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La enseñanza de la literatura: reflexiones sobre un quehacer cotidiano

Begoña López Bueno


Universidad de Sevilla

Para Ana Gil, compañera de ese quehacer entonces, en el recuerdo, también cotidiano, ahora.







Estoy convencida del constante desasosiego de todo profesor de literatura en la búsqueda de su propio espacio, esto es, de un estatuto particular que le dé las claves de su tarea. Diré desde ahora que concibo tal desasosiego (mientras, naturalmente, no derive en una perplejidad que neutralice, o incluso esterilice, su labor) como un virtual y poderosísimo factor activo que espolea de modo permanente y obliga a una inquieta alerta.

Entiéndase que con esto no me quiero referir todavía -o al menos no me quiero referir sólo a ello- a la preocupación «utilitaria» y más o menos convencional de la búsqueda, y eventual encuentro, de una estrategia metodológica que sea lo más eficaz y operativa posible. Me quiero referir en principio al desasosiego que deriva de lo espectacular de una tarea: siendo como es la misión última del profesor nada menos que la hermenéutica del texto literario, y siendo como es éste una peculiar síntesis estético-lingüística de profundas experiencias existenciales, el profesor sabe, o ha de saber, de la inserción de múltiples y variadas disciplinas en su labor analítica e interpretativa; múltiples y variadas disciplinas que atañen a diversos campos del saber, hermanadas en la intención de acceder al mejor desvelamiento del texto. Mucha tarea, en verdad, para ser llevada a cabo, si no con éxito, al menos con la garantía suficiente.

Fácil es comprender, sin embargo, que dados los límites de la naturaleza humana y los de cada cual en particular, aquella tarea tan espectacularmente llena de tentáculos y carente de límites en teoría, se restringe forzosamente en la práctica. Pero -y quisiera enfatizar en ello- se restringe por imperiosa necesidad contingente, buscando salidas en metodologías y aproximaciones que enfoquen, y por lo mismo limiten, el campo de operaciones. Visto así se comprenderá que ninguna focalización puede incorporar, cual panacea, todas las garantías. Con ello no quisiera dejar sobreentendido que la única salida posible sea una suerte de eclecticismo no orientado (primo hermano de la perplejidad antes aludida) que amenazara la lucidez del proceso interpretativo, sino indicar que toda mirada crítica, por ser forzosamente selectiva, debe contar desde un principio con sus limitaciones y carencias, y que unas y otras sólo pueden ir cediendo (estimo además que en una directísima relación causa-efecto) en la medida en que se abunda en la red de interferencias y circuitos que rodean al texto y legitiman su lectura. Ello traducido al ámbito docente dota al profesor de un estatuto de «intermediario» o «mediador» sujeto a múltiples responsabilidades. De ello me propongo hablar en las páginas que siguen.

Me detendré en un puñado de reflexiones, procurando ser lo más parca posible en vuelos especulativos, pues es mi único propósito contrastar esas reflexiones a la luz de la experiencia docente y, en todo caso, orientarlas a ella, con la convicción de que en ocasiones conviene volver sobre cuestiones aparentemente superadas y sacar lección de lo cotidiano. Sí quisiera, por lo demás, dejar constancia desde ahora de que si esa experiencia de la cotidianidad académica me hace adoptar ocasionalmente una cierta actitud iconoclasta ante la ineficacia de algunas arriscadas propuestas de metodología crítica, lejos de mí cualquier actitud demagógica. La propuesta de claridad por la que abogo espero que se entienda distante de cualquier afán simplificador o simplista, entre otras cosas porque claridad se opone a oscuridad y no a complejidad, y de esta última, como decía al principio, estoy convencida.

Parto de la consideración del texto como objeto incuestionable del estudio literario (de cualquier especie que éste sea) y, en consecuencia, objeto primordial de la dinámica docente, y me dispongo a centrarme en la complejidad de aquél, del texto literario, como una circunstancia que condiciona necesariamente todo acercamiento crítico, en cuanto que debe ser múltiple e integrador, como producto de la imbricación de disciplinas (teoría, crítica e historia literarias) que sólo en la convencionalidad de la organización académica se entienden separadas. Creo que sólo se producirá una lectura más inequívoca del texto en la medida en que la labor mediadora del crítico y del profesor se provea de instrumenta resultantes de esa conjunción interdisciplinar.

Sabemos que el discurso literario es una compleja operación transcodificativa, y que es precisamente esa transcodificación el mecanismo que soporta la producción del texto1. En esa complicada operación hay un entrecruzamiento de códigos distintos que apuntan a muy diversos órdenes. Todos ellos van necesariamente interrelacionados, y por tanto una estrategia aproximativa a uno solo, puede resultar no sólo incompleta, sino hasta ilegítima.

Los patrones ideológicos y su confluencia con los estéticos (si es que son dos conceptos aislables y no remiten a una unidad superior que los engloba) van generando unos determinados modos de discurso retórico-lingüístico que operan a modo de formas del contenido o modelos funcionales, tal como entendemos los géneros. (Claro que plantearlo así, como una permeabilidad textual a distintos códigos, no deja de ser una simplificación operativa, pues la literatura -podríamos decir-, acoge realidad codificable en cuanto ella misma también la configura en una dialéctica permanente). Naturalmente, fácil es comprender que aquellos modelos funcionales o géneros, que no son sólo formas de aprehender la realidad, sino de aprehenderla en vehículos retóricos, únicamente se entienden en su diacronía, que es la que los dota de sentido. Y digo esto, que aparentemente resulta ser una perogrullada, o al menos algo suficientemente reconocido, porque cuando se reivindica con toda justicia el factor histórico de la obra literaria -y yo lo hago- no se intenta sólo ubicar el texto en sus coordenadas históricas (es decir, ideológicas, estéticas, culturales o material-dialécticas), sino también, y sobre todo, en sus coordenadas histórico-literarias y en sus series más técnicas, demostrando que no se conciben las unas sin las otras; es decir, que no es posible separar lo que se ha llamado en alguna ocasión la transcodificación externa, entendida como el proceso textual en unas permeabilizaciones que pudieran aislarse del mismo y la transcodificación interna a la que competiría el proceso textual mismo y sus estratos -digamos- verticales.

Utilizaré un ejemplo para probar lo que digo. Todos tenemos conceptualizado el estereotipo de la poesía cancioneril cortés del siglo XV. Los miles de versos, que bajo los paradigmas métricos más comunes de la canción castellana, el villancico y la glosa, pueblan esas antologías colectivas que son los Cancioneros, repiten hasta la extenuación quejas y lamentos amorosos en los que el poeta, lejos de sucumbir, se crece en una extraña especie de martirio de amor sin solución ni salida. Tal visión del sentimiento amoroso se formula inevitablemente en unos parámetros retórico-lingüísticos que son verdaderos estilemos: «no tardes, muerte, que muero», «no es la vida la que vive / ni la muerte la que mata», «ven, muerte, tan escondida, / que no te sienta conmigo, / porque el gozo de contigo / no me torne a dar la vida», «no quiero la muerte, no / ni el vivir, / porque todo me es morir», etc. Continuos juegos conceptuales, en definitiva, expresados por antítesis, oxímoron, poliptoton, paradojas y mil ambivalencias y equívocos. ¿Qué podría deducirse de un análisis meramente inmanentista de estos textos? Pienso que salvo llegar a la fijación del modelo retórico (no muy difícil, por lo demás, en obras así, donde las recurrencias y formas iterables casi lo transparentan), poco más. Pero por ese camino se corre el riesgo de que tal producción literaria sea vista como una mera falacia verbal, palabrería sin tino, o incluso como una pesada broma de casi despropósitos lingüísticos. No se «descifra» en definitiva su significación, porque ésta remite a un código que es preciso tener en cuenta. Tal código no es otro que el del amor cortés, reminiscencia del lenguaje muy anterior de los trovadores provenzales, que se perpetúa en su vigencia y se carga de nuevos sentidos en la importante crisis bajomedieval del siglo XV, unos de cuyos reflejos artísticos más considerables son precisamente esas psicomachias de la poesía cancioneril y de la prosa de las llamadas novelas sentimentales. Luego ya podremos interpretar el reflejo literario de esa crisis en direcciones distintas. Habrá quien, como Keith Whinnom2, la entienda en el sentido de una reacción antiidealista (el amor cortés cual reticencia hipócrita que disfraza sentimientos sensuales: así todo el léxico abstracto de esta poesía no será sino un imponente eufemismo); y quien, como Alexander A. Parker3, interprete el contenido neurótico y la falta de sentido racional de esos versos como expresión de un anhelo de alcanzar lo inalcanzable y reflejo de la revalorización moral y psicológica del amor humano, síntoma a su vez de un cambio cultural mayor y más complejo.

Pero este ejemplo de la poesía cancioneril cortés, a más de para indicarnos la ineficacia de un análisis formal-inmanentista o de transcodificación interna, trae de la mano algunas otras cuestiones que quisiera al menos aludir: la necesidad o no, la posibilidad o no, de la reconstrucción del contexto extraviado para explicar un texto literario, y la relación de ese contexto reconstruido con la recuperación misma del significado del texto, lo que nos hará acercarnos, siquiera sumariamente, a la naturaleza del signo literario.

Hablar de contexto nos sitúa ya de entrada en la dinámica histórica del proceso literario, circunstancia que es tan imperiosa como necesaria en su análisis, y que poco tiene que ver -digámoslo aunque resulte innecesario a estas alturas- con una metodología exclusivamente historicista. La diferencia básica está en que el historicismo positivista, que ejerció un protagonismo indiscutible en los estudios literarios hasta hace algún tiempo, buscaba sobre todo la comprobabilidad del referente literario, en un afán de verificar el significado literario a la luz de la realidad histórica que dotaba al texto de un estatuto fundamentalmente referencialista. De ahí que con razón se haya dicho que al historicismo le interesaba la obra literaria más como documento que como monumento. Esa relativización del texto literario tendía, en definitiva, a considerarlo como un signo no esencialmente distinto de otro signo comunicativo del lenguaje verbal, aunque enaltecido con pluses decorativos, estableciendo una dualidad que se reflejaba penosamente en los escolares comentarios de textos: al llamado fondo se le destinaban conocimientos biográficos e históricos y a la forma viejos moldes normativos y retóricos.

Las aplicaciones de la moderna lingüística al estudio literario vinieron a deshacer muchos equívocos y a abrir nuevos caminos. El signo literario se vio, cual signo que era, como el resultado de la articulación entre dos planos en función solidaria: el significante y el significado, o si se quiere, el plano de la expresión y el del contenido. Ahora bien, el signo literario resultó peculiar, pues su plano de la expresión era, a su vez, un signo completo, el lingüístico. Éste -como es sabido- fue un hallazgo de Hjelmslev, lingüista y creador de la glosemática, bien ajeno en principio a los intereses literarios. En sus Prolegomena to a Theory of Language (1943) estableció una jerarquía de sistemas expresivos, diferenciando entre sistemas semióticos denotativos (semiótica en sentido glosemático es cualquier objeto en el que pueden distinguirse dos planos) y sistemas semióticos connotativos, en los que uno de sus planos, el de la expresión, es un sistema semiótico denotativo completo. Pero estos principios quedarían desatendidos a no ser por dos importantes aportaciones: las de Adolf Stender Petersen4 y de Svend Johansen5. Este último, en un intento de aplicar a la literatura la teoría hjelmsleviana del signo, y a partir de la consideración antes apuntada sobre la jerarquía de sistemas semióticos, llegó a la formulación del signo estético, que no es sino el signo connotativo.

Éste fue un enorme hallazgo, pues la especificidad propia del signo literario como signo secundario respecto al verbal natural, que constituye su elemento primario o denotativo, es la razón del carácter peculiar del discurso literario: su absoluta semantización. Cualquier elemento fónico o morfosintáctico propio del plano de la expresión asume un valor significativo, interactúa con el plano del contenido, estableciéndose una motivación icónica entre significante y significado que activa el sentido específico del texto.

A la hora del análisis de la obra literaria el anterior planteamiento es de importancia capital. Al estudiar el plano de la expresión, es decir, el entramado formal en el que surge (no de él, sino en él) la significación, lo podemos abordar, por propedéutica metodológica, en una jerarquía de niveles (fónicos, morfosintácticos, léxicos), pero siempre con la convicción de que nos enfrentamos a una superestructura; es decir, y de acuerdo con lo expresado anteriormente, los distintos estratos estudiados serán fono-semánticos, morfosintáctico-semánticos, etc. (y eso al margen de los procedimientos de clara incidencia sémica, los tropos). De esa manera los distintos procedimientos o figuras (si así los queremos denominar, con tal de dar a ese término el significado suficientemente amplio) vinculan o motivan el plano de la expresión hacia el contenido; es lo que se llama vulgarmente «resultar expresivos».

Valga este pequeño excursus para recordar una vez más la unidad del texto literario y así no caer en viejas tentaciones de dicotomía fondo/forma, pues, como dijera también Amado Alonso sin necesidad de acudir a formulaciones estructuralistas, no se puede pensar una misma forma con distintos contenidos, porque los contenidos, en su específica naturaleza, son también formantes6. Pero sobre todo valga el recuerdo aquí de la unidad del texto literario (y no sólo en la vinculación significante-significado, sino aun en la motivación del primero al segundo) para argumentar que nada tiene que ver la correcta ubicación histórica de una obra literaria con una metodología historicista que tendiera a implicar significado y referente a través de un mecanismo de verificación. Muy por el contrario, el lenguaje literario puede ser explicado, pero no verificado. Como afirma Pierre Macherey: «Este lenguaje no anuncia la existencia de un orden independiente de él, con el cual pudiera estar conforme: él mismo sugiere el orden de verdad con el cual lo relacionamos. No designa un objeto, sino que lo suscita en una forma inédita del enunciado»7.

Ahora bien, para dejarle que nos sugiera su orden de verdad, hemos de comprender los códigos de los que se nutre y a los que se orienta; en una palabra, hemos de comprender los códigos en los que se explica. Y por ahí llegamos a lo que antes denominé la reconstrucción del contexto extraviado como garante de una mejor lectura, es decir, de la recuperación del significado.

Obsérvese que hablo de la recuperación del significado porque entiendo que éste, como una parte que es del signo, perdura en tanto perdure el signo mismo. Es decir, y por el principio de solidaridad que vincula los dos planos del signo, no creo en la perduración única de la obra en su vertiente formal con una recuperación del significado que se hiciera exclusivamente incorporando las condiciones de actualidad de las sucesivas generaciones de lectores y que presentara esta alternativa como única frente a la de un significante de significado perdido.

Quizá decir esto así puede resultar polémico en un momento en el que privan las teorías recepcionistas del hecho literario. Desde luego saludadas sean éstas en lo mucho que tiene de fecundo en cuanto propugnan una experiencia lectora activa que dé respuesta al «silencio» de la obra de que hablaba Sartre. Pero siempre y cuando se reconozca ese «silencio» como un reto para el descubrimiento de la intención autorial que controla los contenidos polisémicos de un texto, y -según afirma A. García Berrio- no se haga a éste, al texto, sinónimo de un concepto laxo de «obra abierta» que autonomice la lectura particular para convertirse en una forma de escritura sobre escritura o de texto sobre un texto que funcione en realidad como pretexto. Por ello suscribo totalmente las siguientes palabras del mismo crítico: «No nos parece ocioso insistir con énfasis en los derechos prioritarios sobre la naturaleza y alcance del significado que corresponden a la instancia poética del autor, manifiesta como voluntad comunicativa de codificar un mensaje en su obra. Sigue siendo tarea central de la Poética, la crítica y la historia literaria descubrir, interpretar y actualizar comunicativamente el significado general y estético de la voluntad autoritaria (de autor) que funda y constituye la obra literaria como mensaje mediante un acto de escritura creativa»8.

Por toda esta serie de razones entiendo que es fundamental la debida contextualización, pero interpretada -según antes insistía- no sólo en sus series históricas, sino también en sus series histórico-literarias más técnicas. Este enfoque rompe, por una parte, la falsa oposición entre estructura e historia, conceptos que son obligatoriamente complementarios (sólo a través de las estructuras se puede ver la evolución de la historia), y por otra parte, dota de su verdadero sentido a la historia literaria, que no es la historia de los contenidos, sino de las condiciones de los contenidos, es decir, de las formas, formas expresadas en unos significantes que encierran significados, pues finalmente toda semiótica desemboca en una semántica.

Ahora bien, en ningún momento se me ocurre que la reconstrucción del contexto sea la panacea, y tampoco ni siquiera que sea posible en una consideración absolutamente objetiva del fenómeno. Lo primero porque la actualización crítica agotaría el potencial plurisignificativo del texto (y sabemos que en él se basa el carácter del signo literario por sus peculiares relaciones de significado con la realidad); y lo segundo porque tenemos constancia de que la reconstrucción del contexto extraviado es pura cuestión de criterio: hasta donde se quiera llegar. En toda lectura mediadora -sin dejar de ser perfectamente responsable- hay preferencias y legítimos intereses, de orden personal o histórico, éstos especialmente notorios en obras alejadas en el tiempo. Dependiendo del nivel de lectura, del acervo cultural y de un sinfín de etcéteras, se profundizará más o menos, siempre -e inevitablemente- poniendo más énfasis en determinados aspectos y obviando otros. Pero, en todo caso, es indudable que en la medida en que se parta de una mayor información sobre los códigos en los que se instaura un determinado discurso literario, se percibirán o descubrirán mejor las implicaciones transcodificativas y los procesos de intertextualidad, se despejarán mejor los factores de incertidumbre y, por tanto, se reducirá mejor la entropía.

Vayamos a algunos ejemplos. ¿En virtud de qué, si no es comprendiendo que el bucolismo fue la forma más plena de utopía del humanismo renacentista, por más que fuera una utopía evasionista9, podemos comprender las actitudes de los cientos de pastores que, dando la espalda a la vida del siglo, se retiran a unos arquetípicos loci amoeni sin más apetencia material que el sencillo fruto de la encina y más cobijo que sus ramas? Sin comprender aquella intención última el discurso bucólico quedaría reducido a una mera convencionalidad artística casi «dilettante» sin más sentido que el entramado retórico de que se sirve y que repite hasta la saciedad los consabidos tópicos. Pero, claro está, como las formas nunca son gratuitas, pues representan -según antes decíamos- las condiciones de los contenidos, rastreando aquéllas en la bucólica quinientista llegamos a un primer, y fundamental descubrimiento: su inspiración en los clásicos, en el mito ovidiano de las Cuatro Edades y en el arquetipo horaciano del «Beatus ille». Si aquél, a través de la añoranza de la Edad de Oro, revive el eterno anhelo del paraíso perdido, la oda horaciana sirve de modelo y cauce a todos los desahogos personales y colectivos que cifran en el retiro, espiritual y material, su meta. De ese modo nos vamos incardinando en una historia de la cultura de la que la manifestación literaria es el más refinado testimonio. Y resultaría totalmente empobrecedor, por tanto, que desgajáramos para un estudio atomizado en lo microtextual lo que no es sino el eslabón de una cadena. Como dice F. Lázaro Carreter en expresivas palabras: «Urgido el poeta en su alma para escribir, no se dirige, pues, directamente a la expresión de sus sentimientos, sino que da un rodeo por su memoria, bien abastecida de lecturas, de temas, conceptos y hasta iuncturae verbales, que pueden servirle en aquel, en cualquier momento»10. La memoria, en efecto, individual o colectiva, va estableciendo un continuum cuya presencia alumbra lo que en terminología moderna llamamos los procesos de intertextualidad: para sentir o vivir un texto hay que sentir y vivir muchos textos.

Con el mismo objetivo de ponderar la importancia del contexto literario en orden a una más adecuada lectura, volvamos al ejemplo antes referido de la poesía cancioneril. Según dijimos, se trataba de la actualización «cifrada» o en clave de un determinado código, código que, por otra parte, inspiró el género de la llamada novela sentimental, que tiene su fijación textual más paradigmática en La cárcel de amor de Diego de San Pedro. Pues bien, sin conocer todo esto no se podría entender' en todas sus implicaciones una obra como La Celestina, que no es sino su parodia: una parodia del loco amante Calisto, que como el Leriano de La cárcel de amor, idolatra pasión y amada y termina irremisiblemente conducido a la muerte. ¡Qué tentador en este momento comparar la génesis de La Celestina y el Quijote! Ambas, a través de la distorsión paródica, hacen una propuesta de mensaje equiparable (aunque el Quijote lo haga de manera explícita y La Celestina no): la reprobación de unas formas de ficción tan inmensamente populares como perjudiciales para la conciencia colectiva de un pueblo. Todo ello, naturalmente, además de otras múltiples implicaciones críticas.

Pero también el conocimiento de la poesía cancioneril cortés (género, por cierto, que parece adquirir mayor importancia relativa en la historia literario-cultural que la que le correspondería en valores absolutos) autoriza en buena medida una lectura más fructífera de la nueva poesía del siglo XVI, pues en ella se pueden perseguir procesos de intertextualidad que remiten a las psicomachias cancioneriles en sus juegos de opuestos (razón/deseo, fuego/hielo, etc.), pero que la nueva cultura renacentista alimenta de nuevos contenidos, encontrando por fin salida la cárcel de amor en la superación progresiva de aquellos opósitos por un proceso de sublimación (de la belleza física a la espiritual) que prestan las nuevas teorías neoplatónicas11. Semejanzas, pues, superficiales porque remiten a nuevos códigos de sentido. Lo mismo, y con más razón, podría decirse de toda la marea de rifacimentos y contrafacta a lo divino que se practican en España en los siglos XVI y XVII. Ahora no son sólo semejanzas sino identidades en la superficie del enunciado: todos los conceptismos y paradojas del «vivo sin vivir en mí» o del «muero porque no muero» son el cauce más idóneo que elige la poesía religiosa y mística para expresar procesos inefables. Una tradición literaria se perpetúa, pues, cargándose de nuevo sentido; o quizá habría que decir simplemente de sentido, al resolverse las paradojas en la proyección a lo transcendente a que apela esta poesía religiosa. He aquí un ejemplo clarísimo de necesidad de contextualización para -por expresarlo en terminología moderna- distinguir cómo un mismo fenotexto responde a dos genotextos bien distintos; es decir, cómo la superficie fenomenológica del enunciado, con sus realizaciones lingüísticas consiguientes, responde a intenciones genésicas absolutamente diversas. Y ya decía antes que entiendo la función hermenéutica de la crítica como un desvelamiento respetuoso de la voluntad autorial.

Claro que a la vista de todo lo expuesto se plantea la gran cuestión de si sólo la reconstrucción «arqueológica» dota de sentido a las obras alejadas en el tiempo (y en el espacio, habría que añadir, pues se trataría en ellas igualmente de reducir su condición de extrañamiento). Y me he referido antes a la perduración íntegra del signo y por tanto a la necesidad de mantener la relación de solidaridad que en él vincula el significante hacia el significado, para lo cual es imprescindible conocer, o al menos intentarlo, el sistema de signos culturales concomitantes en que aquél se gestó y que él, a su vez, contribuyó a forjar (porque desde la perspectiva, siempre anacrónica, del lector o crítico posterior, se tiende a ver la literatura como «reflejo», cuando en buena medida es también «agente»). Ahora bien, una complejísima casuística entra en juego en la relación de la obra literaria con el sistema de signos circundantes, casuística que principalmente depende de la actitud e intenciones del autor: el discurso literario bien puede asumir o bien puede rechazar los patrones imperantes (que es otra forma de situarse en el tiempo histórico); bien buscar una inmediatez en su comunicación, o ser mediato en sus propósitos; bien -en estrecha relación con la dualidad anterior- asumir formas de menor o mayor ficcionalidad por expresar decididamente su sentido o encubrirlo bajo mil formas de claves. Sabemos que los mensajes no se objetivan siempre con la misma transparencia, pues cuanto más asumida tenga un texto su función poética, más encubiertas quedarán las otras funciones; pero sólo encubiertas. Es más, con frecuencia la eficacia programática de un texto no suele ir en relación directa con la superficie del enunciado. La transgresión ideológica que se produce, por ejemplo, en un discurso tan aparentemente ingenuo como el de Lázaro de Tormes produce una eficacia en su oposición a los valores dominantes mucho mayor que el que hubiera producido una apelación directa a los mismos. La ingenuidad no es, pues, sino ironía.

Dependiendo, por tanto, de toda la casuística textual, y teniendo no poco en cuenta los condicionantes genéricos como opciones pragmáticas que ya orientan, no es de extrañar que la recuperación del significado requiera bien distintas actuaciones. Habrá literatura de la que G. Genette llamó «de significado perdido»12 (y que sería preferible llamar «de significado aparentemente perdido») que requerirá un mayor esfuerzo de acercamiento interpretativo. Otra, más universal en su significado y perduración -en rigor, eso son los clásicos-, cuyo acceso, aunque sólo en lo aparencial, requiera una menor labor «arqueológica» porque problematiza al mundo y al hombre en cristalizaciones permanentes y eternas. Así, por la referencia casi obligada al mejor de nuestros clásicos, haciendo abstracción de la riqueza de hilos que forman el entramado del Quijote, su protagonista es ejemplo ante todo de personaje que radicalmente quiere perder pie en la circunstancia que sustenta a Alonso Quijano, para forjarse, desde la única e irreductible proyección de su voluntad, una realidad a su medida de caballero andante para así realizar sus ideales de ayuda a la humanidad. Esta significación de autovoluntarismo -percibida por la crítica más solvente, comenzando por Américo Castro13- es la que asegura esa permanente vigencia en la crónica de la humanidad literaria. Pero tal significación se aposenta en un significado más inmediato que también es preciso conocer y que emana del significante-entramado que la sustenta: don Quijote se propuso una vida concebida en imitación activa de Amadís de Gaula; consecuentemente el desarrollo de la obra debe seguir el diseño de «escritura desatada» en sucesión de aventuras de los libros de caballerías, cuya parodia es su primer significado.

Así también, ya que antes me he referido a él, el Lazarillo de Tormes nos comunica, en su último y más universal sentido, la oposición a los valores dominantes. Pero cuanto mejor alcancemos a conocer la realidad española del segundo cuarto del siglo XVI, en mejor disposición estaremos de comprender las implicaciones ideológicas de un disidente (disidente tan amparado en el anonimato, que ofrece la gran coartada de presentarse a sí mismo como protagonista) y la intención que le mueve a escribir. Sólo en función de instalarnos en esa intención estaremos, a su vez, en condiciones de reducir su ironía: el saber «arrimarse a los buenos» de Lázaro, su llegar al final a «la cumbre de toda buena fortuna», su ejercer el «oficio real» de pregonero, etc. (aspectos todos ellos sobre los que un análisis formal-inmanentista arrojaría bien pobre luz); pero sobre todo aprehenderemos mejor el 'sentido' mismo de la estructura formal del relato y sus tiempos narrativos14, es decir, el mayor o menor detenimiento cronológico en función del 'aprendizaje' de Lázaro. En fin, cuanto mejor despejemos los factores de incertidumbre de la obra, en mejor disposición estaremos -por utilizar las palabras de su protagonista en el prólogo- de «sacar della algún fructo».

*  *  *

Como de eso se trata, y no sólo de sacar algún fruto, sino de intentar sacar el mejor posible, la enseñanza de la literatura ha de tender a controlar las más de las claves que expliquen un texto.

Aquí es donde comienza la gran responsabilidad del profesor de literatura como mediador en el diálogo con los textos. Diálogo que, según creo, ha de constituir el centro de gravedad de la clase de literatura (más que teorías a priori o a posteriori de los textos mismos) y diálogo que suma en este caso, a las complejidades de todo proceso comunicativo entre un emisor y un receptor, otra de no poca envergadura: el receptor es aquí un sujeto múltiple que, por mor de un proceso ya tipificado en su convencionalidad -el de la clase-, dialoga con los textos bajo las directrices del magister que selecciona, enfoca y ofrece las perspectivas de análisis que cree más rentables.

Si, como he dicho, el texto ha de ser el gran protagonista de la clase, se comprenderá fácilmente que interprete como una malsana costumbre en la enseñanza universitaria de la literatura la división entre las llamadas clases teóricas y prácticas, que priva a las primeras de su más primordial objetivo. Ni que decir tiene, por lo demás, que tan inveterada costumbre se desautoriza ya por sí sola desde el momento en que las clases prácticas (es decir, las que practican un más inmediato y directo diálogo con los textos) asumen una especie de papel auxiliar y se encomiendan por lo general a profesores menos avezados, invirtiendo justamente los términos de la responsabilidad en la tarea hermenéutica y mediadora del profesor de literatura. Por contra, las clases teóricas (que también un antiguo hábito da en llamar magistrales, hermoso calificativo que pocas veces responde a la verdad, entre otras cosas porque la tarea cotidiana de la clase -de las muchas clases que ha de impartir un profesor- no se puede parecer a una conferencia diaria) se orientan en un nivel de abstracciones peligrosamente separado de la realidad textual, para constituirse buena parte de las veces en una historia literaria a la antigua usanza, es decir, como una historia de los contenidos literarios.

De esa manera la realidad docente transparenta una peligrosa dualidad. Las llamadas clases prácticas se atomizan en los denominados comentarios de textos, y éstos parecen en demasiadas ocasiones más interesados en poner a prueba determinados experimentalismos metodológicos que en ayudar a alumbrar más y mejor el texto. Es decir, la propedéutica del análisis textual asume en ellos un protagonismo indebido, olvidando su función ancilar como camino hacia la hermenéutica del texto. Digamos que es ésta la herencia más negativa de las prácticas formalistas que intentaban ofrecer una solución en la inmanencia del texto desde su consideración más inmediata y miope; y es bien sabido que ha sido la práctica escolar del comentario de textos la que se ha convertido en abanderada de todas las modas, sufriendo permeabilizaciones múltiples más o menos vanguardistas, en un intento de redimir a su costa una enseñanza caduca sin medir suficientemente los riesgos. En este sentido es una triste experiencia la reflejada en los ejercicios de los alumnos, pues a veces, sin entender apenas el texto, se lanzan por sinuosos caminos llenos de ecos mal asimilados de la más arriesgada crítica textual. Y semejante despropósito es, desde luego, responsabilidad del profesor.

En un momento en el que, al menos desde el punto de vista teórico, se ha superado la obsoleta oposición entre estructura e historia, superación que en buena medida ha sido consecuencia de una dialéctica de reducción entre estrategias críticas extremas15, estamos en la circunstancia más idónea para adecuar teoría crítica y realidad docente, y para que en esta última no se observen dicotomías superadas en la teoría, al practicarse, por una parte, una historia literaria a la antigua usanza que vea el texto como documento y, por otra, unos comentarios que se sirvan del texto como pretexto, pero ni siquiera en este caso para construir una nueva forma de escritura, sino para lucubraciones aproximativas supuestamente esclarecedoras y buena parte de las veces torturantes.

Ahora bien, es cierto que desde la misma realidad académico-docente se está ofreciendo en la enseñanza universitaria de la literatura una dualidad que, mal entendida, puede derivar en una dicotomía grave (que no se identifica con la que acabo de exponer, pero se puede aproximar a ella). Me estoy refiriendo a la actual división en «áreas de conocimiento» que separa, de un lado, a las disciplinas que atañen a la teoría del discurso poético, sus leyes de funcionamiento y sus metodologías de análisis, y, de otro, a la historia literaria. Si la justificación de tal división es la necesidad de distinguir entre la reflexión teórica y su aplicación textual, no se puede perder de vista su carácter necesariamente interrelacionado y se debe huir de simplificaciones perjudiciales, como es el caso de equiparar a la disciplina literaria con historia literaria. A tal efecto conviene recordar que todas las clases de literatura lo son de algún modo de historia literaria, o al menos de textos en su debida contextualización histórica, y, en todo caso, tener presente que una cosa es la historia literaria y otra una disciplina historicista, que, como antes señalaba, pasó hace tiempo.

De ese modo, lo que, en principio, viene a responder a una necesidad real de la investigación y la docencia universitaria de la literatura puede, finalmente, institucionalizar una peligrosa división. En cuanto a lo primero porque, en efecto, la multiplicación de teorías de acceso al texto ha generado una bibliografía específica enormemente espectacular en su volumen e importancia que requiere ser atendida por estudiosos y profesores especializados; ello traducido al ámbito docente significa proveer al estudiante de instrumenta críticos adecuados para el acceso al análisis textual, y, al mismo tiempo, iniciarle en la reflexión sobre esas tendencias críticas como una historia de la hermenéutica textual. Así visto se justifica, en efecto, tal división en la medida, desde luego, en que se complemente con la clase propiamente de literatura que ha de hacer del diálogo con los textos su gran protagonista. ¿Pues en virtud de qué si no la preparación instrumental y hermenéutica? A no ser, claro está, que se conciba en su independencia como una especie de filosofía del lenguaje que adquiere autonomía en la medida en que se aleja de la clase de literatura propiamente dicha.

Pero este riesgo de un nivel de abstracciones cada vez mayor no es el más peligroso que veo, o al menos, no es al que antes me refería como el de institucionalizar una peligrosa división. Éste es para mí el que deriva de que, amparados por tal división académica de áreas, los profesores de literatura, o si se quiere, de historia literaria se vean más legitimados para permanecer al margen de las nuevas conquistas críticas, mientras los otros, los de teoría literaria, se vean igualmente legitimados a prescindir de conocimientos de historia literaria y, o bien practiquen sus análisis con sospechosa frecuencia sobre textos contemporáneos (es decir, aquéllos cuyo sistema de signos contextúales sea evidente), o bien, si practican sus análisis sobre textos alejados en el tiempo, se apoyen subrepticiamente en la labor esclarecedora de la crítica histórica para dejar el espacio primordial de su análisis a una función crítica más experimental que propiamente hermenéutica. Y ya sabemos que con frecuencia se hacen demasiados acopios de equipajes críticos para cortos viajes de interpretación textual.

Y ya voy a terminar. Quisiera hacerlo con la esperanza de no haber creado falsas expectativas que ahora se vean defraudadas a la vista de que finalmente no voy a proponer nada concreto sobre el modo y manera más adecuados de llevar adelante la clase de literatura. Estimo que en mis reflexiones sobre la debida contextualización del objeto literario y la necesaria interrelación disciplinar en la labor mediadora del profesor están ya los puntos de vista que estimo básicos. Otra cosa distinta es una propuesta concreta, lejana a mis convencimientos y distante de mis reflexiones, que son abiertas y por tanto opuestas a todo afán programático, que es lo que trato de evitar. En todo caso, y como mucho, me atrevo a proponer que sea el permanente diálogo con los textos el centro de gravedad de la clase de literatura («leer a...», como decían los clásicos) y que los textos nos sugieran sus múltiples y variados mundos de sentidos proyectados desde la letra. Pero, desde luego, el diálogo será más fecundo en la medida en que el profesor, con su responsabilidad de mediador, sepa ofrecer los caminos para despejar incertidumbres, caminos que se refieren tanto a los códigos en los que el texto se explica, como a los medios instrumentales y hermenéuticos de acceso.





 
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