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La memoria de la historia en el Perú: los quipos y Manuel Scorza

Dunia Gras





Quise que mis novelas rescataran la memoria de un
pueblo humillado, cuya historia es vergonzosa


Manuel Scorza                


Aunque existe una cierta controversia histórica en torno a esta cuestión, al parecer los quipos -conjuntos de hilos anudados de distintos colores- fueron empleados por los antiguos habitantes del Perú precolombino como sistema mnemotécnico, como archivo de la memoria. Así, por ejemplo, el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales (1609)1 señala que los jóvenes indígenas, tras la Conquista, no sabían leer a la manera de los españoles: preferían memorizar lo que se les daba por escrito -un catecismo, generalmente, o alguna obra religiosa- y pedían a los misioneros que les repitieran varias veces el texto en voz alta, mientras ellos tomaban piedras o semillas de diferentes colores a las que asociaban con lo que iban oyendo, método que les permitía aprender «con facilidad y brevedad» los textos, dada su práctica ancestral del quipo, que se servía de una técnica similar.

Los quipos no sólo eran utilizados, sin embargo, como archivo histórico, quizás su función más conocida, sino también como medio de comunicación, para enviar mensajes2, es decir, como carta, cuya transmisión era encargada a correos o chasquis3, como el que Felipe Huamán Poma de Ayala dibuja en la ilustración 201 de su Nueva corónica y buen gobierno (1615?)4, donde puede leerse escrito en un recuadro «carta», señalando a un «quipo». Estos correos formaban parte de una cadena de relevos que llegaban a recorrer distancias de hasta dos mil kilómetros. No obstante, nuestro interés por el sistema semiótico del quipo y por el significado de sus cordeles coloreados y nudos surge a partir del estudio de la pentalogía del novelista y, ante todo, poeta peruano Manuel Scorza, titulada «La guerra silenciosa», compuesta por los cantares o baladas Redoble por Rancas (1970)5, Historia de Garabombo el Invisible (1972)6, El jinete insomne (1977)7, El cantar de Agapito Robles (1977)8 y La tumba del relámpago (1979)9, así como a partir del análisis de su última novela publicada, La danza inmóvil (1983)10, que debía constituir junto con Los Pétalos de la quimera y El verdadero descubrimiento de Europa, proyectos ambos inconclusos, la truncada trilogía de «El Fuego y la Ceniza». El uso, absolutamente preciso e intencionado, del elemento cromático adquiere una función significativa importante en el desarrollo de la narrativa scorziana, que el mismo autor relaciona, metafóricamente, con la influencia en su obra de aquellos archivos de la memoria que fueron los quipos.

Desgraciadamente, las descripciones de los quipos (cuando las hay) no son completas en absoluto, hecho que no facilita el pretendido juego de correspondencias y paralelismos que podría trazarse, primero, entre las mismas descripciones y, segundo, entre los quipos y el cromatismo en la obra de Manuel Scorza. Es decir, no es posible confeccionar una tabla de equivalencias que diera fe de la también posible polisemia cromática, como sucede, por ejemplo, con el color blanco que, según ciertos testimonios, podía indicar a la vez plata, es decir, un objeto tangible, y paz, es decir, un concepto abstracto, o con el amarillo, que podía significar al mismo tiempo -según el contexto- oro o engaño. Y esto se debe a varias razones. En algunos casos, sencillamente, a que quienes realizaron estas descripciones poco debían saber de este sistema -salvo algunas excepciones, como la del Inca Garcilaso- y, por tanto, les resultaba imposible trazar poco más que una aproximación al quipo, tratado como objeto desusado y casi como maravilla. En otros casos, esa ausencia descriptiva pudo deberse precisamente a lo contrario, a un conocimiento más que suficiente de este sistema y su «gramática», por lo que el empleo de este código les parecía natural y, por consiguiente, sin mayor interés, como sucede en las referencias que aparecen en el texto anónimo Relación de las costumbres antiguas de los naturales del Perú, recogido por Francisco Esteve Barba (151-91). Lo cierto es que no se ha hallado ningún texto que dejara constancia de los entresijos de este sistema semiótico empleado como registro de la memoria y medio de comunicación que, redactado por algún cronista curioso, pudiera considerarse, posteriormente, como «manual» en la materia. Claro está que estos conocimientos se transmitían siempre oralmente, pero este hecho no es razón suficiente para justificar que ningún autor, español o mestizo, recogiera por escrito los mecanismos de un sistema semejante de transmisión histórica, cuando el interés por la comunicación con los indígenas se había traducido, desde un principio, en la confección de «vocabularios» en los que se recopilaban los vocablos indígenas más usuales -transcritos según aproximaciones fonéticas- junto con sus equivalencias al castellano. Con la destrucción de estos archivos precolombinos de la memoria, desaparecieron siglos de historia, de datos y de información sobre el vencido imperio inca, que jamás podrán recuperarse. Jamás. Por todo ello, debemos concentrarnos en el testimonio de una carencia.

En esta comunicación se pretende demostrar que, a pesar de la destrucción de un archivo histórico tan valioso como fueron los quipos, su rescoldo se puede reavivar, literariamente, como trata justamente de hacer Manuel Scorza en sus novelas, trazando un puente intemporal entre el pasado, lamentablemente destruido y perdido, en la nostalgia, y el presente, inmediato y aún por construir. Por todo ello, quizás no debería considerarse al quipo como depósito de la historia, sino como almacén (perdido) de la memoria (también perdida) del Perú.

Aun así, a lo largo de estos siglos de pérdida, el hombre andino no ha abandonado en el de cantar de su intimidad la tradición de sus antepasados, tratando de ganarle el pulso al olvido. Siguió creando su arte verbal sobre la base de formas aprendidas y ejercitando su memoria dentro de los esquemas de composición poética altamente formular y repetitiva, con una concisión y un ritmo que facilitaba la recitación. De alguna forma, para la tradición literaria indigenista, especialmente para sus autores más innovadores, sólo faltaba desear oír de nuevo esas fórmulas, esos ritmos, y leer en quipos invisibles. La memoria, o la metáfora, de los «quipos» se constituía como un precioso elemento para conjugar argumentos, conciencia histórica y creación literaria. La perspectiva antropológica en la literatura peruana aportada desde Arguedas, y que se traduce en la incorporación del folklore indígena de canciones y componentes míticos subsistentes en el universo quechua, coincide en su evolución y evaluación final con la perspectiva de Scorza: el descubrimiento de que la quiebra del pasado mítico es condición indispensable para la aparición de una conciencia histórica objetiva, no necesitada de la acción de las fuerzas sobrenaturales. Este descubrimiento se manifiesta en La tumba del relámpago de Scorza, la última novela del ciclo de «La guerra silenciosa». Esta perspectiva sobre el uso y el poder de la tradición, del mito, que sustituye a una historia arrasada en la literatura peruana conecta con su preocupación por la necesidad de un cambio en la conciencia histórica de las complejas sociedades andinas, en particular, y de la latinoamericana, en general: la historia de la historia latinoamericana es el resultado de una gran tensión dramática que se da entre la realidad y el mito, entre la realidad y el deseo. Esta lógica toma un sentido especial en el discurso de Manuel Scorza, al proponer, paradójicamente en su obra, una recreación del mito, para bombardearlo, para decirlo de algún modo, desde dentro, como camino hacia la recuperación de la realidad.

En su razonamiento, Scorza parte de la consideración que, desde la Conquista, el pueblo peruano se quedó parado, anonadado, porque se quedó sin historia, ya que se le extirpó la que le era propia y se le impuso una ajena. Como sentencia Scorza en una entrevista con Elda Peralta (29): «en América Latina toda "la historia" es una colosal mentira y esa mentira comienza el día mismo de la Conquista, de la fundación de la sociedad colonial por notarios, soldados, sacerdotes, que hablan una lengua extranjera... Todas las leyes han sido mala mitología: las constituciones, amargas bromas, mitos en el peor sentido de la palabra».

El Perú, pues, quedó sin historia cuando -sin ánimos de nutrir la leyenda negra- se destruyeron los quipos que habían atesorado el recuerdo histórico durante más de cuatrocientos años, arrancando de este modo parte de sus raíces, su verdadera historia. Entonces se hizo necesaria una contrahistoria para hacer frente a esa historia oficial que les era impuesta y extraña, una realidad ancha y ajena como el mundo, parafraseando al maestro Ciro Alegría, en la que no tenían -ni tienen- lugar. Esa contrahistoria sólo podía encarnarse en el mito, que es la respuesta a la locura, al desequilibrio colectivo tras la destrucción del tiempo histórico. El mito inventa, pues, otra historia paralela para negar la realidad, para huir de ella. El mito recorre la literatura de la América Latina desde el descubrimiento de América, porque era y es la única posibilidad de existir que les quedaba a los pueblos conquistados. El mito actúa como coraza que refuta la historia y se convierte en una trampa peligrosa, paralizante, en la que frecuentemente cae el indigenismo, en general, seducido por los cantos de sirena de la tradición revisitada de forma equívoca. Por este motivo, la recuperación de la historia auténtica de los pueblos indígenas debe implicar, actualmente, por necesidad, la destrucción de la trampa del mito... y ésa precisamente es la operación que realiza Scorza en su ciclo épico: dirigirse hacia la salida del mito.

En una conversación con Manuel Osorio (57) comenta clarificadoramente Scorza: «Yo admiro por su belleza grandes libros míticos, pero el mito es una forma de impotencia [...]. La respuesta simplemente mítica es peligrosamente ingenua». Scorza emplea la tradición y el mito, curiosamente, como aclaración de la realidad, y no como escape de ésta, como ocurre en novelas de otros autores. El objetivo de Scorza es llevar a sus personajes, al mismo tiempo que al lector, hacia una toma de conciencia a lo largo de sus páginas. Mediante su ciclo narrativo, Scorza desea recobrar para el pueblo peruano -un pueblo amnésico- y para toda Latinoamérica, la memoria perdida. Ese es el objetivo de «La guerra silenciosa» e incluso de La danza inmóvil, como apunta el propio Scorza: «mis libros, los cuatro primeros [...] son o tienen proyecciones míticas, pero que culminan con La tumba del relámpago, un libro no mítico [...] son una marcha a la conciencia» (Peralta 27).

Retornando a la cuestión de los quipos, desde el punto de vista del análisis literario de la obra de Manuel Scorza, resulta interesante señalar la relación presente en su obra entre la metáfora cromática, la gama de colores empleados en los quipos, como símbolo de aquella memoria perdida de la historia en el Perú, y el deseo scorziano -ya mencionado- de emplear esta tradición mitificada como aclaración de las tensiones que conlleva la creación de una conciencia del presente. Ello conlleva un atractivo especial, en cuanto se configura como una de las vías que el autor utiliza para relacionar poética y metafóricamente -y no de forma conceptual- los distintos planos de su argumento transformador: cambiar la relación entre esa tradición mitificada, la propia conciencia mítica, y la conciencia histórica en las sociedades indígenas.

Tanto en las baladas o cantares del ciclo épico de «La guerra silenciosa» como en la primera -y última- entrega de su trilogía «El fuego y la ceniza», surgen con fuerza elementos cromáticos recursivos que recuerdan el uso que se hacía de los nudos y cordones coloreados en los quipos del antiguo imperio inca. De este modo, puede leerse en sus páginas cómo los diversos colores eran los encargados de mantener la memoria de los tiempos en que esos indígenas, explotados en las haciendas -y, por extensión, en el Perú y el resto de América Latina- eran aún libres: «En los quipus de la guerra, los hilos verdes señalaban a los vencidos y los castaños a los vencedores. El rojo era la guerra. El negro era el tiempo [...] el morado la desconfianza, el amarillo el engaño, el verde la traición, el azul los celos» (La danza inmóvil 193).

Scorza emplea cada uno de estos colores justamente con ese mismo significado. Por este motivo que los ojos de Maco/Maca Albornoz son verdes, porque son traidores, pero a veces son azules porque también despiertan continuamente celos. Asimismo, los delatores son acusados de «amarillos» por el resto de comuneros, como aparece en El cantar de Agapito Robles (74): «-Amarillo es un traidor. ¡Tú eres un amarillo al servicio de la hacienda Huarautambo!». El empleo del color se identifica también con la perdida libertad de la que disfrutaban los pueblos indígenas en el pasado. Por esta razón, los colores de la bandera del Tauantinsuyo, el vencido imperio inca, acoge toda la libertad del espectro lumínico: «¡Los colores del arco iris, el estandarte de los quechuas!» (El cantar de Agapito Robles 148). De la misma forma, el poncho de Agapito Robles, con su colorido centelleante («¡Un zigzag de colores avanzaba incendiando el mundo!» El cantar de Agapito Robles 245) cierra la única novela del ciclo scorziano que no termina con una masacre expresa, sino con un baile enloquecido, con el arco iris, es decir, la libertad, como esperanza. El poncho multicolor de Agapito Robles simboliza su deseo y ansias de libertad: «El atardecer ribeteó su poncho cuajado de soles azules, verdes, rosados, amarillos. Porque el personero de Yanacocha amaba los colores tanto como el juez Montenegro los execraba» (El cantar de Agapito Robles 8-9), frente a la negrura monocorde de la injusticia, el abuso y la podredumbre del tiempo estancado, encarnados en el «traje negro», el omnipresente y todopoderoso juez Montenegro.

Scorza lucha por la recuperación de ese extenso espectro lumínico, el arco iris de la libertad, para borrar con él el rojo inflamado de la sangre inocente vertida en las masacres cíclicas que tiñen sus epopeyas calladas.

Estos colores que aparecían tanto en los quipos -a manera de «epifanías», podría decirse- se encuentran igualmente en los ponchos que teje la ciega doña Añada y que narran el futuro: «Creyendo tejer el pasado había tejido el porvenir. No pudiendo avanzar bajo la luz, por el Mundo de Afuera, la ciega había viajado por el mundo de Adentro [...] había recordado lo que todavía no había sucedido» (La tumba del relámpago 6). Estos ponchos son la contrafigura de los quipos, ya que en ellos no se recuerda el pasado, sino lo que está por ocurrir. Podría considerarse que los ponchos de doña Añada constituyen una especie de híbrido que participa del tejido y el color que se empleaba en los quipos así como de los dibujos que se hallaban almacenados en los «quilcas». Curiosamente, Felipe Huamán Poma de Ayala, quien también se basó en estos quilcas11, o dibujos, en la realización de las ilustraciones de su Nueva corónica y buen gobierno, advierte que realizó sus 399 grabados «para los ciegos» -como doña Añada- refiriéndose con esta expresión a aquéllos que no supieran leer (Padilla Bendezú 171), porque la pintura en el Perú precolombino no respondía a la concepción occidental de la belleza, sino que tenía un sentido a la vez más modesto pero más importante: el de auxiliar gráfico de los archivos históricos, es decir, de los quipos12. Como informa José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias: «[los incas] suplían la falta de escritura y letras, parte con pinturas, como las de México, aunque las del Perú eran muy groseras y toscas; parte, y lo más, con quipos»13. Scorza demuestra en su ciclo novelístico que el elemento mítico, lo maravilloso -como puedan ser los dibujos que cobran vida, relatando el futuro, en los ponchos de doña Añada, o la metáfora cromática del quipo- sirven únicamente de «muletas» al pueblo indígena. Por este motivo, Scorza acaba con ese elemento maravilloso justo en la novela que cierra el ciclo, en La tumba del relámpago. En el fondo, después de su consciente utilización como fuente de creación literaria, se llega a una ruptura con el mito y con la tradición mitificada, a partir del convencimiento de que la historia perdida es algo que ya no se puede recuperar y que debe dejarse atrás para permitir la reincorporación a la historia actual. Es decir, para sobrevivir.

De este modo responde Manuel Scorza a esa búsqueda del pasado emprendida por la mayoría de escritores indigenistas. De esta forma traza Scorza ese puente intemporal, ya citado, entre pasado y presente, para demostrar y comunicar la necesidad de su ruptura urgente, único modo de comenzar a caminar, como un pueblo maduro, hacia el futuro. Con la destrucción de los ponchos que se hallan almacenados en la simbólica «Torre del Futuro», en La tumba del relámpago, Scorza indica el camino hacia la libertad y la verdadera recuperación de la historia del Perú, que no se halla, como pretendía cierto indigenismo tradicionalista, peligrosamente anclado en el pasado, perpetuador de un tiempo estancado y negro, en la invocación de una antigua historia gloriosa, ni en la recuperación de aquellos quipos -como símbolo de todo un imperio- puesto que forman parte de una realidad que ni existe ni, repetimos, volverá a existir jamás, sino precisamente en la asimilación de la destrucción de ese pasado lejano y dorado, en la aceptación de un retorno imposible y de una situación real, que es el presente.

Esta opción liberadora aparece expresada en labios del personaje Villena en La tumba del relámpago (186):

-Villena, ¿por qué hizo usted eso? ¿No sabía que en esos tejidos estaba el porvenir?

-¡Por eso mismo los quemé! Porque no quiero el porvenir del pasado sino el porvenir del porvenir. El que yo escoja con mi dolor y mi error.

-Quizá en algún poncho figuraba el fin de nuestra empresa -insistió Farruso.

-¡Nuestra empresa sólo depende de nuestro coraje! ¡Nadie decidirá más por nosotros! ¡Existimos! ¡Somos hombres, no sombras tejidas por una sombra!14 ¡Mi cuerpo y mi sombra me seguirán adonde los lleve mi valor o mi cobardía! ¡Nos calienta un verdadero sol! ¡Nos enfría una nieve verdadera! ¡Estamos vivos!


Sólo aceptando la destrucción de ese pasado que ya no podrá volver -como sucede con los ponchos de la ciega visionaria- se podrá comenzar a construir el presente desde un nuevo punto de partida15. Scorza parte necesariamente de un punto de vista legendario porque los acontecimientos se ofrecían como mito y, paradójicamente, recurrir al mito era en este caso la única forma de ser realista. Los personajes comprenden, finalmente, que no son criaturas míticas aunque por sus cualidades pudieran parecerlo, y aceptan su condición de habitantes del Tercer Mundo: «Entonces comprendió todo. Supo por qué los ríos [...] se habían detenido en los viejos tiempos... Y comprendió por qué los habitantes de su sueño ya no vestían las espléndidas telas de las edades míticas sino los miserables ropajes de la realidad de los pobres de un país pobre. ¡Pero ahora el tiempo volvía a correr!» (La tumba del relámpago 134).

Se trata de un paso de la superstición a la acción. Y este paso se simboliza con la quema de los ponchos de dona Añada, que nos remite a la destrucción misma de los quipos siglos atrás: «No quería ya acatar ninguna ley emitida en las sombras por la mano de una delirante sombra ciega, sino ordenarse él mismo y obedecerse él mismo, asumir su propio futuro» (La tumba del relámpago 184).

Scorza intenta devolver, literariamente, a los campesinos peruanos esa memoria ancestral perdida, desligándolos, sin embargo, de la tiranía de la tradición. Por este motivo, a Scorza no le preocupa que reconozcan su voz, sino simplemente que la oigan y, sobre todo, que la escuchen: Scorza produce una narrativa que espera ser recordada menos como espacio imaginario y más como memoria colectiva, y aspira a modificar -o, al menos, así lo manifiesta- la misión del escritor que, en Occidente y desde el Renacimiento, huye del anonimato. La última voluntad de Scorza fue, ante todo, que su voz sobreviviera, no tanto en el texto sino por su eco oral, rumor o leyenda, epopeya y canción, balada y cantar, en la línea de los «amautas» y los «haravecs», como cantor de las epopeyas de un pueblo, como cronista lírico de su historia, como quilca- y quipucamayoc. Y lo cierto es que la rebelión de los comuneros de Pasco, como tantas rebeliones en el Perú, como tantas revoluciones en toda Latinoamérica, hubiera desaparecido quizás en el olvido si no hubiera sido cantada narrativamente en este ciclo épico.






Bibliografía

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  • ——. Historia de Garabombo el Invisible (1972). Barcelona: Plaza & Janés, 1984.
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  • ——. Cantar de Agapito Robles (1977). Barcelona: Plaza & Janés, 1984.
  • ——. La tumba del relámpago (1979). Barcelona: Plaza & Janés, 1988.
  • ——. La danza inmóvil. Barcelona: Plaza & Janés, 1983.


 
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