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La visión irónica de la estética romántica en «La estafeta romántica» de Galdós

Marisa Sotelo Vázquez



El realismo verdadero abarca la moderna escuela, que se cree única legítima, y el postergado idealismo, de glorioso abolengo.


(Alas, 1991b: 287)                






El romanticismo es un modelo constantemente imitado en nueve de las diez novelas de la tercera serie de los Episodios nacionales, ambientadas entre los años 1834 y 1846 y publicadas por Galdós entre la primavera de 1898 y el otoño de 1900. Exceptuando el primer episodio, Zumalacárregui, esta vuelta sobre los fundamentos de la estética romántica se justifica en parte por el período histórico que abarca dicha serie, la España desgarrada por la primera guerra carlista y la Regencia de doña María Cristina, pero, sobre todo, también por la factura del personaje protagonista, Fernando Calpena, un personaje intoxicado de literatura romántica española y europea, cuya trayectoria existencial va acomodándose, como trataré de demostrar, a los diferentes géneros en boga en el romanticismo español: el drama, la novela folletinesca y la leyenda.

Y si en las novelas anteriores y posteriores de la serie De Oñate a la Granja (octubre, 1898), Luchana (enero-febrero, 1899) o Vergara (octubre-noviembre, 1899) y Montes de Oca (marzo-abril, 1900), todas escritas en un corto espacio de tiempo, el romanticismo es el rasgo fundamental del héroe, en La estafeta romántica, extraordinaria novela epistolar1, el romanticismo se convierte en el eje que vertebra toda la obra, presente explícitamente en el título, en la configuración del personaje y en muy diversos aspectos de su morfología narrativa.

Morfología narrativa que por tratarse de una novela epistolar reviste unas peculiaridades específicas que afectan sobre todo al narrador y al punto de vista. Las cartas que se cruzan entre los distintos corresponsales van tejiendo la historia de los sucesos más relevantes de la vida de los personajes entre febrero y septiembre de 1837. De un lado, la historia oficial, con alusiones a las guerras carlistas, la corte y los sucesos de la vida literaria y artística, como la muerte trágica de Larra, a la que se alude ya en la primera carta, etc. Y, de otro, la intrahistoria de los personajes de ficción que conforman un verdadero mosaico humano en el que Galdós pone en práctica su extraordinaria capacidad para crear tipos y personajes. Desempeñan en esta literatura epistolar un papel muy importante las voces femeninas, Doña María de Tirgo, Doña Juana Teresa, Valvanera, Pilar de Loaysa y las jóvenes hermanas Demetria y Gracia Castro-Amézaga, emisoras y receptoras respectivamente de múltiples cartas que van desvelando desde diferentes ópticas la verdadera psicología de Calpena. El procedimiento epistolar permite a Galdós conjugar perfectamente mediante una polifonía de voces las referencias históricas con los sucesos íntimos y mostrar la vida española en el campo y en la ciudad desde muy diferentes puntos de vista.

Ahora bien, conviene señalar desde el principio que en La estafeta romántica (fechada en San Quintín-Santander en julio-agosto de 1899) la visión de la estética romántica es esencialmente irónica e incluso paródica. El tratamiento irónico del tema lo posibilita el contexto histórico finisecular en que fue escrita la obra. Galdós en el filo del fin de siglo, rebasado con creces el canon del romanticismo, construye esta novela claramente al modo cervantino, es decir con ingredientes románticos, al igual que Cervantes escribiera El Quijote con ingredientes propios de las novelas de caballería, pero proyectando sobre ellos una luz irónica cuando no claramente paródica de dicha estética.

Para conseguir dicho efecto se sirve fundamentalmente del protagonista, el tal Fernando Calpena, un héroe romántico y folletinesco, de origen familiar oscuro y desconocido, desgraciado en asuntos amorosos y lector voraz de las obras más emblemáticas del romanticismo europeo como las Noches de Young y de Cadalso; el drama de Víctor Hugo Angelo, tirano de Padua, y el tomo de poesías también de Hugo Hojas de otoño; La Fiancée de Lamermoor de Walter Scott; Los bandidos de Schiller, lecturas que solicita a Hillo, su preceptor, porque se siente «ávido de poesía y literatura, más no me mandes -le dice- nada clásico, que me apesta» (Pérez Galdós, 2007: 813).

La estrategia narrativa de un Galdós novelista maduro está perfectamente calculada, hacer de Calpena un personaje cuya caracterización es multiperspectivista -a través de los diferentes corresponsales de las cartas-, que van aportando información sobre su pasado, sus orígenes, sus desengaños amorosos, su carácter apasionado, sus dilemas, su sensibilidad enfermiza. Y a la vez lo convierte en contrapunto de la conducta pragmática y la visión realista de su consejero y presbítero Pedro Hillo y de los personajes femeninos, que más directamente se relacionan con él, su amiga Valvanera Urdaneta y Pilar de Loaysa, su madre. Idealismo y ensoñación romántica como ingredientes fundamentales de la actitud del protagonista frente al pragmatismo de los restantes corresponsales. Literatura y vida se amalgaman con maestría en la novela y el autor incluso en el aspecto estrictamente literario parodia los géneros románticos por excelencia, el drama, la novela folletinesca y la leyenda.

Revisemos la factura del personaje ateniéndonos a su caracterización y a su actitud ante la vida. Calpena se nos presenta desde el principio como un joven con una sensibilidad exacerbada, intoxicado de literatura romántica, tal como se desprende de la primera carta que dirige a Pedro Hillo en la que reconoce los estragos que el romanticismo produce entre los jóvenes de su generación. Estragos que define como una especie de spleen, de ennui o de mal du siècle ante el cansancio y el pesimismo derivado de las continuas guerras civiles y la imitación de los modelos del romanticismo alemán:

Será una manifestación aislada, como otras mil que vemos, del cansancio y pesimismo de la raza española, que indómita en su decadencia, dice «antes que me conquiste el extranjero, quiero morirme. Me acabaré, en parte por consunción, en parte suicidándome con la espada siniestra de las guerras civiles». Si tuviéramos buenas estadísticas se vería que ahora muere más juventud que antes. ¿Y qué me dices de la facilidad con que los chicos y chicas que han sufrido algún desengaño siguen las huellas del joven Werter?2


(Pérez Galdós, 2007: 759)                


Esta carta que Fernando firma como «tu triste Telémaco», sobrenombre de origen mitológico, que nos remite al hijo de Ulises en la Odisea, nos recuerda también a través del adjetivo el sobrenombre de don Quijote, «caballero de la triste figura». Y sus palabras revelan el peso de los modelos literarios del romanticismo europeo en la actitud del personaje, cuando poco antes había mostrado también curiosidad por conocer los detalles de la muerte de Larra. Esta actitud desesperada por sus amores desgraciados no solo se percibe a través de las palabras del protagonista sino también a través de los demás corresponsales de las cartas. Visión que refrenda Valvanera en carta a Pilar:

¡Excelente corazón el de este chico, y que hermosura de inteligencia! Se resiente de haberse criado solo, consumiendo su propia substancia, sin un cariño verdaderamente tutelar que le dirija. El brutal desengaño que acaba de sufrir le ha herido en la cabeza y en el corazón. No creas que las huellas de tal golpe se borrarán pronto. Tú cuentas poco con el tiempo, querida Pilar; es tu flaco [...] A ratos se aparta Fernando conmigo y me cuenta su triste historia [...] En todo lo que me refiere se revela el mal gravísimo que tiempo ha viene padeciendo, y no es otro que la desproporción monstruosa entre lo que piensa, siente o sueña, y lo que le sucede. ¡Tanta poesía en su espíritu, y prosa tan baja en la realidad!


(Pérez Galdós, 2007: 771-772)                


La poesía del espíritu enfrentada a la prosa de la vida, como una de las claves del romanticismo de la desilusión y de la actitud de Calpena, quien en una carta, dirigida a su amada Aura, de un dramatismo exacerbado y con ecos evidentes de Las cuitas del joven Werther, lamenta el fin de sus desgraciados amores por el abandono de la amada, que no dudó en casarse con otro al tener por ciertas las noticias de su muerte:

¿Tan persuadida estabas de mi muerte que ni siquiera la pusiste en duda, esperando la certificación y seguridades de que yo no existía? Las personas que realmente aman, suelen resistirse a creer que han perdido su bien. Aun ante la evidencia dudan. Fáciles en dar crédito a los anuncios de muerte son los que la desean o no la temen. Y si engañada la creíste, ¿no merecía yo que pusieses entre el muerto y el vivo mayor espacio, para que uno y otro no se junten en tus sentimientos?


(Pérez Galdós, 2007: 774)                


La historia de Fernando y Aura es poco verosímil, más propia de los complejos entresijos y enigmas de un drama romántico o de una novela de folletín. Ante tanta hiperbólica desesperación Galdós contrapone la cordura y el pragmatismo de los consejos de Pedro Hillo, que -con sesgo manifiestamente cervantino- advierte a Calpena de que la conducta de los héroes literarios se admira pero no se imita so pena de volvernos todos locos. Es la misma recomendación que se le hace a don Quijote cuando se dispone a imitar a Amadís:

Pues, amigo, aprende para otra vez y da el negocio por concluido. ¿No es ridículo que quieras salir ahora haciendo el fantasma que se presenta entre las alegrías del festín de boda, y ahoga con lúgubres apóstrofes los cantos del epitalamio? ¡Niño, por Dios! Quítate el caperuzo de espectro, y vete a tu casa. ¿O es que representas el galán desesperado, melenudo y ojeroso que, cuando las cosas ya no tienen remedio, pues están echadas las bendiciones, se aparece espada en mano queriendo atravesar a la dama infiel, al segundo galán solapado, al primer barba, que es el padre, al segundo que hace de sacerdote, y a la característica, zurcidora de aquel enredo? ¡Niño, por Dios! Hasta en el teatro apestan ya esas cosas. En la vida real, casos de esa naturaleza se solucionan dando media vuelta el galán, el cual deja tras de sí, para que los culpables lo recojan, si quieren, un desprecio de buen tono, y aquí paz y después gloria.


(Pérez Galdós, 2007: 776)                


La ironía y el pragmatismo de las palabras de Hillo no dejan lugar a dudas. El asunto de los desgraciados amores de Calpena no sería ni siquiera apto para el drama romántico, ya totalmente trasnochado; se impone por tanto la sensatez realista. Sin embargo, Galdós, que va graduando hábilmente la intriga novelesca, hace que, como si del argumento de un drama se tratase, Fernando descubra gracias a su amigo Pedro Pascual Uhagón que su amada Aura ha sido engañada, coaccionada, y por ello está desesperada, furiosa, enloquecida e incluso piensa en deshacer su matrimonio. Estos hechos, verdadera anagnórisis, propios de una novela folletinesca avivan de nuevo la pasión amorosa de Fernando Calpena3 y a la vez recrudecen sus tristezas, tal como informa Valvanera a Pilar, su madre:

Hace días que notábamos en Fernando un recrudecimiento grande de sus tristezas, agravado con estados nerviosos que me ponían cuidado. [...] con hidalga franqueza díjome que había recibido carta de su amigo Pedro Pascual Uhagón, en la cual manifestaba sucesos de indudable gravedad [...]

Naturalmente, traté de arrojar la mayor cantidad posible de agua fría sobre la hoguera que el pobre chico llevaba en sí [...]

Yo insistí en que no hiciera caso, y que pues el matrimonio religioso era efectivo, no procedía ninguna clase de acción protectora a favor de la infeliz Aura. Pero no he podido convencerle. Sobre todas las leyes sociales y religiosas está la caballería. Un hombre, un galán, un caballero no puede desamparar en trance aflictivo a la que fue su dama, aún teniéndola por culpable. La caballería, tal como Fernando la ve, es la suprema justicia, superior a todas las justicias de nuestras leyes divinas y humanas [...].


(Pérez Galdós, 2007: 805)                


El perfil quijotesco de Fernando Calpena aflora con fuerza en la descripción que de su conducta hace Valvanera, pues para él, al igual que para don Quijote, la ley suprema es la de la caballería, sobre todo cuando se trata de defender el honor de la dama. Hasta tal punto está siempre Cervantes presente en Galdós que la misma corresponsal insiste en proyectar la literatura sobre la vida, o en ver la vida a través de la literatura, en este caso la literatura romántica que aparece a los ojos de Valvanera tan peligrosa como los libros de caballería lo eran para el cura o el barbero:

Pocas novelas he leído yo [...] pero por lo que recuerdo de libros y teatros, en tales asuntos, inventados y compuestos con arte, domina la idea de la justicia caballeresca, y de tal modo subyugan a los lectores y espectadores, que estos enloquecen de entusiasmo cuando ven atropellada falta la ley y aun la misma religión. Los desafíos, los raptos de monjas, la burla de padres o esposos, son admitidos con aplauso, sobre todo si el galán que tales atrocidades comete es atrevido, insolente, y guapo por añadidura.

[...] Nuestro asunto, pues, toma ya el carácter de obra dramática o novelesca, y o mucho me engaño, o se trae un chisporroteo romántico que pone los pelos de punta [...] te digo esto para que veas cuán malo es el romanticismo. Inmenso servicio se haría a la sociedad suprimiendo tales invenciones, que no sirven más que para dar malos ejemplos a la juventud.


(Pérez Galdós, 2007: 805)                


En el largo fragmento que no es posible reproducir completo se enumeran todos los ingredientes del teatro romántico, raptos, desafíos, enigmas, burlas, sorpresa... para terminar señalando que Fernando es un personaje con una «tenacidad quijotesca» (Pérez Galdós, 2007: 805). Y, poco después, otra de las corresponsales, doña Juana Teresa, marquesa de Sariñán, llama a Calpena de la «cáscara amarga, es decir, romántico», y prosigue con una visión totalmente negativa señalando que «el romanticismo no significa otra cosa que el disimulo de la holgazanería y los vicios: todo ello cuadra bien a un personaje que no se sabe de dónde ha salido, ni de quién recibe el dinero que gasta» (Pérez Galdós, 2007: 809). Y en la misma carta se califica Madrid como «terreno del romanticismo y del libertinaje» (Pérez Galdós, 2007: 809), pues la que escribe pertenece a la nobleza campesina y lo hace desde Villarcayo. Este mismo personaje -que desempeña la función de verdadero contrapunto realista- en una de las primeras cartas refiriéndose al suicido de Larra ya había escrito:

es un escritor satírico de tanto talento como mala intención, según dicen, que yo no he leído ni pienso leerlo. Las señoras a su quehaceres de casa y si hay algún ratito libre, a buscar buenos ejemplos en el Año Cristiano. Déjame a mí de sátiras que no entiendo, y de literaturas, que siempre traen algún venenillo entre la hojarasca.


(Pérez Galdós 2007: 750)                


Previniendo a su corresponsal sobre el peligro de la amistad de Calpena con Demetria: «Se os volverá romántica, o loca que viene a ser lo mismo» (Pérez Galdós, 2007: 750).

Y si la actitud de Calpena ha sido comparada con la del héroe del drama romántico y su origen oscuro, hijo de madre soltera, a la que no conoce hasta bien avanzada la trama argumental es un elemento característico de la novela folletinesca, al final, su vida y sus amores desgraciados, su sensibilidad exacerbada le convierten en enigmático personaje de leyenda:

Mi drama ya no es drama: la última escena conocida se me presenta en forma de leyenda de un color harto lúgubre, sobria en sus líneas, altamente patética. Como todas las leyendas que ha puesto en circulación el romanticismo, reviste forma enigmática, o así me lo parece a mí, sin duda porque no conozco más que un fragmento de ella. Verás. Una mujer desconocida, de mísero aspecto aparece en la Guardia portadora de un mensaje para cierto caballero residente a la sazón en Villarcayo. No encontrando al caballero en ese pueblo donde tú estás, dirígese a este donde estoy yo; pero al llegar a Miranda muere... En las leyendas como en la vida, la muerte viene siempre a tiempo, es decir, cuando según nuestro criterio no debe venir [...] sin esta lógica artística del morir no habría leyendas, ni tampoco vida, la cual también es una gran obra de arte.


(Pérez Galdós, 2007: 825)                


Es el mismo Calpena quien imagina su vida y el fin de sus desgraciados amores como una leyenda. Galdós ha utilizado todas las convenciones de los modelos románticos para subvertirlos desde dentro en La estafeta romántica. La confusión entre vida y literatura es total. En la vida de Calpena, como en la de don Quijote, se amalgama los sucesos vividos y los procedentes de la literatura: drama, novela, leyenda. En definitiva la vida del héroe es fruto de proyectar sobre sus lances la literatura romántica de que se ha nutrido produciéndose una distorsión que lo convierte en un personaje patético, que resulta cada vez más insólito en correlación con los demás corresponsales, sobre todo con los que, como Sansón Carrasco, el cura o el barbero quijotescos, encarnan la cordura y el pragmatismo, que son en su caso Pilar, su madre, Valvanera, y el presbítero, Pedro Hillo. Aunque es preciso notar que el pragmatismo y la cordura que Pilar quiere para su hijo no siempre la ha practicado ella a lo largo de su vida. Madre soltera que oculta su situación y no se ocupa de su hijo. Casada posteriormente con Felipe, el matrimonio no ha sido feliz a causa de la diferencia de caracteres, como lo prueba el párrafo que sigue en el que Pilar admite su romanticismo, que como un guiño de Galdós a la estética naturalista -el determinismo de la herencia biológica- puede hasta cierto punto haber condicionado la psicología de su hijo, Fernando Calpena:

En este período, Valvanera mía, ha sido mi único consuelo la lectura y el trato de personas inteligentes, la lectura sobre todo. Mi marido dio en llamarme romántica; es su manera personalísima de repudiar lo que se sale de lo vulgar y corriente. Yo acepto el mote, si romántico quiere decir revolucionario, porque... no te asustes... te advierto que yo lo soy. Me siento un poco masónica, quiero decir que prefiero los males de la libertad a los del orden...


(Pérez Galdós 2007: 794)                


En consecuencia, vemos que la ironía no solo afecta a la factura del héroe o de otros personajes de la obra como Pilar de Loaysa sino que tiñe otros muchos aspectos de la novela como la descripción del entierro de Larra, contenida en la carta fingida del byroniano rezagado -así se le consideraba en la época- Miguel de los Santos, que en realidad escribe Pilar de Loaysa a su hijo. En ella se cuenta con todo lujo de detalles y una sutil ironía no exenta de humor todo lo concerniente a la muerte y entierro de Fígaro (Pérez Galdós, 2007: 784). Los asistentes al sepelio, entre los que se cuentan todos los escritores románticos, Zorrilla, Hartzembuch, Roca de Togores, Mesonero Romanos, Donoso, Villahermosa, García Gutiérrez, Gil y Zárate y tantos otros, el alquiler de levitas o trajes adecuados al luto imperante, la comidilla de la tertulia del café del Príncipe, los comentarios del duelo, quede todo ello para otra ocasión4.

Esta visión del romanticismo un tanto caricaturesca es compartida por otros corresponsales cuando en determinados momentos se refieren a los excesos de la nueva escuela, eso que se llama romanticismo y que ha venido del extranjero trastocándolo todo:

No estoy bien segura de saber lo que significa esto del romanticismo, que ahora nos viene de extranjis, como han venido otras cosas que nos traen revueltos, pero entiendo que en ello hay violencia, acciones arrebatadas y palabras retorcidas. Ya vemos que es romántico el que se mata porque le deja la novia, o se le casa. El mundo está perdido, y España acabará de volverse loca si Dios no ataja estas guerras, que también me van pareciendo a mí algo románticas.


(Pérez Galdós, 2007: 74-7)                


En cierta medida, esta caricatura del romanticismo -en palabras de María Tirgo- se debe, más allá de la relectura finisecular de la estética romántica llevada a cabo por Galdós, a unos precedentes, que con toda probabilidad el autor de Fortunata y Jacinta conocía bien, me refiero al artículo de Mesonero Romanos «El romanticismo y los románticos» de la segunda serie de Escenas matritenses. En él Mesonero escribía:

¡Cuántos discursos, cuántas controversias han prodigado los sabios para resolver acertadamente esta cuestión y con ellos! ¡Qué contradicción de opiniones! Qué extravagancia singular de sistemas -«¿Qué cosa es romanticismo?...» (les ha preguntado el público) y los sabios le han contestado cada cual a su manera. Unos le han dicho que era todo lo ideal y romanesco, otros por el contrario que no podía ser sino lo escrupulosamente histórico; cuáles han creído ver en él a la naturaleza en toda su verdad, cuáles a la imaginación en toda su mentira; algunos han asegurado que sólo era propio a describir a la Edad Media, otros lo han hallado aplicable también a la moderna; aquéllos lo han querido hermanar con la religión y con la moral; éstos lo han echado a reñir con ambas; hay quien pretende dictarle reglas, hay por último, quien sostiene que su condición es la de no guardar ninguna.


(Mesonero Romanos, 1993: 295)                


En definitiva, esta dicotomía entre la visión irónica e incluso con tintes paródicos de la ensoñación romántica del héroe frente a la visión pragmática y realista de los que le rodean o le escriben es una vuelta de tuerca más sobre el cervantismo de Galdós, que es no solo un modelo constantemente imitado por el autor de Fortunata y Jacinta sino mucho más, una obsesión que le lleva a establecer un diálogo intertextual constante con El Quijote. De ahí la apelación final como en la obra cervantina a la cordura: «Impere la verdad, siempre superior a los embustes mejor compuestos y con más arte pintorreados» (Pérez Galdós, 2007: 795).

Y en última instancia -como señala Dolores Troncoso- esta apelación final a la cordura en La estafeta romántica es una verdadera lección estética e histórica acorde con la postura de Galdós a la altura del fin de siglo. Ante el desastre colonial y el pesimismo reinante el novelista postula «no dejarse dominar por la melancolía o la añoranza de los bienes perdidos, ser realista, y trabajar por la recuperación del país» (Troncoso, 2010: 12).






Bibliografía

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