Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Las cerezas del cementerio

Gabriel Miró






ArribaAbajo- I -

Preséntanse algunas figuras de esta fábula


Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en el azul, y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad; y luego le distrajo un fino rebullicio de risas. Volviose, y sus ojos recibieron la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules, blancos, levísimos, aleteaban sobre el pálido cielo.

Se saludaron; y pronto mantuvieron muy gustoso coloquio, porque la llaneza de Félix rechazaba el enfado o cortedad que suele haber en toda primera plática de gente desconocida. Cuando se dijeron que iban al mismo punto, Almina, y que en esta misma ciudad moraban, admirose de no conocerlas siendo ellas damas de tan grande opulencia y distinción. Es verdad que él era hombre distraído, retirado de cortesanías y de toda vida comunicativa y elegante.

-Tampoco nosotras -le repuso la que parecía más autorizada por edad, siendo entrambas de peregrina hermosura- sabemos de visitas ni de paseos. Yo nunca salgo, y mi hija sólo algunas veces con su padre.

Y entonces nombró a su esposo: Lambeth; un naviero inglés, hombre rico, enjuto de palabra y de carne, rasurado y altísimo.

Félix lo recordó fácilmente.



...Ya tarde, después de la comida, hicieron los tres un apartado grupo; y se asomaron a la noche para verse caminar sobre las aguas de luna. La noche era inmensa, clara, de paz santísima, de inocencia de creación reciente...

-¡Da lástima tener que encerrarnos! -dijo la esposa del naviero.

-¡No nos acostemos! -le pidió Félix; y su voz, temblando de gozo, parecía empañada de tristeza.

Ellas le vieron inmóvil, escultórico, lleno de luna. Y la señora, sonriéndole como a un hijo, murmuró:

-¡Cuán impresionable es usted!... ¿Félix? ¿Se llama usted Félix, verdad? ¡Deben emocionarle mucho los viajes!

-¡Oh, sí! Soy muy nervioso. Siempre creo que va a sucederme algo grande y... no me sucede nada; siempre estoy contento, y contento y todo... yo no sé qué tengo que siento el latido de mi corazón en toda mi carne y... lloraría.

-¡Pero, hombre! -dijo a su espalda una voz muy recia, seguida de un trueno de risas.

Y otra delgada voz añadió:

-Estará enfermo, porque si no, ni yo ni nadie entendería eso del latido que dice.

Eran esas palabras del capitán del barco y de un pasajero ancho, que traía la gorra torcida, un gabán muy ceñido y en la diestra los guantes y un cañón de periódicos.

-¡Pero, hombre! -repitió el marino-. ¡A usted le falta estar a mi lado algún tiempo!... ¿qué le parece, señor Ripoll?

Y se fueron apartando.

El jefe del buque era ya conocido, y aun algo amigo de Félix, desde otros viajes que éste hiciera de retorno de Barcelona, donde seguía los estudios de ingeniero. Y el señor Ripoll... Le preguntaron a Félix sus amigas quién era el señor Ripoll.

-Pues un político de Almina, un diputado lugareño... ¡Y yo que iba a decir, cuando se acercaron, que viajar, pensar que viajo, es para mí de emoción de grandeza, de felicidad, de ser muy poderoso!... Y esta noche, por serme ustedes desconocidas, y viéndolas entre ese bello misterio de velos y de luna, me traen la ilusión de la distancia, de lo remoto; se me figura que vamos muy lejos, muy lejos, sin acordarme de que llegaremos pasado mañana a nuestro pueblo, ni de que aquí cerca está paseando el señor Ripoll.

Después se despidieron las bellas viajeras.

-¿Se marchan ustedes? ¿Serán capaces de acostarse como cualquier diputado provincial de Almina?

-Nosotras y usted también, Félix. Toque sus cabellos. Empapados de humedad, ¿no es eso?... De modo que a retirarnos: a su litera, muy callandito, delante de nosotras...

De estos donosos mandados de la señora reía y protestaba la hija.

Y Félix resignose como un rapaz castigado. La obedeció. Y sí que se acostaron, y durmieron muy ricamente.



Abriose la mañana con la gracia y lozanía de una flor inmensa. El barco se había acercado a la costa, cándida de humos de nieblas y de hogares, y rubia de sol reciente y bueno...

Félix y sus amigas se contemplaron con más detenimiento que en la pasada noche; y sintiéronse íntimos, gozosos, comunicados de una gloriosa llama de alegría, de la beatitud de la hermosura del cielo y del mar.

Princesas de conseja le parecieron al estudiante las dos mujeres. Vestían de blanco, y bajo sus floridos sombreros de paja, color de miel, desbordaban las cabelleras, apretadas, doradas, ondulantes como los sembrados maduros. Félix era alto, pálido, y más rubio que ellas; llevaba una azulada boina, y por corbata un pañuelo de seda blanca, ceñido con graciosa lazada de artista o de niño.

Hablaron de ellos mismos, de sus casas. La señora miraba a Félix con curiosidad y enternecimiento. Le dijo su nombre: Beatriz; y el de su hija: Julia.

El de la madre dio a Félix sabor y perfume de mujer patricia y romántica. Parecíale llena de gracia y de misterio, y su palabra más dulce, cálida y sabrosa que los panales recién cortados. No le rindió la usada galantería de que la hubiese creído hermana de Julia, sino que las supuso lo que realmente eran, y que Naturaleza había dado que una maravillosa juventud crease otra melliza, como dos flores de un mismo rosal que, abriéndose en tarde distinta, tienen después la misma fragancia y hermosura.

Beatriz le advirtió con suave ironía:

-¡Ay, no siga, que por allí vienen el señor Ripoll y su amigo el capitán!

Pasaron mucho tiempo distraídos contemplando los faros, que aparecían subidos a los abruptos peñascales de los cabos como columnas de cuajadas espumas, y algunos surgían de la llanura de la costa humildes, mirándose sosegadamente en las aguas.

Félix, tendiendo su brazo, exclamó:

-Ahora me impresionan esas torres blancas y solitarias lo mismo que me emocionó ayer este barco, mirado desde el muelle. Me parecía nave sagrada, y en sus costados, hechos para mis ojos de aquel santo y resplandeciente metal de Corintho de que nos hablan las Escrituras, veía yo copiarse el misterio y rareza de las gentes, de las tierras y de los bosques, cuyos mares habrá hendido con la negra ala de su proa... Pues ahora es la paz de los faros lo que me ilusiona y atrae, los faros que son pedazos de humanidad desamparada dentro del silencio de los cielos y de las aguas... ¡Miren aquel cabo vaporoso, blanco, suave como una ola que se hubiera muerto sin deshacerse, o una nube dormida encima del mar! ¡Y allá, en la tierra, aquella montaña que se levanta desde lo hondo del mundo para coronarse de azul y de sol... y para mirarnos!...

-¡Hombre, por Dios!... ¿Para mirarnos, dice? -le interrumpió el diputado rural.

Félix siguió ardientemente:

-¡Yo siempre codicio estar donde no estoy! ¡Verdaderamente es dichoso el Señor estando en todas partes!... Pero cuando llego al sitio apetecido, no hallo toda la hermosura deseada, y es que lo que antes miraba lo dejo, lo pierdo acercándome. Esa misma sierra, delgada, purísima, cristalina a lo lejos, si caminásemos y fuésemos a su cumbre, acaso nos desilusionase, mostrándose distinta.

-¡Es muy natural! -dijo el señor Ripoll.

-¡Pero es una lástima!... Estar en todas partes, ya no sé si será tan deleitoso como antes imaginaba.

Beatriz y Julia se miraban oyéndole, y le miraban conmovidas de su exaltación.

Sentía Félix que los ojos de la señora le atraían sin tentaciones de impureza, y le acercaban infantilmente a ella y a su hija, encendiéndole el alegre prurito de decirles todas sus emociones y de fundirlas con las suyas, y penetrar en el claustro de sus almas.

De pronto un pedazo de mar centelleó como cuajado de infinitos puñales de sol, como una malla de oro trémula y ondulante. Y cerca, pareció que resplandecían unos alfanjes enormes y siniestros. Explicó el capitán que aquella red magnífica, dorada y viva, la hacían las «agujas», espesadas y huyendo de los atunes, que eran esos peces que asomaban sus corvas espaldas.

Félix, indignado, le dijo a doña Beatriz:

-¿No odia usted esos animales tan gordos, tan voraces, tan feroces?

Le repuso el marino que más feroces eran los hombres, pues aprovechándose de la ciega hambre del atún lo matan clavándole garfios cuando está para engullirse aquellos finísimos peces, y más voraces todos nosotros, que luego nos comemos los atunes siendo tan crasos, y los comemos descansadamente.

Y todavía añadió el señor de Ripoll que sin la furia de los pobres atunes, tan aborrecidos de Félix, no habrían saltado las agujas sobre el mar.

Más que de los atunes, maravillose Félix de la clara lógica del diputado. ¡Ya casi ingeniero, y confesó que no había atinado a decirse esas verdades!



Todo el barco sosegaba. Félix y doña Beatriz contemplaban la noche.

Lejos, las aguas se iban llenando de luna de color vieja y muy triste.

Se asomaron sobre la hélice que despedazaba al mar, dejándole un hondo rugido de espumas que parecían hechas de luciérnagas.

Félix se estremeció; y Beatriz quitose su precioso chal para abrigarle.

-No, no; ¡si no es frío!... ¡Qué impresión tuve al recibir la caricia de sus sedas! ¡Creí que era usted misma, transfigurada en niebla de la noche!

-¡Temblaba usted de frío!

-De frío, no. Temblé porque sin apurarme con tristezas o melancolías de poeta, que no soy, se me mezclan muy raros pensamientos. En cada faceta de luz de las aguas miraba o se me aparecía un rostro, una cabeza de mujer ahogada... ¿No habrá sucedido aquí algún naufragio? ¿Verdad? ¡Se imagina, ve usted los náufragos tendidos entre el mar, mirándonos con ojos devorados, mirándonos!

Ellos, Félix y Beatriz, fueron los que se miraron ahincadamente. Después, al separarse para bajar a su cámara, donde Julia ya estaba recogida, balbució:

-¡Es usted lo mismo que cuando era pequeño!

-¡Lo mismo! ¿Pero acaso me conocía usted?

-¡Mucho, Félix, mucho!... ¡Y también usted a mí!



...Apagábase la luna. El horizonte de la tierra perdíase en negrura de abismo, y dentro temblaba, asustada, la lumbre de un faro.

Solo quedó Félix, entregado a sus recuerdos, y diciéndose torpe, sandio, hasta oír pronunciada su palabra injuriosa como cuenta el señor de Montaigne que le ocurría llamarse.

Y es que sentía en los profundos de su ánima la levadura del recuerdo de la silueta y de la voz de doña Beatriz, que le eran amigas a su corazón, y no lograba llegar al claro origen de este sentimiento. Nada más descubría que el atraerse ahora de modo tan efusivo y repentino, sin tropezar en violencia ni sorpresa, vendría de la escondida virtud de esa amistad de antaño.

Y queriendo excavar en su pasado, se le desvanecía la imagen de la gentil señora y hasta de él mismo entre la azulosa y confusa de su ciudad de entonces, y de huertos, de un trozo de cielo por donde pasaba muy despacio, muy despacio, una línea de aves errantes que se llamaban grullas, según le dijera tío Guillermo; y veía esfumadamente los aposentos de su casa, sus padres, tía Dulce Nombre, criados viejos, amiguitos muertos, tío Guillermo su padrino... Tío Guillermo destacaba, resplandecía sobre todas sus memorias... Pero ¿cuándo, en qué instante debía de aparecer Beatriz?



Retirose a su litera. Llegaba, desde muy hondo, la fragosa palpitación de las entrañas del buque. La escuchó Félix medrosamente, porque le llevó a seguir, a espiar el recio latido de sus sienes, de su oído, de su costado. No lograba dormirse. Se puso la mano encima del corazón. ¿Estaría de veras muy enfermo, como había temido en Barcelona y le contaban que lo estuvo siendo muchacho?... ¡Señor! ¿Se moriría, y lo echarían al mar, y sus ojos huecos, llenos de luna, en estas noches de tristeza romántica, seguirían el espectro de los barcos felices, donde viajan beldades como doña Beatriz y Julia?... ¿Qué pensaba, qué deliraba? Se burló de sí mismo, y quiso aquietarse y reposar; y su infantil angustia degeneró en un sentimiento compasivo. ¡Aunque muriese, no lo sepultarían en las olas, porque Almina estaba ya cerca! ¡Almina, doloroso término de tan peregrino vivir que hasta le hiciera olvidarse de las ternuras de su hogar! Todavía llevaba la carta de su padre, que, sabedor de los asomos y temores de un antiguo mal cardíaco, le pedía que abandonase la preparación de su último curso de estudios, que todo lo dejase y volviese. Y la amorosa mano terminaba su escrito trazando los cuidados y agasajos familiares, y el sosiego campesino en «La Olmeda», viejo, grande y rico solar de los Valdivia.



...Penetraba ya el alba por la redonda lucera de la cámara, a punto que Félix iba adormeciéndose.

Luego comenzaron a difundirse voces de mujeres, y el llanto y alborozo de hijos de los pasajeros humildes. En el saloncito de lectura, que estaba paredaño del camarote de Félix, sonaban cristalinas las risas de las elegantes.

Félix despertó; se irguió rápidamente. ¿Se habría levantado doña Beatriz?

Bañose la cabeza, compuso su traje y salió. Un mozo del comedor le dijo que la familia del naviero inglés había subido al puente, y que allí avisaron que les sirvieran el desayuno.

Beatriz y Julia departían con otras señoras, rodeadas del capitán y oficiales del barco.

Acercose Félix a sus amigas; las vio con los mismos vestidos, los mismos sombreros y tules que la tarde de su llegada a bordo. Y este atavío, y la visión de las torres y de los árboles de Almina, que ya empezaba a prorrumpir de la cercana costa, anticipó a su alma la sensación de la despedida.

Bien imaginaba que en Almina era posible verse, y aun comunicarse con más frecuencia y espacio que en el buque; pero temía Félix que en Almina perdiese esta amistad el delicado hechizo que ahora la sublimaba y quedase menuda, plebeya, con el hastío y pobres malicias que suele haber en el seguido trato de buenos lugareños.



...El barco rasgó en silencio las aguas verdes y dormidas de la dársena, en cuya paz se posaban y bullían las gaviotas, como hacen los palomos en los ejidos. Se alzó una de aquellas aves, grande, vieja, que recibió en sus alas el primer oro del sol; pasó gritando fieramente sobre la mirada de Félix, y perdiose en las magnas soledades del cielo y del mar. Y Félix la envidió.

Su herida, siempre abierta, de ansias de quimeras y aventuras, tuvo pronto dulce mitigación viendo a su padre, que le saludaba enternecido y jubiloso desde la orilla del muelle.

Apenas estuvo atado y quieto el barco, subió el anciano caballero don Lázaro Valdivia, que abrazó y contempló a su hijo muy amorosamente. El cual quiso que conociera a sus amigas. Y don Lázaro, varón sencillo y reposado, las saludó con desabrida ceremonia.

Admirado y pesaroso quedó Félix de tan singular acogimiento. De nuevo se propuso acercarles hablando a Beatriz de modo cordialísimo, para así manifestar a su padre su deseo de amistad. Creía que por serle desconocidas, y por el continente altivo y fastuoso de Beatriz y Julia, había usado don Lázaro de tan secas palabras.

Deshizo el padre todos los propósitos de su hijo llevándoselo del brazo luego de otro saludo breve y frío.

-Tu madre y tu tía están padeciendo por tenerte a su lado. Aquí viene Román, que cuidará de tu equipaje, y nosotros podemos adelantarnos.

-Pero ¿y esas señoras? ¡Yo he de despedirme de ellas!

-¡Ya lo hiciste! ¡Ahora quieres entretenerte! Tu madre subió a la azotea para anticiparse con los ojos tu llegada... ¡Tía Dulce Nombre lloraba de contenta!

Y el señor Valdivia, mesurado hasta en su paso, hablaba y caminaba apresuradamente. Al bajar la escala volviose Félix. ¿Le miraría doña Beatriz?

En las manos de Julia aleteaba un pañolito blanco como un pichón. Beatriz habló allegándose mucho a su hija; y las dos se apartaron, perdiéndose en un espeso grupo dominado por la delgada y altísima figura de Lambeth, recién venido en un ligero esquife de caoba.



...En casa, durante la familiar comida, contó Félix de sus compañeras de viaje, y las alabó ardientemente, ganoso de que prendiera su entusiasmo en sus padres y tía Dulce Nombre.

Las mujeres le escuchaban suspirando, y don Lázaro distrajo la plática.

Este primer día de reposo hogareño pareciole de demasiada lentitud; y, al confesárselo, se reconvenía y exaltaba por su sequedad de corazón. ¡Si es que sólo gustaba de hablar y saber de doña Beatriz y Julia; estaba hechizado, estaba poseído de la fragancia de sus palabras y de toda su hermosura!

A la siguiente mañana buscó la casa de sus amigas. Pasó trémulo de gozo y de timidez. Una doncella extranjera le hizo aguardar en una sala clara, vasta, de sencillo ornato.

Después salió Beatriz y, tendiéndole su mano, dijo:

-¡No le esperaba!

-¿Que no me esperaba? ¡Si yo hubiese venido apenas nos separamos!

Ella sonrió. Le habló de la ciudad. Parecía distraída.

Y él no pudo domeñar su altivez, y levantose nervioso, arrebatado de despecho.

-Pero ¿qué tiene, qué tiene usted, Félix?

-¡Que no es usted como en el mar! ¡Y me da rabia y lástima! ¡Y me voy!

Estremeciose doña Beatriz, inclinó la mirada y dijo dulcemente:

-¡Es tan violento, tan inquieto, tan criatura como su tío Guillermo!

-¿Como mi tío Guillermo? ¿Es que también le conoció usted?

Entonces la bella señora recordó que tío Guillermo fue amigo predilecto de la casa. Muchas tardes traía un niño que jugaba y alborotaba en el huerto con Julita, y este niño era él: Félix.

-¡Sí, sí...! ¡El huerto de la «madrina»! ¿Usted, usted... la madrina?



...Desde esa tarde ya no sufrió rigores de antesala. Sumergiose en el delicioso regazo del cariño de doña Beatriz. Merendaba y retozaba en el huerto con su amiguita de antaño. Y la madre le cuidaba y regalaba, como si todavía fuese aquel rubio rapaz que tío Guillermo llevaba de la mano.

Nada confesó a sus padres, barruntando la enemiga de entrambas familias. Padecía por averiguar la razón de ella, y gustaba de abandonarse a su secreto, cuyas nieblas, y las del apartamiento de la vida de Beatriz y Julia, no dejaban que su amistad se empobreciese y degenerase en la que suelen tenerse los sosegados y maldicientes vecinos de un mismo lugar provinciano.




ArribaAbajo- II -

La mirada


Rendido, Félix dejó hincado el azadón en la tierra. Tenía el cuello y los brazos húmedos y desnudos, y la cabeza nevada de florecillas caídas de los frutales. Desenterró los pies, que sacaron enredadas hierbas y raíces rotas y jugosas, y brincando, zahondando y cayéndose llegó a la suave firmeza de un sendero.

Desde un sombráculo, hecho de higueras domadas hasta ayuntarse redondamente, miraba doña Beatriz el retorno del joven.

-Le avisé que se cansaría pronto; y usted se burlaba, terco y entusiasmado de hacerse labriego. ¿Todavía no sabe cómo es de tornadizo?

-¿Que me cansé pronto? ¡Pero si he cavado medio bancal! Estoy más contento que nunca, ¡y llevo en mis ropas y aun dentro de mi carne olor de campo, de honradez, de salud, de vida primitiva!

-¡Venga, venga aquí, dios campesino! ¡Ay, si su pobre tía Dulce Nombre le viera tan sudado y desnudo!

Sentose Félix en un rubio sillón de mimbres, y doña Beatriz alzose y le enjugó la frente y los cabellos con su primoroso delantal de randas.

-¡Su cabeza es una tempestad de oro! -le dijo maternalmente. Y Félix entornaba los ojos bajo la caricia del fino lenzuelo y de las manos de la hermosa señora, fragante de primavera, pareciéndole recién salida de un baño de zumos de frutas, de flores, de pámpanos y espigas en cierne, de acacias y árbol del Paraíso.

-¡Doña Beatriz, usted no se perfuma como las demás mujeres; usted huele a naturaleza gloriosa, a mañana y a tarde de los huertos!... ¡Es usted mujer pagana y mujer bíblica, Ceres y Zulamita!...

-¡Cuántas lindezas y locuras sabrá decirle usted, algún día, a su elegida!

-¡Ya ve que he comenzado diciéndoselas a usted!

Ella, entristecida, sonrió, y descansó la cabeza en su mano pálida y delgada, y su encendida boca se contrajo amargamente.

Delante del cenador comenzaba una vieja escalera tupida, pomposa de yedras y jazmines, que llegaba a los primeros balcones del edificio espaciándose en solana; y aquí vieron a Julia como una aparición blanca y santísima que les buscaba mirando entre el follaje.

Se apartó Beatriz de Félix, reclinándose en su rústica mecedora, un balancín de ramas cortezosas con respaldar de almohadas de China.

Vino la hija, rápida, infantil. Sus ropas cándidas y aladas, de pliegues de túnica, daban los inocentes resplandores de un mármol lleno de sol.

-¡Ya estoy libre de alemán! -gritaba aplaudiendo-. ¡Casi nada! He llegado hasta el adjetivo... no sé cuántos. Ahora veréis; el sabio: der weise; des weisen; dem weisen, die... ¡no!, den, den weisen... ¡Bueno!

Félix, reduciéndose, doblándose en su crujiente asiento, la envolvía enteramente con su mirada, riéndose.

-¿Te burlas de mí? ¿Qué hiciste tú? A ver tu bancal cavado...

Y sin dejar de increparle salió la doncella de la umbría de las higueras. El astil de la azada relucía en mitad de la tierra de los frutales.

-¡Anda, alfeñique, qué pronto te has cansado! ¡Pero, Señor, si tienes la camisa empapadita, aquí en la espalda y debajo de los brazos! ¡Sécate, abrígate!

-Ya lo hizo, Julia -deslizó la madre interrumpiendo sus cariñosos advertimientos.

Y Félix, volviéndose a ella, pronunció muy despacio:

-Me cuidaron sus manos, suaves y tibias como dos palomas.

Julia los contempló, y luego les dijo:

-¿Por qué no os tuteáis?

Sintió Beatriz una dulce llama en toda su sangre. Y arrebatada y graciosa le repuso:

-Julia: él, es una criatura, y yo he doblado ya el cabo de la Buena Esperanza de la mujer: los treinta años. No sé dónde he leído que Margarita de Navarra cambiaba en las damas de esa edad el dictado de hermosas por el de buenas... ¡Reina más cruel...!

Julia insistió:

-Entonces, mamá, tú eres la que puedes y debes tutear a Félix...

-¡Por Dios, hija, que eso sería envejecerme demasiado! -Y sonrió adorablemente de sí misma.

Julia y Félix la rodearon pidiéndole que accediera.

-Sí, sí, «madrina», hábleme como a un chiquito... Yo gozo tanto queriendo, que... padezco, porque exprimo y entrego mi vida. Pues sentir que me quieren, me es tan delicioso que oyéndolo parece que me duermo y todo, como un rapaz bebiendo del pecho de la madre. Amigos de mi padre, muy graves, desaprueban mi natural; dicen que el hombre debe de ser tierno un momento, pero luego fraguarse y endurecerse. Y eso es confundir la humanidad con la argamasa. ¿Se ha fijado usted en la argamasa, que no cría ni musgo?

Julia y Félix quedaron contemplándose. Doña Beatriz los miró; y, pasando su brazo por la cintura de su hija, la llevó lentamente hasta perderse en la honda bóveda de un viejo parral. Subían las vides retorciéndose a la obediencia de rudos pilares, y en lo alto se buscaban y trenzaban, cerrándose en ámbito recogido y silencioso. En medio blanqueaba una cisterna.

Quedose Félix bajo el techo de olorosas higueras que cernían dulcemente la luz, y sin propósito de examen se recreaba comparando las figuras del precioso dúo femenino. Se imaginaba un príncipe, puesto por eficacia de brujería en este jardín de encanto, gozador de inocentes caricias de hadas buenas, y que luego salía del gustoso cautiverio para mejor comprender estas delicias y desear la tarde, que lo volvía al infantil hechizo. Julia era tan alta como la madre, pero más delgada, con palidez mística de novicia y donaires y alborozos de rapaza; su carne y su alma daban la sensación y fragancia de la fruta en agraz. Beatriz era la fruta dorada que destila la primera lágrima de su miel. Julia amaba las ropas holgadas, claras; parecía sumergida en nieblas y nubes gozosas de horizontes de mañana en el mar. Beatriz prefería los vestidos que la ceñían suavemente, y su cuerpo tentaba por su gentilísima opulencia y contenía el más lascivo pensamiento por sus actitudes de castidad y señorío. La palabra, la risa, el andar y el continente de la doncella eran candorosos y picarescos. La mirada de la madre tenía rápidas centellas; su voz, modulaciones pasionales, y a veces se adormecían y cansaban como después de mucho amor.

Horas de quietud beatísima, de sabrosos coloquios, de exaltación de toda su alma, solaces, vagar y aturdimientos de muchacho, gozaba Félix, por las tardes, en esta casa que parecía olvidada de todas las gentes, aislada, lejos de la ciudad estando dentro de Almina. De tiempo en tiempo llegaba Lambeth, seco, rígido, aciago, sus ojos como dos chispas de ónix, su boca fría como la muerte. Lambeth se apartaba con su hija por un paseo umbroso de castaños de Indias y macizos de lauredos y adelfas. Era un lugar recogido en silencio y tristeza; entre los negros verdores surgía la blancura de algunas estatuas mutiladas; y acostado en el musgo, envuelto de paz, parecía dormir todo un pasado siglo.

Muchas veces el extranjero se marchaba sin haber saludado a su esposa ni a Félix, que conversaban dichosamente bajo los follajes ruidosos del viento y de cigarras, o alborotaban dejando libre el agua de las acequias, que se derramaba por los bancales hortelanos. Porque doña Beatriz había logrado una maravillosa confusión de estilos y ambientes de jardinería y de campo; y después de una avenida romántica y ducal, con sus medallones de céspedes y un abeto solitario y doblado como si esperase la nieve, aparecía la risueña amplitud de la huerta levantina con palmeras y grupos de cipreses que recuerdan los calvarios aldeanos, con frescos rumores de norias y regueras y zumbar de moscas y de abejas y un incendio de sol; al lado de cenadores rústicos y floridos, bancos vetustos con yedras y sombras de cedros; parrales profundos, espesura de olmos, fontanas arcaicas. En los sombráculos, divanes y reposteros de panas y sedas, labradas por las manos de la gentil señora, y en el centro de una plazoleta yerma, un cactus monstruoso, erizado como una araña ferocísima puesta de pie, un viejo cactus-cereus de estupenda rareza, que, según Félix, se parecía a un hombre flaco y hosco; y mientras sus amigas se reían de la semejanza, él se acordaba de Lambeth.



...El grito de un pavo real le despertó. Cerca de las higueras pasó Julia; después, su padre leyendo un periódico muy grande. Saludó a Félix, y la dentadura del inglés brilló como una daga rota, y sus lentes resplandecieron, y fue su mirada lo mismo que si la hubiese dado el llamear del oro y del cristal, sin pupilas.

Félix buscó a doña Beatriz. Estaba sola junto a la cisterna. Un haz de sol descendía entre los pámpanos hasta la frente de la mujer. La vio muy pálida, abandonada, contristada... Y Félix perdió la quimera de imaginarse niño y príncipe hechizado en la molicie de perfumes y caricias, y hallose fuerte, mayor que ella, custodio de ella...

Sonrieron. Y no se atrevieron a mirarse ni hablarse; y padecían en el silencio; y para no confesarse la turbación de sus almas, se asomaron a la cisterna. Estaba el agua somera, clara, inmóvil, llena de júbilo del cielo y de las parras. Apareció copiada la rubia cabeza de Félix, y luego doña Beatriz asomada a sus hombros. Y ¡oh, prodigiosa visión del limpio, fresco y deleitoso espejo!, Beatriz se veía pálida y aniñada como su hija; y la mirada que antes no osaron darse, la recibieron entrambos tan fuerte y seguida dentro de la guardada agua, que creyeron rizado y roto el natural espejo, y fueron ellos los que se habían conmovido apasionadamente.




ArribaAbajo- III -

Doña Beatriz cuenta de Guillermo. Pasa el espectro de Koeveld


Pensaba Félix que el entristecimiento, los ideales, los raptos y ansiedades del héroe, del santo, del sabio, acaso tendrían su principio en un desposeerse de lo presente, en alejarse de sí mismo viéndose entre un humo o vapor luminoso de gloria, de infortunio, de infinito, dentro de un pasado remoto, inmenso; envueltos en un mañana sin límites, perdido, olvidado o malquerido el pobrecito instante de lo actual. La augusta serenidad divina emanaría de no salir nunca del Hoy eterno. Y seguía diciéndose Félix que él, tan aturdido y espléndido de alegría cuando la vida se le deslizaba sucesivamente, pasaba a una ansia insaciada y misteriosa, quizá enfermiza, recordando lo pretérito o fingiéndose lo no llegado o desconocido en tiempos, tierras y placeres. ¿Era esto prender alas a su ánima, ennoblecerse, sublimarse? Pues siéndolo, ¡Señor!, confesaba que, lejos de probar el altísimo goce que viene de pulir nuestro espíritu, el suyo padecía y se apagaba.

¡Cuánto no sufrirían los héroes, los místicos y genios! ¿O es que el sufrimiento cerca y penetra vorazmente a los que no pertenecen a esas elevadas estirpes y lo desean, originándose la casta infortunada de los artistas, infortunada por ese perpetuo tránsito del dolor al goce, por ese hundirse en lo pasado embriagándose de su rara y santa fragancia, y el perderse en lo no visto, queriéndolo tener, siendo nada, y no gozar la realidad viva y sabrosa?

Y aquí llegaba Félix en su pensamiento, cuando le asaltó la risa. Calló. Y volvió a reírse largamente.

Apareció doña Beatriz; miró asustada por todo el gabinete; y al cabo balbució:

-¡Qué miedo tuve, loco!

-¡Miedo! ¿Pues qué hice, «madrina»?

-¿Qué hiciste? Sabía que estabas solo, que en todo este piso no había nadie; y, de pronto, sonó tu risa... ¡Olvidé que Guillermo tenía, algunas veces, tus rarezas...!

-¡Mis rarezas!... ¡Guillermo! Siempre me compara usted con tío Guillermo. En casa también...

-¡En tu casa! ¿En tu casa también?

-Sí. ¿Tanto me parezco a mi padrino?

-¡Mucho, Félix, mucho! -Y como doña Beatriz se retiraba diciéndolo, sus palabras se oían veladas y tristísimas.

«¡Rarezas!... ¡Pero si me reí de mis pobres ideas! ¿A qué venía ese ayer y ese mañana y el hoy divino y humano, y aquello del sabio, del santo, del héroe y del genio, con toda su niebla o vapor azul y luminoso de la gloria y de lo que está lejos; y entristecerme y desbordar de mí mismo...?».

Y todos estos menudos soliloquios, quizá se los motivase el no hallarse en el huerto, subiéndose a las parras, inquietando a los jardineros, a Beatriz, a los gorriones; entrándose descalzo por la alberca; estas imaginaciones tal vez se le adueñaban porque estaba en este aposento perfumado, suave como un estuche de joyas, y porque presenciaba preparativos de un viaje, y había oído que se cerraría esta casa, torre de marfil, mansión dorada y placentera de su vida... Sí; debía de ser lo romántico y tibio de la sala y la inquietud por la pérdida del gustoso retiro lo que le inducía a fingirse sediento y atormentado de idealidad...



De nuevo vino doña Beatriz. De un cofrecito de palosanto sacó encajes y cintas y sedas. Consultaba muestrarios y dibujos.

Doña Beatriz no vestía, esa tarde, según su estilo predilecto, de trusa y falda lisas, que revelaban castamente sus firmes y peregrinos contornos, sino sus ropas de mañana, blancas y delgadas como cendales, ropas de indolencia que piden cuidados exquisitos para traerlas señorilmente, y, con ellas, hasta una mujer briosa y fuerte puede suspirar llena de gracia: «¡Estoy tan cansada, tan enferma!». Sus cabellos opulentos, de un apagado oro, los llevaba recogidos con sabio artificio de abandono, de tanto donaire que hacía pensar en las rosas que desmayan y parecen que van a caerse deshojadas del búcaro; y el olor de zumos de frutas y de flores que su carne exhalaba, creía Félix percibirlo ahora pasando entre esencias de intimidades de armarios y tapices preciosos, como si fuese de una brisa de tarde campesina recibida desde una estancia abrigada y suntuosa. Todo el ornato de ésta era de blancura: los doseles, la alfombra, los sillones y espejos. La luz, tamizada por los bordados tules de los vanos, hacía más pálidos los brazos, el cuello y las mejillas de doña Beatriz...

-No se afane, no trabaje más, «madrina». Cuénteme, hábleme de tío Guillermo...

-¡Que yo te hable! -Y le miró dentro de los ojos.

Y Félix se dijo: «Me ha mirado en lo hondo de mi vida; estamos cerca, y mi alma no ha padecido turbación. Y es ella misma la que sonríe y me cuida y juega conmigo en el huerto. Y una tarde, su mirada llegó a mí desde el frío del agua; y ella me pareció desconocida, y los dos nos estremecimos...».

Beatriz murmuró:

-¿Por qué no te hablan tus padres y doña Dulce Nombre? ¿Qué te dicen ellos de tío Guillermo?

-Ni mi madre ni tía Dulce Nombre me cuentan más de lo que yo recuerdo de la figura y de la voz de mi padrino. Me comparan con él por lo alegre y abandonado. Mi padre sólo me ha dicho que su hermano murió trágicamente. Debió de amarle mucho, porque algunas veces, al nombrarlo, desfallece su palabra, y llora.



Estaban sentados en butaquitas de terciopelo, cuyos dorados pies, labrados en filigranas, se copiaban en las losas de mármol. Les separaba una arcaica consola, y entre los candelabros, bajo el muerto reloj de oro, un cáliz de Bohemia esparcía el delirante aroma de una florida rama de naranjo.

Nunca se habían hallado en este recogido aposento de tan augusta pureza. Miraba Félix a doña Beatriz, y se imaginaba acompañado de Julia o le parecía que él y la gentil señora retrocedían al pasado permaneciendo él según actualmente era. Entraba la visión del huerto por las claras sedas de las cortinas, y se lo figuraba muy remoto, muy hondo y viejo. Hasta se contempló a sí mismo, y decíase que era él, pero después de haber gozado y sufrido intensa vida; creíase rendido de apurar sus secretos y elegido para empresas de audacia, de grandeza y de amor.

Su alma era como una delgada ánfora llena de melancolías, abierta por una mano invisible, y el encerrado vino de la cepa madre de la ilusión se vertía, mezclando su ranciedad, fuerte y dulcísima, entre la sangre y los nervios de Félix. Imaginaba lo pasado y el mañana en bella esfumación de horizonte vago y callado de cuadro antiguo; y ya no se rio, no hizo burla de su quimera... Y pareciole que tío Guillermo emergía de la suave penumbra...

Entonces, oyó a doña Beatriz, que decía:

-Era Guillermo alto y delgado como tú, pero más rubio, y sus ojos más verdes que los tuyos. Brotaba en su alma una fuente de alegría siempre renovada, bulliciosa, limpia. Pero cuando se reclinaba en una butaca y quedaba silencioso, inmóvil, soñando, parecía, como tú, entristecido, desgraciado, y su palidez de alabastro transparentaba enajenaciones de místico y de aventurero. Lo mismo que estás, lo mismo que te veo, lo he tenido y he visto muchas veces... ¿Qué sois? ¿Qué tenéis de funesto, de glorioso, de trágico, de misterioso en vuestras frentes de hostia?

Beatriz venció un sollozo. Y Félix creyose una estatua, y llegó a sentir el frío hondo y fino de su mármol. ¿Sería el desventurado tío Guillermo que se le abrazaba por debajo de la piel y de la carne a sus huesos, a sus entrañas?

-...Le conocí en mi viaje de bodas, hace veinte años; yo tenía, entonces, diecisiete. También nos encontramos en un buque. Íbamos a Ceylán, para presentarme a los padres de mi esposo. Creí a Guillermo un poeta, un artista rico y glorioso que atravesaba el mundo sediento de pasiones; en su frente, en sus ojos, en su boca tenía la ingenuidad y el desdén de un Byron. Pronto fue nuestro amigo predilecto, como lo fuiste tú cuando regresábamos mi hija y yo de un viaje de placer de Barcelona. Lambeth quería que yo aprendiese el inglés en demostración de sumiso cariño al hogar británico de sus padres, trasplantado a aquella isla, que yo me fingía de cuajada de piedras preciosas. De mis lecciones secas, interminables, apiadose Guillermo, y para aliviarme, burlaba y hablaba locuras; y cuando Lambeth se enfurecía, Guillermo le trazaba negocios fabulosos, empresas lisonjeras de logro. Era verdaderamente un mago; era que Guillermo había leído en el corazón de Lambeth toda su codicia. La última noche de travesía le conté, como una hermanita desgraciada, la historia de mi casamiento. Mi padre fue un rico minero de Almería, demasiado sencillo y andaluz. Un director extranjero de cualquier Sociedad o Compañía de minas, era para él la suma de todas las virtudes y grandezas. Apareció Lambeth, terco y audaz en los negocios. Y mi pobre padre le entregó su confianza, su hacienda, ¡y a mí! Yo fui a las bodas con mucha ufanía, y pronto supe mi engaño... Y llegué a Ceylán sin conocer apenas el inglés. Mi marido se enfadó; y tu padrino se rio como un muchacho...

En Colombo sólo le vi una tarde, vestido de oriental... Pasados diez meses volvimos a encontrarnos en París. Salía yo siempre escoltada por Lambeth y un holandés, albino y gordo como una olla de manteca; se decía dueño de mucho caudal. Hablaban de asociarse; mentaban cifras, cargamentos. Subían al coche, de regreso al hotel, embriagados de cerveza; y entre sus frases de logreros, percibía otras que me avergonzaban; mientras Koeveld, que así se llamaba el camarada de mi marido, se reía produciendo un pastoso ruido con la lengua y miraba como un truhan mi pecho y mi cintura... Lambeth palidecía estremecido de rabia; pero por cobardía, por tentación de los millones que Koeveld ofreciera para sus empresas, y por frialdad, Lambeth no reprimió tanta insolencia y bajeza. Y una vez les oí que yo era hermosa y mi cuerpo lleno de tentación, pero que no tenía gitanería...

Beatriz y Félix se miraron y sintieron vergüenza.

Ella, sonriendo, murmuró:

-Son muchos los extranjeros que buscan en las mujeres españolas, singularmente en las andaluzas, algo, yo no sé, algo picaresco y lúbrico, que Lambeth expresaba con esa palabra. La repetía el holandés babeando; se alzaba dentro del coche como para hacer alguna danza, mirándome, mirándome; pero se derrumbaba en los almohadones, conmoviéndosele su grosura, y todo el carruaje vacilaba recrujiendo... El cochero se volvía y me miraba riéndose, torciendo la boca con un gesto de rufián... ¿Qué tienes, Félix?

Félix le besó las manos.

Beatriz lloró calladamente... Después, tranquilizada y alentada, contó la aparición de Guillermo. Fue en el hotel. Viéndolo perdió el miedo que le daba Koeveld, cuyos profundos ojos huroneaban todo su cuerpo como hacía en la mesa al engullir los tasajos. Hasta Lambeth y el holandés parecieron ennoblecidos con la presencia y compañía de Guillermo, el cual, por compasión a Beatriz, uniose a los propósitos de aquellos mercaderes; y los dominó, los fascinó con su palabra de luz. Dieron obediencia a todos sus designios; y fundaron un comercio fastuoso de lo más preciado y raro que el viejo Oriente produce. Allí había maderas labradas de cedro y sándalo, muebles de nácar, ámbar, esmaltes; redomas con agua y peces de ríos sagrados; de Arabia y Etiopía los perfumes, gomas y ungüentos de flores, telas brescadas, el marfil y el ébano; de la India y China, las pieles de zapa, almizcles, cardamomo, galanga, conchas de tortuga, arneses de caballo; vinos de Armenia; cañas de Tylos.

En los crepúsculos dejaban que los hondos salones se alumbrasen con las llamas de los braseros y chimeneas. Los olorosos humos cercaban y enloquecían a la muchedumbre de galanes y damas de la aristocracia de la sangre y del pecado. Guillermo, entonces, llegaba a las más grandes audacias y locuras: despedazaba troncos de sándalos y los tiraba a los encendidos hogares; volcaba en el fuego de los trípodes urnas enteras de perfumes. Lambeth gemía maldiciéndolo en silencio. El holandés quiso, una tarde, impedir esa perdición de los almacenados tesoros, y Guillermo gritó delirantemente: «¡Los sándalos o tú!», y lo empujó a las llamas. Beatriz le pidió angustiada que lo soltase, y Guillermo lo dejó murmurando: «¡Es verdad, olería demasiado a sebo!». Koeveld, muy pálido, lento, siniestro, desapareció entre estofas y armas resplandecientes. Acercose Guillermo a ella, y sonriendo le dijo: «¿Ha creído usted que hubiese yo quemado al oso?». Beatriz le miró ansiosa, rendida, poseída por la mirada de aquel hombre.

-No sé, aún no sé -exclamó Beatriz cruzando las manos como si orase- lo que para mí era y significaba tu tío Guillermo. A ti, Félix, nada más te he visto en esta vida de ciudad humilde, tan recogido y sencillo; y te imagino en vida aventurera, y, sin transfigurarte, eres como Guillermo. ¿De todos los hombres, de todos mis recuerdos de todos los hombres, os ofrecéis vosotros como figuras milagrosas de hombres arcángeles!... ¡En vuestras frentes, en vuestros ojos, en vuestros labios, en el andar y erguir la cabeza ladeándola, yo no sé qué tenéis de excelsitud y de tristeza divinas!... Cuando me miró Guillermo aquella tarde penetraron sus ojos en mis entrañas, fervorizó dichosamente mi sangre y latía mi pobre vida según la pulsación de la suya, que transmitía mirando. «Beatriz, ¿ha creído usted que hubiese yo quemado al oso?». Le dije que sí. Y te juro, Félix, que abrasado Koeveld por Guillermo no me habría parecido maldad, sino el sacrificio de una res ofrecido por un héroe. Guillermo rio inocentemente como un niño, y añadió: «Matarlo, todavía no. Sería asqueroso. Sólo quiero que la deje, que los deje...». Llegaba el instante de iluminarse los salones. Las luces estaban encerradas en fanales rojos y morados que hacían centellear siniestramente la pedrería de las armas, de los marfiles y estofas. No vino el hermoso tránsito de la iluminación, sino el angustioso de un incendio... ¡Cuánta ferocidad presencié! Guillermo nos salvó, y entre las llamas sonreía, gritando: «¡Ha sido Koeveld el incendiario!».

-¿Murió mi padrino? -exclamó Félix estremecido y blanco de ansiedad.

-Entonces, no. Humeante, con las manos llagadas, perdiose en París buscando al holandés. Nosotros, mi esposo y yo, regresamos a España. Y aquí en Almina, con el caudal heredado de mi padre, se estableció Lambeth y alcanzó la fortuna que tenemos. Nada sabíamos de Guillermo, y si alguna vez lo nombraba yo, Lambeth comentaba el recuerdo menospreciándolo fríamente. ¡Qué aborrecimiento, Félix, podéis hincar vosotros en algunas almas!... La mañana de fiesta santísima para mi vida, que le quité a Julita los pañales y le puse sus primeras ropitas cortas, presentose inesperadamente Guillermo en ese mismo huerto que tanto te agrada. Traía un niño, tan rubio y blanco que de dentro de sus cabellos y de su carne parecía exhalar una luz de estrellas. Ya te dije que ese niño eras tú, Félix... Guillermo te enseñó a llamarme «madrina». Muchas tardes os tuve a Julita y a ti juntos en mi regazo, mientras él me contaba sus andanzas, su nomadismo genial, sus juegos con la muerte... Hablaba mucho de la muerte siendo él llama de amor y de vida. Como tú, la veía en el reflejo de la luna, dentro de los estanques y del mar, en las nubes de los ocasos, en las siluetas de las montañas y de los árboles... ¡Oh, Félix, no hables, no la veas más como una amada, que se me figura que sois predestinados y tengo miedo de ser yo quien llegue a pensar en tu muerte lo mismo que imagino la de Guillermo...!

Entonces, Félix sintió un apresuramiento helado de su sangre y escuchó los pasos de otra vida, llegada del misterio, caminando encima de su alma. ¡Señor, él también padecía la visión de la muerte en los vivos... ¡Niños, viejos, mujeres placenteras, Julia, doña Beatriz, a todos se los representaba muertos, con las manos cruzadas sobre el vientre! A su mismo padre lo había visto y se le torcía el corazón de angustia por librarse de este mal de espectros. Era un instante de intenso padecer. Y ahora las palabras de Beatriz le removían esa ilusión fatídica; y parecíale que tío Guillermo se abrazaba a él, dejándole el alma señalada de frío...

Quedó doña Beatriz contemplándole; él le pidió que dijese toda la historia desventurada, y ella, con voz cansada y conmovida, prosiguió de este modo:

-Guillermo pasaba temporadas en «La Olmeda». Aún la habitaba su hermano Pedro, el «Santo», según le llamaban las gentes por su mucha austeridad y devoción. Los patricios de Almina, estas buenas familias enriquecidas con salazones, y las gentes humildes, todos murmuraron de mí, creyéndome culpable de amor. Mi marido sabía mi pureza; yo, en cambio, estaba enterada de sus vicios, y como nunca nos quisimos, aprovechamos gustosos esas pobres malicias y nos separamos también externamente. Lambeth se trasladó al edificio de su despacho de naviero y almacenista. Le veía cuando visitaba a Julia, y sólo estuvimos juntos durante dos viajes a Alemania. Sospecho que me llevaba por convenirle presentarme en otros hogares de banqueros.

Un año permaneció Guillermo en Almina. Tu padre, tía Dulce Nombre, todos los hermanos le solicitaban que se resignase ya a una vida quieta. Negábase él, riendo y trazando nueva peregrinación. Le auguraban grandes males. Todo me lo contaba Guillermo, haciendo cariñoso remedo de los avisos de su hermana Dulce Nombre, que le decía las mismas palabras que a ti: «¡Ay, hijo, esa alegría tuya, ese no meditar nada, no sé, no sé!... ¡Quiera el Buen Ángel!...».

Sí; los mismos lamentos y amonestaciones escuchaba Félix. ¡Qué rara y fatal mixtura de sencillos agoreros, de místicos febriles, de caballeros poetas y vagabundos, de hidalgos mesurados y sedentarios, habían sellado espiritualmente su linaje!

-...Vino la primavera; y Lambeth decidió que fuésemos a Alemania, a esa magna región del viejo Brocken, que Heine describe en un libro que tú me leíste. Yo, sin perversidad, sin querer avivar las inquietudes, las ansiedades de nómada y artista de tu padrino, ¡oh, te lo juro, Félix!, le hablé de nuestro viaje, y Guillermo quiso venir y pisar la cumbre del monte de los abetos, y ver el romántico valle de la princesa Ilse... En aquel paisaje sagrado, que pronto quedaría ungido de sangre de un hermano ideal, sólo vi y hablé a Guillermo una mañana. Lambeth no estaba. Nos prometimos excursiones atrevidas, solitarias, a los lugares cantados por Goethe. Después me acompañó hasta los primeros cedros de nuestro hotelito. Seguí yo sola; y junto a los setos que lo cercaban, de los macizos de lilas apareció un hombre que se me fue acercando muy despacio; sonreía ferozmente; sus mandíbulas y toda su cabeza parecía de un solo hueso azulado, brillante, grasiento. Era como un hombre desollado que se riese. ¡Qué espanto y qué asco! Grité. Me socorrieron los de la casa, y el aparecido huyó...

Beatriz se retorcía las manos y sollozó. Félix la miraba angustiadamente.

-...Por la noche llegó mi esposo. Sirvieron el té, y mientras lo tomaba sonreía como el espantoso hombre de la mañana. Después pronunció mi nombre; su voz era blanda, fría, húmeda, parecía salir de una ola siniestra que se abriese; y de improviso murmuró: «Los dos están muertos; los he visto en la orilla del camino. Guillermo tenía el cuello mordido. ¿No le llamabais el «oso» a Koeveld? Pues el oso ha mordido a Guillermo, y el oso también ha muerto: él mismo se ha degollado».

Félix gritó, enloquecido de rabia y de dolor. La brocadura de la fiera le desgarraba a él su costado. Beatriz tuvo miedo de la mirada intensa de aborrecimiento que le dieron sus ojos.

-¡Félix! ¡Félix!... ¡¡Así me miras!!

Temblándole la boca, silbándole el aliento, balbució Félix:

-A usted, no; toda mi compasión es para su vida. ¡Mataré a Lambeth!

-¡No tiene culpa, no tiene culpa! -gimió la mujer desventurada-. Koeveld buscaba también la vida de mi esposo, y acaso la mía. ¡No le odies injustamente por ese crimen como... tus padres y toda tu casa me maldicen y aborrecen!



Estaba acabándose la tarde. En el huerto se recogían cantando los gorriones. Llenábase el aposento de fragancia de magnolias y acacias.

Doña Beatriz avanzó hacia las ventanas para recibir la felicidad de la luz del crepúsculo, que parecía deshilarse sobre un monte zarco y remoto.

-¿Ha muerto, de veras ha muerto Koeveld?- gritó Félix horriblemente.

Ella volviose y rindió su cabeza. Luego, apagándose su palabra, repitió su lamento:

-En tu casa me odian culpándome del martirio de Guillermo. ¡Júzgame tú, Félix! Ni fui pecadora de amor. ¡Oh, pecado de amor cometido por Guillermo! ¡Antes de presentir que pudiera inclinarse a quererme, lo mataron!

Abrió los cristales y salió al crepúsculo. Y Félix percibió un grito convulsivo y roto:

-¡Koeveld, es Koeveld, míralo!

Los recios balaustres se estremecieron por el acometimiento de Félix. Bajo las últimas palmeras de la silenciosa y ancha calle se alejaba una bella mujer; detrás caminaba un hombre alto, craso, pálido, cabeceando pesadamente.




ArribaAbajo- IV -

Hogar de Félix. Estrado de amor


Hundido en una vieja butaca de cordobán, escuchaba Félix, muy risueño, la menuda y amorosa plática de su padre. Y no pudiendo seguir atado a tan largo silencio y quietud, alzose, miró al anciano de modo dulcísimo, y con suave ironía le dijo:

-Lo que hasta aquí me has dicho «son documentos que han de adornar mi ánima»; ahora sepamos los que han de servir para ornato y salud de mi cuerpo.

Don Lázaro amohinose mucho, y no quiso proseguir.

-¡Si es que tu predicación -exclamó el hijo- me trajo el recuerdo de los consejos del señor don Quijote a su criado! ¡Por Dios, no parece sino que emprendo un viaje a las Indias, para necesitar de tantos avisos!

-¡Todavía son pocos, que eres alborotado y distraído como no te quisiera! Y dejando bromas, he de repetirte que, para llegar a «La Olmeda», pasarás por Almudeles.

-Si ya lo sé; he de pernoctar en Almudeles.

-Pasarás por Almudeles... y déjame que acabe. En Almudeles vive mi primo Eduardo. Desde tu regreso ya conoces la petición que me hace: «mándame a esa criatura, y yo te la curtiré en la hacienda, que después no la conozcas de ancha, maciza y sana». Pues ya que no vas a su campo, sino al de tía Lutgarda, me parece ingratitud y descortesía que sólo te detengas en su casa para dormir...

-Entonces iré a una fonda. Da lo mismo...

-Pero si lo que yo quiero es que te quedes a su lado algunos días, una semana, al menos.

-¿Una semana?... ¡Una noche y gracias! ¿No te parece?

-¿Qué ha de parecerme?

Volvió Félix a su profundo asiento; movió los hombros, y murmuró pasmado:

-¡No lo entiendo! ¿Qué maravillas guardará Almudeles, ni qué empresas habré de acometer en ese pueblo capaces de interrumpir un viaje que todos queréis precipitar?

-¡Si no es Almudeles; es tu tío Eduardo!

-¿Qué tendrá tío Eduardo?

-¡Por Nuestro Señor, Félix! Pues qué, ¿no conservas recuerdos de él y de tu prima y de doña Constanza, también algo tía tuya, y de Silvio, su hijo?

-Yo apenas les conozco... Pasé un verano en su heredad siendo muchacho; por fuerza be de resultarles un huésped ceremonioso.

-¿Huésped ceremonioso, dices? -gritó don Lázaro. Y arrebatado de fierísimo enojo dio con su puño tan recio golpe en el vetusto escritorio de caoba, que derribó las plumas del cuenco de plata de la escribanía, donde descansaban, y estremeció las vidrieras del aposento, que resonaron como bordones heridos.

Levantose Félix y lo abrazó riéndose.

-¡Todo, todo os lo consentimos menos reñir y enfurecerse! -Y besaba la pálida y alta frente del padre, cuyos cabellos lacios, de noble blancura, plateaban intensos bajo la encendida lámpara de aceite; redondo, ancho y generoso lampión de refectorio o de hogar de residencia campesina, más que de estudio de hombre tan rico y autorizado como don Lázaro Valdivia-. ¡Qué frente tienes! ¡Augusta como una cúpula!, y deja suavidad y olor de santo, de ala de palomo blanco, de árbol grande de ribera... ¡qué sé yo!... Y huele a padre, a ti; es fragancia tuya nada más...

-¡Félix, Félix, déjame! -gritaba don Lázaro.

-...¿Te has fijado en el aroma de tus sombreros, en donde ciñe tu cabeza? Es el mismo de tu frente, ya apagado, ¿verdad? ¡Olerlo da alegría y tranquilidad! ¡Que lo diga, que lo diga mi madre! -Y gozosamente la llamaba.

Afanábase el señor Valdivia porque no se le fundiera la gravedad de su continente, pero dentro de su alma cantaba una inmensa y bendita aleluya de amor. Y para reprimir la risa, apretaba las mandíbulas y esclavizaba la mirada a la espantable labra del león de bronce de la escribanía.

-¡Te harás daño si sigues mordiéndote! -le avisó su hijo.

Y entonces sonaron mezcladas las dos risas, grandes, ruidosas, de íntima ventura.

-¿No te gustan y te remozan estas pendencias, que nos igualan hasta parecer dos muchachos, dos amigos, tú ¡claro!, mayor que yo?

Pasó la madre seguida de tía Dulce Nombre para saber la venturosa contienda.

-¡Esa tu eterna alegría!... Quiera el Buen Ángel... quiera el Buen Ángel...

-¡Quiéralo siempre, mi santa tía antañona! ¿Pero qué ha de querer, que nunca lo dices?

-¡Yo no sé, no sé -rezongaba doña Dulce Nombre-; pero esa licencia que hoy estilan los lujos con los padres, siendo aquéllos tan mozos, no sé...! Recuerda, Lázaro, nuestra severa crianza. Antiguamente...

-¡No es licencia! -le interrumpió, alborozado, Félix-. ¡Toda estás llena de augurios y pesadumbres! Hace dos siglos también hubieras dicho, amonestando a algún sobrino: «Antiguamente...». ¡Tú que siempre has vivido como una bienaventurada, creíste con demasiado rigor todas las palabras de la salve: «A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas...»! ¡Ea, pues, señora tía, que los verdaderamente afligidos giman y lloren, pero ni tú ni yo lo somos!...

-Félix, Félix; deja en paz a tía Dulce Nombre, y no hagas donaire con lo sagrado -dijo don Lázaro, y requirió papel, y sumergió la pluma en el pocillo de tinta de un talavereño, que el tintero de recio y tallado cristal de la escribanía nunca perdió su original limpieza.

Félix tomó las sequizas manos de la piadosa señora doña Dulce Nombre, y se entretuvo contando las encendidas huellas de los sabañones padecidos. Y murmuraba: -Doce, trece, catorce... dieciocho... ¡Infinitos, tía! ¡Válgate el Buen Ángel!

La madre, delgada, menuda y descolorida señora, le reprendía blandamente.

Acabó don Lázaro su escrito; fue posando la pluma encima de cada palabra. Luego hizo un adusto visaje y rasgó la hoja. Era el telegrama anunciando a tío Eduardo la salida de Félix. Y al saberlo, éste exclamó:

-¿Y lo rompes porque te pasaste? Toda la vida es un padecer, ¿verdad, doña Dulce Nombre?

-Lo rompo porque no aproveché las quince palabras.

El señor Valdivia usaba y obedecía cabalmente el derecho y obligación, que todo es hábito en la vida, y adquiriéndolo en lo grande y en lo menudo, es fama que se alcanzan las más altas y costosas virtudes.

Pues el señor Valdivia rehízo el parte y lo leyó. Las mujeres inclinaron las cabezas, asintiendo.

Después, don Lázaro y su hermana conversaron de «La Olmeda», lugar de su infancia. ¡Cuántos eran entonces, Señor! Las noches estivales se les permitía un rato de alborozo en las inmensas eras, ante la vigilancia de los padres, que se sentaban bajo el ancho soportal, rodeados de criados y labriegos. Los gritos de los muchachos venían repetidos de lo hondo de los montes que subían negros y pavorosos detrás de la vieja casona. Entonces, Guillermo les contaba que sus voces las devolvía el eco, y que «Eco -decía con grave daño de la ninfa helénica -era un hombre cubierto de lutos que salta por los breñales y transpone los collados, y lleva en sus entrañas la voz de todas las criaturas, y les responde siempre; y cuando una muere, siente el Eco un trozo de muerte, y cuando todas se acaben, él solo dará una gran voz que no será oída de nadie, y se deshará lo mismo que la niebla...». Los hermanitos quedaban pasmados mirando los fantasmas de las sierras. Los grandes, sonriendo de burla, lo escuchaban con embelesamiento y miedo... Y de esos seis niños tan unidos, tan felices bajo las frondas de los olmos, quedaban ellos, Lázaro y Dulce Nombre, aquí, y Lucía, que peregrinaba con su cíngulo de penitencia y caridad por los hospitales de la India. Los demás, ¡cuán distintos habían sido en vida y muerte! Pedro, el primogénito, el heredero de «La Olmeda», adornado de raras virtudes, dejó, al morir, fragancia de santidad. Luis, un químico audaz, hosco y sabio, se abrasó los ojos y las manos en su infernal estudio. Y Guillermo, el predilecto de todos, corazón aventurero, ascua de ideales, acabó asesinado en misterioso y espantable lance de amor.

¡Nuestra Olmeda! La vieja Olmeda, ¡qué silenciosa, qué remota y postrada se les aparecía!

Y los dos hermanos quedaron contristados, con la mirada humedecida y levantada, viendo en su memoria el amado y santo paisaje natal. Doña Dulce Nombre balbució:

-¡Y Posuna! ¿Te acuerdas de Posuna, el pueblecito de nuestra iglesia, con su cementerio rodeado de cerezos?

-¡Es verdad; Posuna! -gritó Félix-. ¡No lo pensé! Haciendo un rodeo en diligencia puedo llegar a Posuna, y de aquí a «La Olmeda» sin el temido paso de Almudeles. ¡Es que guardo un desabrido recuerdo de la hermana de tío Eduardo! ¡Acordada la ruta por Posuna!

-¡Félix, por María Santísima! -clamó el padre.

-¡Félix, Félix! -amonestábale la madre.

-¡Válgame el Buen Ángel; nunca hay sosiego! -gemía doña Dulce Nombre.

-¡Yo me arrepiento de mi pecado! -dijo Félix; y riendo besó aquellas abatidas cabezas, y salió, mientras la tía Dulce Nombre suspiraba compungidamente:

-¡Esa su eterna alegría, no sé... no sé!...

Al pasar por la contigua sala, que estaba apagada, recibió Félix la visión del mar, quemado de luna grande, redonda. Ardía en las aguas un óvalo de luz rizada, muy pálida. Por el ancho cielo viajaba un humo tenue que cerca del astro vislumbraba como el nácar. La noche llevó muy remota la mirada de Félix, y le quitó de su alma la ruidosa alegría, dejándole un goce recogido del silencio y belleza...



Atraído por la inmensidad abandonó las ventanas, tomó su sombrero y salió. En el ambiente parecían derretirse los perfumes de hierbas y flores de renovadas juncieras; olía, también, la noche a mujer hermosa, a doña Beatriz, que Félix se imaginaba más desventurada, más entristecida y pálida que nunca.

Bajaban hacia el mar, blanco y quieto como un lago nevado, grupos de gentes placeras y regocijadas. Otros, iban a los huertos del contorno, que alumbrados de luna eran todos jardines de encantamiento o huertos santos como el de Getsemaní, y de día mostraban la pobreza de sus tierras sedientas, que llevan cebadas y arvejas mustias, alguna higuera retorcida, como maldita, y junto a las balsas verdes, lamosas, y los aljibes, cegados de piedras y ortigas, sólo florecen los geranios, gordos, rojos, de fuego.

Y las gentes, ebrias de la olorosa noche, que ellas no contemplaban, cantaban y brincaban mirando sus sombras lo mismo que los chivos enardecidos. Cruzáronse con Félix, que les dejaba, sin darse cuenta, una sonrisa de dulce lástima de hermano; y las buenas gentes no la recogían y retozaban muy contentas porque acaso llevaban cestos con guisos sabrosos, vino espeso y pan de reciente cochura para cenar en la escollera.

De lejos venían brisas de música de un paseo costanero; y allí flotaba dormidamente una niebla de luces y de polvo.

En los portales de las casas había hombres sentados que fumaban y contendían de arbitrios, y otros bostezaban. Pasó Félix delante de la entornada reja de un despacho humilde, con butacas raídas, y un facistol que mantenía un libro enorme de tapas verdes; el escritorio parecía una jaula; un niño muy descolorido rendía la cabeza siguiendo el dedo gordo y velludo de un hombre que repetía iracundo: «Si al dividendo le quitamos dos cifras», pero el hombre pronunciaba sifras. Y el niño se distraía mirando las moscas y mariposas que revolaban golpeándose sobre la luz de petróleo. La madre, con las ropas arrugadas y desceñidas, dormitaba en un viejo sillón de paja, y dentro de la negrura de la entrada una onda de luna mojaba de lumbre blanca las losas.

Félix huyó angustiadamente. ¡Toda la gran noche olvidada! La contempló, ¡y creyó que la noche se hacía muy alta, muy solitaria, y que tenía la palidez de doña Beatriz!... ¡Las pobres gentes, que no alcanzaron la felicidad de una «madrina» como la suya, que lo arrebataba a una alta cumbre desde la cual veía siempre su vida dentro de una noche magna y sagrada de plenilunio!

Subió por una calle amplia y orillada de palmeras. Allí estaba su mansión, blanca, señorial, de saledizo balconaje y torre-miramar en la azotea que resaltaba sobre las elevadas frondas del huerto.

Ya cerca de sus muros parose Félix. Lambeth y Julia aparecieron en el rojo peldaño del vestíbulo. Luego se alejaron hacia el paseo de la fiesta. Desde el gran balcón Beatriz contemplaba a su hija. Antes que la señora lo descubriese entró Félix, y una criada lo pasó al comedor. Era la rotonda del entresuelo; tenía zócalo y artesonado de peregrinas y apagadas maderas como de coro o sala capitular, y las paredes colgadas de tapices, copias de Teniers y de Goya. Casi toda la luz se recogía en la labrada plata, en la cristalería y primorosa cerámica de los aparadores; goteaba luz la porcelana y el oro de los centros y los azafates y frascos de roca; y más que producirse en la dorada lámpara semejaba manar de tan grande riqueza.

Desde las abiertas ventanas estuvo Félix contemplando el jardín, dormido bajo cendales de luna.

Vino doña Beatriz, que había dejado la cena para cuidar del atavío de Julia y mirarla desde los balcones.

-¿Me perdona, «madrina», esta visita? La luna me ha sacado de casa, y me ha guiado hasta aquí como a un niñito de cuento que se pierde en medio de un bosque.

Ella le llevó a la mesa; le sentó a su lado, y riéndose dijo:

-¡Pues ya verás cómo ese cuento de miedo acaba con el premio a la pobre criatura!

Una doncellita, vestida de negro con puños y cuello de encajes blancos, trajo el helado, que figuraba dos flores de fresa, servidas en rizadas y finísimas valvas de primorosa orificia.

Después la mismísima «madrina» puso a Félix de un pastel de almendras redundado de almíbares y vino generoso, y luego frutas de su huerto, que daban el mismo aroma de las manos de la señora.

Notaba Félix esa noche, más que nunca, lo exquisito de la magnificencia que rodeaba a doña Beatriz, y que ella tenía y gozaba retraídamente, ajena a todo vanidoso pensamiento. Y, sin quererlo, comparaba el joven esta casa con la de sus padres. La cual también era rica, hidalga y principal; pero sus aposentos, de mucha austeridad, y las criadas, limpias y zahareñas, con pañuelos cruzados en el talle a usanza aldeana, y las piadosas visitas, y el suspirar de tía Dulce Nombre, no alejaban la fantasía más allá de los campos de «La Olmeda». En cambio, la mansión de doña Beatriz parecía de una reina en cautiverio fastuoso, y a él lo transfiguraba en héroe de nuevas y estupendas mitologías... En su casa, también tomaban helados muy ricos; pero, vamos, no siempre, y además procedían de las vulgares garrafas del casino, de cuya Junta directiva participaba el señor de Ripoll; helados servidos en copas regordetas y azules. El helado de doña Beatriz se cuajaba en tubos de aluminio, que daban empañados resplandores de estrella, y lo presentaban en tembladeras de oro, rizadas como las conchas.

Félix hubiese llegado a un extremado fetichismo si Beatriz no se lo evitara, diciéndole:

-Un amigo de tus padres enteró a otro nuestro de que anticipaban tu viaje a «La Olmeda».

-Es verdad; saldré mañana, y voy contento imaginando mi vida campesina, ruda, en un lugar que ha de evocarme aquel raro espíritu de mi padrino. Y amándole tanto, yo me hubiese rebelado contra ese viaje si usted se quedase en esta dorada prisión. ¡No se marche! Todavía es tiempo. ¡Piense que son cuatro meses los que ha de pasar entre esos irresistibles elegantes de playa!

-Lo sé; ¡y mejor que a ese fausto y ruido iría a cualquier rinconcito de «La Olmeda»!

Y doña Beatriz ocultó una rebelde sonrisa, y evitó el decir más levantándose para mirar el bello reposo del huerto.

Quiso Félix subir al torreón para ver toda la noche. Ella consintió; y luego fueron. Era el miramar una pieza amueblada con divanes azules, amplios como lechos; mesitas de taracea, y un fanal escarchado. Las ventanas tenían la línea mística de las ojivas, y rodeaba externamente las paredes una voladiza balconada. Desde allí viajaban anchamente sus ojos, pasando encima de la ciudad y entrándose en los campos, donde ahora blanqueaban los casales, de cuyos cercados surgían las negras lanzas de los cipreses y las dobladas copas de las palmeras. Más lejos, las montañas parecían de velos de novicias, o de espesos vahos que pudieran fundirse, disiparse, y se esperaba el descubrimiento de nuevos confines. Hacia Oriente espaciábase el mar como una lámina de plata empañada, y en lo remoto se deshacían las aguas en el cándido misterio de un desierto polar.

Inmóviles, callados, contemplaban Beatriz y Félix la santa noche. Creíanse subidos y asomados en la orilla de una estrella. Juzgábanse venturosos, y se sonreían con entristecimiento. Se miraron, y vieron, dentro de sus retinas, luna, noche, inmensidad; y temblaron recibiendo el recuerdo de la mirada en el claro y vivo espejo de agua de la cisterna.

Sobre la helada lumbre del mar apareció la negra silueta de un vapor. Brillaban en sus mástiles dos lucecitas como dos gotas de luna. Y este buque, que sólo parecía llevar la suprema ruta de la belleza, conmovió a Félix, abriéndole en su alma la aflicción por la cercana ausencia.

-¡Como ese barco se verá el de ustedes, porque aún habrá luna grande!

Y Beatriz dijo:

-¡Tú estarás entonces en tus tierras! Si quieres, nos saludaremos mirando a la misma hora esa estrellita que tiembla junto a la luna. ¡Acuérdate!

-¡Madrina! -Y descansó su frente sobre el desnudo brazo de doña Beatriz, abandonado en la fría balaustrada.

Los ojos de la señora recorrieron la dorada cabeza del hombre. Y de súbito se conmovió de dichoso y amargo desfallecimiento. Había sentido humedad y brasa de labios. Pareciole besado todo su cuerpo. Y fue esforzada: suavemente retiró su brazo de la caricia. Alzó los ojos y balbució:

-¡Qué altos, qué cerca del cielo! ¡Como si el cielo fuese un mar que nos sorbiera!

Y hablando estremecida y dulce, con acento de niña, muy despacio, apartose y se refugió en las sombras del recinto.

Félix miró todo el firmamento. La pureza, el silencio, la magnitud de la noche, le traspasaban hasta lo más escondido de su corazón, que sentía recibir un bautismo de santidad.

Volviose a doña Beatriz, y la vio bañada de los colores de luna derramada en los divanes.

Abrió las vidrieras, y apareció religiosamente la azulada palidez del espacio. Los fastuosos colores que vestían a la mujer se deshicieron, y quedó vestida de luz y blancura nupcial.

Entonces los brazos de Félix la ciñeron. Pareciole que estaban en el templo solitario de un astro, alumbrado suavemente para ellos. Y tuvo la divina sensación de que abrazaba un alma desnuda, alma hecha de luna y de jazmines. Y exclamaba: «¡Mirar el cielo y tenerla abrazada, Dios mío!».

Extenuados y delirantes, se reclinaron sobre los amplios asientos de seda. Un rayo lunar los envolvía...

Toda la honda y clara noche fue lámpara y estrado de su amor.

...Después, al levantarse, todavía abrazados, vieron una nube blanca y resplandeciente de figura de Ángel terrible como el que arrojó a Adán y Eva del Paraíso. Y los dos sollozaron.

-¡Madrina mía! ¡Beatriz!

Salieron, y se besaron castamente delante de toda la tierra y de todo el cielo, y delante del Ángel que se desvaneció entre nieblas y luna...

Las palabras de Maeterlinck resonaron en sus corazones:

«Y si mirasteis las estrellas al abrazar a vuestra amada, no la abrazaréis de igual modo que si hubieseis mirado las paredes de vuestro aposento».




ArribaAbajo- V -

Donde se cuenta el viaje que Félix hizo con el espectro


Comenzaba a removerse un tren mixto, viejo y pesado, de Almina a Los Almudeles, cuando Félix logró subir al único departamento de primera.

Román, antiguo y celoso criado de los Valdivia, que se desesperó y rezongó furiosamente mientras Félix estuvo despidiéndose de su «madrina», dejó en un asiento el equipaje de su señor; éste lo puso en las mallas del coche, y después sentose rendido, enjugándose la bañada frente, y sólo entonces reparó el viajero en otros dos que le estaban mirando. Apenas pudo saludarles, impresionado de la visión de una figura crasa, descolorida, de oblicuos y menudos ojos, y boca torcida por una mueca de espanto o de mal. ¡Van Koeveld! Sí, Koeveld; pero el seudo Koeveld, que el feroz holandés había muerto verdaderamente; y el Koeveld del vagón era el mismo hombre que Beatriz y él vieran una tarde caminando despacio detrás de su esposa.

Al lado estaba la bella mujer. Su actitud, su palabra, su blancura y hasta el liso peinado de sus cabellos negros y opulentos, la mostraban infortunada y medrosa. Contemplaba sumisamente al marido; sus pupilas, grandes, obscuras y aterciopeladas, se llenaban de compasión, y luego, sus ojos se apagaban, entristecidos, gastados. En fin, toda la faz de la señora recordaba las pálidas y esfumadas efigies de los miniados esmaltes antiguos. Y este infantil y tímido aspecto hacía más insinuante y atrevida la línea valiente de su busto, cuya palpitación se le notaba por lo delgado del vestido primaveral. Levantose para ver un pueblecito blanco, que se bañaba en los jugosos verdores de los viñedos, y, ahora, se manifestó la completa y espléndida gentileza de su cuerpo. Pero tan graciosas lozanías parecían mustiadas y oprimidas por miedos y pesares de su espíritu y, algunas veces, por la fuerza rechazadora y celosa de los ojos del marido. Mirábala el falso Koeveld, y todas las escondidas hermosuras de la esposa se reducían humilladas, en actitud de un plebeyo cansancio, llegando a parecer vestida de ropas groseras y recias de fámula, de esas telas que aprietan, menoscaban y ahogan toda línea triunfal de la carne. Pronto recuperaba su donaire, pasaba a embelesamientos tentadores, y de cuando en cuando alzaba las manos para enmendar alguna rebeldía de su sombrero, y entonces resaltaba el prodigio de su pecho, firme y redondo, como de doncella, y adivinábase el delicioso secreto de sus axilas.

Admirábala Félix con mucha limpieza de imaginación y aun con mancilla de que esos encantos fueran poseídos de «Koeveld». Frecuentemente había de apartar y distraer los ojos, porque los del holandés celaban a la hermosa señora y al que ya sospechaba ladrón codicioso de su goce. Este avizoramiento llegó a enconarse porque ella asomose a la portezuela y en su cintura se hizo una preciosa curva. En seguida se retiró. El humo de la máquina había herido sus ojos, y para aliviarse del escozor frotábase con un delicado pañolito que humedecía en la punta de su lengua, diminuta y encendida como una fresa. No es posible decir cuánta fue la cólera de Koeveld. Se le encajaban las mandíbulas, y, torpe, balbuciente, repitió:

-¿Qué se te perdía fue...ra, qué se te perdía?

Ella le envolvió en su mirada dulce y humilde.

-¿Qué se te perdía... qué se te perdía...?

-¡Si no es nada! -atreviose a mediar Félix sonriendo.

-Bien; pero ¿para qué, para qué sacar todo el cuerpo? ¿Qué se le perdía?

-Koeveld, a usted también le habrá ocurrido sin perdérsele nada, ¿verdad?

-¡Koeveld! ¿Dice Koeveld? ¿Pero qué ha dicho?

-¡Perdóneme! ¡Si usted es el señor Giner... el señor Giner!

-Bueno; servidor, servidor...

Y el señor Giner interrogaba a Félix con ojillos torcidos, que aun siendo foscos confesaban toda la flaqueza de su cráneo enorme y ralo.

¡El señor Giner, el señor Giner!... «Giner y Ripoll», decía la muestra de un almacén de cereales y salazones de la plaza de la Colegiata, de Almina... La madre de Giner, viuda, gorda y sagacísima señora, lince de la usura, fiera guarda de su hijo, al que casó con una sobrina pobre del difunto Giner padre; y murmurábase que la imponente viuda ordenaba rigurosa disciplina hasta en la cámara nupcial de sus hijos... «La madre Giner» la llamaban todos. Una lechuza tenía la querencia en el viejo eucaliptus de la plaza, que derramaba su oloroso follaje sobre las ventanas de la madre Giner... Sí, «Giner y Ripoll», el Ripoll diputado...

Ahora iba ensartando Félix sus recuerdos... ¡Y qué terco y sandio anduvo creyéndole Koeveld! ¡Válgame, ni se asemejarían! Pero la trágica historia, tan rica en lances de audacia, de amor y de muerte, que le contara la «madrina», había puesto color de peligros y espectros hasta en la desdichada catadura del señor Giner.

Y contempló a la viajera, toda solicitud y gracia para aquel hombre, que, si no era un facineroso como Koeveld, seguramente le aventajaba en fealdad.

¡Cuánta lástima florecía en el corazón de Félix mirando a la mujer desventurada! Que así la juzgaba fingiéndose el constante suplicio de la beldad triste y lacia. Y como todo sentimiento, hasta el de la compasión, tenía en Félix algo de voluptuosidad por lo intensísimo, se conmovió de alegría, de la generosa alegría que Adath dice a Lucifer: «El goce de esparcir la alegría, de comunicarla a los otros»; y quiso mitigar, alborozar, siquiera en el breve discurso del viaje, esas dos vidas hundidas en el hastío de la nada de emociones. Les habló de gentes, de ciudades, de libros; pero todo lo decía con demasiado apasionamiento, aunque cuidaba de mostrarse varón serio, diserto a la manera ripollesca. Y no debía conseguirlo según le observaba Giner, todo receloso de su vehemencia, y mirando también a su esposa, tan sesgadamente, que las pupilas se le entraron y desaparecieron entre las blandas pieles de los párpados.

Ni respondían a las palabras de Félix. El cual intentó de nuevo deshacer el duro hielo de esos corazones. Les preguntó afablemente si marchaban muy lejos.

Giner sólo repuso que llegaban hasta Almudeles...

-¡Como yo! También yo voy a los Almudeles...

Y Giner añadió:

-Nosotros seguimos a nuestras heredades, cerca de Posuna.

En seguida murmuró trabajosamente al oído de su esposa. Ella desplegó un periódico y comenzó a leérselo muy despacio.

Ante la malquerencia o frialdad de Koeveld se redujo el piadoso propósito de Félix. Ya no se atrevió ni quiso decirles que en los contornos de Posuna residiría también él todo el verano.

Recogiose en el rincón de su asiento, y arrinconose su espíritu. Aquel hombre se negaba a admitirle en su amistad. Esquivó a los Koeveld. Entonces, sólo doña Beatriz habitó dulcemente en su memoria. Extrajo de su cartera un delgado papel de seda azul, y de sus íntimos dobleces un pedacito de pan mordido.

Aquella mañana, cuando fue a despedirse de Beatriz, ella y su hija estaban almorzando. La mirada de Julia le penetró intensamente; él la contemplaba, oía su vocecita aturdida de pájaro en el alba, y padecía torsión dolorosísima para vencerse y no imaginarla entre el cendal de luna que había alumbrado la desnuda y rendida belleza de la madre. Y doña Beatriz le hablaba y le miraba como antes, como su «madrina», sin que sus ojos, su sonrisa, su palabra descubriesen y recordasen a la mujer poseída, a la amante sabida en todos los deliciosos misterios. Y Félix, que, viéndola al lado de la hija, tuvo miedo de creerla descendida, desvelada porque la conociera en su secreto de excelsitud y pecado, comprendió entonces cuan inagotable es Amor. Veía a doña Beatriz más deseable y hermosa, y envuelta en nuevas brumas que resistían las más fuertes evocaciones. La contemplaba enteramente, y toda la hallaba distinta y remota de la acariciada. ¡No; no había gozado en la intensidad y en la inmensidad de su hermosura y del amor!

Y el indiscreto les pidió apasionadamente que no se fueran; él, tampoco se marcharía.

Doña Beatriz le reconvino con dulzura.

-Tú, por tus padres y porque necesitas de aquella vida campesina; nosotras, porque así conviene.

Lo frío, sin menoscabo de lo cariñoso, y hasta lo vulgar de este consejo, todavía exaltó más al amante. Se levantó para despedirse. Doña Beatriz partía con sus dientes un pedacito de pan como un diminuto terrón de nieve, y Félix, enloquecido, se lo quitó, y volviéndose lo besó, y aún pudo gustar la humedad dejada por la fresca y encendida boca de la mujer. Beatriz le había sonreído con tristeza...

Ésta era la adorable y gustosa reliquia que ahora tocaba con ardimiento y voluptuoso fetichismo. Y, al contemplarla y besarla mucho, notó que sabía a pan viejo, y que la menuda y perfumada huella de los blanquísimos dientes estaba ya seca y rugosa. Y entonces se cumplieron en Félix los avisos del abrasado carmelita Juan de la Cruz, y probó los malos dejos del apetito satisfecho. Mas, ¡oh encontrada y movediza condición de este mozo sensual y místico, que con la boca amarga de las adelfas del libro del santo frailecico no se atrevió a detenerse recordando a doña Beatriz, para no padecer... deseándola en vano! Pesadez de hartura y comezón de hambre tejían su mal.

...En tanto, la bella viajera seguía musitando la trabajosa lección del periódico; Koeveld dormitaba; de tiempo en tiempo entreabría los párpados, y una pupila blanda, untuosa, de pez muerto, se posaba en Félix. Félix, entregado a sus pensamientos, miraba distraído el paisaje. El viejo tren aullaba y jadeaba subiendo un agrio desmonte, desde cuya altura un cabrerizo gritó riéndose y su hato huía espantado como del lobo. La pupila de Koeveld tornaba a cegarse, y la mujer leía, triste y cansadamente.




ArribaAbajo- VI -

En el que aparecen nuevos personajes


Desde la ventanilla reconoció Félix a don Eduardo, o tío Eduardo, varón muy bondadoso, grueso y pálido, vestido de negro, corbata de tirilla de seda, sombrero de paja morena y de alas tan recogidas que tenía hechura eclesiástica. En sus manos femeninas o de prelado, siempre traía una caña de Indias con puño redondo de hueso, rajado de caérsele con frecuencia. A su lado estaba Silvio, hijo de su hermana, muy colorado y rollizo perito electricista que ministraba dos molinos harineros y otro de papel de tío Eduardo. Era mozo de reposado temperamento, hacía maravillas de marquetería y paseaba con graves señores.

Silvio enrojeció más al ver a su primo. A punto de abrazarle se contuvo y apartose para que primeramente lo hiciera don Eduardo.

Hasta la llegada a los Almudeles sintió Félix la esperanza de que nadie saliese a recibirle, facultándole este descuido para olvidarse de los avisos de su padre y cenar y dormir en cualquier hospedería y buscar postas que muy temprano le llevasen al retiro de «La Olmeda».

Se había engañado, y se apesadumbró; y, sin poderlo evitar, saludoles con escaso afecto.

Don Eduardo, enternecido de alegría, le preguntaba noticias de todos. El gesto de su boca, sombreada por canos y lacios mostachos, dos largos y mojados vellones, recordaba a Félix la expresión de su padre.

-Pero criatura, hijo mío, ¿qué tienes? ¿Dónde está el bullicio que dicen?... ¡Para ir al campo mohíno y mustio, no ir!

El viajero trabajaba su voluntad por salir de su esquivez, y esta preocupación aún le reducía y cerraba más su ánimo. Es que notaba que en presencia de los felices, de los expansivos, entornábase su contento y hasta se le apagaba la palabra. Ahora no quería hablar, y deseaba quererlo, siquiera por la semejanza con el padre hallada en los labios de tío Eduardo. Y habló aturdidamente; pero ocurriósele al dulcísimo señor nombrar a doña Constanza, y al punto enmudeció Félix, lo mismo que el Roto de la mala figura cuando por la reina Madasima le interrumpió en su historia el antojadizo hidalgo.

Luego se le representó la casa extraña: un gabinete de familia, quizá con alguna tertulia; doña Constanza, desabrida y burlona...

Salieron de la estación, y apareció la libertad y hermosura del paisaje.

El espíritu de Félix sumiose en el crepúsculo claro, limpio, pálido, de color de estrella. Entonces ansió besar el pan mordido por su madrina, y hasta tragarlo, comulgarlo, y escribirle diciéndoselo y pidiéndole que no fuesen a Portugal y Francia, sino que viniesen, que tía Lutgarda les aposentaría a todos con mucha indulgencia.

-¡Mira, mira ese bancal de avena! -dijo don Eduardo cortando las arrebatadas imaginaciones del mancebo-. Pues en su margen nos hemos tumbado aguardando el tren. Temíamos que llegara y te encontrases solito. ¡Mira cómo vamos de hierbas y tierra mojada! -Y volvió a abrazarle antes de subir a la vetusta tartana.

Y entonces recogió Félix verdaderamente la ternura de aquel pecho amigo, y lo trajo a sus brazos. ¡Olía a campo! ¡Olía a tarde! Y su alma pasó a un goce suavísimo.

Saltaba y se atollaba el carruaje. El cochero era un hombrecito seco, buido y moreno como una astilla. ¿Qué alma encerraría tan ruin argadijo? Veíala también Félix hecha de madera, y se angustió. Y en tanto el hombrecito restallaba bravamente el látigo para espantar la nubada de chicos que acudía a la zancajera. No se cuidaba de la bestia. El cráneo del hombrecito, de pájaro rapaz desplumado, casi perdido en una ferocísima gorra de pellejo de liebre, nada más pensaba en alcanzar con la tralla piernas, brazos y posaderas de muchachos. Silvio y don Eduardo murmuraron de la mala crianza de los rapaces de Almudeles. Félix se hubiera tirado del coche para correr y gritar por los campos y subirse también al estribo.

El camino era largo y estaba arbolado. Lejos, las anchas copas de los olmos subían y se cerraban en bóveda negral. Llegaban las huertas hasta las orillas de la calzada, y el manso aire llevaba un grato olor de hierba recién segada, de establos calientes y mieses espesas y maduras.

La quietud y suavidad del crepúsculo, la campesina fragancia, la santa y alada sinfonía de los campanarios que tañían el Ángelus, todo emblandeció a Félix, avivándole el generoso contento de amar, y aun le prendió el deseo de hallarse en la temida casa y de hablar como un hermanito con su prima Isabel. Recordaba sus cartas, tan llenas de dulzura y de pureza que le parecían escritas en el cáliz de un lirio de jardín monástico. Miró a don Eduardo, tan quietecito, pálido y sonriente, y recordó también aquellas palabras de su postrera carta: «¡Mándame a esa criatura, y yo te la curtiré en la hacienda que luego no la conozcas de ancha, maciza y sana!». ¡Pobre señor don Eduardo, todo blandura y mansedumbre, y pensaba y prometía curtirle a él!

Entraron en el pueblo por una calle angosta y torcida. Las luces de gas sacaban un estrecho espectro de la bestia del carruaje; lo tendían en la tierra y en las paredes, lo doblaban, lo arrugaban entre las jambas, canales y fenestras, y lo hundían en los hoscos portales. El globo verde y panzudo de un escaparate de farmacia tragose, como por arte secreta, la fantasma del haca.

Hablábale Silvio; preguntábale su tío. En una luminosa entrada -la del señor alcalde, según apresurada noticia que entrambos le dieron- había un labrador y un guardia. Félix se distrajo mucho mirando el sombrero del collazo, ancho y empinado fieltro, hundido fragosamente. Le recordaba una montaña ocrosa y cavada por fuertes torrenteras, que contemplara desde el tren, y que le había parecido un grandísimo sombrero abollado a puñetazos.

Cruzaron más calles; después una plaza desierta. Los faroles, casi escondidos entre ramas de acacias, producían un suave nimbo, una lluvia de verde frescura. Sonaba el trémulo coloquio de una fuente. En lo hondo de una rinconada estaba la casa de tío Eduardo, viejo edificio con rejas saledizas, enorme balcón corrido y zaguán embaldosado.

Don Eduardo puso a Félix delante de la portera, mujer añosa, alta, flaca y de rendidas espaldas, que ensartaba rosarios para una piadosa congregación.

Alzose la mujer muy despacio, asiendo de la punta de su delantal, en cuyo enfaldo estaban los trebejos, las cuentas y cruces de su faena.

-Aquí la tienes -decía su señor al viajero-; desde aquel verano que pasaste con nosotros no descansa de hablar y preguntar de ti. Yo creo que te quiere como si hubiese sido tu nodriza...

-¡Madre santísima! -exclamó ella contemplando a Félix y tocando con sus manos de secas raíces las blancas y señoriles del forastero-. ¡Se ha hecho un mozo como un pino de oro! Descolorido sí que está; pero aún le da eso gracia...

Agradecía Félix la salutación, doliéndose a la vez de no haber pensado nunca en esta efusiva alma. Casi no la recordaba.

Cerca del asiento de la portera comenzó a removerse una tortuga.

Félix quiso verla. Y la mujer se la mostró, murmurando:

-Es mi compaña. ¡Ella y los señores me quedan en el mundo!

Arriba sonaban puertas y rumor de voces.

Don Eduardo llevose a Félix. Seguíales el hijo de doña Constanza.

Subieron los primeros peldaños, y la mirada de Félix bajaba enternecida a la buena mujer, que todavía musitaba comentarios y alabanzas, y bendecía al Señor. ¡Oh, gustosamente se hubiera quedado con la humilde tortuga y la portera, que parecía una borrosa imagen de paramento! Levantó la cabeza y recibió la sonrisa de Isabel.

-¡Tu prima, Félix! -dijo tío Eduardo mirándoles con dulce ufanía.

-¿Esta doncella tan linda, tan espigada, es la rapacita a quien yo llamaba por los campos como a una cordera? ¡Yo que me figuraba que aun podría besarte!

-¡Pues bésala, bésala, criatura! -le repuso gozosamente el padre.

Ella, muy encendida y quietecita, levantó su frente al admirado primo. Y Félix puso un beso de hermano en los negros y trenzados cabellos de Isabel.

Pasaron a una estancia donde había un viejo escritorio, butacas y sillas de velludo encarnado, y cuadros de estampas devotas.

Tío Eduardo sentó a Félix en lugar de preferencia. Dio luz en las dos lamparitas eléctricas y con grande alegría pronunció:

-Isabel te recibe llevando su primer vestido largo.

Y una voz delgada y fría como una campanilla de estrados dijo entre los doseles de una puerta:

-No crea el forastero que vistió de largo la señorita para celebrar su llegada, que no es ése modo de hacerlo, aunque venga delicado, según dicen...

Era doña Constanza, madre de Silvio. Alta, fina; de blancura de viejo marfil; de facciones grandes, altivas, borbónicas; el cabello muy abundoso y levantado como un obelisco cubierto de nieve. Había semejanza en los hermanos; mas don Eduardo tenía la nariz y la boca pequeñas y femeninas, las mejillas redondas, y sus ojos dulces y apocados; y en la señora estaba todo el continente brioso y austero. Traía siempre hábito negro y liso, con cíngulo de correa y escudo de plata en el costado.

Saludó a Félix; apagó una de las luces, la del escritorio, y sentose en la butaca que le cedió don Eduardo.

Félix miraba el vestido de su prima. Los nobles pliegues de la graciosa falda se rizaban y cambiaban obedeciendo con docilidad la nerviosa inquietud de la reciente mujer. Porque Isabel no sosegaba; golpeaba breve y apresuradamente con sus pies la fresca estera de pita; se recostaba, se erguía; descansaba una mejilla en una mano, luego en la otra, y en seguida adquiría nueva actitud, indicios todos de que le sobresaltaba el seguido espionaje de Félix. ¿Se le estaría burlando su primo?

Algo debió de barruntar y leerle el joven, porque, de improviso, le dijo:

-¡Si supieras cuánto me ha impresionado lo de tu vestido largo!

-Quedamos -replicó doña Constanza- en que no se lo puso por agasajo al forastero.

-Mujer, ¡claro! Fue coincidencia. Aquello lo dije porque... vamos... por... ¡claro!...

Quiso divertir al joven del desabrimiento de la señora, y muy gozoso le ofreció que después tocaría el piano su prima para anticiparle algo del concierto que estaba preparando.

-¡Pobrecita! ¿Un concierto? -exclamó el joven.

-¿Lo consideras demasiado lugareño, verdad? ¡Vosotros los que estudiáis y sabéis y veis tantas cosas! Pues te advierto que esa fiesta la organiza la Buena Prensa.

-¿La Buena Prensa?

-Sí; la Buena Prensa. Ya recordarás lo de Sevilla...

-¡No; si yo nunca he estado en Sevilla!

Doña Constanza y su hijo se dijeron, mirándose, que Félix no sabía palabra de lo de la Buena Prensa.

Y Silvio se lo preguntó. Félix no recordaba, no sabía nada.

-¡Pero si eso lo saben los chicos de la doctrina!

Prescindió Félix de las ironías y asperezas de la señora, y, volviéndose a la doncella, le propuso salir, después de la cena, al solitario camino de los árboles.

Don Eduardo, abriendo paternalmente los brazos, exclamó:

-¡Criatura, hijo mío, si debes sentirte rendido! ¡Aquello está fosco y muy lejos!

-¡Admirable, tío! Ustedes no vengan si no quieren, que yo solo me basto para custodio de su hija. Iremos. ¡Ya verás los viejos y grandes árboles, qué fantásticos sobre fondo de estrellas, esperando la luna! ¡Iremos como dos hermanitos!

¡Señor, él nunca había tenido hermanas!

El padre consintió.

-¡Pero qué han de ir! ¡Por Dios!

-No, si yo lo dije... vamos... por...

-¿Y por qué no, señora?

-También lo saben los chicos del catecismo, señor ingeniero...

Isabel, muy calladita, se entretenía pasando por sus dedos los anillos de oro de sus diminutas tijeras de labor. Su mirada descubría malicias de niña.

De nuevo contemplábala Félix: veía las trenzas de sus cabellos recogidos, subidos en peinado de señorita; reparaba en su larga falda, por cuya fimbria salían descuidadamente dos zapatitos rubios. Halláronse sus miradas; sorprendió la doncella la fina sonrisa de su primo; examinose toda y recató sus pies.

Y ahora vio Félix que asomaba la mujer en los ojos de su prima, y que se le alejaba, se hacía misteriosa; y advirtió toda la transfiguración de la carne y del alma de la amiga de su mocedad.

¡Acaso esta mañana mostraba mi prima las piernas, y desde que prolongaron su falda le cae una rigorosa honestidad hasta su calzado!

Doña Constanza abrió las cortinas del comedor, y todos salieron.

Acercose Félix a Isabel y le susurró junto a sus sienes:

-No iremos al camino, ¿verdad? Tu tía no me quiere, y yo me parece que tampoco a ella. ¿Vive con vosotros?

-Casi; vive arriba. Pero sí que llegaréis a quereros. ¡Es que es de mucha severidad, y como dicen que eres tan atolondrado!...

-¡Yo obtuve de mí mismo abrir las puertas de la alegría de sentirme vuestro, y se me ha quedado el alma «con un desgustillo como quien va a saltar y le asen por detrás, que parece que cumplió su fuerza y hállase sin efectuar lo que ella quería hacer»!

-¿Qué le vas murmurando? -preguntole risueñamente don Eduardo.

Y Félix siguió:

-¿Yo atolondrado? ¡Y le hablo a Isabel con palabras de una santa doctora!



IndiceSiguiente