Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


Arriba- V -

La Suave Patria





Proemio

Yo que sólo canté de la exquisita
partitura del íntimo decoro,
alzo hoy la voz a la mitad del foro
a la manera del tenor que imita
la gutural modulación del bajo,
para cortar a la epopeya un gajo.

Navegaré por las ondas civiles
con remos que no pesan, porque van
como los brazos del correo chuán
que remaba la Mancha con fusiles.

Diré con una épica sordina:
la Patria es impecable y diamantina.

Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste todo entero
al golpe cadencioso de las hachas,
entre risas y gritos de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.


Primer acto

Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.

El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros de petróleo el diablo.

Sobre tu Capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en carretela;
y en tu provincia, del reloj en vela
que rondan los palomos colipavos,
las campanadas caen como centavos.

Patria: tu mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.

Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por la vía
como aguinaldo de juguetería.

Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza, pones
la inmensidad sobre los corazones.

¿Quién, en la noche que asusta a la rana,
no miró, antes de saber del vicio,
del brazo de su novia, la galana
pólvora de los fuegos de artificio?

Suave Patria: en tu tórrido festín
luces policromías de delfín,
y con tu pelo rubio se desposa
el alma, equilibrista chuparrosa,
y a tus dos trenzas de tabaco, sabe
ofrendar aguamiel toda mi briosa
raza de bailadores de jarabe.

Tu barro suena a plata, y en tu puño,
su sonora miseria es alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos, se vacía
el santo olor de la panadería.

Cuando nacemos, nos regalas notas,
después, un paraíso de compotas,
y luego te regalas toda entera,
suave Patria, alacena y pajarera.

Al triste y al feliz dices que sí,
que en tu lengua de amor prueben de ti
la picadura del ajonjolí.

¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena
de deleites frenéticos nos llena!
Trueno de nuestras nubes, que nos baña
de locura, enloquece a la montaña,
requiebra a la mujer, sana al lunático,
incorpora a los muertos, pide el Viático,
y al fin derrumba las madererías
de Dios, sobre las tierras labrantías.
Trueno del temporal: oigo en tus quejas
crujir los esqueletos en parejas,
oigo lo que se fue, lo que aún no toco
y la hora actual con su vientre de coco,
y oigo en el brinco de tu ida y venida,
oh trueno, la ruleta de mi vida.


Intermedio

Cuauhtémoc


Joven abuelo: escúchame loarte,
único héroe a la altura del arte.

Anacrónicamente, absurdamente,
a tu nopal inclínase el rosal;
al idioma del blanco, tú lo imantas
y es surtidor de católica fuente
que de responsos llena el victorial
zócalo de cenizas de tus plantas.

No como a César el rubor patricio
te cubre el rostro en medio del suplicio:
tu cabeza desnuda se nos queda
hemisféricamente, de moneda.

Moneda espiritual en que se fragua
todo lo que sufriste: la piragua
prisionera, el azoro de tus crías,
el sollozar de tus mitologías,
la Malinche, los ídolos a nado,
y por encima, haberte desatado
del pecho curvo de la emperatriz
como del pecho de una codorniz.


Segundo acto

Suave Patria: tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío;
tus hijas atraviesan como hadas,
o destilando un invisible alcohol,
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alambradas.

Suave Patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito,
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.

Inaccesible al deshonor, floreces;
creeré en ti, mientras una mejicana
en su tápalo lleve los dobleces
de la tienda, a las seis de la mañana,
y al estrenar su lujo, quede lleno
el país, del aroma del estreno.

Como la sota moza, Patria mía,
en piso de metal, vives al día,
de milagro, como la lotería.

Tu imagen, el Palacio Nacional,
con tu misma grandeza y con tu igual
estatura de niño y de dedal.

Te dará, frente al hambre y al obús,
un higo San Felipe de Jesús.

Suave Patria, vendedora de chía:
quiero raptarte en la cuaresma opaca,
sobre un garañón, y con matraca,
y entre los tiros de la policía.

Tus entrañas no niegan un asilo
para el ave que el párvulo sepulta
y nuestra juventud, llorando, oculta
dentro de ti, el cadáver hecho poma
de aves que hablan nuestro mismo idioma.

Si me ahogo en tus julios, a mí baja
desde el vergel de tu peinado denso
frescura de rebozo y de tinaja,
y si tirito, dejas que me arrope
en tu respiración azul de incienso
y en tus carnosos labios de rompope.

Por tu balcón de palmas bendecidas
el Domingo de Ramos, yo desfilo
lleno de sombra, porque tú trepidas.

Quieren morir tu ánima y tu estilo,
cual muriéndose van las cantadoras
que en las ferias, con el bravío pecho
empitonando la camisa, han hecho
la lujuria y el ritmo de las horas.

Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual el Ave
taladrada en el hilo de rosario,
y es más feliz que tú, Patria suave.

Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor; y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
¡la carreta alegórica de paja!

El año de 1921 es un año especial en la historia de México. En él se celebran dos centenarios fundamentales: el de la caída de Tenochtitlan, con la prisión de Cuauhtémoc (1521), y el de la declaración de la Independencia, con el Tratado de Córdoba (1821). Penosamente, entre el fragor y la devastación de la guerra civil, los mexicanos construían la propia imagen, buscaban una justa configuración de la mexicanidad, del ser nacional. José Vasconcelos había publicado en 1916 Pitágoras, donde aparecían ya ideas que habría de desarrollar en La raza cósmica (1925). Mariano Azuela había dado inicio al ciclo de la Novela de la Revolución Mexicana con Los de abajo (1916). Y sobre todo los muralistas (José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros), después de años de trabajo de renovación de la pintura mexicana y de lucha sin cuartel contra la omnipotencia de la Academia, daban a la luz, precisamente en 1921, un primer manifiesto donde se proponían llevar el arte a las calles, a los palacios públicos, a los lugares de trabajo. En ese arte monumental y didáctico, como en las series de dibujos, acuarelas, caricaturas, grabados y pinturas que lo preceden, serían visualizados los nuevos ideales revolucionarios, según los cuales las raíces de la mexicanidad estaban en la cultura precolombina, Moctezuma y Cuauhtémoc habían sido nobles y sufridos héroes y los españoles rapaces usurpadores (contrariamente a lo que cuatro siglos de escuela colonial habían pregonado), la belleza indígena o mestiza era superior a la europea y el mundo rural tanto o más digno que el urbano.

Las reivindicaciones campesinas violentamente exigidas por caudillos como Zapata o Villa -no desprovistas de ciertos resentimientos de clase que lo eran también de casta y de raza- confirman en el plano político esta nueva concepción de la sociedad129. En la literatura se observa la intensificación progresiva de obras que se detienen en la observación de las costumbres y los problemas de la vida en el campo130, cuando no en la idealización bucólica de la misma131.

López Velarde no podía no sentir la tentación del himno cívico132, sobre todo cuando a nivel oficial se exaltaba la «patria chica» (la aldea, el pueblo, la región) otorgándole una importancia fundamental en la formación de la Patria Grande o Estado y se estimulaba el regreso a las raíces, a las tradiciones y a la tierra. Privilegiar a Moctezuma significaba rechazar la ideología urbana impuesta por los conquistadores y volver a la ideología rural que había sido típica del mundo indígena133. La suave Patria surge en este contexto con absoluta naturalidad134. La patria de López Velarde, efectivamente, tiene ojos de mestiza y se parece mucho a la provincia. Mejor dicho, su patria es una provincia espléndida con una pequeña capital pecaminosa («ojerosa y pintada»).

Sin embargo, el reclamo telúrico era más metafísico que práctico; y entre una sociedad de consumo y una de mercado, la Revolución optó finalmente por esta última, permitiendo que se volviera a imponer la ideología urbana135. No es una casualidad que Zapata y Villa murieran asesinados y que a la larga el Partido de la Revolución se «institucionalizara». Los intereses de la Capital iban a silenciar las reclamaciones de los campesinos. La ciudad, fuente de pecado según la veía nuestro poeta, se iba a devorar a la aldea, reducto de virtud. En parte, el principio del fin había sido, paradójicamente, la misma Revolución. La lucha armada había arrastrado a los hombres con el anzuelo del cambio. Y al final, como el emblemático Demetrio Macías de Mariano Azuela, se habían quedado alzados, en armas, sin reconocer más el sentido de una lucha que no daba frutos y que nadie era capaz de frenar136. No sólo; además, la violencia en los campos había destrozado el antiguo sistema patriarcal y había causado la emigración femenina hacia las ciudades137.

La suave Patria, última protesta de fe del poeta moribundo, por el campo y contra la ciudad, por el viejo modus vivendi y contra el «progreso», esta «épica sordina» con tanto de lírica, había sido precedida por una elegía, por un llanto a la muerte de la provinciana por antonomasia, es decir, un llanto por la muerte de la Provincia: «Me enluto por ti, Mireya, / y te rezo esta epopeya», dice el estribillo de A las provincianas mártires (ZO).

Mireya no es una mujer en particular. No es Sara ni Rosa ni María ni Águeda. No es tampoco Fuensanta que, siendo decididamente un individuo, era a la vez la realización más perfecta del tipo. Mireya no es ninguna en particular y es todas ellas al mismo tiempo. Mireya es el arquetipo. De hecho, el título del poema es una dedicatoria en plural y más tarde el nombre propio se vuelve común, cuando el poeta se refiere -sin dejar ya lugar a dudas- a las «Mireyas criollas».

Mireya es un nombre poco frecuente y más bien exótico en español. Es la traducción del italiano Mirella, del francés Mireille y del provenzal Mirèio. Y era seguramente Mirèio lo que el poeta tenía en la mente cuando llamó Mireyas a las jerezanas. La asociación indicaba un refinamiento cultural que no todos los contemporáneos estaban en condiciones de apreciar. Su código, por otra parte, aparece aquí más opaco y más descabellado que nunca. Un verso como «se amortizaron las sonoras alas» podía sacar de quicio a más de uno. «Amortizar» es un término burocrático que significa redimir o extinguir el capital de un censo, préstamo u otra deuda. Su oficio de abogado lo había familiarizado con esta jerga y no desdeñó de usarla muchas veces. Aquí, la proximidad de una expresión lírica como «sonoras alas» crea un violento contraste que comunica esa impresión justamente de violencia, o mejor de violación, que produce en el poeta el destino de las provincianas arrancadas a su tierra por la guerra civil y llegadas a la ciudad para verse en seguida privadas de su identidad social y cultural (v. Las desterradas, ZO). Por otra parte, usando dicho verbo, crea una aliteración de SA, AS y SO que sugiere el susurro de un vuelo de fuga, de un vuelo humillado, muy distinto del vuelo sonoro o musical, propio de la pacífica vida anterior:


Se AmortiZAron lAS SOnorAS AlAS



Con lo cual «amortizar» se asocia fonológicamente con «amortiguar», «hacer menos viva o intensa una cosa», por ejemplo un sonido. Las alas no son nunca sonoras, en realidad, y en esta iunctura casi imposible el poeta ha hecho uso de uno de sus procedimientos habituales, trasladar el adjetivo138. Quien es sonora es en realidad el ave, que va asociada a «alas». Hemos visto en los capítulos anteriores cómo la Provincia de López Velarde está llena de aves y de cantos y cómo frecuentemente él ve a las mismas provincianas y a la misma Fuensanta como aves que cantan. Transcodificando el verso, es como si el poeta dijera a las provincianas emigradas: «Vosotras, que sois como aves canoras, habéis volado silenciosas y humilladas por huir a un cruel destino» («Antes que sucumbir al bandolero»).

Con todo esto se quiere demostrar que, llegado a esta altura de su carrera, López Velarde había adquirido un extraordinario dominio del lenguaje. Su estilo se había hecho cada vez más opaco, es decir, menos mimético, menos racional. Sus metáforas eran cada vez más insólitas. Sus elecciones, cada vez más imprevisibles139. Y sus alusiones culturales, cada vez más refinadas y menos obvias.

«Me enluto por ti, Mireya, / y te rezo esta epopeya». Todo lo que precede anuncia una elegía: «enluto», «rezo». ¿De dónde surge entonces la imprevisible «epopeya»? Surge sin duda de una alusión a la epopeya neo-occitánica que tiene como protagonista a una provinciana modelo. No nos cabe duda que la Mireya mártir de López Velarde es la hermana zacatecana de la Mirèio de Mistral. No podemos saber si nuestro poeta conoció la versión francesa del poema provenzal o una traducción española; pero seguramente lo conoció y lo tenía muy presente en la memoria cuando escribió A las provincianas mártires. Las coincidencias son muchas.

Frédéric Mistral había nacido en 1830 en una región de Francia que se obstinaba en mantener su lengua (la langue d'oc, de ilustre tradición), sus costumbres y creencias, su autonomía, frente al poder centralizador y nivelador del Estado francés: la región de Provence. En 1854, junto con otros seis jóvenes poetas occitánicos, en la reunión de Font-Segugno, decretaron el nacimiento del Felibrismo (Le Félibrige), un movimiento literario con algo de secta, que tenía como finalidad conservar a la región nativa su lengua, su color local, «su felicidad nacional». Decía el segundo de los estatutos promulgados más tarde, en 1862:

Le Félibrige est gai, amical, fraternel, plein de simplicité et de franchise. Son vin est la beauté; son pain est la bonté; et son chemin la vérité. Il a le soleil pour régalade, il tire sa science de l'amour et met en Dieu son espérance140.



El programa del Felibrismo, si lo conoció, debió apasionar a López Velarde. Y estamos seguros de que en el fondo de su corazón hubiera deseado que el lenguaje de Jerez se diferenciara bastante del de ciudad de México para poder escribir en jerezano. En todo caso, la oposición provincia-capital es un primer punto de coincidencia. La idealización de la provincia, un segundo. La impresión de que el alma provincial está muriendo y el aferrarse a las tradiciones locales y el resistirse empecinadamente a que ello ocurra, un tercer y cuarto punto de coincidencia.

Luego, la lectura de Mirèio141 lo debió fascinar. Mirèio es una joven deliciosa, la flor y nata de la provincia provenzal, que cuenta entre sus virtudes la de haberse enamorado -despreciando los candidatos más ricos- del joven más empapado en las tradiciones de su patria chica. Vincèn, hijo de un pobre cestero ambulante, se presenta, ya en el aspecto físico, como el más típico campesino provenzal: tenía las mejillas más bien oscuras, admite el autor, pero era bello de rostro y de cuerpo y, por otra parte, la tierra negra produce siempre buen grano y es de las uvas negras que sale el vino más fuerte142. Pero sobre todo es su conversación que enamora a la muchacha: él sabe todo sobre las costumbres, las leyendas y las tradiciones de la tierra143. El amor es recíproco pero hay un impedimento: la diferencia de condición social entre los dos. La muchacha, desesperada, no resignándose a la oposición de la familia, recuerda que el propio Vincèn le ha hablado de la ayuda milagrosa que concedían las Santas de Saintes-Maries-de-la-Mer a quien se dirigía a ellas y decide ir allí a implorar auxilio. Para llegar a la iglesia, que queda cerca del mar, Mirèio tiene que atravesar la llanura de la Crau y cruzar el Ródano. Llega exhausta, sin fuerzas e insolada. En la agonía se le presentan las Santas y le explican que la única vía de salvación es la muerte porque ella conduce a la vida eterna y a la única felicidad posible. La felicidad -dicen las Santas- no existe, ni en el rico, ni en la joven madre que mece a su pequeño, ni en la esposa que abraza al esposo. La verdadera felicidad está en lo alto del Empíreo desde donde nuestro universo parece enfermo y locos y miserables nuestros ardores y nuestro miedo de la muerte144. Mirèio muere en los brazos de Vincèn, rodeada por los padres, que acuden enloquecidos tratando de salvarla, y por la multitud que contempla conmovida la escena. Antes de expirar, Mirèio trata de consolar a Vincèn que se resiste a perderla, explicándole lo que ha aprendido de las Santas: en el Cielo la felicidad de los dos será más perfecta. Más aún, puesto que ella buscaba la perfección por la vía del amor humano, la Providencia se la concede, dándole la eternidad y una iluminación final145. En otras palabras, Mirèio, que ha soñado la perfección, la obtendrá con la muerte. En López Velarde esta ecuación estaba implícita, aunque nunca la formulara tan claramente: la perfección era permanecer idénticos a nosotros mismos, o al instante en el cual nos parecimos perfectos; no crecer, no cambiar, en definitiva no vivir. Dicen las Santas: «¿La has visto [la felicidad] en la frente de la novia, cuando avanza lentamente por el sendero, hacia la iglesia, al lado de su novio?... Pues aquel sendero para la pareja que lo pisa tiene más espinas que la zarza del páramo, ¡porque allá abajo todo no es más que dura prueba y larga fatiga!»146.

La ideología vivamente católica de la obra no podía hallar sino el acuerdo de López Velarde, además de una simpatía de origen autobiográfico. También el amor entre él y Fuensanta había sido recíproco pero imposible, también la muerte los había separado, también él esperaba en la felicidad eterna y en la resurrección de la carne. También Fuensanta como Mirèio adquiere un carácter divino: cuando ésta muere, las Santas la acogen como a una entre ellas; en López Velarde, la divinización de la amada es una constante.

Pero el rasgo diferenciador de Mirèio no está en nada de esto y la historia de la joven y del idilio rústico tiene una importancia secundaria frente a aquellos elementos propiamente caracterizadores del felibrismo: la lengua, la descripción del paisaje, la idealización de la vida de provincia, el folklore. Y luego la identificación de la protagonista con la provinciana por antonomasia. Esto es lo que debió fascinar a López Velarde por sobre todo lo demás. Él no podía hacer hablar una lengua estrictamente jerezana a sus protagonistas. Pero deja sentir la mexicanidad y la provincialidad de sus mujeres. Hemos dicho en el capítulo segundo que Fuensanta, extrema espiritualización, se expresa sólo de manera muy abstracta; en cambio, las palabras de las otras tienen la gracia de los decires populares: «Si estos corredores / como tumbas, hablaran ¡qué cosas no dirían!» (Para el zenzontle impávido, ZO). Luego el lenguaje poético en sí de López Velarde es un lenguaje coloquial. Como dice Paz, «parte del habla común, esto es, de la conversación»147.

Pero la misma Fuensanta coincide con Mirèio por tantos motivos. Uno es la santidad, como hemos visto. Otro es esa aura de sueño que le da el estar rodeada de aves con las que dialoga148. Hay muchos elementos de color local también en la poesía velardeana y luego, como se vio en los capítulos primero y segundo, sus mujeres son la encarnación de la tierra. Además, en el mundo de López Velarde están bien los poetas como en el mundo de Mistral están bien los felibros. Dice el primero: «De pecho en los balcones de vetusta madera, / platicáis en las tardes tibias de primavera / que Rosa tiene novio, que Virginia se casa; / y oyendo los poetas vuestros discursos sanos / para siempre se curan de males ciudadanos, / y en la aldea la vida buenamente se pasa» (Del pueblo natal, SD). Y decía el provenzal: «En fin quiero que, a acompañar a las bellas mozas, siete felibros vengan; y quiero que ellos escriban con palabras armoniosas las loas a la bella sociedad y las leyes de amor, en cortezas o en hojas de parra; y así como la miel se escurre de los panales, así se escurrirán sus coplas»149. Sólo que en realidad López Velarde está solo y en su aventura poética no lo acompaña nadie (v. Introito, ZO); mientras que Mistral forma parte de un grupo siempre válido para él, o sea, el Felibrismo (v. Mirèio, cit., canto sexto, pp. 200-202, donde nombra uno por uno, con emotivo acento, a todos sus secuaces).

Naturalmente hay también grandes diferencias entre Mistral y el mexicano. La provincia de aquél es más completa y realista: hay distintas clases sociales, hay hombres, oficios y tareas, hay pastores, cesteros, vendimiadores y ganaderos. La provincia de López Velarde está despoblada de hombres: sólo genéricamente se habla de «novios lugareños» y excepcionalmente de un abuelo, de un ejército enemigo, de un gendarme. Pero fuera de estas excepciones, se puede decir que la provincia velardeana es un gran gineceo por el que el poeta circula alucinado de amor. De otra manera, se puede decir que la visión de Mistral es la visión de un adulto (que reivindica, que subraya, que acumula, que idealiza, pero siempre un adulto). En cambio la visión de López Velarde es la de un niño. Es el recuerdo que el adulto tiene de su visión infantil. Los hombres no están; trabajan y los niños no participan aún en el trabajo. Están las mujeres, cocinando, tejiendo, cantando, sirviendo café. Y el poeta niño se mueve libremente entre las «caudalosas colas» de los vestidos femeninos de finales de siglo. Aún no le están vedadas las puertas del gineceo. Aún tiene acceso al Paraíso. Al plácido lugar que se volverá Paraíso apenas le resulte inaccesible.

Es el conjunto total de la obra de López Velarde que se puede confrontar con el poema mistraliano. Pero en particular el texto A las provincianas mártires alude a él de manera inequívoca y es sólo a través de este texto que hemos podido remontarnos a la fuente. Además del nombre Mireya, usado como calificativo en «las Mireyas criollas», existen otras señales. En primer lugar la muerte y el luto por la provinciana. Tanto la mistraliana como la velardeana mueren -más allá de los motivos inmediatos, o sea el amor obstaculizado para una y la guerra civil para la otra- porque ambas pertenecen a un mundo arcaico que el progreso tiene necesariamente que aniquilar. Es más, la muerte se ha ya verificado y sólo resta llorarlas para mantener vivo su recuerdo. En segundo lugar, López Velarde cita a Mistral. Primero llama a la Mireya criolla «mártir perla» («El novio llorará a su mártir perla»), como Vincèn llama a Mirèio «la perla de Provenza»150. Y luego alude a la iglesia de Saintes-Maries-de-la-Mer donde muere Mirèio en estos versos:


Honorable pajar de la cosecha
honorable: tu incendio es la basílica
en que se ahoga la virgen deshecha.



El primer verso, con la repetición anafórica en el segundo, la cual desde un punto de vista sintáctico constituye una epanalepsis, es un epíteto del campo, de la tierra que produce y de la virtud que de ella deriva. «Honorable» se dice dos veces porque existe dos veces: el honor está en la tierra y lo transmite a quien de ella vive. El «pajar de la cosecha» es una metonimia de la provincia y de la vida provincial. El segundo y tercer verso se refieren a la muerte de la doncella, de Mireya, y de lo que ella encarna, es decir de ese tipo de vida. El incendio es metafórico y alude a la destrucción violenta de este mundo por la guerra antes aún que empiece la lenta agonía causada por el «progreso». El complemento predicativo de incendio («la basílica / en que se ahoga la virgen deshecha») es una alusión a Mistral, con la cual se quiere significar que, en el fondo, la desaparición de la provincia aniquilada por el desarrollo urbano es igual, en Francia o en México, y Mireya o Mirèio, tanto da, son el emblema de una forma de vida, una moral, un tiempo, un mundo que se van.

De una manera general se puede decir que del canto X al XII y último del Mirèio se suceden los trenos o cantos de lamentación, primero del propio autor («¡oh Crau, ha caído tu flor! ¡Lloradla, jóvenes!»151) y luego de los padres de la muchacha y de Vincèn, con cuyos patéticos gemidos se cierra el poema. El texto de López Velarde es también, de alguna manera, un treno, un llanto fúnebre, por más que el autor lo defina una epopeya, y por más que el tono dramático aparezca aliviado por la ironía y por los contrastes de un lenguaje que no pertenece ya al código romántico.

De todos modos, López Velarde tiene de común con los felibros, y en particular con Mistral, el tono de enternecida evocación de un mundo que está muriendo y que no quisiera ver desaparecer. En este sentido forman un único sector poemas como En la Plaza de Armas (SD), Las desterradas, El retorno maléfico, A las vírgenes, A las provincianas mártires, Jerezanas (ZO), y finalmente La suave Patria (SC).

Paradójicamente, este último es el menos elegiaco y el más «épico» de la serie. Parecería que el poeta, al final de su vida, se aferrara en parte a la ilusión de que tal vez la provincia en agonía puede salvarse todavía. Si la patria chica se transformara en Patria, si el Estado recuperara lo que tiene de más autóctono, cabría una esperanza. Mientras que en los poemas anteriores constataba la pérdida («jerezanas, / he visto el menoscabo / de los bucles que alabo, / [...] he visto deformada vuestra hermosura / por todas las dolencias y por todos los males; / he visto el manicomio en que murmura / vuestra cabeza rota sus delirios; / he visto que os ganáis / el pan con las agujas a la luz del quinqué»), en su última composición López Velarde parece creer todavía. La suave Patria fue publicada veinte días antes de su muerte y se sabe que la escribió sintiéndose ya muy enfermo. Tal vez la proximidad de su fin le hacía ver bajo una perspectiva diversa -¿un tiempo infinitamente largo?- el mundo que dejaba152. En realidad, como veremos, hay una contradicción entre lo que está dicho en la superficie del texto (la esperanza) y lo que está latente pero que aflora a través de algunas imágenes (la desazón).

Se trata de una composición muy cercana a la que vimos antes, A las provincianas mártires, desde el punto de vista del lenguaje (del código o del subcódigo del poeta). Si desde el punto de vista temático la hemos relacionado con En la Plaza de Armas y El retorno maléfico, desde el punto de vista estilístico es otra cosa, muy distinta de La sangre devota y de buena parte de Zozobra, mucho más cercana a las ecuaciones de Jerezanas y A las provincianas mártires (y especialmente a esta última). Lo mismo que el canto a «las Mireyas criollas», La suave Patria no siempre fue bien recibida153.

Está construida en endecasílabos consonantes, la mayor parte de los cuales forman dísticos o trísticos, aunque hay también sextetos y quintetos. Son ciento cincuenta y tres versos en total y es ésta la composición más larga y ambiciosa del poeta. Algunas rimas se repiten en diversas estrofas (por ejemplo -al, -aja e -iz se repiten en dos estrofas; -ilo en tres; -ía incluso en seis) y hay continuas iteraciones de palabras y de grupos fónicos, aliteraciones y rimas internas, todo lo cual da al conjunto una fuerte impresión de unidad musical. Ésta es aquí más necesaria que nunca porque, de otro punto de vista, el poema aparece mutilado en mil cuadritos distintos que tienen como finalidad común, sí, la descripción de la Patria, pero que no dejan de presentarse como separados unos de otros. No tiene en realidad construcción épica ni de oda civil. Es el más fragmentario de los poemas de López Velarde154. Bajo la superficie del texto late sin embargo un sema profundo que da, también él, homogeneidad al conjunto. Trataremos de individualizarlo, sobre todo, a través de las imágenes. El poema está además estructurado en cuatro partes bien diferenciadas y también ello contribuye a ordenar la multiplicidad de los detalles. Las cuatro parte son: un Proemio, el Primer acto, el Intermedio de Cuauhtémoc y el Segundo acto. Esta manera de presentar un gran tema a través de muchas y pequeñas figuras que componen una alegoría definida, puede evocar a un europeo la pintura gótica tardía o el arte naif y a un mexicano el muralismo155.

PROEMIO (vv. 1-18). Un proemio o prólogo es un discurso que se antepone al cuerpo de una obra para dar noticias de la finalidad de la misma o para hacer alguna otra advertencia. Aquí López Velarde quiso advertir de la excepcionalidad de este texto en el conjunto de su obra y de su cambio de actitud: él que sólo cantó de cosas íntimas, sale hoy a la plaza («a la mitad del foro») para unir su voz a la de los cantos patrióticos. Claro que no es éste el tono que más se le adapta y por ello será como un «tenor que imita / la gutural modulación del bajo». Se sabe que el tenor tiene en la ópera lírica los papeles de primer protagonista y que el galán enamorado lo canta generalmente un tenor. Al bajo corresponden otras funciones, más graves y solemnes. De todos modos, y justamente porque la epopeya no es su género, él se contenta con dar este pequeño contributo: con «cortar a la epopeya un gajo».

El comienzo del poema es, por otra parte una palinodia en clave irónica del comienzo de la Eneida. Más bien a través de Mistral y no directamente, tal vez, actúan en él los modelos clásicos156. Esta epopeya es tan sui generis como el precedente canto a Mireya (A las provincianas mártires) y es siempre notablemente personal. Predomina su «yo», con el cual inicia la composición y el cual se ve además largamente prolongado en la rima («decoro» y «foro») y en los acentos interiores sobre la vocal homófona («sólo», «hoy», «voz», «tenor», «modulación»). Este mismo lirismo aliviará la pesadez de una épica que no le es congenial («Navegaré por las olas civiles / con remos que no pesan»).

Pero el hecho de que sus versos no «pesen», tiene además una razón más honda y más compleja, que el poeta explica en los versos que siguen, con una imagen exótica y opaca a la vez: «porque van / como los brazos del correo chuan / que remaba la Mancha con fusiles». El dato cultural es fácilmente descifrable. Se llamaba chouans en francés y chuanes en español a los campesinos de la Bretaña, del Maine y de la Normandía que se habían rebelado contra la primera república francesa. Activos sobre todo en los años 1794-1795, fueron definitivamente vencidos en 1800. El nombre derivaba del de uno de sus jefes, llamado Chat-huant (búho). Los campesinos bretones exigían que se les respetara la autonomía y todo el siglo XIX vio el desarrollarse de movimientos culturales regionalistas (en los que algunos historiadores ven los lejanos antecedentes de los actuales Ira, Eta, movimiento catalanista y símiles). Menos intensas, en cambio, las reivindicaciones posteriores de los normandos. Parece ser que Jesús López Velarde, hermano del poeta, trajo de París un libro de Barbey d'Aurevilly, Le chevalier des Touches (1864), de donde Ramón habría tomado el dato157. Es de notar que Barbey d'Aurevilly fue el maestro de Valle Inclán, que tuvo una enorme influencia en la literatura de México y en general de la América Latina; y que además era contemporáneo de Mistral y, como el, católico de derecha y que sus obras están ambientadas en la provincia normanda nativa158. El interés por la «patria chica» y la impresión de que un estado autoritario quiere homogeneizar su territorio haciendo olvidar a cada región lo que ella tiene de particular y distinto, estimulaban seguramente la simpatía del mexicano por sus predecesores normando y provenzal159. López Velarde intuía que la normanda y la provenzal eran dos nacionalidades en pugna con el Estado francés. Y aunque no existe una nacionalidad zacatecana, él sentía su provincia como una realidad diferenciada del resto de México y sometida al arbitrio de una capital que despreciaba. Se entiende así la alusión a los chuanes y su interés por ellos. En su poema, nos quiere decir, la aventura épica no pesa («navegaré por las olas civiles / con remos que no pesan») porque la construcción de la patria se hace en sus versos, no con elementos impuestos o arbitrarios, sino con elementos naturales, que ya están ahí, como han estado siempre. En su poema, en efecto, no hay ninguna alusión a la historia impuesta por la cultura dominante. No se mencionan batallas ni héroes ni fechas. Hace excepción solamente Cuauhtémoc, para quien tiene un pensamiento gentil, como lo había tenido ya su maestro Darío (A Roosevelt, en Cantos de vida y esperanza, 1905), y con el cual se siente sinceramente vinculado. Pero su patria no se parece al Estado mexicano, creado a la fuerza, sobre un escritorio y sin tener en cuenta las fronteras naturales, como todos los estados latinoamericanos, por otra parte. Su patria se parece a su aldea nativa. Como la patria que querían los chuanes no se parecía al Estado francés sino a la tierra de Bretaña para unos o de Normandía para otros, hasta donde llegaban las fronteras naturales. Tenía razón Solana cuando decía que López Velarde no fue cantor de la patria (en el sentido de «Estado mexicano») sino sólo de un pequeño rincón de su inmensa superficie160. Y es justo lo que agrega Carmen de la Fuente, que en la geografía de La suave Patria resulta presente sólo la zona central del país; las otras, como el sureste, la costa o la frontera, no son consideradas por el poeta; y la capital sólo aparece fugazmente161. La patria de López Velarde no es una patria sino una matria, en el sentido de que no corresponde al estado sino a una región162. Además, la suya no se presenta como una sociedad hostil de la cual se forma parte en teoría pero en la cual se debe luchar para imponer el propio lugar; no es competitiva, como la relación que se establece con el padre. La de López Velarde se presenta como una tierra cálida, protectora, dulce y generosa, exactamente como una madre. Y para completar, todas las imágenes que da de ella son femeninas163.

Efectivamente, en seguida la define «impecable y diamantina», recogiendo dos calificativos, la pureza y la cristalinidad, que habían servido para adjetivar largamente a Fuensanta y a las provincianas. Por eso, esta declaración sólo se puede hacer en «sordina», sin estrépito, muy quedo, como corresponde más que a una manifestación épica a una confesión íntima. Ni habla del Estado ni declama. López Velarde, ahora como antes, susurra su amor por una jerezana. No puede concebir otra patria que no sea ésta: una gentil jerezana. La suave Patria no es un poema exterior, como dice Paz164; al contrario, es muy interior.

El Proemio se cierra con una estrofa en la cual queda definida la patria y la música con que se la celebra. El poeta la adjetiva, de una vez para siempre, y este sintagma -«suave Patria»- se repetirá varias veces a lo largo del poema. El adjetivo sólo es aplicable a una figura femenina y además maternal. Estamos ya en la Matria. La música con que el poeta la celebra no es distinta tampoco de la que ya conocíamos. Su épica tendrá el mismo son que el resto de su poesía: son de selva, como en El son del corazón, que es como decir son rural, campero, por oposición a urbano. Y luego, por asociación con el poema citado, son afectivo, son visceral, son de orgía por oposición a cerebral y a intelectual. Parece además que su don de poetar le viene de la patria y él ahora se lo devuelve cantando en su honor: «permite que te envuelva / en la más honda música de selva / con que me modelaste por entero». El hijo modela a la madre que lo ha modelado. Se cierra el ciclo. En las nachas, en las risas y gritos de las muchachas y en los pájaros carpinteros, se perfila esa provincia que metonímicamente López Velar de identifica con la patria.

Las advertencias necesarias han sido hechas; ahora puede empezar el canto propiamente dicho.

PRIMER ACTO (vv. 19-74). El Primer acto se inicia con la exaltación de las riquezas agrícolas del país (el maíz) por oposición a las riquezas aparentes que lo conducirán a su propia ruina (el petróleo). Todo lo que en él es de oro o dorado señala riqueza verdadera. Y en los tres niveles, superficial, profundo y aéreo, la Patria se describe a través de una rica isotopía del oro: sobre la tierra, el maíz; en las minas, el Rey de Oros; y en el cielo, el «relámpago verde de los loros». Esta última es otra inesperada, aérea veta metafórica. La isotopía del oro -que es también fonética pues aparece en la rima y en la palabra «loro»- se completa con el establo que evoca la paja y el heno, también dorados. La oposición con el petróleo -la riqueza aparente- que sugiere el color negro y por asociación la basura, los desechos, aparece aumentada por la referencia religiosa: lo dorado es don divino; el petróleo viene del diablo (vv. 23-24).

Para López Velarde las fuentes de la riqueza, de la industrialización y de la urbanización no pueden ser más que un producto, y en realidad una trampa, del diablo. Por este mito campesino, el mexicano, nuevo Lope de Vega rústico y católico, se asocia con el Miguel Hernández de los Silbos que le sucederá y para quien constituye posiblemente una fuente.

La tercera estrofa (vv. 25-29) es magnífica. La Capital aparece aquí, por primera y última vez, como imagen de la frivolidad y de la falsedad, para oponerla a la provincia virtuosa. Surge otra vez, inequívoco, el topos del «menosprecio de corte y alabanza de aldea». La contraposición entre ambas se hace además en base al tiempo, que vuela en la capital, se desperdicia, huye, mientras que en la provincia dura, es lento, como transcurrir pacífico. El reloj está en vela y cada campanada es un centavo: aquí el tiempo se capitaliza, no se pierde como en la ciudad. También el tiempo es oro en la provincia165.

Los palomos colipavos que rondan la iglesia o el curato (los relojes del Curato habían sido objeto de nostalgia en El minuto cobarde, ZO) evocan a las provincianas, cien veces asociadas a las palomas, a las torcaces y en general a las aves, tanto en La sangre devota como en Zozobra.

En cambio, la «ojerosa y pintada, en carretela», la hora fugaz de los placeres pecaminosos ciudadanos contra los que Bello había prevenido, evoca a las «cortesanas» -es decir, a las prostitutas de lujo- que, como explica Pacheco, solían anunciarse paseando por la Avenida Madero en coches de alquiler de cuatro asientos y cubierta plegadiza166.

En el dístico que sigue (vv. 30-31) se refiere a la destrucción causada por la guerra civil, de la que había hablado en El retorno maléfico (ZO). Aquí, es «tu mutilado territorio»; allá, era «la mutilación de la metralla». Pero esta patria devastada todavía es capaz de vestirse «de percal y de abalorio». En esos vocablos, respectivamente isotópicos de «impecable» y «diamantina», se cifra la única posibilidad de salvación que le queda: mantenerse igual a sí misma, a como era antes. El país destruido se salva volviendo a ser campesino.

El trístico que sigue (vv. 32-34) ha dado mucho que hablar. A nosotros nos interesa sobre todo la perspectiva microscópica con que el poeta ve la patria. Es como si se alejara y desde lo alto viera todo con proporciones minúsculas: el país como una casa y el tren como un juguete. Esto es lo contrario de aquella perspectiva macroscópica que habíamos observado en los poemas intimistas: el yo igual al mundo, el pecho de la amada igual al Océano, etc. Bachelard encuentra que macrocosmos y microcosmos son relativos pero que, mientras la inmensidad es una categoría filosófica del ensueño, está en nosotros y es consonante con la intimidad, la miniatura, en cambio, compone las cosas dispares y ofrece a nuestra posesión el mundo que niega la distancia. «¡Poseemos de lejos, y con cuánta tranquilidad!» -observa el filósofo167. La gulliverización168 no es frecuente en López Velarde justamente porque es un intimista. Pero cuando se trata de abarcar con una mirada la tierra, entonces la sueña pequeña y manipulable. Grandes tierras despobladas donde el tren puede ser aún un acontecimiento: todo se reduce a la dimensión de un juguete, de un «aguinaldo de juguetería».

Hay otro ejemplo de gulliverización con una imagen idéntica a ésta en un poema poco anterior (Humildemente, ZO), del cual ya nos hemos ocupado en parte. Allá, la vida del pueblo se detenía, como por encanto, arrobada en la visión del Santísimo. Y a los ojos de Dios todo se miniaturizaba; el propio poeta adquiría las dimensiones de un juguete: «Tu carroza sonora / apaga repentina / el breve movimiento, / cual si fuesen las calles / una juguetería / que se quedó sin cuerda. / .../ Señor, mi temerario / corazón que buscaba / arrogantes quimeras, / se anonada y te grita / que yo soy tu juguete agradecido». Si en la gulliverización está implícito un deseo de manipulación, en la imagen del juguete este deseo halla su mejor expresión. El juguete depende completamente de quien lo maneja. Ante Dios el poeta con todo su pueblo se entrega y se abandona, renuncia a su libertad (o comprende que toda libertad es fatua), ni más ni menos que si fuera un juguete en las manos divinas. Y esta entrega es gozosa porque es una entrega de amor («tu juguete agradecido»). No olvidemos que, además, «juguete» transmite una serie de connotaciones afectivas de las que carecerían otras elecciones posibles en el campo semántico de la dependencia absoluta, como «marioneta» por ejemplo. Más tarde, en cambio, en el último poema, ante la Patria que él va modelando verso a verso, de juguete dependiente pasa a ser el jugador. El poeta, inconscientemente, se identifica con el creador y ahora el territorio de la patria es su juguete. La concepción es decididamente platónica: en un orden superior, Dios hace el mundo a su imagen y semejanza (o a semejanza de las Ideas); en un orden inferior, el artista, pequeño demiurgo, hace su obra, simulacro del mundo. Jugador para su mundo, juguete para su Dios, López Velarde supo, como Borges, que «también el jugador es prisionero»; sólo que al mexicano la fe lo salva de la angustia metafísica que asedia al argentino169.

Que las estaciones ferroviarias tienen un especial atractivo para el provinciano, se pone de manifiesto en la estrofa siguiente (vv. 35-37) donde con la mujer regresa la inmensidad íntima («con tu mirada de mestiza, pones / la inmensidad sobre los corazones»). Y el hecho de que esta mestiza no sea real sino un emblema de la patria, no cambia la perspectiva. La elección de esta mestiza con valor alegórico no es casual: está en consonancia con el momento cultural que se vive, con las teorizaciones de Vasconcelos, con las representaciones de los muralistas.

La evocación del mundo indígena («mestiza») y provincial («barullo de las estaciones»), vuelve a crear el clima de pureza y de inocencia original que López Velarde ha asociado siempre con el perdido paraíso de la aldea. Es éste el sentido de esa estrofa interrogativa (vv. 38-41). Era idílico el mundo de la aldea; libre de vicios; y en él el temor y el regocijo podían depender de cosas tan simples como de la magia casera de los fuegos artificiales.

Después (vv. 42-48) parece que el poeta cayera en contradicción. Primero ha definido a la Patria por su mirada de mestiza y ahora le ve pelo rubio y trenzas de tabaco. Sin embargo, la contradicción es aparente. Aquí él no piensa en la mujer que encarna a la Patria sino que da atributos humanos femeninos a la tierra. El «pelo rubio» y las «trenzas de tabaco», que son isótopos del oro que precede y del que sigue («aguamiel», «jarabe»), son prosopopeyas de los cultivos, como cuando dirá más tarde «el vergel de tu peinado denso». Con «aguamiel» y «jarabe» se introduce la abigarrada serie de mexicanismos que el autor usa en este poema. En el resto de su obra son escasos. La aguamiel, como se sabe, es el jugo del mamey que, fermentado, produce el pulque. El jarabe es un baile popular típico de los diversos pueblos de América; el que es típico de México se llama «jarabe tapatío». En la bisemia del vocablo «jarabe» aparece de nuevo la isotopía del oro, por sugerencia de su significado original, bebida muy dulce que se hace cociendo azúcar con agua y que por efecto del azúcar almibarada tiene un color entre dorado y tostado.

La Patria pues es una doncella seductora, una entre las bellas de la tierra, ante la cual se rinde el alma galante: «y con tu pelo rubio se desposa / el alma, equilibrista chuparrosa». «Chuparrosa» es otro mexicanismo que indica un ave pequeña y velocísima de alas, semejante al colibrí, llamado también «picaflor» o «pájaro mosca». Justamente por su avidez al extraer el néctar de las flores y por su agilidad en el vuelo, se aplica el nombre en sentido figurado a los casanovas170. En este punto pues el poeta se presenta como un seductor (en lo cual hay no poco de autobiográfico) y la Patria como la hija de la Provincia, de la Tierra, de la Madre.

La estrofa siguiente (vv. 49-53) nos ubica claramente -por si cabía alguna duda- en el campo y en la aldea. El quinteto se organiza alrededor de dos imágenes fundamentales: la tierra (vv. 49-50) y el poblado (vv. 51-53); y es rico en sensaciones auditivas («suena a plata»), visuales («calles como espejos») y olfativas («el santo olor de las panaderías»).

La primera imagen, sin duda llamativa pero opaca, ha dado qué hacer a los críticos. Phillips se fastidia mucho con Ibarra que explica «tu barro suena a plata» con una referencia a las minas norteñas en las cuales, dice Ibarra, queda como desperdicio mucha tierra que todavía tiene plata, y anota que Zacatecas está llena de esos «jales». Para Phillips el origen de la imagen es otro y se basa en un testimonio de Enrique Fernández Ledesma, recogido también por Elena Molina Ortega171. Parece que en casa de su amigo, el poeta vio una campanilla indígena de barro negro de Oaxaca, que simulaba una mujer de amplia falda. El barro, compacto y sutil, golpeado por un badajo también de barro, producía un sonido metálico de vastas repercusiones. La cosa impresionó a Ramón que poco después escribía justamente «tu barro suena a plata». Sin embargo, más importante es tal vez entender el sentido total de los versos: «Tu barro suena a plata, y en tu puño / su sonora miseria es alcancía». Más allá del origen de la imagen, el poeta parece sentenciar: «México es pobre pero será rico; en su aparente miseria se esconde su riqueza que radica en la tierra (y no en el petróleo)».

En la segunda imagen, en esas «madrugadas del terruño», encontramos de nuevo la isotopía de la pureza y de la cristalinidad: las calles, limpísimas y bañadas de rocío, son «como espejos». Y en el ascetismo del ambiente, una nota de sensualidad familiar y castísima: el aroma de los panes recién hechos. Toda la estrofa sugiere el movimiento de una oferta en derroche: primero, en el humilde puño de la tierra mexicana suena sorpresivamente la riqueza y luego este puño se abre y la riqueza se derrama por las calles del poblado bajo la forma del alimento primordial. Parece un milagro y en realidad lo es y no lo es. El pan es fruto de la tierra. Pero su aparición inesperada tiene algo del milagro evangélico. Así, no debe sorprender ese «santo» que califica el olor de las panaderías; y bajo esta nueva luz otros elementos adquieren una connotación evangélica. Por ejemplo, en aquellos «pájaros de oficio carpintero» del Proemio estaba latente acaso la imagen de San José, que vendría a formar un mismo campo semántico con «Niño Dios» y con «establo».

Recordemos además que, en Poema de vejez y de amor (SD), Fuensanta aparecía caracterizada con referencia al pan: «eres a mis ósculos sabrosa, [...] cual pan humilde que se amasa / en la nativa casa / y se dora en los hornos familiares». Así, a través de las imágenes que aparecen en la superficie del texto, se puede descender hasta hallar el sema profundo, el tema latente en toda la poesía de López Velarde: la Patria es para él la Provincia, su provincia natal; la provincia es la tierra y la tierra es la mujer amada. Poeta del amor, López Velarde no concibe más patria que la Amada. Claro que la Amada, como hemos visto en los capítulos anteriores, tiene mucho de la madre. Y así también la Patria o Matria, como sería más justo llamarla, según la visión que de ella tiene el mexicano.

El cuarteto siguiente (vv. 54-57), en efecto, describe la Patria como una madre que canta el arrorró al recién nacido («cuando nacemos nos regalas notas», o sea las notas musicales del arrorró), luego endulza con compotas al niño, y finalmente se transforma en una esposa («te regalas toda entera»). Se transforma o se sustituye; madre y esposa, la Patria de López Velarde es una y múltiple, como la Amada: es «alacena y pajarera», que es lo mismo que decir que es Águeda y Fuensanta. La Patria se parece a la prima Águeda: alacena o armario oscuro en el que se esconde un prodigio de manzanas y uvas. Y se parece a la tierra de Oaxaca: negra y severa la prima, negra y humilde la tierra, ambas esconden insólitas riquezas. Y la Patria es también como Fuensanta: una guía espiritual, invisible, que precede al peregrino que se orienta por la selva oscura gracias al canto de las aves que acompañan o sustituyen a la mujer. Porque las aves no son más que el patrimonio espiritual de la mujer-patria, las ilusiones con las que ella lo estimula. «Tú vendes -¡y cuan rara!- el ave retórica de la ilusión. ¡También tú eres vendedora de pájaros!», dice el poeta a Fuensanta en una prosa172.

En el feliz trístico que sigue (vv. 58-60), con esa superabundancia de íes que forman las tres rimas agudas y todos los acentos del primer verso, continuación de la í; tónica del «paraíso» precedente, la Patria, ya madre y esposa, se presenta como deliciosísima amante: «que en tu lengua de amor prueben de ti / la picadura del ajonjolí». «Picadura» es notoriamente bisémico. «Ajonjolí» es un fruto cuyas semillas son oleaginosas y comestibles; se llama también alegría y sésamo. No es mexicanismo; la palabra viene del árabe y se usa también en España. En el contexto, sin embargo, adquiere un fuerte sabor local. Y una Patria que sabe de ajonjolí no es precisamente heroica; pero en cambio se carga de esa fascinación que puede adquirir lo familiar, en la cual era maestro López Velarde.

La última estrofa del Primer Acto (vv. 61-74) es la más larga del poema: se compone de siete dísticos. El cielo nupcial, lecho nupcial de la Matria, es el escenario cósmico de ese coito tempestuoso que hace estremecer a todos porque de él habrá de nacer una nacionalidad (o regionalidad, en este caso). Lo caracteriza, en efecto, el trueno, eje lexical sobre el que se construye toda la estrofa. Primero con el poliptoton «truena»-«trueno»; luego con la repetición anafórica de «trueno»; luego con la prolongación del mismo en la anáfora de «oigo», con el cual se vincula semánticamente; y en fin, con la diseminación semántica de «trueno» en «derrumba», «madererías», «temporal», «ruleta». Este trueno mexicano tiene efectos hiperbólicos: «baña / de locura, enloquece a la montaña, / requiebra a la mujer, sana al lunático, / incorpora a los muertos, pide el Viático». La diversidad del trueno constituye así otro elemento felibrístico que pone en evidencia la diversidad mexicana.

Pero la creación de esta Patria a imagen y semejanza de la Provincia es una fantasía del poeta, un deseo imposible. En la realidad, el México que él desea está muriendo. Esta verdad desconsoladora yace bajo las imágenes dictadas por el entusiasmo y finalmente se va a superponer a ellas. En esta estrofa final del Primer Acto, a la imagen del coito portentoso, de frenética fecundidad, de la Matria, sucede sin nexos mediadores la configuración de un apocalipsis. El imponente trueno empieza siendo deleitoso («de deleites frenéticos nos llena»); continúa con una serie de operaciones positivas y vitales («requiebra a la mujer, sana al lunático, / incorpora a los muertos»); y termina sembrando muerte («pide el Viático, / y al fin derrumba las madererías / de Dios, sobre las tierras labrantías»). Al final el trueno se multiplica en temporal y sólo se oyen quejas y crujidos de esqueletos.

Los esqueletos, el poeta los vislumbra «en parejas» y este Eros descarnado constituye un elemento recurrente en su última producción. Corresponde a un gusto de doble ubicación, entre la recuperación del barroco y la vanguardia cubista: el esqueleto es también la geometrización del cuerpo. En el capítulo anterior hemos visto que, obsesionado por la muerte y a la vez morbosamente atraído por ella, ve convertirse el mundo «en un enamorado mausoleo» (¡Qué adorable manía, SC); la Amada se le presenta bajo forma de esqueleto (ibidem y El sueño de los guantes negros), y su sola aspiración es fundirse con esos huesos («quedarán ya tus huesos en mis huesos»). México (la provincia mexicana) perece y él perece con México (no olvidemos en qué condiciones de salud escribió el poema). En este desastre total, los esqueletos que se abrazan constituyen además una imagen consolatoria: Amor perdura.

Sobre «la hora actual con su vientre de coco» lo ha dicho todo José Luis Martínez. En esa visión simultánea que tiene el poeta del tiempo pasado («oigo lo que se fue»), del futuro («lo que aún no toco») y del presente («la hora actual con su vientre de coco»), este último se le aparece como «una época vacía, hueca, o sólo llena de agua como los cocos; dícese "cabeza de coco", o si se prefiere "vientre de coco", para decir que están huecos, o sólo llenos de un líquido inocuo»173.

El Primer acto se cierra así con un violento golpe de escena. Después de habernos descrito la suave Patria como un paraíso de delicias y riquezas mal escondidas, evocadoras del dulce encanto femenino, sobre este paisaje de pacífico dorado (oro, maíz, tabaco, establo y aguamiel), se abate la tempestad apocalíptica. López Velarde -repetimos- quería creer en la salvación de México, pero lo que veía le desgastaba la fe. Un solo verso anuncia en el Primer acto, de todos modos, el apocalipsis final: «y los veneros de petróleo el diablo». Don maldito, el petróleo será -piensa el poeta- el caballo de Troya de México.

INTERMEDIO: CUAUHTÉMOC (vv. 75-94). Siete dísticos cerraban el Primer acto con una escena apocalíptica y siete dísticos, con un sexteto intercalado ABCABC, cantan a Cuauhtémoc en el Intermedio. Del estruendo precedente surge, como el Salvador después del Juicio, contra un cielo nuevamente sereno, el mártir indígena y la historia de su Pasión pagana. La evocación del héroe azteca y ese lugar de privilegio en el centro del poema a la patria, no es simplemente una concesión al momento cultural mexicano. Concesiones López Velarde hizo pocas, y menos que menos al final de su carrera. Es muy posible que él sintiera sinceramente a Cuauhtémoc, más allá de la veneración nacional que se le tributa en México y más allá de los reviváis alguna vez demagógicos de los muralistas, como una raíz real, tan indiscutible como la tierra, la Provincia y la madre. Significativamente lo llama «abuelo». Cuauhtémoc es el padre de la tierra; es el padre de la Matria. También aquí, como en el resto de la poesía velardeana, hay un evidente salto de la figura paterna. Se la evita, se la suprime174. (Y sin embargo, en esa ambigüedad propia de los sentimientos humanos, quién sabe que el poeta no haya descubierto en ese mítico antepasado la fórmula de reconciliación con la figura paterna).

Con gran discreción y sin el exhibicionismo de algunos contemporáneos, López Velarde deja subir, algunas veces, hasta la superficie de su poesía, ciertos modelos indígenas que sin duda actúan en él. En los capítulos anteriores hemos visto, en efecto, cómo en la base de algunas de sus imágenes se hallan Tonantzin, Tláloc, la Pirámide de los sacrificios. Cuauhtémoc, queremos decir, no es del todo imprevisible en su obra. Y si es cierto que este Intermedio es lo más cerebral del conjunto, y si es cierto que los motivos precolombinos no han dado grandes frutos en la literatura de lengua española, hay que reconocer que los últimos ocho versos en los que se sintetiza el via crucis pagano del rey azteca, son intensos y bellos.

Se puede decir que los dísticos narran la historia: abren el Intermedio presentando al héroe, narran y concluyen. El sexteto intercalado tiene otro tema: la herencia fundamental que ha dejado Cuauhtémoc a los mexicanos. Y aquí el héroe, trascendiendo sus límites, es decir trascendiendo su individualidad, se erige en símbolo de la cultura azteca, cuyo legado más precioso y más vivo está sin duda en el lenguaje: «a tu nopal inclínase el rosal; / al idioma del blanco tú lo imantas». Y para mejor probarlo, como habíamos insinuado antes, todo este poema está sobrecargado de mexicanismos, que es lo mismo que decir nahualismos o aztequismos. Aquí mismo, y a manera de rústico blasón, está presente el nopal (del azteca, nopalli), típica tuna de las estepas mexicanas. Y ante él se rinden las europeas rosas. Absurdo o anacrónico, el hecho es que la herencia nativa vive todavía.

Pacheco ha señalado que López Velarde vivía muy preocupado por la norteamericanización progresiva de México, ya notable en aquellos años175. Es probable que cuando escribió La suave Patria, él tuviera presente tanto las admoniciones de Rodó al respecto, como las de Martí y Rubén Darío. Rodó había publicado Ariel al comenzar el siglo (1900) y había propuesto como defensa contra el pragmatismo y el utilitarismo del vecino del Norte, la afirmación de nuestra identidad espiritual y católica. Martí, al terminar del siglo anterior había advertido, siempre mirando con recelo al Norte, que América sólo se salvaría con sus indios y no sin ellos176. Y Darío, en la famosa poesía A Roosevelt (Cantos de vida y esperanza, 1905), había prevenido al presidente norteamericano contra la fuerza siempre viva de la América Española. Pero la América de que hablaba Darío era también la América Indígena. Era la misma que había dado poetas «desde los viejos tiempos de Netzahualcóyotl», la misma en que dijera el noble Guatemoc (Cuauhtémoc): «Yo no estoy en un lecho de rosas». Frente a la progresiva norteamericanización de México y la consecuente pérdida de la identidad nacional, también López Velarde veía como única solución la afirmación de las raíces indígenas junto con la ideología agrícola y católica.

También él recuerda el episodio del suplicio de Cuauhtémoc177, en una estrofa sin duda menos feliz que los versos de Darío y mucho más opaca (vv. 83-86). El parangón con Julio César lo explica José Luis Martínez diciendo que probablemente el poeta alude a la historia de Suetonio donde se lee que, viéndose César rodeado de puñales, «envolvióse la cabeza con la toga y bajóse con la mano izquierda los paños sobre las piernas, a fin de caer más noblemente»178. Pero esta estrofa, a través de la «moneda», metáfora de la herencia cultural de Cuauhtémoc, que se repite en epanástrofe al comienzo de la siguiente, sirve para introducir los cuatro dísticos finales en los que se sintetiza, apretada y dramáticamente, la historia de los últimos sufrimientos del héroe179.

«La piragua prisionera» es la canoa en la que Cuauhtémoc huyó con su familia después de sufrir los noventa días de asedio a MéxicoTenochtitlan que les impusieron los españoles. Hacia el final del sitio, un acontecimiento volvió a dar coraje a los aztecas. Los xochimilcos, habitantes de las islas meridionales del lago, se acercaron una noche evitando los galeones de Cortés y comunicaron a los aztecas que querían hacer frente común contra los blancos. Cuauhtémoc, loco de alegría, los llenó de regalos y les preparó el precioso chocolate. Pero esa misma noche, los xochimilcos los traicionaron tratando de robarles las mujeres y esclavizar a los niños. Los aztecas les hicieron pagar la perfidia matándolos a todos. Pero ya era tarde para seguir esperando. Cuauhtémoc huye con su familia a través del lago. Allí es interceptado por un galeón español, hecho prisionero y llevado ante Cortés.

Las imágenes que siguen son de una gran eficacia dramática y fonosimbólica. Nótese la reiteración de /S/, del grupo fónico /SO/ y de su inversión /OS/:


priSiOnera, el aZOro de tuS críaS,
el SOllOZar de tuS mitOlOgíaS,
La Malinche, lOS ídOlOS a nado,



que si no evoca un callado sollozar, da seguramente la impresión de una espera, de una angustiosa suspensión. La «Malinche» es, como se sabe, una corrupción de Malintzin, diminutivo nahuatlizado de Marina, la compañera india de Cortés. Puesta así, entre el llanto de los dioses y el naufragio de los ídolos, la traición de Marina a los suyos parece más patética. «Malinche» forma una rima asonante muy significativa con «sufriste». Y luego su misma í tónica reaparece en los dos acentos internos más importantes del verso que la contiene (ídolos, endecasílabo a maiore) y del siguiente (encima, endecasílabo a minore) y en las rimas de los dos últimos (emperatriz y codorniz).

Los tres últimos versos, bellísimos, aluden a Ichcaxóchitl («Copo de algodón»), hija predilecta de Moctezuma, viuda de Cuitláhuac y, desde la prisión de su segundo esposo Cuauhtémoc, separada para siempre de él e incorporada al serrallo de Cortés180.

La piedad por Cuauhtémoc no está acompañada por el desprecio o la rabia contra los españoles, como sucede a los indigenistas generalmente. Para la concepción católica de López Velarde, la «pasión» y el sacrificio de Cuauhtémoc, como la de Cristo, no fueron inútiles. Antes bien, se diría que fueron necesarios. Nadie podrá negar la importancia de su herencia. Pero era necesario que desapareciera para que la cruz castellana acabara de modelar aquellas tierras181.

SEGUNDO ACTO (vv. 95-153). El Segundo acto es semejante al primero por la sucesión de cuadros aislados en los que la Patria se dibuja, ahora más nítidamente todavía, como una joven de provincia. Pero se diferencia del primero en el tema que une los cuadros, latente al principio y explícito en las últimas estrofas: la agonía.

La primera estrofa (vv. 95-100) identifica la Patria con sus mujeres por medio de una feliz imagen («el río / de las virtudes de tu mujerío») en la que Phillips ve un procedimiento de intensificación poética por medio de la abstracción, común en López Velarde182. En México se dice en realidad «mujererío»; es un americanismo que se usa también en el Cono Sur. Pero aquí el poeta prefiere el más castizo «mujerío» porque, aunque en ambos vocablos está contenido «río», es más clara la ecuación «mujer» + «río» = «mujerío». La Patria está viva, fluye como el río, porque existen las mujeres que la hacen vivir. Estas mujeres tienen algo de maravilloso («como hadas»), que embriaga sin sentirse («un invisible alcohol»), y son al mismo tiempo inaccesibles, frutos tantálicos, como una botella cerrada por alambres («cruzan como botellas alambradas»).

La Patria vale por sus mujeres y por su pan (vv. 101-102): éstos son ecos de temas ya desarrollados en el Primer acto. Los versos que siguen (vv. 103-105) son una intensificación del primer tema: la Patria es una niña pudorosísima cuyo pudor se aprecia en las hipérboles: «la blusa corrida hasta la oreja».

La estrofa siguiente (vv. 106-111) introduce ya una sombra de duda sobre el destino de esta patria: «Creeré en ti, mientras [...]». La condición es naturalmente el mantenimiento de la tradición. El tápalo (otro mexicanismo), el mantón popularísimo, apenas comprado y con la marca aún de los dobleces que tenía en la tienda, llevado así con orgullo a la primera misa, es todavía un signo de inocencia (el mismo signo aparece en Domingos de provincia, SD). Mientras dure esa costumbre, se puede creer en la salvación de México.

El trístico de la sota moza (vv. 112-114) es bastante opaco. Se puede captar sin embargo la primera expresión de claro disgusto respecto a la Pama, que vive en la miseria y en la improvisación al azar, «de milagro», como un naipe sobre la mesa de apuestas («en piso de metal» sería exactamente la mesa del garito, llena de monedas sobre las que se mueve la sota).

Otro trístico (vv. 115-117) vuelve a proponer la gulliverización triple y progresiva del país: Palacio Nacional → niño → dedal. Esta disminución progresiva de la estatura de México no tiene nada de peyorativo, tampoco aquí, sino que es afectivo, como vimos antes.

El dístico siguiente (vv. 118-119) puede parecer oscuro a quien no es mexicano183. San Felipe de Jesús es el único santo que ha dado México y es naturalmente muy popular. Vivió en el siglo XVII y fue canonizado en el XVIII. Cuenta la leyenda que Felipe era lo que en lenguaje familiar se llama «un calavera». Su madre, descorazonada se preguntaba: «¿Cuándo sentará cabeza este hijo?» y la sirvienta escéptica respondía, señalando una higuera definitivamente seca en el patio «Cuando la higuera reverdezca». Un día, Felipe tuvo la revelación. Se embarcó hacia las Filipinas para ir allá a predicar la fe. Llegó hasta el Japón y en Nagasaki murió en el suplicio. Aquel día -dicen las gentes- la higuera reverdeció. «Te dará, frente al hambre y al obús / un higo San Felipe de Jesús». El obús es un barbarismo usado en México por granada o proyectil184. Así, dice el poeta, frente al hambre y a la violencia y a la miseria de la guerra, esta Patria de infinitos recursos obrará seguramente el milagro: lo imposible será posible San Felipe hará reverdecer la higuera y saciará a los hijos de la tierra devastada.

El cuarteto siguiente (vv. 120-123, ABBA) introduce un clima distinto: la Patria es siempre una joven deseable, que si antes destilaba un invisible alcohol, ahora, más veraz y tangible, vende «chía» «Chía» es otro mexicanismo y es el nombre del refresco más popular del país. Pero lo que llama la atención es la aparición de la violencia la pintura de una escena de secuestro en que la víctima es la misma patria-muchacha. El secuestro se realiza con gran exhibicionismo- sobre un «garañón» (otro mexicanismo para decir caballo semental) y con «matraca» (en el caló del bajo pueblo, dice Santamaría, pistola o arma de fuego185). La intervención de la policía, tan inmediata que parece simultánea, y tan drástica (a tiros), parece una confirmación de que las fuerzas del orden se oponen a las pretensiones del poeta. Él quiere que su patria sea de una manera y el gobierno de otra; se sirve éste entonces del aparato represivo para combatir cualquier acción «subversiva». La imagen sin embargo surge con tal espontaneidad y es en sí tan pintoresca que no sabemos hasta qué punto el poeta era consciente del mensaje que transmitía y semejante transcodificación pudiera haber sido sorprendente para él mismo. Queremos decir que es éste un tipo de imagen que proviene del inconsciente (más cercana al automatismo surrealista) y no de la elaboración cerebral, como «tu barro suena a plata», «los brazos del correo chuan», y tantas otras, dado que la poesía de López Velarde es preferentemente cerebral. En todo caso, es un hecho que a las imágenes del Primer acto, dulces y pacíficas, dominadas por el paisaje agreste y lo dorado, después del apocalipsis y a pesar del Intermedio de Cuauhtémoc que no basta a conjurar el desastre, se van sobreponiendo las imágenes del presente negativo (aquel presente con vientre de coco): «la sota moza», «como la lotería», «al hambre y al obús». «Inaccesible al deshonor», había considerado el poeta a la Patria. ¿Estará realmente a salvo de todo mal? La duda se insinúa. Y entonces, naturalmente, a la impresión de impotencia frente a quienes le niegan la Patria como él la desea, a la impresión de que le están arrebatando la imagen que él ama y que se la van a deformar, sucede el arranque pasional: «quiero raptarte» etc.

Sigue una imagen melancólica (vv. 124-129): la juventud entierra su propio cadáver. El tema es una variante del de la juventud nunca vivida, tema modernista y velardeano, al que nos referimos en el primer capítulo. Ésta es una juventud que se petrifica186 antes de poderse vivir; y la tierra que acoge el cadáver no ofrece en cambio el bálsamo que cure la muerte prematura. La razón de la impotencia de esta tierra, que antes se presentaba rica y generosa, es que ella misma está en agonía («quieren morir tu ánima y tu estilo», dirá luego), oprimida por quienes no comprendiéndola pretenden desvirtuarla. Es muy llamativo el cambio de visión del poeta, del primer al segundo acto, visto a través de la misma imagen de las aves. Antes la Patria era «pajarera», vendedora de las aves de la ilusión, guía espiritual. Ahora es un sepulcro para las mismas aves.

Sin embargo, todavía es hermosa esta Patria hospitalaria y pródiga (vv. 130-135). En el calor estivo ofrece la sombra de sus árboles frondosos, la frescura del agua y la mujer; en el invierno, el fuego de su madera y de sus pócimas («y si tirito, dejas que me arrope / en tu respiración azul de incienso / y en tus carnosos labios de rompope»187). Esta visión casi paradisíaca de la tierra donde no falta nada, que todo lo ofrece en el momento oportuno, es otro de los elementos felibrísticos de La suave Patria188. Pero, lo mismo que la doncella de Mistral, la Matria de López Velarde está enferma de muerte (vv. 136-138) y a él no le queda sino la nostalgia: «yo desfilo / lleno de sombra porque tú trepidas»189. El hecho de que la Patria dude, «trepide», que no tenga la absoluta seguridad de que debe seguir siendo como ha sido hasta ahora y se incline débil a la imposición de un cambio que la aniquilará, llena de sombras al poeta.

El tema de la agonía de la Patria, que hasta ahora era más latente que manifiesto, se hace explícito en la antepenúltima estrofa (vv. 139-143). La muerte de la Patria es, claramente, la muerte de sus tradiciones, de un estilo de vida, de un tipo de personajes: a la rústica del tápalo, a la novia en la reja, a la graciosa escanciadora, a la misma cortesana en carretela, se agrega ahora la cantadora de las ferias, que va «empitonando la camisa» «con el bravío pecho». El término «empitonando», el poeta lo ha tomado en préstamo de la tauromaquia; pero lo usa sólo metafóricamente. No le interesa el deporte nacional en sí; este deporte oficial, querido y estimulado por el Estado. Sólo le interesan la tradiciones humildes de los pueblos que el progreso amenaza.

La penúltima estrofa (vv. 144-148) propone una solución que ya habíamos adivinado: «sé siempre igual, fiel a tu espejo diario».

La última (vv. 149-153) repite el consejo («sé igual y fiel», es decir, fiel a ti misma) y cierra el poema con una gran alegoría de lo que la Patria ha sido y debería seguir siendo:


Sé igual y fiel: pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor; y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
¡la carreta alegórica de paja!



Son todos complementos predicativos del imperativo de «ser». Es una orden: «sé». Si quieres salvarte, dice el poeta, sé como yo te digo, que es por otra parte como has sido hasta ahora. Los dos primeros complementos recrean a la joven pudorosa y sensual que encarna a la Patria y que hemos visto repetidas veces a lo largo del poema.

La «trigarante faja» es, como saben todos los mexicanos, la bandera nacional. Trigarantes se llamaban los que formaban parte del ejército de las tres garantías, que consumó la Independencia de México en 1821. «Entonces se creó la bandera nacional, con los tres colores, verde, blanco y colorado, que significan independencia, religión y unión»190. La Patria que ama López Velarde tiene fuertes raíces aztecas, un mal recuerdo del padre violador191 a quien jamás nombra, y es independiente y republicana.

La enseña republicana atraviesa así el pecho de la patria. Y aquí pensamos la patria no como la joven que la encarna sino como la tierra192. «Pechuga» sería así una especie de pecho de la tierra, las colinas, prominencias de la Matria. El sufijo (-uga), que prolonga el vocablo original (pecho), da una dimensión menos humana y más telúrica, y es además asonante con otros términos geográficos como «altura», «laguna», etc. Luego, «al vapor» parecen las colinas en la madrugada, cuando se levanta esa neblina que las cubre apenas. Y sabemos que la madrugada es la hora en que el poeta prefiere imaginarse a la patria. Dos imágenes de madrugada han precedido a ésta (vv. 51-54 y 107-109).

El trono a la intemperie y la carreta alegórica de paja son difíciles de interpretar y muchos críticos se han detenido en ellos. Según Rodolfo Usigli es una alusión a la historia de Booz, tomada posiblemente del Booz endormi de Víctor Hugo193. Pero, como muy bien señala José Luis Martínez, en el poema de Hugo hay paja pero la carreta no se ve por ninguna parte. Octavio Paz considera esta carreta como un rústico trono de las tres divinidades pagana, cristiana y azteca, Pomona, Guadalupe y Tonantzin194. Pero tampoco se entiende de dónde surgen estas tres divinidades. ¿Son acaso una prolongación religiosa de la trinidad civil implícita en «trigarante»? José Luis Martínez, por su parte, aventura una completa teoría según la cual «la carreta alegórica de paja» procede del Tríptico del heno de Hieronymus Bosch, el Bosco. Tradicionalmente, se ha visto en El carro de heno (la composición central del tríptico) una sátira de la locura de los hombres. El heno sería un símbolo de los bienes terrenales fugaces y la composición una ilustración de estas palabras de Isaías: «Toda carne es hierba / y todo su esplendor como flor del campo». José Luis Martínez recuerda que, mientras en la parte inferior del cuadro los hombres se pegan, se roban y se degüellan por la posesión de un puñado de heno, encima del carro hay una escena de serenidad y alegría. Una pareja se abraza detrás de un arbusto, un trovador toca la mandolina y una doncella le tiene la partitura. Según Martínez esto sería un oasis de música y amor encima de la locura humana que ellos no ven. El verso de López Velarde sería entonces una cita del Bosco y con ella el poeta propondría que «la patria conserve su realidad agrícola y, en ella, un sitio culminante, abierto a todos los vientos y con ruidosa alegría, al amor y a la belleza, por encima de la locura de los hombres que se destrozan en su codicia por bienes ilusorios»195.

A nosotros nos parece una interpretación más que ingeniosa pero inaceptable. En primer lugar, en la despiadada alegoría del Bosco no hay nada en que el ánima pueda descansarse o regocijarse. Si en la parte inferior del cuadro se amontona la multitud pecadora, sobre el carro no se hallan los virtuosos sino las alegorías de los distintos pecados capitales. La pareja que se besa detrás del arbusto representa la lujuria en los pecadores de ambos sexos, espiados por una lechuza que representa la ceguera humana. El «diablo azuloso que toca una larga flauta», recordado con simpatía por Martínez, tiene una cola de pavo que representa la vanidad, y la flauta que suena es en realidad una transformación abnorme de su propia nariz, con la cual se alude, según algunos críticos, a la gloria mundana. Del bosque asoma la jarra del diablo, que recuerda la tradición popular según la cual la noche del sabbat el diablo aparece de adentro de una jarra196.

Hemos subrayado de propósito que la última estrofa de La suave Patria empieza con un imperativo de «ser», al cual sigue una serie de complementos predicativos. No creemos que López Velarde pudiera aconsejar a su Patria que fuera como la carreta del Bosco. Pero aún aceptando que el famoso cuadro se pudiera interpretar como lo hace Martínez, no se ve nada en el poema del mexicano que aluda ni a la música ni al amor (en la última estrofa) ni a «la locura de los hombres que se destrozan en su codicia por los bienes ilusorios» (en todo el poema). López Velarde se lamenta del progreso (el petróleo en vez de la agricultura) y del cambio en marcha («quieren morir tu ánima y tu estilo»). No lanza diatribas contra los pecadores.

Me parece a mí que, más sencillamente, la carreta de paja constituye un trono a la intemperie, sí, pero un trono rústico de sí misma, es decir, de la paja, del establo, del maíz, del oro que es la riqueza agrícola en la cual radica la salvación de la patria. Este trono rústico, en el cual se sienta la Patria vestida de su rústico oro, tiene un precedente en el poema analizado al comienzo de este capítulo, A las provincianas mártires. Allí se invocaba el «honorable pajar de la cosecha». Y bien, mientras aquel pajar y este trono estén en pie, Mireya o la Matria o la Patria tendrán la existencia y el honor asegurados. Si el pajar se destruye, se desvaloriza, se sustituye, Mireya o la Matria o la Patria perecen: «tu incendio es la basílica / en que se ahoga la virgen deshecha». Y este trono parece una sonaja, una rústica y alegre pandereta, porque en él se sienta la Patria Agricultora, y ya vimos que la tierra que produce suena a metal como las campanitas de Oaxaca, porque anuncia la riqueza que lleva. Esta carreta es alegórica, sin duda, pero simplemente alegórica de ese mundo un poco arcaico y todavía rural, descrito en el poema, que se quiere ir y al cual el poeta no se siente capaz de renunciar.

La patria -había dicho en un texto contemporáneo del poema- «la miramos hecha para la vida de cada uno [...] Casi la confundimos con la tierra»197.