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Los afectos sociales y domésticos en el teatro de Leandro Fernández de Moratín: El beso de doña Francisca y Rita

Josep María Sala Valldaura





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El presente trabajo plantea una cuestión muy fructífera a la hora de avanzar por las coordenadas éticas y estéticas del teatro: su permeabilidad, tanto respecto a la tradición literaria como a las circunstancias e ideas coetáneas. El carácter transitivo que el teatro tiene lo vincula, pues, tanto con el eje diacrónico de la historia literaria con el eje sincrónico. De ahí que, por un lado, se perpetúen tipos y situaciones hasta el manierismo, el pastiche, el plagio o la parodia, y que, por otro lado, el escenario se convierta también, a menudo, en laboratorio donde dirimir los temas morales del momento, fiados autor, obra y espectadores en la gran eficacia cognoscitiva y comunicativa de la ilusión teatral.

Para plantear dicha cuestión -texto, intertexto y contexto-, aunque sea desde un caso particular más o menos generalizable, me valgo de una acción tan efímera como representativa: el primer beso (con abrazo, sin duda) entre señorita y criada ocurrido en la historia del teatro español. En su dimensión históricamente simbólica, tal muestra de afecto permite que nos interroguemos sobre el peso de la tradición genérica y sobre el influjo de los cambios de mentalidad en el teatro. De esta manera, quizá podamos rehacer en alguna medida el proceso de escritura y los objetivos de un autor, Leandro Fernández de Moratín, que nos interesa aquí como artífice de una de las piezas más importantes del teatro español y, a la vez, como portavoz de una nueva manera de entender las relaciones sociales.

Además, con ello se demostrará también la importancia del gesto en el lenguaje dramático, pues dicho beso simboliza metonímicamente tanto una aspiración de verdadera comunicación entre las diversas clases sociales como un nuevo modo de escribir teatro y concebir los personajes. De acuerdo con Pierre Larthomas, «a la limite, il arrive que le geste en lui-même signifie tout ou presque tout, au point de devenir acte el l'élément essentiel».1

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ArribaAbajoLos signos extraverbales del afecto en el teatro de Leandro Fernández de Moratín

Por los propios objetivos morales de su teatro, Moratín el Joven tiene que mostrar en escena las ventajas de la harmonía social y, concéntricamente con ésta, de la harmonía doméstica y familiar. Por esto, aunque abomine de la retórica patética tan empleada por algunos de los autores de éxito de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, utiliza recursos que convienen al nuevo teatro sentimental y que justifican la teatralidad del diálogo. Si el conflicto en escena ilustra un problema de índole moral y si el autor preconiza una solución dialogada, fundamentada en el respeto y la conducta propia del hombre de bien, no puede extrañarnos que una y otra vez don Leandro haga uso de signos verbales y extraverbales (mímica, gestualidad, movimiento del actor) para poner de manifiesto teatralmente la conveniencia de una conducta filantrópica y tolerante. Triunfará el sentimiento siempre y cuando se sujete a la razón, es decir, a las normas morales garantes del bienestar común o felicidad social.

Por tanto, en todas las obras moratinianas encontramos abundantes ejemplos de afecto y de respeto. El código gestual y cinético con que los actores los muestran es, siempre, muy parecido, porque, como era de esperar, arrodillarse y abrazar remiten a la convención teatral, siempre algo hiperbólica respecto a las costumbres sociales. En sus comedias, alguien se arrodilla en señal de gratitud y respeto, y eso casi siempre supone que el «hombre de bien» actúe con magnanimidad y lo estorbe: verbigracia, así ocurre entre el barón y la tía Mónica en la escena IX del primer acto de El barón;2 o incluso en las cuartas escenas del segundo y tercer actos de La mojigata, donde respectivamente don Martín y don Luis levantan a la atribulada Clara3. El final de esta obra y su parecido con el de El sí de las niñas avalan la homogeneidad estructural que unifica todo el teatro moratiniano, fiel a sus intenciones docentes y morales4. Otro tanto cabría decir de la moraleja que abrocha El barón, con tres abrazos, besos de manos, puesta de rodillas... como manifestación de ternura, cariño y felicidad; don Pedro cierra alabando la felicidad hogareña sin mayores pretensiones:

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Vive contenta en el seno
de tu familia, estimada,
querida y en dulce paz.5



El hecho de arrodillarse pone de relieve con absoluta claridad el orden social jerárquico, pero no siempre le interesa a Leandro Fernández de Moratín escenificarlo como condición necesaria del bienestar común. En ocasiones, basta con el abrazo como imagen, símbolo y metonimia de las «delicias de la virtud», de la generosidad, la filantropía y la felicidad en la esfera de lo doméstico6. Ese abrazo representará también la victoria del buen sentido en la postrera escena de La comedia nueva, con la equivalencia entre el ser generoso (según los otros) y el ser justo (según uno mismo).7

De un modo algo distinto a las muestras de afecto generoso, con cariño y ternura, El viejo y la niña ofrecerá un ejemplo de intento de abrazo por amor y a modo de despedida, para así justificarlo más allá de lo que revela de cupiditas o deseo8. Significativamente, por honor (por moralidad y decencia), doña Isabel no lo consiente y «se retira» ante el abrazo pese a estar enamorada9. Si comparamos El viejo y la niña con El sí de las niñas, don Diego mostrará su afecto entre marital y paterno a doña Francisca asiéndole la mano10, signo ambiguo para que de este modo no quepa descalificar al   —116→   al personaje por su cupiditas, y al mismo tiempo, sin prescindir de lo que tiene de deseo «legítimamente» sexual la inclinación del hombre casi anciano por la muchacha. El abrazarla hubiera sido excesivo, y ni siquiera se desequilibra gestualmente el conflicto amoroso a favor del sobrino cuando se vuelven a encontrar los jóvenes Carlos y Francisca, pues la acotación «asiéndola de las manos» aparece ya mediada la escena séptima del segundo acto, transcurrida una buena parte de la obra, como única demostración de su amor «imposible».

Así, en el mismo campo significativo, las acciones de coger la mano, de apretarla, de besarla, de acariciar, de abrazar y de besar la cara permiten una gradación en el lenguaje gestual del afecto como sinónimos relativos. Buen constructor, Leandro Fernández de Moratín se vale de ellas según las necesidades de la sintaxis y la semántica dramaticonarrativas, particularmente en El barón, La mojigata y El sí de las niñas.




ArribaAbajoLos signos extraverbales del afecto en El sí de las niñas

El sí de las niñas es un auténtico ejemplo de la comedia de caracteres basada en la interacción dialogada de sus personajes. Como en el resto de las obras de Moratín hijo, el abrazo nos lleva al orden y al bienestar y de ahí que aparezca como afecto propio del ámbito personal, pero también con incidencia social. Lo observó muy bien Johann Jacob Engel, para quien

la sublime y pura amistad, separada de toda inclinación erótica, atestigua también su satisfacción interior, su deseo de una comunicación recíproca de las almas, su armonía de sentimientos, ideas y deseos con el acercamiento y la reunión de los cuerpos: ya sea con un apretón de manos, ya con abrazos, ya con el beso, o con cualquier otro medio que los diferentes pueblos han adoptado para tal fin.11



Sin duda, despierta en el espectador una corriente de simpatía, sin la cual el efecto moral deseado por el autor no se realizaría. Podemos aplicar lo afirmado por Edmund Burke:

Por la primera de estas pasiones (la simpatía) empezaremos a interesar a los demás; nos emociona lo que a ellos les emociona, y nunca somos espectadores indiferentes de casi nada de lo que los hombres pueden hacer   —117→   o padecer. Pues, la simpatía debe considerarse como una especie de sustitución, por la que se nos coloca en el lugar de otro hombre, y nos vemos afectados, en muchos aspectos, al igual que él; de modo que esta pasión puede formar parte de la naturaleza de aquéllas que se refieren a la autoconservación, y en relación al dolor puede ser una fuente de lo sublime o dar lugar a ideas de placer; y entonces se puede aplicar aquí todo lo que se ha dicho de los afectos sociales, sea con respecto a la sociedad en general, o sólo a algunos modos particulares de ésta12.



Por ejemplo, doña Francisca queda caracterizada en su educación, en su espontaneidad y en su edad al despedirse en la tercera escena de la obra haciendo una cortesía a don Diego y besando a su madre13. Frente a la casquivana condición de doña Irene, que por contraste queda descalificada al estar usando sus zalamerías por interés económico, Paquita revela ser una buena hija, pues «abraza a su madre, y se acarician mutuamente»14.

Según vimos, el encadenamiento de las didascalias afectivas a lo largo de El sí de las niñas no marca la diferencia entre los dos pretendientes, ya que don Diego no pasa de ponerse o sentarse cerca de la muchacha y asir su mano o sus manos, al igual que don Carlos. En la escena décima del segundo acto, el sobrino, al ver a su tío, hace ademán de besarle la mano, pero el enfado de don Diego no lo permitirá porque la obra vive de un conflicto que no se encauzará por la senda de lo justo y racional sino en las últimas réplicas, a pesar de que poco después, en la escena duodécima, ambos muestren su hombría de bien, don Diego «ponga ambas manos sobre los hombros» de don Carlos y terminen abrazándose, como muestra de acatamiento y obediencia del joven. Por su parte, doña Francisca muestra agradecimiento por el tío intentando arrodillarse en la octava escena de la última jornada, aunque finalmente sólo le bese las manos.

Hasta ahora, sin embargo, nos hemos limitado a testimoniar los signos gestuales del afecto entre personajes que pertenecen a una misma clase social. Resulta mucho más sorprendente que, preparando la armonía familiar, doméstica y social con que se concluye El sí de las niñas, don Leandro ponga de manifiesto la amistad entre doña Francisca y su criada Rita. Gracias a   —118→   tal afecto, Rita no sólo facilita y guarda el encuentro entre su señora y don Carlos, según la vieja función de los domésticos en el teatro, sino que también casi se identifica con ella y, en el acto segundo, escena sexta, anuncia de esta manera la presencia del amante: «Ahora mismo acaba de llegar. Le he dado un abrazo con licencia de usted, y ya sube por la escalera». Este abrazo fuera del escenario sí que decanta hacia don Carlos las simpatías del público, por otra parte suficientemente avezado al tema del matrimonio desigual por edad; y sirve sobre todo para que no haya merma ni de amor ni de decoro en la siguiente escena, cuando los dos jóvenes se encuentren: bastará con que él coja con pasión las manos de ella. En cualquier caso, Rita muestra una paralela espontaneidad a la de su ama.




ArribaAbajoLos criados en el teatro de Leandro Fernández de Moratín

Recordemos ya de manera pormenorizada la intervención más famosa de un sirviente en el teatro neoclásico español; ocurre en la última escena de El sí de las niñas (concluida en 1801), de Leandro Fernández de Moratín. En ella, segundos antes de que baje el telón, la criada Rita pide a Francisca «Señorita, un millón de besos», y el autor anota: «Se besan Doña Francisca y Rita». A renglón seguido, la muchacha, Paquita, se expresa así: «¿Pero ves qué alegría tan grande?... ¡Y tú, como me quieres tanto!... Siempre, siempre serás mi amiga»15. Nos encontramos ante una rara muestra de la armonía social, que, al menos en el terreno de los afectos, estaba preconizando Moratín hijo. Así lo apostilla, de alguna manera, Pérez Magallón: «La criada [Rita] ocupa un lugar sin semejanza en la comedia áurea»16. Probablemente, todo ello se debe a que el siglo XVIII admite «a more direct expression of feelings», según observa a propósito de la propia obra, El sí de las niñas, Philip Deacon17. Incluso cabe tener en cuenta que se pide al público una recepción algo distinta, que afecta a los criados y a los graciosos, al menos en el caso del teatro moratiniano; de acuerdo con Francisco Sánchez-Blanco Parody,

la comedia dieciochesca, tanto nacional como extranjera, no necesita para reír del chistoso por oficio, sino que el espectador descubre por sí mismo la ridiculez de los caracteres, de las costumbres y situaciones que constituyen la historia representada18.



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La codificación y hasta fosilización que afectaba a los criados en el teatro español de finales del siglo XVIII nos sirve como telón de fondo para observar con perspectiva hasta qué punto Moratín empieza a desobedecer la tradición teatral a la hora de dar vida escénica a sus criados. Funcionalmente seguían siendo elementos menores, imprescindibles en los ejes sintácticos del argumento pero encarnando siempre un papel secundario. En los teatros de las postrimerías del Dieciocho, se continuaba recurriendo a la inveterada función jocosa y adyuvante de los sirvientes en el desarrollo y el final de la sintaxis dramaticonarrativa. De ahí que la relativa ruptura de la tradición de tales graciosos por parte de Leandro Fernández de Moratín ponga de relieve un cambio de mentalidad en relación con el servicio doméstico, un cambio acorde con su pensamiento ilustrado y liberal.

Por eso, en contraste con el conocido, redundante, secular fondo de la convención teatral de los sirvientes, sobresalen en toda su novedad los besos entre señorita y criada en la última escena de El sí de las niñas. Sin embargo, no hay que echar las campanas al vuelo y proclamar demasiado en voz alta la igualdad natural de todos los seres humanos según el ideario ilustrado, o la asunción sobre el escenario de la dignitas hominis para aquellos tipos que hasta entonces no habían sido sino meros comparsas y hasta objetos de risa. El camino hacia tal dignificación había empezado a ser recorrido, como está atestiguando Leandro Fernández de Moratín, pero hay que tomar también en consideración dos objeciones. La primera, de índole estructural y endoliteraria: los otros dos criados de la obra, Simón y Calamocha, continúan ejerciendo las funciones codificadas de los sirvientes en el teatro, las de confidente y enlace; y lo hacen desde la proverbial astucia de la sabiduría popular que representan, incluso desde el secular materialismo fisiológico en el caso del más joven y gracioso, Calamocha19. La segunda objeción, que relativiza la importancia del contexto, es de cariz ideológico y se debe a   —120→   lo que pensaban sobre la mujer Moratín el joven y el propio Setecientos en general20.




ArribaEl beso de Doña Francisca y Rita

Para no infravolar la novedad en la mentalidad de las relaciones sociales de la didascalia moratiniana, conviene subrayar que el abrazo entre doña Francisca y su criada Rita no está inspirado en Marivaux, ni en La mère confidente (1735)21 ni en L'École des mères (1732), obra en que «l'intrigue secondaire entre les valets est réduite au point de n'être plus qu'un reflet comique de l'action principale», según Frédéric Deloffre22. La aportación de Leandro Fernández de Moratín23, por tanto, supone un rasgo revelador en el deseo de orden social que proclama y preconiza el autor español, también como portavoz de una nueva preocupación social. «En 1801, aún no se sabía cómo casar armoniosamente y desde arriba la libertad individual con el ejercicio del poder ilustrado», en palabras de Nathalie Bittoun-Debruyne24. De todos modos, en la última escena de El sí de las niñas, Leandro Fernández de Moratín estaba apuntando la idea política de la asunción de la civilidad (del individuo como persona libre y respetable en el conjunto social), y los besos de Paquita y Rita situaban esa asunción en el plano de las relaciones entre amos y criados.

En consecuencia, cabe hablar del contexto y de la emergencia de una nueva estima por la clase media y hasta por el pueblo llano, todavía muy embrionaria si se quiere. Esa nueva estima sería la que fortalecería la comedia de caracteres en detrimento de la farsa, la predilección por el humor inofensivo sobre el tendencioso25, y, consecuentemente, el interés por el plano de las relaciones amorosas y sociales contra la mera burla centrada en los payos   —121→   o los criados. Al hacerse eco de ese nuevo contexto, los textos teatrales de Leandro Fernández de Moratín inician una nueva variante de la comedia, mucho más relacionable con la sonrisa que con la risa.

En realidad, otro género reflejaba ese mismo cambio contextual y lo auspiciaba, ya que buscaba conmover al público por identificación sentimental. Sintomáticamente fue cultivado en sus comienzos por Jovellanos y Cándido María Trigueros, y procedía de un nuevo gusto francés. Me refiero, claro está, a la comedia sentimental, cuyo influjo, a pesar de que Moratín no se adscriba a este género, pudo facilitar también el abrazo de Francisca a Rita. Pero se trata sólo de una influencia que permite la expresión dramática en justo equilibrio con los principios que El sí de las niñas defiende, especialmente en sus últimas réplicas. Su escena postrera supone la victoria de la virtud, lo que se traduce verbalmente, sobre el tablado, en un comportamiento regido por la razón, aunque sea con el refuerzo del afecto, la estima y hasta el amor: si el comienzo de la última escena de El sí de las niñas puede remitir al movimiento escénico y gestual del teatro barroco al irrumpir don Carlos en el teatro, coger del brazo a Francisca y protegerla poniéndose delante, muy pronto observaremos, si no otras acciones, al menos otras palabras.

Simbólicamente, la madre, doña Irene, «se asusta y se retira»26, pero los abrazos de los dos jóvenes antes de arrodillarse a los pies de don Diego, el que éste los levante, le besen las manos, la propia escena entre ama y criada y todas las didascalias que siguen en esa misma dirección no están demasiado lejos del movimiento escénico de la última escena de L'École des mères, y asimismo eran muy propios de la retórica patética de la comedia sentimental... La diferencia estriba en que ha variado substancialmente el tono verbal, en Moratín mucho más explicativo y moralista en favor de la felicidad social y la bondad individual que en Marivaux.

Respecto al género lacrimógeno, el autor de El sí de las niñas compartía con él el valor otorgado al enternecimiento, que ya defendiera Beaumarchais27, si bien huye del llanto abundante porque distrae de las ideas y se opone incluso a la verosimilitud. Por esta razón, a la sombra de su fuente -Marivaux- y al amparo de los recursos expresivos del sentimentalismo, Moratín hijo se vale del enternecimiento, pero para facilitar cordialmente lo   —122→   que la razón dicta a la conducta. Es la victoria teatral del diálogo, que conviene según Leandro Fernández de Moratín defender como único camino para la buena marcha de la sociedad. No sólo por el proceder tan criticado de doña Irene, pues entre Carlos y Paquita o entre Diego y la pareja «si erge l'invisibile diaframma di una società ostile cbe interrompe o disturba la comunicazione», de acuerdo con Ermanno Caldera28, y únicamente el diálogo sincero es capaz de superar los problemas derivados de la convivencia.

En el caso de Francisquita y Rita, pasa lo mismo: el abrazo cumple una función intensificadora, pues es el signo de la ternura que subraya la proclamación verbal de afecto -paso primero, más respetuoso, de la criada- y amistad, declarada como segundo peldaño filantrópica y generosamente por una magnánima y feliz señora. La jerarquía social se marca de todos modos puesto que es la criada quien pide en su emoción y conocida espontaneidad un millón de besos a su señorita, la cual desde su rango superior inicia y permite el abrazo.

La cuestión entre si proseguir el tratamiento que recibían los criados en el teatro o si dignificarlos de acuerdo con la nueva dignitas del pueblo llano había sido esbozada en las obras anteriores de Moratín hijo. Lo había hecho con el talento que le caracteriza, pues todavía escribe algunos pasajes cómicos en boca de criados para no romper excesivamente con lo que era costumbre en las carteleras españolas, pero se muestra sobre todo fiel a su concepción de la comedia, tan horaciana. Por esto, en aras del decoro y la verosimilitud, de la virtud y la verdad, apuntala la expresividad del lenguaje de los criados en recursos que no acostumbran a ser los propios de lo llamado «baxo cómico», sino en la acumulación coloquial y algo deslavazada, en las suspensiones y reticencias, y emplea escasamente la retahíla de insultos, los equívocos, las antífrasis, las ridiculizaciones gestuales o factuales. Moratín el joven pretende «algún chiste cómico» en una «fábula simple y verisímil, unos caracteres imitados directamente de la naturaleza, costumbres nacionales, viveza en el diálogo, sencillez urbana en el estilo», al servicio de una «buena moral, sobre todo practicable».29 A esta concepción someterá su práctica teatral, también el tratamiento de los criados, y de ahí su interés por el lenguaje coloquial. Desde el punto de vista moral, de acuerdo con las horacianas intenciones de Moratín, tampoco convenía dificultar una visión positiva de la sociedad cargando de defectos a quienes representaban en las dramatis personae el pueblo llano.

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El abrazo entre doña Francisca y la criada Rita venía, pues, preparándose de alguna manera por la propia concepción del teatro que defendía y practicaba el autor de El sí de las niñas. Si repasamos los criados en la obra de Moratín hijo observaremos que se ha eliminado no sólo el convencional casamiento final, tan poco respetuoso con la dignitas hominis, sino que se ha fortalecido generalmente la estima del amo por el criado, la lealtad y la sinceridad de éste, sin que hayan menguado un ápice la capacidad de actuar al servicio de los protagonistas y la lucidez en la consideración de las situaciones.

Los sirvientes de El viejo y la niña (estrenada en 1790) correspondían todavía a la vieja caracterización y a la tradicional función, de la que protesta Muñoz en un divertido parlamento al comienzo del acto segundo:

MUÑOZ
Yo lo diré;
yo lo diré claro y presto:
que no quiero andar fisgando,
que no quiero llevar cuentos
entre marido y mujer;
yo sé muy bien lo que es eso.
Está un marido rabiando,
hecho un diablo del infierno
contra su mujer; encarga,
para apurar sus recelos,
a un criado que la observe
palabras y pensamientos.
Bien; observa, escucha, cuenta
lo que vio, y arma un enredo
de mil demonios. Hay riñas,
lloros, furias, juramentos,
gritos... La mujer conoce,
y es fácil de conocerlo,
que toda aquella tronada
vino por el soplonzuelo.
Trama un embuste, de suerte
que el marido, hecho un veneno,
se irrita contra el fisgón,
le atesta de vituperios,
y le echa de casa. Agur;
perdió de una vez su empleo.
Pues cierto que las mujeres
no tienen modo de hacerlo
con primor. Está el marido
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rechinando, ¿y qué tenemos?
Nada... Viene la señora;
él se encrespa; bien, y luego
anda el mimito, el desmayo,
la lagrimilla, el requiebro,
y ¿qué sé yo? De manera
que destruye en un momento
cuanto el amo y el criado
proyectaron. Y yo creo
que cuando un marido tiene
medio trabucado el seso
con las caricias malditas,
irá en mal estado el pleito
del chismoso del criado;
porque ellas no pierden tiempo.
Entonces entra el decir
que es un bribón, embustero
el pobre correveydile,
respondón, pelmazo, puerco
con un poco de borracho
y otro poco de ratero.
El maridazo es entonces
voto de amén, no hay remedio;
ella logra cuanto quiere
de este modo, y... Yo me entiendo.30


Sin embargo, hay que tener en cuenta la perspicacia y sinceridad del sirviente al desaconsejar el matrimonio desigual por edad de su amo, la importancia que éste da a sus críticas o el escaso papel irrisorio que el autor le confiere. En realidad, Muñoz encarna, pese a ser el criado, la voz de la sensatez, y suyas son las palabras finales, con su moraleja, de la comedia; acerca de la excesiva edad para casarse, concluye:

MUÑOZ
Si muchos lo conocieran...
Pero si... Cuanto más viejos,
más niños y más troneras.31


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La dignidad de persona se halla también en la cordura y sinceridad de Fermina, criada de la tía Mónica en El barón (redactada hacia 1786 o 1787). Además, aporta una visión certera de la historia o referente, aunque con una «insolencia [que] indignaría al mismo Moratín si se tratara de una comedia áurea», según comenta René Andioc32. Con todo, el miedo de Pascual frente a la valentía de Fermina, en las postrimerías de la obra, resulta de una gran eficacia cómica, en la línea de las escenas a oscuras cómicas del teatro anterior.

Pipí, el camarero que atiende en el escenario de La comedia nueva (1792), se muestra inteligente y, como representante de los aficionados mosqueteros y del patio, conoce qué es una copla, una décima, la rima consonante, la costumbre de imprimir las obras que se estrenan, las recomendaciones en el mundo de las compañías... Si Pipí no sabe los principios neoclásicos, su ignorancia no es culpable33, sino el resultado de la «corrupción general», de la falta de «verdad y virtud» en el teatro y en quienes lo producen y representan34.

Confirmando uno de los rasgos con que Leandro Fernández de Moratín caracteriza a los sirvientes, Perico luce una alta inteligencia en La mojigata (1804), y sus funciones resultan capitales en el desarrollo de la peripecia, aunque aparezca ridiculizado en una escena «con casaca, manguito y bastón, un parche en un ojo y cojeando».35 Sin embargo, el disfraz corresponde a las propias necesidades de la dinámica argumental y no representa un mero paréntesis cómico en el desarrollo de la comedia.

Por su parte, Calamocha -el servidor de don Carlos en El sí de las niñas- supone también un cierto cambio de rumbo respecto a la codificación del criado, si lleva razón René Andioc y está impregnado del heroísmo militar de los galanes del teatro del siglo XVII, pero de modo harto desemantizado, convertido casi en un majo.36 Recuérdese la afirmación de José Antonio Maravall, según la cual «se puede producir la imitación de comportamientos nobiliarios que han quedado vacíos, en la gesticulación del majo, atrevida,   —126→   ostentosa y desafiante, tres adjetivos de procedencia caballeresca».37 Moratín, con Calamocha, no olvidaba buscar el aplauso de quienes mayores dificultades tenían a la hora de aceptar el gusto neoclásico.

Las otras comedias de Leandro Fernández de Moratín ponen de manifiesto una cierta ruptura con la tradicional codificación de los tipos del criado y la criada, al igual que Calamocha; pero, ¿por qué es en la escena XIII del tercer acto de El sí de las niñas cuando se produce algo tan teatralmente transgresor como los besos de señorita y sirviente? La explicación ha sido ya esbozada en las páginas anteriores: la teoría horaciana del autor, siempre favorable a la ilusión, la verosimilitud, el decoro o el triunfo de la virtud; sus ideas ilustradas, coincidentes con la política social gubernamental; su propia práctica teatral en obras anteriores o casi coetáneas; el grado de abertura en la representación del afecto conseguido por la aceptación del teatro de la sensibilidad; y el cambio del código social, durante el Dieciocho, en la expresión y comunicación de los sentimientos.

A pesar de todo, la transgresión del abrazo, con las promesas de amistad y la petición de los besos, no va más allá de una necesidad de orden social, y no posee, por tanto, demasiado simbolismo político. Al igual que en El barón y en La comedia nueva, subyace debajo de El sí de las niñas lo que René Andioc ha llamado una «filosofía de la conformidad».38 Dentro de tales coordenadas, es posible afirmar que, para Leandro Fernández de Moratín, el papel real de los servidores está plenamente inserto en el orden doméstico, un orden que se vincula con el conyugal de las clases acomodadas y que es también concéntrico con el orden social general. Por ello, utiliza a los criados como defensores de la sensatez, como «portavoces del sentido común en asuntos matrimoniales»,39 y reciben a cambio la recompensa del afecto de sus superiores. De esta manera, la autoridad, incuestionable, se endulza sin quedar debilitada, porque de algún modo se reconoce al menos la dignidad del criado y la necesidad de respeto y hasta de afecto en toda relación que tenga lugar entre las cuatro paredes del ámbito familiar.

En Leandro Fernández de Moratín, la apelación a Dios es la apelación a lo racional y lo razonable, y contra la queja por haber tenido hijos de la marisabidilla doña Agustina, Mariquita replica:

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  Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa; yo cuidaré de la mía, y de mi marido, y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no sé bastante?40



Si esta capacidad para regir la casa, la educación de los hijos y la intendencia familiar bastaba a la mujer, ¿con qué había de conformarse el servicio doméstico? La preocupación del comediógrafo Moratín coincide con la del conde de Cabarrús, y se dirige a fortalecer la institución matrimonial como garante de felicidad común y de progreso económico, incluso en lo que pueda tener de freno a un exceso de ocio, lujo y consumo mal orientado. Según Carmen Sarasúa,

existe un modelo de sirvienta, obediente, laboriosa, poco callejera y capaz de cualquier economía, que refleja el ideal de mujer de una sociedad patriarcal; y un modelo de hombre sirviente listo, que lee, escribe y hace cuentas, que conoce bien las calles de Madrid y puede hacer cualquier recado, revestido de dignidad y prestancia si es mayordomo o lacayo, grave y discreto, cómplice de su señor, si es ayuda de cámara. El sirviente forma parte del hogar. No se le define en abstracto, sino como elemento, como pieza de un conjunto, como parte de una relación.41



El beso entre señorita y criada en El sí de las niñas tiene también una justificación real, acorde con los dogmas neoclásicos de la ilusión y la verosimilitud. Quizás no resultaba tan raro en una sociedad que asombraba a los extranjeros por la facilidad con que las mujeres contestaban, se entablaba una conversación entre desconocidos en la calle o había una aparente familiaridad entre las distintas clases sociales. Antonio Alcalá Galiano lo recoge en diversas ocasiones en los primeros capítulos de sus Recuerdos de un anciano.42 «La sociedad española prerrevolucionaria era, a la vez, igualitaria y jerárquica [...]», sintetiza Antonio Domínguez Ortiz.43

Al formar el sirviente parte del hogar, el abrazo entre el ama y la criada se entiende dentro de una nueva forma de relacionarse, que ya no imita necesariamente el modelo aristocrático. De la misma manera que no   —128→   responsabiliza a Pipí de su mal gusto teatral, en la relación entre doña Francisca y Rita Moratín está afirmando la posibilidad de entendimiento entre la clase media urbana y el pueblo urbano no maleado, mediante un adecuado proceso educativo de índole moral. Nos revela así, como afirma José Antonio Maravall, «un paso decisivo en la aceptación del esquema del mundo de una primera burguesía».44 Moratín está defendiendo una alianza para el medro de unos y otros y para la felicidad común, enmarcando desde la jerarquía, sí, pero también desde el afecto, la nueva ordenación social. En otro plano, el político, lo corroboran los dramas historiales de temática coetánea o casi coetánea, sobre Catalina II de Rusia, María Teresa de Austria y Federico II de Prusia, escritos por Luciano Francisco Comella, o sobre Carlos XII de Suecia, de la mano de Gaspar Zavala y Zamora.45

En la vida real, sin embargo, el parecer que el soltero Fernández de Moratín tenía del «populacho», en general, y del servicio, en particular, casi siempre, es muy negativo,46 aunque, según Russell P. Sebold,

al mismo tiempo que Moratín se fastidiaba con estas sirvientas, se gozaba en la observación de sus pintorescas costumbres, en las que encontraba materiales para la caracterización de personajes plebeyos, por ejemplo, el desparpajo de la criada Rita en el El sí de las niñas y sus «dichitos».47



Rita pide un millón de besos a su señorita, y ésta la abraza y le otorga su amistad, pero Moratín jamás hubiera podido escribir esta acción y este   —129→   diálogo invirtiendo los sujetos. En su visión (pseudo)nobiliaria, interesada, parásita o irracional, doña Irene ha quedado arrinconada al comienzo de la escena, de acuerdo, pero Rita no hubiera podido tomar la iniciativa del abrazo. Tampoco don Carlos hubiera podido llevar las riendas de lo que ocurre al final de El sí de las niñas, ni los dos jóvenes hubieran podido hacer otra cosa que arrodillarse manifestando su gratitud.

En cualquier caso, nos movemos en el terreno de los deseos, tan propio de la literatura con fines morales, unos deseos que revelan, eso sí, una dignificación teórica de los grupos sociales populares, una mayor estima de los criados a la sombra del bienestar y el poder que la burguesía pide para sí. De otro modo, Moratín no habría sido capaz de romper con la tradición teatral uniendo en abrazo y manifestaciones verbales y extraverbales de amistad señorita con sirvienta. Rita se beneficia, consecuentemente, de la preocupación por la felicidad social que convierte en muy importante el orden familiar y doméstico, pero no cabe ir mucho más allá. Su abrazo con doña Francisca se realiza en el ámbito del mundo femenino, con un alcance exclusivamente sentimental por tanto. Los buenos deseos, las buenas palabras, la buena acción de Francisquita difícilmente podían traspasar las abruptas fronteras de una realidad levantada por la práctica de siglos, y en la que el paje, el criado, el lacayo, el ama o la criada no poseían consideración distinta a la que también venían mereciendo tradicionalmente en el teatro. Es decir, muy, muy poca.

Por tanto, no podemos sino coincidir con el ya citado Antonio Domínguez Ortiz: la producción de Leandro Fernández de Moratín

para la historia política es de nulo interés, para la historia social es de bastante importancia, más que por lo que dice, por lo que inconscientemente deja adivinar acerca de lo que era la sociedad española.48



En su inquietud por la educación, la mujer, el matrimonio, etcétera, su obra teatral dice mucho más de la historia que la literatura nacida de unas circunstancias más documentables, de unos motivos iniciales más anecdóticos en su referencialidad. El beso entre la señorita Francisquita y la criada Rita corrobora, metonímicamente, la excelente mano teatral con que Leandro Fernández de Moratín tomó el pulso al nuevo brazo social.







 
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