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Las enaguas de Doña Marcelina y otras nimiedades. Acerca de la vida cotidiana en «Amalia» de José Mármol

Beatriz Curia





Intento mostrar en este artículo algunos aspectos del mundo novelesco de Amalia -de las costumbres, de los lugares, de los objetos-, deteniéndome en una serie de pormenores aparentemente nimios que, no obstante, consolidan la realidad de ese mundo y -creo- ayudan en parte a explicar la sorprendente impresión de realidad que genera la novela y la mayoría de los críticos reconoce. Dejo de lado ex profeso otros detalles que aparecen inequívocamente cargados de intención política, de voluntad idealizadora de unitarios o -por vía negativa- de federales. Me parecen más sugerentes aquellos que fueron incorporados por Mármol casi al pasar, tomados de la misma vida, de la propia experiencia, tal vez sin una consciente intención testimonial.

Por lo demás, no es improbable que este enfoque mueva a una relectura de Amalia desde una perspectiva menos abstracta, más próxima a la realidad, al diario vivir, al concreto pasado de la patria.


Las enaguas de doña Marcelina

Un momento despues un ruido como el que hace el papel de una pandorga cuando acaba de secarse al sol, y el niño lo sacude para ver si está en estado de pegarse al armazón, anunció á Daniel que las enaguas de Doña Marcelina venian caminando á par de ella por el gabinete contiguo1.



En este párrafo de Amalia José Mármol cumple el objetivo de anticipar los perfiles risibles de un personaje que el lector todavía desconoce y que tendrá cómica relevancia en el desarrollo de la trama.

Sin embargo, una lectura atenta descubre, aparte del efecto cómico, otros factores que potencian la densidad del mundo configurado en la novela y lo hacen tangible, al punto de que el lector olvida su carácter ficticio y siente la directa experiencia de la vida. Tal efecto resulta de singular peso en la medida en que Amalia, como, novela histórica que es2, tiende a recrear estéticamente un mundo pretérito en todas sus facetas, incluso las menudas, cotidianas y pintorescas3: el mundo de la Argentina en 1840 aparece convincentemente cercano a través de sus barriletes, del papel engomado y de la armazón con que están construidos, de los niños que juegan con ellos, de las enaguas sonoras que usan algunas de sus mujeres. Al respecto, cuando Víctor Gálvez evoca su infancia recuerda que en octubre de 1840 -mes en que culmina la acción de Amalia- iba con otros muchachos al bajo del río y a la Plaza de Armas a remontar sus pandorgas de papel4. También recuerda, en la Córdoba posterior a Caseros -casi idéntica a la de su niñez5-, a unas «criadas [...] cuyas enaguas endurecidas por el almidón, producían al caminar un ruido que se asemejaba al que se oye cuando se rompe papel engomado [...]6. Notable coincidencia con la imagen ofrecida por Mármol.




El agua de pozo

-Don Pedro de Anjelis [...] toma agua de pozo, la más indijesta de todas las aguas de este mundo, razon por la cual no ha podido dijerir todavia, el primer volumen de sus Documentos Históricos7.



Estas palabras de Daniel Bello, en un contexto de conversación amable y llena de humor, introducen -con su referencia al agua de pozo- un dato significativo acerca de la vida cotidiana en el Buenos Aires de 1840. José Antonio Wilde8 recuerda que el «agua para el consumo de la población se tomaba, como hoy, del Río de la Plata; pero de muy diferente modo, no como aguas corrientes. El de los pozos de balde, cuya profundidad varía entre 18 y 23 varas, es, por lo general, salobre e inútil para casi todos los usos domésticos». Herz9 confirma la información de Wilde y agrega que a veces el agua de pozo estaba «contaminada por la cercanía de los "pozos ciegos"». Más adecuada resultaba el agua que vendían los aguateros, tomada de lugares específicos del río, o el agua de lluvia recogida en los aljibes10.




Bañistas y lavanderas

-Oh! la calle de mi casa es un desierto! Solo en verano, como está la casa á media cuadra del rio, suele pasar alguna jente á bañarse11.



Doña Marcelina sólo pretende garantizar a Daniel Bello que la reunión que se llevará a cabo en su casa será absolutamente secreta. Pero a la vez testimonia una de las costumbres más pintorescas de la época: el baño en el río. Como «no existían entonces las numerosas casas de baños de que hoy disponemos, ni la comodidad que ofrecen las aguas corrientes para poder tomar baños en casa [...] (salvo raras excepciones) todo el mundo se bañaba en el río»12.

El ocho de diciembre, los dominicos bendecían las aguas del río, y con esta ceremonia se iniciaba la temporada balnearia. Ceremonia similar realizaban los franciscanos el cuatro de octubre y los recoletos el doce del mismo, mes, día de la Virgen del Pilar. En invierno, o cuando no se acudía al río, el baño se efectuaba de modo precario, en tinas de cinc o tinajas grandes, o «medias bordalesas» en las casas menos pudientes13. Mármol alude al pasar a esta costumbre, cuando don Cándido Rodríguez concibe «el proyecto de emigrar, aunque fuese en una tina de baño»14.

También las ropas se lavaban en las aguas del Río de la Plata. A través de María Josefa Ezcurra sabemos que las lavanderas recibían la ropa sucia generalmente los lunes, a las ocho o nueve de la mañana, y que a las diez iban con ella al río15. El personaje tiene la certidumbre de que, si alguien ha enviado a lavar ropas, vendas, sábanas o toallas manchadas de sangre, ella será informada y podrá determinar sin dificultad el paradero de Eduardo Belgrano: «La lavandera no ha de ser unitaria, y aunque lo fuese, ella ha de lavar la ropa delante de otras, y yo daré mis órdenes á este respecto»16. La seguridad no parece injustificada si se recuerda esta copla tradicional:


Quien quiera saber de vidas ajenas
que vaya a las toscas con las lavanderas,
que allí se murmura de la enamorada,
de la que es soltera, de la que es casada,
que si tiene mantas y tiene colchón
o cuja labrada con su pabellón...17.






Los riesgos de la calefacción

El capítulo XIII de la tercera parte se abre con el siguiente párrafo:

En esa misma mañana [...], nuestro antiguo amigo Don Cándido Rodríguez, se paseaba en el largo zaguán de su casa, cerca de la Plaza Nueva, metido entre un sobretodo color pasa que lo había acompañado en sus sustos del año de 1820; con un gorro blanco metido hasta las orejas; dos grandes hojas de naranjo pegadas con sebo en las sienes; unos viejos zapatos de paño que le servian de pantuflas, y las manos en los bolsillos del sobretodo18.



Más allá de su valor definidamente cómico, esta presentación de don Cándido sirve de punto de partida para rescatar algunas costumbres de 1840.

Víctor Gálvez pinta a su «antiguo maestro» don Canuto aferrado a las costumbres tradicionales y renegando del progreso. Aparece vestido con «un largo gaban de paño grueso» y «un gorro de terciopelo bordado de oro», e introduce a su visitante en una «sala fría», con la puerta que da al patio abierta, «de manera que si bien el frio al penetrar en aquella habitacion desvanecía el olor á humedad y al humo del cigarrillo negro, me helaba al mismo tiempo»19. Sorprendentemente parecido es este personaje al viejo maestro de Daniel Bello, quien en el riguroso invierno de 1840 se pasea por el zaguán, cubierto de ropas, mientras «una vieja chimenea que se encendía quince ó veinte dias en cada invierno en el gabinete de Don Cándido, para secar la humedad de las paredes, segun él decia porque el fuego continuo le hacia mal» ha sido «encendida ese dia por consideraciones á su huésped por fuerza»20.

Mac Cann, el viajero inglés que recorrió la Argentina entre 1847 y 1848, manifiesta que el invierno aquí «en modo alguno es desagradable, por lo menos para quienes saben lo que es en Inglaterra; y parte de los inconvenientes que se sufren durante sus meses provienen de causas que no son las atmosféricas. Las casas, mal construidas con paredes de barro y piso de ladrillo, absorben y conservan mucha humedad, y la ausencia general de hogar en las habitaciones las hace heladas e incómodas. Pero en todas las casas nuevas se han introducido parrillas de hogar, y estufas en muchas de las antiguas. Sin embargo, aunque estos elementos proporcionan comodidad, no son considerados necesarios, y muchos nativos prefieren pasar el invierno envueltos en sus chales y ponchos, sin un fuego. Es preciso reconocer que los fuegos, en particular si la habitación es pequeña y muy caldeada, predisponen en gran medida a los resfríos y catarros21.

Mansilla, al recordar su infancia, cuenta que había una chimenea en el costurero de su madre22, pero aclara más adelante: «Raras eran las casas con chimenea. El calientapiés con brasas de carbón vegetal era el gran recurso. Se vivía tiritando de frío. Y era creencia, que persiste, que el fuego no es sano»23 .

En Amalia, Agustina Rosas asevera, confortablemente instalada junto a la chimenea en el gabinete de la quinta de Barracas24:

[...] yo no hago poner una chimenea en cada cuarto, porque Mancilla se resfria al salir del lado del fuego25.






Enfermedades y panaceas

Las hojas de naranjo pegadas con sebo en las sienes de don Cándido están destinadas a aliviar el dolor de cabeza, según explica el mismo personaje en el capítulo siguiente26. Mac Cann informa que el «remedio universal de los nativos, usado en todas ocasiones, es el sebo o grasa. La untura con grasa es practicada por las mujeres de todas las capas de la sociedad, y se supone que es una cura para todas las enfermedades»27.

No es éste el único caso en que se presenta una enfermedad y el método empleado para curarla. Así, la apoplejía del cura Gaete28:

Cuatro horas despues de esta escena el Cura Gaete tenia rapada á navaja toda su cabeza, sin sentir cuatro docenas de sanguijuelas que se entretenian en chuparle la sangre tras de las orejas y en las sienes; y cuatro dias después el médico de Su Excelencia el Restaurador, y el doctor Cordero no respondían aun de la importante vida del predicador federal29.



«No estaba en voga la medicina especiante -dice Mansilla-. Los flebótomos abundaban. Sangrías, vomitivos y purgantes hasta que sane ó reviente parecía ser el aforismo de los galenos en general»30 . Cabe acotar que, a pesar de la tradición milenaria que las sanguijuelas tienen en su labor para efectuar sangrías, no parecen haber sido aplicadas en Buenos Aires -al menos en ciertos barrios- hasta la tercera década del siglo XIX: «En 1822 se publicaron avisos periodísticos ofreciendo como, novedad, en una barbería instalada en la casa de Tellechea, un insecto llamado vulgarmente "sanguijuela" que se aplica con éxito para una porción de dolencias»31.

En la edición de 1851-1852 de Amalia aparece un diálogo entre Amalia y Agustina Rosas, suprimido en 1855 para atenuar los ataques directos a la familia del general Mansilla32, que incluye un dato pintoresco sobre la medicina de entonces:

-[...] ¡Qué feliz fué usted con su marido! Dicen que todo lo que usted tiene se lo hizo traer de Francia, ¿es cierto?

-Si, Señora, es cierto.

-Y de qué murió?

-Fué un ataque al cerebro; una muerte casi repentina.

-Que desgracia! No le dieron la medicina?

-Qué medicina, Señora?

-El panquimagogo, pues.

-Nó.

-Qué disparate! Vea usted, Mancilla hace treinta años que lo toma y nunca le dan fiebres cerebrales33.



Acerca del «panquimagogo», aclara Mansilla que «era un vomitivo fuertísimo», que en algunas familias «el uso para toda dolencia, del específico, era de cajón», que en su casa lo obligaban -al igual que a su hermana Eduardita- a tomarlo con extremada frecuencia, y que el remedio tenía «una base de aguardiente»34.

Respecto a la cirugía, Amalia proporciona una idea acerca de los procedimientos habituales en la época cuando el doctor Diego Alcorta, «médico y cirujano al mismo tiempo», cura las heridas de Eduardo Belgrano en la hospitalaria quinta de Barracas. Hay una referencia a la «caja de Jacaranda» en la cual lleva su instrumental, a «vendas de jénero de hilo no usado todavía» cortadas por Amalia según las indicaciones del veterano Pedro, a «una palangana con agua fría, y una esponja»35. Luego se explicita el tratamiento que Alcorta lleva a cabo: después de examinarlas atentamente, «lavó él mismo las heridas, é hizo en ellas la curación que se llama de primera intencion, no haciendo uso del cerato simple, ni de las hilas, que habia traido en su caja de instrumentos, sino simplemente de las vendas»36.




Los ruidos cotidianos

Y en esos instantes en que el alba asomaba sobre el Cielo [...] y en que el silencio de la ciudad era apenas interrumpido por el rodar monótono de algunos carros que se dirijian al mercado, un hombre [...] caminaba por la calle de la Victoria [...].

El paseante se reclinó contra el poste de la vereda [...], sumerjió sus miradas á derecha é izquierda de la calle [...] y llamó con el picaporte, desdeñando [...] hacer uso de un leon de bronce que servia de estrepitoso llamador37.



El paseante es don Cándido Rodríguez y la puerta a la que llama pertenece a la casa de Daniel Bello.

Los sonidos, bien especificados en su procedencia, pueblan el espacio de la novela. En la época en que se desarrolla la acción, el paso de las carretas interrumpía el silencio con «un inmenso lejano rumor intermitente»38, ya que «las enormes ruedas, bajo la presión de la carga, [...] producían un alboroto estrepitoso al rodar sobre las [calles] empedradas»39. El estrépito reaparece más adelante, asociado a otros sonidos típicos de la vida cotidiana:

El monótono ruido de nuestras pesadas carretas dirijiéndose á los mercados públicos, el paso del trabajador, el canto del lechero, la campanilla del aguador, el martilleo del pan entre las árganas; todos estos ruidos especiales y característicos de la ciudad de Buenos Aires, al venir el dia, hacía ya cuatro ó cinco que no se escuchaban40.



Wilde41 confirma que, en aquellos días, los lecheros entonaban un «canto especial», luego desaparecido; que de la carreta aguatera pendía «una campanilla o cencerro, que anunciaba la aproximación del aguatero», y que el panadero llevaba su producto en «enormes árganas sobre el lomo de una paciente mula».

Por otra parte, las campanas de las iglesias y la del Cabildo -que «regían la vida de la ciudad»42- van marcando el paso del tiempo en la novela, conjuntamente con la voz de los serenos, quienes, cada «media hora que sonase la campana del reloj de la Casa de Justicia, debían cantar las horas y el estado del tiempo»43:

El reloj del Cabildo hizo llegar hasta esta reunion misteriosa la vibracion metálica de su campana.

-Son las nueve y media de la noche, señores [...]. Vamos á reunirnos44.



Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Francisco [...]45.



El sereno acababa de cantar las once46.



En cuanto al llamador, Manuel Bilbao47 recuerda que «las puertas de calle tenían un llamador representado en unas por una mano y en otras por una cabeza de león, por cuya boca, como mordiéndola, pasaba una argolla de fierro con la que se daban los golpes para llamar». Ricardo de Lafuente Machain agrega que fue en el siglo XIX cuando «comenzó el empleo de llamadores en las puertas de calle, de hierro primero, luego la infaltable mano de bronce reluciente en las casas de lujo, o de hierro en las modestas»48. Los llamadores aparecen de modo reiterado en la novela y tienen una importante función en el juego de sonidos y silencios que pautan el desarrollo de la trama.




¿Quién vive?

En medio de la noche, Daniel Bello y Eduardo Belgrano se han lanzado en una vertiginosa carrera tras sus enemigos. De súbito, cuando ya los caballos están perdiendo fuerza, «el ¡quien vive! de un centinela» los obliga a detenerse. Daniel contesta: «[...] ¡La Patria!». «Qué jente?», interroga el centinela. «Federales netos», responde Bello, con lo que obtiene el permiso de avanzar49. El episodio acrecienta la tensión narrativa del capítulo y es de neto corte novelesco. Sin embargo, la fórmula de preguntas y respuestas no ha sido inventada por Mármol. José Antonio Wilde, refiriéndose a las «patrullas», consigna en sus recuerdos de antaño: «Durante la noche empleaban la siguiente fórmula: cuando llegaba cierta hora y veían gente, el comandante de la patrulla, daba la voz- "¿Quién vive? " La contestación, de la que la población estaba al corriente, era: "La Patria" -"¿Qué gente?" [...] -"paisano", militar o lo que fuese»50.




Aprestos matutinos

Resulta interesante saber que los «rizos de un cabello rubio y brillante como el oro» que enmarcan el rostro de Florencia Dupasquier51 y caen «flecsibles [...] sobre la mejilla»52 no son fruto de la naturaleza sino de femenil artificio: Fermín informa al enamorado Daniel Bello que ha encontrado a su novia «bajo la planta de jazmines que hay en el pátio, desenvolviendo los papelitos de los rizos»53 y ataviada con «un vestido blanco con listones verdes, todo abierto por delante y atado á la cintura», que Daniel califica de «batón de mañana»54.

El propio Bello, mientras pide esta información a las nueve de la mañana, pasa «la escobilla por su cabello castaño oscuro y por su patilla rala», abierta «artificialmente en la barba»55.




Peligro para solteros

La emigración deja en poder de las mujeres, de los cobardes y de los mashorqueros la ciudad de Buenos Aires», afirma Daniel Bello56. Una niña dice, mientras pegan con brea en sus cabellos la divisa federal: «Aquí no hemos quedado, sino las mujeres y los tigres»57. Estas expresiones, que parecen meras hipérboles destinadas al ataque contra Rosas y los mazorqueros, tienen sin embargo una base real.

El viajero sueco Skogman observa que las «prolongadas guerras, las numerosas ejecuciones y los asesinatos cometidos por orden de Rosas, han hecho mermar notablemente la población masculina, de la cual otra proporción no menos importante, y sobre todo de hombres jóvenes, ha buscado su seguridad huyendo o emigrando al extranjero [...]. En la ciudad, la gran cantidad de mujeres jóvenes en relación a la de hombres de edad equivalente, se evidenciaba de inmediato»58. Marmier aporta datos coincidentes y agrega que «la calidad de soltero significa, para la mayoría de las familias, un título de primer orden», hasta el punto de que el extranjero que cumpla tal requisito será de inmediato «objeto de tramas ingeniosas y de tiernas conspiraciones»59.




El interior del país

Aparte de los matices propios del coloquial -notablemente distintos cuando dialogan unitarios o federales- Mármol tiene en cuenta la entonación característica de los habitantes de las diversas regiones del país. Así, no deja de resaltar la «suavidad» de la acentuación de la tucumana Amalia60, la «entonación perezosa, habitual en los hijos del campo» con que habla Fermín61, o la «entonación acentuada, peculiar á los hijos de las provincias de Cuyo, que no la pierden jamás, pasen los años que pasen lejos de ellas, pues que es al parecer, un pedazo de su tierra que traen en la garganta», que caracteriza a la «arribeña» doña Nicolasa62. Cabe destacar que el fragmento que he subrayado lo agrega Mármol en la edición de 1855, al igual que otro detalle que remite al interior del país: «Salía yo de casa de una comadre mía, natural de Córdoba, donde se hacen las mejores empanadas y los mejores confites de este mundo, y donde mi padre aprendió el latin»63. Córdoba gana en cercanía a través de estos datos, fruto de experiencias gastronómicas del propio Mármol o de sus contemporáneos. Cuenta Mansilla que rara vez se comían empanadas en su casa: «Eran muy pesadas. Por otra parte, para tenerlas buenas había que ir al Interior. No era comida del Litoral, excepto Santa Fé. Las famosas eran las Cordobesas, las San Juaninas, las Tucumanas [...]»64. También refiere que en la casa de Rosas «Siempre había confites de Córdoba, -que mi tía Encarnación o Manuelita nos daba. Eran colorados. ¡Hasta en esto! ¡Qué furor!»65.

Sería imposible examinar en tan escasas páginas la totalidad de aspectos significativos de la vida argentina en 1840 que incluye Amalia66. Topografía urbana y suburbana, vegetación, uso de vehículos o caballos según las circunstancias, comercios, indumentaria de las distintas clases sociales en diversas ocasiones, clima -con vientos, nubosidad y temperatura cambiantes según la estación-, alimentos, diversiones -tertulias, juegos de naipes, fiestas patrias, teatro, bailes-, música, bebidas, avíos de fumar, útiles de escritorio, instrumentos de topografía, iluminación, hábitos relacionados con el sueño y la vigilia -como la siesta-, decoración, mobiliario, planta y rasgos arquitectónicos de las viviendas, materiales empleados para confeccionar los enseres y muchos otros pormenores conforman un cuadro por demás vasto. Me he limitado pues a unos cuantos ejemplos que, más allá del ingrediente azaroso de toda selección, resultan suficientemente ilustrativos.

He procurado documentar con testimonios de otros autores argentinos y extranjeros -contemporáneos, o ligeramente anteriores o posteriores a la acción de la novela- la exactitud histórica de la mayor parte de los aspectos estudiados67. No creo que tal documentación sea imprescindible para la validez del mundo ofrecido por Amalia, ya que -como lo he señalado en otra oportunidad68- ese mundo es ficticio aunque se apoye en una realidad histórica. Sin embargo, demostrar que Mármol ha podido construirlo sobre la base de posibles experiencias personales explica en parte por qué la novela provoca esa notable impresión de vida a la que me he referido.

Mármol -a diferencia de otros autores de novelas históricas- no ha tenido que luchar contra la actitud arqueologista que suele prender en quienes intentan la recreación de un momento social y cultural pretérito o, dicho de otro modo, contra la vacuidad estética de lo meramente sabido por el intelecto69. Su Amalia ofrece, en cautivante despliegue, la rotunda verosimilitud de lo vivido.







 
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