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Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación

Concepción Arenal






ArribaAbajoLas colonias penales de la Australia y la pena de deportación


ArribaAbajoDictamen

De la comisión encargada del examen y calificación de las memorias presentadas al concurso ordinario de 1875, aprobado por la Academia


La de las Memorias presentadasComisión nombrada para el examen y calificación al Concurso ordinario de 1875, cuyo tema es: ¿Convendría establecer en las islas del Golfo de Guinea, o en las Marianas, unas colonias penitenciarias, como las inglesas de Botany-Bay?, tiene la honra de someter su dictamen al más ilustrado de la Academia.

Cinco son las Memorias presentadas al Concurso, y si buen acierto tuvo la Academia en proponer el tema, llamando la atención de los hombres estudiosos sobre un punto harto olvidado en España, muy grato y lisonjero es para la Comisión poder afirmar que será este uno de los Concursos mejores entre los celebrados hasta el presente; pues que, aun en las Memorias donde la Comisión no halla méritos suficientes para recompensarlos, nótase vivísimo esmero, estudio detenido, trabajos que exigen preparación no escasa y propósito digno de aplauso.

Sin embargo, es ley ineludible del Concurso escoger lo que mejor cumple las condiciones del programa, y eliminar lo que, aun siendo bueno en alguna de sus partes, no se muestra tan perfecto y acabado.

Procediendo, por tanto, por eliminación, debe quedar fuera del Concurso la Memoria núm. 4, que tiene por lema: «Hos ego versiculos feci ¿voluit en alter honores?» Forma un volumen de 315 páginas en folio, con una Introducción, escrita posteriormente, de 57, y además un pliego suelto. Es éste un trabajo dirigido al Sr. Ministro de la Gobernación en 1868, que no respondo exactamente al tema propuesto, pero que indudablemente dirigíase a un fin análogo; más práctico que teórico, si bien el autor no desconoce estudios científicos, y en el párrafo o capítulo III, en unas 39 páginas, se ocupa de la pena de muerte y del derecho de penar en la sociedad, punto no sometido a discusión, lo que el mismo autor reconoce, pues en la Introducción plantea perfectamente el problema, diciendo que la penalidad no era objeto de su Memoria, sino la manera de cumplir las penas. Muestra conocimiento exacto de la cuestión, más por lo que ha pensado que por lo que ha leído. Trata de la colonización, acertadamente desde su punto de vista, en Fernando Póo y Golfo de Guinea, pero no de las islas Marianas, sometiéndola a la idea utilitaria de los beneficios que pudiera reportar España ahorrándose el sostenimiento de los penados, y por los que traería el comercio del África Central, mas no bajo el concepto de la corrección de los penados, base fundamental de las colonias penitenciarias. Muestra, sobre la corrección, grande escepticismo por resultado de su experiencia personal, proponiendo en definitiva la creación de una gran penitenciaría en las islas Canarias, coincidiendo en este punto, pero tratándolo con más extensión que el autor de la Memoria núm. 3.

Completan el trabajo de que nos ocuparnos 24 cuadros estadísticos de gran mérito y utilidad para la cuestión, 22 de ellos relativos a los confinados en establecimientos penales en España en los años de 1857 a 1866, ambos inclusive. Otro de los acogidos en las Inclusas y Casas de Expósitos de la Península desde 1859 a 1864, y, finalmente, un estado de la marina mercante de Europa, sin referirse a un año determinado.

Pero esta Memoria, aun cuando fuese superior, a todas, y a tanto no alcanza, por más que reúna condiciones que la hacen muy digna de aprecio; aun cuando por la Introducción posteriormente escrita se quiere acabalar lo que le falta para caber dentro del tema, no puede entrar en el Concurso, por la ligereza o el temerario empeño del autor en quebrantar el anónimo, que es ley del Concurso. Resulta de la simple lectura, que ha sido empleado en la Dirección de Establecimientos penales; dedúcese que era oficial de Negociado y el encargado de redactar la estadística cuyos cuadros sirvieron para la Junta general del ramo. Dice que la Memoria está escrita por su mano, y como si no bastaran estos datos para determinar la persona, incitando la curiosidad de averiguarla, caso de tener tan mal propósito, comete la indiscreción de conservar la misma portada de la Memoria dirigida al Sr. Ministro de la Gobernación, cuando fácilmente pudo sustituirla con uno de los dos folios en blanco que la siguen, y en esa portada, debajo de un papel azul muy tenue y de gran trasparencia, se lee el nombre de D. R. J. B. y todos sus títulos académicos, con más el de Secretario de la Junta inspectora de Establecimientos penales.

La Comisión, ante este hecho innegable, deplora la conducta del Sr.***, cuyo nombre publica como demostración de haber faltado tan notoriamente a las condiciones del Concurso, del cual, por su propio hecho, queda separado.

La Memoria núm. 2 tiene por lema: «Nisi utile est quod facimus stulta est gloria». Consta de siete párrafos o capítulos y 17 notas por apéndice, en 46 páginas en folio de letra muy compacta. Es más bien un ensayo que un trabajo acabado de persona que sabe escribir con perfección; pero que rebuscando el efecto, redacta frases en formas arcaicas y ampulosas al lado de otras sencillas y elegantes, y haciendo supuesto de la cuestión, resuelve afirmativamente que deben establecerse colonias penitenciarias en el Golfo de Guinea, predominando la idea de mirarlas corno medio de desarrollo comercial, no como fin propio del problema moral y jurídico del cumplimiento de la pena. Describe perfectamente, con datos bien escogidos, la localidad de Fernando Póo, afirmando su salubridad, sin hacer la distinción que atinadamente se lee en otras Memorias, acerca de la facilidad o dificultad de aclimatación del europeo en la zona tropical. Los párrafos 5.º y 6.º revelan escaso estudio de la cuestión penal en sí misma, y nada contienen que conduzca a formar concepto de la opinión del autor, sobre las colonias penitenciarias inglesas establecidas en la Nueva Gales del Sur, y las vicisitudes que han sufrido, para hacer de su estudio provechosa aplicación a nuestro país. Es éste el trabajo más deficiente de los que se han presentado, y la Comisión opina, por tanto, que debe ser eliminado del Concurso.

Con fruición verdadera entra la Comisión a dar cuenta de las tres Memorias números 1, 3 y 5. La del número primero, que lleva por lema: «Decidme cuál es el sistema penitenciario de un pueblo, y os diré cuál es su justicia», es un trabajo de gran mérito, trazado por mano maestra, que obedece a una elevada, severa y nobilísima inteligencia. Leídas las primeras líneas encuentrase uno atraído, tanto por la belleza de la forma como por la pureza del pensamiento, y no cabe dejar la lectura hasta terminar la Memoria. Constituyen ésta 14 capítulos, de los que el primero, admirablemente escrito con espíritu cristiano y filosófico, se enlaza estrechamente con los capítulos undécimo y decimocuarto, siendo los intermedios del segundo al décimo una tan terrible como elocuente historia analítica de las colonias inglesas de la Australia, y los doce y trece una rigurosa deducción lógica de las premisas sentadas, por la cual resuelve que ni la moral, ni el derecho, ni la religión, ni los medios económicos, conducen a establecer colonias penitenciarias ultramarinas como principio general, ni de aplicación a nuestras islas del Golfo de Guinea o a las Marianas, afirmando que el problema penal, que se da por resuelto en la Metrópoli, alejando los criminales, vuelve a plantearse en la colonia, y exige la creación de otras colonias penales como sucursales, o una doble deportación, según así la califica, y la erección de nuevos presidios y penitenciarías en las mismas colonias, anulándose al fin éstas, bien por el abandono de tales establecimientos, o porque el elemento libre, germen de vida para la prosperidad de la colonia, es principio de muerte para el establecimiento penal, cuyo contacto desmoraliza y corrompe, y es, al fin, rechazado por los pobladores honrados del territorio que no quieren recibir la importación de un elemento tan deletéreo. El trabajo entero, escrito con convicción profunda, conocimiento grande del derecho, estilo sobrio tanto como elegante, lógica inflexible y descripciones calorosas de todos los peligros y los males, así físicos como morales, que afligen a los penados durante una larga navegación y en los primeros años del establecimiento de la colonia penal, para llegar luego a la consecuencia de su transformación en colonia libre o su abandono antes de un cuarto de siglo, dan a esa Memoria tal preferencia, tal mérito absoluto y tanta superioridad sobre las demás, que la Comisión no vacila en proponer para ella la adjudicación del premio, como muy merecido galardón del desempeño del tema.

También es digna de mucha estimación la Memoria número tercero, que tiene por lema el siguiente: ¿A las islas Marianas o al golfo de Guinea? E invocando luego a Tissot en su introducción filosófica al estudio del derecho penal, plantea la cuestión del modo siguiente:

«¿Tiene la sociedad el derecho de condenará muerte por el clima a quien creyó no podía ajusticiar. Este segundo lema resume perfectamente el trabajo, resolviendo por la negativa el problema planteado en un libro de 311 páginas, dividido en nueve capítulos. Es quizá la Memoria donde se acumula más caudal de erudición, riqueza de datos y conocimiento de los hechos. Concluye acertadamente según las premisas que sienta, para que no se establezcan colonias penitenciarias en las islas del Golfo de Guinea, ni en las Marianas; pero con alguna inconsecuencia, si bien disculpable, se inclina a crear, no una colonia, sino un depósito o casa penitenciaria en las islas Canarias; no determinando en cuál de ellas, siendo más bien una indicación vaga o incierta que una proposición estudiada y deliberadamente resuelta. Inferior esta Memoria a la del número primero le sigue, sin embargo, en mérito y bondad relativas; pero tiene lenguaje desigual, incorrecto a veces, y en los datos que acumula hay alguno contradictorio. En vez de la sobriedad con que los coloca el autor de la Memoria número primero, hay en la del número tercero lujo de ellos, algunos no exigidos por el tema, pero indudablemente muy útiles sobre las colonias francesas (cap. II) y las de Holanda y Portugal, así como apunta los hechos de los Gobiernos y las opiniones de los autores en pro y en contra de la cuestión debatida (capítulos V y VI). Las indicaciones higiénicas sobre nuestras islas del Golfo de Guinea, exceden en bondad a las presentadas por la Memoria número primero. El punto de vista administrativo desenvuelto en el capítulo VII, está tratado magistralmente, y hacen acreedor al autor de la Memoria a una distinción que acredite el aprecio con que ha sido mirada, proponiendo para ella el accésit número primero.

Tiene por lema la Memoria número quinto «The reformation of men, can never become a mechanical process». Escrita con soltura y desenfado, en estilo llano, claro, y en ocasiones descuidado, acredita el autor conocimiento de la cuestión, y se inclina al establecimiento de colonias penitenciarias en nuestras posesiones ultramarinas; pero le asalta la duda de que puedan prosperar en Fernando Póo, si resultase cierto que las mujeres europeas se hacen estériles bajo aquel clima. En la Introducción recuerda la intervención que la Iglesia tuvo en suavizar la pena, y afirma que sin sacerdotes y sin enseñanza no se consigue resultado alguno en las cárceles y penitenciarias. Describe mejor que ningún otro de los concurrentes los sistemas penitenciarios aplicados en nuestro siglo, y merece su preferencia el de Crofton, adoptado en Inglaterra para suavizar gradualmente la situación del penado, cuando aquella nación se vio obligada a conservar en la Metrópoli los criminales que rechazaban las colonias, y hubo de suprimir éstas como penales.

Los capítulos II, III y IV descriptivos de Fernando Póo, las Marianas y la Australia, están bien redactados; sobre todo el III, contiene lo mejor que sobre las Marianas se sabe, sacado de una Memoria que lealmente designa y existe en el Ministerio de Ultramar, y respecto a Australia, presenta datos de idéntico origen a la Memoria número tercero, aunque no tan extensos, pero quizá mejor extractados.

En el capítulo V, titulado «Régimen de las Colonias penitenciarias españolas», coinciden algunos puntos con la Memoria número cuatro, eliminada del Concurso, y partiendo del supuesto que tales colonias deben establecerse, señala luego el procedimiento, para el cual apunta consideraciones muy atinadas, pero olvida por completo las dificultades del transporte, elección de la colonia, aclimatación, gobierno, justicia y administración que de mano maestra ha pintado el autor de la número primero, y en la parte económica el de la número tercero.

Sin embargo, la Comisión cree conveniente reponer un segundo accésit para el autor de dicho trabajo, incompleto sin duda, pero que tiene puntos de vista muy escogidos y conocimientos nada comunes, que deben ser alentados en el premio en vez de perderse en la obscuridad. Las tres Memorias que la Comisión designa a la aprobación de la Academia con calificación muy distinta, pero honorífica, pueden formar con su publicación un cuerpo de doctrina que llame la atención de los doctos y de los hombres de gobierno sobre una materia tan importante, apenas conocida en nuestra patria, y que fije la opinión de tal suerte, que al verificar la reforma penitenciaria puedan aprovecharse las lecciones de los sabios y las experiencias de los Gobiernos, en vez de divagar en tanteos y ensayos, no sólo costosos al país, sino mortales para los infelices penados a quienes ni aun como anima vili puede tratarse, cuando el objeto de las colonias penitenciarias, logrado o frustrado, no ha sido otro sino el de corregirlos, rehabilitarlos y devolverles su dignidad de seres racionales.

Madrid, 25 de Junio de 1877.-LAUREANO FIGUEROLA.-MANUEL ALONSO MARTÍNEZ.-CIRILO ÁLVAREZ.




ArribaAbajoAdvertencia

Antes de realizar el hecho de un sistema penitenciario, es indispensable examinar el derecho de imponer la penitencia, la razón, la índole y el objeto de la pena, que no puede ser justa si no está en armonía con los principios de justicia. Al legislar sobre prisiones, se ha prescindido a veces de toda filosofía del derecho, de toda teoría penal, y hasta de la legislación escrita y vigente, pero tales infracciones, lejos de servir de norma, marcan un escollo en que no pueden caer los que buscando la verdad sinceramente, discuten los principios en la región serena de las ideas.

Para determinar el régimen a que han de sujetarse los penados, hay que formarse una idea clara y exacta de lo que es la pena; el legislador que de este conocimiento carece, se extraía por los muchos caminos que al error conducen, y marcha sin saber fijamente ni de dónde ha partido, ni a dónde va; ignora cuál es su deber y su derecho, y unas veces traspasa y otras no llega a los límites marcados por la justicia.

No vamos a empezar este escrito por un tratado de derecho penal; ni nuestras fuerzas alcanzan a tanto, ni los límites a que ha de sujetarse esta obra lo consienten, pero por las razones que dejamos apuntadas, nos parece indispensable consignar que los sistemas penitenciarios no deben tener la latitud que con frecuencia se supone, que las leyes sobre prisiones han de sujetarse a los principios de justicia, y que para discutir un modo de penar es indispensable fijarse en lo que debe ser la pena. Por eso hemos empezado este trabajo procurando formar de ella una idea clara.

También nos ha parecido indispensable, para saber si convenía que España estableciese colonias penales como las inglesas de Australia, conocer bien éstas, con cuyo objeto hacemos un resumen de su historia, siguiendo en la narración, no el método que pudiera hacerla me. nos árida, sino el que presenta con más claridad y deslinda mejor los hechos. No hay arte en nuestro trabajo, ni aspiramos a que tenga otra belleza que la verdad.




ArribaAbajoCapítulo I

¿Qué es la pena?


El origen de la justicia está en Dios, inspirador de la conciencia. Por ella y en ella, el hombre siente que es un ser moral.

Siente que hay mal y bien.

Siente que es libre de realizar el uno y rechazar el otro.

Siente que siendo libre, es responsable de su acciones.

Siente que merece premio el que hace bien, castigo el que hace mal.

Llama justicia al dar a cada uno su merecido.

Esto sienten y afirman todos los hombres, cualquiera que sea la región y la época en que vivan. Si hay dementes, idiotas, malvados o sistemáticos que nieguen la universal afirmación, pueden en alguna circunstancia aparecer bastante fuertes para escandalizar a la humanidad, pero siempre serán impotentes para dirigirla. Bajo el punto de vista moral, puede negarse la cualidad esencial de hombre al que en principio no reconoce la justicia.

Esta afirmación universal de la justicia que arranca del sentimiento, se corrobora y afianza por la razón, que demuestra todo el bien, toda la belleza, toda la verdad que hay en ella, y cuanto la injusticia lleva en sí de malo, deforme y engañoso. Los más grandes filósofos analizan, razonan, enaltecen, fortifican el sentimiento de justicia, no le crean: es un fenómeno espontáneo de la conciencia, como es una necesidad imperiosa de la vida.

La justicia, como el aire, nos rodea sin que lo notemos; la respiramos sin apercibirnos de que está allí; sin darnos cuenta la hacemos y la recibimos; en la sociedad más corrompida, es la regla, y si reprobamos tan enérgicamente las excepciones, es porque contradicen y repugnan a nuestro modo de ser. Si lo notamos bien, esta reprobación es instintiva; instantáneamente y sin reflexionar condenamos la acción perversa, elogiamos la acción buena, y sólo el que no ha observado bien puede sostener, que la indignación que produce el crimen y el entusiasmo que inspira la virtud heroica, son reflexivos; el horror que inspira el primero, las lágrimas que arranca la segunda, no son obra de la razón, que los fortifica, pero no los crea.

Tenemos, pues, que toda justicia, como toda filosofía, parte de la conciencia humana; el hombre es justo, o no es hombre. Esta verdad la ven más o menos claramente todos los que a él se dirigen para hacérsele benévolo; para convencerle, para arrastrarle, se le habla siempre de justicia; no hay usurpador que no intente ponerla de su parte; los mismos que la profanan, la invocan; prueba clara de que fuera de ella no hay prestigio, no hay fuerza, no hay humanidad.

El hombre siente, razona, ama, necesita la justicia; luego la justicia existe.

Pero si el sentimiento de la justicia es siempre el mismo en todos tiempos y lugares, la idea de la justicia varía mucho, y tanto, que un mismo hecho parece justo o injusto, según el siglo o el hombre que le juzga. El confundir el sentimiento con la idea, ha ocasionado a veces el descrédito de la justicia, suponiendo que no existe porque se comprende de distinto modo. Todo legislador debe esforzarse por tener de la justicia la idea más elevada y más exacta posible, y la ley debe ser la expresión del progreso de las ideas, en la medida de lo practicable.

Unido al sentimiento de justicia, y confundiéndose con él, observamos el de premiar al que cumple con sus preceptos y castigar al que los infringe; impulso que arrancando de la conciencia, se robustece y fortifica con la reflexión del entendimiento. El legislador que condena un delito y le impone una pena, parte, pues, de un principio fijo, y edifica sobre el indestructible cimiento de la conciencia y de la razón humana.

Al establecer la ley penitenciaria podrán ocurrir muchas dudas por la divergencia de opiniones, pero no equiparando el bulto de los que opinan con el peso de los que razonan, y prescindiendo de puntos de detalle que conviene mucho eliminar cuando se discuten principios, el legislador podrá hallar suficientemente probado que la pena, para ser justa, ha de reunir las condiciones siguientes:

1.ª No ser tan dura que pueda calificarse de cruel.

2.ª Ser proporcionada al delito.

3.ª Ser igual en su aplicación para todos los que son igualmente culpables.

4.ª Llevar en sí los medios de corregir al que castiga, o por lo menos de no hacerle peor de lo que es.

5.ª No tratar al penado como mero instrumento para realizar cálculos tenidos por ventajosos para la sociedad.

6.ª Ser ejemplar cuanto fuere dado en justicia.

I

La pena no ha de ser tan dura que parezca cruel.-Aquí conviene recordar lo que dejamos dicho; que siendo de todos los tiempos y de todos los países el sentimiento de justicia, varía mucho la idea que de ella se forma, según la época, el lugar y la persona que la define.

En pueblos que acababan de arrancar a la venganza privada el derecho de imponer la pena, y en que la justicia se llamaba aún venganza pública; en que las pasiones feroces se excitaban con el continuo ejercicio de la guerra; cuando las costumbres eran rudas, las ideas limitadas, las instituciones desfavorables a la clase de donde salen generalmente los criminales que se castigan, mirada con profundo desprecio por aquella de donde salían los legisladores, la pena había necesariamente de ser dura, y ha de parecernos cruel a los que vivimos en época y condiciones diferentes: como los que la hacían, la ley era sañuda y despreciadora de aquellos a quienes penaba, y creyéndolos abyectos o indignos no podía concebir la idea de corregirlos.

La reacción de este error da lugar a otro. De no ver más que el derecho de la sociedad, se ha pasado a considerar más bien el del individuo, como si no fuesen inseparables y armónicos. De no pensar en corregir, se ha pasado a corregir solamente; en no dar al penado más que lecciones, en hacer de modo que para recibirlas, sufra lo menos posible, pareciendo el ideal, que se corrija sin sufrir nada.

Al ver tan universal, tan profundo, tan desinteresado, el espontáneo movimiento de la conciencia humana, que a la vista de un crimen pide que se castigue al culpable, parécenos que la filosofía debía haber analizado ese sentimiento, y ver si arrancaba de la eterna justicia o era producto de las pasiones feroces y de la grosera ignorancia.

La conciencia universal que ha pedido siempre pena para el criminal, si no pide precisamente corrección, exige una cosa sin la cual la corrección es imposible. Hay grandes armonías en las profundidades del corazón humano; las hay entre la culpa, la pena y la corrección, que es preciso afirmarlo resueltamente, no puede existir sin la pena, sin alguna cosa que mortifique y haga sufrir.

El que es Origen de la justicia y Ordenador de la armonía, no pudo haber inspirado a las conciencias rectas el deseo de castigar al delincuente, si este castigo fuera un sufrimiento innecesario, un mal; se desea, se pide la mortificación porque sin ella no puede haber enmienda.

El que ha faltado a su deber en cosa grave, si la justicia no le pena ni su conciencia le mortifica; si puede continuar alegremente las infracciones de la ley moral, es seguro que no se corregirá. La represión de la justicia humana, el remordimiento de la conciencia, no pueden contenerle sin mortificarle. ¿Por qué se corrige el que peca? Porque le duele haber pecado. Sin dolor no hay corrección posible.

Se dice: el criminal tiene derecho a la pena, porque le tiene a la corrección; sin duda; pero es preciso añadir: tiene necesidad del dolor, y la exigencia instintiva de la conciencia humana es un elemento indispensable de regeneración.1

A veces se legisla y se filosofa acerca de los delincuentes, sin conocerlos bastante, con todos los inconvenientes de la ciencia que la experiencia desdeña. Bien está que se parta de las grandes síntesis para analizar; bien está que se vuelva a ellas después de haber analizado; pero suprimir el análisis y la observación, es tan absurdo en antropología como en cualquiera otra ciencia. No hay enmienda posible sin una reacción de la conciencia contra el mal realizado, y esta reacción no se verifica sin que un dolor venga a despertarla. Este dolor puede ser el remordimiento, lo es en algunos casos, pero no en los más; el criminal vulgar, si quedara completamente impune, si pudiera ostentar su maldad triunfante, no se arrepentiría: duele ver que el hombre llegue tan abajo, pero llega.

Podría parecer a primera vista que no hay más diferencia que el modo de expresar una misma cosa, y que viene a ser igual una pena que corrige y una corrección que pena; pero la negación del dolor como elemento indispensable para la enmienda, cuando se llega a la aplicación, a la práctica, da lugar a inconvenientes graves, porque la lógica lleva a procurar que la vida del penado recluso sea tan dulce, tan agradable como fuere posible; toda privación parece crueldad si sólo de corregirle se trata, y se puede conseguir sin mortificarle.

Al mismo tiempo que la necesidad del dolor para la enmienda, debe reconocerse la razón de que la sociedad no use con el criminal todo aquel rigor a que parece autorizarla la justicia; porque, por regla general, alguna parte tiene en el delito que castiga. Seguramente que el hombre puede y debe siempre cumplir con su deber; no hay condiciones que a faltar a él le obliguen, ni fatalidades que triunfen de una buena conciencia y recta voluntad; pero cuando las circunstancias exteriores dificultan mucho el cumplimiento de la ley; cuando fortifican los impulsos y aumenta la tentación de infringirla, la sociedad, que puede y debe mejorar estas circunstancias exteriores y no lo hace, no ha de considerarse enteramente extraña a la culpa de sus hijos, ni al penarlos olvidar que tal vez pudo haberla evitado.

Debe también tenerse muy presente que la falta de sentimiento, la insensibilidad, es en la mayor parte de los delitos una concausa; en algunos la causa verdadera de ellos. Uno de los principales objetos que se ha de proponer la pena, es hacer más sensible al penado; el sentido común lo comprende así, como lo prueba el llamar a un hombre duro e insensible como sinónimo de cruel.

En las reacciones recíprocas del hombre físico y del hombre moral, los sufrimientos materiales excesivos disminuyen la sensibilidad del que mortifican, y el excesivo rigor desmoraliza porque endurece.

Es necesario procurar que el alma del penado sienta mucho, que sienta lo más posible, lo cual no se puede conseguir si se tortura su cuerpo.

Así, pues, la pena, ni ha de usar de crueldad ni evitar todo dolor, sino tener la severidad necesaria, templándola cuanto sea posible, amor de Dios, de los hombres y de la justicia.

II

La pena ha de ser proporcionada al delito.-Parece que este equitativo principio no puede dar lugar a la manifestación de opiniones opuestas. No obstante, cuando el concepto de la pena es puramente de corrección, excluyendo toda idea de castigo, de dolor, de orden social, puede muy bien suceder en la práctica que de dos culpables que han cometido el uno un gran crimen y el otro un delito no muy grave, sea más penado el último que el primero, porque es o parece más incorregible.

Dios sólo sabe cuándo un culpable está verdaderamente corregido, cuándo siente en su corazón pena de su culpa, la detesta y hace firme propósito de enmendarse, porque comprende y acata las leyes del deber, porque quiere cumplir con lo que manda la justicia divina, no por temor a la justicia humana. Los hombres no pueden distinguir, sino muy difícilmente, el arrepentimiento verdadero del que se finge, y aunque en teoría es posible distinguirle, no en la práctica, tratándose de la mayoría de los criminales.

De esta impotencia del hombre para leer en el corazón del hombre; de esta imposibilidad de que cada penado tenga cerca de sí un filósofo, observador asiduo y competente de sus sentimientos y de los progresos que hace en el camino de la enmienda, resulta que en él no puede juzgarse más que el hombre exterior, que sólo se le aprecia por sus hechos, en la limitada esfera de acción que tiene mientras está recluso; que por su honradez legal no es posible averiguar si es moral o continúa siendo un malvado, aunque se abstenga de acciones justiciables. Todo el que ha observado de cerca muchos penados, sabe que los grandes criminales, por regla general, son mejores presos; su conducta deja menos que desear, son exteriormente superiores a los reos de delitos de poca gravedad. Los de condenas cortas, los correccionales, tienen siempre apariencia de ser los más incorregibles.

Sí, pues, sólo del individuo y de corregir se trata, no pudiendo penetrar en el corazón, y habiendo de atenerse a cierto orden de acciones, a juicios formados en una esfera necesariamente muy limitada, al hombre exterior, a la honradez legal, es indudable que la gravedad de la condena no será proporcional a la del delito. En muchas ocasiones, probablemente en la mayoría de los casos, estará en razón inversa, y los grandes malvados, que no es raro que sean grandes hipócritas y que tengan fuerza de voluntad, cuando por las apariencias de su conducta se mida su pena, ésta se abreviará y saldrán menos penados que los culpables de delitos leves, en que hay más vicio que crimen, voluntad más floja, hábito más inveterado y mal más ostensible y difícil de ocultar.

Principios hay que serían buenos para realizarse por la Omnipotencia divina, pero que son impracticables o perjudiciales aplicados por la limitación humana. Reconociéndola, no nos parece que se puede prescindir de medir el rigor de la pena por la gravedad del delito.

III

La pena ha de ser igual para todos los que son igualmente culpables.-Este es el ideal de la justicia, que no puede realizar la imperfección humana. Por recto e inteligente que sea un juez, no puede saber con exactitud si dos infracciones de la ley, exteriormente iguales, son consecuencia de depravación o crueldad diferente; la gravedad del hecho puede apreciarse bien; el grado de la culpa del agente es imposible de apreciar con exactitud. Con la pena sucede lo propio: una misma afecta y mortifica de un modo muy diverso, según la disposición moral y la resistencia física del penado.

Pero si la perfección es imposible, el acercarse a ella cuanto sea dado es el más imperioso de los deberes; porque ser injusta, en nombre de la justicia, es la falta mas grave, más irritante y más perjudicial que la sociedad puede cometer. Deben, pues, excluirse del sistema penitenciario todas aquellas penas que conocidamente han de pesar con desigualdad sobre penado, como fatigas físicas que sólo pueden soportar los más fuertes, y mortificaciones morales que afectan tanto menos cuanto más merecedor de castigo severo es el que las sufre.

IV

La pena debe llevar en sí los medios de corregir al que castiga, o por lo menos de no hacerle peor de lo que es.-Esta condición de la pena es esencialísima, porque siendo la perfección el principal objeto de la vida del hombre, no se concibe culpa ni atentado mayor que ponerlo en situación de que rebaje en lugar de levantar su nivel moral, y que en vez de perfeccionarse se deprave. Crimen de lesa humanidad comete la sociedad que directa o indefectiblemente deprava y endurece al hombre a quien pena; no hay crueldad material comparable a este atentado contra el alma. Si se supiera bien lo que se quiere decir cuando se dice: «los penados salen de los presidios, los presos de las cárceles mucho peores que entran»; si se comprendiera hasta qué punto falta a la justicia la sociedad que en su nombre pervierte a los que pena, se levantaría un clamor unánime contra toda pena perjudicial a la moralidad del penado; la conciencia pública lanzaría su anatema contra infracción tan grave de la ley moral, y preferiría la impunidad absoluta a la pena corruptora.

Es verdaderamente incomprensible cómo en este punto la sociedad española desconoce el deber, o cómo, comprendiéndole, le pisa. ¿Con qué derecho castiga a los envenenadores del cuerpo, ella que sostiene y dirige establecimientos en cuyo frontispicio puede con verdad escribirse: «Aquí se envenena el alma»?

Se ha discutido si la sociedad debe mejorar al penado, o solamente impedir que se haga peor. Sostendríamos lo primero si no estuviéramos persuadidos de que la cuestión aquí viene a ser de palabras: observando bien al hombre, reo o juez, recluso o en libertad, se ve que su espíritu no se para, ni se fija en ningún grado de la escala moral; el que no consigue mejorarse, se empeora; el que no se eleva, desciende; retrocede el que no progresa: esta regla no tiene excepción, y lo es para todo hombre, sea llevado en dorada carroza o arrastre un grillete. Todo anciano es mejor o peor que era de joven, porque en las diversas facultades que constituyen el hombre espiritual, en los diversos impulsos que siente, sólo ejercitando, fortificando los buenos, es decir, mejorándose, logra tener a raya los malos, que una vez vencedores, no pueden por sí mismos pararse en la rápida pendiente de la perversidad, ni hay fuerza que los detenga en el camino del mal sin hacerlos andar, poco o mucho, pero siempre algo, en la dirección opuesta.

Así, pues, la pena que no empeora al penado le mejora necesariamente; la que no le mejor le hace peor. Pero en el progreso del bien, ¿no puede haber grados? En estos grados, ¿no puede influir el sistema penitenciario? Ambos caso nos parecen indudables, y evidente el deber de no perdonar medio para elevar el nivel moral del hombre, cuando se le deja en manos de la sociedad, cuando ella dispone absolutamente del régimen a que ha de sujetarle; cuando aquella omnipotente tutela, sólo haciendo lo mejor puede defenderse de la acusación de tiranía. La personalidad del penado se amengua No sólo se le priva de su libertad, sino que todas sus acciones, hasta las más insignificantes están sujetas a la regla que se le quiere dar. Se determina si se le ha de encerrar solo o acompañado; si ha de comer así o vestir del otro modo; si ha de trabajar o estar ocioso; si ha de quedar en el suelo que le vio nacer o ser trasladado a otro hemisferio. Justo es poner coto al abuso de la libertad con la privación de ella; justo es rectificar la voluntad torcida; justo despertar la conciencia que duerme. Pero la legitimidad de todos estos medios está en que se empleen en conseguir un buen fin, el mejor fin posible, y sobre que nadie puede decir cuándo es bastante la mejora del penado para asegurarle indefectiblemente contra la reincidencia; sobre que en su culpa, por regla general, alguna parte suele tener la sociedad, mal comprende ésta su misión si no cree que consiste principalmente en perfeccionar a los que dirige, y tanto más, cuanto más han puesto en evidencia la necesidad de ser corregidos, y ella dispone de los medios incondicionalmente. ¿No es absurdo y repugnante decir a un hombre, reconozco el deber de corregirte al penarte; tengo medios de realizar esta corrección; mas por pereza o por economía no emplearé todos aquellos de que puedo disponer, y en vez de aspirar a que seas bueno me limito a procurar que seas un poco menos malo? ¡Singular médico, que pudiendo, no cura, y se contenta con aliviar un poco al enfermo!

V

No tratar al penado como mero instrumento para realizar cálculos tenidos por ventajosos a la sociedad.-Bien considerada, ninguna cosa injusta puede ser útil, ni para la sociedad ni para el individuo; pero consideradas mal, muchas cosas injustas parecen útiles, y hay grandísimo riesgo de extraviarse buscando la justicia por medio de la utilidad, en vez de llegar a la utilidad por medio de la justicia. El que busca la utilidad solamente, marcha por caminos tortuosos, enmarañados, llenos de precipicios y tinieblas; se coloca en puntos de vista bajos y falsos; es movido por impulsos mezquinos y pasiones ciegas, variando de propósito a medida de las diferencias de cálculos equivocados. El que busca la justicia, va por recto y seguro amino, iluminado por clarísima luz, tiene dirección fija, y fuerte y sostenido y elevado impulso para seguirla. De aquí que, buscando la justicia, es seguro hallar la utilidad, y no teniendo por norte más que la utilidad, es muy peligroso no hallarla por separarse de la justicia, fuera de la cual no puede estar.

No ha sido, por desgracia, raro penar a un delincuente con cruel severidad, no porque su delito fuera grave, sino para que otros, escarmentados, no le cometieran, convirtiéndolo en instrumento de la seguridad común, y prescindiendo de lo que era justo para él por atender a lo que parecía útil a la sociedad. Lejos están los Códigos penales y los sistemas penitenciarios de haberse limpiado enteramente de esta lepra de injusticia, y a sabiendas o sin saberlo, el legislador sacrifica la justicia en aras de una pretendida utilidad, y tal pena es desproporcionada al delito, porque la sociedad tiene mucho interés en que no se repita, y tal sistema penitenciario se adopta dando por principal razón su utilidad para el pueblo que le plantea.

Los expedientes a que recurren los Gobiernos, ni las aparentes ventajas que de ellos pueden resultar, no pueden tener fuerza para conmover los principios fundamentales de la sociedad, para torcer su justicia ni fascinar a los que la buscan a la altura donde sólo puede hallarse, y con independencia de hechos que no se interpretan bien o que no pueden justificarse.

Nunca ni para nada el fin justifica los medios. El hombre es un cooperador armónico del bien de la sociedad, no un instrumento que únicamente en clase de tal se emplea, ni una víctima como aquellas que se inmolaban para satisfacer la pretendida justicia de dioses imaginarios. Ni un átomo más de la pena que merece el delincuente se le debe imponer, porque de agravarla resulte a la sociedad un considerable beneficio. ¿Cómo su moral ha de ser diferente y menos severa que la de los individuos que la componen? ¿En cuál de ellos se reconoce el derecho de hacer daño sin más razón que el supuesto provecho que pueda resultarle? Los derechos forman parte de la justicia, que es una armonía compuesta de todos ellos. Ninguno puede ser antagonista ni hostil a otro, y teniendo el penado derecho a que no se le imponga más de la que merece, no puede la sociedad tener el de aumentarla: cuando lo hace es extraviada por el error, o abusando a sabiendas de a fuerza.

VI

La pena ha de ser ejemplar cuanto fuere posible.-Haciendo cargos a un magistrado inglés que había condenado a un hombre a muerte por robar algunos caballos, respondió: «No se le ha condenado porque robó unos caballos, sino para que otro no los robe». La razón no puede parecer buena a nadie que tenga exacta idea de lo que es justicia, pero si, como dejamos recordado más arriba, el penado no puede considerarse como el mero instrumento de una ventaja para la sociedad, cuando sin perjuicio de su derecho la sociedad puede reportar esta ventaja, debe hacerlo.

Siempre que la pena, sin faltar a ninguna de las otras condiciones, sin las cuales no nos ha parecido que podía ser justa, añade la de ser ejemplar, debe tenerse en mucho esta ventaja. Si el temor de la pena contiene para cometer el delito, son muchos los bienes que de tal circunstancia resultan. No es ya sólo un número de personas que se verían despojadas o muertas, y conservan su vida y su hacienda, sino otro mayor de hombres contenidos en los límites del deber, en vez de romper todo freno; sostenidos en su dignidad, en vez de caer en la mayor de las degradaciones y mantenidos a la altura de personas honradas, en vez de hundirse en el abismo del crimen.

Este bien inmenso que la pena ejemplar hace a los que fluctúan, a los que vacilan, a los que necesitan alguna fuerza exterior para no caer en la tentación, no se limita a salvar cierto número de individuos agresores y acometidos, sino que contribuye a dar fuerza al derecho, extendiendo y consolidando la idea de justicia.

La conciencia pública, en el estado actual de nuestra sociedad, no es un todo homogéneo que se compone de partes idénticas. Conciencias hay claras, elevadas, firmes; pero otras, y son muchas, vacilan y ven muy confusa la idea del deber, que se fortalece y se hace más perceptible con la sanción de la ley. Es necesario haber visto de cerca a personas sumidas en total ignorancia o extraviadas por groseros errores, para comprender la necesidad que tienen de que la ley formulo los mandatos de la moral o imponga una pena a las infractores. Sin duda es la peor manera de moralizar; pero, en fin, es una, en algunos casos la única posible, y por lo mismo de gran precio.

La pena injusta no sólo puede dejar de ser ejemplar, no sólo puede no contener al que está predispuesto a lanzarse por el camino del crimen, sino que puede impulsarle: así se han visto penados que cometían nuevos y mayores crímenes para recibir un castigo que la ley tenía por más grave y ellos por menos duro del que sufrían. No hay que encarecer la gravedad de semejante hecho; para la ley, como el hombre, antes del precepto de hacer bien está el de no hacer mal.

Hechas estas breves observaciones acerca de lo que debe ser la pena, veamos lo que han sido las colonias penales inglesas en Australia.




ArribaAbajoCapítulo II

Salida de los deportados de Inglaterra.-Establecimiento en Australia.-Organización y vicisitudes de la colonia2


Después de haber procurado formar una idea exacta de lo que debe ser la pena, vamos a examinar lo que ha sido la deportación a Botany-Bay, y veremos si los procedimientos del Gobierno inglés están conformes con los principios de derecho. Para hacer esta especie de confrontación, es indispensable un resumen histórico de la colonización penal de la Australia, que aunque sea, como será, breve, ha de bastar para que pueda apreciarse en vista de los hechos, si la práctica de la deportación se ha inspirado en la teoría de la justicia.

Inglaterra, aunque sin un sistema de deportación bien determinado, tenía el propósito y la práctica de deportar sus criminales, y saneaba la atmósfera moral enviándolos a sus colonias de América. El objeto no era más que deshacerse del mayor número con el menor coste posible, y el modo de conducirlos a las Barbadas, a Jamaica y la situación que allí tenían, forman una de las páginas más ignominiosas de que debe avergonzarse un pueblo honrado.

El suelo que hoy forma los Estados Unidos, cuando era colonia inglesa, recibía de la madre patria periódicamente un gran número de penados a deportación, y la provincia de Maryland, sobre todo, se veía todos los años invadida por falanges de malhechores. La verdadera causa de la insurrección de las colonias inglesas de la América septentrional fue que, cuando un pueblo, en todas las esferas, ha llegado a su mayor edad, no puede permanecer bajo la tutela de otro que no es más fuerte que él. Entonces, y aun después, se presentan como causa del movimiento, agravios que no han sido más que ocasión de él: toda revolución es la resultante de un gran número de fuerzas, aunque sea muy común no tomar acta más que de las que se presentan en primero y último término.

Seguramente ni el impuesto sobre el té, ni la deportación de los criminales de Inglaterra a sus colonias de América, determinaron a éstas a sacudir el yugo; pero en un pueblo predispuesto a rebelarse debía causar una impresión profunda la voz de Franklin cuando apostrofaba a los ingleses, diciéndoles: «Vaciando vuestros presidios sobre nuestras ciudades, haciendo de nuestro suelo la cloaca de los vicios de que no pueden libertarse las viejas sociedades europeas, nos habéis hecho un ultraje, del cual debieran habernos puesto a cubierto las costumbres patriarcales y puras de nuestros colonos. ¡Oh! ¿Qué diríais si os enviáramos nuestras culebras de cascabel?»

La insurrección primero, y después la emancipación de las colonias inglesas de la América septentrional, puso a la Inglaterra en la necesidad de levantar presidios o buscar otro país a donde arrojar sus penados. El gran gasto que la primera de estas medidas exigía, y al lado de este motivo, y aun acaso más poderosa que él, la costumbre y la comodidad de enviar a otra parte los hijos de Inglaterra que no le hacían honor ni le servían de provecho, la determinó a buscar un país remoto, a donde sin obstáculos ni reclamaciones diplomáticas pudiera fundar una colonia penal: ese país fue la Australia. Reconocida muy de paso por Cook y sus compañeros, parecían necesarias nuevas exploraciones para establecer una colonia penal; pero Inglaterra no quería aplazar por más tiempo la evacuación de sus prisiones asoladas por el tifus, durante once años de una aglomeración de criminales, para la cual no estaban preparadas, y en Diciembre de 1786 se señaló la Nueva Gales del Sur para establecimiento de una colonia penal.

Salida de Inglaterra.-El día 13 de Mayo de 1787 zarpó del puerto de Plymouth la primera expedición de penados. Componíase de once buques, dos de guerra y nueve mercantes, de los cuales tres llevaban provisiones de todas clases, instrumentos, aperos, etc., y los seis restantes penados. El número de éstos, según los datos más fidedignos, era de 565 hombres, 192 mujeres y 18 niños, que por condescendencia se dejaron a sus padres: 200 soldados próximamente iban para custodiarlos, de los cuales 40 llevaron consigo a sus esposas. Habiendo corrido voces de que en alta mar los penados se rebelarían, se añadió otro buque de guerra a los dos de la escolta; pero habiendo llegado a cierta altura y considerando el capitán gobernador Arturo Phillip que no hacía falta, se volvió a Inglaterra.

El convoy llegó el 3 de Junio a Tenerife y el 4 de Agosto a Río Janeiro; durante el último mes había sido preciso reducir la ración de agua; el número máximo de enfermos llegó a 95.

Permanecieron los deportados en Río Janeiro durante un mes. Este tiempo se empleó en renovar los víveres y reunir una colección de gramíneas y vegetales del Brasil para la nueva colonia: la expedición llegó el 23 de Octubre al cabo de Buena Esperanza, donde se embarcaron más víveres, diversas especies de animales, aumentándose también la colección de vegetales.

A poco de separarse de la costa de África se desarrolló entre los deportados una epidemia que se comunicó a las tripulaciones; duró mes y medio, no siendo tan mortífera como general. Los buques de transporte que no estaban convenientemente preparados para tan larga navegación, empezaron a tener grandes averías, que hubieran producido una catástrofe si por cualquier causa se hubiera dilatado la llegada a Botany-Bay, verificada felizmente el 20 de Enero de 1788. El viaje había durado ocho meses.

El primer suceso fue, un terrible desengaño. El capitán Cook, generalmente tan exacto, no lo había sido al describir a Botany-Bay y sus inmediaciones; la bahía tenía poco calado y estaba rodeada de tierras estériles o pantanos formados por aguas salobres. La orden terminante de desembarcar los penados tan pronto como se anclase en Botany-Bay no pudo cumplirse, y fue necesario explorar la costa en busca de mejor puerto y terreno más apropiado para la nueva colonia. Esta exploración dio a conocer una inmensa y profunda abra, indicada ligeramente por Cook con el nombre de Puerto Jackson, en una de cuyas ensenadas anclaron los buques, desembarcó la gente y se empezaron los trabajos del nuevo establecimiento, al que en honor del lord que había dirigido la expedición, se llamó Sydney.

Imprevisión del Gobierno.-Al embarcar los penados que en los antípodas y en una playa desierta habían de formar una colonia, el Gobierno inglés no tuvo en cuenta las necesidades de ella, y la primera de todas, brazos útiles y hombres que tuvieran algún conocimiento y práctica de los oficios que proporcionan seguridad y techo. Gran número de penados, por su edad y sus achaques, eran incapaces de ningún trabajo; otros tenían la práctica de las artes que alimentan el lujo de las grandes poblaciones, pero no de aquellas de primera necesidad, indispensables para fundar un pueblo; el mayor número eran inútiles: se formará idea del abandono que hubo en este punto con saber que había un solo albañil, sin que constase su oficio, que se supo por casualidad.

Mala disposición de los penados para trabajar.-Dada semejante imprevisión y descuido, se comprende las dificultades con que habría que luchar, aumentadas por la mala voluntad de los penados, a quienes las recompensas no servían de estímulo para el trabajo, que sólo hacían por temor al castigo.

En vano el Gobernador, en la medida de sus escasos medios, acudiendo al mismo tiempo a las indispensables construcciones para procurarse techo, y a los trabajos agrícolas, señalaba a los penados tarea, terminada la cual, podían trabajar para sí; la pereza era más fuerte que la perspectiva de una segura ganancia.

Hubo que suspender los trabajos agrícolas porque el invierno se acercaba, sin que hubieran podido levantarse construcciones un tanto sólidas que guareciesen de la intemperie a los nuevos pobladores. A las causas que reducían el número de obreros, vino a unirse otra más temible: las enfermedades. En una población de 1.000 personas hubo día en que pasaron de 200 los enfermos; imagínese lo triste de este cuadro, más desconsolador por la dificultad de una buena asistencia. Interrumpiéronse los trabajos empezados para dedicar los obreros a la construcción de un hospital.

Observaciones científicas.-Es de notar, que al mismo tiempo, el teniente Dawes, encargado de hacer observaciones científicas, dirigía la instalación de, un observatorio astronómico, en donde colocaba los instrumentos suministrados por el Almirantazgo: rasgo notable de un pueblo, que al enviar sus malhechores a los antípodas, llevaba también su ciencia como noble necesidad o como generosa aspiración. La obra científica rivalizaba en actividad con las necesidades en la naciente colonia, y al mismo tiempo que los edificios más indispensables, se hacían exploraciones y se levantaban planos que pronto había de utilizar la Geografía.

Establecimiento en la isla de Norfolk.-Conforme a las instrucciones del Gobierno, debía formarse inmediatamente un establecimiento en la isla de Norfolk, y para cumplirlas, a mediados de Febrero salió para ella un buque con algunos deportados, dos soldados, un sargento, un comandante y víveres para seis meses; la colonia donde no había nada concluido ni seguro, y compuesta solamente de algunos centenares de pobladores, empezaba a colonizar; hecho que caracteriza bien el genio inglés.

Salubridad del clima.-Los trabajos más indispensables se hacían con lentitud, como hemos dicho, por falta de brazos, de destreza y de buena voluntad: hubo que apelar a las tripulaciones de los buques de transporte para auxíliarlos, y aplazar la construcción de un fuerte, que parecía imperiosa necesidad en una colonia de penados a tal distancia de la Metrópoli, y donde, la rebelión tenía tantas probabilidades de quedar triunfante. Debieron contribuirá evitarla la degradación del criminal y la depresión de ánimo consiguiente en una población cuya quinta parte está enferma; el orden, pues, tuvo tres poderosos y tristes aliados; la falta de energía, la enfermedad y la muerte. No eran consecuencia del clima, cuya salubridad se pudo notar desde luego, y sin la cual es seguro que se hubiera despoblado la colonia: se comprobó que las causas del mal estado sanitario eran las fatigas del viaje, el uso de las carnes saladas, la inmoralidad y mala conducta de los colonos, y padecimientos inveterados en muchos, que sólo servían para ocupar una cama en el hospital y consumir una ración, en cambio de la cual daban algún mal ejemplo.

Habían transcurrido ocho meses desde la fundación de Sydney, y la pérdida de muchos animales que se esperaba propagar, la mala cosecha, los escasos recursos de la pesca, todo hacía temer el hambre, y la previsión del Gobernador empezó por disminuir algún tanto la distribución semanal. Se envió el único buque de que podía disponerse al Cabo de Buena Esperanza; el socorro era lento y poco eficaz: podía traer víveres solamente para quince días, pero la necesidad iba apremiando de tal modo que no pareció despreciable, y con él se esperaba proveer a las necesidades de la colonia por espacio de cuatro meses sin disminuir la ración.

Ración.-Como se comprende, después de desembarcar, lo mismo que a bordo, todos estaban a ración. Las distribuciones eran semanales, lo cual tenía grandes inconvenientes, dada la imprevisión e inmoralidad de los consumidores, que gastaban o vendían al principio de la semana sus provisiones, quedándose los últimos días sin recurso alguno. Cuando la penuria se hizo sentir más y más, las raciones se distribuyeron dos veces por semana primero, y después diariamente. Alguna parte de los víveres almacenados fueron fraudulentamente sustraídos, siendo autores o cómplices del delito los mismos encargados de evitarle.

La ración varió mucho, no sólo por la escasez de víveres en los primeros años, sino por la arbitrariedad, y hasta el año de 1816 no se fijó legalmente y constituyó una obligación para los colonos libres que tenían penados a su servicio, y por un trabajo moderado de nueve horas debían darles semanalmente:

  • 11 libras de pan.
  • 7 de carne.
  • 4 de tocino salado.
  • 1 de azúcar.
  • 2 onzas de té.
  • 3 ídem de tabaco.

Además, 1.000 reales al año, próximamente, y vestido.

Hambre y abandono.-Inglaterra había prometido que en los almacenes de la colonia penal habría siempre un repuesto de víveres para un año, mas olvidaba su promesa. Hacía dos que no se recibía auxilio alguno de la Metrópoli; el corto número de hombres aptos para el trabajo había sido diezmado por las enfermedades; ni la cosecha, ni la pesca, ni la cría de animales domésticos, habían correspondido a lo que se esperaba, y en aquel desierto apartado, y al parecer olvidado del mundo, a las privaciones se añadía el terror de lo que sería de la infeliz colonia si no venía el socorro, que después de haber sido tanto tiempo esperado en vano, inspiraba poca confianza. Redújose primero la ración de los que no trabajaban, después la de los que se dedicaban a trabajos ligeros, luego la de todos. La primera reducción fue de la tercera parte, y las sucesivas llegaron a dejar el alimento tan escaso, que hubo quien literalmente se murió de hambre.

En una ciudad sitiada, donde por falta de víveres se comen animales inmundos, y que ve diezmar sus habitantes por las enfermedades consecuencia de la miseria, ¡con qué ansia se esperará el socorro! Aun sería mayor la de los colonos de la Australia; allí, ni cabía el triste recurso de rendirse; el enemigo implacable era el hambre, el aislamiento, el abandono, y no había más esperanza que divisar en el mar alguna vela que no se veía. En vano acudían a la playa los míseros desterrados; en vano subían a las alturas; nada descubrían, y al bajar, aumentaban con la suya la consternación general. Se contaban ya los días que podría durar aquella ración tan mermada, que más bien que sostener la vida podía decirse que evitaba la muerte repentina, y las imaginaciones exaltadas y lúgubres creían llegado el momento de ver una muchedumbre en la feroz agonía del hambre, buscar la muerte en el suicidio, o evitarla devorando a los compañeros inmolados.

Toda la energía del Gobernador no bastaba para mantener el orden en tan horrible conflicto. Suspendíanse las construcciones y los trabajos agrícolas, porque los penados se negaban a trabajar y vagaban por los bosques, alegando que la ración que se les daba era insuficiente para sostener la vida.

Un accidente acaecido a un buque de gran porte que llevaba considerable cantidad de víveres, y tuvo que arribar al Cabo de Buena Esperanza con casi todo su cargamento averiado, exime, hasta cierto punto, al Gobierno inglés de la responsabilidad de los últimos meses de penuria, pero no del abandono en que durante dos años tuvo la colonia; y decimos hasta cierto punto, porque la pérdida de un buque o de su cargamento, no es una cosa tan rara que no pueda preverse, y nunca debió hacerse depender de la suerte de uno solo la de los deportados a Botany-Bay y sus guardadores.

Llega socorro.-Al fin, un día se oye el grito salvador de ¡una vela! No era ilusión; luego se distinguió otra, y otra, y hasta cuatro. Era el socorro, tan largo tiempo esperado; pero la alegría que llevó a la colonia fue bien pronto acibarada.

Epidemia.-Con el buque que llevaba víveres iban otros tres conduciendo penados, cuya situación presentaba un cuadro desgarrador. Habíase desarrollado el escorbuto, la disentería, y fiebres malignas y contagiosas entre los deportados; en un solo buque habían muerto 164 durante la travesía; otros expiraban en el bote que los llevaba a tierra, o en la playa. El cambio al llegar, que parecía beneficioso y propio para salvarlos, no los puso a cubierto del mal, que se cebó aún más en ellos después de saltar en tierra; el número de enfermos llegó hasta 500. «La primera labor de la mañana, dice un testigo presencial, era abrir sepulturas para los muertos de la noche».

Criminal descuido del Gobierno.-Esta epidemia y horrible mortandad fue consecuencia de la imprevisión del Gobierno y de la impía sórdida avaricia de los armadores, en cuyos buques se trasladaban los penados, encadenados en la bodega, y cuya ración era tan escasa, que por aprovechar la de sus compañeros muertos, los ocultaban, aspirando las mefíticas emanaciones de los cadáveres en putrefacción. Se había hecho el ajuste de dar 1.700 reales, próximamente, por el pasaje de cada penado que se embarcase, sin estipular ninguna otra condición. El interés de los armadores estaba en que murieran en la travesía, y horror causa decirlo, ¡parece que obedecieron a este interés! Pero la responsabilidad de este hecho no pesa toda sobre los codiciosos mercaderes. A más de la que cabe al Gobierno, que, lejos de tomar ninguna precaución contra su codicia, la estimulaba, por los términos del contrato; al ver la manera de cumplirle, ¿cómo el jefe de la fuerza armada que custodiaba a los deportados, el representante de la ley, como quiera que se llamase, no intervino en favor de aquellas víctimas e hizo cambiar aquel régimen homicida? Se ignora y no se comprende, a menos que el interés fuese a bordo tan contagioso como el escorbuto.

Después de grande mortandad, el estado sanitario mejoró al fin, a lo cual contribuyeron las prudentes medidas adoptadas y la mucha actividad que se empleó para combatir la epidemia: en esta ocasión, como en todas, el Gobernador desplegó sus excepcionales dotes, sin las cuales es dudoso que hubiera podido salvarse la colonia. Animóse ésta con algunos meses de abundancia y se activaron los trabajos, tanto agrícolas como de construcciones urbanas. Duró poco aquella bienandanza; en 1790, la mala cosecha, la sequía, los calores, la falta de auxilios de la Metrópoli, fueron causa de nueva penuria; las raciones volvieron a reducirse, durante cinco meses de grandes privaciones, agravadas por la incertidumbre y el temor de no recibir oportuno socorro. Al recibirle, reprodújose, en parte, lo sucedido al llegar el anterior; con los víveres iban penados, entre, los que hubo también grande mortandad durante la travesía, y mucho mayor después; cualquiera que fuese la causa, parecía que el mal incubado a bordo, hacía explosión al aire libre.

Aun en las expediciones menos fatales para los deportados, era grande la mortandad al llegar a la Australia, sea que el límite del viaje coincidiese con el de sus fuerzas, sea que no pudieran resistir la transición del aire de la bodega de los buques al de la orilla del mar.

Estos fueron 108 conflictos más terribles, pero no los únicos en que se vio la colonia por falta de subsistencias. Muchas veces escasearon, pasando años, antes de que el hambre no fuera una calamidad o una amenaza; aun hubieran pasado muchos más, si el comercio, acudiendo a aquellas remotas playas, no hubiese, llevado la abundancia.

Escasa población.-El culpable abandono de la Metrópoli es tanto más incomprensible, cuanto que no era grande el número de los habitan es de la nueva colonia: a pesar de los muchos penados enviados allí, habían sucumbido tantos, que al quinto año de su instalación contaba sólo 4.000 habitantes. De éstos sólo 1.695 eran deportados.

El Estado o la Corona, como allí se decía, era propietaria del suelo que concedía a los que se comprometían a cultivarle. Dieron lugar a grandes abusos estas concesiones, que con el tiempo se fueron limitando y regularizando. Se hacían a todos los hombres libres, y también a los emancipados, que eran los penados cumplidos o que, habían recibido indulto.

Todo colono tenía derecho a recibir como auxiliares, cierto número de penados, que variaba según su categoría, y la extensión de tierra que se había comprometido a cultivar, y todos, incluso los emancipados, tenían derecho de elegir entre los penados, aquellos que les parecían más útiles. Los oficiales y empleados superiores, tenían derecho a diez penados para los trabajos agrícolas o el pastoreo, y a tres para el servicio doméstico, y los demás a un número proporcionado, que iba disminuyendo con la categoría del que los empleaba. En los primeros años, estos servidores, no sólo eran gratuitos, sino que recibían ración del Estado.

Obras públicas.-Las obras públicas en los primeros tiempos de la colonia no fueron sólo los edificios para servicio común, caminos, muelles, etc., según en las antiguas sociedades acontece, sino que el Estado tenía rebaños, almacenes y cultivaba tierras. Debe observarse, no obstante, que, a pesar de la actividad y raras dotes del Gobernador primero, Arturo Phillip, los trabajos forzosos hechos con penados y a mucha costa, dieron poco resultado, no pudiendo competir con la actividad privada.

Actividad privada.-Desplegaron mucha y muy inteligente los oficiales cultivando el suelo, y sobre todo introduciendo y propagando varias especies de animales, que tan pronto habían de ser un origen de riqueza para ellos y de prosperidad para el país. Algunos soldados cultivaban también huertos y jardines, pudiendo asegurarse que sin el ejemplo y el impulso de los hombres libres, escasos frutos hubiera dado el trabajo de los penados.

Rentas de la colonia.-En los primeros tiempos, el Tesoro público no tenía más recursos que el numerario enviado por la Metrópoli; pero a medida que el comercio y la industria fueron teniendo alguna importancia, pagaban derechos el tabaco, las licencias para vender bebidas espirituosas, los puestos en los mercados y las cesiones de los terrenos que las compañías ponían en cultivo: también se pagaban portazgos, y el 5 por 100 del comercio de importación. Cuando llegaron a escasear los brazos, el Estado cobraba por cada penado que concedía a los colonos, una cantidad semanal, que ingresaba en las arcas públicas.

Creación de dos Bancos.-Aunque se tomaron diferentes medidas para evitar la salida de numerario, éste escaseaba mucho, y la creación de dos Bancos dio excelentes resultados. Pero si los establecimientos de crédito fueron un elemento de prosperidad, las obligaciones personales, que firmadas por el deudor se multiplicaban prodigiosamente, fueron causa de infinitos pleitos, abusos y ruina. En un pueblo en que entraba por tanto el elemento vicioso e imprevisor, debiera haberse puesto algún correctivo a la facilidad de contraer un compromiso oneroso por satisfacer un capricho pasajero: fue una verdadera desgracia para la colonia la facilidad con que en ella hicieron fortuna los legistas embrollones.

Tribunales de justicia.-Al lado de las necesidades materiales, la nueva colonia no podía menos de sentir la necesidad moral de la justicia, y se comprende que la penal era la más urgente en una sociedad compuesta, en gran parte, de malhechores. Se estableció primeramente un tribunal de justicia criminal, que por su composición y tendencias podía calificarse de consejo de guerra. Debía atenerse en lo posible a las leyes de Inglaterra; el juicio se pronunciaba en la forma del veredicto del Jurado inglés, y las ejecuciones capitales necesitaban de la aprobación del Rey, representado por el Gobernador.

El tribunal civil que se constituyó después, se componía del Juez letrado y dos ciudadanos, con derecho de apelar de sus fallos al Gobernador, y de éste al Rey, siempre que el objeto en litigio pasase de 300 libras; es de notar que se daban más, garantías a la hacienda que a la honra, la libertad y la vida. Los primeros años fue grande la arbitrariedad en la administración de justicia, y se comprende que nadie reclamase contra ella, o que las reclamaciones no fuesen oídas, partiendo de una clase tan abyecta como la de los presidiarios; pero a medida que el número de hombres libres aumentó, aumentaron las exigencias de la justicia, que fue organizándose como en Inglaterra para los que no eran penados. Los tribunales tenían atribuciones más extensas respecto a éstos: en ellos constituía delito la embriaguez, la desobediencia, la pereza, el insulto y la insubordinación. Por la simple queja de un colono, los jueces de paz podían condenar a un penado a quince días de tread mile (molino movido por una rueda de escalones, que sube incesantemente el que sufre el castigo); a cien azotes, a veinte días de reclusión solitaria a pan y agua, y hasta seis meses de trabajos forzados. Los penados incorregibles podían sufrir la prolongación de su pena por espacio de tres años, ser enviados a un establecimiento penal, o a trabajar en las minas. La arbitrariedad de los jueces de paz y desigualdad de las penas para un mismo delito, fueron una de las grandes injusticias y de las que más tardaron en remediarse.

Corrupción de costumbres.-Se debe notar que en los primeros años, mientras la emigración libre no fue muy considerable y la población se componía en gran parte de los emancipados y de los primeros pobladores, que en sus relaciones con ellos se habían corrompido, el progreso material halló grandes obstáculos en el vicio y en el crimen, y la general depravación disminuyó la pública prosperidad. Sin entrar sobre este punto en detalles que corresponden a otro capítulo, nos ha parecido conveniente indicar las corrompidas costumbres, como uno de los obstáculos que se opusieron en un principio al más rápido crecimiento de la colonia.

Disensiones entre el Gobernador y los oficiales.-Viose esta amenazada seriamente por las disensiones y hostilidad de los que debían asegurar el orden y la paz. Fue ostensible la discordia entre el gobernador King y una gran parte de sus oficiales, que por una especie de golpe de Estado unos fueron enviados a la isla de Norfolk y otros a Londres para comparecer ante un consejo de guerra. Estos acontecimientos no se han puesto muy en claro, como sucede con los que deben investigarse, a tal distancia; pero con lo quiera que las tropas de la colonia dieron más escándalos que buenos ejemplos, y que la oficialidad, activa para la industria, era ávida para la ganancia sin reparar en los medios, y de costumbres desenfrenadas, lo probable es que la razón estuviese de parte del Gobernador, que había llegado a temer más a los encargados de sostener el orden, que a los que razonablemente debía sospecharse que le turbaran. Instituciones hay en que difícilmente se halla medio entre el buen ejemplo y el escándalo, y no es raro que los guardadores de los criminales den más disgustos que ellos a una autoridad moral y celosa.

Insurrección militar.-Sucedió a King, en el gobierno de la colonia penal, Bligh, hombre de carácter duro e intransigente, que sin ninguna prudencia ni preocupación quiso atacar de frente los abusos. Uno de los mayores desde el principio, y tal vez el más funesto, era la fabricación, venta y contrabando de bebidas espirituosas, veneno físico y moral en un pueblo tan propenso a abusar de ellas, como el inglés, y en una población compuesta en su mayor parte de gente baja y viciosa o criminal. Las órdenes contra la venta y contrabando de licores no se cumplían; Bligh quiso que se observasen rigurosamente, y aunque se han formulado contra él otras muchas quejas y atribuido la insurrección militar que le redujo a prisión a otras causas, ésta debió ser la principal, porque contrariaba al mismo tiempo un grande interés y un vicio dominante: la opinión de un pueblo entregado a la embriaguez debe ser contraria al que intenta corregirle. Así se explica que no tuviera defensores la Autoridad, y que la guarnición, con sus jefes a la cabeza, prendiese al Gobernador y le tuviera mucho tiempo casi incomunicado, dándole sucesor interino hasta que el Gobierno resolviera. En esta insurrección, puramente militar, no tomaron parte alguna los penados; debe tenerse en cuenta que no estaban en mayoría, y que había un soldado por cada diez habitantes. Aunque después de mucho tiempo se mandó que el Gobernador expulsado fuese por veinticuatro horas restablecido para prestigio del principio de autoridad, no dejó de quedar bien patente cuánto se debilita la del Gobierno a tal distancia, si quiere contrariar fuertes influencias aunque se empleen para el mal.

Disensiones.-Si Bligh no había tenido quien le defendiera ostensiblemente; si tal vez no tenía partidarios, no es porque hubiese unión perfecta entre los nuevos pobladores de la Australia, que divididos formaban fracciones, y su desdichada influencia, y la larga interinidad que medió hasta la llegada del nuevo Gobernador, Macquerie, hicieron que éste hallase la colonia en un estado lamentable. Por tierra o ruinosos los edificios públicos, cayéndose los puentes, impracticables los caminos, desalentados los ánimos, todo parecía anunciar una prematura decadencia. Sin embargo, no era más que aparente: la actividad inteligente de la raza inglesa; su perseverancia a toda prueba en las empresas industriales y mercantiles, y una naturaleza con inagotables recursos, neutralizaban con ventaja todos los errores y faltas que pudiera haber en la administración de la colonia, que no tardó en recobrar su progresivo impulso y continuar su creciente prosperidad, debida principalmente a la cría de ganado lanar, cuyos productos empezaron a competir ventajosamente con las lanas de España.

Fúndanse las colonias.-La población iba extendiéndose, y la colonia, que a los poco meses de existencia destacaba una parte de su reducida población para formar la de Norfolk, fue estableciendo otras dependientes de Sydney, que con respecto a ellas podía considerarse como metrópoli.

Prosperidad.-A pesar de grandes faltas, de muchas dificultades, de conflictos, de verdaderas catástrofes, como la raza más industriosa y perseverante para el trabajo, había tomado posesión de un continente de clima sano y privilegiado suelo; como en Australia se dan casi todos los productos de las otras cuatro partes del mundo; como apenas hay planta ni árbol que no se aclimate; como los ganados se multiplican con prodigiosa rapidez, en una tierra siempre cubierta de pastos, y en la que no es necesario hacer acopios para el invierno, la colonia no podía tardar en prosperar, y prosperó en efecto. Los ingleses, a quienes no arredran las mortíferas costas del África occidental; que exploran el interior dejando a veces casi la totalidad de los exploradores en la peligrosa navegación de sus ríos; que estacionan en ellos años enteros para hacer un comercio que da ganancias grandes, pero suele costar la vida; que no abandonan la colonia que ha merecido el nombre de cementerio de los blancos, ¿cómo no habían de hacer prosperar las de la Australia, donde el cielo y el suelo les brindaba salud y abundancia, y hallaban costas de fácil acceso, inmensas bahías y buenos puertos?

La raza industriosa, comerciante, colonizadora por excelencia, cosmopolita como ninguna; el pueblo que más progresos ha hecho en la agricultura, en la cría de ganados y la mejora de las razas; que tiene siempre plétora de población, llevó su espíritu, sus hábitos, su actividad, su ciencia, y gran número de sus hijos a la región apartada, que por un raro conjunto de favorables circunstancias debía florecer prodigiosamente, recibiendo su más poderoso impulso de la emigración libre. A los doce años de fundada la colonia, tenía fuerte artillado, hospital, escuelas, teatro, puentes, caminos y relaciones comerciales con las otras cuatro partes del mundo, cuyos buques iban a Sydney con el cebo de una cuantiosa ganancia. No obstante, por esta época la población no pasaba de 6.000 almas, incluyendo los hombres libres y la fuerza armada, número menor que el de deportados que habían salido de Inglaterra, lo cual se explica por la gran mortandad, tanto en la colonia como durante el viaje. No se comprende este inhumano descuido, y menos la desigualdad con que los deportados eran tratados durante la travesía: aun después de haber transcurrido más de veinte años desde la fundación de la colonia, y por consiguiente, tener tiempo para conocer los abusos, remediarlos y establecer reglas fijas de que nadie pudiera separarse, había buques en que hasta recibían lecciones de primeras letras los deportados, muriendo uno sólo, mientra otro perdía 160.

Antes de pasar medio siglo, la colonia tenía todo lo que constituye esencialmente un pueblo civilizado. Tribunales que funcionaban con regularidad, ingresos que cubrían superabundantemente los gastos, templos,3 casas de beneficencia, escuelas, establecimientos científicos, comercio o industria naciente.

Parece una gloria del Gobierno inglés tanta prosperidad, pero puede decirse que apenas tuvo en ella más parte, que el nombramiento de personas a propósito para Gobernadores de la colonia, casi todos fueron hombres de mérito, y el primero, Arturo Phillip, eminente.

Hubo una circunstancia muy de tener en cuenta, por lo que pudo influir favorablemente en el establecimiento de la colonia: gran número de los deportados a ella, tal vez más de la mitad, lo fueron por delitos políticos. Aunque no creemos que siempre deje de haber culpa en el delincuente político, como a veces se le condena sin ella, otras se le impone una pena excesiva, y por lo común no suele ser tan criminal y degradado cómo el reo de delitos comunes, su menor perversión aumenta la probabilidad de hacer de él un colono útil. No sabemos si esta circunstancia pesaría en el ánimo del Gobierno inglés: es permitido dudarlo, viendo la imprevisión que en otras cosas tuvo, y parece lo probable que más que a proporcionar colonos útiles a Botany-Bay, atendiese a alejar presos peligrosos de Londres, Dublín y Edimburgo. Como quiera que sea, la injusticia, que lo fue, de deportar en tales circunstancias y a tan remotas playas delincuentes políticos, elevó indudablemente el nivel moral de la colonia.

Acusaciones que se formulan en Inglaterra.-Mientras prosperaba en Australia, era fuertemente combatida en Inglaterra. En la prensa y en la tribuna resonaban terribles acusaciones contra los abusos de autoridad, poca pureza en la administración, depravación de costumbres, y gran mortandad de los deportados. Acusábase también al sistema de caro, y de que, lejos de ser ejemplar la pena, estimulaba al delito. Las acusaciones tomaron tanto cuerpo, que no se formulaban solamente ante la opinión; se abrieron informaciones, fueron comisionados del Gobierno a Sydney, y un Gobernador de la colonia penal tuvo que comparecer ante los tribunales de Inglaterra. El juzgar los hechos y aun más las personas a tal distancia, y en una sociedad en condiciones tan excepcionales, no es cosa fácil, pero aun suspendiendo el juicio muchas veces, la severa imparcialidad ve, que al través de cargos apasionados algunas veces, había un gran fondo de verdad en las acusaciones que se dirigían a los corrompidos primeros colonizadores de la Australia.

Se construyen penitenciarías en Inglaterra.-Aunque seguían enviándose deportados a los diferentes pueblos que se formaban en la quinta parte del mundo, Inglaterra empezaba a levantar prisiones conforme al sistema celular. En 1818 se abría la penitenciaría de Millbank, recluyendo en ella las mujeres condenadas a deportación. El sistema de colonias penales, combatido al mismo tiempo que practicado, no ya en teoría, sino de hecho, recibía un terrible golpe con la apertura de la nueva prisión.

Se ha confundido y es fácil, la obra de la colonización inglesa en Australia con la colonización penal. ¿Qué parte tuvo ésta en el incremento de aquélla? ¿Hasta cuándo pudieron considerarse Sydney y las demás poblaciones como establecimientos penitenciarios? Difícil es determinarlo con exactitud. La emigración libre, limitada en el primer momento a las mujeres de los soldados que quisieron seguir a sus maridos, y que tuvo en los principios escasa importancia, fue aumentando por grados, y recibió después un extraordinario incremento. ¿Desde cuándo Australia dejó de ser un establecimiento penal, para convertirse en una colonia que recibía los criminales deportados de la Metrópoli? Hay dificultad para marcarlo, repetimos; pero nos parece que no habrá error grave en afirmar que a los veinticinco años de su fundación, las colonias inglesas de Australia dejaron de ser establecimientos penales, y como bajo otro punto de vista no debemos considerarlas, daremos a esta fecha por terminada la breve reseña de su instalación, volviendo atrás en el orden cronológico para apreciar algunas circunstancias importantes en los siguientes capítulos.




ArribaAbajoCapítulo III

De la emigración a Australia


La gran mortandad de penados, efecto de la inhumana manera de conducirlos; del repentino cambio de condiciones atmosféricas; de las muchas penalidades que al principio sufrieron en la colonia, y también de sus excesos, dieron en Inglaterra una idea equivocada del clima de la Australia, que se suponía mortal para la raza europea. Si esta idea fue sólo una preocupación vulgar, o halló eco en las clases todas y hasta en las regiones oficiales, es lo que no podemos afirmar; lo que hay de cierto es que los fúnebres relatos que de la colonia penal se hacían, no impidieron que el Gobierno continuase enviando a ella los criminales, pero retrajeron la emigración de los hombres libres.

Al fin desvanecióse el error respecto a la insalubridad de la quinta parte del mundo a donde empezó la Inglaterra a enviar una parte de la población que siempre le sobra.

Muchas parroquias, abrumadas por la contribución de pobres, les pagaban el pasaje para verse libres de ellos. Un inteligente economista, M. Shaw pretendió probar, que si el Gobierno y la caridad combinados, y haciendo un esfuerzo, enviaban a la colonia penal todos los pobres, podía extinguirse el pauperismo en Inglaterra con una economía de cerca de dos mil millones de reales. El cálculo era errado; la miseria retoña en toda sociedad que no arranca sus raíces, y pretender extinguirla alejando los pobres, es como querer secar un pozo a donde afluye de continuo agua corriente. La caridad, con su poderosa iniciativa y sus cálculos más o menos exactos, comunicó tan poderoso impulso a la emigración, que de las 81.000 personas que emigraron desde el año de 1838 al de 1852, 63.000 recibieron socorro para el viaje.

Desde el año de 1853 la emigración tomó mayores proporciones; en un solo mes, y por un solo puerto, salieron de Inglaterra 3.000 personas. En 1854 salieron de Liverpool 41.000, y más de 50.000 en 1857; y tal fue el número de emigrantes, que la marina inglesa no era suficiente para transportarlos, y muchos se embarcaban en buques extranjeros. Aunque la gran mayoría eran ingleses, había también alemanes, suizos, franceses y hasta noruegos. La América dio también su contingente, no muy numeroso ni muy escogido; el de la China fue mayor, pero no más apreciado por los colonos de la Australia, que promovieron ellos mismos inmigración de obreros útiles y familias honradas de Europa, Van-Diemen dio el ejemplo en 1840. En 1848 la Nueva-Gales gastó 7.500.000 rs. en auxiliar la inmigración, haciendo sus agentes embarcar en menos de tres meses más de 6.000 colonos.

El Gobierno no favoreció ni dirigió la emigración; dejó hacer, y aunque podía confiar en la actividad y carácter emprendedor del pueblo inglés, confió demasiado, porque muchos abusos hubiera podido evitar y muchas penalidades, poniendo con su dirección coto a la mala fe y a la ignorancia, que siempre se unen con facilidad y consecuencias deplorables.

Pero si el Gobierno inglés hizo poco, especialmente los primeros años, para auxiliar la emigración a Australia, la caridad individual, la colectiva y el espíritu de especulación hicieron mucho. Formáronse compañías para explotar terrenos, unas de buena fe, otras que pensaban solamente en explotar crédulos obreros, que en cambio de una riqueza imaginaria, daban sus ahorros acumulados penosamente durante muchos años. Al llegar a aquella tierra prometida, veíanse burlados en sus lisonjeras esperanzas, sin poder conseguir que se les hiciera justicia contra compañías poderosas, que alegaban un contrato redactado de mala fe y firmado con ligereza por hombres que lo comprendían demasiado tarde al verse a tal distancia de la patria, sin parientes, amigos ni medios de subsistencia en un país cuyos recursos desconocían, que les habían pintado como verdadera tierra de promisión, y que aunque muy propicia no da pan sin el sudor de la frente.

La previsión y solicitud del Gobierno hubiera podido evitar muchos fraudes y desgracias individuales, desapercibidas en Europa y no muy compadecidas en Australia, cuyo prodigioso incremento y prosperidad no dependían de que algunos miles de hombres fueran dichosos o desdichados.

Esta breve reseña de lo que fue la emigración europea a la quinta parte del mundo, confirma lo que decíamos en el capítulo anterior, que los establecimientos penales de Australia, que siempre tuvieron algún elemento libre, pasaron a ser muy pronto colonias donde se recibían penados.




ArribaAbajoCapítulo IV

Deserciones


El pensamiento constante, la idea fija, el sueño dorado, el ideal, en fin, del prisionero, es la libertad. Por conseguirla, pequeños le parecen todos los sacrificios, y los anales de las prisiones están llenos de hechos verdaderamente prodigiosos, de milagros de fuerza, de paciencia y de ingenio de los reclusos, para evadirse y quedar libres.

La prisión para el hombre no es solamente un edificio dentro de cuyas paredes se le encierra; la prisión es aquel lugar techado o al aire libre donde por fuerza se le retiene, y por eso intenta fugarse cuando trabaja en los arsenales, en los caminos, o descuaja la tierra virgen de una apartada colonia penal. La dificultad de las deserciones en ella se ha contado entre sus ventajas, pero la historia desmiente la afirmación, a menos que se colonice una pequeña isla y se la vigile cuidadosamente por el mar. Y no podía menos de ser así; las fugas de los presos están en proporción de la libertad que tienen y la comunicación con sus compañeros: por eso no hay fugas entre los sujetos al sistema celular y son frecuentes en las colonias penales. Limitándonos a las inglesas de la Australia, como debemos en este escrito, haremos un resumen de las deserciones allí verificadas, dejando para el siguiente capítulo las conspiraciones y sublevaciones, que cuando quedan triunfantes, tienen de común con la deserción el sustraer el penado a la acción de la ley.

Los capitanes de los buques de transporte que llevaban penados, respondían de los muertos con presentar sus cadáveres, pero por cada desertor pagaban 4.000 reales próximamente: el Gobierno, que no tomaba precauciones para que los deportados no perecieran durante la navegación, las tomó para que no se escaparan. Se comprende que la vigilancia sería extrema o imposible de burlar. Algunos la burlaron, sin embargo, durante el viaje, aprovechando las recaladas en diferentes puertos. Pero las deserciones durante la travesía fueron en corto número; sólo las mencionamos para probar lo dicho más arriba, de la destreza de todo preso, deportado o no, para sustraerse a la vigilancia de sus guardadores.

La deserción puede decirse que empezó tan pronto como los deportados a Botany-Bay saltaron en tierra. En aquélla tierra desconocida e inhospitalaria, no podían internarse inmediatamente; pero a dos buques franceses de la expedición del célebre o infortunado La Perouse llegaban continuamente; hubo día de recibir nueve, que según lo pactado, se devolvían a la autoridad inglesa lealmente. Los buques de transporte y los mercantes eran menos escrupulosos, y cuando necesitaban marineros, admitían sin dificultad a los desertores, que, como se comprende, no exigían retribución pecuniaria, contentándose con la comida. Para evitar este medio de fuga se hacían visitas a los buques que iban a zarpar; unas veces daban resultado, otras no, según la escrupulosidad o inteligencia del que las hacía; además se comprende la facilidad de ocultar un hombre en un gran buque cargado, o por lo menos abastecido para una larga navegación.

La primera tentativa de deserción por mar sin complicidad de los buques mercantes o transportes, fue la de cinco deportados que se apoderaron de una lancha dirigiéndose a Otahiti: se los persiguió en vano; pero habiendo sobrevenido una tempestad, se supone que perecieron en ella. Sea que sus compañeros no lo creyeran así, o que la esperanza de la libertad fuera más y poderosa que el temor de la muerte, en mayor numero se apoderaron de otra lancha, y provistos de un mapa y una brújula que habían comprado a un capitán de barco holandés, llegaron felizmente a Timor. Allí fueron tantas sus fechorías, que las autoridades locales los entregaron a las inglesas.

Si en los primeros tiempos las deserciones verificadas o intentadas eran por mar, apenas fueron familiarizándose los penados con la nueva tierra, pensaron en huir por ella, ya imaginando que por la costa y comiendo mariscos podían llegar a Timor y a la China, ya soñando que en el interior había tribus más adelantadas que las salvajes que vivían cerca de Sydney, y hasta un pueblo floreciente que los acogería cordialmente. Por absurdas que fuesen ambas suposiciones, partiendo de ellas fue grande el número de deportados que desertaron; muchos perecieron de hambre, de fatiga o a manos de los indígenas; otros fueron capturados por las columnas que los perseguían, o perdida toda esperanza de poder vivir fuera de la colonia, se presentaban en el estado más lastimoso. Es raro que las mujeres se fuguen de las prisiones, pero no lo fue en Sydney; algunas acompañaron a los fugitivos.

Las desdichas, y a veces las catástrofes sucedidas a los que desertaban, no producían escarmiento, teniendo siempre imitadores numerosos, lo cual prueba, o que en la colonia era muy desdichada su vida, o que preferían ponerla en grave riesgo, más bien que sujetarse a la disciplina y al trabajo. Puede calcularse de las proporciones que la deserción tomó, por el dato siguiente: de 122 irlandeses que en un mismo buque llegaron en Septiembre de 1791, en Mayo del año siguiente sólo quedaban 50, y la gran mayoría de los que faltaban eran desertores.

Si hubiera una historia exacta y detallada de estos fugitivos, alimentándose de mariscos a lo largo de las costas o internándose por tierras desconocidas entre pueblos salvajes, sería una relación variada e interesante, en que el drama terrible y el sainete grotesco aparecerían alternativamente, y al lado de los que perecían de hambre o asesinados por los indígenas, figurarían aquellos que los hicieron tributarios, persuadiéndoles que eran los espíritus de sus antepasados.

La deserción de los penados llegó a ser en Australia un mal de cuya gravedad puede formarse idea por la clase de remedios que se emplearon para atajarle. Burlando la vigilancia para huir, burlaban también la persecución, no pudiendo los destacamentos de tropa seguir una pista cuyos rastros hacían desaparecer de la manera más ingeniosa. Ideóse, pues, organizar la policía negra, que así se llamó un cuerpo de indígenas destinados a la persecución de desertores, y cuya prodigiosa astucia triunfaba casi siempre de la de los fugitivos: esto por tierra. Por mar, un decreto del Gobierno limitó las dimensiones de las lanchas pescadoras, porque no pudiendo impedir que los deportados se apoderasen de las embarcaciones menores y huyesen en ellas, haciéndolas muy pequeñas el número de fugitivos sería menor y mayores los peligros al lanzarse al mar en tan reducidas y débiles naves. Que esta medida era insuficiente, lo prueba la insistencia con que se pedían al Gobierno buques guarda-costas que, cruzándolas continuamente, diesen caza a los que por mar desertaban. Un entusiasta de las colonias penales, dice:

«Cándidos isleños, admiran en ellos (aventureros y deportados desertores) poderes sobrenaturales; y culpables arrojados de su país natal, son acogidos como divinidades benéficas. Las hijas de los reyes y de los jefes principales, solicitan el honor de su alianza, formándoles serrallos. Por disputárselos, las tribus se hacen la guerra...

....................

«Pero entre los pueblos que verán alterados en pocos años, si no perdidos enteramente los caracteres distintivos de su origen, sus sencillas tradiciones, sus costumbres, su lengua, otros se elevan independientes y hostiles. Estas reuniones, poco escrupulosas, se componen principalmente de marineros sublevados y deportados desertores. Estos fundadores de naciones, demasiado parecidos a los compañeros de Rómulo, roban a su ejemplo nuevas sabinas. La mayor parte de las isletas del estrecho de Bass se han poblado de este modo».4



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