demostraciones de sentimiento, o si los percibió, como parece, les atribuyó el tinte maligno de su ánimo otro origen, creyendo eran alaridos y gritos, pidiendo venganza contra los jesuitas; que no es nuevo suenen unas mismas voces con   —153→   ecos muy opuestos, según la disposición de los ánimos, pareciéndole al pacífico de Moisés cántico de alegría el que al guerrero de Josué resonaba como alarido de batalla. Como lo imaginó o soñó la fantasía de Antequera impresionada con las especies vengativas, así lo expresa en el lugar citado, redarguyendo al señor obispo Palos, por haber dicho en su carta impresa, hablando de este suceso que es tan notorio, que hasta hoy no hay piadoso corazón que no se contriste al recuerdo de haber visto las universales lágrimas de ternura a unos apostólicos varones cargados de canas y accidentes, etc.

14. En la universalidad de estas lágrimas es bien claro que no entendió el señor Obispo que lloraban los que ejecutaban, o fomentaban la expulsión, que eso fuera increíble. Creyó, sí, que lloraban los ánimos piadosos, los desinteresados de esa expulsión, los independientes y los que sabían sentir lo mucho que perdían en la ausencia de los jesuitas; si no es que quiera el señor Antequera, después de haber impelido a tantos a la rebelión, desacreditar totalmente aquella ciudad, haciendo creer que no había en ella quien no estuviese complicado en sus delitos y traiciones, lo cual es ajeno de la verdad, aunque no se puede negar que arrastró tras sí a una gran parte y muy principal de aquella república. Habló, pues, su ilustrísima de la parte sana, o de los que estaban indiferentes, y porque se vea con cuánta razón expresó así, oigase en primer lugar el testimonio del Cabildo eclesiástico dado en 19 de agosto del mismo año, doce días solamente después de la expulsión, que dice así: «Les compelieron salir a pie [...] causando a esta pobre ciudad grande lástima y compasión, que manifestó con lastimosos llantos sin duda por la grande falta que se experimenta y experimentará con la ausencia de dichos religiosos, así en lo espiritual como en lo temporal». Componían entonces el Cabildo sólo dos canónigos por falta de las cuatro dignidades, y aunque el uno más moderno, que es el doctor don Juan González Melgarejo, se le hace sospechoso a Antequera por apasionado de los jesuitas, el otro debe ser de autoridad irrefragable para el mismo Antequera, por ser notoriamente parcial suyo, a quien poco antes de este lugar de su Respuesta en el número 114 llama el sujeto de más suposición de aquella santa iglesia, y aun de todo el Obispado, haciendo alarde de tenerle en su favor.

15. Confórmase en todo con la relación del Cabildo eclesiástico el provisor del Obispado, doctor don Antonio González   —154→   de Guzmán en testimonio de la misma fecha, que dice: «Caminaron a pie en comunidad a vista de los de este pueblo, y con clamor y llanto en ver los santos religiosos tan precipitadamente lanzados». El escribano público y de Cabildo Juan Ortiz de Vergara, que notificó los decretos de expulsión a los jesuitas, examinado judicialmente en el Tribunal eclesiástico y prometiendo decir verdad debajo de juramento, y so cargo de la descomunión, que se le había impuesto, dice en la declaración jurídica, que hizo en 18 de junio de 1725: «Y preguntado si hubiese mucho concurso, que les siguiese llorando. Responde que, como volvió a dar cuenta de la diligencia ejecutada (esto es, de la intimación del tercer auto) a dicho Gobernador y Cabildo, no lo vio, pero que oyó decir había sido grande la conmoción, que no duda por el mucho bien que hacían dichos padres, así en lo espiritual como en lo temporal». Tomás Zorrilla del Valle, notario público en la ciudad de la Asunción, en cuatro cuadernos que escribió de estos sucesos, y tengo originales de su propio puño, llegando a este paso, dice: «Volvieron los padres de haber depositado el Señor en la catedral a su colegio, y cada uno cogiendo sus báculos, breviarios y sombreros, se salieron de su casa y colegio muy humildes. Aquí fue la confusión de las gentes en común, de los clamores, llantos y vocería, dando a Dios la causa de aquellos pobres religiosos inocentes».

16. En fin, aunque jesuita e interesado, debe ser testigo de mayor excepción para el señor Antequera el padre rector Pablo Restivo, por lo que él mismo alega en su Respuesta número 149 y 162. Éste, pues, luego que de su destierro llegó a nuestras misiones, dando cuenta al Padre Provincial de su expulsión, con la fidelidad que se practica en la Compañía, en carta escrita en la reducción de Santa Rosa a 18 de septiembre, le dice: «Al salir del colegio se levantó un gran llanto de muchos pobres, así hombres como mujeres y niños que nos siguieron por largo trecho, hasta que llegó la noche, sin poderlos acallar, ni detener». Basten estos testimonios, para convencer con cuán poca verdad quiso don José de Antequera o negar las lágrimas de muchos por nuestra expulsión, o darles otro origen menos noble, tirando a alucinar a los lectores con sus sofisterías, como lo hace en otros muchos lugares de su Respuesta. Lo cierto es que hubo muchas y sentidas lágrimas de muchos, y también es cierto que otros muchos se alegraron, especialmente algunos eclesiásticos, que debieron únicamente a la Compañía su enseñanza desde   —155→   los primeros elementos del alfabeto hasta llegar a la alta dignidad del sacerdocio, se mostraron ingratísimos sin dar la más leve señal de compasión o sentimiento por no caer en desgracia de Antequera, de quien esperaban ser acomodados en los curatos de nuestras misiones, que les había ofrecido.

17. Quedó todo el colegio a cargo del provisor y vicario general del Obispado, quien cuidó de él y de sus bienes con tan celosa vigilancia por espacio de tres años y medio, que en otro fuera cosa digna de admiración; pero en este ejemplar eclesiástico ha dejado de parecer rara, porque su mucha virtud, heredada nobleza y singular amor a nuestra Compañía es cosa muy pública y notoria a todos.

18. Albergáronse aquella noche los desterrados jesuitas en una casa de campo bien incómoda y falta de todo, pues aun la luz anduvo tan escasa, que para rezar las vísperas que a algunos les faltaban, por no haberle dado tiempo la tropelía de las cosas, para pagar esa deuda, no tuvieron otra que la de una mala lamparilla de sebo, que les trajo una india compasiva. Pero la alegría con que pasaron la noche no se puede fácilmente declarar, según después les he oído a los mismos sujetos muchas veces, estribando toda en el testimonio de su propia conciencia, y en el gusto de verse fuera de aquella confusa Babilonia, que tal parecía entonces la ciudad de la Asunción. Al día siguiente llegaron a una granja de nuestro colegio, la cual desmantelaron sin ningún rubor nuestros émulos, dándola a saco, y robando las cosechas de aquel año, sin perdonar aun a las puertas y ventanas, y lo que pone horror, ni la iglesia se vio libre de su rapacidad, porque después de atreverse a profanar su altar, cebaron su codicia aún en las mismas sagradas imágenes, con tanta impiedad, que a una de San Baltasar le quebraron un dedo por arrancarle un anillo. Estoy en persuasión de que nada de esto mandó Antequera, pero es cierto que o por complacerle, o por saciar su codicia lo ejecutaron los antequeristas, y que dejaron aquella casa totalmente robada, o sin estaca en pared, como suelen decir, y cual si nunca se hubiera habitado en ella. Creían hacer obsequio a Antequera en esmerarse contra los jesuitas, y bastó esa persuasión para que la gente vil y rústica de aquellas cercanías empleasen su furia contra nuestras cosas.

19. De esta granja se encaminaron los nuestros ya en carretones a Paraguarí, que es la hacienda donde se guardaban   —156→   los ganados para la manutención del Colegio, y dista de la Asunción más de veinte leguas. Allí se les permitió detenerse veinte días, en los cuales despacharon a la ciudad a un hermano donado a traer alguna ropa de su uso, porque como la turbación y tropelía de la salida fueron tan grandes, y tan corto el plazo para ejecutarla, apenas hubo lugar más que para hacer la consulta, formar la respuesta, y llevar al Señor Sacramentado a depositar en la catedral, dejándose los aposentos como cuando vivían en ellos. Sacaba el dicho hermano aquellos trastos en una carreta, a la cual se quebró el eje al llegar a la casa del doctor don Juan Manuel Cervin, donde se depositaron, en cuanto se reparaba la carreta.

20. Bastó esto, para que el aguacil mayor Juan de Mena, sujeto de genio naturalmente bullicioso, fabricase una monstruosa quimera, conmoviendo toda la ciudad con decir había venido aquella carreta a sacar del colegio bocas de fuego, pólvora y balas, para remitir al ejército de don Baltasar García Ros, y que habiendo permitido el cielo, para que se descubriese la traición, se quebrase la carreta con el mucho peso, se había ocultado todo en la casa cercana del doctor Cervin, y que el hermano donado conductor se había asegurado con la fuga de la prisión, que temió por muy merecida. Dio luego el aviso al doctor don José de Ávalos, que después de catedrático de Medicina en la Universidad de Lima, había en el Paraguay mudado de profesión, y ascendido al empleo de superintendente de la ciudad en premio de su declarada parcialidad con Antequera, y por acreditarse en su ausencia celoso de su servicio, aprontó una escuadra de soldados, de que hizo comandante al mismo Mena con orden de que yendo prontamente a cercar la casa del doctor Cervin la registrase toda con escrupulosa diligencia, sin perdonar al más retirado retrete de aquel eclesiástico, para encontrar aquel tesoro. Ejecutose al pie de la letra el registro y fácilmente se deja entender que siendo tal el ministro ejecutor no sería superficial el cuidado, pero nunca se hallaron los fabulosos pertrechos sino sólo la ropa de los padres, y en su guarda al donado; con que sobreviniendo el sargento mayor de la plaza don Sebastián Roiz de Arellano de respetos para con los jesuitas muy diferentes a los del Regidor su hermano, hizo pasar adelante la carreta, y Mena quedó cogido en la mentira, aunque nada corrido, como quien estaba acostumbrado a fingir semejantes falsedades contra los jesuitas.

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21. Desde el día que éstos salieron de su colegio ponía en él guardias por la noche el superintendente Ávalos, para que nadie pudiese entrar por alguna de las dos porterías, o por la puerta de la escuela, habiéndoles dado orden expresa que a quienquiera que intentase sacar algo, o entrar dentro, le diesen un balazo. Sobre estas guardias rondaba el aguacil mayor Juan de Mena, para mantenerlos más vigilantes, y con mayor seguridad las cosas del colegio, de que vivían persuadidos había de hacer Antequera repartición entre sus servidores; pero no bastó tamaño desvelo para aterrar a un niño hijo de nobles padres, que hoy es novicio de la Compañía, para que con valor superior a sus años no se alentase por consejo de su madre, matrona muy afecta a los jesuitas, intentar burlar las guardias y a Mena, disfrazándose de mujer y escalando con intrepidez las tapias de la huerta, para sacar y poner en salvo algunas alhajas de la iglesia, como lo consiguió felizmente, librándolas del peligro de que las robasen o se perdiesen por la voz que corría tan válida de que vuelto Antequera de la guerra de Tebycuary se había de hacer el insinuado repartimiento de todos los bienes de nuestro colegio.

22. Sacó, pues, aquel niño dichas alhajas, aunque tal vez corrió evidente peligro de caer en manos de Mena, y dando aviso a los nuestros se guardaron en casa de sus nobles padres, hasta que hubo ocasión de entregárnoslas. Rara fineza y extraño amor a sus perseguidos maestros los jesuitas en un niño tan tierno que tendría diez años, y en tiempo que la mayor parte de su patria estaba deseosa de destruir y aniquilar, si pudiese, a la Compañía. El Señor que se paga de semejantes heroicas finezas hechas a favor de sus siervos, remuneró esta generosa acción, dándole vocación de jesuita, a que correspondió constante al tiempo mismo que nos ha visto en su patria más perseguidos, y probada por algunos años en el contraste de la misma persecución, de que tocó buena parte a su noble familia por servidores leales del Rey y afectos a la Compañía, mereció al fin ser admitido en ella el año pasado de 1734, y procede con el fervor que se podía esperar de quien con tan fuertes pruebas había ejecutoriado la solidez de sus buenos deseos.

23. El motivo insinuado de la esperada repartición de nuestros bienes, estimulaba, como dije, a los mencionados superintendentes y Aguacil mayor a la vigilante guardia del colegio y las esperanzas del expolio se fundaban en expresa,   —158→   aunque falaz promesa, que hizo en público Antequera, al partirse a la campaña a la cual nuestros émulos, que ciegos de su pasión no acababan de conocer al hombre engañoso, dieron tan firme crédito que se habían adjudicado ya en aquellos días varios pedazos de nuestras posesiones. Entre todos debía especial gratitud a la Compañía cierto eclesiástico por la enseñanza y por el favor, con que le fomentaron los nuestros, para que consiguiese el ascender a los sagrados órdenes, no obstante el impedimento notorio de sus natales, y al puesto de cura rector de la catedral; pero, olvidado de todo, fue quien más se señaló entre los antequeristas en la ojeriza contra la Compañía, correspondiendo a los beneficios con la ingratitud, que se podía esperar de la ilegitimidad de su nacimiento; que es cosa muy ordinaria que partos semejantes hereden las malas cualidades de su concepción, debiendo esta experiencia hacer abrir los ojos, para no elevar a estas ruines personas, y mucho menos admitirlas al gremio eclesiástico, de que justamente los excluyeron los cánones sagrados y sumos pontífices.

24. Este, pues, eclesiástico con otros seculares sus amigos se tenían repartidos entre sí la principal finca, con que se fundó aquel colegio, habiendo hecho amigablemente la repartición, para que en volviendo Antequera victorioso les hiciese la gracia de adjudicarles con su sentencia judicial la parte que cada uno había escogido, como que fuesen bienes mostrencos. Otros querían se les apropiase la teja de nuestra iglesia y colegio con todo el maderamen, para reparar sus casas porque asentaba por cosa indubitable, que mientras el Paraguay fuese Paraguay no habían de volver a poner allí el pie los teatinos, como por escarnio nos llamaban. A esta pretensión con pretexto de piedad, pero en la realidad por su propio interés se oponía el superintendente Ávalos, diciendo no sería bien se destruyese una casa religiosa, o se convirtiese en usos profanos, sino que se destinase para un recogimiento de mujeres devotas, que entrase a gobernar una de sus hijas con otras hermanas suyas, que por falta de dote no se habían podido poner en estado. Estas cuentas alegres se hacían a costa nuestra los émulos de la Compañía, prometiéndose cada uno más o menos, según era la privanza con Antequera, y era cosa de risa ver algunos altercar entre sí sobre estas fantásticas pretensiones y suscitarse varias diferencias sobre lo que había de tocar a éste, o a aquél, pero todas las atajó Antequera con su vuelta, igualándolos   —159→   a todos como debía, por no atreverse o no querer cumplir su promesa.

25. Antes de volver él de la campaña se habían también removido las centinelas nocturnas del colegio, porque noticiado don Sebastián Roiz de Arellano, que había quedado por sargento mayor de la plaza, y profesaba amor a los jesuitas al paso que odio su hermano el regidor don Antonio, no consintió que se diesen soldados para ese fin, oponiéndose constante al Superintendente, para que todo corriese por mano del Provisor, de quien la Compañía había hecho entera confianza. Al mismo don Sebastián debimos permitiese al donado entrar a nuestro colegio a sacar los trastos, y defendiese de las insolencias de Mena, y aviase la carreta en que se les llevaban a los jesuitas desterrados.

26. Pero porque a ver y visitar a éstos en la granja de Paraguarí, salían de la ciudad y alquerías algunos antiguos amigos, puso el superintendente Ávalos en toda la circunferencia de aquella granja espías de uno o dos soldados, que desde diversos puestos observasen quienes hacían esta piadosa diligencia, y los registrasen, para quitarles cualquier papel, carta o billete que llevasen a los padres y entre todos se señalaba Diego de Ávalos, hijo del dicho Superintendente, registrando aun a los niños, que hacían este viaje por despedirse de sus maestros. Otros, especialmente soldados, iban y venían por las tierras de dicha granja, que están en el camino medio entre la ciudad y el ejército de Antequera y de dos de éstos se valió el mismo Superintendente para desfogar su enojo y malevolencia contra los jesuitas.

27. Dichos soldados que por allí trajinaban, hacían cuantos robos se les antojaban en nuestros ganados. Disimulaban los nuestros por no irritarlos más, y de aquí nacía en ellos más licenciosa osadía, que el disimulo no sirve para ánimos viles sino de darles mayor insolencia. Estos mismos apresaron entre las demás nuestras una yegua mansa de un pobre esclavo del colegio, que como tal acudió al padre rector Pablo Restivo, para que con su autoridad se la defendiese. No le pareció conveniente salir, por no exponerse a un desacato, pero el padre Ligoti, movido de compasión del agravio del aquel pobre, cuando habían estado todos los nuestros mudos a los suyos propios, salió y con buenos términos les afeó la acción, que no se podía excusar de latrocinio. Ofendiéronse de que se hubiese opuesto a su maldad, aunque con tan buen modo, y yendo a la ciudad publicaron   —160→   inicua y falsamente, que el Padre Rector había salido acompañado de sus esclavos de aquella granja, y mandándolos atar desnudos a dos palos, los había cargado de azotes, despojándoles de los vestidos, quitándoles las armas y hecho otras vejaciones.

28. La mentira estaba tan mal discurrida, que se hacía desde luego increíble en el Paraguay, donde eran notorias la mansedumbre, apacibilidad y reposo del Padre Rector, como lo conocían muy bien el Superintendente y el Alguacil Mayor; pero ambos, ciegos de la pasión contra los jesuitas, o la creyeron realmente, o fingieron (y es lo más cierto) que la creían, y exagerando mucho los rigores del Padre Rector, se propasaron a decir era necesario procesar contra dicho Padre Rector sobre aquel caso. Hallábase presente a la sazón el notario público Tomás Zorrilla del Valle, y le mandó el Superintendente formase luego la cabeza del proceso, escribiendo la querella de los soldados; pero el Notario, como temeroso de Dios, se excusó constante, diciéndole con valor, que ni al Superintendente le era lícito actuar, ni a él tomar la pluma contra sacerdotes ministros de Jesucristo.

29. Riose el aguacil mayor Juan de Mena de éste, que llamó escrúpulo, y ofreciose pronto a hacer y escribir la sumaria; sin duda debió de concebir por tan importante al servicio de Dios y del Rey este sacrilegio, que atropelló por la autoridad de su cargo abatiéndose a hacer el oficio de escribano. Hizo, pues, de su mano la sumaria en que no hubo más testigos que los dos apasionados y mentirosos querellantes; pero esta justificación indigna de crédito aun en los tribunales de Constantinopla, le pareció al Superintendente sobraba en causa contra jesuitas, para proceder a dar sentencia sin oír la parte causada, decretando que al punto pasase una escuadra de soldados comandados por el capitán José de Agüero a la granja de Paraguarí, para llevar a la ciudad aherrojados en prisiones todos los esclavos de dicha granja, para que en la plaza pública fuesen castigados como traidores en lugar de sus amos. Haríase increíble entre gente política esta violencia descabellada, si no constara de los autos que entonces se obraron. Noticiado de todo el sargento mayor don Sebastián Roiz de Arellano, impidió la salida de dicha escuadra, aunque le costó mucho empeño persuadirles no era justa ni conveniente la ejecución de aquel desatino.

30. Dejose decir en esta ocasión cierta matrona principal afecta a los jesuitas y condolida de los oprobios en que contra   —161→   ellos se desbocaban los antequeristas, que los verdaderos traidores y enemigos de la patria eran ellos, que ejecutaban tamaños sacrilegios contra sacerdotes ejemplarísimos; pero le hubo de costar muy cara su animosidad, porque yéndose Juan de Mena al cuerpo de guardia sacó por su autoridad cuatro soldados, con los cuales, y un freno mular en las manos, entrando de improviso por la casa de aquella señora decía a voces: Vengo como ministro principal del señor don José de Antequera, nuestro príncipe, a echar este freno en la boca de la perra maldiciente, que ha tenido osadía de hablar contra las disposiciones de los jueces y volver por la causa de unos perros traidores, como los teatinos. La buena señora, que tenía bien conocida la temeridad arrestada del hombre, quedó como fuera de sí por el susto y pavor de verle entrar de aquella manera en su casa, pero su misma turbación la sirvió de defensa, porque atropellando por los peligros, sin saber lo que se hacía, se salió fugitiva de su casa, y se acogió a la del sargento mayor don Sebastián Roiz de Arellano, a quien refirió despavorida su trabajo. Acudió el buen caballero a poner en razón al atrevido Mena, reprendiendo su arrojo, y también a los soldados, por haberle obedecido sin expresa orden suya, imponiéndoles la pena merecida, bien que ellos se excusaron diciendo habían salido, porque el Aguacil Mayor les aseguró traía orden del Sargento Mayor, para que los cuatro le acompañasen; porque reparaba muy poco el punto de esta gente en semejantes mentiras para salir con sus intentos, porque tenían ya perdido el miedo a su fealdad en tantas como habían urdido para desacreditar a sus émulos.

31. Mas volviendo a nuestros jesuitas desterrados, digo que en Paraguarí, donde todavía se mantenían, llegó a visitarlos y consolarlos el canónigo don Alonso Delgadillo, llorando nuestra desgracia, aun con ser muy apasionado por Antequera; regaloles con grande liberalidad el tiempo que allí se detuvo, y por fin quedó encargado de cuidar de aquella hacienda, lo que se tuvo por consejo acertado en aquellas circunstancias, porque como, además de su autoridad, era tan íntimo de Antequera, tuvo la gente vulgar respeto a su estado y dignidad, como también miedo al que tanto privaba en palacio, para no destruir los ganados como ya lo habían empezado a hacer, robando la caballada. Dije al que privaba en palacio, porque palacio llamaban reverentes en el Paraguay las casas de la morada de Antequera, habiéndoles puesto   —162→   ese nombre su altivez, para infundir respeto en los ánimos del vulgo, con ser tales, que he visto en España caballerizas muchísimo mejor paradas; pero con todo era cosa graciosa oír a un rústico decir muy en su juicio: Voy a palacio. Bien que también decían lo mismo los ciudadanos, que a la Casa de Dios daban título de palomar.

32. Por fin, el día 29 de agosto salieron los jesuitas desterrados en demanda de nuestras misiones, pero no por el camino ordinario, porque le tenía ocupado el ejército de Antequera, quien tuvo la atención de prevenir no caminasen por él, porque no se expusiesen a las descortesías de los soldados, y se hubieron de encaminar por el territorio de la Villarica, por donde con un prolijo y muy trabajoso rodeo llegaron a la reducción de Nuestra Señora de Fe, el día 14 de septiembre, habiendo padecido grandes incomodidades, por no ser prácticos de camino tan lleno de aguas y pantanos los que guiaban a ciegas los carretones, siéndoles forzoso detenerse dos días dentro de un pantano, sin probar cosa caliente, por no haber donde poder encender fuego, y mojándose tanto, que algunos contrajeron achaques muy penosos.

33. Con este honorífico despedimiento desampararon los jesuitas la Gobernación del Paraguay saliendo del colegio de la Asunción, que poseían con aprobación de Su Majestad más había de ciento y treinta años, y se había fundado no a expensas de la ciudad siempre pobre, ni de algún patricio suyo, sino con la legítima de un jesuita, que aplicó de otra provincia muy remota el padre general de la Compañía movido sólo del celo de que en aquel rincón del mundo hubiese quien enseñase la Doctrina Cristiana y buenas costumbres. Así desampararon el colegio en que sólo por amor de Dios y bien de las almas se reducían a vivir los jesuitas, que habían abandonado las conveniencias de sus provincias en Europa o de otras ciudades políticas, en que se criaron. Así desampararon el colegio que pudieran mirar como nuevo Ponto, según los rigores e inclemencias que se padecen en aquel clima sobremanera destemplado, y pudieran recibir por favor la expulsión, si miraran solamente a su propia conveniencia, o se pudiera su celo desentender de los daños espirituales, y aun temporales, que habían de resultar de su ausencia a los mismos que la motivaban.

34. Así finalmente desampararon el colegio, porque a los paraguayos servían de embarazo los jesuitas, que en otras partes son apetecidos para adorno y gloria de las repúblicas,   —163→   como ellas mismas lo publican. Pero consuélense que también sirven de embarazo en Inglaterra y Holanda; pero ¿a qué?, a los errores y a las herejías, como acá a la corrupción de costumbres. Sepan que si en el Paraguay los expulsan, no son tan solos que no tengan compañeros en sus trabajos, pues el mismo año se ve apedreado su colegio de Thorn en la Prusia Real por los luteranos, por promotores de los cultos del Augustísimo Sacramento de la Eucaristía; el año antecedente se ven arrojados de los Reinos de Cochinchina y Tonkin por el gravísimo delito de predicar la fe católica; el mismo año por los mismos meses que los nuestros salían del Paraguay, se ven otros jesuitas expulsados de todo el vasto imperio de la China, excepto su corte Pekín, por maestros de la ley verdadera, para que esta expulsión de los jesuitas del Paraguay haga número en estos dos años con las que en otros países ejecutaron los infieles o intentaron los herejes.



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ArribaAbajoCapítulo II

Negado a los jesuitas por don José de Antequera el testimonio de su expulsión, dan otros muy honoríficos las primeras personas de aquella provincia a favor de la Compañía, a la cual varios regidores dan satisfacción, y piden perdón por lo que en dicha expulsión la ofendieron.


1. En vano se espera fidelidad de quien, arrastrado de la fuerza de la pasión, se niega a todos los buenos respetos, y pospone la propia honra a sus injustos empeños. Así lo experimentaron en esta ocasión los jesuitas, porque juzgando, en fuerza de repetidas promesas que les habían hecho don José de Antequera y el Cabildo, les cumplirían la palabra empeñada de darles testimonio de los autos provistos sobre su expulsión, se hallaron burlados, como en lo demás, pues con el poco rubor con que desatendieron otras obligaciones, faltaron también feamente a esta palabra, sin haber forma de conseguir dicho testimonio. Quien obra mal, aborrece la luz, y ya se ve habían de huir de que saliese al público un testimonio positivo de la iniquidad de sus procederes. Conocían evidentemente que los padres desterrados estaban totalmente inocentes, aun del delito aparente, que falsamente imputaban a los padres de las misiones, y que sólo el predicado de jesuitas había sido el motivo único de la expulsión, por despicar en ellos la rabia, que no podían ejecutar en los otros, y este conocimiento los retrajo siempre de conceder el instrumento que se pedía, y les obligó a desentenderse del cumplimiento de su promesa, como si porque ellos se negasen, hubiesen los nuestros de desistir de su debida defensa, y dar lugar a que se sepultase en tinieblas un hecho de que tanto descrédito resultaría a nuestro buen nombre, si callándonos se diese motivo de creer estábamos culpados. Por tanto, se vio el Padre Rector, precisado de su obligación a hacer la diligencia, que expresará mejor su propio pedimento   —165→   presentado en esta razón al Cabildo eclesiástico de la Asunción, y fue su contenido en la forma siguiente:

2. «El P. Pablo Restivo, de la Compañía de Jesús, rector del colegio de la ciudad de la Asunción, por la obligación del cargo que ejerzo, en nombre de mi comunidad y de mi sagrada religión, etc., hago saber al venerable deán y Cabildo de la santa iglesia catedral de dicha ciudad de la Asunción, de como el día siete de este presente mes se me notificó un auto proveído por el señor doctor don José de Antequera y Castro, gobernador y capitán general de esta provincia, y del Cabildo, justicia y regimiento de dicha ciudad, el cual me hizo saber el escribano Juan Ortiz de Vergara con testigos, que para ello trajo, en que se me mandó que dentro de tres horas saliese con todos los religiosos que componen dicho colegio, con conminación que de no salir pasarían con demostración violenta a ejecutarlo, trayendo por razón de su mandato, el venir el señor coronel don Baltasar García Ros, con indios de las doctrinas, que están a cargo de los padres jesuitas de dicha mi religión, a la ejecución de los mandatos del excelentísimo señor Virrey, y tratándonos de cooperantes en los disturbios y alborotos de esta provincia, como mis largamente consta de dicho auto, del cual pedí testimonio para alegar en forma lo que hacía a mi favor y de los religiosos, y no dándoseme dicho testimonio, pasé a hacer la representación que debí por escrito, alegando no ser parte ni yo ni dichos religiosos en dichos alborotos, y que se suspendiese la ejecución de dicho auto, por estar dicho colegio fundado con licencia y permiso de Su Majestad, que Dios guarde».

3. «Y no atendiendo a mi representación, pasó dicho señor Gobernador y Cabildo a notificarme segundo auto, mandándome en él cumpliese con salir dentro de las tres horas, reagravando las conminaciones, y disponiendo sacar el Señor Sacramentado de mi iglesia a la de la catedral como a las cinco horas de la tarde, que así se ejecutó, volviéndome con los religiosos a dicho colegio para salir de allí, a cumplir con lo que se me mandaba, volvió dicho escribano con tercer auto, repitiendo lo mandado. Y porque no ejecutasen las demostraciones que ofrecían de violencias, ultrajes y vilipendios a mi persona y las de dichos religiosos, salí con ellos a pie, por no darnos lugar a otra prevención, sin más avío, vestuario ni sustento que los breviarios en las manos.

  —166→  

4. »Y estando ya, como estoy, con dichos religiosos distante veinte leguas de dicha ciudad, en ejecución de dicho mandato, y con determinación de proseguir hasta salir de esta provincia, respecto de no habérseme querido dar testimonio de dichos tres autos, que pedí desde luego, y no llevar instrumento alguno por donde conste jurídicamente dicha expulsión, se ha de servir V. S. en justicia certificar en manera que conste la verdad de lo que llevo referido sobre dicha expulsión, como también el que por mi parte y la de dichos religiosos no se ha dado motivo para dicha resolución, antes si procurado la conservación de la paz pública, obviando cualesquiera alborotos y bullicios, que se han ofrecido, cumpliendo todos con la obligación de sus ministerios, y lo demás que a V. S. consta de mi obrar, y de el de dichos religiosos, y fecho al pie de esta mi representación, se me devuelva originalmente con tres o cuatro duplicados de ella, legalizados en debida forma para los efectos que convengan a mí, a los religiosos y mi sagrada religión, en cuyo nombre exhorto a V. S. y de mi parte pido y suplico sea servido proveer como llevo pedido. Y es fecho en este paraje de Paraguarí en doce días del mes de agosto de mil setecientos veinticuatro años, y lo firmé con dichos religiosos.- Pablo Restivo, Antonio Ligoti, Leandro de Armas, Hilario Vázquez, José Gaete, José Pascual de Echagüe y Andia, Francisco López, Faustino Correa».

5. A este requerimiento correspondió pronto y gustoso el Cabildo eclesiástico, dando la certificación que se le suplicaba en la forma que se sigue: «En la ciudad de la Asunción del Paraguay, en diecinueve días del mes de agosto del mil setecientos y veinticuatro años, ante los señores el venerable deán y Cabildo de la santa iglesia catedral de ella, estando juntos y congregados los que se hallaron presentes en el coro, se presentó este escrito exhortatorio de pedimento, hecho por el P. rector Pablo Restivo y demás religiosos de la Compañía de Jesús, y atento a ser verdad, público y notorio en esta ciudad y provincia lo expresado en dicho pedimento, mandaron dichos señores se despache la certificación pedida. En cuya conformidad, nos el licenciado en Teología don Alonso Delgadillo y Atienza, canónigo y comisario subdelegado apostólico particular de la Santa Cruzada de este Obispado, y el doctor don Juan González Melgarejo, canónigo, certificamos al Rey nuestro   —167→   señor en su Real y Supremo Consejo de las Indias, al excelentísimo señor Virrey de estos Reinos, a los señores presidente y oidores de la Real Audiencia de este distrito, y a los demás tribunales donde ésta fuese presentada, de cómo el día siete del corriente se ejecutó por el doctor don José de Antequera y Castro, gobernador de esta provincia, y por el Cabildo, Justicia y Regimiento de ella, la expulsión de dichos religiosos, comunidad de su sagrado colegio y casa de la Compañía de Jesús, con la noticia que tuvieron de la venida del coronel don Baltasar García Ros a la ejecución de los mandatos del excelentísimo señor Virrey, para cuyo efecto traía indios de las Doctrinas, que están a cargo de los padres jesuitas de dicha sagrada religión, tratando a dicho P. Rector y dichos religiosos en los autos, que les notificó de cooperantes en la traída de dichos indios, sindicándolos de perturbadores de la paz pública en sediciones y alborotos, siendo muy al contrario lo que a la verdad nos consta de vista y ciencia cierta de su santa y religiosa vida, que han estado ajenos y separados de dichos disturbios y alborotos, antes sí mediando en las disensiones que ha habido en esta república, y con mayor empeño y eficacia en los alborotos presentes, siendo cierto que en la venida de dichos indios han hecho diversas diligencias para embarazarla, como verdaderos religiosos y amigos de la paz y quietud, constándonos juntamente que dicho P. rector Pablo Restivo ha conservado amistad con dicho Gobernador y con los capitulares de dicho Cabildo, no correspondida en la dicha expulsión tan rigurosa, no debida al estado de dichos religiosos, pues dándoles sólo tres horas de término, sin quererlos oír ni concederles testimonio de los tres autos que se les notificaron, los compelieron a salir a pie, después de haber colocado el Señor Sacramentado en esta dicha santa iglesia catedral, con sólo los breviarios en las manos, con la humildad y rendimiento que acostumbra su modestia, causando a toda esta pobre ciudad grande lástima y compasión, que manifestó con lastimosos llantos, sin duda por la grande falta que se experimenta y experimentará con la ausencia de dichos religiosos, así en lo espiritual como en lo temporal, pues es cierto que su predicación evangélica es continua como su asistencia en los confesonarios de día y de noche, y a los enfermos, a quienes, siendo llamados, asisten con grande puntualidad, no siendo de menos consideración la   —168→   falta en la enseñanza de la doctrina cristiana, en que se han ocupado, así en la iglesia como en las plazas públicas, y la crianza de la juventud desde los primeros rudimentos, estudios de gramática y de moral, ocupándose dichos religiosos en dichos ejercicios, no sólo dentro de la ciudad, sino también en toda la jurisdicción de esta provincia, pues todos los años salen a misión, y la andan toda ella a su costa y mención, con grande trabajo por lo dilatado de ella, predicando y administrando el sacramento de la penitencia y comunión anual a todos aquéllos que por su suma pobreza o larga distancia no pueden venir a esta ciudad, manteniendo los pobres de esta ciudad, socorriéndolos todos los días con el mantenimiento, como se veía en la concurrencia de todos a sus porterías, y enviando con sus propios sirvientes la limosna a las casas de los pobres que por su imposibilidad no podían concurrir, cuya falta se experimenta en los miserables, careciendo de este socorro. Y para que todo conste donde convenga, damos la presente a pedimento de dichos reverendos padres de la Compañía de Jesús en esta dicha ciudad de la Asunción del Paraguay en dicho día, mes y año, y la firmamos por ante el presente secretario, quien la devolverá originalmente a la parte, sacando, como lo pide, tres copias de ella, legalizadas en debida forma.- Licenciado don Alonso Delgadillo y Atienza, doctor don Juan González Melgarejo. Por mandato del venerable señor deán y Cabildo, don Luis de Veitia, secretario de Cabildo».

6. Sabiendo el provisor del Obispado se había pedido el testimonio referido al Cabildo eclesiástico, se adelantó su fineza a dar por su parte testimonio de todo lo obrado en este auto lastimoso de nuestra expulsión como testigo de vista que fue de todo lo que entonces pasó y no pudo remediar, porque de fulminar censuras contra el arrojo empeñado de los expulsores, las hubiera infaliblemente despreciado, y en vez de contenerles, se hubieran seguido perniciosísimas consecuencias. Dice, pues, así:

7. «Nos el doctor don Antonio González de Guzmán, cura rector de la santa iglesia catedral de esta ciudad de la Asunción, y vicario general, juez eclesiástico, en quien reside la jurisdicción y facultad ordinaria de este obispado del Paraguay y su distrito, etc., certificamos al Rey nuestro señor, en su Real y Supremo Consejo de Indias, al excelentísimo señor Virrey de estos Reinos, a los señores   —169→   presidente y oidores de la Real Audiencia de este distrito, y a los demás señores jueces y Tribunales Superiores, que la presente vieren, de cómo el día siete del corriente, por la disposición absoluta y disposición violenta que tomaron, así el doctor don José de Antequera y Castro, por hallarse de gobernador y capitán general de esta provincia, como el Cabildo, Justicia y Regimiento de esta ciudad, expulsaron a los reverendos padres religiosos de la Compañía de Jesús de este su santo colegio de la Asunción, sin más motivo ni causa que el haber tenido noticia de la venida del coronel teniente de rey don Baltasar García Ros, con indios de las Doctrinas, que están a cargo de los padres jesuitas, a la ejecución y cumplimiento de órdenes y mandatos del excelentísimo señor Virrey de estos Reinos, y conspirados dicho Gobernador y Cabildo al opósito de este mandato superior con adulterada suposición y resolución de ser en nombre de todo el común de esta provincia, atrayéndoles con arte y violencia hasta llegar a la última y escandalosa disposición de proveer auto con tan ignominiosas y falsas calumnias, argüidas de ideas, y con el testimonio absoluto de ser cómplices dichos reverendos padres, expulsados de este su colegio, y cooperantes de la traída de dichos indios, y por ellos les notificó el escribano público con testigos de su acompañamiento, así al reverendo padre rector Pablo Restivo, como a los demás religiosos, que dentro de tres horas saliesen de su colegio con el apercibimiento que se les hizo, de pasar, por su inobediencia, a mayores demostraciones.

8. »Y con este acto de tanta violencia y aceleración de dicha expulsión, hallándonos presente en dicho colegio con la segunda notificación, dispusimos el trasladar al Señor sacramentado a la santa iglesia catedral en procesión, acompañando también el venerable señor deán y Cabildo de esta santa iglesia catedral, y a la vuelta de dicho acompañamiento se notificó a dicho reverendo Padre Rector y a los demás religiosos, por el dicho escribano, tercer auto de requerimiento a que saliesen, y no siendo oídos en la súplica, que con rendimiento hicieron dichos reverendos padres, no tan solamente se les repelió su pedimento, sino también se les denegó el testimonio que pidieron, y con mayor aceleración de tener asestadas las piezas de artillería, para, si no saliesen dentro de un cuarto de hora, demoler y destruir la casa de dicho colegio y que pereciesen los dichos religiosos.

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9. »Y a vista de tan gran ruina y amenazas, salieron dichos reverendos padres de dicho colegio como a las cinco horas de la tarde de dicho día con tanta humildad y obediencia, no sacando sino sus breviarios, y caminaron a pie en comunidad a vista de todos los de este pueblo, y con clamor y llanto en ver los santos religiosos tan precipitadamente lanzados y echados de su colegio con ignominias, afrentas y otros hechos que no caben en la piedad cristiana, siendo estos santos religiosos el iris de la paz pública en toda esta provincia, y sólo por la enemiga y rencor conocido que ha criado en su ánimo dicho Gobernador y sus conspirados contra la Compañía de Jesús y sus santos religiosos, han pronunciado y divulgado por escritos y palabras son dichos padres perturbadores de la paz pública, testimonio de tanta calumnia contra el hecho de la verdad, sólo en aumento de un informe falso que dicho Gobernador y Cabildo, antecedentemente han hecho contra dichos padres, sólo por la venida de dicho don Baltasar y los dichos indios, hallándose tan inocentes los de este colegio de todo lo que les acumulan, y se ve por todos hechos ser artes diabólicas en persecución de dichos santos religiosos y su santo colegio, siendo y conociéndose pública y notoriamente el mucho fruto que hacen en bien y utilidad de las almas para honra y gloria de Nuestro Señor, con su ejemplar vida y ejercicio de virtudes, en sus predicaciones y doctrinas, confesiones y educación de la juventud, en que se ocupan incesantemente en toda esta provincia, saliendo a misiones por todos sus valles y distrito, con tan grandes peregrinaciones en buscar almas para el cielo, y manteniendo la educación y enseñanza de los niños en la doctrina cristiana y letras con los estudios de gramática y moral, con el logro y fruto conocido de tantos que se han logrado en el estado sacerdotal.

10. »Y en medio de estos ejercicios y ocupaciones no han faltado ni faltan a la caridad y limosna cotidiana a todos los pobres, teniendo sus porterías abiertas con la santa limosna del sustento corporal, y vestuario de los pobres desnudos incesantemente, siendo de su mayor atención el culto divino en que se han esmerado y se esmeran; de todo lo cual se ve privada esta provincia con la expulsión de dichos religiosos. Y por ser así verdad y porque conste, damos la presente jurada in verbo sacerdotis,   —171→   puesta la mano en el pecho, según forma de derecho. Dada en esta dicha ciudad de la Asunción del Paraguay, en diecinueve días del mes de agosto de mil setecientos veinticuatro años.- Doctor don Antonio González de Guzmán. Por mandato del señor vicario juez eclesiástico, Tomás Zorrilla del Valle, notario público».

11. A estos testimonios de la inocencia de los jesuitas, injustamente expulsados de su colegio, es bien añadir la retractación, que de este escandaloso atentado hicieron algunos de los regidores que concurrieron al acuerdo o desacuerdo capitular en que se decretó. Sea la primera la del regidor don Juan Caballero de Añasco, de quien dijimos en el capítulo 1.º de este libro 2.º, que con título aparente o verdadero de enfermedad, se excusó de asistir a aquel conciliábulo; pero como era afecto a los jesuitas, se persuadió Antequera era pretexto la enfermedad para no concurrir a firmar el dicho decreto, y forzolo a hallarse presente, sin valerle excusa alguna. Tenía hecha exclamación ante el provisor y vicario general del Obispado, según permite el derecho a quien padece violencia inevitable, de cuantas firmas echase en los acuerdos sobre la resistencia a los despachos del señor Virrey, se tuviese entendido ser totalmente forzadas y escritas sin propia deliberación, sólo por evitar las vejaciones con que le había oprimido Antequera de poder absoluto con la mano de gobernador, por haber sido en algunas ocasiones de dictamen opuesto al suyo, y mostrádose obediente al Virrey, especialmente cuando el coronel don Baltasar García Ros fue la primera vez a presentar sus despachos, pues por haber dicho entonces que por su parte estaba pronto a darles efectivo cumplimiento, incurrió en tal odio de Antequera y sus secuaces, que no paró hasta prenderle sin hacerle causa ni oírle sus defensas, y le desterró al presidio de Santa Rosa, diez leguas de la ciudad, dando orden al castellano le tuviese preso en un cuarto cerrado, sin permitirle comunicación alguna, como le tuvo más de dos meses.

12. Esto padeció en su persona, y peores tratamientos temía, viendo que por haber sido en la segunda ida de don Baltasar de parecer que entrase al gobierno, aunque no con armas, le mandó Antequera pena de dos mil pesos venir de su granja a la ciudad y tener su casa por cárcel, de que le resultaron perjuicios y atrasos de sus haciendas. Por todo lo cual dice se vio forzado a condescender con su voluntad   —172→   con el resguardo de la exclamación que tenía hecha, la cual confirmó a 16 de octubre de 1724 ante el ilustrísimo señor don fray José de Palos, pocos días después que se recibió en su Obispado, y en lo que toca a la expulsión de los jesuitas, declara lo siguiente:

13. «También llegué a experimentar la absoluta disposición de dicho Gobernador, que habiendo juntado a los capitulares en la sala de las casas de su morada, me hallé presente como uno de los vocales, y sin hablar una palabra, ni saber para qué me mandaba juntar, empezó el Gobernador a dictar el parecer y acuerdo de dicho Cabildo para la expulsión de los reverendos padres jesuitas de esta ciudad y su colegio; y como era de tanto empeño de dicho Gobernador el que los dichos padres saliesen de esta provincia, y por lo que públicamente dijo, que a todos los allegados y parciales de Reyes les había de dar garrote, experimentando estas crueldades y otras muchas de prisiones, aun contra personas eclesiásticas y seculares, que ha sido público y notorio; y obligado de estos justos recelos, llegue a firmar el dicho Cabildo y autos dictados por dicho señor Gobernador sobre la expulsión de dichos padres, no siendo mi ánimo deliberado ni voluntad propia todas las firmas que he echado en todos los referidos autos. Otro sí digo, que, aunque firme el auto de la expulsión de los reverendos padres de la Compañía de Jesús de este su colegio y provincia, como llevo expresado, fui violentado y forzado, no concurriendo con voluntad propia, y si acaso hubiese incurrido en la excomunión de la Bula de la Cena, se sirva V. S. ilustrísima de absolverme, en que recibiré todo bien».

14. Después que aquella provincia se vio libre de la tiranía de Antequera, para satisfacer a la injuria que forzado había cometido contra la Compañía en firmar aquel decreto inicuo, fue este regidor uno de los más finos en desear y solicitar con empeño volviese la Compañía al Paraguay, obedeciendo pronto la provisión de la Real Audiencia de Charcas, que mandaba nuestra restitución, no obstante que los regidores antequeristas suplicaron de ella, como diremos a su tiempo, y también escribió de su parte al señor Virrey en la misma solicitud, según constará adelante.

15. Más se tardó en volver sobre si el regidor don Juan de Orrego y Mendoza, pues constándoles evidentemente que iba firmado el decreto de nuestra expulsión con su nombre,   —173→   no habiéndole él firmado ratificó aquella firma con su silencio, callando aun después que Antequera salió del Paraguay, temeroso de caer en desgracia de los otros regidores antequeristas, se descubría la verdad de ser fingida la firma que en su nombre se puso en aquel auto; pero al fin, asaltado de la última enfermedad, rayando en su alma la luz del desengaño, a que hasta entonces había obstinadamente negado la entrada en su corazón, se rindió a la divina inspiración, apreciando más como debía la gracia de Dios que la de los hombres, y para conseguir aquélla en los últimos periodos de su vida, dio a la Compañía la satisfacción que consta del instrumento siguiente:

16. «En la ciudad de la Asunción, en quince días del mes de diciembre de mil setecientos y veinticinco años, el doctor don Antonio González de Guzmán, cura rector de esta santa iglesia catedral, provisor y vicario general de este Obispado del Paraguay por el ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don fray José Palos, del Orden seráfico, del consejo de Su Majestad (que Dios guarde), certifico en cuanto puedo y ha lugar en derecho al Rey nuestro señor en su Real y Supremo Consejo de Indias, al excelentísimo señor Virrey de estos Reinos del Perú, a los señores de la Real Audiencia de la Plata y a todos los jueces y tribunales que la presente vieren, cómo hallándose en el artículo de la muerte el veinticuatro don Juan de Orrego y Mendoza, me mandó recado con instancia para que llegase a su casa, diciendo tenía que comunicarme; y al punto, por el oficio que obtengo de cura de almas, pasé a darle el consuelo; y habiendo entrado al cuarto de su vivienda, le hallé muy malo, y echando el doliente a toda su familia a otro cuarto, y cerradas las puertas, me llamó a la cama, diciéndome que tenía que comunicarme un punto grave en descargo de su conciencia, y muy contristado en presencia de una imagen de Jesús Nazareno, que tenía a la vista, empezó a exclamar con lágrimas de sus ojos, diciendo que en su nombre pidiese perdón a los reverendísimos padres de la Sagrada Compañía de Jesús (a quienes los amaba y veneraba) por el auto de expulsión de dichos padres de este su colegio, que el Cabildo de esta ciudad y el doctor don José de Antequera hizo intimar a dichos reverendísimos padres, yendo firmado con los demás regidores por este doliente, la cual firma en descargo de su conciencia, y por el trance en que se hallaba, confesaba   —174→   no ser suya, y aunque no lo firmó, como tiene dicho, por no haber hecho exclamación, y pasádose más de un año, debiéndolo hacer con tiempo, parece no lo hizo de puro temor, aunque su confesor le había mandado la hiciese en manos de su ilustrísima el señor obispo de este Obispado, y asimismo pidiese absolución de la censura en que pudo incurrir por haber permitido en tanto tiempo en desdoro de tan sagrada religión y de los religiosísimos padres que vivían en este colegio, siendo así que eran ejemplares en su vida y doctrina; y así que le hiciese el favor de pedir a dichos reverendísimos padres perdón, y que eran sus amantísimos padres. Y por lo que toca a la censura, le absolviese en lo que pudiese haber incurrido, pues tenía todas las veces plenariamente de dicho señor Obispo, que por estar ausente en la visita de su obispado no se la pedía; con lo cual procuré consolarle, diciéndole, por verle tan afligido y lloroso, que para aquel trance en que se hallaba, le absolvía de toda censura, como lo hice, haciendo el doliente actos fervorosísimos de amor de Dios. Y cumpliendo con lo que me pidió para descargo de su conciencia, por ser así verdad, y para que conste en todo tiempo, doy la presente jurada in verbo sacerdotis, firmada de mi mano y nombre, remitiéndola en duplicado al reverendísimo padre Pablo Restivo, rector de este colegio, a quien expulsaron, y es fecho en dicho día, mes y año.- Doctor don Antonio González de Guzmán».

17. Es cierto que esta satisfacción debiera haber sido pública y jurídica, con fe de escribano para satisfacer a tantas calumnias como por escrito habían divulgado Antequera y sus secuaces del Cabildo contra los jesuitas en informes jurídicos, y en los autos de la expulsión que todos fueron firmados también de este regidor, aunque los de la expulsión con firma supuesta; pero al fin no parece hubo quien le advirtiese esta obligación, pues según lo arrepentido, que aseguran estaba, hubiera en cualquier forma que se le hubiese aconsejado, dado la satisfacción conveniente.

18. Peor le fue al regidor don José de Urrunaga. Fue siempre el más señalado enemigo y acérrimo perseguidor de los jesuitas; por muerte del principal motor de estos disturbios, don José de Ávalos, quedó heredero de su espíritu bullicioso; su casa fue la oficina donde se forjaron los libelos más denigrativos de nuestro crédito, y su empeño el más autorizado para impedir la restitución de la Compañía a su   —175→   colegio, jactándose públicamente que el Rey nuestro señor y su Virrey habían de premiarle el imponderable servicio que les había hecho en desterrar a la Compañía del Paraguay y resistir a que volviese, y aun cuando llegaron y se notificaron al Cabildo los despachos del señor Virrey, reforzados con rigurosos debidos apremios sobre nuestra restitución, ya que por temor de ellos no se atrevió a hacer oposición, mostró todavía su perverso y dañado ánimo en la respuesta con que obedeció, significando claramente en aquel acto era a más no poder su rendimiento.

19. En fin, era tal este sujeto que no hizo falta Antequera en el Paraguay para mantener adversos los ánimos a los jesuitas; pero al cabo le llegó la hora de todos el día 7 de junio de 1729, en la notable circunstancia de estarse aquel mismo día celebrando en aquella ciudad, con universal regocijo, las canonizaciones de los dos prodigiosos jóvenes jesuitas San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka. Pareció abrir los ojos su obstinada ceguedad al último peligro; a lo menos reconoció la injusticia de sus operaciones contra nuestro crédito, y que debía dar satisfacción a las injurias con que había agraviado a la Compañía; pero dejó muy en duda si se llegó a arrepentir con penitencia saludable, porque aunque es verdad que llamó al padre rector Antonio Alonso, y en presencia del señor obispo don fray José Palos, que el mismo Urrunaga quiso concurriese también a este acto, le pidió perdón verbal de cuanto había ofendido por escrito o de palabra a la Compañía, y que la misma diligencia hizo con don Carlos de los Reyes, por lo que miraba al Gobernador su padre; pero advirtiéndole el señor Obispo con toda claridad que aquella satisfacción no era suficiente para descargo de su conciencia, y que se requería se retractase por escrito en forma jurídica, pues en esa misma habían sido los agravios de que pedía perdón, y amonestándole que lo hiciese así para mirar por el bien de su alma, que de otra forma perecería eternamente, el doliente, engañado de dos teólogos apasionadísimos por Antequera, contra quien forzosamente resultaría esta retractación, respondió que juzgaba no tener otra obligación, y que con esta satisfacción moría sin escrúpulo, y lo más que hizo fue despachar después con su confesor una declaración suya por escrito al señor Obispo, en que confesaba no tuvo el Cabildo autoridad para expulsar a los jesuitas, pero que se hizo entonces por aplacar al vulgo; como si, aun siendo verdad que el vulgo estuviese entonces   —176→   tan irritado con los jesuitas (que es del todo falso), no hubiesen sido él y los antequeristas los que le habían alterado y conmovido con sus diabólicos embustes. Si acaso cupo error invencible en su persuasión, de no deber dar otra satisfacción por escrito, lo vería en el Supremo Tribunal, donde sólo tiene lugar la verdad y sólo por ella se regula la sentencia, que ojalá haya sido tan favorable para él como fue siempre adverso su ánimo hacia nosotros.

20. Don José de Antequera, principal autor de esta expulsión, lloró también al fin amargamente su desacierto, pidiendo inundado en lágrimas perdón a toda la Compañía dos días antes de morir, como largamente referiré a su tiempo. En los demás regidores, como hasta ahora no se han visto en aquel tremendo trance, han hecho poca impresión los ejemplos de sus compañeros en el delito, y se han mantenido cada día más adversos, fabricando nuevas máquinas para oprimirnos. Quiera el Señor darles luz y tiempo para conocer y llorar sus enormes culpas, y en el ínterin les ruego tengan paciencia para oír lo que su vigilante pastor y verdadero padre, el ilustrísimo señor obispo don fray José Palos, sintió de esta expulsión, de sus motivos y de las resultas de ella, según lo expresa en carta informe que escribió a Su Majestad en 25 de mayo del año de 1725.

21. «La causa principal (dice su ilustrísima) que ha motivado Antequera y sus aliados a la demostración escandalosa de la extracción y exilio de los padres de la Compañía de Jesús de su colegio, no ha sido la que don José de Antequera y sus secuaces, que son los más del Cabildo de esta ciudad, han fingido y publicado, diciendo que se veían obligados a echar de dicho colegio a los padres de la Compañía de Jesús, por ser perturbadores de la paz común y traidores a Vuestra Majestad, y estas enormísimas calumnias pretendían colorear con el pueblo, diciendo que habían dado indios armados para auxiliar al teniente de rey don Baltasar García Ros, como si el obedecer a las órdenes de vuestro Virrey y del gobernador de Buenos Aires fuese perturbar la paz y cometer traición. A tanto como esto llegó la sinrazón y frenesí de esta pobre gente, engañada con la locuacidad y cavilación maliciosa de dicho don José de Antequera y sus secuaces, pues el acto de más fina obediencia y fidelidad a su Rey y ministros reales llegaron a calificarle con la nota infame de perturbación de la paz común y traición. Lo   —177→   que juzgo también que ha ocasionado la ojeriza de estos hombres apasionados, es la deformidad de sus procederes y costumbres con los ejemplares y santos de los de la Compañía de Jesús, que les servían de gran freno, para que no se precipitasen en los excesos enormísimos en que se han precipitado».

22. Esto dice su ilustrísima en cuanto a los motivos que impulsaron nuestra expulsión del colegio de la Asunción, y por lo que mira a los medios inicuos de que nuestros émulos se valieron para desterrarnos, decía así: «Los medios de que don José de Antequera se ha valido para la ejecución de una demostración tan escandalosa y sacrílega de la dicha extracción y exilio de los padres de la Compañía de Jesús, han sido los más inicuos que pudiera excogitar la más maliciosa pasión, pues fue hacer varios informes llenos de calumnias, ficciones y falsedades contra dichos padres y contra las Doctrinas de indios, que están a su cargo por órdenes y mandatos de Vuestra Majestad, y de sus reales progenitores, valiéndose de testigos falsos y apasionados contra la dicha Compañía, y fingiendo firmas falsas y otras circunstancias que conducían a la averiguación de la verdad, según consta de varias exclamaciones que han ido haciendo los que concurrieron y cooperaron a los informes que hizo el Cabildo de esta ciudad a Vuestra Majestad en su Real y Supremo Consejo de Indias, y a otros tribunales de estos Reinos.

23. »Y aunque no es nuevo en esta miserable provincia el valerse de semejantes informes e informaciones llenas de ficciones y falsedades, según varias veces fueron convencidos por los ministros que por los reales progenitores de Vuestra Majestad fueron nombrados y enviados para la averiguación de la verdad de las enormísimas imposturas y calumnias de que habían informado; pero en este miserable tiempo parece llegó a lo sumo la audacia temeraria de dicho don José de Antequera y sus aliados, en imputar a estos varones apostólicos, que con infatigable celo y desvelo se esmeran en todo aquello que conduce al servicio de ambas Majestades y en el bien y mal de todos sus vasallos».

24. Por fin, las resultas perniciosas que de dicha expulsión de los jesuitas se le siguió a la Gobernación del Paraguay, las declara brevemente su ilustrísima, aunque muy lastimado por las palabras siguientes de la referida carta: «Con la   —178→   extracción y exilio de los padres de la Compañía de Jesús ha faltado la buena educación de la juventud, el fomento tan grande de las buenas y cristianas costumbres, que con su mucho ejemplo y doctrina han estado promoviendo. Verdaderamente, señor, si en algún tiempo se necesitaba de su asistencia y del ejercicio de sus fervorosísimos ministerios, era en éste en que el enemigo común, por medio de dicho don José de Antequera y de sus aliados, ha ocasionado tanta corrupción de buenas costumbres para que, con las luces de su sabiduría y doctrina y ejemplares costumbres de los dichos padres de la Compañía, volviesen a restaurar tanta ruina en el proceder cristiano, cuya experiencia me tiene harto lastimado el corazón y me obliga a clamar a Vuestra Majestad por el remedio». Hasta aquí dicho señor Obispo en su carta, en que favorece cuanto se ve nuestra justicia, porque veamos que, si permite Dios la persecución de los inocentes, mueve también los corazones de las primeras personas de la República a que defiendan con valor la verdad y se opongan a la malicia, para que ninguno desconfíe, cuando se ve perseguido por la justicia, echando el áncora de su esperanza en la paternal providencia de nuestro gran Dios, confiando con firmeza que, aunque deje por algún tiempo crecer las olas y fluctuar el buen nombre, al fin saca a puerto seguro y con felicidad la inocencia de sus siervos. Pero ya es tiempo de volver a don José de Antequera, y verle salir a campaña.



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ArribaAbajo Capítulo III

Sale don José de Antequera con su ejército a resistir la ejecución de las órdenes del virrey del Perú, dejando ordenado se dé garrote al gobernador don Diego de los Reyes; niégase a los requerimientos del comisionario del Virrey, y con traición desbarata el ejército, que venía a auxiliar la dicha ejecución.


1. Quedaron don José de Antequera y sus aliados muy ufanos con la buena obra de haber expulsado a los jesuitas, y quisieran algunos no quedara atrás algún embarazo, por lo cual tuvo osadía cierto hombre particular, llamado Matías Romero de Santa Cruz (el que fue cabo de la guardia de soldados en casa del gobernador don Diego de los Reyes, cuando éste se huyó), para clamar en voz alta y decir, hablando por el mismo Reyes: Señor Gobernador, antes que salgamos a la guerra, es tiempo de sacar a este cochino, que está engordando en este calabozo, y darle garrote, y a su parentela pasarla toda a cuchillo, que así serán de los enemigos los menos. Aplaudiose ese dictamen, pero no le siguió en todo don José de Antequera, bien que dejó dispuesto que después de partido el ejército le trajesen confesor, y se le diese garrote en la Plaza pública, y que en caso de quedar vencido él y su ejército por el de los indios guaraníes, luego que se supiese la noticia, se pasase a cuchillo a toda la dicha parentela y amigos de Reyes, para que no pudiesen alegrarse de su infortunio. Considere el lector si esta manda de su testamento no puede hacer paz con lo que dejó Herodes el Grande en el suyo.

2. Para ejecutor de esta inicua sentencia, nombró con título de superintendente al doctor don José de Ávalos, medico de profesión, que debió de creer tendría hecha la mano a matar hombres con los desaciertos de su arte, y para que la fomentase con su arrojo y temeridad, dejó al alguacil mayor Juan de Mena el empleo de sargento mayor; para gobernar las armas en defensa de los bárbaros fronterizos, confirió a don Sebastián   —180→   Roiz de Arellano, de genio tan piadoso y reportado como precipitados los dos antecedentes. Y como la propia conciencia le remordía mucho a Antequera y le hacía desconfiar del perdón, dejó asegurado el modo de su fuga en caso que no correspondiese a su confianza el suceso de la guerra, disponiéndola en uno de tres modos, aunque sin declarar alguno por no mostrar sus temores: o por el río a la colonia de San Gabriel, perteneciente a los portugueses, o por la antigua Jerez a las minas del Cuyabá de la misma nación y desde allí al Brasil, o por caminos extraviados a Chuquisaca, en cuya Real Audiencia todavía esperaba su vana confianza hallar patrocinio.

3. Dadas estas disposiciones, hizo un prolijo razonamiento, esforzando su perniciosa locuacidad para persuadirles sus engaños y alentarlos a la que llamaba defensa natural. «Defended, valerosos hijos del Paraguay (les decía), la religión católica que peligra en esta guerra, movida por los teatinos, no sólo traidores al Rey, sino herejes declarados. Defended la patria contra los que quieren usurpar y hacerse dueños de las haciendas de todos y pasar después a haceros sus esclavos, bien que espero no lo han de poder conseguir en cuanto yo gobernare, antes bien les he de despojar de los curatos de indios que administran, y entregarlos a clérigos beneméritos de este país, a quienes les pertenecen de derecho, por ser descendientes de los conquistadores, y aun los cuatro inmediatos de Nuestra Señora de Fe, San Ignacio, Santiago y Santa Rosa, se los ofrezco dar saco a la milicia, para que recompense los gastos de esta campaña. No puedo aquí dejar de dolerme de vuestra miseria, ni dejar de admirarme de que tantos años hayáis tenido paciencia para tolerar que los teatinos se hayan usurpado dichos pueblos y apoderado de aquellos indios, de sus tierras, yerbales, montes y campanas, viéndoos reducidos a tal extremo que vuestras nobles y delicadas hijas carezcan de una criada que les sirva, cuando en los pueblos de los teatinos sobran tantas indias baldías y ociosas, y que los hijos y nietos de los conquistadores estéis obligados a afanar en el trabajo, gozando los viles indios conquistados por las victoriosas armas de vuestros abuelos, de descanso, libertad y conveniencias».

4. Mostró en este paso Antequera, como maestro insigne de semejantes artificios, enardecerse en celo del bien común, para captar mejor de este modo la benevolencia de su auditorio; y prosiguiendo muy fervoroso su razonamiento, les decía:   —181→   «Ayudadme, nobles paraguayos, ayudadme en esta facción que emprendo, no por interés propio mio, sino para provecho vuestro, que yo no puedo esperar conseguir otro útil sino el gusto de veros remediados y libertados de la tiranía de los teatinos, enemigos jurados de vuestra ilustre patria. Y más ahora que don Baltasar viene resuelto, si vence, a entregar a vuestras hijas y mujeres a los bárbaros guaraníes, para que, a despecho vuestro y de vuestra honra, se casen con ellas. Si tenéis ánimo para borrar esta afrenta, bien podéis dejar de pelear como valientes, pero si la sentís como honrados españoles, es necesario os esforcéis a combatir con valor para avasallar estos bárbaros e infieles, dejando bien ensangrentada la venganza de este intentado agravio».

5. «Además de vengaros por este camino, os ofrezco para que enriquezcáis el rico botín que lograréis en los cuatro pueblos, y os aseguro también los bienes de este colegio ya desierto, sus tierras, ganados y esclavos, que todo será premio de los que más se señalaren en esta empresa, pues os empeño mi palabra por el santo hábito que traigo a mis pechos, que todo lo distribuiré entre vosotros y a la vuelta, sin reservar para mí la menor cosa, porque de todos estos afanes no pretendo otro interés que la gloria de haber libertado esta ilustre provincia y opuéstome con todo mi empeño y el vuestro a quien la pretende tiranizar, cual es don Baltasar, que después de haberos desacreditado con el Rey mi amo en el tiempo que fue vuestro gobernador, y en que tanto le acatasteis, tratándoos de borrachos en un informe para Su Majestad, ahora pretende avasallaros y consumiros. Pero, con tal que me ayudéis como generosos y esforzados españoles, confío seguro que no lo ha de conseguir, ni yo lo permitiré, aunque me cueste verter la última gota de mi sangre, porque a la defensa de vuestras justas causas he sacrificado mi propia vida, y si tuviera otras mil, todas las perdería gustoso por aseguraros vuestras conveniencias, movido sólo del justo sentimiento que me causan las sinrazones de los teatinos y del amor entrañable que os he cobrado y os profeso. Por tanto, nobles e invictos héroes, pelead como valerosos, leales y honrados vasallos de Su Majestad contra estos bárbaros o infieles guaraníes, y obrad de manera que no dejéis a la posteridad la nota infame de cobardes, y vamos a morir o a vencer en defensa de la patria y de la religión».

6. Aquí fueron los vítores y aclamaciones de todos los   —182→   presentes, gritando en confusa vocería: «Viva nuestro común asilo y amparo, viva nuestro esclarecido defensor, viva nuestro ínclito Gobernador, viva el señor Antequera, y mueran los traidores». Entre este regocijo empezaron aquella noche la marcha de un cuerpo, más de tres mil hombres de toda broza, porque no sólo eran españoles, sino también indios, mestizos, negros y mulatos, pues el bando a todas estas razas había expresado. Conminando a los españoles con las penas de traidor al Rey, confiscación de todos sus bienes y destierro perpetuo al presidio de Valdivia en el Reino de Chile, y a la gente común, fuese libre o esclavo, con pena de cien azotes en la picota, y al amo que no concediese su esclavo, declarado por traidor y condenado a perderlo con toda su hacienda.

7. Los desórdenes que esta tumultuaria e indisciplinada milicia cometió en el camino, mejor los sintieron los pacientes que los puede expresar mi pluma. En esta marcha encontró Antequera un correo que el 6 de aquel mes de agosto había despachado desde su real don Baltasar García Ros con carta para el Cabildo de la Asunción (cuyos individuos venían también en el ejército como militares), y para don Sebastián Fernández Montiel, maestre de campo del mismo ejército de Antequera, en las cuales, dándoles noticias de las órdenes del señor Virrey, les pedía en nombre de Su Majestad que los auxiliasen para su cumplimiento y que no diesen fomento a Antequera si quisiese resistir. Leyó dicho Antequera su contexto, hizo detener al correo sin permitirle volver con la respuesta, hasta que le pareció coyuntura oportuna para sus propios designios.

8. A este mismo tiempo andaba en la ciudad de alguacil mayor Juan de Mena, muy solícito en ejecutar la sentencia de muerte fulminada contra don Diego de los Reyes. Intimáronsela luego que partió Antequera, y él la recibió muy conforme con la Divina Voluntad, atribuyéndola humildemente a sus grandes pecados y perdonando de todo corazón a sus enemigos. Pidió confesor y se confesó, como para morir, muy arrepentido y contrito. Cada instante que se tardaba en estas precisas diligencias, le parecían siglos a Mena, quien, porque el indio que había de servir de verdugo no tenía práctica alguna de dar garrote, no tuvo rubor de enseñarle por sí mismo el modo y la traza con que lo había de ejecutar. Tanta era la pasión contra el miserable reo, que ni en su propia honra reparó, habilitándose a tan infame enseñanza, a trueque de   —183→   quedar bien vengado con aquella muerte. Admiraba más ver este empeño en Mena, que era el conterráneo más inmediato del mismo Reyes, como natural éste del Puerto de Santa María y aquél de la ciudad de Cádiz; porque siendo en Indias la relación más poderosa para estrecharse la recíproca benevolencia de los ánimos, la del paisanaje, se extrañaba justamente ver los extremos del hombre vengativo por terminar la tragedia con la muerte de Reyes.

9. Contenía su vengativa actividad el reposo natural y genio piadoso del sargento mayor don Sebastián Roiz de Arellano, que tenía también su incumbencia sobre ese mismo negocio; íbase tanto más detenido, cuanto Mena andaba más bullicioso, y en esta demora de Arellano consistió la vida de Reyes, porque Antequera entró, no sé por qué motivo, en mejor acuerdo y despachó contraorden desde el ejército para que se suspendiese la ejecución de esta muerte hasta nueva disposición, y llegó a tiempo que sacaban ya a Reyes al cadalso. Librose, aunque para padecer otros ocho meses de muerte más prolongada, y Mena quedó rabiosísimo por no haber conseguido su designio, perpetrando nuevos delitos, y en castigo de los cuales se le dio después la sentencia de muerte de garrote, con que pretendió feneciese su émulo, y fue ajusticiado en Lima al lado del señor Antequera, como veremos a su tiempo.

10. El día 12 de agosto dio vista Antequera con todo su ejército al de don Baltasar, que estaba acampado con buena disposición en una lengua de tierra que ceñía por una parte el caudaloso Tebicuary y por otra una laguna, dejándolo aislado y nada fácil de penetrar. Por no dejar Antequera de usar en todas ocasiones sus ordinarias artes fraudulentas, llevaba enarbolada en su ejército, cuando avistó al contrario, una bandera blanca, la que juzgando don Baltasar por señal de paz, como de ordinario lo es entre gentes políticas, se alegró sumamente por no verse obligado a usar de la fuerza, esperando algún razonable ajuste; pero se desengañó presto, porque puesto el ejército de Antequera a tiro de cañón, sin haber precedido movimiento de parte de don Baltasar, empezó a hostilizar jugando su artillería, que no hizo efecto, porque siendo muy novicia la destreza de sus artilleros, hicieron con tan feliz certeza la puntería, que las balas pasaron por alto como si tiraran a las aves del aire. El ejército de don Baltasar llevaba sólo dos pedreros, y con ellos se les correspondió de su parte a la dicha salutación, sin más daño   —184→   que matarles un caballo, porque era igual la impericia de sus artilleros, pues la larga paz que se ha gozado en estas provincias ha hecho nada practicados estos oficios, y para los bárbaros con quienes se suele traer guerra, nunca se usa la artillería, como que nunca acometen en ejército formado. Pero por lo dicho se ve que Antequera fue quien rompió la guerra, cuando debiera oír los despachos del señor Virrey, de que ya tenía noticia por las cartas de don Baltasar al Cabildo y al Maestre de Campo.

11. Ejecutada, pues, esta extraña demostración, no vista entre los que quieren correr plaza de leales vasallos del Rey, se retiraron prontamente Antequera y su ejército, retrocediendo cerca de una legua a la alquería del tesorero de Su Majestad, don Felipe Cavañas, donde se alojó harto pesaroso por haber reconocido el sitio ventajoso que tenía ocupado el ejército de don Baltasar, bien que era poco sano a causa de la mucha humedad. Acampados en las tierras de dicha alquería los antequeristas, plantaron baterías de artillería en el camino preciso por impedir bien el paso, y después dieron libertad al correo, que hasta allí habían traído consigo y tenido preso, respondiendo a las cartas de don Baltasar, así el Cabildo como al Maestre de Campo, con excusas frívolas para no poder concurrir a fomentar las órdenes del señor Virrey, como que decían hallarse obligados a suplicar de su ejecución. Así abusaban de los términos, llamando súplica rendida a la que era verdaderamente formal resistencia.

12. A vista de esta respuesta, repitió don Baltasar otro correo, ofreciendo al dicho Cabildo despachar la orden superior con que volvía segunda vez a aquella provincia, y para que se sacase testimonio de él y se enterasen de sus expresiones y excusasen la resistencia que en perjuicio del real servicio intentaban, supuesto que se hallaba en aquel real el único escribano público y de gobernación de la provincia, se sirviesen despachárselo con cualesquiera de los alcaldes ordinarios o regidores de su Cabildo, para que autorizase al testimonio del referido despacho, y con su vista quedasen certificados de que su ánimo no era otro que el de dar cumplimiento a las órdenes del señor Virrey, sin perjuicio de la paz universal de aquella provincia ni detrimento de sus habitadores; y que desde luego obedeciendo ellos como leales vasallos de Su Majestad, retiraría la gente que auxiliaba la ejecución de estas órdenes, pues ellos no venían con ánimo de inquietar la provincia, sino a sosegarla y contener a los   —185→   desleales y rebeldes a Su Majestad y usurpadores de la real jurisdicción que ejerce el señor Virrey, siéndole concedida por reales rescriptos. Y, por último, les rogaba no permitiesen que el posterior despacho de 11 de enero de ese año, que ahora traía nuevamente, corriese la fortuna que los antecedentes, a los cuales desacataron, atropellando el soberano respeto del Príncipe, cuya real persona representa inmediatamente su Virrey del Perú, en cuyo nombre venía.

13. A esta carta no respondieron por escrito, ni de palabra los capitulares, sino solamente trajo razón el correo de que Antequera no les había permitido dar respuesta, diciendo que no habían salido con todo aquel tren a campaña para ver despachos, cualesquiera que fuesen, sino sólo a decidir aquel pleito con las armas. Habíale, sin duda, dado a Antequera nuevos bríos para la resistencia la noticia, que ya se había divulgado, de que venía sucesor al señor Virrey don fray Diego Morcillo, y que ya podía estar en Lima, como a la verdad ya estaba; y siendo el despacho que ahora traía don Baltasar expedido por el señor Morcillo, creyó que no saldría mal de su resistencia, como si el sucesor no hubiese de mirar por el respeto debido a su carácter, el cual se ultrajaba en la inobediencia, fuese ésta o la otra la persona que le obtuviese.

14. Oída por don Baltasar la temeraria resolución de Antequera, examinó los dos correos jurídicamente y procesó sumario sobre la nueva oposición que se intentaba, y por él constaron los hechos que habían ejecutado, así Antequera como el Cabildo, a fin de impedir la ejecución de los despachos del Virrey; pero, sin embargo, no acababa de resolverse a usar de la fuerza de las armas, porque siempre vivía persuadido de que sin disparar una pistola había de ajustar aquel negocio, fiándose en la palabra de muchos que le tenían prometido pasarse a su bando, y persuadir a otros lo mismo. Por tanto, insistía siempre en el camino de la negociación, enviando con todo secreto al ejército de los enemigos algunas boletas en que requería a muchos, en nombre del Rey, no diesen auxilio ni fomento a don José de Antequera, asegurados que serían recibidos y amparados en nombre de Su Majestad los que se viniesen a su ejército a fomentar la ejecución de las órdenes del Rey.

15. A estas diligencias, según parece, aunque con otro pretexto, para lo público, pasó al ejército de Antequera el capellán de don Baltasar, el maestro don Clemente Quiñones, que hoy es religioso de la ejemplar recolección de San   —186→   Pedro de Alcántara, y no acababa de admirarse de los desatinos que a dicho señor Antequera oyó contra los jesuitas, que (decía) no se pudieran creer sino de un hombre loco y dejado de la mano de Dios, hasta llegar a proferir que si se hallara sepultado en los abismos, procurara venir desde allá a hacerles cuanto mal pudiese. ¡Estupendo arrojo! Finalmente, dijo tales cosas, que afirmaba el dicho maestro don Clemente, según lo que había visto y oído, no dudaría jurar que Antequera estaba loco. A la verdad, sus operaciones eran como de quien se hallaba preocupado de algún fuerte frenesí, empeñado por cuantos modos pudieran infamar a los jesuitas y a los indios, sus feligreses, sin dejarle advertencia su loca pasión para reparar si era o no creíble lo que publicaba, con tal que saciase su maledicencia.

16. Tal fue la calumnia falsísima que en este tiempo fraguó para horrorizar los ánimos de los que quedaron en la ciudad y encenderlos en sagradas iras contra los indios, escribiendo a su superintendente, como los tapes (así llaman también a los indios guaraníes que doctrina la Compañía), antes de llegar él al Tebicuary, habían invadido la alquería de su maestre de campo Montiel y obligado la gente de ella, recelosa de su barbaridad, a asegurarse de sus inhumanos rigores con la fuga a los bosques; y que hallando los tapes desierta la casa, la habían saqueado, y echando manos sacrílegas de las sagradas imágenes de Nuestro Señor Jesucristo y de su Madre Santísima, las habían hecho pedazos, y holládolas con escarnio, esparciendo los fragmentos por el campo. Por tanto, le ordenaba que luego, a son de caja y clarín, convocase el pueblo, y a voz de pregonero hiciese publicar en la plaza y en todas las calles principales, este sacrilegio heretical, para que llegase a noticia de todos.

17. Con todas esas solemnidades, ejecutó puntualmente el mandato dicho superintendente, aunque no se contentó Antequera de que se quedase la noticia reducida a los estrechos límites de aquella ciudad, sino que en la primera ocasión la participó a sus confidentes de Santa Fe para que la divulgasen por todas estas provincias, hallando crédito en todos los que lo daban ciegamente a los dichos de Antequera, si por algún canto podían infamar a los jesuitas; pero en el Paraguay se desvaneció pronto la mentira con el testimonio de los soldados desapasionados, que, vueltos de la guerra, certificaron no haber visto vestigios de aquel sacrilegio, y que sólo era pura ficción de la malignidad de Antequera y   —187→   sus parciales. Y en las otras partes, ningún cuerdo dio asenso a aquella mentira, que es el mejor castigo para los autores de patrañas increíbles.

18. Don Baltasar, engañado siempre de sus persuasiones, se mantenía sin operación, y no se cuidaba como debiera tener la gente prevenida para cualquier lance improviso. Persuadíanle algunos de su ejército no viniese tan confiado, pues tenía experiencia de que la gente del Paraguay es de suyo cavilosa, y le podían armar alguna en que se perdiese; pero a todos satisfacía con decir tenía certidumbre se le habían de pasar muchos del ejército contrario, y no se había de atrever Antequera a hacer invasión. Esta persuasión tan firme le hubo de costar muy cara al buen caballero, pues estuvo por ella muy a riesgo de perder la vida a manos de un alevoso. No me atreviera a referir este suceso si los mismos antequeristas no se hubieran alabado del infame intento después de la guerra, porque aunque en aquel tiempo corrió la noticia por estas provincias, no le di crédito, juzgando fuese alguna de las mentiras que se divulgaban.

19. Fue el caso que para librarse de una vez de cuidados intentaron matar alevosamente a don Baltasar, a cuya ejecución se ofreció uno de los más arrojados del ejército de Antequera, el cual dijo se pasaría al de don Baltasar pretextando que, conocida la injusticia de los designios del mismo Antequera, venía a seguir el partido del Rey y a dar aviso como había otros esperando salvo conducto para hacer lo mismo, y no le habían seguido a él porque era difícil venirse juntos por razón de que los indios tapes, ignorantes de sus designios, se habrían alborotado y recibídolos como a enemigos, y que por tanto él se había venido solo por delante para allanar el camino, disponiendo que los demás fuesen acogidos como amigos. Que con esta ficción sería bien recibido de don Baltasar, como quien por momentos esperaba gente fugitiva de Antequera, y al despedirse de él para volverse con la disposición de lo que habían de hacer sus compañeros, le daría un trabucazo, y escaparía en su buen caballo.

20. Discurrida así la traición, se le dio a aquel hombre el mejor caballo que tenía el maestre de campo Montiel, y a prima noche se pasó al ejército de don Baltasar, quien, con su acostumbrada benignidad, le hizo acogida en su tienda. En cuanto el hombre pérfido hablaba e informaba a don Baltasar de algunas cosas que éste deseaba saber, llegó por   —188→   allí casualmente un soldado paraguayo que seguía el partido del Rey, y se llamaba Domingo Gómez, y por mal nombre Numi Judas, que desde mucho tiempo antes andaba fugitivo de su patria por las tiranías de Antequera. Había servido al maestre de campo Montiel, y conoció muy bien el caballo, que era de su mayor estimación. Viéndole a aquellas horas la puerta de la tienda de don Baltasar, e informado de lo que había, entró en sospecha de algún trato doble, y dijo luego: «Yo conozco este caballo, que es el de mayor estimación del maestre de campo Montiel, quien no le había de tener donde este hombre le pudiese hurtar; a él, sin duda, se lo ha dado, quien puede, y me temo no sea ésta alguna bellaquería de las que saben armar mis paisanos o ese señor Antequera, tan caviloso; en fin, a mí me da que pensar este caballo equo ne credite Teucri; guardémosle en todo caso, que para volver le bastará otro cualquiera; y de hecho le quitó la silla, lo llevó a esconder, y puso otro para el fementido asesino».

21. A éste, cuando salía con don Baltasar, para ejecutar su alevosía, desconociendo el caballo que le habían puesto, y que no era aquél en cuya ligereza venía confiado para la fuga, se le heló la sangre, y suspendió la ejecución, o temiendo haber sido descubierto, o que si disparaba el trabuco, podía ser cogido; con que se volvió disimulado. El no haber vuelto después, hizo formar de él alguna mala sospecha, pero su verdadero designio nunca se llegó a penetrar en el real de don Baltasar hasta que los mismos antequeristas lo publicaron en el Paraguay. En este intento diabólico se reconoce el estupendo empeño de estos hombres en llevar adelante su rebeldía, no reparando en la infamia de una alevosía por no verse obligados a obedecer, y se echa de ver también la especial asistencia con que, sin duda, su ángel de guarda, por modo tan casual e impensado, libró a don Baltasar de riesgo tan manifiesto de perecer, favoreciendo su piedad y su inocencia.

22. Como don Baltasar estaba totalmente ignorante de esta máquina, creyó por entonces sin recelo al hombre fementido, y aunque no dio la vuelta, no obstante le confirmó más en su dictamen, de que muchos del ejército de Antequera se le habían de pasar al ver que en muchos días que estaban afrontados no había habido escaramuza ni refriega alguna, bien que tal cual vez se mostraron los antequeristas provocando a los del ejército de don Baltasar, quienes de   —189→   orden suya se mantenían sin moverse de sus trincheras, esperando los doscientos españoles que se habían mandado alistar en la ciudad de las Corrientes, y con su demora fueron ocasión de que todo se perdiese.

23. Antequera tenía pensamientos muy diversos de los de don Baltasar, porque, por no caer en sus manos, y padecer muerte por justicia, como su propia conciencia le dictaba tener merecido, estaba resuelto a morir o vencer, como lo manifestó cuando el Cabildo recibió el último mensajero de don Baltasar, que vuelto a los principales de su comitiva, dijo: «Caballeros, ¿a qué hemos venido? Justo o no justo vamos peleando. Ya hemos perdido el respeto a Morcillo, llevémoslo adelante». Otras veces, exhortándolos a portarse con vigilancia, para no ser sorprendidos de alguna invasión improvisa, y pelear con bríos en cualquiera ocasión, les repetía con frecuencia: «Si salimos mal de ésta, una rigurosa cárcel y una muerte afrentosa nos esperan; por tanto, no hay sino vivir avisados, despreciar peligros y arrojarse a vencer».

24. A esta persuasión correspondía su vigilancia y el deseo de lograr algún buen lance, lo que después intentó en dos ocasiones, disponiendo en la primera que alguna de su gente pasase de esta parte del río Tebicuary para impedir el bastimento del ejército de don Baltasar. Escogieron para eso el paso que llaman de Doña Lorenza; pero siendo sentidos, los rebatieron valerosamente cincuenta indios del pueblo de Santa María la Mayor del Uruguay, que guardaban aquel sitio, y se portaron con tal ardor, que hicieron retroceder a los antequeristas y desistir del empeño. Como este lance se les malogró, tentaron el segundo, disponiendo que el día 20 de agosto esguazase el río el alcalde Ramón de las Llanas con un grueso cuerpo de gente por el paso de los Arrecifes, por donde imaginaban estrechar tanto el ejército de don Baltasar, que le obligarían a entregarse, y lograrían la ocasión de vengarse de los españoles, que seguían fieles el partido del Virrey, contra quienes era mayor su indignación; pero tampoco se logró este designio, quizá para mayor bien de todos, porque es muy probable hubiera perecido mucho mayor número de ambos ejércitos, si se hubiera efectuado la idea.

25. Visto que el ejército de Antequera quería obrar de hecho, se quisieron aprovechar los españoles del de don Baltasar de la oportunidad que les ofrecía una noche obscura,   —190→   en que estaba lloviznando, para dar sobre sus contrarios, de quienes había explorado estar menos vigilantes. Representáronselo a don Baltasar por medio de su maestre de campo don Francisco Duarte; pero el buen caballero no vino en ello, diciendo perecerían muchos inocentes que había en el ejército de Antequera. ¡Notable respuesta en el mayor fervor de la guerra!, pero prueba evidente de la moderación de ánimo con que procedía.

26. Lo cierto es que como en tanto tiempo no se obraba acción militar de una parte ni de otra, hallándose casi a la vista acampados dos ejércitos contrarios con la serenidad que si fueran muy amigos, la fogosidad de los indios, nada discursiva y muy deseosa de venir a las manos, estaba violentísima e impaciente con tan prolongadas suspensiones, diciendo que ellos no habían hecho tan trabajosas marchas desde sus pueblos para venir a estar hechos presa de la ociosidad. Y esto, como veremos, fue causa parcial de su ruina, por faltarles el sufrimiento de aquella calma más peligrosa que la misma tormenta. No hay duda que grande parte del estudio militar es conocer el general el humor de que pecan los genios de sus soldados, para aplicarles con tiempo el remedio, evitando con esta diligencia accidentes que pasan a ser mortales, aunque se originen de la demasiada viveza. De donde se infiere lo mucho que estos soldados indios necesitaban de esta pericia en sus cabos militares para gobernarlos con acierto, en que pudiera estar ya muy práctico don Baltasar, por haberlos manejado diecinueve años antes en la facción gloriosa que obró con ellos de desalojar a los portugueses de la colonia de San Gabriel el año de 1705. Pero aquí, el nimio deseo de evitar por su parte el rompimiento, le hizo desentenderse de su experiencia, y se mostraba cada vez más confiado de que no habría necesidad de llegar a batalla.

27. Creció más su confianza con la noticia que recibió el día 23 de que los vecinos de Villarrica del Espíritu Santo habían admitido el Teniente Gobernador que les nombró, y de que se habían resuelto los que libres de la epidemia podían tomar las armas, a seguir su partido, y venir a ponerse a su lado, como también ofrecían lo mismo algunos de la remota Villa de San Isidro de Curuguatí, que para eso le escribieron cartas prometiendo venir en persona a auxiliarle con igual firmeza que fidelidad. De aquí entró en mayor confianza de que al cabo harían lo mismo muchos del ejército de Antequera; de donde se originó también el reprensible   —191→   descuido de no tener plantado el ejército según reglas del arte militar.

28. Todo su cuerpo se reducía a cuatro líneas casi paralelas, extendidas por la longitud de casi un cuarto de legua, terminándose en sí mismas sin alguna otra defensa, pues ni aun caballería había para abrigo de la infantería, cosa tan esencial en la formación de un ejército que debía estar dispuesto a la batalla, y eso no por falta de materiales, pues había muy copioso número de caballos, sino por falta de recelos del lance, que sin prevenirlo sobrevino, y se debiera haber previsto factible. Éste era el cuerpo desordenado, sin más retaguardia ni vanguardia, y sin más figura ni retén que lo expresado, como si se creyera que el ejército español estaba muy lejos de aquellas cercanías, aunque el efecto mostró estaba muy cerca, no sólo con el cuerpo, sino mucho más con la vigilancia, madurando la victoria sin mucha costa por el medio que voy a decir:

29. Algunos indios, cansados de la inacción en que se hallaban, se alargaban de noche, llevados de su innata novelería y curiosidad, hasta el real de Antequera, quien les agasajaba y acariciaba, dándoles liberal las cosas que ellos aprecian, y por medio de éstos se enteró del sosiego en que se hallaba el ejército de don Baltasar, totalmente desprevenido. Valiéndose, pues, de la ocasión, les dijo la noche del día 24 de agosto, que el siguiente era el día en que se celebraba el nacimiento del señor rey Luis I, que entonces reinaba, y que siendo ellos tan fieles vasallos suyos, sería bien que lo solemnizasen con fiestas y danzas. Cuadroles a los indios la especie tan propia de su genio, y quedaron concertados de hacerlo así, convidando a otros de sus compañeros a seguirles en su regocijo, saliendo a mostrarse, como ellos decían, a los españoles del Paraguay.

30. Eso era lo mismo que ellos deseaban para coger a los indios desprevenidos, como a la verdad lo estaban, pues don Baltasar tenía reservadas todavía en un carretón muchas armas, sin habérselas repartido, como tampoco la pólvora y las municiones convenientes, como quien no pensaba pelear, o como que tuviera aplazado con sus contrarios el día del combate. Al contrario, Antequera dispuso muy bien aquella noche su gente. Habló a los cabos de su confianza para que tuviesen prontas sus milicias; repartioles en suficiente cantidad pólvora y municiones, pues, según cuenta formada por ellos mismos, no habiendo tenido otra función, gastaron en   —192→   esta expedición treinta y seis mil balas y cinco quintales de pólvora; y se aparejaron para esperar el término señalado.

31. Los indios, sin dar cuenta a don Baltasar, dispusieron su festejo de San Luis en gracia de su rey, al tiempo que otros de sus conmilitones andaban esparcidos por los campos cercanos en el ejercicio de la caza, otros bañándose en el río o en ocupaciones semejantes, ajenos totalmente de que en aquel día se hubiese de pelear, y, por consiguiente, desprevenidos, y sin orden de guerra derramados. En la misma persuasión estaban así su general, el señor don Baltasar, como su maestre de campo, don Francisco Duarte, y las cosas en este estado, se fueron acercando los del festejo a los españoles, que no deseaban otra cosa para salir contra ellos, como salieron en escuadrones de caballería muy ordenados, y acometieron a los pobres desarmados.

32. Quisieron hacer resistencia por aquella parte algunos indios que se juntaron tumultuariamente, pero los rompieron fácilmente los paraguayos con su caballería, derrotando a la desordenada infantería, porque aunque ésta les hizo algún daño con piedras, lanzas y flechas, pero era incomparablemente mayor el que recibía de las balas, que caían espesas como granizo. Como estaban a caballo los españoles, se acercaban para disparar sus carabinas, y ahorrando de caracoles hecha la descarga, se retiraban a cargar de nuevo, seguros de no ser acometidos por las espaldas, a falta de caballería que los siguiese, y en esta confianza iban y venían casi dos mil carabineros, abrigando en el conmedio de sus líneas a muchos indios sus amigos, especialmente del pueblo del Itá, que venían por sus auxiliares tan rebeldes como los paraguayos, y se empleaban en acabar de matar a los caídos paisanos suyos.

33. Al tiempo que se dio principio al irregular combate, dormían la siesta los españoles, velando sólo el maestre de campo Lucas Melgarejo, vecino de la Villarrica, que despertó a los dormidos y dio aviso pronto a don Baltasar, quien actualmente estaba comiendo en su tienda con los dos padres jesuitas capellanes del ejército y con el suyo particular, el maestre don Clemente Quiñones. Subió don Baltasar prontamente a caballo, y acudió a ver si podía retirar a los indios sus trincheras, pero no fue posible reparar el daño, porque aunque éstos se retiraron a su línea, no pudieron detener a los demás, que, como cogidos de improviso por los paraguayos, que los acechaban y acometían armados a caballo,   —193→   no tuvieron tiempo para ordenarse y tomar las armas. Aclamó entonces don Baltasar el real nombre de Su Majestad en altas voces, y lo hizo aclamar a todos los de su ejército para contener a los antequeristas, y hacerles oyesen las órdenes del Virrey.

34. Oyeron estas voces, y haciendo eco en la fidelidad violentada de muchos, amagaron a retirarse, bien que a lo mismo le forzó también por dos veces la resistencia de los indios; pero al fin, reforzados de otro mayor trozo de caballería que se les incorporó por aquel lado, olvidaron la primera atención, y cargaron con nueva furia sobre los indios, que resistían con fuerzas tan desiguales, por lo cual, reconociendo el negocio sin remedio, juzgó don Baltasar por consejo más acertado asegurar su persona con la fuga, según le persuadieron los mismos españoles de su séquito, rogándole encarecidamente no se expusiese a los ultrajes de aquellos hombres insolentes, que, como desnudos de todos buenos respetos, no acatarían su carácter.

35. Así lo hubo de hacer, sin cuidar por lo apretado del tiempo de recoger alguna de sus cosas, ni aun los papeles, de que se siguieron inconvenientes gravísimos respecto de muchos pobres que se habían ofrecido a seguir como fieles a su partido, y después, cayendo en manos de Antequera, pagaron con rigores su fidelidad. Pasó, pues, don Baltasar el río Tebicuary ayudado de dos españoles, y no paró hasta el pueblo de San Ignacio, donde llegó a medianoche mojado y medio muerto de frío, aunque el ánimo muy entero, que el capítulo veterano no extraña mucho los varios sucesos de la guerra, conociendo que quien hoy es vencido queda mañana vencedor, y que nadie se puede librar de una secreta traición, de la cual ni al que vence resulta gloria ni al vencido descrédito, pues en la misma acción manifiesta, quien la trama, que cuerpo a cuerpo desconfía de la victoria contra quien se vale de esas trazas. Del pueblo de San Ignacio partió don Baltasar la mañana siguiente a la ciudad de las Corrientes, y encontró en el camino los doscientos soldados correntinos, que si hubieran marchado con más presteza, hubieran quizás evitado sucediese la desgracia. La misma fortuna de escapar logró por una casualidad el capellán de don Baltasar, que de otra manera hubiera experimentado la prisión y ultrajes de su persona, como los jesuitas capellanes del ejército. Pero acabemos ya la función.

36. Derrotada la parte de los indios que caía al lado de   —194→   los españoles, se mantuvo peleando largo tiempo la del centro, que era más numerosa, cayendo muertos mucho número de infantes, que mató con sus fogosas embestidas la caballería española, pero los demás siempre el pie fijo, sin dejar de pelear, aun después de retirado el General y también el maestre de campo Duarte, que compasivo les dijo: «¡Ea, hijos!, retirémonos antes que sin fruto nos acaben de consumir, como será infalible, pues peleamos con tanta desigualdad». No obstante esta orden y la mortandad de los suyos, perseveraban firmes en el combate, queriendo antes morir con honra que mostrar al enemigo las espaldas y vivir con la nota infame de cobardes, hasta que un honrado español del ejército antequerista, no pudiendo tolerar se hiciese en los indios tanta carnicería, se avanzó con su caballo, y metiéndose entre los indios, que ciegos peleaban, les persuadió a grandes voces la retirada, diciéndoles que pelear con los que tenían tan aventajado partido en su fusilería y caballería, no era valor, sino obstinación temeraria, y que sólo por quererles bien les daba este consejo.

37. Cedieron entonces, y se empezaron a retirar, pasando de esta banda del río, y se dio fin a la batalla, si merece este nombre, quedando el campo sin contradicción por Antequera, quien se apoderó de todo, porque don Baltasar, su capellán, los dos jesuitas o los españoles no pudieron sacar otra cosa que los vestidos con que andaban a la hora que se principió el combate. Murieron entre ahogados al pasar el río y heridos en la batalla, más de trescientos indios y dos españoles de los leales; otros dos españoles quedaron prisioneros, herido de muerte el uno, y el otro, el maestre de campo Lucas Melgarejo, que, como hombre de conocido valor y punto, no quiso, aunque pudo, desamparar su puesto. También fueron hechos prisioneros como ciento cincuenta guaraníes.

38. De la parte de Antequera quedaron muertos en el campo de batalla siete españoles y varios otros entre indios y gente de servicio, cuyo número tuvieron cuidado de ocultar los que quisieron se atribuyese a milagro la victoria. Lo que se supo de cierto a mediados del septiembre siguiente, fue, que de los que volvieron heridos a sus casas, llegaba ya entonces el número de los muertos a veintiséis, y si no les hubiera el cielo castigado muy desde luego con una epidemia cruel, se hubiera averiguado mayor número de muertos entre los dichos heridos, pues consta que lo fueron de peligro más de treinta, fuera de muchísimos, que salieron   —195→   con leves heridas, y por testimonio del capitán José de Miranda, a quien, acabada la función de la batalla, encomendó el maestre de campo Montiel registrase el campo, consta que pasaban de treinta los que en él quedaron muertos de los antequeristas.

39. Éstos siguieron el alcance de los indios, sin perdonar a cuantos podían matar; aun a los que se habían escondido en la espesura cercana al Tebicuary daban muerte con increíble inhumanidad; a los que, fugitivos, se arrojaron al río, arcabuceaban, y fueron no pocos los que de esta manera murieron. Pero lo que obró (a lo que creo) el vulgo de los soldados de pocas obligaciones con los que heridos quedaron en el campo impedidos para la fuga, quiebra el corazón; porque andaban registrando solícitos cuáles todavía vivían y cuáles no, matando inhumanamente a aquéllos, de que se jactaban después algunos reputados entre ellos por valientes, como si fuera valentía lo que es más que barbaridad.

40. Y lo que causa todavía más horror, es que ni aun a los cadáveres yertos, de que todos naturalmente se compadecen, perdonaba su saña, pues los arrastraban hasta las márgenes del río, y puestos boca abajo, se servían de sus espaldas como de tablas o bancas de lavanderas, para lavar la ropa del despojo. Dejo de ponderar lo que apenas se creerá, y es que a algunos les cortaron las partes naturales, y se las colgaban al cuello o se las ponían en las manos. Desvergonzada inhumanidad, que apenas tendrá ejemplar con que parearse en las historias, y no la hubieran imaginado los indios guaraníes si hubieran quedado con la victoria. No sé si sobrepuja a lo dicho lo que ejecutaron dos de estos soldados antequeristas, los cuales, días después de la batalla, hallando casualmente en una alquería a un miserable indio, a quien, por estar transido de hambre, daba de comer una piadosa mulata, movida a compasión de su miseria, la afearon la obra de piedad, y dijeron al indio: «Ea, comed, que en acabando os daremos el postre»; y como lo dijeron lo ejecutaron, porque luego que acabó le echaron dos lazos, le arrastraron con sus caballos, y le hicieron pedazos. Tan inhumana es la enemiga que muchos paraguayos profesan a estos miserables.

41. Pero no sólo con los indios usaron de esta bárbara fiereza, sino también con un español natural de Madrid (que había venido sirviendo a don Baltasar), el cual, juzgando trataba con soldados de razón y bien disciplinados, pidió de rodillas buen cuartel, y se le dieron, echándole a la otra vida con   —196→   bárbara crueldad. A tamaños excesos se adelantó en estos hombres su fiereza, que siendo ciertos, como lo son y consta por confesión de los mismos agresores, que se alababan después de ellos, no los hubieran sabido fingir más atroces de la barbaridad, que tanto ellos encarecen de los guaraníes, si éstos hubieran salido victoriosos.

42. No obstante, por no dejar en nada quejosa a la verdad, ya que he referido las inhumanidades del ejército de Antequera, debo decir, por no envolver a todos en esos feos delitos, que algunos nobles y piadosos españoles de dicho ejército estuvieron muy ajenos de semejantes excesos, antes bien, como habían salido violentados, sólo servían de hacer bulto en la batalla, pues aunque disparaban con los demás sus arcabuces, se sabe hacían al aire la puntería, no queriendo ensangrentar sus manos y conciencias en la sangre inocente de los leales, ni tener parte en guerra tan alevosa, a que sólo asistían con el cuerpo por librarse de atroces vejaciones. Y si la batalla hubiera sido en forma, no hay duda que éstos hubieran abandonado a Antequera y sacado cierta la persuasión de don Baltasar. Y por estos recelos, que le asistían a Antequera, trazó las cosas de manera que se les quitase esta ocasión, permitiendo Dios, por sus justos juicios, que todo le pintase bien, que es el camino por donde pudo llamar milagrosa esta victoria, y rendir por ella a Dios las gracias, al modo que la reina Isabel las dio por la perdida de aquella formidable armada que iba contra Inglaterra a destruir la herejía. Salió públicamente en esa ocasión la mala hembra a dar gracias a Dios propicio, siendo así que nunca se mostró más severo con aquel desgraciado Reino y con su maldita Reina, que en la pérdida del catolicísimo Monarca, pues los efectos de aquella fortuna de Isabel llora hasta ahora la cristiandad toda, y los de ésta de Antequera, dieron mucha materia de llanto al mismo vencedor y a todo su partido.

43. En tan lastimosa desgracia de los indios, sus hijos en Cristo, les quedó a sus padres espirituales, los jesuitas, el grande consuelo de conocer que mejor le estuvo al común de su nación el ser vencidos que el vencer, porque a haber sucedido esto último, hubieran sido horrendos los falsos testimonios que les hubieran impuesto para pintarlos bárbaros, inhumanos y brutales, como la pasión irreconciliable de los paraguayos se los idea y los ha pretendido acreditar en otra ocasión, que habiendo tomado las armas por orden de los   —197→   Tribunales Superiores para refrenar semejante rebeldía y sedición, quedaron victoriosos y triunfantes contra los vecinos de la provincia del Paraguay.

44. Pero ni aun el haber quedado en esta ocasión vencidos, mitigó el odio implacable de los antequeristas para que no los calumniasen e imputasen delitos, totalmente ajenos de la notoria cristiandad de dichos indios, que es justamente la admiración de cuantos han visto sus pueblos y sido testigos de su singular piedad y religión. Triste suerte de estos miserables, haber de ser en todas fortunas, próspera o adversa, blanco seguro de la maledicencia de sus émulos declarados los paraguayos, no por otro delito que por ser defendidos de los jesuitas y amparados de nuestros reyes católicos en la posesión de su natural libertad, o por ser vasallos fieles y obedientes a su Monarca y a sus ministros.