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ArribaAbajoCapítulo V

Conspiraciones y rebeliones


Los condenados a deportación tienen siempre una larga condena; cuando no se les ha impuesto por delitos políticos no son generalmente reos de leves delitos, sino de verdaderos crímenes, y suelen estar en la edad en que el hombre tiene, más fuerza en el cuerpo y más resolución en el ánimo. Con tales circunstancias, se comprende el peligro de meterlos en un buque durante una larga navegación, y para que no se rebelen, como no es posible aislarlos, es preciso cargarlos de hierro o hacerlos guardar por fuertes destacamentos de fuerza armada. ¡Qué tentación para la rebeldía saber la superioridad del número, verse en medio de la inmensidad de los mares, sin que los ejecutores de la ley puedan recibir, auxilio alguno y tener la perspectiva de adquirir la propiedad de un gran buque y llegar él a lejanas playas, tan hermosas como lo es la libertad para un cautivo!

Hay, pues, que tomar grandes precauciones a fin de que la rebelión de los penados a bordo no sea una esperanza para ellos y un temor para sus guardadores. Antes de salir la primera expedición de Inglaterra, díjose públicamente, según dejamos indicado, que se rebelarían apenas estuviesen lejos, lo que hizo agregar otro buque de guerra a los dos preparados; después de llegar a cierta altura, no creyéndose necesario, se volvió.

A los siete días de salir de Inglaterra los deportados a Botany-Bay, se descubrió una conspiración. El gobernador Arturo Phillip, compadeciéndose de ellos, había mandado quitar los hierros, lo cual dio la idea de alcanzar la libertad a los que iban en el Scarborough. El plan, que era apoderarse del buque de noche y huir a fuerza de vela, fue revelado por uno de los mismos que estaban en él. Los principales instigadores recibieron el número de palos que pudieron sufrir; los hierros volvieron a ponerse, y si hubo pensamientos de rebeldía durante la navegación, ni se pusieron por obra, ni llegaron a conocimiento de la autoridad.

Como indicamos en el capítulo II, apenas establecida la colonia penal en el puerto de Jackson, destacó algunos individuos a la isla de Norfolk, para formar allí otro establecimiento. Al verse alejados del grueso de la fuerza armada y con pocos guardadores, concibieron los deportados el proyecto de prender al Gobernador, oficiales, marineros y hombres libres, hacerse dueños de los almacenes, y apoderándose del primer buque que llegase, embarcarse para Otahiti. El plan estaba bien combinado, y es probable que hubiera llegado a realizarse sin algunas palabras indiscretas de uno de los conspiradores. Descubrióse la trama; sus principales autores fueron apaleados y cargados de hierro, y se aumentó con quince hombres la guarnición de la isla, sin más consecuencias.

En un buque que conducía penados poco tiempo después, éstos se sublevaron. El Capitán permitía a los numerosos enfermos que de diez en diez estuvieran sin hierros sobre el puente. Aprovecháronse de esta libertad para entrar en relaciones con algunos marineros y formar el proyecto de apoderarse a viva fuerza del buque, conducirlo a los Estados Unidos, venderlo allí, y con su producto establecerse en tierras cuya concesión se tenía por segura en un país donde sobraba tanta y faltaban brazos. El plan, hábilmente combinado, se puso en ejecución. Los conjurados derriban la puerta de un depósito de armas, apoderándose de ellas y del puente; su triunfo parecía seguro. De repente hallan un obstáculo que por inesperado recibió la importancia de la sorpresa: uno de sus compañeros, auxiliado solamente de un marinero, sostiene intrépidamente el primer choque. Los agresores, admirados, se detienen un momento: esta perplejidad da lugar a que la tropa y la tripulación se aperciban, y la presencia y la energía del Capitán intimidan a los rebeldes, que se rinden. Dos son ahorcados; otros apaleados y cargados de hierros. Los individuos de la tripulación que resultaron complicados comparecieron ante los tribunales de Inglaterra.

En dos buques que el año de 1793 conducían penados irlandeses hubo conspiración en el uno y tentativa de rebelión en el otro, con el plan de asesinar la tripulación, a excepción del piloto y contramaestre, que no debían sacrificarse hasta llegar al puerto: se ahorcó al que pareció más culpable de los conjurados, y los demás se sometieron.

El trato de los penados con los soldados es muy perjudicial para la moral de éstos; al mal comportamiento en la colonia penitenciaria, de que con razón se acusó a la tropa, pudieron contribuir varias causas; pero tal vez la más poderosa fue la influencia que ejercen los criminales endurecidos, máxime si tienen alguna instrucción, sobre los soldados. Algunos, dirigidos por un cabo y asociándose varios penados, formaron el plan de apoderarse de un buque y huir en él a la isla de Java. Súpose el complot con todos sus detalles; las pruebas eran plenas; el crimen capital, y no obstante, los culpables sólo sufrieron la degradación militar y cierto número de azotes, porque no se quiso que el suceso tuviera publicidad, comprendiendo que podía ser contagioso el ejemplo de una alianza entre los penados y los encargados de su custodia.

Si las relaciones de los hombres criminales con la tropa son peligrosas, las de las mujeres se comprende que han de serlo mucho más. Varias conspiraciones se descubrieron durante los viajes en los buques en que iban deportados de ambos sexos, siendo el plan de alguna, que las mujeres encargadas de la preparación de los alimentos envenenasen a la tripulación; pero todos estos crímenes no habían pasado de proyecto, hasta que en un buque de transporte que llevaba municiones para la colonia, mercancías de propiedad particular, una compañía entera del regimiento de Nueva Gales y hombres y mujeres deportadas, éstas consiguieron seducir a los soldados y marineros, que, combinándose con los penados, asesinaron al Capitán y primer piloto y se dirigieron al río de la Plata, donde entregaron el buque a los españoles; no se devolvió Con sus criminales tripulantes, como era debido, por estar en guerra con los ingleses y poner en olvido el derecho de gentes.

La esperanza de huir de la colonia, desvanecida un momento, volvía de nuevo y agitaba los ánimos turbulentos. Un antiguo teniente sedujo a varios penados; juntos prenden la tripulación de un buque ricamente cargado y abundantemente provisto que estaba en el Puerto Jackson, y cuando la autoridad se apercibió, el barco navegaba a toda vela y los fugitivos celebraban su triunfo. No fue de larga duración; una fragata de guerra los capturó, y los dos buques con todos sus tripulantes y prisioneros, perecieron al poco tiempo en una tempestad.

No mucho después se descubrió, más bien que una conspiración, una disposición general a rebelarse entre los irlandeses deportados, que lo eran en su mayor parte por delitos políticos; castigóse severamente a uno, se prohibió al sacerdote católico el ejercicio de su ministerio, y temiendo por el orden público, los principales habitantes se armaron, organizándose en dos compañías de milicia urbana.

Calmada por el momento aquella agitación, los hechos vinieron luego a probar que la calma era tan sólo aparente. Doscientos deportados irlandeses se sublevan; apodéranse de armas y municiones; arrastran a todos sus compatriotas que hallan al paso, y formando una columna de 1.300 próximamente, se dirigen a Paramatta. Alcánzalos en el camino un destacamento de tropa, y triunfando la disciplina del número, después de un breve combate, la insurrección. queda vencida, imponiéndose a los jefes la pena capital.

Era imposible no comprender la gravedad de este hecho: alarmáronse con razón las autoridades y los colonos, y dando más extensión al armamento de los ciudadanos, se formó una milicia nacional que se equipaba a su costa, recibiendo del Estado el armamento y la ración: además se construyó un fuerte que domina a Sydney, y más propio para volver sus tiros contra la ciudad que para defenderla. La existencia de la colonia, que era entonces sinónimo del orden público, parecía asegurada, y lo estuvo, en efecto.

Van-Diemen o Tasmania era una tierra privilegiada que empezaba a progresar rápidamente; su capital, Hobart-Town, tenía ya cierta rivalidad con Sydney. El suelo, el clima, la preferencia con que iban allí los colonos libres, todo aparecía asegurarle una prosperidad inmediata y sólida; pero en medio de tantos elementos de vida tenía un germen destructor, que amenazó por mucho tiempo su existencia y estuvo a punto de aniquilarla. Los desertores fugitivos fueron más numerosos allí, y organizándose en bandas, tenían aterrados a los colonos, que abandonaban sus plantaciones y se retiraban a los puestos militares, donde pudiesen ser defendidos por la fuerza armada. La de la ley era impotente contra los bush-rangers, salteadores de matorral, nombre con que se conocían aquellos bandidos: la impunidad era grande, y la audacia, creciendo en proporción, llegó hasta a amenazar al Gobernador y magistrados si cumplían con su deber. La amenaza era innecesaria porque no había fuerza para amparar el derecho, y los fallos de la justicia, dado que tuvieran toda la severidad que ella reclamaba, eran letra muerta, y más fáciles de burlar que de cumplir. El pillaje, el incendio, el asesinato, el rapto de las mujeres, difundían el terror en los habitantes que se refugiaban a las poblaciones, porque ya no había seguridad en los puestos militares, siendo los destacamentos atacados y muchas veces vencidos por aquellos bandoleros. Se dividían en numerosas cuadrillas, capitaneadas por jefes famosos, deportados la mayor parte, cuyo solo nombre hacía estremecer, y se referían de ellos atrocidades tan inauditas, que dejaban atrás cuanto se hallaba consignado hasta entonces en los anales del crimen.

Varias causas debieron combinarse para producir mal tan grave; pero la principal fue, sin duda, que en los primeros tiempos de la colonización de esta comarca, se enviaban a ella los deportados, no conforme venían de la Metrópoli, sino después de haber entresacado los mejores. Y era lógico. ¿Por qué Sydney no había de hacer con Hobart-Town lo que Londres hacía con ella?

Como quiera que fuese, Tasmania, amenazada por aquellas bandas de ladrones, incendiarios, raptores y asesinos, hubiera leído con asombro los conocidos versos de Delille,


Là, l'indulgente loi, de sujets dangereux,
Fait d'habiles colons, de citoyens heureux.



Al fin el mal llegó a un punto en que la suprema ley fue la salvación del pueblo. Se proclamó la ley marcial: todos los capaces de ponerse sobre las armas las tomaron, y ofreciendo no sólo sus personas, sino parte de su hacienda, cubrieron una suscripción cuantiosa para poner a precio las cabezas de los principales bandoleros. Esto produjo entre ellos desconfianzas, traiciones y sospechas; y aunque, apercibiéndose a una resistencia enérgica, se apoderaron en Georges-Town de las pequeñas embarcaciones del Estado, arrastrando consigo a muchos obreros, fueron vencidos en sucesivos combates. Ahorcados unos, presos otros, los más se acogieron a indulto. Si el bandolerismo vencido desapareció como peligro social, su germen no se había extirpado, y en mayor o menor número, quedaban cuadrillas de ladrones formadas por los mismos que habían recibido gracia.

Con este resumen y el del capítulo anterior, creemos que puede formarse idea de la gravedad que pueden tener en una colonia penal las deserciones y sublevaciones.




ArribaAbajoCapítulo VI

Islas infernales


Desde los primeros momentos del establecimiento penal en Australia, la cuestión dada como resuelta en Londres volvía a ser un problema en Sydney. Los criminales que no quisieran sujetarse al trabajo ni a la disciplina, los que de nuevo delinquiesen, ¿cómo y dónde debían ser penados? Disminución de alimentos, aumento de trabajo, castigos corporales, reclusión, pena de muerte; todas las penas, en fin, de la legislación inglesa, se aplicaron a la nueva colonia, con más o menos rigor y arbitrariedad.

Se comprende que en los primeros tiempos cuando no había edificios, y mucho después, cuando aun no eran sólidos, la pena de reclusión era impracticable, y desde luego empezó a sustituirse por el aislamiento, dejando a los culpables en un peñón aislado en medio del mar, donde, según los casos, estaban más o menos tiempo a media ración o a pan y agua. Además de la imposibilidad que hubo en mucho tiempo de construir prisiones, era natural que los ejecutores del sistema de la colonización penal estuvieran de acuerdo con él, y tanto por convicción, como por comodidad, arrojasen del nuevo establecimiento los deportados más díscolos y peligrosos; así, pues, hubo lo que podría llamarse doble deportación: los deportados a Botany-Bay se deportaban nuevamente a islas o lugares cuya situación y apartamiento eran para ellos un castigo más duro, para sus compañeros una amenaza y para la nueva colonia una garantía de seguridad. Uno de estos puestos avanzados en lo interior de las tierras, aislados sin ser islas, y a donde se enviaban los hombres más indisciplinables, por orden expresa de un Ministro, se destinó a lo que él llamaba gentlemen convicts, caballeros presidiarios, personas bien educadas, que eran a su parecer muy peligrosas para la colonia.

En Tasmania, que por mucho tiempo recibió el desecho de Sydney, se intentaban con mejor o peor éxito clasificaciones. A Sarah iban los más criminales; a la isla María los más tratables, y a Puerto-Arturo los tenidos por mejores y los recién llegados.

Las mujeres incorregibles, piedra de escándalo y foco de corrupción durante mucho tiempo, fueron al fin recogidas en una prisión; este progreso, que lo era realmente, no debió dar, no obstante, muy ventajosos resultados, por reunirse en el mismo local las deportadas más corrompidas, las recién llegadas y las que no tenían ocupación.

Como dejamos dicho, en los primeros años del establecimiento de la colonia, los hombres más criminales eran confinados a ciertas islas.

Los había de todas las clases sociales, desde el jurisconsulto y el médico, que se combinaban para falsificar testamentos, hasta el criado que quemaba a su amo a fuego lento; el marido que mataba tres mujeres; el padre que había comido la carne de su hijo...; las heces, en fin, de la hez de Inglaterra.

Se comprende que las islas donde se confinaba a estos monstruos, que no daban señal alguna de arrepentimiento ni había esperanza de corregir, recibiesen el nombre que en Australia se les dio, de Islas infernales.




ArribaAbajoCapítulo VII

Religión


Todos los que tratan seria y razonablemente de la reforma de los criminales penados, miran la religión como un medio poderoso de corregirlos; todo el que los ha estudiado en la prisión, no sólo en los libros, ha visto cuánto consuela y eleva, y fortifica y, calma al desgraciado recluso, a quien su desgracia exaspera o abate, la idea de un Dios que perdona, que juzga en lo escondido; al que no se oculta ni un buen pensamiento ni un mal propósito, o impone expiación inevitable y da recompensa segura. Ante la mirada escrutadora del Juez infalible; ante la Justicia del Sabio Omnipotente; ante el perdón del Padre Amoroso, a la hipocresía sucede la sinceridad, la firmeza al abatimiento, a la desesperación la esperanza.

Ciertamente que ni las verdades ni los consuelos de la religión hallan eco en todos los criminales reclusos; muchos hay sordos a su voz; mas para los que la escuchan es preciosísimo este auxiliar, cuya influencia llega donde no puede penetrar la del hombre, y que en vez de simuladas enmiendas, hijas del cálculo, produce propósitos firmes y arrepentimiento sincero.

Estas verdades, de sentido común en todas partes, y que han de ser mejor comprendidas en un pueblo religioso como el inglés, ¿cómo no inspiraron al Gobierno que estableció la colonia penal en Australia la idea de buscar en la religión un poderoso auxiliar? Los gobernantes, como hombres de fe, debieron tener deseo de avivar la de los deportados; como filósofos, comprender cuánto podía contribuir a volverlos al camino del bien; y como prácticos, calcular que un capellán equivalía a muchos soldados, y que un templo hacía menos imperiosa la necesidad de artillar los fuertes.

No sucedió así. Aunque incomprensible, es cierto el hecho de que el descuido del Gobierno inglés, respecto de las colonias penales de Australia, fue completo y evidente en todo lo que a la religión se refiere. Como dejamos indicado, antes de que se elevara la primera capilla anglicana, pasaron catorce años. Habían pasado veinte desde el establecimiento de la colonia, y había en ella solamente dos capellanes, uno católico y otro protestante: imposibilitado éste de ejercer sus funciones por adicto al Gobernador Bligk, después de la insurrección que le privó del mando y de la libertad, los oficios religiosos se celebraban sin sacerdote.

En cuanto a la comunión católica, a que pertenecían todos los irlandeses, es decir, una gran parte de los deportados, ni el Gobierno ni las autoridades parecieron apercibirse de que miles de católicos estaban sin templo, sin culto, sin sacerdote. Los primeros que hubo no los mandó el Gobierno para avivar el sentimiento religioso, sino los tribunales para extinguir una condena. Y aun antes y después, la intolerancia religiosa, el espíritu de partido y las antipatías de pueblo a pueblo, suscitaron mil dificultades a los católicos irlandeses para el culto público de su religión. Y no basta decir que no era la del Estado, que limitándose a protegerla contra la violencia, no debía subvencionarla; una colonia penal, moralmente considerada, es una prisión donde el recluso tiene derecho al ejercicio de la religión que profesa; puede haber imposibilidad de establecer su culto, como si, por ejemplo, en la penitenciaría está solo o con un corto número de sus correligionarios; pero no era éste el caso de los católicos deportados a la Australia, cuyo gran número imponía al Gobierno el deber de proporcionarles todo lo necesario para el ejercicio de su religión.

Tal vez peor que no proporcionar sacerdotes, a la colonia, fue disponer que tuviesen funciones judiciales. Necesariamente se mengua el prestigio de un sacerdote que condena a un acusado a que reciba cierto número de palos o de azotes, como sucedía, y este poder material debió perjudicar mucho al poder espiritual.

En los primeros tiempos de la colonia, cuando era verdaderamente penal, ¿cuál fue en ella la influencia de la religión? No debió ser mucha, por las circunstancias que acabamos de indicar y por otras que veremos. Además, se acusaba al clero protestante de cuidar demasiado de desbrozar las tierras y multiplicar los rebaños, y al católico de excitar más bien que calmar las pasiones y propensión a la rebeldía de los penados irlandeses; acaso fueron exagerados estos cargos, tal vez fueron, de todo punto injustos; pero no sería imposible que la atmósfera corrompida que se respiraba en la colonia penal hubiese contaminado al clero como corrompió a la tropa. Primero, por falta de apóstoles; después, por diferentes causas, los frutos de la predicación fueron escasos, y había que disminuir la ración a los penados para que acudieran los domingos a los ejercicios religiosos. La palabra de Dios no podía dirigirse a un auditorio donde hallase menos eco; no era el criminal recluso que en el silencio de la prisión puede escuchar la voz de la conciencia, sino con libertad relativa, con la idea y la posibilidad de alcanzarla absoluta, y viendo donde quiera tentaciones y ejemplos que le empujaban al mal. En tales circunstancias, la misión del sacerdote era bien difícil, y en la mayor parte de los casos su tarea debió ser infructuosa.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Moral


Se ha llamado a la capital de las colonias penales inglesas en Australia, la Ciudad del crimen; pero tal vez habría sido más exacto llamarla la ciudad del vicio. Cierto que se lamentaron crímenes, y no pocos; que se vieron incendiados muchos edificios del Estado, robados los almacenes públicos y las propiedades privadas, y hubo tumultos, colisiones y homicidios y asesinatos; pero el desbordamiento de los vicios fue aún mayor que el de los crímenes.

Esto se explica fácilmente. Las penas graves, inclusa la de muerte, se imponían sin escrúpulo ni muchas tramitaciones en el proceso; los criminales más peligrosos se encerraban, se enviaban a los nuevos establecimientos o a las Islas infernales; y la gente indomable que quedaba después de estos expurgos, desertaba por tierra o por mar, pereciendo en la fuga o haciendo fortuna entre los indígenas o en la piratería. El resto era gente disciplinable que se sometía al trabajo o le esquivaba astutamente, pero sin rebelarse; y aun entre los que trabajaban bajo el látigo, o estimulados por el deseo de mejor suerte, el vicio debió ser la regla.

Los entusiastas de las colonias penales acusan de parcialidad en contra de ellas el informe dado por Bigge, a quien comisionó el Parlamento, al abrir una información, para que fuese a Sydney a investigar cuál era el verdadero estado de la colonia y el fundamento de los cargos que a los altos empleados se hacían. Táchase a Bigge por ser pariente de uno de los diputados que clamaron contra los abusos y corrupción de la colonia penal: no nos parece motivo suficiente para recusar su testimonio; de todos modos, si en el cuadro que hace de la inmoralidad de Sydney pudo recargar algo las tintas, hechos evidentes y confesados por los que de parcial lo acusan, son prueba de que no estuvo tan lejos de la verdad como se supone.

Las deserciones, conspiraciones y sublevaciones; las agresiones contra los naturales, por tierra, y las piraterías por mar; el hecho de ser elegidos los penados para tripular buques que por una causa cualquiera habían perdido su tripulación, y abandonar o asesinar a los capitanes que los habían elegido con tanto contentamiento como provecho suyo; las numerosas bandas de incendiarios, ladrones y asesinos; a pesar de las ventajas concedidas a los que contraían matrimonio, el ser ilegítimos dos tercios de los nacidos; la necesidad de hacer diaria, en vez de semanal, la distribución de víveres, porque se perdían a una carta o se vendían para comprar ron; la dificultad de convertir en colonos a los emancipados, y el gran número de ellos que, burlando la ley, o aprovechándose de su imperfección, vagaban en viciosa holganza, debiendo su subsistencia a las estafas, a los robos de los almacenes del Estado; el desenfreno del juego, que nada podía atajar, dándose casos de vender los jugadores las más indispensables prendas de vestir, volviéndose a su habitación, en vergonzosa desnudez; el número de cuestiones y pleitos suscitados por la codicia y la mala fe, número increíble, y que hizo decir en una de las varias ocasiones en que faltaba numerario, que no había dinero más que en casa de los abogados y de los vendedores de bebidas espirituosas; el vicio de la embriaguez, que a pesar de penarse como delito, era general, resultando que, en una sociedad naciente, pobre, que carecía con frecuencia de lo necesario, y donde las bebidas espirituosas tenían un alto precio, proporcionalmente al número de habitantes, se gastaba el doble que en Inglaterra; el no hallar muchas veces trabajadores por ningún precio, y conseguirlos por vino o cerveza; la mala conducta de los marineros y de la tropa; las vergonzosas especulaciones de los oficiales, fabricantes y expendedores de bebidas espirituosas, infringiendo los reglamentos y la ley moral, sin ocultar los vicios propios, y explotando los ajenos para enriquecerse; estos hechos y otros análogos, que no es posible negar, que nadie ha negado, prueban hasta la evidencia que en la colonia penal inglesa la corrupción no tenía obstáculos, ni el vicio freno, siendo la ley moral más escarnecida que respetada.

La autoridad, que en todo lo relativo a la religión tuvo tan poca solicitud, desplegó gran celo con respecto a la enseñanza elemental; establecer y dotar escuelas fue una atención preferente, habiendo Gobernador que aplicó a ellas la cuarta parte del tesoro de la colonia, hecho muy digno de ser imitado.

Pero se nota con extrañeza, dada la índole de aquel establecimiento, que las escuelas eran para niños, cuando la necesidad de moralizar o instruir a los adultos parecía la más imperiosa y el deber de intentarlo el primero. ¿No se vio en los penados más que máquinas para levantar ciudades y desbrozar campos? ¿Se creyó imposible su corrección, y no queriendo malgastar dinero y trabajo en la empresa irrealizable de mejorar aquellos hombres, la enseñanza de los niños fue la única que debía ser promovida?

Cualquiera que fuese la causa, el hecho es que en un establecimiento penal se atendió con grande esmero y generosidad a la enseñanza de los niños, descuidando completamente la de los adultos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Derecho


En una colonia penal, sobre todo si está apartada de la Metrópoli y tiene que luchar con dificultades de todo género, se proclama, o sin proclamarla, se adopta más que en parte alguna la máxima de que la salud del pueblo es la suprema ley. Tiene alguna analogía con un buque en alta mar, por el aislamiento y necesidad de que el rigor de la disciplina supla los escasos recursos de la autoridad, aunque se diferencia esencialmente en que la tripulación se compone de malhechores, y no se trata sólo de vivir en lo presente, sino de crear recursos para lo porvenir.

Bajo el punto de vista del derecho, de la justicia, de la educación penitenciaria, Inglaterra inauguró el establecimiento penal que fundaba en los antípodas, vigilando a los penados solamente para evitar deserciones; de otro modo no pudiera haber sucedido que en la primera expedición, que llevaba a los principales funcionarios de la colonia y, proporcionalmente, más fuerza armada, los penados, antes de llegar a Río Janeiro, hubiesen establecido una fábrica de moneda falsa, haciéndola con tal perfección, que el cuño no hubiera revelado el fraude, descubierto por la mala ley del metal.

La falta de vigilantes con las debidas condiciones fue uno de los males que hubo que lamentar constantemente; los soldados llenan mal este cargo, además de necesitarse un gran número, tratándose de penados no reclusos ni sujetos a la ley del silencio. Establecióse en Sydney el fatal sistema de confiar a ciertos penados la vigilancia de sus compañeros, de que son desdichada muestra nuestros cabos de vara, pero con todos los inconvenientes de este deplorable abuso y ninguna de las pocas ventajas que para el orden material pueden sacarse de él, porque es imposible imponerse por el terror a hombres que con tal superioridad numérica trabajan al aire libre, tienen instrumentos que pueden convertir en armas y esperanza de fuga para la impunidad de cualquier atentado. Así sucedió que los penados convertidos en vigilantes comprendieron su impotencia, los peligros de su posición, y no queriendo arrostrarlos, fueron cómplices de sus compañeros y no sus denunciadores.

El cumplimiento exacto de la ley, la lentitud con que se aplicaba, su anulación o el aumento de sus rigores, dependían de muchas y varias circunstancias, a cuya supuesta necesidad se daba el nombre de justicia.

Si un buque no tenía tripulación o era insuficiente, los penados robustos o instruídos en el oficio de marineros, eran recibidos en calidad de tales a bordo, con eventualidades de fuga, de establecimiento tal vez en alguna isla a donde por fuerza hicieran dirigirse al buque, y seguridad, si se portaban bien, es decir, si no usaban de violencia, de recibir indulto o una gran rebaja de su condena.

En la escasez de operarios hábiles (había al establecerse la colonia un solo albañil), y de su imprescindible necesidad para las primeras edificaciones, constituían una clase privilegiada, a la que se concedían ventajas y toleraban excesos.

Como los emancipados tenían, en su calidad de hombres libres que ya eran, derecho a elegir, para auxiliar sus trabajos, cierto número de penados, cuya conducta a ellos solos tocaba conocer, vigilar y denunciar, resultaba que un malvado que se emancipase, llamando a otros a su servicio, venía a ponerlos de hecho en libertad; y si como cómplices de sus malas artes, dóciles instrumentos de maquinaciones criminales, o tal vez auxiliares diestros para un trabajo lucrativo, eran útiles a su compañero de ayer y su amo de hoy, éste cerraba los ojos a sus faltas, ocultándolas, lejos de denunciarlas como debía, quedando sin correctivo, hasta que, graduándose, llegaban a ser delitos o crímenes, cuya impunidad era probable en una sociedad donde tan fácilmente hallaban encubridores.

Por el contrario, un emancipado cruel, vengativo, exigente con los penados que a su servicio tenía, los denunciaba con leve motivo, o sin ninguno, imponiéndoles castigos durísimos los jueces de paz, acusados con razón de arbitrariedad; de ella son buena prueba la variedad de penas para una misma culpa. Lo grave de estos males se aumentaba grandemente tratándose de mujeres, que también se concedían a los emancipados, y al principio sin garantía alguna respecto a su conducta.

Según el peligro de hacer pública una conspiración en que entraban soldados, o la supuesta necesidad de un escarmiento, se imponía una leve pena a soldados convictos de conspirar con los penados, o se fusilaban hasta siete por sustraer víveres, cuando estaban de guardia, de los almacenes públicos.

Se condenó a muerte:

Por robar algunos víveres de los almacenes públicos.

Por robar vino a un oficial.

Por robar pan a un penado.

Por matar un cordero.

La explicación de este horror está en que la cría de ganados, y en especial del lanar, era la gran esperanza de la colonia.

Se emancipaba a los que se prestaban voluntariamente a trabajar, y lo hacían asiduamente en obras públicas, cuya terminación urgía, y se indultaba de la pena capital a un reo, imponiéndole como condición de vida el compromiso de ser verdugo.

El Estado no pagaba la vuelta a Inglaterra de los deportados cumplidos; de modo que la condena se convertía en perpetua para los que no tenían con qué satisfacer el pasaje, que eran los más, y aun a los que podían pagarlo se les suscitaban dificultades, y se asegura que algunas fueron de tal género, que no parecen creíbles.

El poner a precio la cabeza de los criminales que no podían capturarse, era frecuente, y solía ser eficaz medida.

Más o menos, todos los Gobernadores daban grande importancia a las buenas relaciones de la colonia penal con los salvajes indígenas, para no tener que combatirlos, y aun para que se presentasen a vender algún sobrante de su pesca, auxilio precioso en los tiempos de escasez. Para congraciarse, pues, con los naturales, se regaló un penado a un reyezuelo del país, que le quiso para marido de su hija. Un salvaje más inteligente o más codicioso que los otros, había empezado a comerciar con la colonia, llevando pescado. Un día, mientras lo vendía, algunos penados le hicieron pedazos la piragua. Su indignación no tuvo límites, y amenazó con una terrible venganza. Para calmarle, el Gobernador mandó azotar cruelmente en su presencia a los culpables; esto no le satisfizo, exigió que murieran todos, fue preciso ofrecerle que se ahorcaría uno, y ¡la promesa se cumplió!

Tal es, en resumen, el derecho como se comprendía y practicaba en las colonias inglesas de la Australia.




ArribaAbajoCapítulo X

Resistencia de las colonias de Australia a recibir penados


Aunque el resumen histórico que antecede sólo alcanza a unos veinticinco años desde el establecimiento de la primera colonia penal inglesa fundada en Australia, porque desde esa época, aquellos establecimientos pierden absolutamente su primitivo carácter, nos parece que, para formar idea exacta de sus resultados, conviene tener en cuenta que no había pasado medio siglo desde la fundación de la colonia penal, cuando ésta se negaba ya a recibir penados. Habían dejado de enviarse primeramente a las poblaciones de la Nueva Gales, que tenían una antigüedad relativa, dirigiéndolos a los pueblos de fundación más reciente, por suponerse más falta de brazos, más necesidad de trabajo forzado, menos elevación en el nivel moral y menor sentimiento de dignidad. Aunque estas congeturas no carecían de fundamento, la repugnancia a recibir penados se iba extendiendo; de las poblaciones más antiguas o importantes pasaba a las de más corto vecindario y fundación más reciente.

La colonia del Cabo de Buena Esperanza, a la cual se enviaron 300 penados, se opuso abiertamente a que desembarcasen; el buque que los conducía tuvo que alejarse sin dejar uno solo, y el Gobierno aprendió que podía ser desobedecido, y las otras colonias que se podía desobedecer.

Sea que en Inglaterra al cabo de medio siglo estuviese ya condenado definitivamente el sistema de colonización penal, como parece indicarlo la fundación de la penitenciaría de Millbank, abierta mucho tiempo hacía; sea que el temor de promover conflictos y provocar tentativas de emancipación hiciera cauto al Gobierno inglés, es lo cierto que lo fue mucho, disminuyendo el número de penados, dirigiéndolos a donde podían ser mejor recibidos, enviándolos en expediciones sucesivas para que no llegaran muchos a la vez, y contemporizando con la opinión de la Metrópoli y de las colonias. La de estas últimas no era muy fácil de determinar, porque tuvo varias oscilaciones, luchando a veces la dignidad de un pueblo naciente con sus intereses materiales y el deseo de la ganancia, que era vencedor unas veces, siendo vencido otras por el sentimiento moral. Comarcas hubo que, rechazando enérgicamente los penados, al ver que se encarecía la mano de obra, los pedían; otras donde no dejaron de ser admitidos de buena voluntad; algunas donde se los miraba mal por la concurrencia que hacían al trabajo libre, que disminuía por ellos en precio y dignidad: como en todos los movimientos de numerosas colectividades, en el que se había iniciado en Australia contra el sistema de convertirla en depósito de los grandes criminales de Inglaterra, había sentimientos nobles o interesados, ideas y pasiones, preceptos de la justicia y arranques de la vanidad.

Al través de estas fluctuaciones varias, fácil era prever cómo las colonias de Australia, que habían empezado por ser penales, soportarían peor la ignominiosa carga de los delincuentes de la Metrópoli, que las de América, de más puro origen: diferencias de los tiempos que pudieron notarse bien claramente, haciéndose cálculos muy aproximados a la exactitud, de cuándo, bajo el punto de vista económico no sería necesario, y bajo el punto de vista moral y político no sería posible, enviar penados a una colonia que desde sus principios quiso tener fueros de nación.

El Gobierno inglés, descuidado y poco escrupuloso, al enviar los primeros deportados a la Australia, dio pruebas de gran tacto desde que se manifestaron las primeras repugnancias a recibirlos, hasta que envió los últimos; y sabiendo lo que puede en Inglaterra la opinión, es excusado decir cuánto contribuyó a suprimir las colonias penales, manifestándose en el Parlamento y por medio de la prensa. No puede caber en el plan de esta obra indicar, ni aun brevemente, lo que en Inglaterra ha sustituido a la deportación: basta dejar consignado que ya no existe.




ArribaAbajoCapítulo XI

¿La pena de derecho, es la pena de hecho impuesta a los deportados a la Australia?


Ya que tenemos conocimiento de lo que fueron las colonias penales inglesas, podemos saber si han cumplido las condiciones que ha de tener la pena para ser justa: hagamos una breve comparación entre el derecho universal y la práctica en los establecimientos penales de Australia.

Hemos dicho que la pena justa ha de ser:

No tan dura que pueda calificarse de cruel;

Proporcionada al delito;

Igual para todos los que son igualmente culpables;

Llevar en sí los medios de corregir al que castiga;

No tratar al penado como instrumento;

Ejemplar cuanto fuere dado.

No tan dura que pueda calificarse de cruel.-La pena de deportación a climas remotos y playas desiertas puede ser llevadera para el malvado joven y robusto que resiste la permanencia en la bodega de un buque durante una navegación larga, los bruscos cambios atmosféricos al desembarcar, la influencia de un clima mal sano o, cuando menos, muy diferente, y que no teniendo amor a la patria, a la familia, a nada, no siente en el ánimo aquella angustia y depresión que predispone a la enfermedad y contribuye a la muerte.

Para el hombre físicamente débil, o que no está en el vigor de la edad; para el que ama la patria y la familia, la pena de deportación a las colonias de Australia fue dura y hasta cruel, como lo prueba la horrible mortandad de penados durante el viaje, a la llegada, y en las repetidas ocasiones en que tuvieron que luchar con el aislamiento, la inclemencia y el hambre. Bien puede calificarse de dura y aun de cruel la pena que empieza por encerrar al penado, cargado de hierros, en la bodega de un buque, expuesto al contagio moral del mal ejemplo y al físico de las epidemias: que conforme a la opinión de un ministro, de que eran peligrosos para la colonia los que llamó caballeros presidiarios, se imponía con las más injustas condiciones, aplicando a rudas tareas a hombres no habituados a trabajos manuales, físicamente débiles, que pertenecían a la clase acomodada, habían recibido una educación literaria y cuya mayor parte debían sucumbir en la terrible prueba. Bien puede calificarse de dura una pena que tantas veces sacrificó al penado a supuestas necesidades del bien público.

Proporcionada al delito.-Inglaterra deportó grandes criminales, verdaderos monstruos, que no dejaron en muy buen lugar la perspicacia del Jurado, y delincuentes políticos que murieron de nostalgia. Repetimos que, para nosotros, los llamados delitos políticos son a veces verdaderos delitos, y aun abominables crímenes; pero el espíritu de parcialidad triunfante, más suele aplicar después de la lucha la ley del más fuerte que la de justicia, y los miles de irlandeses deportados a Australia por delitos políticos, jamás debieron ser equiparados con los grandes criminales de Londres.

Igual en su aplicación o los que son igualmente culpables.-Hemos visto cuán desigualmente pesaba la pena en las colonias inglesas, según las circunstancias y la fortuna del penado. Robusto, se salvaba; débil, sucumbía; desdichado, se le capturaba en su fuga, se le ahorcaba por calmar la ira de un salvaje; dichoso, recobraba la libertad o contraía matrimonio con la hija de un reyezuelo. La fortuna tenía más parte que la equidad en la aplicación de la pena, cuya desigualdad se medía por las infinitas vicisitudes del penado y de la colonia.

Llevar en sí los medios de corregir.-El deportado a Australia sin los auxilios de la religión; comunicando con los que eran tan criminales como él, tal vez más; vigilado por un camarada fácil de intimidar o sobornar; hallando cómplices en los que debían de ser obstáculo para sus maldades; recibiendo la influencia del mal ejemplo que venía de arriba; viendo el espectáculo de la injusticia de continuo; teniendo facilidad para el vicio y grandes probabilidades de impunidad para el crimen; con la perenne idea de la fuga y el peligro de mujeres que por su corto número eran solicitadas y por su condición corruptoras; aunque tuviese posibilidad de abreviar el término de su condena, para lo cual bastaba cierta regularidad ostensible en su conducta; aunque pudiera hacerse y se hiciera rico alguna vez, ¿puede decirse sin error grave que la pena que en tal situación le había puesto llevaba en sí los medios de corregir?

No tratar al penado como instrumento.-En las colonias penales inglesas se ha prescindido de esta condición de la pena. Para que el establecimiento prosperase, o para que no pereciese, al mismo tiempo que se concedía la libertad a un trabajador, que por alcanzarla había sido asiduo en el trabajo, se inmolaba en aras de la seguridad común, y para escarmiento al que había robado un pan o matado un cordero. A fin de establecer útiles alianzas con los indígenas o calmar su ira, se daba a un penado la impunidad y la fortuna, y a otro la muerte. Para apoderarse de un malhechor temible, se tentaba la codicia del compañero traidor que debía entregarle. Siempre para lograr un fin, buscar por medio al penado, prescindiendo de su derecho y corrompiéndole o sacrificándole, según los casos.

Ser ejemplar cuanto fuere dado en justicia.-Los partidarios de las colonias penales inglesas, que han sido tachadas por unos de pena muy dura, y por otros de sobrado blanda, concluyen que fueron un justo medio, ejemplares cuanto podían serlo, y que si no lo han sido siempre, sucede lo mismo a todas las penas. Es un singular modo de discurrir para gente que en otras cosas discurre bien.

La acusación de extremos opuestos de ningún modo supone justo medio, ya porque puede ser errónea, o por estar mal formulada. Esto en general. En el caso particular que nos ocupa, como la pena impuesta a los deportados ingleses, según la resistencia de aquel a quien se aplica, puede ser de muerte o un medio de hacer fortuna después de grandes penalidades, se comprende que sirva de escarmiento a un hombre apocado y débil, y no sea ejemplar para un criminal de mucha resistencia física y carácter resuelto.

La divergencia de opiniones ni prueba nada ni cambia la índole de cosa alguna, y la deportación a la Australia, que no sólo era muy variamente temida, sino en algunos casos deseada, no fue ejemplar en proporción de su dureza. Pudo intimidar en un principio, cuando la quinta parte del mundo era un país semifabuloso; cuando la navegación se presentaba llena de peligros y llegaban las fúnebres relaciones de la gran mortandad de penados; mas al tener noticia de que ya no sucumbían tantos, que el país era muy sano, que muchos penados hacía fortuna, que algunos habían vuelto ricos, y sobre todo, el espectáculo de tantos miles de hombres libres como voluntariamente iban a Australia, era bien propio para que la pena de deportación no fuese ejemplar, al menos en grado suficiente para la clase de criminales que pretendía intimidar. Muy conocidos son los casos de haberse cometido crímenes en Inglaterra sólo para proporcionarse pasaje gratuito a la Australia. Dícese que con toda pena puede acontecer lo mismo: es dudoso. No ha llegado a nuestra noticia ni creemos fácil que un hombre delinca para que se le encierre en una celda. En las varias vicisitudes por que pasó la deportación inglesa, cuando era el segundo grado de la pena, los penados deseaban con ansia que llegase para salir de la penitenciaría.

Nos parece haber demostrado cómo la historia de las colonias penales inglesas pone en evidencia que la deportación a ellas fue una pena sin ninguna de las condiciones que debe tener para ser justa.




ArribaAbajoCapítulo XII

En la deportación a la Australia, ¿la injusticia fue accidental efecto de la mala ejecución, o es esencial del sistema?


En la serie de injusticias cometidas por Inglaterra en sus colonias penales, unas pudieran haberse evitado, otras son inherentes a la deportación, inevitables, y el número y gravedad de las últimas es tal, que basta para hacer de esta pena un atentado contra el derecho.5

La injusticia esencial de la pena de deportación empieza antes de embarcarse el penado. No deben deportarse hombres que pasen de cierta edad, que no están en perfecto estado de salud, y unos meses, a veces días, de diferencia, sustraen a la pena, como también las enfermedades que unas veces se padecen, y otras se aumentan, se fingen o se provocan: los médicos no son infalibles, y más de una vez se embarcan hombres que no pueden resistir las penalidades de la navegación, y quedan los que podrían soportarlas.

Después del reconocimiento y de aquella escena lastimosa, en que hombres igualmente culpables tienen suerte tan diferente, alegres unos porque se quedan,6 desesperados otros porque se van, viene el embarque. Aunque sea costumbre, supongamos que no es necesidad cargar de hierro a los deportados durante la navegación; pero lo que sí es preciso es encerrarlos juntos; lo que es imposible es vigilarlos bien en aquel encierro y establecer trabajos que contribuyan a moralizarlos o impedir comunicaciones que los depraven. Lo que no puede hacerse es tenerlos en buenas condiciones higiénicas, porque el sacarlos en gran número sobre cubierta exigiría mucha fuerza armada, y aun habiéndola, ofrecería peligros, y el dejarlos apiñados durante una larga navegación es una prueba en que sucumben los débiles, y de que suele resentirse aun la salud de los fuertes. Al alejarse de la patria y de la familia, la pena, en vez de ser proporcional a la maldad, está en sentido inverso; el que conserva algún sentimiento noble y elevado, sufre mucho, y se aleja indiferente el que no tiene amor a nada ni a nadie.

¿A dónde dirige, su rumbo la nave que lleva los penados? Su suerte depende en gran parte, o absolutamente, de la respuesta a esta pregunta. Si es a clima sano, tienen probabilidades de vivir; si no, la pena de deportación es pena capital. Los Gobiernos más humanos no pueden proporcionar al penado la comarca que necesitaría para no sucumbir después de una larga prisión y de un viaje en las condiciones el suyo. Hay que deportar a los países que se poseen, no a los que se desearía, y de aquéllos a los que no estén habitados o su población sea escasa, porque no existen en estos tiempos colonias florecientes que consientan en ser depósito de criminales. ¡Qué de limitaciones! Hay otras todavía más desdichadas. Es indispensable que la colonia penal esté lejos, y esta gran distancia supone casi siempre una gran diferencia de clima, cuyo cambio suele ser tan fatal a los que le experimentan, máxime en las condiciones físicas y morales de un deportado. El que llamó mortuorias a las colonias penitenciarias, no exageró mucho; sobre todo si esta calificación se aplica al primer período: la diferencia que hay para los penados entre ser los primeros que llegan a países remotos, o ir cuando la colonia se halla establecida, constituye una desigualdad que suele ser de vida o muerte, y una injusticia proporcionada. Los primeros deportados son verdaderos exploradores: en ellos se experimenta la influencia del clima; cómo se pueden combatir y atenuar los efectos de las enfermedades que produce; a qué trabajos pueden dedicarse, y cuáles son superiores a sus fuerzas; ellos sufren también las consecuencias de la falta de albergue, hasta que se hace, y de la falta de otras muchísimas cosas cuya necesidad no se había previsto; la historia de las colonias penales establecidas en tierras lejanas, su fúnebre estadística, prueba que, según la época en que llega el deportado y la tierra adonde se les destina, la pena es o no de muerte, y cuando debía ser igual siempre y para todos, varía según los tiempos y lugares.

Suponiendo al deportado salvo ya en el país remoto, basta que a él haya ido contra su voluntad para que quiera dejarle. Aquella comarca fértil o estéril, sana o insalubre, limitada por las altas montañas o por el mar, es para él una prisión, y su primer pensamiento escaparse. En vez del silencioso recogimiento de la penitenciaría, que dispone a escuchar la voz de la conciencia, está la tentación de la fuga, que aunque no sea fácil, ha de parecérselo al que la desea tanto. Ejemplos hay que le animan, y tal vez se resuelve a tentar fortuna, hallando, según le favorezca o lo sea contraria, la libertad o la muerte. En las colonias penales la fuga será siempre un peligro y la idea de fugarse una tentación. En una isla muy apartada, con guardia muy crecida y fiel, serán menos numerosas, pero no podrán evitarse las deserciones que burlan la ley y agitan el ánimo de los que sufren sus rigores.

La tentación de la fuga realizada tantas veces, el peligro de la muerte que ha hecho tantas víctimas en las colonias penales, no son exageraciones de autores sistemáticos, sino terribles realidades. Los números que ponemos a continuación están copiados del informe oficial presentado en Francia por el Ministro de Marina, partidario de las colonias penales. Tenían los franceses, en 1867, trece establecimientos penitenciarios en la Guyana: la mortandad en el de la Montagne-D'argent en el año de 1856, llegó a la horrible cifra de 62,3 por 100; esta cifra es un máximo; pero la mortandad media en la colonia en los años de 1853, 55 y 56, fue de 19,2, 25,5 y 24,5 por 100, respectivamente. Los desertores, durante el año de 1864, en el que había un total de 6.512 penados, fueron 526; en 1865, de un total de 7.595, se fugaron 558.

Ténganse presentes tres consideraciones para apreciar el valor de estos números: 1.ª, que la edad de los penados, en general, era aquella en que la mortandad es menor; 2.ª, que los franceses tomaron precauciones higiénicas de todo género, hasta dar a los penados ración de vino y conservas de carnes y legumbres; 3.ª, que llevaron hermanas de la Caridad, maestros y médicos en gran número.

El deportado que triunfa de la influencia del clima y de la tentación de escaparse, tiene por móviles para corregirse el temor del castigo y la esperanza de mejor suerte; móviles que podrán tener alguna eficacia, pero que no deben inspirar mucha confianza. Decimos alguna eficacia, porque no es de esperar que tengan mucha, razonables cálculos, en gente extraviada por las pasiones, degradada por el crimen y desmoralizada por la pena; hay pocas cosas tan fatales para la moralidad del penado, como la injusticia impuesta por la fuerza en nombre de la ley. Y aunque él no haya estudiado filosofía del derecho, ni sea un gran jurista, siente que no hay nada de justo en todo lo que se ha hecho con él, desde que se le ha declarado deportable, hasta que puso el pie en aquella playa remota, tumba de tantos de sus compañeros.

Esta idea del peligro inmediato de la muerte que suele amenazar al deportado, es también un motivo para que no se esfuerce en trabajar, si no es una predisposición para que muera.

Como la deportación no es verdaderamente un sistema, en ella se ensayan o practican otros, y el primero de todos indispensablemente, el de clasificación. Aunque muy imperfectamente, y como si dijéramos, al por mayor, hay que hacerla, siendo preciso para el orden material de la colonia, separar a los que delinquen de nuevo y a los absolutamente indisciplinables. Los otros, acaso más perversos, pero mejores calculadores, se confunden y comunican, con todos los inconvenientes tan demostrados de las prisiones en común, y otros muchos más, porque el deportado tiene cierta libertad relativa.

Los que en los anales de las prisiones han leído los prodigios hechos por algunos reclusos para comunicar con las personas de otro sexo, y cuán difícil es en un pueblo en que hay prisión de hombres y de mujeres, aunque estén separados, aunque se hallen muy distantes, que no se pongan en comunicación, comprenderán lo que ha de suceder en una colonia penal, donde hay hombres de malas costumbres y mujeres livianas, unos y otras con cierta libertad relativa, cuando menos.

El problema penitenciario que se da por resuelto en la Metrópoli, aparece por resolver en la colonia penal. ¿Qué se hace con los que delinquen de nuevo, con los indisciplinables? Se toman diferentes medidas; la necesidad o lo que se llama tal, aconseja algunas muy crueles, y su voz no se desoye siempre; al fin hay que levantar prisiones. ¿Por qué sistema? ¡Qué de injusticias y cuántas prácticas corruptoras suponen estas dudas y estas necesidades a que no se puede atender bien y pronto!

En una sociedad formada de criminales, todo crimen ha de hallar fácilmente auxiliares y encubridores; la acción de la justicia ha de ser muy difícil, y casi imposible hallar un medio entre la impunidad y la dureza excesiva.

El desaliento en los que pretendan moralizar a hombres en tan malas condiciones para corregirse, es otra consecuencia tan grave como inevitable.

La arbitrariedad tampoco puede evitarse. Por más leyes que se promulguen y más reglas que se establezcan, el jefe de una colonia penal ha de tener facultades discrecionales en muchos casos, omnímodas en no pocos. La distancia de la Metrópoli y los elementos de que se compone aquella sociedad, motivan resoluciones prontas, enérgicas, para casos que no han podido preverse; allí difícilmente hay medio entre autoridad sin límites y autoridad sin prestigio. Y por acertada que sea la elección de las personas que han de ejercerla, dada la débil condición humana, habrá que recordar con frecuencia aquella máxima que dice: El que puede todo lo que quiere, quiere más de lo que debe.

Los partidarios de las colonias penales muestran triunfantes un número mayor o menor de penados que en las inglesas se han hecho ricos, como si rico fuera sinónimo de corregido y honrado, y como si el objeto de la pena fuese descuajar algunos terrenos incultos y enriquecer a unos cuantos hombres con la mortífera lotería de la colonia penal, en que unos ganan un gran premio y otros pierden la vida. Aquellos penados ricos que disfrutan grandes comodidades en Australia, o han vuelto a Inglaterra a ostentar su fortuna; este hecho que se cita como una ventaja del sistema, es un inconveniente. El criminal con sus buenos procederes da buen ejemplo, con su opulencia da escándalo, y puede ser un estímulo para que otro emprenda la carrera que él ha seguido con tan brillantes resultados. Si la pena de deportación no tuviera más inconveniente que la posibilidad de que el penado haga una fortuna que no hubiera hecho a no haber delinquido, bastaría para rechazarla como inmoral.

Tampoco puede evitarse que los jefes de las colonias penales se preocupen más del colono que del penado, y de la cuestión económica que de la jurídica, teniendo por mejor al que es más útil, y calculando la prosperidad de la colonia por el número de hectáreas que se han puesto en cultivo. A veces, ni la persona más exigente puede hacerles un cargo de que su atención se fije casi toda en las cosas materiales. ¿Qué responder, por ejemplo, cuando dicen: La cuestión sanitaria lo absorbía todo?

Estos males son esenciales de la deportación, inevitables aun en la teoría de ellas; pero hay otros que tampoco pueden evitarse, estando la práctica confiada no a ángeles, sino a hombres, con las debilidades, pasiones y errores de tales, y las colonias penales son una arma terrible puesta en manos que de seguro han de hacer mal uso de ella. En la antigüedad y en los tiempos modernos, los Gobiernos han deportado; pero se comprende la gravedad de erigir el hecho en derecho y dar a la arbitrariedad la consistencia de la ley. La que eleva a sistema la deportación, se presta como ninguna otra a los más crueles abusos. La diversidad con que se juzga la pena; la distancia a que se extingue; el ignorarse la suerte de la mayor parte de aquellos a quienes se aplica, todo contribuye a que los Gobiernos puedan ser crueles sin apariencias de crueldad; mal inmenso, contribuir a que no sea execrada toda acción que es execrable.

Las naciones que tienen colonias penitenciarias deportan a ellas los delincuentes políticos, no como un hecho arbitrario, sino como una cosa legal; con los criminales van los vencidos. Inglaterra envía los irlandeses a Australia, y Francia manda a la Guyana, con los ladrones y asesinos condenados a trabajos forzados, los afiliados a sociedades secretas. Esto la ley. Luego el Gobierno hace imposible la vuelta a la patria, y una pena temporal se convierte en perpetua. Los jueces no la hubieran firmado en tal concepto; los hombres de la Administración la imponen como disposición reglamentaria.

La cuestión de elegir el lugar de la colonia, que es cuestión de vida o muerte para los deportados, y los trabajos a que pueden dedicarse, según el clima y suelo, sin peligro de su salud o de su existencia, son cosas que en teoría deben pensarse mucho, y en la practica se estudian poco o nada. Inglaterra ignoraba la salubridad de la Australia, y hemos visto cómo abandonó a sus forzados colonos. Francia elige la Guyana como un lugar excelente para una colonia penal; forma allí varios establecimientos, que tiene que ir abandonando sucesivamente; organiza diversos trabajos; la enfermedad y la muerte responden a sus tanteos: al cabo de algunos años se cae en la cuenta de que los europeos no pueden vivir, sobre todo si trabajan en aquel clima, y la Administración resuelve que no se deporte a la Guyana: el error no ha tenido consecuencias más que para los que allí han enfermado o han muerto.

Podríamos enumerar otros muchísimos males que, aunque en teoría no parezcan inherentes al sistema de deportación, pueden considerarse como inseparables de él, puesto que en la práctica no han de evitarse; pero nos parece que basta con los que dejamos señalados.

Se dirá tal vez que las colonias penales, compuestas sólo de penados de ambos sexos, no son el verdadero tipo del género; ya sabemos que el ideal es que la emigración voluntaria preceda, si es posible, o siga inmediatamente la forzosa, y que los hombres libres den ejemplo, dirección, y, en caso necesario, enfrenen a los que sufren su condena. Concebimos la necesidad de esta buena levadura para hacer prosperar la colonia; lo que no nos parece tan claro es si, moralmente hablando, en la comunicación y mezcla de hombres honrados con criminales, ganarán tanto éstos como pierden aquéllos, máxime no siendo sabios ni personas de excepcional virtud las que van voluntariamente a una colonia penal con el único fin de hacer fortuna; y lo que está fuera de duda es que, en cuanto la colonia prospere, dejará de ser penal, porque rechazará los penados. Los tiempos lo dan de sí, y hasta las pequeñas poblaciones próximas a las colonias penales quieren cerrar sus puertas a los vecinos que tienen, cuando menos, por sospechosos, aunque la Administración les asegure que se han enmendado. El elemento libre, germen de vida para la prosperidad de la colonia, es principio de muerte para el establecimiento penal: éste es otro inconveniente que en un plazo no muy largo ha de presentarse, y que está en la esencia del sistema. ¿Merece el nombre de tal el que tiene tantos? Nunca en la deportación hemos podido ver un sistema, sino un expediente.




ArribaAbajoCapítulo XIII

¿Conviene establecer colonias penales en las islas del Golfo de Guinea o en las Marianas?


Nos parece haber demostrado que la deportación a una colonia ultramarina no tiene ninguna de las condiciones que debe tener la pena para ser justa. Pero aunque así no fuera; aunque los pueblos que han deportado por sistema a Ultramar hubiesen obrado con justicia, creemos que en las condiciones en que está España no podía tratar de imitarlos sin faltar a la humanidad y al derecho.

El amor a la patria creemos que se prueba sirviéndola, y mal sirve al país como a su amigo, quien, por no disgustarle, en vez de señalar sus faltas, las halaga; en vez de acusar, oculta y desfigura o calla la verdad, como si la vergüenza estuviera en que se diga el mal y no en hacerle. Con dolor, pero en conciencia, hemos de decir, que aunque las colonias penales fueran una cosa excelente, España no tiene medios morales ni materiales para fundarlas.

Véase lo que son nuestros presidios y las tradiciones y prácticas que hay entre nosotros en materia penal; véase lo que es nuestra Administración, la de la Metrópoli y la de las colonias, que, sin ser penales, lo parecen, si no por la disciplina, por la necesidad de establecer una muy severa: véase el estado de nuestro Tesoro; consúltese el de la opinión, e imagínese después lo que sería una colonia penal española. Y no decimos al acaso imagínese: creemos que se necesita imaginación fecunda, ardiente y lúgubre, para figurarse lo que podría suceder en los establecimientos penales que fundáramos más allá, de los mares.

¿Qué dice la opinión en esta materia? Nada, y por lo tanto, es posible todo error y todo abuso, y la impunidad de todo el mal que se haga.

¿Exigirá la opinión, sancionará que se envíen a dirigir el establecimiento penal hombres de gran mérito, a los cuales se den pingües sueldos, como hicieron los ingleses?.7 ¿Exigirá la opinión ni sancionará que se empleen grandes sumas en proporcionar a los penados medios higiénicos, trajes apropiados, alimentos sanos y abundantes, ración de vino para que no enfermen, y les enviará hermanas de la Caridad y hasta treinta y tres médicos para que los asistan, como han hecho los franceses en Guyana? ¿Cómo se ha de interesar la opinión por lo que sucede a los penados que están a tres mil leguas, cuando es indiferente para los que tiene a la vista? Nada supo de los que murieron en el Pontón de la Oliva; bien pueden sucumbir todos los que se envíen a Fernando Póo sin que lo sepa.

El Tesoro no se halla en estado ela sufragar los muchos gastos que exige el enviar a países remotos, con seguridad, buenas condiciones higiénicas e instrumentos de trabajo, gran número de criminales. ¿Cómo atendería a los forzados la Administración que no envió provisiones a los buenos hijos de España, que pusieron tan alta su bandera en el Callao? Si en días de abundancia dejó que el escorbuto diezmase a los honrados valerosos, allá en remotos mares, ¿qué haría con los culpables arrojados con ignominia?

¿Y qué personal emplearíamos en las colonias penales de Ultramar? El que ahora tenemos en los presidios de la Península, salvo alguna honrosa y rara excepción, no tiene ni la teoría ni la práctica de los buenos principios penitenciarios, y las personas que le componen, llamadas y despedidas por el favoritismo y la política están muy lejos de poder enmendar ningún sistema vicioso. ¿Es posible tener otro personal mejor? Sin duda; pero no hay ningún indicio de que se intente,8 ni es cosa que se improvisa, ni, dado que se creara, podría aceptar la misión de luchar con una serie de imposibilidades para realizar la justicia, unas que nacen del sistema, otras del estado económico, administrativo, moral e intelectual de España.

Si, a pesar de las razones expuestas, España quisiera establecer en Ultramar colonias penales, ¿podría hacerlo en las del Golfo de Guinea o en las Marianas?

Establecidas colonias penitenciarias en el golfo de Guinea, dado que se vencieran todos los obstáculos que a su planteamiento se opondrían, quedaba uno invencible, el clima. No hay para qué tratar de si podría cultivarse Corisco, si sería imposible sacar partido de la esterilidad de Annobón, y si Fernando Póo llegaría a dar pingües productos: la cuestión sanitaria domina a todas las otras, y lo primero que hay que ver, es si es posible vivir.

Es fúnebre la historia de la primera expedición que a últimos del siglo pasado fue en nombre del Rey de España a posesionarse de las islas de Annobón y Fernando Póo.

Se habían enviado entre tropa, marinería, obreros auxiliares africanos y portugueses...................................................................................................... 547 hombres
Volvieron a España.......................................................................................... 67 »
Murieron.......................................................................................................... 370»
Quedaron........................................................................................................ 110»

Y aun de éstos, dice la relación copiada por el doctor Martínez, «lleno el hospital de enfermos, y con achaques epidémicos la mayor parte de los que se han contado por sanos».

Puede objetarse que a veces hay gran mortandad al ocupar por primera vez países que no son realmente insalubres, dependiendo esto de causas que desaparecen con el cultivo, y de falta de precauciones higiénicas, y de recursos que llevan consigo pobladores más precavidos y afortunados. Investiguemos brevemente si son permanentes o accidentales las causas de la insalubridad de Fernando Póo.

Don Miguel Martínez y Sanz, misionero apostólico en las islas del Golfo de Guinea, dice «que Fernando Póo es un país más sano que todos los que ha visitado, y no son pocos, en la parte meridional de Europa». Parecer que contradice la opinión generalmente recibida, y lo que él mismo manifiesta más adelante.

«Es verdad, dice, que si uno se moja o se expone algún tiempo a los rayos del sol, o se ejercita inmoderadamente en cualquier trabajo mental o corporal, puede contar de seguro con que tiene la fiebre en su primer estado, o de incubación, y puede con seguridad aguardar el primer acceso para después de uno, dos o más días; pero si entre la incubación y el acceso toma, como ya he dicho, tres o cuatro granos de quinina, esto basta para impedir los accesos. A veces, sin dar lugar advertidamente a estas causas predisponentes, vienen los accesos.

....................

»En todas estas ocasiones (cuando se exponían al sol o a la lluvia), apenas volvíamos a casa, tomábamos unas píldoras de quinina, y siempre previnimos los ataques.

....................

«Con esto (tomando quina en grandes dosis), puede esperarse que la fiebre esté cortada, pero no curada, porque dejándola así, volverá seguramente al séptimo día, lo más tarde: para cortarla es necesario continuar todo el septenario tomando quina.

....................

»También quiero advertir, para conocimiento de los que regresen de aquellos países, que aun muchos meses después de haber salido de la costa de África o islas adyacentes, tienen peligro de contraer la fiebre los que han vivido en ella algún tiempo. El Cónsul de S. M. B. la tuvo en Londres a los seis meses. A mí me sucedió una cosa igual.

»Además de lo que llevo dicho, del uso preventivo de la quinina, todos deben procurar vestir interiormente franela, o al menos algodón se procurará ser muy parco en el trabajo, tanto mental como de cuerpo: un paseo moderado y diario a la orilla del mar, es conveniente con tal que no sea cuando llueve, ni exponiéndose a los ardores del sol.

»La alimentación deberá ser buena, teniendo también presente que cualquiera indigestión predispone a la fiebre: es muy conveniente desayunarse temprano con chocolate o café: las frutas del país, sobre todo en los primeros meses, deben comerse muy parcamente, pues comidas con exceso son un verdadero veneno: son tan dulces y sabrosas, que es difícil resistir al deseo de comerlas a todas horas: hay que dormir ocho horas: toda pasión de ánimo, especialmente las deprimentes, son perjudiciales en aquel país. Por último, advertiré que se ha de poner el mayor cuidado en evitar exponerse a la lluvia y a los rayos del sol».

....................

¿Se comprende que pueda afirmarse la salubridad de un clima donde para no enfermar son necesarias semejantes precauciones? El mismo sacerdote añade:

«No hemos visto viaje hecho por aquellos mares sin que haya habido algunas defunciones.

»En el que yo volví murieron el fogonero y un viajero. En el que venía el presbítero Sr. Soria, también hubo cinco muertos. En el que volvía mi secretario, murieron tres».

El teniente de navío D. Joaquín J. Navarro, en sus Apuntes sobre el estado de la costa occidental de África, da varias reglas, fruto de su lectura y experiencia, para conservar la salud de las tripulaciones en Fernando Póo. Dice que debe llevarse buena provisión de vino de quinina adquirido en Francia o Inglaterra, o de Jerez u Oporto para prepararlo con quinina de superior calidad. Que se contraten negros krumanes para las faenas más penosas, porque añade: «La primera regla que establecemos para conservar la salud de las tripulaciones en África, es evitar por todos los medios posibles que el europeo pise la tierra». Estos negros son de mucha utilidad para el servicio constante de topes en el mar, dar alquitrán a las jarcias, etc., en fin, para las innumerables faenas que tienen que practicarse a la intemperie, a la cual no puede exponerse el blanco por largo espacio de tiempo.

«La marinería y tropa deben tener dos mudas de franela, que llevarán siempre a raíz de la carne.

»Se cuidará de que no vaya a bordo ninguna leña que no esté bien seca; la verde produce el desarrollo de la fiebre.

»Que no vaya nadie a tierra, sino al amanecer los compradores, vigilados para que no cometan excesos.

»En tiempo húmedo debe usarse chaqueta de bayeta sobre la de franela, y conviene dar vino de quinina dos veces a la semana. A los que se expongan al sol, a la lluvia o a la humedad, debe dárseles diariamente el vino de quinina».

Estas son, en resumen, las reglas higiénicas dadas por el Sr. Navarro, que al proponer los trabajos que deberían hacerse para sanear la isla, empezar a abrir caminos, explotar maderas, etc., dice «que han de contratarse para estas obras negros krumanes. Cuando tuvimos sesenta y ocho formaron un núcleo que dio la vida a los trabajos pendientes; se hicieron los que hasta entonces habían sido incompatibles con la naturaleza de la gente europea en aquel clima».

El Sr. Vizconde de San Javier, en su obra titulada Tres años en Fernando Póo, dice:

«Puedo afirmar que todos los blancos que han residido en Fernando Póo, todos, más o menos, se han visto atacados de la fiebre. Ninguno escapó de ella completamente, y yo he visto desaparecer hasta el último colono de los que consigo llevó el gobernador Gándara, o de la fiebre, o por el abandono de la isla para evitarla. Yo he visto perecer en el hospital más de la mitad de la compañía especial que llevó allí el comandante Toubes; yo he visto perecer víctima de la fiebre, en mis brazos, al médico de la isla, don Marcelino Pérez Llanos, mi querido amigo y condiscípulo, y a otros, a pesar de su buena constitución y las precauciones que tomaban para conjurar los ataques de tan terrible azote.

....................

»Las fiebres del país se habían desarrollado con gran intensidad en la isla; la mayor parte de la compañía estaba en el hospital. Se dispuso que la fragata Perla saliera a navegar llevando a los convalecientes, por ver si la variación de aires lograba aliviarlos: durante la travesía murieron dos.

....................

»Varios de ellos (los deportados a consecuencia de la insurrección de Loja) habían traído cartas de recomendación para mí, para hacer más llevadera su suerte; pero, en honor a la verdad, no las necesitaron, pues el gobernador Gándara hizo desde los primeros momentos cuanto pudo por aliviar su suerte, y el alimento que recibían a bordo era enteramente igual a la marinería; ración de armada y fresco diario, exceptuándose el vino, que no se daba más que a los enfermos. Ningún trabajo manual penoso vino a agravar su situación los diez meses que estuvieron; tan sólo ayudaron en dos ocasiones, unidos a los soldados de la compañía y krumanes del Gobierno, a transportar los cañones de los almacenes bajos de la playa a la plataforma del cuartel; pero en esos días de trabajo recibieron la gratificación como la tropa y ración de vino y aguardiente.

»La fiebre amarilla que se desarrolló en 1862 se cebó en estos infelices, lo mismo que en la tropa y marinería de la estación.

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»Precisamente en el sitio donde hicimos alto, mandó construir dos meses después el general Gándara un gran barracón, donde estuvieron alojados los presidiarios que el Gobierno mandó a la isla procedentes de la sublevación republicana de Loja e Iznajar, cuya mayor parte pereció a causa de las calenturas del país y fiebre amarilla».

Nos parece innecesario continuar las citas, y queda suficientemente probado que es fundada la opinión que tiene a Fernando Póo como un país mortífero para los europeos y que sin mucha impropiedad podría, como Sierra Leona, llamarse cementerio de blancos. Aun los que negándose a la evidencia sostienen que es sano, esta salubridad exige condiciones que la hacen completamente ilusoria, cuando se trata de colectividades que no es posible que sigan estrictamente las reglas de higiene, ni tengan medios de proporcionarse preservativos sin los que peligra la salud y la vida.

En la suposición más favorable, la Administración que estableciera una colonia penal en Fernando Póo, tenía que cuidar de que estuviera bien provista de quina, vinos, ropas interiores y exteriores de lana; cuidaría de que los penados no se expusieran al sol ni a la humedad, ni cometieran el menor exceso de ninguna clase, ni se dedicaran a ningún trabajo fuerte mental ni material: así podía ir evitando una gran mortandad, hasta que en una invasión de fiebre amarilla viera la inutilidad de todas sus precauciones. Éstas, bajo el punto de vista económico, caso de que fuesen posibles, serían ruinosas, máxime en un país que tiene tan pocos recursos, en que hay que llevar tantos objetos de primera necesidad para no enfermar, y tratándose de penados cuyo trabajo no indemnizaría de los sacrificios pecuniarios que se hicieren, puesto que todo trabajo asiduo es mortal para los europeos en aquel clima; excusado es insistir cuáles serían, por otra parte, las consecuencias de la ociosidad.

Nos parece que el Gobierno que estableciera una colonia penal en Fernando Póo, realizaría una empresa ruinosa económicamente considerada, poco ejemplar bajo el punto de vista moral, y en cuanto a humanidad y justicia, podría hacerse acreedor a que se le aplicase lo dicho por Mery: «Cuando la justicia deporta a los criminales, no los envía a terrenales paraísos. Elige en el mapa lo más selecto para el mal, y su clemencia es peor que su crueldad. El verdugo mata de un golpe; el clima no es tan expedito: necesita un año para la misma obra».

Las islas Marianas no son ciertamente tan insalubres como las del Golfo de Guinea, pero tampoco tan sanas que los europeos puedan, por regla general, prolongar en ellas su permanencia sin detrimento de su salud.

Hechos repetidos, sabidos por todos los que vieron partir fuertes al Archipiélago filipino a parientes o amigos, y los ven volver enfermos o envejecidos prematuramente, y la opinión de diferentes autores, corroboran la nuestra. El Sr. D. Vicente Barrantes dice:

«Esta (el frecuente relevo de Capitanes generales) no es una acusación a la época moderna, como podría con ligereza sospecharse, sino consignación de un hecho importantísimo, que en todas épocas se viene observando, que influye sobremanera en el progreso de la administración ultramarina, y que es principalmente imputable al clima intertropical. En prueba del acierto con que la legislación vigente ha fijado tres años de máximum al Gobierno de cada Capitán general, repárese que el único que lo ha excedido en estos últimos tiempos, D. Narciso Clavería, Conde de Manila, dejó en la historia administrativa y política del Archipiélago una huella luminosa, es verdad; pero esa huella es un camino que rectamente nos conduce a su nunca olvidada tumba».

Si para los hombres que están en libertad; si para los altos funcionarios que gozan de comodidades, que pueden tener higiene; sin la depresión de ánimo, sin la reclusión del viaje, sin tantas causas como el colono forzado tendría para perder la salud, la pierden prolongando su permanencia en el Archipiélago filipino, no es aventurado suponer que la enfermedad y la muerte se cebarían cruelmente en la colonia penal: en todas y por causas evidentes, la condición del penado para conservar la salud es muy inferior a la del hombre libre.

¿Con qué recursos contaría la colonia penal de las Marianas? El suelo no es tan fértil como el de Filipinas; el país está casi despoblado; no hay medios de subsistencia, y hasta que se crearan, todo habría que llevarlo de Manila, capital de un país semisalvaje. Su estado de atraso es mal precedente para los progresos de una colonia penal que necesariamente había de recibir su influencia por ser la más cercana: considerando que no puede ser muy beneficiosa, porque ni las artes, ni las ciencias, ni la industria, ni la buena administración, ni la moralidad tienen un nivel muy alto en las islas Filipinas, podría desearse mayor distancia de ellas a la colonia penal. Mas, a pesar de esto, y de que 300 leguas son un obstáculo difícil de vencer a una Administración pobre, sería preciso superarle, porque consideraciones de orden diverso, y todas graves, impondrían la necesidad de que la colonia penal comunicase con la que para ella podría considerarse como Metrópoli. A ella ha sido necesario recurrir últimamente para que no se mueran de hambre los deportados a las Marianas.9

La inmensa distancia de las islas Marianas es dificultad insuperable para la buena dirección de una colonia penal. El principio de autoridad, que, aunque fuera fuerte, se debilitaría, ¿cómo había de llegar siendo tan débil como es en España? La justicia, cuya voz es aquí tan débil, puede temerse que se extinguiera a través de los mares, y que no hubiera género de iniquidad que no fuese posible, ni atentado contra el derecho que no pudiera quedar impune.

Además, en la historia de las islas Marianas se cuenta una insurrección del presidio que allí había, y en que tomaron parte los indígenas y algunos soldados; en una colonia penitenciaria los penados tienen más libertad; en Filipinas el grueso de la fuerza armada se compone de indígenas, y recientes están sucesos graves, que advierten el peligro de enviar al Archipiélago gente que en ocasión propicia pudiera dar la mano a cualquiera rebelión, y en todo caso ser buen auxiliar de la inextinguible piratería de aquellos mares.

Las colonias penales en las Marianas no nos parecen tampoco practicables, económicamente hablando. Según las últimas contratas, llevar un soldado a Filipinas cuesta 1.960 reales, y no puede calcularse menos por razón de transporte y manutención el pasaje de un penado; añadiremos, y es muy poco, 210 reales desde Filipinas a las Marianas. Suponiendo 40 hombres con sus correspondientes oficiales para escoltar a 200 penados, el gasto de cada uno, por este concepto, sería de unos 530 reales; calculando por término medio ocho años de condena, que mueran el 5 por 100 de penados cada año y que haya 2 por 100 de condena perpetua y 3 por 100 que quieran quedarse, habrá que volver 140, lo cual da para cada uno 1.519 reales del viaje de vuelta.

Agrupando estas cantidades, tenemos:

Conducción de cada penado a las islas Marianas..............................................2.170 reales
Gastos por razón de escolta.............................................................................530 »
Conducción de cada penado a la Metrópoli......................................................1.356 »
Total.............................................................................4.056»

Como se ve, para conducir mil penados se necesitan cuatro millones. Hay que añadir a esta cantidad los gastos hasta el puerto en que se embarquen, el equipo indispensable para navegación tan larga, y el importe de las obras indispensables en los buques que hubiesen de prestar este servicio para apropiarlos a él. Con esta suma podría levantarse una penitenciaría que durase siglos, en vez de que los gastos de conducción se renuevan incesantemente.

En esta cuenta, como se ha visto, no incluimos cantidad alguna para el establecimiento de las colonias, que no podrían hacerse, no obstante, sin considerables gastos. Aun en la suposición más favorable de que con el tiempo floreciese y se bastara a sí misma, en un principio necesitaba muchos fondos para víveres, instrumentos para la industria agrícola y auxiliares, construcciones, etc. Ni nuestro exhausto Tesoro, ni las vacías Cajas de Ultramar, podrían cubrir semejantes atenciones.

Para terminar este capítulo, haremos otra observación aplicable lo mismo a las islas del Golfo de Guinea, que a las del Archipiélago filipino. Todos los partidarios de las colonias penales quieren para ellas numerosos colonos libres, que voluntariamente vayan a darles vida y sanear su atmósfera moral. ¿Quién iría a Fernando Póo con el terror que su nombre inspira? ¿Quién a las Marianas, tan aisladas, y donde la frecuencia de los terremotos no es muy propia para animar a los que no retraiga la distancia? ¿Quién va hoy a colonizar unas ni otras posesiones ultramarinas? ¿Tendrían más atractivos cuando fueran depósito de criminales?




ArribaAbajoCapítulo XIV

Resumen y conclusión


Recapitulemos en breves palabras lo expuesto en esta Memoria.

Como un punto de partida indispensable para discutir un sistema penitenciario cualquiera, hemos procurado fijar lo que en justicia debe ser la pena.

Para poder juzgar si estaba conforme con el derecho la práctica del Gobierno inglés en sus colonias penales de Australia, hemos compendiado su historia, determinando las circunstancias que podrían darnos de ella idea más clara.

Las principales vicisitudes y conflictos por que pasaron aquellos establecimientos penales.

Organización económica y judicial.

Mortandad.

Emigración voluntaria.

Deserciones.

Conspiraciones y rebeliones.

Sistema penitenciario adoptado allí para los indisciplinables o los que delinquían de nuevo.

Religión.

Moral.

Derecho.

Resistencia de las colonias ya florecientes a recibir penados.

El conocimiento de estos hechos nos parece que hace evidente la infracción de derecho por parte del Gobierno inglés, más atento a libertar a Inglaterra de la presencia de sus grandes criminales, y a servirse de ellos como partes de su gran maquina colonial, que a conformarse, penándolos, con las reglas de justicia.

Examinando si las faltas que en sus colonias penales cometió la Gran Bretaña fueron todas suyas, hemos visto que muchas son imputables al sistema, cuyos inconvenientes o injusticias esenciales no evitará nación alguna que le adopte.

Y, por último, nos parece dejar demostrado que, aun en el caso de que sin infracción del derecho fuera dado establecer colonias penales a pueblos poderosos, ricos y bien administrados, España no podía intentarlo sin faltar a las reglas de justicia y a los deberes de humanidad, y que, caso que lo intentara, no eran parajes apropiados, ni las islas Marianas, ni las del Golfo de Guinea.

Para terminar este imperfecto trabajo, haremos algunas reflexiones y expondremos una duda. Los que sostienen la teoría de las colonias penales y los que toman parte en la práctica, ¿tienen persuasión tan íntima de sus excelencias, como de los males que causan tenemos nosotros? Vemos algunos de sus más elocuentes y resueltos abogados, admitir un sistema mixto como el que practicó algún tiempo Inglaterra, o con variantes sin esencial diferencia. La pena empezaría a extinguirse en las penitenciarías de la Metrópoli; era su primer grado, continuándola después en las colonias penales, con lo cual hay la seguridad del doble cuantioso desembolso de la penitenciaría y del viaje a Ultramar, y la probabilidad que en él pierda el penado lo que ganó en la prisión, si ésta ha logrado corregirle, aislándole de otros criminales, con los que comunicará durante la travesía. También se ha dicho que podrían construirse penitenciarías en las colonias, lo cual es invertir los términos de la suma, operación que, como es sabido, no altera el resultado.

La teoría vacila, contemporiza; ¿y la práctica?

Hay hombres de gobierno que hablan de vez en cuando de la eficacia moralizadora del sistema de deportación, y hay documentos oficiales en que se copia alguna carta (anónima) de un deportado que invita a su mujer a que vaya a acompañarlo, y escribe: «Hallarás preparada una casa con las mayores comodidades posibles. Tengo entre manos la obra de un jardín inglés con su fuente y surtidor»; pintura cuya moralidad no se nos alcanza, pareciéndonos, por el contrario, que puede servir de estímulo para poner los medios con que alcanzó tan dichoso fin, el afortunado habitante y dueño de la cómoda vivienda.

Otras veces hay más franqueza: el contraalmirante Roussin dice, desde la nueva Caledonia: «La mayor parte de los penados no trabajan más que para emborracharse, y no hacen ningún ahorro». El general Reboul escribe de la misma colonia penal: «Doscientos tres deportados han obtenido autorización para residir en Noumea. Trece se devolvieron a la isla de los Pinos, por su mala conducta; con algunas excepciones, son braceros, y ganan diez, doce y hasta quince francos diarios. Este dinero no les sirve más que para emborracharse. Muchos de ellos, a pesar de esta ganancia, no han cambiado el traje que recibieron de la Administración; sus malas inclinaciones no se modifican, y por la noche insultan a las mujeres y a los oficiales que encuentran solos». Un Ministro de Marina, en un documento oficial, declara que «LA LEY DE TRANSPORTACIÓN10 HA TENIDO PRINCIPALMENTE POR OBJETO, ALEJAR DE FRANCIA A LOS CRIMINALES». He aquí dicha francamente la verdad, y de que lo es, son prueba evidente los hechos. Si el objeto de las colonias penales no fuera principalmente alejar de la Metrópoli los penados; si se creyera en la eficacia de la pena para corregirlos, ¿cómo se dificulta o se hace imposible el que, vuelvan a la patria, cometiendo un verdadero atentado contra el derecho, cual es convertir en pena perpetua la que los tribunales impusieron como temporal? Inglaterra ya hemos visto que no daba auxilio alguno para volver a los deportados de la Australia, dificultando cuanto podía la vuelta de los que reunían fondos para el viaje. Francia, más justa en un principio, acató el mandato de la ley, en cuanto a poner en libertad al deportado, una vez cumplida su condena.

Como para él la prisión es la colonia penal, declararle libre y no volverlo a la patria cuando no tiene medios de hacerlo, es un verdadero escarnio de la justicia. La Francia volvía, pues, los deportados cumplidos que querían volver; pero como fue notando que querían todos; como, además, algunas escenas tumultuosas al desembarcar lo dieron mala idea de la eficacia correctiva del sistema, se determinó que, a pesar del fallo de los tribunales, la pena sería perpetua para todos los que no pudieran volver a su costa.

Hicieron algunas excepciones, y, entre otras, una a favor de aquellos penados que por su buen comportamiento se hiciesen acreedores a una especial protección del Gobierno. Muy pocos deben haberse considerado dignos de esta gracia, puesto que esforzándose muchos a fin de allegar la suma necesaria para pagar el pasaje, y obteniéndola otros de sus familias, según se dijo poco ha en la Cámara francesa al discutir la ley de prisiones, de 25.000 deportados, solamente han vuelto 1.500. Es un resultado satisfactorio que corresponde al pensamiento de alejar de Francia a los criminales; pero el aumento de la criminalidad y el número creciente de reincidencias, ha hecho pensar en otro medio de represión, y se ha votado una ley anómala y, podría decirse, extravagante, si la extravagancia en las leyes no tuviera el nombre de injusticia. Según lo últimamente acordado, en Francia se deporta, se encierra en prisiones donde el recluso vive en sociedad con sus compañeros, o se le confina a una celda solitaria, según los casos; siendo de advertir que esta última pena, la más temida, no se impone a los delitos más graves.11

No puede entrar en el plan de este trabajo un juicio crítico de la legislación francesa en materia penitenciaria; basta para nuestro propósito hacer constar que la nación que en mayor escala deportó a sus colonias penales, no deporta Francia, que conserva las suyas, busca en el aislamiento una eficacia represiva que no ha podido hallar en ellas.

La pena de deportación tranquiliza el miedo que inspira un gran número de criminales; quita a las reincidencias la gravedad que alarma; se presta en manos del poder a llevar a los enemigos del orden social donde no podrán turbarle; proporciona el medio de suprimir a los hombres, sin apariencia de matarlos; tiene, en fin, todo lo que puede desear la debilidad, la pasión, el error, la hipocresía; pero le falta cuanto exige el derecho. Síntoma inequívoco del atraso o de la decadencia moral de un pueblo, jamás contendrá los progresos del mal, semejante a esas máquinas que hacen entrar en un receptáculo la misma cantidad de líquido que lanzan fuera. La deportación, al zarpar del puerto, deja un vacío en la justicia, que se apresuran a poner de manifiesto los que huellan sus leyes. El criminal se deporta, el crimen queda; retoña de raíces que no se arrancan, renace de gérmenes que se fecundan; la perversión de un pueblo, tanto como por hechos criminales, se revela por leyes injustas.

El mejor argumento contra la deportación sería hacer su historia; historia fúnebre, que ningún hombre honrado podría leer sin horror. ¿Qué se diría de un Gobierno que hiciera matar a los que por los tribunales no estaban condenados a muerte? Los que deportan, a sabiendas o sin saberlo, imponen penas perpetuas o capitales contra el fallo de los jueces. ¿Qué repulsión no inspiraría el hombre político que, vencedor de sus enemigos, condenase a muerte uno de cada cinco?

En las ejecuciones militares, diezmar es un horror; no se hace sino rara vez, y con un corto número; quintar no puede hacerse ya, y, no obstante, el que con apariencia de menos cruel deporta, hace más que diezmar, más que quintar, porque será raro en las deportaciones que muera sólo el diez, y no lo es que sucumba del cincuenta por ciento. Los equivocados o los hipócritas que deportan a los vencidos, serían más clementes con ellos si los mandaran diezmar. La pena fuera menos dura, más ejemplar, como suele decir la justicia humana, y no tendrían que responder de tantas vidas ante la Divina. Por ignorancia o descuido, ligereza o maldad, se impone una pena cruel sin parecerlo; las víctimas caen lejos, muy lejos; no hay sangre; sus lágrimas no se ven, sus ayes no se oyen; la opinión no pide cuentas, y no se cree, o se olvida, la que un día habrá de darse a Dios.

Ya que no podamos extirpar la deportación como atentado contra el derecho, no la introduzcamos, al menos, en el templo de la justicia, cubierta con el sagrado manto de la ley.

Si la Academia contribuye a impedirlo, promoviendo el estudio de las colonias penales; si apresura el día en que la deportación se mire, con el horror que merece, buena y meritoria obra será el llamamiento a que hemos respondido, con saber escaso, pero convicción profunda. No es esta Memoria la producción de un literato, el trabajo de un jurista; es el testimonio de una conciencia.