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ArribaAbajo- VII -

De lo que aconteció en casa de don Eduardo


La sala del piano era de mucha sencillez: las paredes, enlucidas; el suelo, de viejos manises, blancos y lustrosos; la sillería, enfundada de lienzo, rígido de almidón; los cuadros tenían marcos anchos y lisos de palisandro, y vidrios opacos y verdosos como láminas de agua de mar, y bajo sus cuajadas ondas se esfumaban grabados idílicos de Berghem y retratos familiares. El piano era de un hermoso color de ámbar que hacía transparencias; y en un rincón prorrumpía, de un orondo cuenco de Talavera, una mata de lirios de paño, obra de monjas.

La sala tenía una alcoba muy honda, en la que fue aposentado Félix.

No salieron al camino de los olmos, y temprano quedó en silencio toda la casa.

Apenas se recogió Félix miró cumplidamente las habitaciones, y creyó entonces hallarse muy remoto de su hogar y de su vida, en casa del todo ajena de algún escondido pueblo de Castilla, y de Castilla la Vieja; y tampoco de Castilla ni de España, sino en la casa de algún hidalgo español refugiado en Amberes. «¡Válgame el Buen Ángel!». ¡Y qué de quimeras se le sucedían sintiéndose forastero por enojos de doña Constanza!

Y desnudándose y aspirando las ropas de la alta cama, olorosas de arca, pensaba: «Don Eduardo o tío Eduardo, tiene grandísima hacienda, según dicen. Es mucho más rico que mi padre. Mi padre es humilde como un aldeano, y, siéndolo, ha permitido y gustado en nuestra casa de una moderada elegancia, que resulta casi rudeza al lado de la que rodea a mi "madrina"; pero esta casa del pobre tío Eduardo parece puesta o arreglada con sujeción a censura o pragmática suntuaria dada por algún severísimo abad. ¡Oh, infortunada prima mía, si tú vivieses como Julia y doña Beatriz!».

Acostose y apagó la vela, de cera rizada como de monumento. Y en el hondo silencio percibió, sobre el techo de su dormitorio, el cernidillo de una moza que asistía a doña Constanza. Del piano escapose un crujido, y un bemol se quedó lamentando.

¡Qué pensaría, qué sentiría cuando viniese aquí mi tío Guillermo!

Una carcoma audaz y hambrienta comenzó a morder ruidosamente la cornisa de un armario.

Dentro de la negrura pareciole a Félix que veía acercarse la obscuridad de la sala, todavía más densa, y que al pegarse fríamente a las vidrieras de su dormitorio se producía una sonrisa y una mirada. Y era lo insensato que estaban sin labios, ni ojos, ni cabeza, ni nadie; solos el mirar y la sonrisa, como dos tenues lumbres de fosforescencia.

Y después se apagaron, y detrás de esos embrujados cristales blanqueó un lacio bigote que expresaba inagotable bondad y entristecimiento.

Félix soñaba a su padrino y a tío Eduardo.

Del cual diremos, en tanto que todos sosiegan, que tenía blando y reducido ánimo. Y era su pesadumbre saberlo y no remediarlo, y todavía más triste flaqueza el conocer que otra alma se le subía y le trabajaba la suya, como se hace con la tierna masa para darle la forma de pan que se quiere. De pan era don Eduardo, y doña Constanza las manos que lo heñían, pintaban y cocían.

Naturalmente era la señora celosa y seca, pero también de mucha prudencia y piedad. Su temprana viudez la hizo demasiado desconfiada, temerosa de que su hijo pudiera malograrse. De todo recelaba y todo la enojaba, bien que sabía vestir el filo de sus intentos con elegante y comedida palabra, quizá aprendida de una pariente suya, prelada del convento de Almudeles.

Cuando murió la espléndida y altiva esposa de don Eduardo se adueñaron de esta apacible voluntad los manijeros de sus heredades, las criadas y hasta la doblada portera.

Doña Constanza, que residía en Gandía, supo esa perdición, y trasladose a Los Almudeles, apoderándose a su vez del ánimo baldío del hermano, para remedio suyo y de la casa amenazada.

Adivinó don Eduardo que le había llegado nuevo dueño y prometiose resistirlo, aunque admitiendo tiernamente su compañía. Vació las habitaciones altas de viejo mueblaje y de la oficina de sus negocios. Y pronto diose cuenta de que doña Constanza la estaba dando de todo el mando de su hogar y de su vida. Llegó a enfurecerse de su minoría.

Pero tal vez reparó en que naturaleza había dotado a su hermana de facciones de mucha firmeza y arrogancia, y que a él le dejara los rasgos dulces y mujeriles. Y el caballero debió plegar los brazos, alzar los hombros, y se resignó.

En cambio, tuvo el inefable goce de sentirse más fuerte que otra alma: la de su sobrino Silvio, entonces pequeño y ya glotón y mazorral, siempre medroso bajo la cálida y poderosa ala de su madre, que lo empollaba grifándose ante el más leve peligro, como llueca fierísima.

A doña Constanza le asistía también su ministro, un viejo hermano del que fue su esposo, que ejercía de notario en Almudeles, varón flemático, miope y de anchas y copiosas barbas blancas, que cuando se las movía el viento o las escarmenaba con sus manos de santo rudo de piedra, aquel haz de lana parecía renovarse saliéndole constantemente de la boca.

Doña Constanza, después de contender y enmendar alguna empresa o propósito de calzado, de servicio, de viaje, de hacienda de su hermano, solía avisar al notario; y apenas llegaba, prorrumpía la señora:

-¡Pásmate, pásmate! ¿Adivinarás lo que pensaba nuestro Eduardo? Yo no lo apruebo.

-Sepamos -decía el señor consejero, resollando estruendosamente.

Don Eduardo levantaba su tímida mirada a los inquisidores y aguardaba.

En fin, el notario decía su parecer:

-En puridad, sí, hay más conveniencia en el criterio de Constanza... Real y verdaderamente...

Y don Eduardo murmuraba perplejo:

-¡No; pero si yo lo sé; si yo lo dije por... vamos!... ¿Comprendes?

En seguida le interrumpía su hermana, exclamando:

-¡Me asusta imaginar lo que puede ser esto el día de mañana si Isabelita se casa sin acierto!

Don Eduardo salía por los corredores tropezando con los muebles; y si por acaso hallaba al sobrinito Silvio comiendo azufaifas o madroños, a hurto de la madre, le apostrofaba así: «¿Tú crees que debes hacer lo que haces? ¿Tú lo crees?». Silvio se ocultaba la cara con los puños cerrados y gemía: «¡Ay, tío! ¡Ay, tío!». Don Eduardo, asustado, le replicaba blandamente: «¡No: si yo te lo decía... vamos... por...!». Y lo dejaba; la reprensión estaba hecha; la voluntad del niño había temblado penetrada de la suya. Por lo demás, que Silvio comiese azufaifas y madroños, ¡qué importaba, Señor!

Pues cuando Félix estuvo en la heredad de don Eduardo, sus risas y alboroto y sus rebeldías al duro fuero de doña Constanza asombraban al hermano y, digamos monda y entera la verdad: le dejaban un escondido contentamiento de candorosa venganza satisfecha.

Doña Constanza malagoró del rapaz grandes pesadumbres.

Silvio creció, se agrandó y no obstante su reciedumbre era plegadizo y humilde.

La madre y su ministro le pusieron de gerente de los negocios de tío Eduardo. Después, la señora hizo que visitase con frecuencia a doña Lutgarda, la solitaria de «La Olmeda»; y Silvio acabó por gobernar también esta hacienda. Quedábale a doña Constanza el cumplimiento de su más alto designio. ¿Con quién casaría al hijo? ¿Y a Isabelita? ¡Oh, si ellos y el Señor quisieran!



...Dormitando, sentía Félix que alguien se le allegaba suspirando como otra tía Dulce Nombre, pero varón.

Abriéronse los postigos de los balcones y el sol pasó locamente, tendiéndose encima de la cama, incendiando la rubia cabeza de Félix.

Irguiose sobre los almohadones de lana -no eran de plumas, como los de su casa y los perfumados de doña Beatriz-; ensanchó los ojos, y vio a don Eduardo, que le miraba con amorosa compasión:

-¡Hijo, ya dieron las once! ¡Lástima de mañana! ¡Llevas doce horas durmiendo!

-¡Me han parecido un sueño, tío Eduardo!

-¡Félix, Félix!... Tu padre ha escrito. Tu padre temía que escapases a «La Olmeda» sin vernos. Hijo, ¿qué te hicimos para que no nos quieras?

Y don Eduardo cuidó menudamente que las felpudas toallas y el lavabo estuviesen limpios. Cruzó las manos en la espalda y alejose denotando aflicción.

Félix tornó a acostarse y encendió un cigarro.

«¡Qué diría mi hermana -se preguntaba el cuitado tío- si supiese las noticias que trae la carta de Lázaro!». A buen seguro que el mal que de Félix se delataba redundaría en provecho de sus vaticinios y le serviría de razón y fundamento para malquererlo. Porque don Lázaro le confidenciaba a su primo que el viaje de Félix no sólo se decidiera para salud de su cuerpo, sino también para apartarle y limpiarle de la «amorosa pestilencia» de una mujer, maldición de los Valdivia, «cuyos pies descendían a la muerte y penetraban hasta los infiernos». «¡Gran desdicha!», suspiraba tío Eduardo; y jurándose ocultarla llegó al aposento del viejo escritorio y hallose con su hermana, que, de improviso, le salteó el secreto, diciéndole:

-¿Tuviste carta del padre de Félix? Isabel conoció la letra de Lázaro.

-Carta, carta tuve, y de Lázaro, de Lázaro...

-Pues nada habías dicho. Grave asunto será el suyo cuando te lo escondes.

-¡Mujer!, yo no te dije nada por... vamos... Tómala, tómala...

Leyó la señora, y palideció, y sus labios se doblaron con una sonrisa de tristeza y desdén.

-¡Amancebado con la querida de su padrino!

-¡Jesús, mujer!

No pudo seguir porque percibieron un remoto sollozo del piano.

¡Isabel tocaba, y Félix todavía no saliera de su habitación!

Doña Constanza quiso fiscalizar y reprimir tanta ligereza.

Juntos halló a los dos primos.

-Fuera te aguardan, Félix.

No le dejó salir Isabel sin que antes bebiese la copa de leche que, ella misma, le trajo y templó con cuidados de enfermera.

Don Eduardo, obedeciendo a su hermana, recibió al sobrino como un maestro malhumorado.

-Pero, ¿qué os sucede? ¿La tierra sólo está poblada de tías Dulce Nombre y de doñas Constanza? ¡Por Dios!, que parece que todos me decís aquellas terribles palabras de Jesucristo: «¡Toma tu cruz y sígueme!». ¡Pero, válgame el Buen Ángel, tío Eduardo, que todo es cargar los hombros de cruces y no es posible seguir a nadie!

-¡Félix, Félix!

Félix se marchó.

A poco vino Silvio; luego, doña Constanza.

-Ya dejo estudiando a tu hija. Tenía olvidado el concierto. Y... ¿él, salió?

«¡Él! ¡Por momentos se perdía, le alejaban a la pobre criatura de este hogar!». ¡Señor, don Eduardo le quería, adoleciéndose paternalmente de su pecado! Hubiese llorado; mas le contuvo la suprema, la imponente varonía de su hermana.

Llamaron a Silvio desde el recibidor.

Pronto volvió con graves y estupendas nuevas: que Félix se marchaba a «La Olmeda» aquella misma tarde; y que no comería en casa.

-¡Señor! -suspiró tío Eduardo. Y se oprimía con las manos su pálida y redonda cabeza.

Doña Constanza le miró altivamente.



...En la entrada, recibió Félix la salutación de la portera.

La tortuga, cayéndose y empinándose, terca y lenta, trabajaba por subir el peldaño y marcharse de vagar en la acera, para llenar su helada concha de día cálido y glorioso.

Félix, violento por la poquedad y acritud de las almas, cometió la sinrazón de aborrecer al pobre galápago, y hasta lo malsinó, y enfureciose consigo mismo, porque tuvo un fugaz movimiento piadoso de darle auxilio para que trepase... y no pudo querer.

Pasando bajo las acacias de la plaza, y viendo la pureza del azul entre las celosías de follaje tierno y florido, su ánima se conmovió. Dos abejas rasaban los copos de flores de una rama dulcemente doblada. Las abejitas parecía que miraban al hombre; y luego, trémulas y sonoras, como notas aladas del manso viento, se cernían delicadamente en los blancos racimos. Ya calladas, iban sumergiéndose en el casto y fragante misterio.

Las envidió Félix; imaginose gustando miel dentro de una flor grandísima y blanca que olía a mujer. Doña Beatriz, Julia, la triste esposa de Koeveld, la casta figura de su prima, se le aparecieron envolviéndole.

De tanta ansiedad de dicha, sentíase dichoso, como redundado de su deseo. Hubiese querido salir en seguida de ese pueblo mustio y callado, y hender excelsamente el paisaje con vuelo de ave libre y fuerte...

Desde el portal de don Eduardo le miraba la tortuga. Félix le vio dos lumbrecillas en los ojos, ¿Se burlaría de él?

No se reía, no se burlaba de él. La tortuga, muy quietecita, estaba devorando una mosca que tenía las alas quebradas.




ArribaAbajo- VIII -

Camino de «La Olmeda»


Era la dorada siesta. Había un hondo silencio, y en él se derramaba una blanda llovizna de grititos de los pájaros ocultos en los follajes, y el fresco estruendo de los caños de la fuente, tan encandecidos de sol que semejaban varas de plata. Félix oyó retumbar sus pasos en todo el ámbito de la vieja escalera.

Entró en el escritorio. Sólo le aguardaba Silvio, que para divertir la somnolencia golpeaba un globo de cristal, que, al tocarlo, se llenaba internamente de una espesa cellisca, y el país de bulto de su fondo quedaba nevado, desoladísimo. Era de grande recreación para Silvio estremecer este pisapapeles. Félix también lo movió.

Avisole su primo que en las afueras esperaban las bestias, y que ya se llevaron su equipaje.

-¿Luego no viajaremos encerrados sino que iremos en postas, mirando libremente los campos?

-¡En postas! -prorrumpió pasmado Silvio-. Son jumentos.

¡Qué importaba la humildad de esos animales! ¡Ya Félix sentía bullirle la vida, fuerte y gozosa, como el sol se difunde y palpita por la mañana en el mar! Su sangre le dejaba en toda su carne un generoso riego de alegría.

Apiadose de tío Eduardo, de Isabel, de Silvio, de tía Constanza, de la portera, de la tortuga, del tormentoso y solitario pisapapeles. Los amó. Quiso abrazar a don Eduardo y a su desjugada hermana.

Le dijo Silvio que estaban reposando, y que no osaba despertarles.

¡Qué lástima que las almas no coincidiesen, siquiera un momento, en el amor!

-¿Y todos... todos duermen?

-No sé. Me pareció antes que estudiaba Isabel, muy pasito.



Félix desapareció en las penumbras de los corredores. La sala blanca estaba entornada. Llamó. Vio a su prima junto al vano del balcón, cerrado sólo con puertas de celosías. Pasaba la luz teñida de verde por el ramaje tierno de una acacia, esparciéndose sobre la cabecita de Isabel.

-¡Te marchas de veras! -La voz sonó mística en el recogimiento de la estancia.

Encima de la repisa de una imagen de Nuestra Señora de Lourdes derretía su perfume una vara de nardos.

Félix apiadose de sí mismo, porque no había sabido sentir el latido de esta vida, cuyo recuerdo aletearía ya siempre sobre su alma. Sumido en la paz de este aposento, lleno de la fragancia de los nardos, que le suavizaban el corazón como un ungüento precioso y sagrado, pareciole aspirar la boca y el corazón de la doncella y aromas de pureza que emanaban de todo el recinto; y olvidose de su viaje. Percibía una íntima caricia, un blando vientecillo que le refrescaba, que le mitigaba de la escondida brasa de sus pasiones.

Vino Silvio. Y Félix oprimió las pálidas manos de Isabel, contempló el piano, y dijo enternecido:

-¡Qué poco te he oído!

Ella, sonriendo contristada, le repuso:

-¡Y yo, qué poco te he visto!

Creyó Félix que las palabras de su prima descendían de lo alto, como una gracia del Señor. Y arrebatado, transido de dicha y de congoja, huyó por no llorar.

Bajaba con locura los peldaños. De súbito, sus pies hirieron algo recio y vivo que cayó rebotando en las losas.

-¡Oh, la tortuga, la pobre tortuga!

Su dueña gritó angustiadamente. Y Félix pensó un instante si no le acompañaba algún maleficio. ¡Siempre estaba ansioso de alegría, y en todo dejaba una ráfaga de tristeza, de infortunio, que alcanzaba a un ser tan sosegado como la tortuga!

La tortuga rodaba sobre su corteza; asomaba con grande ansia su aterrada cabecita, chata, de sierpe, y su cuello se retorcía fláccidamente, pareciendo que fuera a salírsele y desprenderse, y con las patitas arrugadas, cuya piel le estaba ancha y larga, buscaba muy afanosa el suelo.

Félix la cogió; la tuvo en sus manos, mirándola, mirándola; y después la puso en el regazo de la portera:

-¡No se ha hecho nada! -gritó con júbilo de chico. Y salió, y lo doró el sol de la tarde.



Delante iba el recuero cuidando de la acémila. Silvio y Félix montaban asnos gordos y dóciles.

Dejado el camino real, tomaron el angosto de herradura que va a Posuna trepando valientemente por la serranía. Subidos al puerto de Almudeles, volvió Félix la mirada al pueblo, que se veía rudo, roto, aplastado. Por la estraza y el blancor de muros, tejados y tapiales, asomaban los macizos de árboles de los paseos, de algún claustro o del huerto de un casón señorial. ¿Cuáles serían las acacias que sombreaban la residencia de don Eduardo? Y se las indicó la mano sudada y morena de Silvio.

De los ojos de Félix voló una larga mirada de piedad para su prima, que se marchitaba en la eterna siesta de su encerramiento. Isabel sólo tenía la contemplación de la plaza de musgo y sol, por donde transitaría algún mendigo lisiado que se postra en los portales a devorar una escudilla de comida fría, o cruza algún capellán, cayéndosele el manteo de tan apresurado por buscar el sosiego umbroso del archivo de la Abadía. Y apagados sus pasos resurgirá el rumor de los chorros de la fuente, tan altos y cuajados de resplandores como las varas del palio de la custodia.

La compasión acuitaba al viajero. Es que imaginaba que al otro día viviría lo mismo la doncella; y siempre. En invierno, las acacias, desnudas, atormentadas, se doblarán por los vendavales, que hacen temerosos baladros y arrebatan las serojas, que pudren su oro en las aguas de la pila. Pasará un leñador brumado por la carga de enebros recién cortados del monte. Isabel ansiará esa cumbre desde donde se goza la visión del mar infinito y pálido de los cielos y de tierras desconocidas, remotas y azules.

Y ahora, en verano, cuando el sol se va hundiendo redondo, grande, con hervores de ascua, y suena algarabía de pájaros que vuelven a la querencia, y las acacias regadas embalsaman, Isabel soñará algo más amplio que la plaza, más dulce que el perfume de la tarde. La puerta de la salita blanca se ha abierto; y para poder dar consolación a los escondidos anhelos de esa virgen, viene el señor notario, tía Constanza y Silvio. Y estos mismos penetrarán mañana en este rigoroso y cristiano gineceo. Y el señor notario, doña Constanza y Silvio son las únicas figuras que pueblan el mundo de aquella alma, siempre trémula como una rosa estremecida por una seguida brisa. Y entretanto, el padre vaga por los hondos corredores; la portera dormita o engarza abalorios, fija en el portal, como imagen de piedra corroída, y la tortuga atraviesa el blanco desierto de una losa.

Todo se lo fingía Félix angustiándose. Volvió a su corazón el suave recuerdo de la despedida... «¡Y yo, qué poco te he visto!». Y vio estas palabras, hechas de rasgos de luz, en toda la tarde: sobre el cielo, sobre los montes, dentro de la arboleda, conmoviéndole de contento y gratitud.

Despertó a su asno, que tropezaba y se dormía.

-¡Aquella criatura, Silvio! ¡Pobrecilla!

-¿Qué criatura dices?

-Isabel. ¿No te da lástima?

-¡Pero si hace y tiene cuanto quiere!

-No, Silvio, no. Se aburre en su soledad; se aburre aunque no lo sepa.

-¡Lo que tú quieras! -exclamó riéndose su primo. Y le dio un cigarrillo muy estrecho, diciéndole que se los hacía su madre.

-¡Qué rigidez, Silvio, hasta en los cigarros! ¡Es muy cabal tu buena madre!

-¡Huy, y el talento que tiene! -añadió el arriero, avivando con un soplo la lumbre de la yesca.

Traspuesto el collado de Almudeles, ofrecíase todo el valle de Posuna, ancho, gozoso de abundancia y de luz; en lo más hondo y llano, por tierras pradeñas y almarjales, pasaba un amplio río, de aguas lentas, calladas y resplandecientes, espejo de chopos y salgueros que, en el confín, se desvanecían entre nieblas azules. El sol se acostaba en la tierna pastura y encima de las frondas, tan frescas, tan viciosas, que daba deseo de abrazarlas, de apretarlas para que se fundiesen en jugos olorosos de vida, y beberlos. Estaban las cumbres llenas de claridad y parecían nuevas, jovencitas, y que el cielo bajase a descansar y reclinarse en los montes.

Aunque la senda era ruin, tendíase entonces por suave lisura de la serranía, y los ojos de los viajeros podían descuidarse deslizando la mirada, que se llevaba y expandía el ánimo hasta las alumbradas altitudes o retozaba en las blandas alfombras de los prados.

Creíase Félix henchido de inmensidad y que transpiraba azul y luz de la tarde. Y pensó: «¡Mi pobre carne, hecha de barro, qué bien rezuma el frescor purísimo y delicioso que va recibiendo el alma! ¡Que somos de arcilla!... ¡Oh, humana alcarraza, que llena de goces podrías estar si no te rajasen ni te deshiciesen de seca!».

Debajo de una peña salió espantado un lagarto, cuya escamosa piel tornasoló lujosamente. El recuero lo alcanzó, partiéndolo de un varazo. Murió la alimaña retorciéndose, y el rabo se alzaba vivo, fiero y ensangrentado, hasta que un jumento lo aplastó con la misma indiferencia que un hombre.

«¡Un lagarto desrabado y muerto!», se dijo Félix. ¡Y esta desgracia le avino porque pasamos llenando las humanas cántaras de todas esas bienaventuranzas que antes me estaba yo diciendo!

Doblado un alcor, todo erizado de renacientes carrascas y aliagas, acogíase el camino a la montaña. Desde muy alto bajaba apretadamente el pinar viejo y rumoroso. Y cuando penetraron en el espeso bosque parecioles que toda la tarde se nublaba. Aquí descansaron.

El generoso olor de las ramas y de los grandes troncos, que goteaban la resina, blanda y dorada; el suelo enmuellecido de pinocha, que tejía una red tostada y resbaladiza; la quietud, la penumbra, los claros del boscaje, que eran ventanitas azules por donde la luz descendía muy despacio y cernida; la perennal sonata, suave y profunda, del pinar, que parece guardar los rumores de todos los vientos pasados, como la concha el estruendo de las olas y el hervor de las espumas que la tuvieron anegada; toda la recogida vida de los árboles y la contemplada bajo su ámbito, sutilizaron y fortalecieron la de Félix. Verdaderamente mantenía con la naturaleza un íntimo y claro coloquio, semejante al del alma mística con el Señor.

Silvio y el trajinante le contemplaban cansados y admirados de su silencio. Y él, temeroso de que fuese el suyo un embelesamiento demasiado egoísta, levantó la cabeza de la raíz del pino en que descansaba y sentándose en el fragante alhumajo, les dijo:

-Queréis que prosigamos, ¿verdad? Bien; pero antes decidme: ¿no sentís una alegría muy suave, una salud intensa, nueva, como algo vivo que os anda por el corazón? ¿Verdad que parece que respiremos y que comamos pino y espliego y de ese trigo aún verde, revuelto de tan vicioso, y que bebamos con los ojos azul, inmensidad, silencio?... ¿No os sucede lo mismo?

No les sucedía lo mismo.

Silvio le repuso:

-¡Esto te cansaría, Félix!

Y añadió el arriero:

-Sí que es verdad, señor Félix. Si recorriese esto como nosotros, bien se hartaría de comer con los ojos el candeal y todo eso que se le antojaba.

A Félix se le apagó su venturoso ardimiento, como si su ánima también se hubiera entrado debajo de unos árboles espesos.

Le remedió mirar la sierra, que se tornaba esquiva, muy abrupta. Se alzaban macizos de peñascales amenazadores, y a su abrigo nacían jirones de hierbecitas atusadas, como húmedos terciopelos. Pronto se relajaba la ladera, hundiéndose en fragoso barranco. Hasta el abismo bajaban los frutales y la viña. Precipitábase también el camino a lo hondo; el suelo estaba tierno y alagadizo, y aspirábase una tibia humedad, un hálito de termas; la umbría era pavorosa, y de súbito brotaba la lumbre azulada y viva de la tarde de la altitud, copiada en un manso regato. Cerca alborotaba un manantial, que caía rompiéndose, doblando zarzas y junqueras invasoras, inundando la vieja raigambre de dos chopos que subían muy gentiles, y arriba, sobre el azul, se estremecían jovialmente las hojas.

Otra vez se levantaba el camino, audaz, impetuoso; parecía temblar, animado, vivo. A su lado trepaban las cepas; un liño de majuelos tiernecitos, recientes, retorcían sus verdes sarmientos en la orilla de la senda. Félix les sonrió, porque antojósele que con los bracitos abiertos y levantados le pedían ayuda para salir y pasar al otro lado subiendo con las cepas madres por lo libre y llano de la montaña.

Era más placentera, después de la angostura, la serena y dilatada visión del valle. Ya bajaba el sol, y su luz cansada traspasaba la viña y penetraba en lo recóndito de los pinares dorando el suelo, y algunos apretados verdores se apagaban toscamente. El perfil de las sierras parecía labrado por un cincel finísimo, y junto a sus claras cumbres el pedrizal se desgranaba, vertiéndose en lágrimas de oro por las rugosas mejillas de estos buenos colosos de soberana senectud.

Contempló Félix las cimas y se le figuró que bajaba el cielo, dulce y pálido, sobre su frente. Es que veía muy cerca el azul; lo veía profundo y blando; creía penetrarlo. Y el silencio lo envolvía, lo culminaba todo; el silencio era todo. Félix imaginaba palabras y pronunciaba despacio: seriedad, buena prensa, porvenir, y se le deshacían sin dejarle huella en el pensamiento. ¿Y era posible que en otros sitios del mundo se pensara agobiosamente, y hubiera gritos, estruendo, codicias? ¡Si la vida sólo debía de ser esto grande, leve, augusto, callado! Y cuando con más encendimiento apetecía ser él también inmenso y leve, trocándose en azul, en boscaje, en silencio, en todo, en nada, y sentía desbordada el alma cayendo en espacios infinitos, como un torrente despeñado que nunca hallase madre... el trajinero o Silvio le gritaban «que tuviese cuidado y mirase a la senda». Es que la senda cometía una atrocidad retorciéndose rauda y loca encima de otro abismo.

«¡Qué modo de gritar el de esa gente!», se decía Félix, y hasta les culpaba de la violencia del camino.

-¡Posuna, señor Félix; ahí lo tiene!

El pueblo había surgido reposando en un otero, entre negrura de árboles. Las últimas casas estaban enrojecidas de sol poniente; una alta ventana era de llama, y al lado, por un muro viejo, desbordaba el alborozo de una parra. Subían blancos y tranquilos los humos de los hogares aldeanos. Llegaban débilmente algunos gritos jubilosos de los chicos que salen de la escuela y juegan en la plaza o van al ejido; en los portales están sentados los abuelos, teniendo cuenta de los pollitos que andan al amor de la madre, picando los guijarros y las migas de la merienda de los nietos menudos de la casa, y, mientras, las mujeres encienden fuego de sarmientos muy oloroso para cocer la comida caliente del marido.

Toda esa hora del crepúsculo, tan suave, de tanta pureza y resignación, en que nuestra vida se sosiega en un santo remanso de sencillez, la recogió Félix puerilizándose su alma hasta imaginarse chiquito, como muchas veces le ocurría, y sentir su frente acariciada por la mano buena de su padre, de tío Eduardo, y repentinamente la mano hacíase de luz y de frío, y era de tío Guillermo. Félix pudo vencer este tránsito de la paz campesina a la trabajosa ansia de la quimera.

Se detuvieron para mirar Posuna. En la vieja torre, locamente rodaba una campana. Debía de ser pequeña por lo delgado y rápido de su tañido. A Félix le pareció que tocaba sola, y aunque le aseguraron, riéndose, los otros que quien tocaba era el campanero, él lo veía todo tan callado y recogido en el regazo de la tarde, que se maravillaba de que hubiese ningún pobre hombre braceando para voltear una campana. Y porfió negándolo.

De estas peregrinas palabras recibían mucho gusto sus acompañantes; pero le observaron y se miraron ellos con grande asombro.

-Mañana hay fiesta en la parroquia de Posuna -manifestó el recuero-. Todos los años la hacen en el primer domingo de junio.

Y Silvio añadió que esa fiesta religiosa se celebraba en la capilla familiar de los Valdivia, sufragada por tía Lutgarda.

Luego le mostró la hermosa heredad de don Eduardo, que alteaba en la opuesta ladera, y sus tierras descendían hasta el cementerio.

-¿Dónde está el cementerio? -preguntó Félix.

-Allí -le repuso Silvio tendiendo su brazo.

-¿Allí, dices? ¡Si aquello sólo es arboleda!

-Arboleda; sí, señor, que es arboleda. Son cerezos, y dentro está el fosal, señor Félix. Las mejores cerezas del terreno y las más gustosas; ¡ya ve si pueden chupar de toda abundancia! ¿Qué le parece?

-No te espantes, que no las comerás -le avisó su primo-; aquí nadie las cata; las llevan a Argel y a las fábricas de jarabes, y si sobran de la cosecha las dan a los cerdos.

Dejaron el camino para seguir el del angosto valle de «La Olmeda». Bajaba, ahocinándose, otro río que iba a dar rendidamente en el río padre y caudaloso de Posuna. Las nogueras, las hierbas de las acequias y manantiales que bullían escondidamente, daban un tierno olor de zumos. Las montañas se acercaban amenazadoras, destacando fragosos berruecos ceñidos por viejas y melancólicas coronas de almenas rotas. A trechos se desgarraba la serranía, apareciendo el júbilo del cielo ilimitado, libre. Ya temblaban algunas estrellas.

Encumbrado se asomaba al camino un casal, tan blanco que parecía reliquia de la nieve olvidada por el invierno en la umbría del monte, y entre sus frutales surgió la sombra de una mujer; detrás, lentamente, se movía un hombre.

-¡Koeveld, es Koeveld! -exclamó Félix.

-Es el señor Giner -le dijo Silvio-. Debes de conocerlo; además de esta finca de placer, tiene otras heredades en este contorno.

Ya el paisaje quedó en hosca soledad. Penetraron los viajeros bajo los olmos bravíos y centenarios. Latieron feroces dos mastines. Apareció la foscura de la noble casona. En las eras, tan grandes como plazas de un lugar, había gentes con luces que proyectaban espantosamente sus sombras y las fantasmas de los almiares y de un ciprés afilado como una aguja gótica de abadía.

Saltó Félix de su jumento. Tía Lutgarda le esperaba; y al abrazarla se contuvo; ¡era de tan delgada y mística figura! Un labriego les acercó su vieja linterna.

Tía Lutgarda puso sus frágiles brazos, bracitos de niña enferma, en los hombros del sobrino. Lo atrajo, y se estremeció toda.

-¡Oh, hijo!...

¿Qué tenía, qué tenía la señora? Todos se lo preguntaron con grande reverencia.

Y ella, mirando al sobrino, balbució:

-¡Creí, un instante, que había resucitado Guillermo!

Fueron entrando. Cerráronse las ferradas puertas con recio estruendo. La paz de la noche quedó rota mucho tiempo por el fiero ladrar de los mastines; otros perros lejanos respondían, y un autillo que moraba en la flecha del ciprés voló medrosamente a los más remotos álamos del río.




ArribaAbajo- IX -

Tía Lutgarda


Una autorizada criada, redonda, lardosita, encendió la lámpara de bronce de la sala, cuyas rejas se abrían frente a los almiares. Y Félix vio, aterrado, que por las blancas y lisas paredes se precipitaban las sombras de dos piernas enormes unidas en los pies, y de un cuerpo colgado y retorcido. Luego los espectros quedaron fijos en el muro.

Volviose, y halló un Cristo muerto en la cruz, encima de unas andas.

-¿Miras la santa imagen? ¡Es el Cristo de Posuna, tan milagroso! Pero ven, descansa.

Tía Lutgarda lo llevó al estrado, que era de paño rancio muy rico, de color de oliva. Ella se puso al lado, y Silvio sentose en la butaca, cerca de una mesita vestida con haldas de lo mismo del sofá.

La criada trajo en copas de figura de cáliz un delicado refrigerio de naranja. Sin alzar la mirada, preguntaba menudamente a Félix del viaje, de sus padres, de tía Dulce Nombre.

En tanto, la señora movía el azúcar del refresco, acercaba las servilletas, blanquísimas y rizadas como pellas de leche, olorosas de cómoda o armario de fragantes maderas. Tía Lutgarda se levantaba para entornar la luz de la lámpara, para cerrar un libro de devoción y dejarlo en las andas, para poner en el centro mismo de la mesa un ramo de flores que estaba ladeado. Y tía Lutgarda no producía ruido; parecía deslizarse descalza. Todo en ella era recogido y suave. Aunque no llevaba hábito ni tocas monjiles, monja semejaba. Traía ropas negras de mucha austeridad. Hacía voz delgada y queda, como si al lado hubiese enfermo reposando. Y siendo tan hacendosa y trajinera que todo lo repasaban y tocaban sus manos lisas, transparentes, dejando en las cosas un sello y aroma de perfección, lo hacía tan blanda y calladamente que acariciaba y adormecía.

Félix recibió esa dulce virtud que emanaba de la señora. Se hundía en dejadez, y en su ilusión de que era muy pequeño, muy débil, un niño dormido, y que aquellos pasos silenciosos y aquella habla apagada eran sólo cuidados para él, para no quitarle de su regalo y adormecimiento.

Miraba a tía Lutgarda, y la frente de la señora, blanca, grande, más ancha que las mejillas secas; el cabello partido en bandas grises y lucientes, los pómulos enrojecidos, los ojos claros, muy escondidos por la flacidez de los párpados; la nariz, una línea de hueso; la boca, una línea de rosa pálida; el busto, rugoso, toda la señora la veía dentro de un marco, estampada en lienzo.

-¡Es que no tiene costumbre, y está rendido! -oyó que musitaba esa rancia y esfumada pintura.

-¡Sí que es de veras! ¡El sol, el camino! -murmuraba la criada.

Hablaban de él, y oía las voces muy remotas.

-¡Yo no, yo no estoy cansado! -se escuchó a sí mismo, también desde muy lejos.

Y como las mujeres insistieran, él sostuvo que lo juraría.

-Hijo, no jures, no jures, pues estás rendido.

Y se lo llevaron al comedor. Y Félix decía:

-¡Lo que me parece que estoy es encantado de tan a gusto!

-¡Es Guillermo; lo mismo que Guillermo, para agradar!

-¡Dulcísimo, que sí que es de veras, señora! ¡Es don Guillermo, don Guillermo!

Entonces Félix emergió de su sueño. Otra vez el nombre de su padrino volvía su alma hacia un hundido pasado de bellezas y lacerías románticas. Recordó lo que oyera en su hogar de tía Lutgarda, cuando la noticia de la muerte de Guillermo llegó a «La Olmeda».

Tía Lutgarda, antes gentilísima, fina y cándida como las azucenas, lloró mucho y enfermó, y su primorosa belleza fue consumiéndose en la brasa del padecimiento. Amaba y veneraba a su esposo don Pedro como a un severo padre espiritual, como a un iluminado cuya alma era morada de Dios y que le hacía meditar en la eterna vida. El hermano, Guillermo, le atraía el pensamiento a vida misteriosa y temida de un mundo de pecado, de muerte, pero triunfal y de quiméricas hermosuras. Llegó el fin del esposo, y, presintiéndolo el piadoso varón, hízose llevar al monasterio de Benferro, protegido siempre cuantiosamente por «La Olmeda», y allí, rodeado de toda la comunidad, asperjado de agua bendita, muy ungido, besando santas reliquias y oyendo salmos y deprecaciones, rindió su espíritu al Señor. Bajaron el cuerpo a la iglesia, y sólo entonces pudo verlo la esposa y besó los pies del muerto como una penitente.

Las gentes murmuraron que había llorado más a don Guillermo que a don Pedro.

...Durante la cena -casi toda de aves, tan pulcra y exquisitamente guisadas y servidas que más bien parecían ofrendas de religioso holocausto- hablaron mucho a Félix de su casa, de la de don Eduardo y del concierto de la Buena Prensa. La criada, que imitaba en la palabra a su señora, tuteaba a Silvio, y cuando mentaba a Isabel no le daba título de señorita, sino que le decía Belita nada más, diminutivo usado por tía Lutgarda, y que ya hizo la santa madre Teresa de Jesús para nombrar a una predilecta novicia, todavía rapazuela muy graciosa, hermanita del Padre Jerónimo Gracián. Bueno; pero esto no se dice que lo supiera doña Lutgarda.

La criada llamábase también Teresa, y, según se ha dicho, era mujer colorada, rolliza, mantecosa, de cabeza menudita; tenía la boca hendida, acaso del mucho besar altares y losas de templo, y se pasmaba, se sobresaltaba de cualquier poquedad.

Imaginaba Félix que Teresa sería doncellona, porque no lograba fingírsela sonriendo enamorada y placentera a hombre alguno. Le parecía freila o fámula puesta al servicio y compañía de esta señora-monja.

Salió Teresa por otra vianda. Preguntó Félix, y supo que la buena mujer sí que conociera varón, y aún más, pues estaba dos veces viuda.

«¡Válgame el Buen Ángel!», pensó Félix. ¿Y cómo serían estos hombres?

El primero, quizás un criado de colegio de religiosos, macizo y rasurado, con larga blusa y recios zapatos heredados de algún padre de la comunidad.

Pero, ¿y el segundo marido? Por fuerza debió de ser también fámulo o demandadero de convento. No acertó Félix. Sonriendo templadamente le dijo tía Lutgarda que entrambos fueron mozos de Posuna, hijos de labradores acomodados. Vino Teresa, y callaron todos. Y como no quisieran probar un guiso de pernil que aquélla trajo, se sirvieron compotas y rubios melindres bañados en miel, y un canastillo de cerezas, grandes, relucientes, que descansaban sobre hojas frescas de su mismo árbol.

Toda la mesa pareció regocijarse; en cada fruto encendía la lámpara un rubí húmedo.

Así como un guante, una cinta o listón, un pañuelo, o el perfume predilecto de la mujer amada nos presenta su imagen, según dijo Binet -y aunque no lo hubiese dicho-, aquella colina de jugosa fruta y el verdor del cerezo dieron a Félix la visión regaladora del paisaje. Se le atropellaba la ansiedad de contemplarlo y gozarlo.

Y dijo:

-¡No descansaré hasta que pueda ver todo este campo, de tantos recuerdos para vosotros, y para mí de tan santa emoción!

Tía Lutgarda suspiró enternecida y quedose mirando sus manos, cruzadas sobre los manteles.

Silvio quiso ponerle cerezas a su primo. Y no lo permitió Félix, pidiéndoles que antes se sirvieran ellos para después poder entrar sus manos libremente por aquella grana joyante y olorosa.

-¡Hijo, no merecen estas cerezas tu entusiasmo; son las más tempranas y las más ruines! Más adelante las tendrás riquísimas.

-¡Qué cerezal, tía Lutgarda, el de Posuna! ¡El del cementerio ya resulta negro de tan apretado!

-Come sin recelo, que estas cerezas no son de este paraje, y están recién cogidas.

-¡A mí me es igual que sean de allí!

-¡Dulcísimo! -gimió la criada.

-¡Félix, Félix! -exclamaba la señora.

-¡No lo digas más! -le imploró Silvio.

La marchita boca de tía Lutgarda se había doblado manifestando repugnancia. Pero de súbito dulcificose su cansada faz; levantó los ojos siguiendo el vuelo de un recuerdo, y exhaló:

-¡Oh, Félix, qué impresión tan inefable tuve en Roma, cuando tu tío Pedro me dijo que en los jardines del Santo Padre había visto un cerezo!

A Félix se le resbalaba entonces por el paladar el agridulce zumo de las cerezas. Y aspiraba con avidez el olor de un grumo de las más gordas y encarnadas. Era dichoso puerilmente, y hasta imaginó suyos los sagrados jardines del Vaticano.

Doña Lutgarda proseguía:

-Nada en la tierra es comparable a la aparición del Papa ante los romeros. ¡Oh, Félix, si hubieras visto a aquel viejecito que al mover su mano para bendecirnos daba verdaderamente la vida de la gracia! ¡Dios mío! Se nacía otra vez, y con llanto de un goce nunca sentido. Nosotros, los peregrinos españoles, alcanzamos un don precioso que jamás se olvida...

Doña Lutgarda tenía la mirada en venturoso arrobamiento. Palidecía intensamente. Acercose la copa a sus delgados labios; nada más los humedeció. Luego dijo:

-Tú ya sabes, Félix, que al Sumo Pontífice se le besa...

-Sí; el pie...

-No, hijo mío; la sandalia.

-Bueno, es igual.

-¡Qué ha de serlo! ¡No lo digas más! -le reprendió sonriendo su primo.

-¡Pues nosotros le besamos la mano! ¡Hubo audaces y codiciosos que dieron dos y tres besos en aquella mano que parecía de mármol, de tan blanca, fina y helada! ¡Qué emoción: besamos a Dios mismo!

Todos contemplaban a la señora. Entre las rejas había pasado una luciérnaga; subiose al cestillo de la fruta, dejando en la púrpura húmeda y jugosa una gota de esmeralda.

Fuera sonaron broncos ladridos, y un trueno retumbó en toda la noche, trueno blando, hondo, repetido, que casi quedó sepultado por muchas voces recias que gritaban:


   Salve, Virgen pura,
del Cordero madre.
Salve, Virgen bella,
Esperanza nuestra.
¡Salve, salve, salve!

Y esta letrilla, compuesta por un curioso cancionero de Posuna, pareció que la entonaban gigantes o las mismas cavernas de las montañas.

Doña Lutgarda y la dueña Teresa repetían compungidamente: «Esperanza nuestra; ¡salve... salve... salve!». Y suspiraron al signarse.

Después se levantaron todos y salieron al vestíbulo.

Abiertas las puertas, puertas de fortaleza, claveteadas, gemidoras y enormes, resonó en las eras el bullicio de la muchedumbre. Relumbraban dos faroles ciriales; un estandarte de cofradía se torcía sobre los hombros de un viejo que aullaba al reírse.

Félix, doña Lutgarda y Silvio se recogieron en la sala de las andas. De nuevo cruzó por las paredes la sombra del Señor. Ya, entonces, había vuelto la furia del bombo, y las voces rezaron la letanía naciendo un temeroso rumor de oleaje.

Por mandado de la señora, el viejo cachicán de «La Olmeda» abrió las hondas bodegas, y un vaho de humedad, de toneles rancios, de piezgos y de lagares se esparció por todo el ámbito de la inmensa entrada.

Tía Lutgarda contaba al admirado Félix que esos rústicos cantores venían las noches de los sábados desde Posuna, y cruzaban los campos pidiendo para la fiesta de la Concepción en diciembre.

-¿Y andan con bombo, pendón y ciriales por esa estrecha senda sin descalabrarse?

-¡Hijo! ¿Y eso te maravilla? Pues por el mismo caminito llevan y traen estas pesadas andas para las procesiones de Semana Santa.

-¿Y no caen rodando por esas barrancas?

-¡Hijo, rodar! ¿Qué quieres que ruede?

-¡Toma! ¡Las andas, los hombres, las luces, todo!

-¿La Cruz había de caer y rodar, hijo mío?

-¿Dice de Nuestro Señor? ¡Dulcísimo! ¡Calle, calle! -le imploró espantada la viuda Teresa.

-¡Qué pensamiento, Félix! -murmuró Silvio-. ¡No lo tengas ni lo digas más!

Y todos alzaron los ojos a Nuestro Señor muerto en la Cruz. Doña Lutgarda y Teresa se angustiaron mirando las desolladas rodillas de Jesús. La sangre, las llagas, las moraduras, parecían recientes, como si la veneranda efigie se hubiese realmente despeñado.

Félix estaba arrepentido de la simplicidad de sus palabras, que había resultado sacrilegio. Pero tía Lutgarda no pronunció anatema sobre tan distraída alma, como hubiese hecho doña Constanza. Apiadábase de él; y temblándole el corazón, se dijo: «Tiene padres cristianos muy severos y su alma no es hija de la suya. Lo tuvo Pedro a su lado, paseándolo por estas soledades, contándole historias de niños mártires, y no recogió los santos fervores y enseñanzas de mi esposo. ¡Dios mío, que en todo es Guillermo! ¿Vendrá también sobre él la perdición? Ama Teresa me ha dicho que por las noches graznan las cornejas en los sobrados...».

No pudo seguir el soliloquio de la señora, porque fuera se produjo un alboroto de risadas.

Ya los cantores habían bebido. Mas siempre los sábados tenían abundante agasajo de aloques y aguardiente y nunca osaron reír con tamaña libertad. ¿Qué pasaba?

Félix había salido y contendía iracundo. ¡Aquello era una pendencia!

Llamó la señora, y el labriego-mayor de la hacienda asomose al quicial diciendo:

-Mire que no sé si pasar u qué...

Se lo mandó doña Lutgarda, y al mirarlo dio un grito de miedo.

Era un viejo roblizo y socarrón; de sus manos colgaba un animal monstruoso.

-¿Qué es eso tan horrendo que traes? ¿Es un pollo muerto? ¡Pero de qué figura, Dios mío! ¿Qué le hiciste?

-No lo adivinará la señora por mucho que piense...

Detrás apareció una espesura de cabezas campesinas, rapadas, barbihechas; al reírse mostraban los dientes y encías, que resaltaban muy blancos y feroces.

-¿No conoce a mi pollastre, aquel que acometía más que los mastines? Pues quise criar raza como ninguna.

Y el labriego contó que la fiereza y arrogancia del gallo le despertó el pensamiento de ensayar una transformación de casta, que había de nombrarse «pollos del demonio»; y le recortó la amplísima cresta que le colgaba, y en dos heridas que le hizo injertó dos espolones arrancados a otra ave, agudos lo mismo que dos navajas; crecida la carne en las llagas, los espolones quedaron firmes, erizados como dos cuernos. Y para que la ilusión fuese cabal, lo desplumó. ¡Espantaba, espantaba verlo! Las gallinas le huían; el pollastre enfermó; y ahora lo halló muerto, y lo había sacado para pasmo y regocijo de los mozos. ¡El diablo se había muerto! ¡Un diablo; lo mismo era!

La señora y Teresa ya no osaron mirar la horrible ave martirizada.

Silvio, aunque era de compasiva condición, no podía remediar la risa.

-¡Qué te parece, Félix, este maldito Alonso, qué te parece!

Félix se retorcía de dolor. Y padeció más por una ilusión grotesca y prodigiosa. Y fue la de antojársele que Silvio tenía partida la calzada frente y le injertaban los pies de Alonso, pies que parecían hechos de tierra de bancal y de raíces quemadas, y los veía en el cráneo de su primo, y era su frente la que sentía las desgarraduras.

-¡Oh, tía Lutgarda, este hombre es un bárbaro!

La señora sonrió a los campesinos y los despidió discretamente.

-No, Félix, no; no odies al pobre Alonso, como lo aborreció tu tío Guillermo. Nadie comete crueldades sabiéndolo. Alonso estuvo nueve noches sin acostarse por curar un perro lisiado y sarnoso que recogió en el monte.

Silvio cabeceaba sobre el respaldar de su butaca. La lucerna de las andas crepitaba apagándose. Un estremecimiento de la noche trajo el sonar de horas de la aldea.

-Dieron las once, Félix, y estás rendido.

Silvio llevó al forastero a su dormitorio, cuyas ventanas daban bajo un gollizo de las sierras, negro y siniestro. En los montes, en los sembrados, en la ribera, temblaba la lira de la menuda fauna; era un vibrar apacible, rizado, de grillos y alacranes, y parecía subir hasta las estrellas, que también se estremecían como los dulces rumores. Y dentro de esta música agreste resbalaba la canción cristalina de los manantiales y rugía una acequia lejana. Félix siguió con el oído el sonoro camino del agua, y creía percibirla hasta apagarse rompiéndose sus notas al traspasar las hierbas caedizas de las márgenes.

De la olmeda brotó una explosión de cántigas de ruiseñores, volcándose, derramándose en la callada noche, olorosa de madreselvas.

Félix se sintió muy solo.

Paseó por la estancia. Su blancura, la noble ancianidad del mueblaje, la cama grande, de columnas y velos, la cruz de palmera bendecida sobre la pilita de loza azul, y luego, el silencio y la sensación de grandeza y vejez de toda la casa y de la profunda noche de este paisaje, le llevaron imaginativamente a remotos tiempos, cuando poblaban el solar los Valdivia que decidieron su vida; él aún no existía y ya estaba plasmada y sellada su alma con herencia de misticismos, de miedos, de pesadumbres, de alegrías y apasionamientos delirantes...




ArribaAbajo- X -

Anacreóntica


Félix abrió los ojos; ni voz ni ruido le habían despertado. Largo rato estuvo sintiéndose dormido, sabiéndolo placenteramente. Estaban entornados los maderos de las ventanas, transparentándose sus nudos de púrpura. Un dedo de sol hacía el bello milagro del iris tocando la copa del agua, y el prisma se deshacía en gotas por las blancas cortinas del lecho.

Contempló cariñosamente el aposento. Notó el silencio, aún más profundo porque se durmió emblandecido y arrullado por los cánticos de los insectos, y ahora despertaba sumido en quietud de mañana de domingo.

Nada más sonaba el enojo de una abeja, que había subido hasta la ventana por la escala de mieles de un viejo rosal. El zumbido se alejaba, se dormía dentro de las flores; en seguida rebrotaba la terca murmuración.

¡«La Olmeda»! ¡Señor, qué santidad, qué paz!

Vistiose, y se asomó a la mañana; y toda la alegría sosegada del campo la sintió él en su íntima vida. Su alma y su carne le palpitaban gozosamente, pareciéndole que estaba en un baño de aquel cielo tan limpio y luminoso. El aire, que alguna vez se movía, como un pájaro que anda por la sembradura y se levanta y vuela un poco, y vuelve a posarse, el aire, volaba manso y cálido, y no traía voces ni coplas de hombres de la labranza y de la majada, ni tintineos de bestias que faenan. La buena ave del vientecillo estival recogía aún más silencio de tierra lejana y de las cumbres... ¡Domingo campesino! ¡En todo, calma sagrada, sol, cielo, paisaje de domingo!

Salió por las grandes salas, todas en azulada penumbra, y aspiraba la misma beatitud de fiesta; olía a armarios abiertos, y estaban cerrados, a ropa limpia y planchada. Encima de algunos muebles vio las juncieras, ya olvidadas, secas sus verduras. Y estas rancias redomas, y las nobles puertas de labrados cuarterones, y los reposteros, los hilos de realce de las camas y algún vetusto bargueño, le envolvieron en el pasado, y el silencio le penetró en la hondura de su vida.

Llegó al comedor, y sentado a la ancha mesa oía el borbollar de las vasijas puestas a la lumbre de la patriarcal cocina; y ese hervor también era de domingo. ¡Válgame, y qué encontradas emociones señoreaban al forastero, qué contento sentía y qué necesitado estaba de transfundirlo, de verlo copiado y gozado en otros! Por eso, cuando presentose Teresa trayéndole el desayuno en plato macerina, se enterneció y vio en esa delgada cerámica los chocolates familiares, y no quiso la soledad.

-¿Y tía Lutgarda?

-Dentro, en la salita del Santo Cristo.

-Pues en su compañía quiero desayunarme.

-¡Pero si la señora ya almorzó! ¿No piensa que son las diez? ¡Alma de Dios, y quedose sin misa!

-No importa, sírvame allí... Y mire: usted tutea a Belita y a Silvio; y yo quiero que a mí también, ¿sabe?

-¡Dulcísimo! ¿Y qué está diciendo?

-Bueno, hábleme como se le antoje... ¡Tía Lutgarda! ¡Tía Lutgarda! -Y gritando y corriendo buscó Félix el cuarto del paso de la Cruz.

Seguíale Teresa llevando la humeante macerina y una labrada bandeja con frutas de sartén muy doraditas.

Tía Lutgarda acogió tiernamente al sobrino, dándole a besar su mano.

-¡Qué bendito sueño el tuyo! Silvio y yo estuvimos contemplándote. A él le dio lástima despertarte para decirte adiós; yo tuve que cerrar las ventanas; estabas entre el sol. ¡Has dormido a la serena, hijo!

-¿Dices que Silvio ya se fue?

-Silvio viene todos los sábados y pasa conmigo los domingos porque lleva las cuentas de mi hacienda. Pero hoy es el concierto que sabes. Muy temprano trajeron esta carta de Bela pidiéndome que yo también vaya. No es posible por lo fatigoso del camino.

Y doña Lutgarda le entregó un plieguecito azul. Ni nombraba a Félix. El cual, mohíno, enojado como un chico, murmuró:

-¡Yo no quiero ir!

-¡Ni cómo habías ya de quererlo! ¡Tampoco tienes misa; y hoy que era la de nuestra capilla!

No la atendía Félix, entregado como estaba a la dulce memoria de las palabras de Isabel: «¡Yo, qué poco te he visto!». Ahora se le figuraba que las mismas pudo decir a otro, a Silvio, si Silvio hubiera sido el forastero. ¿Pero a otro, a Silvio, con aquel acento intensísimo, enamorado, doliente?

Proseguía la señora contándole de la piadosa fiesta aldeana, y después le habló del antiguo humilladero de la heredad, cerrado por amenaza de sus muros. Era fuerza reedificarlo; y esperando las obras guardaban en este aposento el milagroso paso de la Crucifixión que estaba bajo su patrocinio, que desde antaño ostentaba «La Olmeda» dignidad de mayordoma.

Ya Félix la escuchaba mirando al Cristo clavado y muerto. La santa imagen tenía la mirada que le dejó la angustia mortal; la cabellera, densa y lisa, se le pegaba a las mejillas, que un pintor andariego y poco escrupuloso había barnizado demasiadamente. El blanco cendal que velaba la cintura lucía un primoroso bordado de realce.

Levantose la señora y abrió más los postigos de las rejas para que mejor lo viese todo el sobrino. Luego pidió rosas frescas y las puso en los fanales de las andas, con tanta delicadeza y puericia que tía Lutgarda parecía entonces una graciosa doncellita.

Y acabado el florido atavío, dijo, indicando el finísimo lienzo de Jesús:

-Esto fue regalo que hizo al Santo Cristo tu padrino en su último viaje. Nos dijo que lo había labrado una dama muy hermosa y desgraciada... ¡Y supimos quién era!

Félix se conmovió. Junto al Cristo solariego se le aparecía su gentil «madrina».

-...Mucho vacilamos antes de ceñir el lenzuelo a Nuestro Señor. Pedro fue quien lo decidió, recordando que Jesús había recibido la ofrenda de ungüento precioso de la Magdalena... ¡Yo no sé, yo no sé; pero Guillermo era igualmente acepto a los que estaban en gracia divina y a los hijos del pecado! ¿Se salvaría? ¡Oh, Dios mío!

-Sí, tía Lutgarda, y acaso sólo por haber amado mucho...

Penetraban entre las tablas de la persiana cinco franjas azules de sol haciendo una lira de luz, y el humo del cigarro de Félix ascendía y se mezclaba rizándose, y resucitaba y estremecía el leve cordaje.

Vino Teresa, sin ruido de calzar; sólo producía un manso rumorcico de haldas. Dijo a la señora que Alonso solicitaba licencia para ir al mercado de Los Almudeles.

Doña Lutgarda hablaba de devoción a Félix, y acabó su plática con estas suavísimas palabras:

-En fin, tú, hijo, no eres un descreído seco, irreductible y furioso; antes creo que eres dócil a los consejos, y que todo es abandono de tus padres porque te quieren demasiado... ¡Pero quién no ha de quererte siendo tan criaturita! Ya verás cómo en estos campos sanas de cuerpo y de ánima. Has de hacer práctica religiosa: vendrás conmigo a misa, rezaremos juntos; y aunque al principio te canses y te duermas, acabará por encenderse tu fe.

Esta coincidencia que tuvo la señora con Pascal maravilló tanto al sobrino que le removió de su emperezamiento.

Apareció Alonso, recién rapado y mudado con un traje negro del difunto señor don Pedro.

Félix se levantó y le dijo que le esperase porque también se marchaba él para ir al concierto.

-¡Ahora, Félix! ¿Qué pensamiento te dio?

-¡Con este sol que casi hace hervir el río, Dulcísimo!

Félix había subido a su cuarto. Recogió su sombrero, blando y aludo; y al llegar a la escalera desalentose. ¿Qué le importaba el concierto, ni Los Almudeles, ni nada?

Todos le aguardaban en la entrada.

-¡Félix, hijo! ¿Por qué has de ser tan violento, tan aturdido? ¿Osarás presentarte con esas ropas campesinas? Mira que el concierto es de grande solemnidad...

-¡Concierto! ¿Qué concierto? ¡Si ya no quiero ir! Me voy a la sombra de nuestros viejos olmos...

Y escapó riéndose.

-¡Félix, Félix!

-¡Dulcísimo!

Ordenó la señora que Alonso lo siguiera y acompañase. Y a Los Almudeles fue un hijo del labriego, mozo de mulas de la hacienda.

Félix se había alejado. Alonso le gritó:

-¡Mire que por ahí se va al colmenar!

El joven se detuvo.

-¿Colmenar? ¿Tienen colmenas, pero muchas?

-Habrá cuarenta, me creo, si no pasa...

-Yo nunca he visto por dentro una colmena. Lléveme.

-¿Ahora quiere, don Félix? -Y quedose mirando al antojadizo caballero, que no se atrevió a penetrar en su deseo, temeroso de no querer tampoco ir a las colmenas.

Alonso tornó al casal; y pronto vino y dijo:

-Aquí traigo lo que es menester. -Y le mostraba un saco, cuyo fondo era hecho de celosía de alambres muy sutiles.

La gloriosa pureza del azul, la grande y desconocida visión de este paisaje, exaltaban a Félix, acuciándole a recoger toda la mañana dentro de sus ojos; y hasta lo más menudo de los campos fijaba su ánimo.

Vislumbraba de telas de araña la pingüe y fresca tierra de los bancales hortolanos. Y Félix se inclinaba para admirar esos delgados y curiosos tejidos de plata; se entraba por los tiernos y resbaladizos cauces de las regueras; y luego, afanoso de seguir al labriego, corría hundiéndose entre verdura, tropezando en los ramajes esquilmeños de los manzanos, rendidos por la abundancia, y las pomas le caían fragantemente, doblándole las faldas de su sombrero, rodando por sus hombros; tomaba de ellas; las mordía; y la piel de la fruta, ya calentada del sol, su aspereza con dulces dejos, y el olor de su zumo, le llenaron de sencillez y puericias.

Verdaderamente era Félix, entonces, un rapaz que saltaba las cercas de un huerto, y se embriagaba de vida gustándola, sorbiéndola, aspirándola en la alegría de los árboles, del sol, del agua y del azul magnífico...

Alonso tuvo que esperarle, que estaba ya muy lejos.

Cuando se hallaron juntos desdobló Alonso la arpillera, y con mucha gravedad y cuidado se la puso a Félix, dejándole enfundada toda la cabeza. Y en tanto que cumplía esta ceremonia, que a Félix le representaba la consagración de algún rito bárbaro y agreste, no dejaba de advertirle «que ya no hablase recio, que las manos se las guardase en las faltriqueras» y otros prudentísimos avisos.

Para verse insaculado se miró Félix su sombra en el rudo espejo de la tierra soleada. Acomodose la redecilla delante de los ojos; aspiró olor de miel y sudor de castradores, y gritó y saltó de gozo.

Le pidió Alonso que no alborotase. Y en silencio llegaron a una diminuta aldea de casitas encaladas puestas al abrigo de un bardal encrespado de zarzas y aromos.

Allí dentro sonaba un ronco fragor como de río que se despeña.

Estremeciose Félix de emoción sintiéndose cerca de penetrar en el sagrado de vidas vírgenes. Consideraba ese recinto un monasterio, y a las abejas, religiosas, todas veladas. Acordose también de la geórgica de Virgilio, y aun quiso decir algo del poeta divino. Alonso no lo consintió. ¡Señor!, Alonso estaba transfigurado: ya no era el rústico maldiciente, sumiso, flemático. Lo vio gigantesco, heroico, inmóvil, solo, sobre fondo de cielo tachonado de abejas de oro. Todo el ambiente semejaba conmovido de la pujante tría.

Le llamó; no le escuchaba. Félix ingresó en la blanca callejita del colmenar. Crecía su pasmo de ver al campesino cercado de peligros y sin defensa de la celada de saco y alambres. Se lo confesó. Y Alonso, gustando el panal de la vanagloria, repuso despacio:

-No piense en mí. Basta con esto. -Y sacó del seno un trozo de cuerda; y acercándose a una colmena, la encendió. Después quitó los hatijos, hirvientes de costras de abejas, y de lo hondo subió el enjambre fiero, ruidoso. Alonso lo oseaba con suavidad, perdonando sus rebeldías y amenazas. Vio Félix las rubias y esponjosas brescas con sus celdillas desbordantes de tostado y espeso licor, y otras habitadas por las velluditas artífices, recelosas, bravas como aves criadoras.

-¡Basta, basta; no miremos más, que todas huyen sufriendo!

Pero Alonso no le oía, y entraba la encendida soga, y se asomaba tercamente a las cálidas entrañas del blanco sagrario, que exhalaba un vaho de cera, de flores de altar de mes de María.

¡Señor! ¡Alonso era, entonces, un genio! ¡Hasta sus ojos menuditos y grises daban lumbres de majestad, y todo él ostentaba bizarría, regocijo, triunfo y dominación! Sus ansiedades estaban cumplidas. ¡Cuán sereno y fuerte delante de las abejas! ¿Tendrían todos los hombres, hasta el mismo Alonso, la codiciada agua para su sed? ¿Qué fuente refrescaría y saciaría las ansias imprecisas de su alma?

No pudo seguir elogiándole ni inquiriendo otras peregrinas cuestiones, porque del seto frondoso y vivo sonó un grito, y a poco risas y plañidos de exquisito donaire.

¡Oh, el grito era de garganta femenina! Quitose Félix la grosera capilla, y saltó afanosamente el muro de maleza.

¡La mujer de Koeveld!

Sí; ella era, que reía y se quejaba mostrando sus manos a una criada campesina. La blanca sombrilla de seda rodaba por el camino. A lo lejos venía Giner, pesado, cayéndose, tropezando con un perro flaco y desorejado que se obstinaba en hacerle gracias y zalemas. Y el señor Giner rechazaba y aborrecía al animalito.

Acercose Félix a la esposa.

-¡Ay, lo que me hizo una abeja aquí, en este dedo, en el chiquitín!

Él le tomó la mano herida y llevósela muy cerca de la mirada y de su boca, mientras la hermosa dama lamentábase blanda y donosamente como niña enfermita, descansando su busto en el hombro de Félix.

La anacreóntica estaba invertida. Venus misma era la llorosa, mordida de «una sierpe pequeñita y alada».

...Por el zarzal del seto asomaba la espantada cabeza de Alonso, ya sin majestad, sin lumbres de triunfo ni nada...