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Academia Argentina de las Letras

Estudio sobre La Argentina y conquista del Río de la Plata y sobre su autor Don Martín del Barco Centenera

Juan María Gutiérrez
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

 

 

[3]

  Observa aquel que ostenta allí preclaro
  con Plectro de marfil, dorada Lira,
  a quien parece que en concepto claro
  canora Musa, heroica voz inspira:
  este el Barco será; que cuanto raro
  en la Argéntea región al Mundo admira
  cantará, y descubriendo sus grandezas,
  los cantos vencerán a las proezas.
  Doctor don Pedro de Peralla.- Lima Fundada.- Canto VII, oct. 128.
   
     Las principales fuentes históricas son todavía los historiadores primitivos, testigos y actores muchas veces de los sucesos que narran, i instruidos de ellos por la tradición reinante El lector encuentra en ellos ese colorido especial de la época, esa animación casi inimitable y ese interés que forman el principal atractivo de la historia.
  (Barros-Arana.- Int. al Comp. de Hist. de Am., pág. II).
   
  ...les rimeurs de chroniques, les plus plats des hommes, et qu'on ne lit que parcequ'il faut prendre l'histoire par tout, même chez les imbéciles.
  H. Taine.- Hist. de la lit. ang. T. ler.. pág. 227.- 2e. edit. Hachette.- 1866.


- I -

     Delante de la obra de que vamos a ocuparnos nos encontramos perplejos para clasificarla, pues toca por el verso en que está escrita con la poesía, con la historia por la materia, y con la prosa [4] más humilde por la desnudez del estilo y el desaliño de la locución. Miraría exclusivamente bajo cualquiera de estos aspectos, sería colocarse en un falso punto de vista, y cometer el mayor desacierto quererla medir con la regla del poema épico por el hecho material de hallarse escrita en octavas reales y dividida en cantos. Para nosotros sólo nos interesa por el título, más harmonioso que toda poesía para oídos de argentinos, por los hechos que narra, por los personajes que en ellos toman parte, ya europeos, ya indígenas, y últimamente porque es un trasunto vivísimo, aun de aquello mismo con que el autor no pretendió despertar la atención de la posteridad.

     Pero no sólo los bien nacidos son hijos-de-algo. Estas composiciones bastardas de la familia de la «Argentina» tienen su origen en las entrañas mismas, en la índole del pueblo español, rebelde en toda época, en literatura, a las disciplinas del gusto griego y del latino. Jamás la España, a pesar de la excelencia de los ingenios poéticos que la honran, ha producido poemas épicos que se acerquen a la Jerusalén del Tasso, ni siquiera a las Luisiadas de Luis de Camõens; así como tampoco pudo hermanar en su glorioso teatro dramático, el vuelo del genio con las unidades de las escuelas clásicas.

     Si la producción de Barco Centenera exigiera como las de la naturaleza, una clasificación indispensable en el museo de las letras, la colocaríamos [5] con entera confianza en la categoría de los poemas descriptivos. Y si hubiéramos de establecer su filiación histórica en los fastos de las letras españolas, pronto la hallaríamos en el movimiento especial que a la vanagloria de aquella nación impuso la descomunal ambición del Emperador Carlos V. Las vastas y ruidosas conquistas de este Atila moderno, tentaron el patriotismo de los poetas peninsulares, y se dieron a escribir Caroleas y Carlos Famosos, malgastando alguno de ellos hasta trece años de su vida, y abrumando la paciencia del lector con más de cuarenta mil versos, lamentablemente prosaicos.

     El Carlos famoso de don Luis Zapata, a que acabamos de aludir, es más que una obra de arte, una crónica ajustadísima a la más leal cronología, de la vida del emperador durante cuarenta años, siguiéndole el autor día a día, paso a paso, hasta que le ve agonizar en medio de remordimientos y de frailes en el obscuro monasterio que este acontecimiento ha convertido en una mansión célebre. En el reinado de su hijo, no eran de esperarse frutos mejores de ningún género, y durante él continuó en España la manía del poema narrativo histórico, con sólo cambiar de héroes y de asuntos; pero siempre descosidos y sin unidad como malas imitaciones que eran de la manera del Ariosto, quedando a gran distancia del maestro inimitable.

     El nuevo mundo que tantas dádivas valiosas [6] dispensó a sus conquistadores, reveló al caballeresco don Alfonso de Ercilla, un mundo también nuevo de poesía, dándole ocasión de admirar las virtudes primitivas, el valor, la constancia, la elocuencia homérica de los hijos indomables de las selvas de Chile. La Araucana es la expresión de esas virtudes, en lenguaje harmonioso, con una dicción sin rival; por esta causa y no por la regularidad de su plan, se consideró desde que vio la luz, como una excepción y como un modelo entre el fárrago de los poemas de su propia especie que producía la musa castellana contemporánea. El mismo autor dice más de una vez en el prólogo y texto de su obra, que su intento en ella ha sido hacer una historia de lo que vio y no componer un poema épico.

     La celebridad que logró adquirir Ercilla con su Araucana, despertó naturalmente en otros versificadores el deseo de conseguirla a su vez por el mismo rumbo; y como por otra parte eran entonces las hazañas de la conquista el blanco de la atención del mundo, se tentaron algunos testigos oculares y partícipes en ellas, a probar fortuna, y sin medir bien sus fuerzas, se aventuraron a cantarnos en versos endecasílabos, innumerables como las arenas del mar, lo que debieron habernos transmitido en prosa humilde para mayor pro de su fama y mejor esclarecimiento de la verdad histórica. Entre estos mal aconsejados, [7] el más antiguo es el beneficiado de Tunja, Juan de Castellanos. Pedro de Oña, Gaspar de Villaura, y Barco Centenera, vienen en pos de él; -el licenciado con su Arauco Domado, el capitán con los treinta y cuatro cantos de la Nueva Méjico, y nuestro arcediano Conquista del Río de la Plata. Pero estos no agotan por sí solos la lista de los poetas de poco vuelo a quienes inocentemente atrajo el resplandor de La Araucana. El primero de todos, cronológicamente considerados, es un hidalgo de Madrid, don Gabriel Lasso de la Vega, quien dio a luz por dos veces en el espacio de seis años su Cortés Valeroso y la Mejicana; y a éste siguió un biznieto de condes, aunque nacido en Méjico, llamado don Antonio Saavedra, que publicó, también en Madrid, el año 1599 una especie de vida y hechos de Hernán Cortés, en verso, con el título de Peregrino indiano: poema de dieciséis mil versos, escritos, según testimonio del autor en los setenta días que duró su travesía del océano que separa la Nueva España de la antigua (62).

     Tal es la larga familia a que pertenece Centenera, entre los miembros de la cual, considerados como individuos, si no falta ni la nobleza de la sangre, ni la que da el valor y el desempeño [8] de altos empleos, fáltales casi del todo como hombres de letras, la valentía de la inspiración, el linaje tradicional de una buena escuela, la distinción del estilo, y en fin la nobleza de la dicción que es la cualidad que señala, sobre todas, al escritor de buena descendencia. Esta familia no merece llevar en un blasón los carteles del hidalguísimo Ercilla, sino cruzados por barras transversales que indican bastardía según las reglas de la heráldica. Y empleamos intencionalmente esta forma metafórica al expresarnos, porque estamos íntimamente convencidos de que las prendas relevantes que mostró el autor de La Araucana como poeta y como versificador, son de aquellas que no se heredan, emanaciones especiales de su alma escogida, de la pureza de sus sentimientos, de la grandeza caballerosa de su carácter que nos recuerda la del sublime autor del Quijote, más gigante como hombre que como creador de este inimitable trasunto de las flaquezas y virtudes del corazón humano.

     Ercilla se educó en el seno de la sociedad más distinguida de su tiempo, en el palacio del sucesor de Carlos V, acompañándole en sus viajes por mar y por tierra; en 1547, cuando fue aquel príncipe a tomar posesión del ducado de Brabante, y cuando nueve años más tarde pasó a Inglaterra a casarse con la heredera de este reino. Visitó todas las provincias de España, la Italia, la Inglaterra, la Francia, la Alemania, el Austria [9] hasta los confines de Hungría, adquiriendo a estos viajes, como dice el único biógrafo que de él conocemos, gran caudal de noticias y de prudencia, viendo como otro Ulises, tanta diversidad de naciones y de humanas costumbres.

     Hallábase Felipe II en Londres, gozando de su luna de miel (si esta expresión idílica, pudiera cuadrar a semejante personaje) cuando llegole la noticia de un gran levantamiento de naturales en Arauco; y como tuviese consigo, y entre sus cortesanos, a Gerónimo de Alderete, nombrole capitán y Adelantado de aquella parte de sus dominios, con encargo de establecer en ellos la paz. La imaginación de Ercilla, que entonces contaba 21 años de edad, quedó cautiva al escuchar cuanto se decía de aquella parte de América entre los cortesanos de la comitiva del Rey, y haciendo un paréntesis a sus inclinaciones de humanista y de estudioso, de que ya había dado muestras, así como de viveza, de ingenio y de seriedad de carácter, ciñose por primera vez una espada y se embarcó con Alderete para Lima en las aguas del Támesis. Llegó a la capital del Perú en circunstancias en que, habiendo fallecido el Adelantado, el Virrey marqués de Cañete, preparaba una expedición a Chile al mando de su hijo don García Hurtado de Mendoza, y con esta expedición partió don Alonso de Ercilla para el teatro de sus hazañas como valiente, y de sus glorias, mayores aún que las conseguidas [10] con la espada, como inspirado cantor de las virtudes de los hijos de la naturaleza.

     Allí se halló en siete batallas campales, en las cuales no quedó atrás en denuedo de ninguno de los demás capitanes españoles, «haciendo por la espada; aún más de lo que dijo por la pluma», según el irrecusable testimonio de Pedro de Oña (63), quien, como parcialísimo de don García, no podía serlo mucho de Ercilla, puesto que escribía su Arauco para vengar a aquel general del silencio noblemente vengativo guardado a su respecto en La Araucana. Cuando don García intentó extender la conquista hacia el Sur, llevó consigo a Ercilla, y antes de emprender el regreso, llevado de su anhelo por señalarse en proezas no comunes, acompañado por unos cuantos soldados y adelantándose más allá del lugar a donde se detuvo su jefe, descendió de su caballo, y escribió sobre la corteza de uno de esos pinos gigantes de las selvas del extremo de Chile, la fecha de febrero de 1558, comentada con estas inmortales palabras: «Aquí llegó don Alfonso de Ercilla, donde ningún otro hombre ha llegado hasta ahora»; acción que nos recuerda aquella que de Balbra refiere la tradición, quien deseando ser el primero en acercarse a las costas recién descubiertas del mar Pacífico, detuvo la marcha de sus compañeros, y adelantándose solo entrose [11] en las ondas saladas, hasta la cintura, con el estandarte castellano enarbolado en la diestra.

     Pero el rasgo más característico de la firmeza e hidalguía del ánimo de Ercilla, se manifiesta en un lance que hubo de costarle la vida y le enemistó con su general. Celebrábase en el campamento de don García, la noticia de la Coronación de Felipe II, por abdicación de su padre, y entre las diversiones propias de soldados, emulábanse entre sí los de la expedición, sobre quien daba en mejor parte a un blanco colocado para probar la mayor destreza o el mejor ojo en el manejo del arcabuz. Esta inocente rivalidad, era, en casos análogos, motivo de serias pendencias entre aquellos hombres familiarizados con las batallas y con la sangre. Don Alfonso, picado en la honra por su camarada don Juan de Pineda, se fue con él a las manos, o más bien a las espadas, y dividieron en dos la opinión del campamento, de que resultó una especie de motín, conflicto intestino que don García reprimió con demasiada severidad condenando a muerte a Ercilla. Éste se vindica en pocas y moderadas palabras en el canto XXXVI de su poema, diciendo que hubo poca reflexión en el juez dando exageradas proporciones a un delito que sólo había consistido por parte del reo en poner mano a la espada,

           Nunca sin gran razón desenvainada. [12]           

     Tal era el soldado: el hombre de sentimientos se pinta en todo su poema, en términos, que, según un compatriota suyo moderno, (que mucho se le parecía en las altas prendas del carácter y del ingenio) excitarán siempre la simpatía de todo corazón bien inclinado y generoso, porque el joven poeta es el solo que en su conducta y en sus versos aparece como hombre entre aquellos tigres feroces, oyendo la voz de la clemencia y de la compasión, y siguiendo las máximas de la justicia (64).

     Y si fuera necesario autorizar aún más este juicio acerca de la perfección moral de la persona del autor de La Araucana, recordaríamos la terneza varonil, al mismo tiempo que pudorosa, con que supo expresar su pasión cuando se sintió rendido al mérito y a la belleza de la mujer que fue su esposa, y brilla en su poema como una estrella inmortal. La pintura que hace de su María de Bazán es llena de suavidad, de comedimiento y de castísimo perfume:

              Era de tierna edad, pero mostraba           
en su sosiego discreción madura,
y a mirarme parece la inclinaba
su estrella, su destino y mi ventura: [13]
yo, que saber su nombre deseaba,
rendido y entregado a su hermosura,
vi a sus pies una letra que decía:
del tronco de Bazán doña María.

     Nos vemos forzados a prestar un flaco servicio al Arcediano Centenera, de quien tenemos que ocuparnos detenidamente, habituando el paladar del lector a la dulzura de estos versos que tanto distan de los de aquel, por el concepto y la armonía. Pero como hemos apuntado antes que en nuestro concepto, la superioridad literaria de La Araucana comparada con los poemas que forman su descendencia, proviene más que de las dotes intelectuales de Ercilla, de las de su carácter, más que de las del literato de las del hombre, hemos trazado el rápido bosquejo de su vida que antecede; y no será culpa nuestra, si al trazar el de la vida de Barco Centenera, rastreando sus perfiles por entre las octavas de La Argentina, resultase una figura pálida y de mala catadura al lado de la muy airosa de don Alfonso de Ercilla y Zúñiga.

     En el curso de este estudio hemos de hacer notar cómo, según el testimonio de Centenera mismo, el indio Chiriguano, en cuya denominación parece querer comprender este autor toda la raza guaraní, señora de las regiones que se dilatan desde el corazón del Brasil hasta las faldas orientales de los Andes bolivianos, no era de [14] peor condición, ni en bravura, ni en civilización relativa, ni en el don de la palabra, al araucano, y por consiguiente no depende tampoco la inmensa distancia que media entre su poema y el de Ercilla, de la desigualdad o desproporción entre unos y otros héroes. Tan humilde y obscuro es a primera vista el asunto de La Argentina como el de La Araucana; pero ambos tienen a su favor, el interés y la novedad del espectáculo que ofrecen los objetos desconocidos de una naturaleza virgen e intacta, y las costumbres, los usos, los sentimientos y el lenguaje del hombre primitivo, colocado por Dios en los primeros escalones de una civilización llamada a tener un desarrollo especial. ¡Qué campo para el poeta, y para la poesía sobre todo! Ercilla supo sacar provecho, en gran parte, de estas ventajas que le ofrecía el teatro presente a su imaginación, y sobre todo de las que le brindaban los motivos morales que animaban a los indígenas el defender su patria, sus familias, las ciencias de su nación y la independencia; sentimientos, dice el noble Quintana, con los cuales simpatiza siempre el corazón humano en todas las edades de la vida y en todos los parajes del mundo.

     Hemos de ver, más adelante, cuanto se esterilizan estos medios de buen éxito bajo la pluma de nuestro Centenera, y como pasa éste, sin advertirlo, al lado de los Lautaros, de los Galvarinos, de las Tegualdas y las Fresias, figuras [15] terribles y patéticas o risueñas que embellecen la creación de Ercilla. Barco Centenera lejos de dar vida a personajes de esta especie, les hunde y elimina con toda la fuerza de una excomunión, con los despreciativos dictados, de malvados, de perros, de arteros, como lo hace por ejemplo, con Yamandú, cacique y sacerdote de los guaranís de las orillas del Paraná. Pero Ercilla no era teólogo y arcediano como el cantor de La Argentina: aunque amamantado en la corte del regio arquitecto del lúgubre Escorial, no tenía por oficio perseguir al demonio ni disputarle la posesión de las almas. Para esto solo había venido Centenera a América, y el ser humano, la imagen de Dios por excelencia que en ella se le presentaba bajo aspectos desconocidos para él, se pintaban en su conciencia al través de un prisma esencialmente engañoso. Todos los arranques espontáneos de una sensibilidad sin riendas de convención, manifestados por los indígenas de una manera elocuente por la palabra pintoresca de sus bellos idiomas; los rasgos de sagacidad y de ingenio; los transportes de la pasión; la ira noble, y el resentimiento bien fundado, contra sus dominadores, no eran, para el arcediano otra cosa que instigaciones del enemigo malo apoderado de aquellas almas idólatras. Éste, por otra parte, es el espíritu en general de los catequistas españoles del nuevo mundo, como puede verse en cualquiera de los historiadores [16] misioneros, y en sus imitadores, desde Montoya hasta Xarque: si nos limitamos en esta prueba al Paraguay y Río de la Plata (65). ¡Así fueron de opimos los frutos que cosecharon!

     La Araucana, tipo del poema de que vamos a ocuparnos, no es épico por su estructura, ni quiso darle su autor los caracteres esenciales de tal. Bien sabía él que semejante máquina, estando a los preceptos y a los ejemplares de la antigüedad, requiere un héroe, una acción, un encaminamiento progresivo hacia el fin o desenlace de la fábula urdida, y que hasta los caracteres subalternos y los episodios, a pesar de su diversidad, deben enlazarse estrecha y armoniosamente con el asunto y con el protagonista. Pero como ya lo hemos dicho, y lo repetiremos con las palabras del crítico eminente cuyas opiniones aceptamos, La Araucana no es una epopeya sino una narración verídica de los acontecimientos de que el autor fue testigo, algún tanto amenizada con los halagos de la versificación y del estilo, y con algunos episodios.

     De manera que la falta de lealtad a la forma severamente clásica de la epopeya, no es un cargo serio que pueda dirigirse a un imitador de segundo o tercer orden como Centenera. Si da comienzo a su obra describiendo la grandeza del [17] Río de la Plata, del Paraguay, sus islas, y las aves y peces que hay en ellas, un principio semejante tiene la de Ercilla, cuyo canto primero está consagrado a la «descripción de la provincia de Chile». Si Centenera hostiga a su lerdo Pegaso hasta obligarle a saltar de las orillas del Plata a las de Rimac para maldecir de más cerca al marino capitán de la Reina depravada (66), en esto no hace más que seguir el ejemplo de La Araucana, cuyos episodios son tanto o más ajenos a su asunto que los de la Argentina. A gala tenían los discípulos el incurrir en estas excentricidades del maestro, y así vemos que Oña, dando a su vez de mano a sus araucanos y poniendo a rumbo opuesto su trompa épica, pregona la gloria, al mundo nuevo,

           De don Beltrán de Castro y de la Cueva,           

vencedor, en las aguas del Pacífico, de otro pirata inglés a quién él llama Richerte Aquines, por antipatía ufónica contra las W dobles y la k del apellido Hawkins, que es el verdadero de aquel afamado marino (67).

     El cargo justo y serio a que debe responder nuestro don Martín del Barco Centenera, es el haberse entrometido a historiar en verso, lo que [18] apenas hubiera escrito bien en prosa casera y corriente, porque aún en esta se halla a mucha distancia de don Antonio Solís y de cualquiera de los buenos prosistas castellanos aún de su época. Y es lástima que nos hayan impuesto la pesada tarea de descifrar lo que quiso decir tratándose de los interesantes sucesos del Río de la Plata, que él únicamente ha legado a la posteridad como testigo ocular.

     En vano hemos buscado juicios ajenos favorables a La Argentina, como obra de arte. El único con que hemos tropezado es el que encierra una de las octavas de la Lima Fundada, del peruano don Pedro de Peralta. Pero este poeta sin poseer las dotes de Lope, fue tan pródigo como el autor del Laurel de Apolo en sus elogios inconsiderados y ponderativos a todas las mediocridades del Parnaso, y no puede considerársele como crítico, sino como apologista benévolo y apasionado para con todos los escritores que más o menos directamente se relacionan con el Virreinato del Perú, por el asunto o por el origen. Y aunque hasta ahora nadie se haya ocupado de estudiar directamente el poema de que se trata, porque no es fácil que se resigne a semejante empresa, persona que no sea muy interesada en los pormenores de nuestra historia, y tenga a más una paciencia a prueba de malos versos y de octavas dislocadas y desapacibles, podemos sin embargo apoyar con algunos nombres [19] autorizados, el juicio poco favorable que rodea, no como una aureola, sino como niebla opaca, la figura poética de nuestro arcediano.

     Parece que don Juan Bautista Muñoz, al hablar en su historia del Nuevo Mundo de los historiadores-poetas, hubiera cortado un sayo, valiéndose de la tijera de un gran filósofo, a nuestro buen Centenera: «Es cierto, dice con gravedad el señor Muñoz, lo de Platón, que el poeta cuando se sienta en la trípode de la musa, no está en su seso, y dice cuanto se le ocurre sin distinguir lo verdadero de lo falso. Y aún más cierto que los versos no se han hecho para la historia» (68).

     Mas expresa que esta alusión indirecta en la crítica con nombre propio que otros le han dirigido. M. Ternaux Compans, que parece haber hojeado con curiosidad de bibliófilo y de americanista, nada más, los cantes de La Argentina, la declara sin apelación, «no un poema sino una crónica rimada» (69), sin dejar de observar que la edición original, est très rare. El señor don Eugenio de Ochoa, al publicar en París el «Tesoro de los poemas épicos españoles» acepta la opinión anterior traduciendo las mismas palabras del erudito francés.

     Es de notarse que aquí termine, y a esto quede reducido, lo único que encontramos originalmente [20] escrito en lengua española por un peninsular (70) acerca de libro tan curioso como el de Barco Centenera, y nos es necesario trasladarnos hasta Boston para escuchar sobre el particular la opinión de un hombre capaz de formarla con conocimiento de causa. M. Jorge Ticknor, diligente historiador de la literatura española, después de dar algunas noticias biográficas sobre el autor y sobre el asunto y distribución de materias del poema de Centenera, añade que es «largo e insulso» (a long, dull poem) no, cansado y fastidioso con extremo, como han traducido los señores Gayangos y Vedia, y que en sus veintiocho cantos, campea la credulidad formando una mezcla informe de historia y de geografía: sin embargo, añade el señor Ticknor, esta obra goza de consideración como recuerdo de las singulares aventuras que el autor mismo presenció u oyó relatar (71).

     El compilador de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata, hizo cuanto le fue posible para levantar el crédito poético de La Argentina que reimprimió en el tomo segundo de dicha colección; pero la mayor parte de las citas que hace en pretendido abono del estro de Centenera, logran [21] ponerle más bien en mal punto de vista, siendo así que no carecen sus octavas de una que otra perla que pudiera sacarse a lucir con agrado de los más delicados en materia de buenos versos, aunque ninguno de ellos sea digno de competir con los modelos más acabados de la poesía castellana como lo pretende el intencionado compilador.

     En cuanto al valor histórico de La Argentina, no estamos distantes de la opinión manifestada por éste. Si Barco Centenera no hubiera relatado las empresas, ya de éxito feliz o funesto que cometieron los soldados españoles en estos países del Plata, y en las cuales fue generalmente actor y testigo, durante largos años; careceríamos de los únicos testimonios que poseemos de un período importante de nuestra historia antigua.

     Centenera es el exclusivo cronista del Adelantado Juan Ortiz de Zárate, y el biógrafo más minucioso de una parte de la vida del famoso fundador de Buenos Aires, don Juan de Garay, y al lado suyo se encontraba cuando se echaron los primeros cimientos de esta gran ciudad (72).

     La administración de aquel mismo y la de su sucesor Mendieta, no puede estudiarse ni conocerse en otra fuente original y verídica que en los versos de La Argentina (73). Su mismo [22] autor, como si tuviera presentimiento de que la posteridad no había de tenerle presente sino como cronista, tiene particular cuidado en recomendar su veracidad, diciendo que aunque su musa canta en verso escribe la verdad de lo que ha visto por sus propios ojos u oído referir a los testigos (74). Y consiguió de tal grado granjearse la confianza de los escritores posteriores en la exactitud de su testimonio, que estos han aceptado hasta sus errores, especialmente en la observación de los objetos de la naturaleza, materia ajena a su profesión y resbaladiza para un hombre de imaginación en medio de las novedades de un mundo inexplorado.

     El señor Azara, en el juicio o escrutinio severísimo que hace de las fuentes históricas de nuestra conquista, pone muy abajo a La Argentina aconsejando que se consulte lo menos que se pueda la obra del clérigo extremeño, tan escasa de conocimientos locales y tan sobrada de tormentas, batallas y circunstancias increíbles. Pero si en descargo de Centenera como historiador no nos permitiríamos rectificar el juicio del señor Azara en los términos que lo hace el señor Funes en la página IV del prólogo de su Ensayo, llamaremos, sí, la atención sobre la razón principal, en nuestro concepto, de los desdenes del geómetra hacia el poeta. Aquél acusa [23] a éste de empeño en desacreditar a los jefes y cabezas de la conquista, y en este concepto se considera herida la susceptibilidad del patriotismo exagerado del Aragonés, en presencia de la sencilla y desnuda verdad del Extremeño, en cuyo espejo se miran retratados, cuales fueron, los fanáticos exterminadores de nobles y generosas razas.

     El señor Azara procede en la historia como en la geografía: las fechas son para él, y en esto le hallamos razón sobrada, como las posiciones principales de un mapa, y dentro de esas fechas, ajusta, sin consideración a otra circunstancia, el curso de los acontecimientos humanos, tan modificables, tan inesperados, tan contradictorios a veces, como resultado que son de la inconstante voluntad del hombre y de la explosión súbita de sus pasiones. Para el señor Azara la historia americana debe ser un simple derrotero; una expedición, un diario de viaje; la biografía, hechos materiales sin rasgo alguno del carácter moral del individuo. Para él, por último, la historia de la conquista debe reducirse a una especie de superficie plana en donde sólo se miren estampadas las huellas lineales de su marcha, las distancias recorridas, el rumbo del compás, el número de soldados, sin que se altere este orden, tan plácido para la mente del matemático, con el ¡ay! de los que agonizan a centenares, con las quejas de los europeos extenuados [24] por el hambre, que se arrastran como sombras perseguidoras, tras de los que rebosan en dones espontáneos de la naturaleza, suficientes para llenar las necesidades del hijo parco de los bosques. Todo esto está pintado con colorido y dibujo, vivo sino correcto, en el poema de Centenera, tan repulsivo para el observador sin rival de nuestra naturaleza física. [25]



- II -

     Don Martín del Barco Centenera, vino al Río de la Plata en la expedición del Adelantado Juan Ortiz de Zárate, y por consiguiente la relación del viaje escrita por él mismo en el canto VIII de su poema, es una página de su biografía que bien merece recorrerse por entero. Esta expedición se componía de tres navíos, una cebra y un patache, y probablemente estaba abastecida del número de familias y de animales que consta del convenio celebrado con el Virrey del Perú, confirmado por el Monarca español en 10 de julio de 1569. Según aquel convenio el Adelantado debía introducir en el Río de la Plata, doscientos hombres labradores y de otros oficios mecánicos, trescientos de armas, vestidos y municionados a sus expensas, y a más cuatro mil cabezas de ganado vacuno, otras tantas de lanar, quinientas yeguas y caballos, e igual número de cabras, en el término de tres años. En cuanto a los animales, a excepción tal vez de los caballos, se proponía Zárate transportarlos al Río de la Plata desde los campos de pastoreo que poseía en Charcas y en Tarija. [26]

     Esta expedición, que partió del Puerto de San Lúcar el día 17 de octubre de 1572, después de muchos contrastes, arribó a la isla de Santa Catalina con pérdida de trescientas personas de ambos sexos, circunstancia referida por el señor Azara, quien a pesar de este testimonio acusa a Centenera de querer desacreditar a los jefes de la expedición con sus vivas descripciones del hambre y penurias que experimentaron las gentes de Zárate durante su navegación sobre las costas del Brasil. La narración del autor de La Argentina, tiene sin embargo, todos los caracteres de la verdad, y ha hecho bien en seguirla el Deán Funes. Centenera pinta los buques de Zárate como «mal aderezados», a cuyo bordo iban mezclados y confundidos los solteros y los casados, las casadas y las doncellas, a manera de condenas a muerte (75). Una de las embarcaciones era un patache que conducía como quince o veinte pasajeros, según la expresión del mismo Centenera, quien parece quisiera significar que eran gentes de condición especial. Bien pudiera referirse a los primeros religiosos franciscanos de quienes Zárate fue también el primer importador en el Río de la Plata, en cuyo número, que le hace ascender hasta veintiuno, se contaba el afamado misionero fray Luis Bolaños, que estudió antes que nadie la lengua guaraní aplicándole [27] las reglas de la gramática, y a quien se atribuye la formación del más antiguo diccionarios de aquel idioma.

     A poco andar, la «armada entregada a las ondas de Neptuno», es acometida de tan recio vendaval que sólo se salva por la misericordia divina,

           Y viendo andar el mar por las estrellas           
de temor lloran hombres y doncellas.

     Esta tempestad les asaltó en el golfo de Yeguas, y después de haber descubierto la costa «malhadada» del África, llegaron a los veinticinco días de navegación, y en la madrugada de uno de ellos, a la isla de Gomera en donde se olvidaron todos los pasados peligros y las promesas que el temor de Dios les había arrancado durante el peligro:

           Que pasado el peligro, olvida luego           
el marchante el voto, prece y ruego (76).

     A los tres días de reposo en aquella isla, salieron de la Gomera para las de Cabo Verde en vía recta y llenos de contento, «gozo que se volvió muy presto en llanto», porque a causa del mal viento y el terror de los pilotos, anduvieron los navíos sin concierto, hasta que lograron tomar el bueno y muy alegre puerto de Santiago. [28] Y aquí, el autor, cumpliendo según él con su obligación (77), describe el «temple» de aquel puerto, cuyos habitantes, lúcidos y galanes, a pesar de lo enfermizo del lugar y lo peligroso,

           por el inglés corsario y belicoso,           

viven, como buenos lusitanos, contentos y alegres. Centenera parece que fue, bien tratado en Santiago, y visitado por los principales vecinos, entre los cuales hace especial mención de un caballero de buen trato y compostura; alegre, placentero, conversador y decorado por mayor abundamiento, con una encomienda. Este «desventurado», estaba casado con una negra rica, cosa que a Centenera, que no era portugués, le causa gran admiración y le arranca la siguiente epifonema:

           ¡Mirad pues el dinero a cuanto obliga!           
Que sufre este en sus ojos una viga.

     La expedición continuó su viaje con viento próspero; pero muy pronto sobrevinieron las pesadas calmas de las cercanías de la línea y su calor sofocante, de manera que todos perdieron el contento y se habrían considerado felices en regresar a España, mucho más cuando pasaron [29] en esta situación quince días largos durante los cuales,

           algunos en la línea se murieron.           

     Doblada la línea, y estando a 10 días del mes de marzo, (1573) estación en que con cierto tinte melancólico, recuerda el autor que comienzan a tomar nuevo traje los campos de su España, se separan involuntariamente las naves de la expedición, las cuales con rumbo al Brasil, y temerosas de los peligros de sus costas, extravían el rumbo, y el patache llega antes que los demás al puerto de San Vicente. Aquí encontraron al famoso por sus desmanes, Ruy Díaz Melgarejo, encargado de llevar al Brasil desde la Asunción al gobernador Felipe de Cáceres, el de los pleitos, disentimientos y rencillas con fray Pedro de la Torre, primer obispo del Paraguay, quien también acompañaba, con intención sin duda de procesarle en la corte, al prisionero de Ruiz Díaz. Y aquí también tuvo ocasión Centenera de conocer y de tratar al célebre misionero José Anquieta, en cuyos brazos murió el mencionado obispo La Torre, y acerca del cual le dio algunas noticias propias de la crédula piedad de aquel apóstol brasileño (78).

     Parte de la gente del patache, aconsejados por Melgarejo, continuaron el viaje en su compañía, y parte se quedó en San Vicente, reflexionando [30] que el haberse extraviado del resto de la flota les proporcionaba la seguridad de que allí disfrutaban. Entre tanto las demás naves del Adelantado, descubrieron tierra en la mañana del 24 del mismo marzo, sin lograr puerto en ella hasta el día 3 de abril en que entraron en uno muy desabrigado llamado de don Rodrigo. Tomada desde allí la derrota del Río de la Plata, fueron asaltadas las naves por una borrasca en la que el mar, al mandato del sañoso Neptuno, levantaba olas tan altas como los picos de Teide o de Potosí, poniendo en conflicto a la Capitana, y a la Vizcaína que habían logrado guarecerse en una especie de bahía. Hallábanse todavía en tierras del Brasil, y en dominios de la raza guaraní, como pudieron cerciorarse los que se aventuraron a dejar las naves y a ponerse en relación con los naturales, quienes acogieron muy bien a los españoles y los sirvieron en cuanto les fue posible. Ellos mismos, con la mayor confianza, se entraron en las embarcaciones menores para conducir a los navíos sus productos, que trocaron por objetos de la industria europea. Usaban, dice Centenera, flechas y muy crecidas, tenían las carnes ennegrecidas por el aire y el sol, y sin embargo mostraban deseos de cubrirlas como los españoles;

           que estima esta nación mucho cubrirse           
y nuestro modo y forma de vestirse. [31]

Un indio anciano, les aconsejó que se dirigieran al puerto de Santa Catalina, ofreciéndoseles él mismo a servirles de práctico. Aceptaron el consejo y la oferta, y reuniéndose todas las embarcaciones de la expedición, costearon la tierra hasta fondear en el puerto de Iyumirí, nombre que significa «boca angosta y chica». Aquel surgidero era capaz para mil naves y abundaba en pescado: los aires eran apacibles, la tierra amena y alegre;

           empero del armada Zaratina           
aquí fue la caída y grande ruina.

     Expresamente seguimos a la letra el texto de Centenera, porque estos pormenores tan significativos, han pasado como si no constaran de la crónica escrita por un testigo ocular, para la mayor parte de los historiadores del Río de la Plata. Azara, especialmente, que tanto ha aprovechado de la exactitud prolija de La Argentina, poseído de su manía de ocultar los desastres de las empresas de la conquista, ocasionados por la imprevisión y la incompetencia de sus jefes, pasa como por sobre ascuas, sobre «los trances dolorosos, el hambre, la tristeza, la muerte, los suspiros y lamentos», que al terminar el VIII de sus cantos reserva para el nono el historiador en verso del Río de la Plata (79). [32]

     Este canto IX, es una rara galantería de su autor, pues no nos parece muy propia la materia para ofrecerla, como lo hace, a las «damas bellas» en cuya hechura se complace la naturaleza. Pero sea cual fuere la razón de esta extraña dedicatoria, la de los males padecidos por la gente de Zárate en la isla de Santa Catalina «de tantos españoles sepultura», la atribuye su historiador a la codicia y al egoísmo que cegaban al Adelantado. Pocos días después de haber celebrado con gozo y alegría la fiesta del Corpus, y dado por esta circunstancia la denominación de Corpus Christi, al puerto donde se hallaban los expedicionarios, abandonolos el Adelantado dejando en su lugar al capitán Pablo Santiago, y llevándose consigo ochenta hombres selectos al puerto de Ibiacá, lugar poblado y bien abastecido por la liberalidad de los indígenas. Quedaron en la isla entregados al mayor desconsuelo y sujetos a una mezquina ración de seis onzas de harina por cabeza, como trescientos soldados y cincuenta mujeres, entre doncellas y casadas,

           sujetas a miseria y tristes hados,           

     Al Adelantado «muy poco se le da» que perezcan de necesidad aquellos mismos a quienes tenía obligación de cuidar y favorecer, y cierra los oídos a las advertencias que se le hacen sobre [33] la escasez de las raciones; porque él que

           «está seguro en talanquera (80),           
muy poco se le da que el otro muera».

     Así fue, que desmoralizados los soldados con semejante conducta, comenzaron a desertar sin que fuera bastante a contenerles la severidad de la última pena, que se aplicó a más de uno. Cinco gallegos y un castellano fueron los primeros que se internaron en el corazón de la isla, y a estos siguieron tres grumetes de corta edad y un

           portugués mulato brasilero,           

el cual fue capturado y condenado a muerte de horca, escapándose de esta pena, no porque alegase haber recibido los primeros grados de sacerdote, sino por haber muerto de pavor cuando vio que no le valía para nada su ingeniosa excepción.

     Al mencionar estas sentencias aplicadas a delitos que atribuye exclusivamente al hambre, se levanta Centenera con todos los ocho versos de una estrofa, contra la inhumanidad del juez que las dicta y hace cumplir, haciendo recaer el peso de la responsabilidad sobre el jefe causante de semejantes injusticias (81). El cuadro que dibuja (en este canto dedicado a las damas) del estado [34] a que había reducido el hambre a los de la isla, rivaliza en horror con el de la torre de Ugolino:

           A muchos el pellejo como manto           
les cubre mal los huesos descarnados;

sólo el mirarlos causa horror, y de diez, de a veinte, van sucumbiendo día a día, sin que valga ni la hermosura, ni la gentileza, ni el valor, pues la hambre «perra y rabiosa», no respeta a nadie y confunde en un mismo hado, al rústico con el hombre sapiente (82).

           Así se van ya todos acabando.           
Que es lástima de ver ruina tamaña.

Los amantes suspiran, los niños desfallecidos sollozan en el seno de las madres, y éstas maldicen su suerte al verlos padecer tanta desventura. Ojalá no te hubiera parido, exclama una de ellas estrechando a su hijo entre los brazos o hubieras ídote al cielo en tierna edad: más te valiera haber quedado mendigando de puerta en puerta el pan en tu aldea, aunque hubiese estado condenada a oír tus gritos al abandonarte:

               Maldito seas honor, y honra mundana,            
pues bastaste a sacarme de mi asiento
no me fuera mejor pasado llano,
¡que no buscar mejora con descuento!
Viniérame la muerte muy temprana, [35]
y nunca yo me viera en tal tormento;
mas quiso mi desdicha conservarme,
para con crudo golpe lastimarme.

     Pocas veces, miramos los males de la conquista bajo el aspecto que nos lo presenta este fragmento de una crónica: prueba de lo poco que vale la historia para nuestra enseñanza, cuando, como sucede generalmente, se ocupa de preferencia de los hechos heroicos y de los actos brillantes. Estos hallazgos en que se sorprende lo que la historia calla, hacen interesante y grata la lectura, algo indigesta, de los escritos de la especie del que tenemos por delante. Ponerlos al alcance de todos es una buena obra, a nuestro entender, y por esta razón examinamos y resucitamos con paciencia, las impresiones que causaron en un testigo ocular estos detalles íntimos, más interesantes y patéticos que las invenciones de una novela, y que los pretendidos historiadores desdeñan, o porque no saben sacar partido de ellos, o porque confunden la verdadera dignidad de la historia con las formas frías y entumidas que no permiten ni movimiento en los pormenores ni colorido en el conjunto, dejando tan yerto como ellas el corazón del lector.

     Es verdad que a veces la inocente ingenuidad de los cronistas del género de Centenera, pone a prueba la crítica más benévola hacia ellos, no dejando discernir si se equivocan por ignorancia, [36] exageran por producir efecto, o faltan a la verdad a sabiendas. De estas dudas no pueden salirse sino conociendo el estado intelectual y moral de la época en que escriben. Por lo general ellos no mienten, y aun en aquellas ponderaciones y abultamientos de las cosas en que con frecuencia incurren, se descubre en el fondo algo de real, que es como el germen de la formación absurda que fecundan con la credulidad o la imaginación. Observan mal y erradamente los fenómenos físicos, porque en la ciencia de interpretar a la naturaleza no se hallaba más adelantado que ellos el mismo Aristóteles, que era la enciclopedia y el maestro de todas las escuelas. La ignorancia de las causas, y la docilidad para creer hasta en lo absurdo, a que los predisponían las creencias religiosas, y esa atmósfera mística en que vivían, poblada de santos, de apariciones, de espíritus malignos; interviniendo a cada instante en los hechos del mundo real, en todos los actos de la vida, y variando caprichosa y misteriosamente las leyes inmutables de la creación, son el motivo de la mayor parte de esas fábulas, ridículas a veces, a veces repugnantes de que se hallan plagadas las narraciones que pertenecen a la vez a la historia y a la fantasía. Y no solo en este género de escritos se observa lo que acabamos de decir: la biografía de hombres meritorios, de propagandistas de una doctrina que tanto predica la caridad como la verdad, [37] está escrita de manera, que si no fuera el respeto sincero que ciertos hombres mezclados al movimiento de nuestra historia nos impone, podíamos tacharles de impostores, con pruebas en la mano. Pero esa impostura bien examinada, no es más que piedad y credulidad a la antigua, y esas biografías a que aludimos, no son otra cosa más que procesos de canonización para lo futuro, puesto que la mayor recompensa que pudiera dársele a un hombre en aquellos tiempos era colocarle en efigie sobre los altares.

     Hemos abandonado por un momento a las víctimas del hambre para salvar a Centenera de las sospechas que pueden recaer sobre su veracidad al leer la relación de un suceso que tuvo lugar entre dos enamorados en la misma isla de Santa Catalina y durante la escasez de los alimentos. Es de advertir que nuestro poeta no se muestra indiferente ni frío siempre que el amor entra para algo en su materia, y que los episodios eróticos de su poema son por lo común los mejor versificados, los más armoniosos y naturales, como lo veremos más adelante. El caso extraño y que sólo el referirlo daba pena al autor, es el siguiente:

     Pasaban por bien casados un hombre y una mujer, quienes abandonando a sus legítimos consortes e hijos en España, en Hornachuelos, quebrantaron sus deberes, arrastrados por una pasión tan ardiente como reprensible, y trataron de [38] morir para el mundo que dejaban, transportándose al nuevo en los navíos de Zárate. Esta pareja aunque se amaba mucho, y tal vez por esta misma razón, sentía hambre como los demás necesitados, y salieron juntos a palmitos, es decir, según entendemos, a coger cogollos tiernos de las palmeras que abundan en aquel país. Intérnanse en las selvas, y allí les sorprende la noche que pasan bajo el techo de los árboles, el amante devorado por una fiebre aguda y su compañera velándole y afligida al contemplarse en aquella situación y en semejantes soledades.

           No quiero referir lo que trataron           
los tristes dos amantes y su llanto,
las voces y suspiros que formaron
porque era necesario entero canto.

dice Centenera, y continúa diciendo que así que Febo completó la redondez de su carrera y mostró su rostro colorado vistiendo de librea a las montañas, esto es, al salir el sol al día siguiente, trató el amante sin ventura, a pesar de su enfermedad y del cansancio, de salir de aquellos bosques y de buscar el camino que habían perdido. El miedo no le deja libertad para discurrir y en vano se esfuerza y examina por todas partes el terreno para dar con la senda salvadora. Lejos de esto, se hallan de repente a la orilla del mar en donde crece para ambos la incertidumbre; y la dama amonesta al galán a que [39] vaya de nuevo a buscar camino y regrese allí así que le haya encontrado.

           Quedó por esta causa allí la dama           
de dolor y congoja y pena llena,
do la siguiente noche tuvo cama
triste, sola, llorosa en el arena.

     Y mientras esta desgraciada se desespera en lecho tan húmedo y poco mullido, su extraviado amante asorda, los bosques publicando a gritos su desventura e invocando la muerte.

     Mientras tanto un nuevo peligro para la dama, como lo verá el lector, viene a agravar su situación. Un pez de espantable compostura sale del mar arrastrándose por la playa y dirígese con miradas ardientes y arrojando al parecer gemidos, hacia la desvalida que había pasado tan mala noche; obligándola a huir temblando y gritando de miedo hacia una montaña inmediata. Por fortuna, cuadra la casualidad que en el momento mismo de semejante apuro, se presenta el amante que acaba de hallar el camino buscado, y echándose en brazos de la perseguida, la liberta de las malas intenciones de aquel monstruo marino y juntos se dirigen, ya bien orientados, al campamento de sus demás compañeros. Llegaron allí, al fin, hambrientos, macilentos, desfallecidos y casi muertos, y cuando creyeron tocar el término de sus malos ratos, les esperaba el peor de todos para personas que tanto se [40] amaban. La justicia se puso de por medio entre ambos, porque informada del mal origen e ilegitimidad del vínculo que les unía, los separó y castigó sin que diga Centenera qué especie de pena se les impuso, habiendo sido él, en persona, el encargado de aplicarla. Este oficio, el de juez o ejecutor de la sentencia, le cupo al autor «por suerte» y observa que todo castigo estaba de más, puesto que los delincuentes no podían sufrir pena mayor que la de verse separado el uno del otro (83).

     Falta mucho todavía para que el cuadro de la desolación de la isla de Santa Catalina que nos ha bosquejado Centenera, quede completo. Sus tintes sombríos guardan todos los tonos, desde el ridículo hasta el horrible. El hambre era tal, que los hombres se arrojaban a todo género de delitos para satisfacerla y sobre todo al de la insubordinación y la huida, de manera que

           era dolor, tristezas y tormentos           
el ver poblar las horcas de hambrientos.

     Todo animal, todo reptil, por inmundo que fuera, los sapos ponzoñosos e hinchados, los escuerzos nocivos, sabíales a aquellos desgraciados a exquisitos manjares, a punto que el mismo Centenera, que sin duda era persona de calidad [41] entre los de la expedición, se vio reducido a comer con repugnancia al principio, unas lagartijas pequeñas que después le parecieron muy bien y tan sabrosas como carne de cabrito (84). El que podía encontrar una culebra para su cocina era envidiado hasta de su padre y hermanos. Algunos se habían hecho diestros en cazar ratones y una «especie de lirones», que guisaban como conejos, pues aunque carecían de aceite y vino añejo para condimentarlos (85),

           La gran hambre prestaba salmorejo.           

     El compañero fiel del hombre, era astutamente robado a sus dueños para saciar los «vientres hambrientos». Al perro que encontraban suelto, le mataban inmediatamente, y sin esperar a que se cociera bien o se asara, lo devoraban para evitar que el dueño llegara a conocer al delincuente. ¿Cuánto no sería el precio y la estimación de los buenos comestibles, en vista de esto? Centenera nos da la medida, contando detenidamente lo que aconteció a un mozo tambor de la armada, el cual sabiendo que en la posada de dos mujeres, doña Catalina y Florentina, había un resto de raciones, se dirigió a ella a toda prisa y cautelosamente, después de pasada la media noche. Entrando en «la chozuela», fue sentido y [42] aprehendido por las que vivían en ella, sin que el pobre pudiera escabullirse ni conseguir misericordia de aquellas crueles abastecedoras que le cortaron las orejas y las clavaron al techo por gala o para escarmiento de otros ladrones. Conociendo luego que habían procedido mal, «haciendo justicia sin justicia», y que corrían riesgo de ser castigadas, devolvieron la oreja a su dueño acompañada de diez raciones para taparle la boca. Éste hizo un uso singular del miembro recobrado, pues le servía como de orden girada contra las depositarias de las raciones, ya en beneficio de él propio o ya de algún otro a quien transfería temporalmente la oreja. Las delincuentes arrepentidas, se ablandaban en presencia del cuerpo de su fechoría, y daban algo de comer a condición de que cuanto antes les quitaran aquel espectáculo de delante.

     Las damas que cometieron esta alevosía, «eran de bajo ser», como lo prueba su malicia, porque las bien nacidas no se atreven a cometer semejantes excesos por más que sea tesoro propio del bello sexo en general, la ingratitud, la maldad, las lágrimas, la mentira y la venganza, según las palabras expresas de nuestro cronista. Y si no, agrega, pregúntesele a Aristóteles que piensa de las mujeres, y leerán en su escritura que son inclinadas en demasía a llorar, a murmurar y a la pereza, aunque les reconozca la [43] virtud de ser parcas y sustentarse con poco alimento: opinión de cuya exactitud tuvo el mismo Centenera ocasión de cerciorarse, pues habiendo padecido no menos escasez que los hombres, no pereció de hambre una sola siquiera de las mujeres que se encontraban en la isla.

     El Adelantado, cuya conducta indiferente para con aquellos desgraciados, no puede explicarse sino «por su poca disposición para tomar a tiempo providencias acertadas», defecto de que le acusa también el historiador Guevara, resolvió al fin ponerse en movimiento, y abastecer de los víveres necesarios a su gente para continuar viaje hacia las aguas del Plata. Él y su «sargento mayor», cuyo nombre calla Centenera, no encontraron otro arbitrio para proporcionarse bastimentos y abrigo, que el muy cómodo de arrebatar a los generosos indígenas cuanto poseían, recorriendo al efecto «sin pereza» los más apartados aduares, «dejándoles barridos de alto, a bajo» y completamente vacíos. A este indio le toman el hamaca, al otro las pieles o mantas con que se cubría: no dejan ni una estaca en la pared (palabras textuales) todo lo destrozan y no contentos con estos excesos, bastantes para enajenarles la buena voluntad de los dueños del suelo que pisaban, agravan la ocasión del descontento ofendiendo a cuanto varón «tenía mujer moza», según el testimonio franco de Centenera. Obsérvese de pasada, cómo [44] ha sido hasta aquí referida la historia de la conquista, por los escritores parciales o que presumen de medidos. Azara, por ejemplo, que conocía todos estos pormenores, puesto que se vale con entera confianza de los datos de La Argentina, consagra solo dos renglones a la permanencia de Zárate en territorio del Brasil, «donde proveyó, dice, los víveres que pudo de los guaranís de la isla». El modo como los proveyó los deja en silencio, juzgando sin duda que la reprobación que, como crítico de escritores primitivos, fulmina contra Centenera, había de condenar a perpetuo olvido las páginas ingenuas de uno de nuestros más exactos cronistas.

     Es sabido, y creemos haberlo dicho ya, que el interés histórico de La Argentina se encuentra especialmente en el período que comienza en 1573 con la expedición de Zárate, se extiende a toda la administración de don Juan de Garay y termina con la del inmediato sucesor del Adelantado. Las páginas de esta crónica, referentes al descubrimiento del Río de la Plata, y su conquista anterior a la venida del autor, y que por consiguiente relata bajo la fe de ajenos testimonios; su manera de explicar cómo se poblaron estas regiones y el origen semi-bíblico, semi-fantástico que atribuye a la raza Tupí; la descripción de los fenómenos naturales de estos países, etc., etc., son páginas muy curiosas, y entretenidas también; pero sobre estas materias pueden consultarse [45] otras fuentes con mayor fruto que el que proporciona el poema de Centenera. Es por esta consideración que hemos comenzado a hojearle por aquellos de sus cantos que contienen el derrotero de la expedición desde San Lúcar, sacando de entre sus octavas ciertos pormenores que hasta aquí han estado encerrados como piedras valiosas (en nuestro concepto al menos) bajo envolturas rudas y ásperas para el tacto delicado de los historiadores meticulosos.

     Por consiguiente dejaremos para más adelante el examen de aquellas partes de la obra de Centenera que menos inmediatamente se relacionan con el verdadero interés de la historia de que él fue testigo y actor, y acompañaremos a Zárate en su travesía desde el Brasil hasta las márgenes de nuestro río, siguiéndole en sus operaciones militares como conquistador, y sacando de sus actos y conducta las reflexiones a que dan lugar los pormenores anecdóticos que constituyen el mérito desconocido de su cronista.

     La gente del Adelantado se hallaba dividida entre la isla y la tierra firme, y no sin dificultad hubo de reunirse en un solo cuerpo para continuar la navegación. Gracias a la pericia y buena voluntad de los indios, en cuyas canoas se transportaban a las naves los soldados españoles, sólo pereció un corto número de estos en los anegadizos y lagunas de aquellos parajes. Unos por tierra y otros en las embarcaciones de los naturales, [46] llegaron después de cuatro días penosos al lugar del embarque general, en donde el Adelantado redobló su rigor con los que habían intentado sublevarse y huir, como dejamos dicho. De entre estos, el peor parado fue un tal Sotomayor. Condenado a muerte y estando ya el verdugo para «quitarle la escalera», es decir, próximo a quedar colgado en el aire el delincuente para escarmiento de sus cómplices y demás espectadores, pidió una tregua, alegando que tenía por costumbre rezar todos los días una oración y que en aquel no había podido cumplir con este acto devoto. Cuando pronunciaba estas palabras llenas de encarecimiento: «dejádmela decir», aludiendo a su oración religiosa, cortole la palabra, el «sayón», retirándole la escala de la horca, quedando Sotomayor colgado de los palos. Este espectáculo fue el postrero que en aquellos lugares vírgenes hasta entonces de la justicia de los hombres civilizados, dieron los soldados de Zárate, con admiración y extrañeza sin duda, de los bárbaros que lo presenciaban.

     Los pilotos, no eran muy entendidos en el derrotero de las costas en que se encontraban, y anduvo la armada por muchos días, yendo y viniendo, entregada, más que a la ciencia náutica, a los caprichos del acaso y de los vientos que agitaban el mar, poniendo nuevamente en peligro la vida de los expedicionarios, quienes creyeron por momentos tener por sepultura el mar, -aprensión [47] que no solo a las mujeres viejas y jóvenes las hacía llorar y poner el grito en el cielo, sino a los varones de ánimo más firme. Por fin, al caer de una tarde, descubrieron la tierra, por todos deseada; pero sin saber dónde se hallaban ni cuáles podían ser aquellas costas que les ocultaba la obscuridad. Vino la mañana del día siguiente y continuó el viaje «medio a tiento», hasta que después de tres días tomó puerto la armada en San Gabriel, dentro del Río de la Plata. A esta armada no le fueron propicias las divinidades del mar durante su navegación, y no es culpa de Centenera, si se ve obligado a cada instante a pintarla amenazada por las olas, cosas que de tan mal humor le reprocha Azara. En el puerto mismo hubo de peligrar más de una vez, y muy especialmente al fondear en el de San Gabriel, pues experimentó en él un huracán tan fuerte (probablemente un pampero fresco) que puso a dos dedos de su pérdida total a toda la expedición «zaratina». El caso debió ser apurado, pues por mucho que el ripio y el consonante hagan cargar la mano al poeta y empapar demasiado en colores su pincel, si es cierto que allí fueron echadas a pique y derrumbadas en la costa sus embarcaciones, no deben parecer exagerados estos cuatro versos relativos a semejante situación:

           Pilotos y maestres, marineros,           
grumetes, pajes, frailes y soldados, [48]
mujeres y muchachos, pasajeros,
andaban dando voces muy turbados.

     El mismo autor, al recordar este trance cuando lo escribía, asegura que se turbaba y temblaba, porque vio tales cosas que le parecieron presagio del juicio final (86).

     Estas contrariedades frecuentes experimentadas por la armada, no las atribuye tanto Centenera a la incapacidad de los pilotos, que él mismo nos revela, ni a lo mal aparejado del patache, de la cebra y de la vizcaína, sino a la intervención del demonio, interesado en que no creciera la fe entre los paganos, los cuales iban ya entregando con fervor las cabezas a las aguas redentoras del bautismo, y renunciando a sus maldecidos ritos, como le era bien notorio a aquel enemigo incansable de la salvación de las almas. Esta razón es clara para mí, dice el poeta en versos verdaderamente endemoniados. La inicua intención de Satanás es causa de que «nuestra armada nunca esté segura», pues viendo qué poco va a durarle su reinado,

           movido de rencor y crudo duelo,           
con las olas del mar enturbia el cielo.

     Si no supiéramos que muchas veces nos es provechoso el mal que experimentamos y que nuestras desgracias son fruto de nuestros propios [49] delitos, observa cuerdamente el poeta, no podríamos soportar el azote que nos descarga Satanás con cruda mano. Gracias debemos dar a Dios que le pone freno y le sujeta a raya, que si no todo el linaje humano estuviera ya en el infierno. Y así dice San Pablo, agrega, que siempre anda en lucha el demonio con nuestra especie, ansioso por tragarse al hombre; incitándole y tentándole con sus artes y mañas, y cuando le salen fallidas,

           Conténtase con hacerle mil burletas.           

     Y como Centenera, a más de cronista, era también misionero, da el saludable consejo a los que aspiran a gozar del paraíso, de no tener trato de ninguna especie con Satanás, y cuenta con este motivo algunas aventuras desgraciadas de que fueron víctimas varios pecadores. Uno de ellos, llamó una vez al demonio en su ayuda para que le descalzara, y éste le llevó la pierna junto con la bota, dejándole cojo para toda la vida. Pero el caso más ejemplar es el del gran marino Carreño, que hizo viaje desde las Indias hasta España en sólo tres días, porque su nave la tripulaba una legión de demonios; espíritus tan traviesos que ejecutaban la maniobra al revés de las voces náuticas del piloto. Cuando éste ordenaba a aquella extraña tripulación a «largar escota», aferraban las velas del trinquete y la de mesana, y cuando mandaba izar, amainaban; lo que visto [50] por el capitán y comprendiendo la malicia, ordenó en adelante todo lo contrario de lo que en realidad quería que se ejecutase: así se salvó la nave y atravesó el Atlántico en el tiempo que queda dicho, que es justamente la décima parte, cuando más, del que hoy emplea el mejor piróscafo movido por la fuerza de centenares de caballos de vapor.

           Al Armada volviendo: -había quedado           
la capitana en seco, y sin antena,
sin árbol, que ya dije fue cortado
un día de bonanza con mar llena:
por el consejo, y orden y mandado
de Juan Ortiz, zaborda en el arena;
y así quedando hecha fortaleza,
la gente sale a tierra sin pereza.

     Es de advertir que la armada traía una nave almiranta, que debía ser montada por el segundo jefe, si los reglamentos marítimos de entonces fueran iguales a los modernos; y una capitana o navío principal y cabeza de la expedición. Mientras la primera, después de estar a flote, aunque mal parada, por algunos días, volvió a tumbarse en fondo bajo, entrándole el agua por todas partes, la segunda corría una suerte parecida, de manera que quedaron,

           ...Capitana y Almiranta           
entrabas al través... [51]

     Hallose, pues, Zárate, gracias a sus excelentes pilotos y marineros, aunque probablemente contra su voluntad, en circunstancias parecidas a las de Hernán Cortés cuando quemó sus naves. Pero era tal el ansia de aquellas gentes por pisar en terreno firme, que todas saltaron a tierra llenas de alegría, apresurándose cada uno a levantar sus chozuelas.

     Los habitantes del país, eran de nación charrúa, raza crecida, animosa,

           en guerras y batallas belicosa,           
osada y atrevida en gran manera:

calidades que no desmintieron desde aquellos días hasta los no muy remotos en que fueron completamente exterminados dentro de los mismos bosques y breñas en que sus valientes abuelos repelieron a sus conquistadores. Gobernábales a la sazón un cacique anciano llamado Zapicano, de quien era primer teniente su sobrino, Abayubá, mancebo muy lozano y que debía participar en alto grado de las virtudes físicas y de ánimo que distinguían a los de su raza.

     Eran estos charrúas, según las textuales expresiones del Cronista, ágiles, sueltos de miembros, capaces de alcanzar en la carrera a los venados, y de abalanzarse a los más fuertes avestruces, los cuales cuando les quedaban a trasmano los tomaban valiéndose de unas bolas que usaban; [52]

           y tienen en la mano tal destreza           
que aciertan con la bola en la cabeza.

     Tan diestros son en el disparar aquellas armas arrojadizas, añade: que a cien pasos de distancia («cosa monstruosa») aciertan en el blanco hacia donde dirigen el tiro.

     Esta arma primitiva y exclusivamente americana del sur, «tan temible como las de fuego y que quizá la adoptarían en Europa si la conociesen», según las textuales expresiones de Azara, dice este mismo, que no la usaron jamás los charrúas, sino los pampas, y que Barco Centenera, se equivoca en esto. Pero aquel excelente escritor, atado siempre a su fórmula etnográfica de que las tribus indígenas no abandonan ni cambian sus usos y costumbres, niega a los charrúas el empleo de las bolas porque no las vio en manos de ellos en la época modernísima en que tuvo ocasión de estudiarlos. Contradícese, sin embargo, al armarles con lanzas de cuatro varas con moharras de fierro, que compran en tiempo de paz a los portugueses mostrando así, con hechos, la modificación que especialmente, en materia de armas, introdujo entre los aborígenes el contacto con los europeos. No hay razón por tanto para desmentir a Centenera, en este negocio de las bolas, de la manera terminante con que se hace. El poeta cronista era testigo ocular: entre él y Azara mediaban más de dos siglos de distancia [53] en tiempo, y es bueno, a más, no echar en olvido, que en el asalto de Buenos Aires de Mendoza, los querandíes fueron aliados de los charrúas, y que en esta famosa embestida de la barbarie contra la civilización, silbaron sobre las cabezas de los que se defendían en nuestra primera cuna, las terribles armas arrojadizas que con tanta certeza manejaban, según Centenera, los guerreros del bien apuesto y denodado Abayubá. No menos desautorizada es otra desmentida del mismo Azara, asegurando que los charrúas no han sido ni son tan veloces a pie como lo quiere Centenera. Pero el ilustre viajero cuando los conoció eran ya según él mismo, los primeros jinetes del Plata y cuando por consiguiente, en el período de más de dos siglos, habían perdido el hábito hasta de caminar por sus piernas.

     Detengámonos algunos renglones más en estos pobres charrúas, que bien lo merecen por lo prócer de su estatura, por la robustez de su naturaleza física, por la constancia indomable de su bravura, y por el interés que inspira una nación entera exterminada a sangre y fuego, por obra de los conquistadores y de sus sucesores. Culpo a la nación charrúa igual suerte que a aquella otra de las Antillas, que tuvo la desgracia de ser la primera del nuevo mundo que vio habitantes del antiguo, presenció las primeras ceremonias del culto de los cristianos, y desapareció de sobre la luz del paraíso en donde Dios la había colocado [54] inocente y libre, acribillada por las balas cobardes de los cañones y de los arcabuces, por el ventajoso tajo de las armas de acero, por el peso de trabajos a que no estaban habituados y por la pesadumbre que se apodera del alma independiente bajo las cadenas del esclavo. La raza a que aludimos, quedó exterminada a punto que no han quedado más testimonios de su existencia que la palabra caribe y los vestigios de su rico y pintoresco idioma -el uno para probar hasta dónde son injustos los vencedores, y el otro para demostrar lo selecto de aquellas inteligencias que habían podido crear signos tan bellos y bien amoldados, de comunicación entre sí (87).

     Los charrúas pueden llamarse también los araucanos del Plata: menos numerosos que estos sucumbieron, mientras que aquellos aún resisten y obtendrán al fin justicia tomando la parte que les cabe en el banquete de la civilización. Y esta pariedad resulta en La Argentina, sin que lo advierta el mismo autor, porque si hay en sus poemas estrofas que en algo se aproximan a las bellísimas de Ercilla, son aquellas en que describe a los valientes con quienes Zárate tuvo sus primeros encuentros: [55]

              La gente que aquí habita en esta parte           
charruahas (88) se dicen de gran brío,
a quien ha repartido el fiero Marte
su fuerza, su valor y poderío...
 
   Es gente muy crecida y animosa,
empero sin labranza y sementera;
en guerras y batallas belicosa,
osada y atrevida en gran manera...
 
   Tan sueltos y ligeros son, que alcanzan
corriendo por los campos los venados;
tras fuertes avestruces se abalanzan,
hasta de ellos se ver apoderados;
con unas bolas que usan los alcanzan,
si ven que están a lejos apartados;
y tienen en la mano tal destreza,
que aciertan con la bota en la cabeza (89).
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

     Y ya que vamos, llevados por la mano del poeta, a hacer conocimiento con estos primitivos hijos del Plata, tales cuales fueron en la época de la conquista, veamos como eran todavía al comenzar el siglo presente, según los escritores [56] modernos mejor informados. Los charrúas moraban a la orilla septentrional de nuestro gran estuario, entre Maldonado y el Uruguay, extendiéndose su jurisdicción hasta treinta leguas al interior. Fueron ellos los que salieron al encuentro al primer descubridor del Río de la Plata (1516) dándole muerte y comenzando con este hecho una guerra que no tuvo tregua hasta que fueron totalmente exterminados el año 1831 por soldados orientales, del ejército de don Fructuoso Rivera. Ni los españoles, ni los portugueses pudieron al principio arraigar sus poblaciones en el territorio descrito. Sus valientes señores, destruyeron los primeros ensayos de fortaleza en la Colonia del Sacramento, en las bocas de los ríos San Juan y San Salvador. Los portugueses sólo amparándose de la isla de San Gabriel, y defendidos por su orilla escarpada y profunda, pudieron en 1679 tomar pie en los dominios del Charrúa, y sólo cuarenta años después, y al abrigo de los formales bastiones de Montevideo, lograron los españoles repelerlos hacia el Norte, para dar espacio a la nueva población ganadera y agricultora que allí acudía de Buenos Aires y de las islas Canarias.

     Esta conquista costó mucho alcanzarla, e impuso a los charrúas la necesidad de aliarse con sus vecinos los minuanes con quienes hasta entonces no habían mantenido muy buenas relaciones. Acosados por los españoles, en un largo período [57] de años, algunos al fin se dieron por vencidos y se incorporaron a las reducciones de Misiones y de Cayastá; pero otros refugiados en las latitudes de 31º, entre los ásperos y desiertos confines de España y Portugal en esta parte de América, continuaron luchando con los soldados de una y otra de estas naciones hasta la época que queda mencionada.

     «Quizás han derramado los charrúas, dice Azara, hasta hoy (1800) más sangre española que los ejércitos del Inca y de Motezuma, y sin embargo no llegan en el día a cuatrocientos varones de armas. Para sujetarlos se han despachado muchas veces más de mil soldados veteranos, ya unidos, ya en diferentes cuerpos; y aunque se les ha dado algunos, golpes, ellos existen y nos hacen continua guerra». Esta capacidad de sobreponerse al número, provenía de la superioridad de su naturaleza física sobre la de sus enemigos. Tenían una estatura media de una pulgada mayor de la de los españoles; eran todos como vaciados en un mismo molde; a más de próceres, bien proporcionados, naturalmente erguidos y bien plantados; ni obesos ni demasiado flacos, sin que se notara entre ellos uno solo contrahecho o defectuoso.

     Llevaban también ventaja a los europeos, en su destreza en el manejo del caballo, noble animal de cuya domesticidad se enorgullece la civilización, y que bajo la brida de los americanos [58] convierte en realidad la fábula de los centauros. Cabalgaban como los griegos sin estribos y sin arreos, y cuidaban con inteligencia y con amor, haciéndole descansar a tiempo, al inseparable compañero de su vida guerrera y nómade. En sus expediciones no necesitaban bagajes, ni equipo de ningún género: podían pasar sin comer y beber muchos días, porque eran naturalmente parcos, y no necesitaban puentes ni embarcaciones para atravesar ríos y arroyos y extensos esteros. Cuando uno de estos obstáculos les salía al paso, abrazaban el cuello de sus caballos, y ambas generosas criaturas convertidas en una sola tocaban a nado la ribera opuesta por ancho que fuese el caudal de agua y por rápida que fuese la corriente.

     Usaban los charrúas el cabello largo, que era «tupido, largo, lacio, grueso y negro». Tenían facciones, «varoniles y regulares»; ojos pequeños, renegridos y relucientes, «la vista y el oído doblemente perspicaces que los de los españoles»; «los dientes blancos y bien puestos»; «la mano y pie algo pequeños y más bien formados que en los españoles». Después del Apolo de la estatuaria griega, ¿en dónde hallaríamos un varón materialmente más perfecto que este salvaje del Plata? ¿Pudo haber sido formada semejante criatura para exterminarse y perecer? Estos son problemas que afligen al plantearse y que la complicidad en el crimen se opondrá siempre a [59] darles la solución única que deben tener en la historia.

     La civilización europea tiene que llevar las manos a la cara para ocultar su vergüenza. Los pocos de aquellos infelices que sobrevivieron a la derrota de 1831, perecieron de nostalgia y de enfermedad en los hospitales de París. Un hijo de Francia, compró los prisioneros charrúas en Montevideo, y los llevó a la gran capital de las novedades, y allí los exhibía por dinero, desnudos en la inclemente latitud de 48 grados norte, haciéndoles comer carne asada de animales inmundos para divertir por dinero a los concurrentes de las ferias parisienses.

     Centenera al llegar a la octava 33 del décimo de sus cantos, advierte que se ha entretenido demasiado con los charrúas (y nosotros mucho más) y teme que se le reprenda el olvido en que ha dejado a la gente cristiana, cuyo campo quedó extendido por el desabrigado arenal de la costa, en donde con tanta complacencia habían descendido después de sendas borrascas y contratiempos. Para reparar esta falta, de que él mismo se reconoce culpable, encontró estrecho el espacio que le restaba en su canto X y reservó para el siguiente la narración de nuevos llantos y amarguras:

              Paréceme que ya me he detenido           
con esta gente tanto, que he olvidado. [60]
Dirán que tengo el campo, que tendido
pinté en el arenal desabrigado.
Con su memoria estoy tan afligido,
que temo de me ver en tal estado:
espérenme a otro canto de amargura,
y ayuden a llorar tal desventura.

 

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