Jovellanos, dramaturgo romántico
Russell P. Sebold
—415→
Hace unos diez años, un hispanista norteamericano
llegó a la acertada conclusión de que «el Torcuato
de El delincuente honrado es en todos los sentidos un héroe
tan romántico como el Rugiero de La conjuración
de Venecia»
1. Sin embargo, son todavía más asombrosos
los paralelos que existen entre la célebre comedia
lacrimosa de Jovellanos y Don Álvaro o la fuerza del
sino del Duque de Rivas, tanto más cuanto que nunca
se han estudiado ni mencionado. No me interesan como tales
los estudios fuentísticos, mas sí creo que
la identificación de las numerosas coincidencias entre
la comedia sentimental de Jovellanos y el drama de Rivas
servirá para ilustrar el romanticismo de la obra objeto
de este trabajo, la cual, por otra parte, se produce en una
época que empieza ya a ser conocida como la del primer
romanticismo español. Con el propósito indicado,
veamos rápidamente cuáles son las principales
ilaciones argumentales, ambientales y caracterológicas
que se dan entre las obras de Gaspar Melchor de Jovellanos
y Ángel de Saavedra.
La acción de ambas obras se supone acaecida en el siglo XVIII, no siendo frecuente en el teatro romántico decimonónico la utilización —416→ de tal marco histórico. El rey es el mismo, con la única diferencia de que Carlos es todavía rey de Nápoles en Don Álvaro, pero es ya Carlos III de España en El delincuente. En cada obra la acción es complicada por un nuevo edicto excesivamente duro contra los duelos; cada protagonista -Torcuato, luego Álvaro- es el primero en violar el edicto, y en cada caso el rey quiere aplicar la nueva ley al primer reo en forma severa para fijar un sano precedente legal y penal. Cada héroe mata involuntariamente a un marqués; y cada uno de ellos huye o proyecta su huida. En las dos piezas se da un amor prohibido que sobrevive al rompimiento, por el asesinato, de un lazo familiar reconocido por la Iglesia y el Estado: Torcuato mata al marido de Laura; Álvaro mata al padre de Leonor. En diferentes momentos de las respectivas acciones dramáticas cada héroe se siente desgarrado entre sus intentos de reconciliarse con sus futuras víctimas y su apremiante necesidad de defender su propio honor. Los dos héroes son bastardos; Torcuato es hijo de un indiano; Álvaro es indiano y medio indio de sangre. Tanto Álvaro como Torcuato, al mismo tiempo que son criminales, son encarnaciones de un nuevo concepto del bien moral que se opone a la moralidad tradicional. Es decir, que los dos son buenos salvajes, o salvajes nobles, a lo Rousseau, por haberse visto obligados a vivir al margen de la sociedad conservadora guiándose por su natural instinto de bondad.
En ambos microcosmos
dramáticos, la oposición de las instituciones
sociales constituye el destino, aunque cada protagonista
apostrofa al destino como si fuera el cielo y maldice a la
vez su nacimiento. «El cielo me ha condenado a vivir en la
adversidad. ¡Qué desdichado nací!»
-se lamenta
Torcuato- (DE, I, 3)2. «¡Qué carga insufrible / es
el ambiente vital / para el mezquino mortal / que nace en
sino terrible! -exclama Álvaro-. [...] Este mundo,
/ ¡qué calabozo profundo / para el hombre desdichado
/ a quien mira el cielo airado / con su ceño furibundo!»
(DA, III, 3). En cada obra un personaje o varios quieren
echarse a las plantas del benigno rey Carlos con el fin de
implorar el perdón regio para el honrado asesino.
En el primer parlamento de El delincuente se presagia casi
toda la acción de la obra; en las dos primeras escenas
de Don Álvaro se predice todo lo que sucederá
después. Incluso se encuentra, en el texto de Rivas,
en un parlamento de Leonor
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relativo a Álvaro, un
eco del título de la obra de Jovellanos: «Aunque inocente,
manchado / con sangre del padre mío / está»
(DA, II, 7). Aunque inocente, manchado; es decir, aunque
honrado, delincuente. Pocas veces cabe señalar tantas
semejanzas para apoyar una tesis de deuda literaria entre
dos obras, y descubriremos todavía otros paralelos
entre ellas al estudiar las brillantes innovaciones técnicas
de la comedia sentimental de Jovellanos.
No sólo se anticipa Jovellanos a las líneas argumentales de un conocido drama del segundo romanticismo -este tipo de fenómeno puede producirse por la mera casualidad entre obras pertenecientes a movimientos completamente dispares-; sino que El delincuente honrado (1773) se compone y se estrena en la primera década marcada por una notable producción literaria de índole romántica: también son del decenio de 1770 la Fiesta de toros en Madrid de Nicolás Fernández de Moratín; los Ocios de mi juventud (poemas como «En lúgubres cipreses») de Cadalso; las Noches lúgubres del mismo Cadalso; El precipitado de Trigueros; el perdido Tristemio, diálogos lúgubres a la muerte de su padre de Meléndez Valdés; la oda A la mañana, en mi desamparo y orfandad, también de Batilo, etc. Y más que por meras coincidencias argumentales con dramas individuales de épocas posteriores (aunque no habría que descontar éstas totalmente), El delincuente honrado es romántico por las técnicas y la cosmovisión que comparte con otras obras de la misma tendencia literaria, tanto dieciochescas como decimonónicas. La comedia lacrimosa nace del seno del teatro neoclásico, mas por su desenvolvimiento trae a la memoria esa víbora legendaria de antaño que al nacer rompía los ijares de su madre dejándola muerta.
Hablemos primero
del carácter romántico de Torcuato. Su carácter
difiere radicalmente del de los personajes neoclásicos,
pues tanto en la tragedia como en la comedia de abolengo
grecolatino, el análisis de los defectos psicológicos
es un elemento fundamental, pero Torcuato no tiene ni un
solo defecto moral. En tragedias como la Fedra de Racine,
la Raquel de García de la Huerta, la Numancia destruida
de López de Ayala, el desenlace trágico se
motiva por pasiones incestuosas, obediencias precipitadas,
faltas de confianza en las propias fuerzas; en comedias como
las de Molière y Moratín toda la acción
gira en torno al hecho de que los personajes centrales son
tacaños, misántropos, mentirosos, hipócritas,
etc. (incluso en esas comedias en las que se estudia una
institución social, en lugar de alguna variante del
carácter humano, como El sí de las niñas,
suele haber en segundo plano una tesis psicológica,
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por ejemplo, la chifladura de doña Irene en la referida
comedia de Leandro Moratín). Mas Torcuato -subráyese
el contraste absoluto- es, en palabras del mismo texto, «un
hombre honrado, cuyo delito consiste sólo en haberlo
sido»
(DE, III, 10). Aquí habla don Justo. Pero por
si hubiera alguna duda, tres escenas más tarde, la
misma idea se pone en boca de Torcuato: «El honor -dice-
[...] fue la única causa de mi delito»
(DE, IV, 3).
Torcuato es moralmente perfecto; así sólo pudo
ser llevado a matar al marqués de Montilla por la
totalidad de las circunstancias sociales en las que se encuentra
enmarcado, y por lo demás venía desde hacía
mucho luchando noblemente contra esas circunstancias.
Los criterios para los juicios morales en la comedia lacrimosa son totalmente contrarios a los que habían sido tenidos en cuenta en los géneros clásicos. En la tragedia y la comedia los valores tradicionales de la sociedad existente son la norma. En Tartuffe de Molière, por ejemplo, el célebre hipócrita de ese nombre es objeto de la crítica porque las mañas emanadas de su carácter representan amenazas a todas las instituciones básicas de la sociedad: el matrimonio, la Iglesia, el derecho de la propiedad personal, la obediencia filial, etc. En Raquel, por mucho que el liberalismo de García de la Huerta le lleve a compadecerse de la triste suerte de la bella hebrea, ésta tiene que morir porque bajo su influencia peligran la religión oficial del Estado español y el poder del monarca que reina merced a un derecho divino derivado de esa religión. Ahora bien: los términos de la oposición moral entre protagonista y sociedad se invierten en la comedia sentimental, y esto es quizá lo que principalmente acerca el nuevo género tragicómico al drama romántico.
Los juicios morales expresados en El delincuente honrado
no señalan la culpabilidad de un individuo -patrón
neoclásico-, sino que ensalzan la ejemplaridad de
Torcuato como hombre individual, de alma noble y sensible,
superior por su misma naturaleza a toda intención
torcida, así como a todos aquellos con quienes está
destinado a convivir. Cuando tal hombre asesina a un prójimo,
es evidente que la responsabilidad reside en otro lugar,
probablemente en el sistema social y penal, y tal individuo
no es juzgable sino haciéndose una excepción
a esas leyes que rezan inflexiblemente con los demás.
He aquí un curioso eco de Rousseau, quien mantenía
que existen ciertas almas «si extraordinaires,
—419→
qu'on n'en
peut juger sur les règles communes»
3. No es ya el individuo
quien tenga que conformarse con los valores de la sociedad
para lograr la perfección moral, sino la colectividad
la que tendrá que tomar en cuenta la bondad inherente
del criminal excepcional. El hombre de corazón puro,
el buen salvaje rousseauniano, comete una fechoría
únicamente cuando le lleva a ello la sociedad, corrompida
por la satánica competencia, o sea mal uso del instinto
primario de la propia conservación con que nacemos
todos los hombres. No está lejos ya el momento en
que, extremando la interpretación literaria de esta
radical doctrina, Zorrilla podrá salvar al burlador
que Tirso condenó a las llamas del infierno, según
he hecho ver en el capítulo segundo de mi libro Trayectoria
del romanticismo español4.
Mas las ideas de Rousseau,
quien quería despertar de nuevo el instinto compasivo
secundario del hombre -de ahí en parte lo lacrimoso
de la comedia sentimental- no son las únicas que determinan
el viraje total de las normas morales en el mundo y el teatro
setecentistas. El pensamiento moral contenido en la obra
De l'Esprit des lois de Montesquieu está aludido,
por ejemplo, en El delincuente honrado. Y una de las principales
inspiraciones para la comedia lacrimosa de Jovellanos fue
el tratado Dei delitti e delle pene (1764) de Cesare Bonesana,
marqués de Beccaria. Se ha señalado que la
crítica beccariana del uso del tormento para arrancar
las confesiones a los presuntos reos está reiterada
en El delincuente; y se ha observado a la vez que la moraleja
de toda la obra de Gaspar Melchor está preludiada
en el siguiente pasaje de Beccaria sobre los duelos: «El
mejor método de precaver este delito es castigar al
agresor, entiéndase al que ha dado la ocasión
para el duelo, declarando inocente al que sin culpa suya
se vio precisado a defender lo que las leyes no aseguran,
que es la opinión»
5. Sin embargo, para nuestro propósito,
lo más significativo de este pasaje es que también
sirve para absolver de toda culpa a los asesinos en esos
casos en que sobreviven a los duelos los agredidos.
Esto,
junto con la actitud sentimental de Beccaria al querer arrancar
de las garras de una justicia voraz a los inocentes falsamente
acusados
—420→
o a los culpables cruelmente torturados, tendrá
consecuencias profundas. Beccaria tiende a mirar al reo como
víctima, como figura noble, ejemplar, mal comprendida,
y tiende también a unirse a él en oposición
a todos los ciudadanos estrictamente observantes de la ley;
pues «si sosteniendo los derechos de la humanidad y de la
verdad invencible -escribe el gran penalista-, yo contribuyese
a arrancar de los dolores y angustias de la muerte a alguna
víctima infeliz de la tiranía o de la ignorancia
[...], las bendiciones y lágrimas de un solo inocente
me consolarían del desprecio de los hombres»
6; fascinante
muestra de ese odio cósmico, puntuado por la ternura,
que será característico del fastidio universal.
Es más: según Beccaria, los malhechores no
son la mayoría de las veces moralmente culpables,
porque las instituciones educativas mantenidas por la sociedad
son defectuosas. Y efectivamente, incluso en el caso del
provocador del duelo en El delincuente honrado, el marqués
de Montilla, se identifica como factor importante una «perversa
educación»
(DE, IV, 3). En fin, por no haberse compadecido
del reo educándole para que se rehabilite como ciudadano
modelo, la sociedad se ha hecho más censurable que
el reo; conclusión que llevará a muchas reformas
en el código penal, no siempre felices.
Sin embargo, las consecuencias más radicales y más positivas de tal humanitarismo son las literarias, porque en la esfera de la imaginación nos hemos identificado aún más estrechamente con los facinerosos, y estéticamente los hemos rehabilitado por completo; porque de su confusa y contradictoria suerte hemos derivado un nuevo y muy rico concepto del héroe en el teatro y en la novela. El asesino Torcuato en El delincuente honrado y el casi incestuoso y suicida Amato en El precipitado de Trigueros, son los primeros ejemplos del reo héroe en la literatura española, pero tendrán una larga progenie de cuya extraña psicología híbrida dependerá el ambiente moral así como el principal encanto humano de las obras más logradas que se producirán por lo menos hasta 1860. Sentimos una sorprendente compasión y una aún más sorprendente -a veces exquisita- admiración por los asesinos y calaveras materialistas Saldaña en Sancho Saldaña de Espronceda y Javier en De Villahermosa a la China de Pastor Díaz, por el conspirador Rugiero en La conjuración de Venecia de Martínez de la Rosa, por el desalmado pirata en Canción del pirata de Espronceda, por el tres veces asesino Álvaro en Don Álvaro del Duque de Rivas, por el joven incestuoso —421→ Ferrando en El paje de García Gutiérrez, por los estupradores don Félix de Montemar en El estudiante de Salamanca de Espronceda y don Juan en Don Juan Tenorio de Zorrilla, por los adúlteros cuyas cuitas se cuentan en el Canto a Teresa de Espronceda, etc., etc. Mas sin ningún lugar a la duda, lo más fascinante de la mayoría de estos personajes románticos -cualidad que Jovellanos presagia hasta con su título oximorónico- es el satanismo veteado de buena fe.
Lo que pasa es que confluyen y se oponen en estos personajes
dos moralidades antagónicas: cada una de estas figuras
es, ora un hombre manchado por el pecado original y responsable
por su libre arbitrio de sus propios actos, ora un hombre
libre de toda culpa por su nacimiento en el estado inocente
por la naturaleza y por la culpabilidad colectiva de la sociedad.
Cada héroe romántico es, ya un demonio, ya
un ángel, según le miremos desde el punto de
vista de la tradición judeocristiana, o desde el de
la nueva conciencia moral de los Rousseau y los Beccaria.
Creo que no hay ningún ejemplo más patente
de esto que el de don Álvaro. Don Alfonso, el tercero
de los tres marqueses de Calatrava que el indiano Álvaro
mata, representante de la moralidad del Establecimiento,
y el propio indiano y mestizo Álvaro, que entre los
indios creció, como fiera se educó (DA, V,
9) y goza así de los beneficios de la educación
negativa rousseauniana, se expresan -cosa sorprendente a
primera vista- en los mismísimos términos.
En el Convento de los Ángeles, en las escenas que
preceden al duelo final, don Alfonso dirige estas palabras
a don Álvaro: «el cielo (que nunca impunes / deja
las atrocidades / de un monstruo, de un asesino, / de un
seductor, de un infame), / por un imprevisto acaso / quiso
por fin indicarme / el asilo donde a salvo / de mi furor
os juzgaste»
(DA, V, 6). Subrayo las voces atrocidades y
monstruo, porque varias páginas más adelante
don Álvaro a su vez dirige la siguiente interrogación
a don Alfonso: «¿Eres monstruo del infierno, / prodigio de
atrocidades?»
(DA, V, 9).
La cosa queda muy clara con la
yuxtaposición de estos pasajes: cada uno de estos
aventureros es en una pieza el dechado de virtud de un sistema
y el demonio del sistema contrario. De ahí la obsesionante
y perenne complejidad que nos fascina en los personajes románticos,
sobre todo en los de cepa heroica, como Tediato, Amato, Torcuato,
Rugiero, Saldaña, Álvaro, etc., en quienes
predomina difícilmente, sobre el papel de demonio
del sistema antiguo, el otro papel de atrayente encarnación
del bien según el nuevo sistema naturalista. Sobre
todo, nos seduce la lucha interior del héroe romántico
al pugnar por mantener
—422→
su carácter de personificación
del bien universal frente a su hondo temor de ser el réprobo
más execrable en toda la Historia del Hombre desde
la Creación. Ahora bien: todo esto se realiza ya en
forma brillante en El delincuente honrado. El buen ciudadano,
el buen amigo, el buen esposo, el filósofo, el hombre
de bien Torcuato se confiesa con su cónyuge Laura
revelándole a ésta por vez primera que él
es el asesino de su primer marido, el marqués de Montilla:
«Pues este delincuente, este hombre proscripto, desdichado,
aborrecido de todos, y perseguido en todas partes [...] soy
yo mismo»
(DE, II, 2). Por este parlamento de Torcuato también
se hace evidente la estrecha relación que existe entre
la ambivalencia moral del héroe romántico y
la sensación de aislamiento, rechazo e incurable fastidio
universal característicos de semejante personaje.
Me refiero a las palabras subrayadas en el pasaje que acabo
de reproducir.
El perfil satánico de Torcuato se
representa, en efecto, con la misma palabra que usó
después el Duque de Rivas para describir esa vertiente
en don Álvaro: monstruo; y en ambas obras hay dos
monstruos, aunque el esquema es diferente. «Soy un monstruo
que está envenenando tu corazón y llenándolo
de amargura»
-dice el asesino Torcuato dirigiéndose
a su dolorida esposa (DE, II, 5)-. «Soy un monstruo que le
ha dado la vida para arrebatársela después»
-dice refiriéndose a Torcuato su padre el magistrado
don Justo, quien en la juventud fue burlador y abandonó
a la madre del virtuoso culpable durante su gravidez (DE,
IV, 9)-. Mas el antiguo burlador es a la vez un filósofo
de corazón noble igual que el asesino, y en los espíritus
de ambos se da una feroz guerra entre la moralidad vieja
y la nueva. Unas palabras muy sentidas de Justo, dichas a
su desafortunado hijo, aluden a la esencial bondad de éste,
juzgada de acuerdo con el nuevo sistema dieciochesco, y su
culpa indeleble, examinada con arreglo a las prescripciones
del sistema tradicional: «Tu virtud me encanta -le dice a
Torcuato el filosófico alcalde de casa y corte-, y
tus discursos me destrozan el corazón»
(DE, IV, 3).
En El delincuente honrado hay penas a escoger y lágrimas
a pasto, pues el llanto en lugar de la risa es el principal
instrumento de la retórica de este género cómico.
Los trozos más conmovedores son, empero, los que relacionan
la emoción, no meramente con algún infortunio
inherente a la situación dramática, sino con
la ya indicada ambivalencia moral en lo más hondo
del alma de Torcuato. «¡Ah! -dice Torcuato refiriéndose
a su criado-, no sabe toda la aflicción de mi alma»
(DE,
—423→
I, 2). Más adelante, en una escena de mucha
pasión y compasión, se apunta que Torcuato
«levanta los ojos al cielo y suspira»
(DE, II, 5). Anselmo,
cuyo bello carácter de amigo es lástima no
haya espacio para analizar, comparte toda la experiencia
psicológica del virtuoso asesino y comenta así
el estado de ánimo de Torcuato a raíz del duelo
y sus bodas con Laura: «Un continuo remordimiento empezó
a destrozarle el corazón»
(DE, III, 7). Luego, como
es tan profunda la pena de Torcuato, y como la dimensión
virtuosa de los bifrontes héroes románticos
depende de su calidad de hijos de la naturaleza universal,
se proyecta la aflicción del protagonista sobre el
plano cósmico. El buen don Justo se halla perplejo
ante el despiadado destino de su hijo: «¿Conque tu inocencia,
tus virtudes, los ruegos de un amigo, los tiernos suspiros
de una esposa, las lágrimas de un padre y el sentimiento
universal de la naturaleza, nada pudo librarte de la muerte,
de una muerte tan acerba y tan ignominiosa?»
(DE, V, 4; el
subrayado es mío).
En vista de la ubicuidad de la
emoción en El delincuente, también es menester
considerarla en relación con otros elementos fundamentales
de la obra: el melodrama, el tiempo, el espacio. La comedia
lacrimosa es como una ópera en la que la emoción
es la música. Es muy conocida la íntima ilación
entre la ópera y el melodrama, y fue justamente en
el último cuarto del siglo XVIII en el que se separaron
estas dos formas de espectáculo, acentuándose
mucho más en el melodrama que en la ópera los
elementos de la acción, la violencia, los caracteres
exagerados y la extravagante reacción emocional. Pues
bien, en El delincuente honrado, el leitmotiv emocional,
como una gran oleada de música, lo lleva todo tras
sí desde el primer amago de peligro para Torcuato
en la primera escena hasta recibirse el indulto real en la
última. No hay nadie que resista a esta oleada. Era
tal el noble aspecto de su inocente prisionero, que «hasta
los centinelas, viendo su generosidad, lloraban como unas
criaturas»
(DE, III, 6) -dice el sirviente de Torcuato-.
Sin embargo, no se captaría toda la fuerza del leitmotiv
emocional si no se ordenara, como la música, en relaciones
temporales muy especiales.
La unidad de tiempo se maneja
de tal forma en El delincuente honrado, que los episodios
parecen sucederse unos a otros con una rapidez melodramática
ya romántica. En realidad, no es sólo la emoción,
sino la emoción y la rapidez juntas, lo que lo lleva
todo tras sí. El espectador o lector, así como
los agonistas del conflicto dramático, llegan jadeantes
al final de la acción. La brevedad de las escenas
contribuye a la impresión de la rapidez, pero las
frecuentes referencias a la hora son
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aún más
importantes para la creación de esta impresión.
Para apreciar debidamente la gran innovación en el
uso de los datos sobre la hora en El delincuente, hace falta
tener presente que Luzán advierte a los dramaturgos
de su siglo «que el poeta calle enteramente el tiempo de
la acción, y no acuerde jamás al auditorio
las horas que van pasando [...], ni ofrezca a la vista cosa
alguna de la cual se pueda venir en conocimiento del tiempo
que pasa por la fábula»
7. Lejos de acatar este precepto,
Jovellanos se refiere diecisiete veces a la hora, ya directa,
ya indirectamente, por boca de sus personajes, así
como en las acotaciones, y aparece el mismo reloj varias
veces en escena, a saber: «(Sacando el reloj). Las siete
y cuarto»; «¡dejar la cama a las siete de la mañana!»
;
«Dijo que iba a la misa, y que volvía al instante»
(Acto I); «Desde las siete de la mañana [don Justo]
está zampado en la cárcel»
; «si acaso no está
aquí al mediodía, no se le aguarde a comer»
;
«vuelva después de las dos»
; «Señor, las doce
han dado ya»
; «Señores, la sopa está en la
mesa»
; «vamos a comerla antes que se enfríe»
; «lo
demás lo descubrirá el tiempo»
(Acto II); «Yo
trataré de volver a buen tiempo»
; «¡Tanta prisa! ¡Tanta
precipitación!»
(Acto III); «La escena es de noche»
(Acto IV); «La escena es de día»
; «(Sacando el reloj).
Ya no me queda esperanza alguna»
; «se oye el reloj que da
las once»
; «Señor [...], la hora ha dado»
(Acto V).
Emoción y rapidez temporal unen sus fuerzas, y el
resultante vendaval provoca las acciones, así como
la apasionada expresión de la angustia de los personajes
ante lo inexorable del decretado suplicio de Torcuato.
La
interpretación más liberal de la unidad de
tiempo autorizada por los comentaristas de la poética
clásica excede a las famosas veinticuatro horas. Según
Luzán, «por aquel pequeño exceso que permite
Aristóteles, han alargado este espacio a treinta horas,
y aun algunos a dos días»
8. Ahora bien: Jovellanos
observa la unidad de tiempo solamente de acuerdo con este
concepto liberal del precepto clásico, pues la acción
de El delincuente honrado comienza poco antes de las siete
y cuarto de una mañana y termina poco después
de las once de la próxima mañana: algo más
de veintiocho horas. Éste podría parecer, en
efecto, un muy pequeño exceso. En cambio, si se compara
el tiempo dramático
—425→
de la presente obra con el de
las comedias de Iriarte y Moratín, se verá
cuán revolucionario es El delincuente en el contexto
del teatro dieciochesco: en esas otras obras sólo
transcurren de dos a diez horas en las vidas de los personajes,
porque sus autores procuran guiarse en lo posible por la
más estricta recomendación luzanesca de que
el número de horas imaginarias de la fábula
coincida con las tres a cuatro horas que suele durar la representación
en las tablas. Además, lo que es observar la unidad
de tiempo con deseo de conseguir una verosimilitud basada
en la lógica del reloj, no hay ni un asomo de semejante
espíritu de observancia en El delincuente honrado.
La unidad de tiempo para Jovellanos no es sino un trampolín para llegar con un valiente salto a algo enteramente nuevo: se crea una tensión entre la observancia de la letra del precepto -sólo su letra- y una evidente voluntad de violarlo, señalada por las numerosas referencias a la hora. Por esta tensión la acción parece más larga, más compleja de lo que es; parece desbordar, por todos los lados, de los confines habituales del drama neoclásico. La aceleración de los sucesos es uno de los medios y una de las consecuencias del logro de un nuevo género de drama. No es ya la razón, el análisis de rasgos psicológicos cognoscibles entre límites espaciotemporales reducidos, lo que nos ha de convencer de la realidad del acontecer dramático, sino la rapidez engañadora de ese acontecer. No parece darnos tiempo de poner en tela de juicio la posibilidad física y psicológica de tanta acción y tanta pasión en tan poco tiempo.
Mas he aquí otro engaño y otra tensión arquitectónica en la obra, la cual se da entre su acción en realidad sencilla y el aspecto complicado de esa misma acción. Con los novelescos antecedentes del argumento a los que aluden los personajes, con el viaje a la Corte que Torcuato proyecta, con el viaje de Anselmo entre Segovia y el Real Sitio de San Ildefonso, etc., la acción parece compleja; pero lo que es acción escenificada, hay muy poca: se prende por equivocación a Anselmo, y se le suelta; se prende a Torcuato, se le sentencia, y se le pone en libertad al recibirse el perdón del rey -no hay más-. Y aun algo de esto sucede entre bastidores. Sin embargo, en la apariencia del simultáneo desborde del tiempo y la acción, tenemos -repito- importantes síntomas de un nuevo teatro en el que la ilusión depende, no ya de la razón, sino de la imaginación, un nuevo teatro romancesco, según apellidaba el severo —426→ Moratín a ciertas comedias poco ajustadas al arte9. Al mismo tiempo dependen igualmente de esos desbordes las reacciones emocionales de los personajes ante sus situaciones vitales: en efecto, la completa conjugación de ilusión y emoción es lo más característico de la nueva variante teatral que Jovellanos está ensayando.
En la comedia del Siglo de Oro prevalece la peripecia; en el teatro neoclásico predomina el carácter; en los grandes dramas románticos del XIX volverá a prevalecer la peripecia, mas compartirá con la reacción emocional, no su papel de móvil, pero sí su cualidad de síntoma sine qua non de lo que es teatro en la segunda época romántica; y es precisamente a este nuevo consorcio entre circunstancia y emoción al que se adelanta Jovellanos en su técnica. El desplazamiento del análisis psicológico por la reacción emocional está al mismo tiempo en consonancia con la teoría de Diderot sobre el género lacrimoso, a la que voy a referirme más adelante.
En la representación
del espacio dramático se produce otra tensión
-entre la observancia de la letra del precepto y la voluntad
de descubrir un concepto enteramente nuevo del espacio-.
Luzán reconoce la existencia de interpretaciones poco
rigurosas de la unidad de lugar, «pretendiendo algunos -dice-
que la escena pueda figurar toda una ciudad y algunas leguas
al derredor»
10; y es únicamente esta interpretación
libre de la referida regla lo que Jovellanos toma en cuenta.
Pues utiliza tres decoraciones diferentes: en el acto I la
escena representa «el estudio del corregidor, adornado sin
ostentación»
; en el acto II estamos en «una sala decentemente
adornada»
, quizás en la misma casa (pero nótese
el contraste entre las descripciones: «adornado sin ostentación»
-«decentemente adornada»
); en el acto III volvemos al estudio
del corregidor; y -mutación principal de toda la pieza-
en los actos IV y V nos encontramos en «el interior de una
torre del alcázar»
, primero, de noche con la luz de
una sola bujía, y luego, de día, con acompañamiento
de «música militar lúgubre»
. Se trata de una
ilusión espacial que no depende enteramente de la
razón, sino que ya también la imaginación
juega su papel importante. Esto se hace doblemente claro
cuando se considera que hay una fina adecuación artística
entre las cualidades
—427→
físicas del lugar y las psicológicas
de la acción figurada en ese lugar. El estudio del
corregidor y sus viejos librotes de derecho, en gran folio,
encuadernados en pergamino, sus procesos y otros papeles
legales, simbolizan la amenaza de pena capital que se cierne
sobre la cabeza de Torcuato; y en efecto esta decoración
sirve por la mayor parte para escenificar conversaciones
entre parejas de personas directamente afectadas por esa
amenaza y que hablan de ella en esos momentos: Torcuato y
su criado Felipe, Torcuato y su amigo Anselmo, Justo y Simón,
Laura y Simón, Laura y Anselmo. En cambio, en el acto
II, cuando hay mayor apariencia de normalidad y parece posible
otra vez hacer vida de familia, estamos lógicamente
en la «sala decentemente adornada»
, con grupos más
grandes de actores.
Pero lo más innovador desde el punto de vista de lo romántico es el cambio al lúgubre ambiente de la torre cuando el destino de Torcuato parece sellado. El simbolismo de los ambientes tétricos será característico de dramas románticos decimonónicos como Alfredo, Don Álvaro, El Trovador, El paje, etc. El ejemplo más ilustrativo, sin embargo, es el exagerado de la famosa parodia dramática ¡¡¡Ella!!!... y ¡¡¡Él!!!, incluida en el artículo de Mesonero Romanos, de 1837, sobre «El romanticismo y los románticos». Los títulos de los seis actos de ¡¡¡Ella!!!... y ¡¡¡Él!!!... -resúmenes de sus respectivos episodios- son: Un crimen; El veneno; Ya es tarde; El panteón; ¡Ella!; ¡Él! Y las decoraciones correspondientes son: salón de baile, bosque, la capilla, un subterráneo, la alcoba y el cementerio.
El lector atento sabe que El delincuente honrado
también contiene otras decoraciones que rivalizan
por lo sombrías con las de cualquier obra del teatro
romántico posterior: se trata de decoraciones cuyo
carácter aterrador no depende tanto de la ilusión
creada por Jovellanos, como del poder creativo de la imaginación
de las propias personas dramáticas. En las primeras
escenas, cuando Torcuato se propone huir para evitar la vergüenza
que su ajusticiamiento representaría para su querida
Laura, el leal Anselmo le pregunta: «¿Quieres que te siga?
¿Qué vayamos juntos hasta los desiertos de la Siberia?»
(DE, I, 3). Por si la perspectiva de este lejano refugio
no fuera bastante infausta, la afligida esposa de Torcuato
le dice: «Huye, huye al instante de este funesto clima donde
te persigue el infortunio»
(DE, II, 7). Típico romántico,
Torcuato se halla entre dos vacíos, uno lejano y otro
cercano, mas veamos cómo él mismo visualiza
ese vacío lejano al que proyecta su fuga. «Voy a huir
de ti para siempre -dice hablando con Laura-, y a esconder
—428→
mi vida detestable en los horribles climas donde no llega
la luz del sol, y donde reinan siempre el horror y la oscuridad»
(DE, II, 5). Se trata de un paisaje del alma, una Siberia
psicológica más bien que geográfica,
un país muy a propósito para los interminables
paseos mentales de quien sufre el fastidio universal.
El
paisaje infernal que Torcuato se imagina sesenta y dos años
antes del estreno del Don Álvaro del Duque de Rivas
sería tan adecuado como la decoración de riscos
inaccesibles, malezas, truenos y relámpagos que se
emplea como fondo para el célebre parlamento final
del satánico y virtuoso suicida mestizo Álvaro
cuando se arroja desde lo más alto de un escarpado
promontorio: «¡Infierno, abre tu boca y trágame! ¡Húndase
el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción...!»
(DA, V, 11). Torcuato parece ya añorar estos paisajes
olvidados por la mano del Creador. Corazón puro, inocente,
de un hijo de la naturaleza a lo Rousseau, pero con telón
de foro tenebroso, siniestro. En su Década epistolar,
de 1781, el Duque de Almodóvar observa que los argumentos
de las comedias lacrimosas derivan por la mayor parte de
novelas11 -observación que se repite en varias revistas
de la época-; y en efecto, el contraste entre alma
virtuosa y fondo luctuoso, macabro, es lo más típico
del roman noir o novela gótica de fines del setecientos
y principios del ochocientos, como se desprende de los mismos
títulos de esas emocionantes ficciones: Emelina, la
huérfana del castillo; Celia en el desierto; Huérfano
en el Rin; Los niños de la Abadía, etc. Nótese
que en estas novelas se utilizan ya paisajes amenazantes
(desiertos, ríos), ya alguna especie de arquitectura
tétrica o aciaga (castillos, abadías); y recuérdese,
en El delincuente honrado, el horrible clima sin sol imaginado
por Torcuato, así como ese funesto «interior de una
torre del alcázar»
.
Veremos otras influencias y tendencias
novelescas que como la presente todavía dejarán
su impronta en el drama romántico decimonónico,
mas tengamos en cuenta que la oposición entre alma
sensible y medio nefasto que por un lado estremece deliciosamente
a los lectores de todas las épocas y por otro lado
parece tan característica del romanticismo manierista
del siglo XIX, es en el fondo un fenómeno muy dieciochesco.
En primer lugar, el contradictorio placer que así
nos procuramos
—429→
es una experiencia humana que no era posible
explicar adecuadamente antes que Locke y sus sucesores hubiesen
descubierto las delicadas conexiones entre nuestras almas,
nuestros sentidos y nuestras circunstancias materiales. En
mi libro sobre Cadalso, llamé ya la atención
sobre la siguiente observación de 1699, debida al
Conde de Shaftesbury: «Donde se puede mantener una serie
o sucesión continua de tiernos y amables afectos,
aun en medio de espantos, horrores, penas y dolores, la emoción
es todavía agradable. Seguimos contentos hasta con
este melancólico aspecto o sentido de la virtud. Su
belleza se sostiene bajo una nube y en medio de calamidades
circundantes [...] da el deleite más sublime»
12. (No
es quizá sorprendente que ya en 1709, en otro ensayo,
el mismo Shaftesbury hable de la pasión romántica).
La frecuentación del esquema de personajes de corazón
tierno contrastados con medios lóbregos, inhóspitos,
puede al mismo tiempo ser reflejo ambiental de la ambivalencia
moral del héroe romántico que ya estudiamos.
Por fin, en estrecha relación con las líneas
de Shaftesbury y la doble moralidad del protagonista romántico,
es necesario señalar que el referido contraste entre
carácter y medio es consecuencia también del
acento cada vez más fuerte que los dramaturgos, los
novelistas y los poetas escriben sobre la pureza moral de
personajes que encarnan las cualidades del hijo de la naturaleza
o buen salvaje rousseauniano; porque tal tipo es mucho más
fácil de retratar en forma conmovedora si se lo presenta
acosado por lo satánico y sombrío, es decir,
como uno de los términos de un tajante contraste entre
inocencia y crueldad. En cualquier caso, la intención
es poner a prueba nuestra sensibilidad y nuestras glándulas
lacrimales, y realmente se le hace cada vez más fácil
y apetecible al lector del Delincuente asentir a estas palabras
de Torcuato: «Si las lágrimas son efecto de la sensibilidad
del corazón, ¡desdichado de aquél que no es
capaz de derramarlas!»
(DE, I, 3).
En su reseña de
El trovador (1836) de García Gutiérrez, Larra
escribe lo siguiente sobre la inesperada hazaña del
entonces novel poeta dramático: «Ha imaginado un plan
vasto, un plan más bien de novela que de drama, y
ha inventado una magnífica novela»
13. Con la voz novela
—430→
Larra alude a esas extravagantes redes de peripecias inopinadamente
encadenadas que marcan la enorme diferencia entre obras románticas
como El trovador y el drama de líneas clásicas.
La polaridad entre drama clásico y drama romántico,
así como la aparición de este último,
suponen la aceptación para el teatro, por varias generaciones
de dramaturgos, del concepto que Boileau había mantenido,
no del arte escénico, sino de la novela, como he demostrado
en mi artículo «Lo romancesco, la novela y el teatro
romántico»14. Me refiero a los siguientes versos de
Boileau, que cito por la primera traducción española
de 1787: «Disculpa en la novela todo tiene, / basta si la
ficción nos entretiene; / mucho rigor impertinente
fuera; / mas la escena razón pide severa, / y la justa
decencia ha de guardarse»
15. Ahora bien: ningún antecedente
más claro y legítimo del juicio de Larra sobre
el plan novelesco de El trovador hay que la autocrítica
jovellanesca contenida en El delincuente honrado; ningún
documento más apto para la ilustración del
extraño influjo inverso de la Poética de Boileau
sobre el drama romántico hay tampoco que la aludida
serie de cinco sarcasmos puestos en boca del intransigente
corregidor don Simón, hombre de mentalidad conservadora
tanto para la Literatura como para el Derecho.
El personaje
don Simón representa el punto de vista neoclásico
riguroso; y en sus comentarios negativos sobre la acción
de la obra en marcha tenemos en forma irónica un agudo
análisis de innovaciones muy positivas, así
como un inconcuso indicio de que Jovellanos hace tales innovaciones
con plena conciencia de su radicalismo. Para la debida interpretación
del primero de los sarcasmos de don Simón, es menester
recordar que la comedia del Siglo de Oro es de índole
más bien novelesca por su complejidad argumental,
su temática y su ambiente. Pues bien, Torcuato, triste
por la huida que planea y por la necesidad de confesarse
antes con Laura, expresa su pasión por su esposa con
toda la elocuencia amorosa de otra época, y ella responde
en el mismo estilo. Lo cual ocasiona esta pulla de Simón:
«¡Bueno! ¡Lindo! No lo dijeran mejor
—431→
dos amantes de Calderón»
(DE, II, 1). Quiere decirse que, en oposición a la
crítica neoclásica sobre los supuestos excesos
de la escuela de Calderón, tenemos otra vez, en El
delincuente, un teatro de tendencia novelesca que, aunque
sea sólo en la superficie, se parece en algo no obstante
al del siglo anterior. Las tres próximas ironías
de Simón se refieren todas al pasmoso giro que van
tomando los acontecimientos; Simón es enemigo de todo
melodrama. El criado Felipe viene a informar a don Simón
de que Torcuato ha ido al alcázar a confesar su culpa
para libertar a Anselmo, falsamente detenido por la muerte
del marqués. El comentario del neoclásico Simón
es el que sigue: «¡Jesús! ¡Hoy todos andan locos en
mi casa!»
(DE, III, 6). Después Simón se expresa
en el mismo tono, no ya sobre la novedad de la prisión
de Torcuato, sino sobre sus efectos no menos trastornadores:
«¡Este mozo nos ha perdido! Mi casa está hecha una
Babilonia; todos lloran, todos se afligen, todos sienten
su desgracia»
(DE, IV, 6).
En la penúltima escena
de El delincuente honrado, Simón, por unas palabras
que oye cambiarse entre Laura y Justo, descubre con indecible
sorpresa que Torcuato es hijo del magistrado que ha tenido
que sentenciarle a muerte. El comentario del neoclásico
Simón sobre tan melodramática agnición
se verbaliza así: «¿Su padre? ¿También tenemos
ésa?»
(DE, V, 6). Evidentemente, en este parlamento
juega un papel importante el sentido del humor de Jovellanos,
quien con la cáustica pregunta de Simón logra
insinuar a la vez la idea de que el encanto de estas anagnórisis
para el espectador está en razón inversa de
lo cursis y trilladas que son. Luego, en la misma escena,
todas estas ironías -la retórica amorosa calderoniana,
la casa llena de locos, la casa hecha una Babilonia y el
increíble parentesco entre juez y reo- se resumen
en otra nueva observación de Simón todavía
más clara y concluyente que las anteriores: «Señores,
cuanto pasa parece una novela»
(DE, V, 6).
Larra habría comprendido perfectamente la lógica de este chiste; y el uso de la voz novela para designar una acción extravagante revela la profunda conciencia jovellanesca de que su innovación en el teatro depende del acatamiento en sentido inverso del precepto de Boileau sobre la oposición entre técnica teatral y técnica novelística. La rebeldía de los dramaturgos románticos, en la medida en que tal palabra sea exacta, viene implícita ya en la poética del teatro clásico.
En mi
ya citado estudio sobre la novela y los orígenes del
teatro romántico, he investigado con detenimiento
la sinonimia entre las voces novela, novelesco y romance,
romancesco en los últimos decenios
—432→
de la centuria
decimoctava; y se utilizaba entonces este último adjetivo
(romancesco) para formular la misma clase de juicio literario
que Jovellanos expresa por boca del corregidor con el sustantivo
novela. Considérese, por ejemplo, el resumen parcial
que da Moratín de Lo que va de cetro a cetro, y crueldad
de Inglaterra de José de Cañizares: «Pasan
seis años entre la segunda y la tercera jornada. Eduardo
refiere al Conde de Feria cómo le llevaron a la bóveda
de su familia creyéndole muerto; cómo pudo
salir de allí, y cómo halló en la orilla
del mar una gruta y una mina, que por fortuna iba a parar
precisamente al jardín de la prisión de Estuarda:
todo romancesco, y de aquello que no sucede jamás»
16.
En el artículo indicado, llamo la atención
sobre el hecho de que a fines del siglo XVIII existían
así en la lengua castellana dos posibilidades para
el desarrollo de una terminología para el romanticismo,
basada, ora en la familia léxica de romance, ora en
la de novela.
Demostrose en tal forma que España estaba en ese momento, en la teoría teatral, a la altura de los demás países europeos, no obstante que esa terminología autóctona sería abandonada después debido a la adopción del adjetivo internacional, de origen inglés, romántico. Mas, por muy importantes que sean la teoría y la terminología, la técnica llevada a la práctica en obras individuales lo es mucho más para medir el progreso de una determinada tendencia literaria en un país y período determinados. En El precipitado (1773) de Trigueros se utilizan interesantísimos recursos literarios que no es posible describir sino como románticos: esto lo estudié en las primeras páginas de un artículo de tema general, «El incesto, el suicidio y el primer romanticismo español», de 197317. Merced al presente análisis de otra comedia sentimental rigurosamente contemporánea de El precipitado, tenemos aún mayor derecho a afirmar que a partir del último cuarto del siglo XVIII el teatro español cuenta entre sus alternativas auténticas y viables la forma romántica, ya bien definida en ese momento en la praxis de escritores de talento.
Resta un aspecto
por considerar: la influencia de la teoría de Diderot
relativa a la comedia lacrimosa; pues el drama romántico
está anticipado no solamente en la práctica
de los dramaturgos de la escuela lacrimosa,
—433→
sino también
en la teoría de esa escuela, según quedaba
expuesta con anterioridad a la composición de El delincuente.
Es sabido que Diderot enfoca la técnica del género
lacrimoso como una reacción en contra de la tragedia,
sobre todo en contra de esos interminables y fríos
monólogos que servían para la narración
de los antecedentes del argumento, la puesta en escena y
el análisis psicológico. «Tant que dure la
tirade -escribe Diderot-, l'action est suspendue pour moi;
et la scène reste vide»
18. Para Diderot vale más
la presencia inmediata del individuo, un individuo que represente
una profesión o un parentesco familiar que nos resulte
significativo; lo importante es sentir íntimamente
cómo ese personaje sufre por causa de sus circunstancias,
las cuales a la par que influyen en él, lo contienen
como si formaran el fondo de un cuadro mural que captara
lo esencial de su existencia con sus formas, sus colores
y sobre todo sus emociones. El drama constará así
de una serie de pinturas pantomímicas o cuadros animados
en los que los parlamentos no deberán ser demasiado
largos; o dicho de otro modo, el drama perfecto reunirá
situaciones muy variadas, de las que el pintor pudiera sacar
otras tantas pinturas.
Miraremos varios cuadros en El delincuente, mas por de pronto consideremos las consecuencias de tal afán pictórico para la forma dramática. La voluntad de exhibir diferentes cuadros y la consecuente necesidad de nuevos trasfondos llevarán forzosamente a frecuentes mutaciones y al abandono de la unidad de lugar en cualquier sentido estricto. Se escribirá un nuevo acento sobre la peripecia debido a la perpetua precisión de llevar la acción a diferentes locales o fondos pictóricos, y como resultado se producirá una marcada tendencia a abandonar también las unidades de acción y tiempo. Impartir mensajes morales con el ejemplo lacrimoso y preferir decoraciones, o sea cuadros de tonalidad lúgubre y fatídica, son como el anverso y reverso de la misma moneda. Recurriendo a las lágrimas como instrumento didáctico se da cada vez más importancia a la reacción emocional del individuo ante las inesperadas situaciones de esa acción nuevamente complicada, y he aquí los principales rasgos del drama romántico derivados tan claramente de las ideas de Diderot como de las otras teorías y condiciones que examinamos anteriormente. En relación con la insistencia de Diderot en el —434→ papel del parentesco en el desarrollo de la comedia lacrimosa, deberá notarse también el sugerente hecho de que las relaciones entre padres e hijas, entre padres e hijos, entre madrastras e hijos, entre madres e hijos, entre hermanos, etc. juegan un papel igualmente importante en dramas románticos del ochocientos como La conjuración de Venecia, Don Álvaro, Alfredo, El trovador, El paje, Los amantes de Teruel, Don Juan Tenorio, etc.
Existe un estrecho paralelo
entre la comedia lacrimosa y la pintura de Jean-Baptiste
Greuze, maestro de lo patético burgués, de
cuyos lienzos se ocupa Diderot en varios Salones entre 1759
y 1769: por un lado, tenemos un drama en lienzo; por otro,
cuadros en acción, pero siempre con la misma insistencia
en la corrección de la injusticia a través
del sentimentalismo. Sería iluminativo comparar ejemplos
de la pintura patética de Greuze con cuadros escénicos
tomados de la comedia sentimental francesa o española,
pero creo más sencillo buscar nuestro término
de comparación en un texto literario: se trata de
un cuadro natural, muy a lo Greuze, que Diderot describe
a base de una experiencia personal, relacionándolo
a la vez, en sus Entretiens sur «Le Fils naturel», con los
efectos que el autor de comedias lacrimosas debe lograr.
«Una campesina del pueblo que ve usted entre aquellas dos
montañas -dice Diderot hablando con Dorval- y cuyas
casas levantan sus tejados sobre los árboles, mandó
su marido a casa de sus parientes, que moraban en una aldea
vecina. Este desventurado fue allí matado por uno
de sus cuñados. El día siguiente yo entré
en la casa donde había ocurrido el accidente. Allí
vi un cuadro y escuché unas palabras que no he olvidado.
El muerto estaba tendido en un lecho. Sus piernas desnudas
pendían fuera del lecho. Su mujer desgreñada
estaba en tierra. Ella tenía los pies de su marido
en las manos; y anegándose en lágrimas, y con
una acción que las arrancaba a todo el mundo, decía:
'¡Ay!, cuando te mandé aquí, no pensaba que
estos pies te llevasen a la muerte'. ¿Cree usted que una
mujer de otro rango hubiera estado más patética?
No. La misma situación le habría inspirado
el mismo discurso. Su alma habría sido la de aquel
momento; y lo que es preciso que el artista halle, es lo
que todo el mundo diría en semejante caso, lo que
nadie oirá sin reconocerlo inmediatamente en sí
mismo»
19. Ruego al lector tenga presente el vocablo que he
subrayado en este pasaje.
En El delincuente honrado son frecuentes los cuadros en acción que recuerdan, ya la pintura patética de la escuela de Greuze, ya los infinitos grabados sentimentales que adornan las novelas y obras dramáticas impresas en los últimos decenios del setecientos y los primeros del ochocientos, alguna vez muy cursis, eso sí, pero no por eso menos conmovedores. Debido a esta semejanza se le ocurren sin esfuerzo al contemplador de los cuadros jovellanescos posibles títulos o pies para estos, del mismo estilo que los que se estampan debajo de los grabados lacrimógenos de esa época. Veamos cuatro ejemplos.
El acto I se abre con un cuadro
fatídico: a la fría luz del alba, solo en el
estudio del corregidor, «con semblante inquieto»
(DE, I,
1), rodeado de viejos librotes de Derecho y papeles relativos
a los castigos ejemplares, Torcuato medita sobre la triste
suerte que le espera por haber matado al por otra parte indigno
primer marido de Laura. La fisonomía del reo, el fondo
del cuadro, toda la composición expresa la misma idea.
Presentimientos de una muerte injusta podría ser su
pie. El próximo cuadro que contemplaremos tendría
a la fuerza que titularse La reunión a deshora. El
fondo es el interior de la lúgubre torre del alcázar;
magistrado y reo de muerte -los trajes indican estas condiciones-
acaban de reconocerse respectivamente como padre e hijo;
el reo, de rodillas, le besa la mano a su padre; y los continentes
de ambos respiran esa mezcla de sublime goce y profunda pena
tan en boga entonces; pues a Torcuato se le ve «con gran
ternura y llanto»
, según las acotaciones, y a Justo
«con extremo dolor y ternura»
(DE, IV, 3). En cualquiera
de estos ejemplos imaginemos que se para el reloj, que se
congela la acción; tendremos un cuadro de composición
perfecta.
Al penúltimo ejemplar de lo pictórico
patético en El delincuente quisiera titularlo Amanecer
del dolor, y tiene un interés especial, no sólo
por sugerir la composición de un cuadro, sino por
contener también una de las inspiraciones de esa exquisita
elocuencia natural que según Diderot es común,
en situaciones idénticas, a todas las clases sociales.
A Laura la vemos desgreñada, llorosa, con actitud
furiosa, caída al suelo; y en el fondo habrá
que suponer que se figura una ventana del alcázar
por la que se descubre un campanario en el que suena la hora
funesta y en la distancia un cadalso. Recuérdense
las palabras de la viuda en el cuadro de Diderot: «¡Ay!,
cuando te mandé aquí, no pensaba que estos
pies te llevasen a la muerte»
. Pues bien, Laura, loca y desesperada,
al querer ir a unirse con su adorado reo de muerte en el
cadalso, dice: «Tu sangre corre ya, derramada... ¡Ah!, voy
a detenerla»
(DE,
—436→
V, 5). Difícilmente se encontraría
ejemplar más aventajado de este género de elocuencia
espontánea brotada de la misma esencia de la situación
emocional. «Este melancólico silencio llena mi alma
de luto y de pavor»
-dice don Justo en la misma escena, creyendo
ya muerto a Torcuato, aunque sin haber recibido ninguna noticia
concreta-. Subráyese la voz silencio, que aparece
en el mismo momento en que se nos expone el cuadro de Laura
loca: es como si Jovellanos quisiera con ella puntuar la
cualidad muda o estática, el silencio, de la representación
plástica de la realidad, que él emula escénicamente.
Con la última muestra de esta galería jovellanesca
se introduce otro nuevo elemento pictórico: el díptico.
Lo sucedido en el alcázar con Laura y lo sucedido
en la plaza, según lo cuenta el Escribano en la escena
siguiente, son en realidad acciones simultáneas; en
cada caso, en el mismo momento de «melancólico silencio»
,
la acción toma la forma de un cuadro; y en el segundo
caso, reaparece, en efecto, esta misma frase, «melancólico
silencio»
, para recalcar a un mismo tiempo la calidad muda
del lenguaje pictórico y la relación díptica
entre las dos pinturas escénicas. El nuevo cuadro
es panorámico, y su pie podría ser El ídolo
indultado (ídolo, porque Torcuato, como todo héroe
rousseauniano-romántico, es la sinopsis de las aspiraciones
morales del pueblo). Toda la ciudad está reunida en
la plaza del alcázar; Torcuato está en lo más
alto del cadalso; el verdugo va a descargar el fatal golpe
-el momento de melancólico silencio-; pero al mismo
tiempo las caras de la multitud, algunas desfiguradas por
el más hondo dolor, otras risueñas con el regocijo,
revelan que se han escuchado simultáneamente la campana
que había de señalar la muerte del reo y una
voz -la de Anselmo que viene gritando: «¡Perdón, perdón!»
(V, 6); confusión redentora.
Dudo que ningún cultivador de la comedia sentimental haya sacado más provecho de la teoría de Diderot relativa a los cuadros escénicos. La genialidad de Jovellanos en el manejo de estos representa otro indispensable antecedente del teatro romántico decimonónico, en el que es conocidísima la frecuencia con que las decoraciones y la colocación de los actores en el escenario simulan la composición de un cuadro, y en el que aun es de uso frecuente la misma palabra cuadro; todo lo cual se practica de modo muy consciente en la obra de dramaturgos como el Duque de Rivas, quien era, además, pintor. Después de todo, la famosa parodia de drama romántico incluida en El romanticismo y los románticos de Mesonero es una obra en seis actos y catorce cuadros. En El delincuente honrado se anticipa toda la diversidad de los cuadros —437→ dramáticos del teatro romántico posterior: cuadros que representan la casa, la ciudad, la naturaleza, grupos pequeños de agonistas, multitudes. Por ejemplo, sin antecedentes como el pueblo reunido en la plaza para ver el triste espectáculo de la decapitación de Torcuato, sería mucho más difícil explicar el acto IV de La conjuración de Venecia, el cual es en su conjunto un cuadro de costumbres venecianas de Carnaval, en el que los únicos personajes en escena son representantes del pueblo. Por más de un motivo tuvo mucha razón una antigua alumna mía al señalar que la última comedia lacrimosa no se compuso hasta 1843; pues, aunque para esas fechas Cecilia la cieguita de Antonio Gil y Zárate, era una excepción rezagada20, el género sentimental sí sobrevivió como el mismo mesodermo del drama romántico del ochocientos.