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La liberación «teatral» de la mujer en las primeras piezas románticas

Ermanno Caldera


Université di Genova



Después de El sí de las niñas, el autor que quisiese llevar a las tablas una historia de amor (es decir, casi todos) no podía ya ignorar el problema de la libertad de la mujer en lo correspondiente a sus sentimientos. Sobre esta conciencia pesaba no solamente la enseñanza moratiniana, sino también la evolución de los tiempos, particularmente gracias al advenimiento del liberalismo, que aspiraba kantiana e institucionalmente a la autonomía del yo en las aplicaciones de su razón práctica, y del romanticismo con su conclamada primacía del sentimiento y su vocación a la transgresión de las normas sociales más coercitivas.

Por otro lado, comediógrafos y dramaturgos tenían que enfrentarse con una larguísima tradición, tanto social como teatral, por la que, en tanto que el hombre gozaba, ya desde el Siglo de Oro, de una libertad casi total en los tratos amorosos, la mujer siempre aparecía sometida a la voluntad de sus padres o tíos o hermanos, o acosada por los deseos libidinosos de un poderoso (como ocurría a menudo en la tragedia neoclásica) o vinculada a unos votos religiosos: una serie de circunstancias que, mientras estimulaban la lucha de parte de su amante, limitaban notablemente su libertad de elección en el campo de los sentimientos.

Podemos, pues, imaginarnos al escritor romántico luchando entre la exigencia de llevar a las tablas a la mujer del Nuevo Régimen, desenvuelta administradora de sus sentimientos, y la fuerza de una tradición que seguramente despertaría no pocas resistencias en el público: en cierta manera, una oposición entre las instancias del escenario y las del patio.

En efecto, las situaciones que describen los autores teatrales románticos -al menos los que escriben al principio del movimiento- no dejan de causar la impresión de que los espectadores, bastante dispuestos a aceptar las transgresiones masculinas, no lo eran igualmente al respecto de las femeninas; parecen delatarlo las cautelas con que se tratan casi siempre los intentos de rebelión de las jóvenes enamoradas o los «trucos» o convenciones a que se recurre para sacar a la heroína del papel tan gastado de víctima y permitirle esa autonomía que al final adquiriría también un valor actancial, influyendo en el desenvolvimiento de la trama.

Ya en el primer drama romántico, La Conjuración de Venecia, se va perfilando el patrón a que se atendrán, con variantes, los dramaturgos posteriores, que sin embargo intentarán desarrollarlo paulatinamente. La mujer que sale a la escena en el papel de primera dama, en aras a los dictámenes del romanticismo, vive y actúa exclusivamente en función del amor, por el que ha transgredido al deber -en el que ella, a pesar de todo, cree sin la menor duda- de la sumisión a la voluntad paterna, uniéndose secretamente con el hombre que ella quiere. Sin embargo, con el fin de evitar un choque harto violento con las convicciones de los espectadores, su pecado aparece atenuado en seguida tanto por tratarse de un amor consagrado por el vínculo matrimonial como por el arrepentimiento que atormenta a la pecadora. Ha hecho una elección libre, eso sí, pero la va pagando con el remordimiento. En efecto las primeras palabras de amor que Laura dirige a su esposo se entremezclan en seguida con la turbación que la domina por haber mentido a su padre: «Me cuesta tanto mostrarme alegre y ocultar lo que pasa en mi corazón [...] Habrá apenas dos horas me acariciaba mi padre [...] ¡y voy a hacerle infeliz en los últimos años de su vida!». Poco después vuelve a rematar la misma triste idea: «¡Pero, engañar a un padre tan bueno!».

De esta forma, Martínez de la Rosa imaginaba tal vez hacer más aceptable a su público la infracción de su heroína, la cual acumula, sobre todo en el largo monólogo con que inicia su actuación en las tablas, una serie de datos que realmente parecen dirigidos a conquistar la comprensión de los espectadores; una captatio benevolentiae, digamos, que empieza desde las primeras palabras que pronuncia, cuyo intento parece ser el de aclarar la inverosimilitud de una mujer de buena familia que se arriesga a andar sola a la medianoche y hasta penetrar en un lóbrego panteón. Dirigiéndose idealmente a Rugiera, le pregunta Laura: «¿Por quién en el mundo haría yo otro tanto? ¡Yo, tan tímida, tan cobarde, que ni siquiera osaba antes bajar sola al jardín, atravieso ahora a medianoche galerías y salones, y oso penetrar en este sitio...donde todo anuncia la muerte!».

Es como si el autor pretendiese descubrir lo novedoso de la mujer romántica, que por amor abandona ciertas debilidades propias de sus antepasadas, y que sin embargo, para que el cambio no parezca excesivo, muy pronto vuelve al tópico de la señorita bien, tímida y miedosa, tanto que se asusta al solo ruido del viento. A estos tópicos el autor se preocupa de añadir todavía otros motivos tradicionales, como la piedad religiosa, que, acompañada por los sobresaltos de la conciencia dolorosa del pecado, empuja a Laura a pedir perdón a la Virgen, declarándose además dispuesta a sufrir, «por su triste unión», «el castigo del cielo».

Al contrario, Rugiera es tan libre, que tampoco tiene familia y por consiguiente no siente el menor remordimiento por su elección amorosa1; y si alguien le acosa, o algo le atormenta, eso depende de sus actuaciones políticas, que nada tienen que ver, al fin, con su historia de amor2. Tal vez Martínez de la Rosa haya creado un Rugiero tan desligado de cualquier vínculo familiar para que su matrimonio secreto chocase menos contra el puritanismo de los espectadores. De todas formas, lo cierto es que en la pareja de los protagonistas puso a personajes extremadamente contrastantes, creando un desequilibrio que no puede no reflejarse en la diégesis.

En efecto, si la actuación de Rugiero influye en el desarrollo de la trama, la de Laura es, a este respecto, totalmente insignificante. Verdad es que el autor, quizás justamente para compensar el escaso valor teatral del personaje femenino, le otorgó un papel mucho más extenso que el del protagonista; pero, a lo largo de tantas réplicas, Laura en realidad no hace más que actuar bajo el impulso de los demás o de las circunstancias, desempeñando en fin un papel esencialmente pasivo. En otros términos, quitad todas las escenas en que aparece Laura y la trama seguirá desenvolviéndose en gran parte regularmente.

Al defecto de la escasa funcionalidad del personaje femenino quiso obviar Larra en ese Macías que, a pesar de las estructuras neoclásicas que lo rigen, fue pieza altamente modélica cuya enseñanza no siempre los dramaturgos siguientes supieron aprovechar.

El desarrollo de la historia de amor de Macías y Elvira acompaña al paulatino proceso de liberación de la mujer que al final llega a una forma de autonomía moral que la pone al mismo nivel del hombre amado, pasando desde el papel de antagonista a la consonancia más completa de sentimientos y de acción.

Por otro lado, ya desde el principio Elvira revela, en su discusión con el padre, un carácter fuerte y decidido que, aunque sea en el marco del respeto formal a la autoridad paterna, la empuja hacia la defensa de sus sentimientos y de la persona de su amado:


Pero al menos sed justo: sus virtudes,
su ingenio, su valor, sus altos hechos
no despreciéis, señor: ¿dónde están muchos
que a Macías se igualen o parezcan?
De clima en clima vos, de gente en gente
buscadlos que le imiten solamente.


(I, 4)                


Y si cede, en fin, tan sólo se debe a un sobresalto de celos, en una decisión tomada con plena conciencia y bajo el impulso de sus personales sentimientos.

Más tarde, cuando, después de las bodas, Macías la reconviene y al mismo tiempo le dirige palabras de amor, Elvira parece no diferenciarse de tantos otros personajes femeninos y, sobre todo, resulta fuertemente anclada a la moral dominante.

Por consiguiente, a las ardientes declaraciones de su antiguo enamorado no sabe oponer nada más que los deberes que le impone el vínculo sagrado de las bodas que acaba de celebrar. A la réplica, muy conocida y a menudo citada, en que Macías ostenta la más profunda rebeldía contra la institución misma del matrimonio («Rompe, aniquila / esos que contrajiste horribles lazos») contesta con frases inspiradas por el mayor conformismo:


Juré ser de otro dueño, y al recato,
y a mi nombre también, y a Dios le debo
sufrir mi suerte con valor, y en llanto
el tálamo regar; si no dichosa,
honrada moriré.


(III, 4)                


Sin embargo, en el acto siguiente, cuando entra en la cárcel donde está encerrado Macías, ya se deja arrastrar por el sentimiento y proclama su amor en términos tales que casi parece que el autor se preocupa de subrayar lo novedoso de tanta osadía:


Sí, yo también sé amar. Mujer ninguna
amó cual te amo yo3. Vuelve, recobra
un corazón que es tuyo, y que más tiempo
el secreto no guarda que le agobia.


(IV, 3)                


Y con el fin de que la paridad sea total, al morir Macías por causa de su amor a Elvira, ésta no duda en darse ella misma una muerte que los une para siempre.

Era la solución más completa, más teatral también, que confería una misma dignidad actancial a los dos componentes de la pareja protagonista.

Por otro lado, no era ésta la única solución posible para levantar al personaje femenino a la altura teatral del masculino, como parece demostrar la Leonor del Don Álvaro, a pesar de que en gran parte de su actuación está más cerca de Laura que de Elvira.

Como la Laura de la Conjuración, Leonor se conmueve frente a las manifestaciones de cariño de parte de su padre y tanta es la impresión que éstas dejan en ella que llega a esperar que la fuga con don Álvaro no pueda realizarse; luego, al presentarse su enamorado entusiásticamente proyectado hacia un porvenir de total mutua dedicación, le hiela con sus perplejidades («¿Y mi anciano y tierno padre?»), con su deseo de aplazarlo todo; sus demoras tan contrastantes con la prisa de Álvaro que siente el acoso del tiempo («el tiempo no perdamos») resultan ser al final la causa del trágico fracaso.

Con todo, justamente por eso hay que notar que la pasividad que la caracteriza en el plano moral, y que la acerca a Laura, se revela funcional y activa con respecto a la diégesis, y de forma tan intensa que determina todos los sucesos del drama. Rivas consigue así rescatar teatralmente al personaje femenino, que se inserta poderosamente en la trama, haciéndose indispensable. Verdad es que sabe salir del papel tradicional de hija sumisa a la voluntad paterna, cuando, al escuchar las reconvenciones de don Álvaro, se deja arrastrar nuevamente por la pasión desbordante, y prorrumpe en esa réplica tan encendida que la aleja decididamente de Laura para acercarla mucho más a Elvira:


Mi dulce esposo, con el alma y vida
es tuya tu Leonor; mi dicha fundo
en seguirte hasta el fin del ancho mundo.
Vamos, resuelta estoy, fijé mi suerte,
separarnos podrá sólo la muerte.


(I, 7)                


Donde sobre todo ese poderoso «fijé mi suerte» pretende señalar el pasaje de una moral heterónoma a una autónoma. Y si las vacilaciones anteriores cuentan más, para el desarrollo de la trama, que esta decisión tardía la cual resulta en este respecto ininfluyente, Leonor ha logrado sin embargo ponerse, como la heroína de Larra, al lado de Álvaro, protagonista junto con él, ya no antagonista.

No importa que luego se porte de manera bastante conformista buscando la solución tradicional del refugio en el convento, con sus exclamaciones contritas, su deseo, que confiesa al santo fraile, de abandonar al amante y al amor, sus súplicas a la Virgen que nuevamente llaman a la memoria a la heroína del primer drama romántico: todo esto lo aprovecha Rivas para un planteamiento teatral muy hábil y muy efectista.

En efecto, como consecuencia de la nivelación de los dos componentes de la pareja, un inteligente paralelismo acompaña la actuación de los dos; que a la par se convierten, aunque sea en tiempos diferentes, a la misma vida dedicada a la religión y al sacrificio y en el mismo lugar sagrado, donde se encontrarán al final para dejarse atrapar, casi al mismo tiempo, por una muerte igualmente violenta.

Aunque no le atribuya una actuación tan decisiva como la del personaje de Larra, Rivas, hombre de rica experiencia teatral, ha sabido, pues, sacar unas sugerentes consecuencias dramatúrgicas que compensan el inicial, tradicional desequilibrio en el interior de la pareja: lo que no había sabido realizar Martínez de la Rosa.

El 1836 fue el año del triunfo de El Trovador, una pieza que nuevamente llevaba a la escena a una mujer transgresiva, que sin embargo se diferenciaba de las anteriores. Si la transgresión de Laura consistía en haberse casado a escondidas del padre, la de Elvira en abandonar al esposo no querido para vivir y morir al lado del hombre que realmente amaba, y la de Leonor, en la decisión de huir con el ser amado (que más propiamente habría que definir un intento frustrado de transgresión), de la cual muy pronto se redime proponiéndose una vida de penitencia en el convento de los Ángeles, García Gutiérrez hace recorrer a su heroína el camino inverso: desde el convento donde se ha refugiado para evitar las bodas aborrecidas, Leonor huye para colocarse al lado del hombre que ama y al fin morir con él.

Si la Elvira de Larra es la primera adúltera del romanticismo español, la Leonor de García Gutiérrez es la primera exclaustrada; objeto, pues, de mayor escándalo, ya que ahora estalla nada menos que una rivalidad entre el hombre y Dios, de la que la divinidad sale derrotada. Leonor es plenamente consciente del sacrilegio que está cometiendo, pero su pasión es más fuerte del temor al pecado. Verdad es que, como sus predecesoras, apela en un primer momento a la ineluctabilidad de los votos pronunciados para rechazar las declaraciones de amor de Manrique:


Mi vida,
aunque llena de horror y de amargura,
ya consagrada está, y eternamente,
en las aras de un Dios omnipotente.


(III, 5)                


Pero muy pronto el amor lo supera todo y la joven no sólo confiesa su incapacidad de liberarse de su «pasión criminal» en el momento mismo en que, «ante el altar postrada», intenta dirigir sus pensamientos a Dios, sino que hasta transfiere a Manrique lo que más propiamente le pertenece a Dios: «Sí, yo te adoro aún (ibid.; acabando por confesar sacrílegamente: «tus brazos son mi altar» (ibid.).

En esta pasión, tan recargada de generosidad y dedicación total a Manrique, Leonor resulta indudablemente superior a su amante, quien, al compartir su cariño entre ella y su supuesta madre, no deja de parecer algo limitado. Lo cual sobresale de manera evidente en el desenlace, donde además la iniciativa pasa totalmente a Leonor, en tanto que, invirtiendo ciertos estereotipos, Manrique juega un papel pasivo, que su triste canto convierte más bien en lírico que dramático.

Pisando las huellas de Elvira, también Leonor penetra en la cárcel donde yace preso su amante, con el intento de liberarle. Pacta por eso su liberación con don Nuño, dejándole entrever un porvenir de goces eróticos; pero, para evitar mantener la promesa, preventivamente se envenena.

Fue ciertamente una gran intuición teatral la de que Leonor se presente en la cárcel con la muerte encima, mejor dicho, dentro de ella. De forma que, como ya en las dos piezas anteriores, los dos amantes mueren casi al mismo tiempo; sin embargo, la muerte de Leonor, que esta vez precede a la del protagonista y que ella misma se causa para la salvación de su hombre, es más trágica, aunque quizás menos efectista, que la de la anterior Leonor, apuñalada por su hermano, o la de Elvira, que se hunde en el pecho la espada de Macías.

Me he limitado a examinar la actuación de la primera dama en los cuatro primeros dramas románticos (sin considerar el Alfredo, por tratarse de una situación anómala), que, en lo que se refiere al tema, ostentan cierto carácter de experimentación.

Para completar el cuadro, quisiera sin embargo detenerme un rato en la vertiente cómica. Lo más interesante, al respecto, nos lo ofrece la célebre y afortunada Marcela de Bretón de los Herreros, donde la protagonista campea, figura clave central e indispensable, a lo largo de toda la pieza. Es ella quien hace mover o parar como muñecos a los tres pretendientes, quien se porta de manera que todos penden de sus labios y que al final toma decisiones definitivas para sí misma y para los demás. Naturalmente no faltan antecedentes (sobre todo en el Siglo de Oro) de mujeres que se colocan en el centro del enredo, pero, a pesar de esto, una pieza en que la dama es la única protagonista presenta una situación bastante rara, tanto en el plano teatral como en el de la sociedad contemporánea.

Sin embargo, para que esto se verifique con la benévola aceptación del público, el autor tiene que apelar al recurso de la viudez que le otorga a la mujer una autonomía muy insólita, que ya subrayaba Rodríguez de Arellano, quien tal vez fue el primero que introdujo a este personaje en el repertorio español4 y que Bretón remata con las palabras que Marcela pronuncia en el momento de despedirse del público:


En todo estado y esfera
la mujer es desgraciada;
sólo es menos desdichada
cuando es viuda independiente.


La libertad que en los dramas la mujer alcanzaba uniéndose en la muerte al ser amado, la consigue en las comedias a través de la muerte del marido, que de esta forma se convierte en un suceso ya no tan doloroso, hasta el punto de que, toda vez que a ello se alude, una sonrisa maliciosa parece encrespar los labios de los personajes y de los espectadores.





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