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Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo XVIII

Rosalva Loreto López



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A mi bienamado Francisco




ArribaAbajoPrólogo

La obra que aquí me place introducir es el producto de años de labor intensa en archivos religiosos y seculares, públicos y privados, que le han permitido a la autora, doctora Rosalva Loreto, rescatar tanto información novedosa, llena de detalles significativos, como recobrar fuentes manuscritas poco conocidas o inéditas. Con estas fuentes ha logrado reconstruir con perspicacia digna de elogio la relación que existió entre convento, religiosidad, ciudad, familia, e individuo, abriendo nuevas sendas interpretativas tanto para estas instituciones como para la historia de la Iglesia en los siglos XVII y XVIII.

Especialmente importante es su interpretación de la presencia urbana del convento ya no como una obra arquitectónica, sino como creador de un espacio propio dentro de la entidad física de la ciudad. El claustro y su templo cobran una relevancia extraordinaria como centro donde se toma el pulso de varios factores hasta ahora poco subrayados en la historiografía colonial. La fuerza magnética de los conventos, una vez construidos, cambia la nomenclatura de las calles, altera la fisonomía del vecindario, atrae una nueva hueste de fieles comprometidos con actos cívico-religiosos que enriquecen la vida espiritual de la ciudad, y crean centros de actividad económica. Al mismo tiempo, Loreto nos descubre la relación íntima entre la ubicación de los conventos y las vías de agua. Como receptores y proveedores de ese líquido vital se convierten en un fenómeno de la fisiología urbana, hecho que nos sugiere cómo debemos tener en cuenta las formas de consumo y redistribución de la riqueza material, de la cual el agua era un elemento tan importante como el dinero de préstamos, la imposición de censos consignativos, los salarios de los trabajadores que laboraban en su construcción, o la compra de mercancías.

También notable es la contribución que hace al reconstruir relaciones sociales dentro y fuera de los claustros. Sabíamos que existían fuertes conexiones de patronazgo entre poderosas familias locales y los conventos, y aquí se detallan aquellas específicas de la región de Puebla. Se añade, sin embargo, la conceptualización del cuerpo de religiosas como extensión femenina del linaje familiar de distinción. Examinadas en detalle, las redes familiares se muestran en todo su apretado conjunto, perpetuado biológicamente a través de varias generaciones y remachado económicamente con el patronazgo amplio de todas las instituciones de la Iglesia. Acertadamente, Loreto descubre en ese anudamiento familiar con la Iglesia una expresión de la mentalidad colonial que encontró su expresión en la frecuencia de la toma de hábitos seculares o regulares en algunas familias y en su compromiso moral y económico con la misma. Lógicamente, a la religiosidad familiar hay que añadir la religiosidad personal que se institucionalizó en los conventos, a los que Loreto define como promotores y receptores de un «sistema devocional urbano». En este sistema, éstos fueron centros de promoción del culto de santos y propulsores de una devoción popular que incluía a las monjas mismas. Éstos tenían un significado que la autora interpreta como forma de identidad cultural y de dominio social, ofreciéndonos una conexión con importantes teorías de hegemonía social.

La autora tampoco olvida los aspectos personales del culto y la devoción como manifestación del imaginario de la época, especialmente el siglo XVII, durante el cual los fieles y las religiosas vivieron en un mundo de gran intensidad espiritual. El examen de apariciones, milagros y expresiones individuales de iluminación en los conventos, así como el significado de las figuras de Cristo, María, el demonio, las almas del purgatorio, ángeles y santos nos internan en un mundo espiritual de una riqueza extraordinaria y abre la puerta a exploraciones futuras sobre la mentalidad religiosa colonial, que no se mantuvo estática y que es de esperar ofrezca matices de cambios sutiles tanto cronológicos como regionales.

Otra aportación muy sugerente es el análisis del significado normativo de la ascética religiosa como forma del control del comportamiento de las profesas. Loreto ofrece una lectura fascinante del diálogo entre la tentación y la santidad que se desarrolla entre las líneas del discurso de las reglas conventuales y las vidas ejemplares. La apretada simbología textual nos revela la conexión vital entre las normas de control del cuerpo y la representación de la perfección religiosa sugiriéndonos nuevas formas de lectura de los escritos por y para religiosas.

Al enfocar su estudio en el significado de las instituciones femeninas conventuales como centros de transmisión cultural hispánica, de dispersión de la cultura religiosa de su tiempo, y de creación de una religiosidad propia novohispana con la eclosión de modelos poblanos de vidas de perfección católica, Rosalva Loreto nos obliga a ampliar el ámbito analítico dentro del cual se han desenvuelto hasta ahora los estudios de conventos de monjas. Aquí se anudan varios hilos conductores (económico, social y espiritual) de forma original y creativa. Este trabajo, muestra de la nueva generación de historiadores de la Iglesia, sienta nuevas bases en el aprecio de desarrollo institucional y cultural fuera de la ciudad de México y disputa la hegemonía de la capital virreinal en la definición de la historicidad colonial. También destaca que la mujer y las instituciones específicamente femeninas pueden ser consideradas como protagonistas motu proprio en la historia de México.

ASUNCIÓN LAVRÍN
Departamento de Historia
Arizona State University Tempe, Arizona




ArribaAbajoIntroducción

La existencia de los establecimientos monásticos fue tan importante en determinadas ciudades, que su presencia o ausencia era índice del esplendor económico y cultural. Así, la medida de una ciudad, en cuanto a su categoría como tal, se determinaba a partir de la existencia de una, dos, tres o cuatro órdenes de predicadores menores, carmelitas o agustinos. Hacia mediados del siglo XVI, con el crecimiento de la población criolla y mestiza, el grupo español se enfrentó a la necesidad de crear instancias en las que se resguardase la castidad y pureza femeninas de sus descendientes. Los conventos para mujeres surgieron de la necesidad de albergar y educar a españolas y criollas que por vocación, orfandad o pobreza no habían contraído matrimonio.

La erección de los monasterios se debió a la caridad de hombres y mujeres de origen español, quienes, preocupados por la situación de las mujeres de origen hispano, se dieron a la tarea de fundar patronatos cuyo objetivo principal fue construir un monasterio o alguna de sus partes.

En algunos casos los conventos iniciaron sus actividades como beaterios, recogimientos o colegios de mujeres dedicadas a la oración, que hacían votos temporales de pobreza, castidad y obediencia, en principio bajo la dirección espiritual de los mendicantes. Con el tiempo muchos de ellos solicitaron permiso para convertirse en conventos. En la Nueva España se fundaron cincuenta y seis monasterios femeninos de diversas órdenes.

El auge de las fundaciones conventuales femeninas alcanzó su cúspide en la Puebla de los Ángeles, a principios del siglo XVIII, y constituyó un hecho social cuyas características aún no han sido suficientemente esclarecidas. Mientras han proliferado los estudios sobre las órdenes mendicantes masculinas en el nuevo mundo1 las investigaciones sobre las bases sociales de los conventos de mujeres y su significado para la sociedad se han impulsado recientemente2. Mostrar la importancia social de los monasterios femeninos, su sustento y el significado que tuvieron para la vida de hombres y mujeres del siglo XVIII es un problema complejo que merece ser trabajado con detenimiento dado que se trata de dar cuenta de la múltiple influencia de la vida monástica femenina en el ámbito urbano.

El establecimiento de los monasterios de mujeres en Puebla fue promovido, avalado y auspiciado por representantes de las órdenes franciscana, dominica, carmelita y agustina. Ellas aportaron elementos de organización general, jerárquica, espacial y económica que se implantaron y reprodujeron en América. Resulta de particular importancia resaltar las características de la espiritualidad que movió a los mendicantes en Europa para entender a la evangelización como proyecto de colonización, impulsada precisamente por la tradición de repoblación y reconquista de dichas órdenes religiosas. Su establecimiento en España ayudó, según Sánchez Albornoz3, al repoblamiento del país, ya que hubo expansión gradual de los franciscanos y dominicos en toda la península conforme avanzaba la reconquista4.

Esta política de urbanización provino del campo estrictamente monástico. Frailes y monjas formaban un todo con la estructura interior de las ciudades, en una mutua interacción. De los centros urbanos captaban los medios económicos para su subsistencia y a la vez las ciudades recibían de ellos dirección espiritual y cultural. La expansión de los mendicantes en los centros urbanos no sólo influyó en el ámbito específicamente pastoral sino también dio un nuevo cariz a la civilidad urbana.

Como parte de la tradición monástica, y concretamente de los franciscanos, América heredó además de la transmisión de la palabra evangélica mediante el sermón, la práctica educativa y la integración de grupos masivos a las prácticas penitenciales; la congregación organizada de mujeres laicas en segundas y terceras órdenes en colegios, recogimientos y conventos bajo su dirección espiritual. La llegada a América de estas órdenes y el surgimiento de las ciudades novohispanas coincidió con esta política religiosa de integración social.

Puebla fue una de las ciudades novohispanas en las que se fundaron mayor número de conventos de mujeres5. Los once monasterios que se ubicaron dentro de su traza6 formaron parte de la vida urbana y dieron cierta originalidad al complejo entramado social: sus iglesias y edificaciones contribuyeron al ordenamiento y economía local y el ideal femenino que difundieron formó parte del sistema devocional popular; el perfeccionamiento de los modales y actitudes que adoptaron dentro de sus muros, producto de una fusión con las costumbres familiares y sociales, fueron considerados como una expresión de civilidad, además, el ingreso de las hijas en los monasterios constituyó un factor importante en la conformación de la élite y sus estrategias matrimoniales. Pretendemos abordar estos aspectos tan diversos, que no son sino prolongaciones radiales de un mismo centro, los monasterios femeninos en el siglo XVIII (c.1680-c.1800), fenómeno caracterizado por el impulso de la piedad barroca y por la introducción de nuevos patrones religiosos promovidos por el Estado colonial. Un hito importante en esta historia fue el contraste de las antiguas costumbres monacales con el modelo de una nueva religiosidad introducida con los cambios a la vida conventual ya que, según consideraban los reformadores del siglo XVIII, las prácticas se iban alejando de la perfección monástica. Estos cambios, propiamente ubicados entre 1765 y 1773, fueron mucho más allá de modificar la rutina cotidiana conventual; entre rezos y labores, e intentaron redefinir el lugar social de los conventos. El estudiar estas vicisitudes resulta de utilidad para plantear el problema histórico del sustento social de los monasterios femeninos y su contribución al desarrollo de la civilidad7.

Los conventos de mujeres desempeñaron un papel importante dentro de la estructura urbana porque articularon parte de la compleja interacción de las relaciones entre la vida pública y la vida privada de la ciudad. Proporcionaron un modelo de cultura que se difundía por medio de la devoción familiar y la educación de las niñas españolas e indias, lo que permitió que el proceso de evangelización justificara, a partir de 1540, el establecimiento de las primeras órdenes femeninas en México8.

Los monasterios de mujeres constituyeron una parte importante del paisaje urbano de la angelópolis, a través de la realización cíclica de sus fiestas, de la delimitación de los espacios sagrados de las procesiones, y mediante el control de gran parte de las propiedades urbanas y de mercedes de agua. Estos hechos influyeron, a largo plazo, en la estructura espacial de la ciudad y en las condiciones de vida de los diferentes conjuntos sociales.

En la ciudad de Puebla, segunda en la Nueva España, se expresó de manera particular la fuerte presencia de la Iglesia, y en especial la de los conventos de mujeres. Símbolos de su importancia fueron las grandes edificaciones conventuales y la rica ornamentación de sus iglesias, las propiedades que acumularon, que llegaron a representar una cuarta parte de todos los inmuebles de la ciudad9, y su estrecha vinculación con familias de la élite poblana. Así, desde diversos aspectos, estas instituciones influyeron en la conformación de la cultura y de la vida material urbanas.

Los modelos culturales generados por los conventos se difundieron entre otros grupos de la colectividad quienes los integraron en una visión homogénea y jerárquica del mundo. En este acontecer histórico, a un determinado grupo social le correspondió la función de crear modelos y a los otros, la de difundirlos, adecuarlos y perfeccionarlos10. En este proceso, las instituciones, las familias y los demás grupos sociales interactuaron para conformar la civilidad característica del mundo urbano11.

Durante el periodo de nuestro estudio los conventos no funcionaron siempre de la misma manera ni las monjas se comportaron o fueron vistas por la sociedad de igual forma. ¿Cómo y cuándo cambió la función de los conventos en la vida urbana?, ¿cuáles fueron sus impulsos y las causas de su influencia? La vida religiosa, como un conjunto que expresó un grado determinado de cultura de la sociedad novohispana, abarcó a muchas generaciones, en cuyo curso cambió la estructura social y las actitudes de los hombres ante las formas de religiosidad. Los monasterios también fueron expresión de modificaciones en el comportamiento y formas de vida de la sociedad urbana del siglo XVIII. Estas alteraciones comenzaron casi imperceptiblemente en principio, pero a mediano plazo se reflejaron en cambios de composición de grupos sociales interesados en que sus hijas ingresaran a los monasterios. Estas alteraciones se produjeron sin que hubiera una ruptura inmediata con los grupos que habían dado origen y vida a los conventos a lo largo de casi trescientos años.

Los monasterios de mujeres se pueden caracterizar como un fenómeno netamente urbano. A partir del Concilio de Trento (1545-1563), se planteó la conveniencia, y política, de que los monasterios de monjas estuvieran dentro de las ciudades12. Desde su estructura material hasta sus funciones espirituales, los conventos de religiosas respondieron a las características y necesidades urbanas. Con su mismo emplazamiento contribuyeron a formar parte de los puntos de orientación y a definir la estructura citadina. A partir de sus iglesias como puntos referenciales, de sus porterías y plazuelas como centros de convivencia, se determinaron algunos de los factores que generaron ciertos modelos de sociabilidad. Además, al otorgar la nominación de las calles que los delimitaban, los monasterios contribuyeron de manera notable al crecimiento y especificidad de la toponimia urbana.

Cada fundación conventual trajo consigo reacomodamientos poblacionales hacia los nuevos barrios que en su entorno se formaban, los que usufructuaron parte de los beneficios que la corona otorgó a los monasterios. De manera particular, los conventos desempeñaron un papel de primer orden al convertirse, con el paso del tiempo, en uno de los abastecedores más importantes del agua dulce intraurbana que circulaba a través de sus alcantarillas y fuentes públicas.

Desde los primeros intentos de fundación de los conventos, diferentes sectores sociales intervinieron en las gestiones para lograr su reconocimiento formal. Esto implicaba de antemano la unificación de la devoción hacia determinadas advocaciones y una cultura religiosa compartida. Una vez fundados, mediante sus fiestas de consagración, de las procesiones de poblamiento o de sus celebraciones anuales y litúrgicas, los monasterios fueron elementos integradores y reproductores de un comportamiento urbano, lo que muestra parte de la compleja interacción entre la vida monacal y la cultura citadina.

Fue en el interior de los monasterios donde se reprodujeron los patrones «ideales» del mundo novohispano. Con la educación de niñas y monjas dentro de los conventos, la sociedad poblana tuvo la posibilidad de retroalimentarse con modelos de conducta individuales y colectivos previamente normados. Si las formas de comportamiento de los siglos XVII y XVIII son consecuencia del desarrollo de la civilización, éstas fueron en parte producto de la influencia cultural de los monasterios en la conformación de la vida cotidiana, pública y privada13.

El elemento articulador entre la vida urbana y la civilidad irradiada por los monasterios, fueron las familias. Las estructuras familiares y de parentesco tienen un valor fuertemente explicativo de los fenómenos clave de la vida conventual (su fundación, su crecimiento y la posterior merma de su influencia social) y están vinculadas a sus aspectos más sobresalientes como su riqueza material y cultural. La importancia de las actitudes familiares para explicar el impulso de los conventos, el honor14 y el prestigio15 que los monasterios proporcionaban a cambio, eran una garantía de la preservación de un ideal femenino16 y de religiosidad, además de ser un complemento de las estrategias patrimoniales17, aspectos revelados a partir de la perspectiva del enfoque familiar.

Al definir un ideal de comportamiento religioso familiar estos grupos hicieron algo más que fortalecer el prestigio y honor de su propio linaje. No cabe duda que el ingreso de una hija al convento fue una práctica con la que se identificaron sectores enriquecidos de diferente origen, como obrajeros, comerciantes, hacendados y funcionarios. Los conventos se constituyeron en un elemento de identidad18 de dichos grupos, ya que a través de la religiosidad femenina se creó una visión homogénea de la élite, que se difundió e impuso como un ideal de comportamiento y prestigio a la sociedad en su conjunto.

Si el sustento social de los conventos lo representaban las familias de las religiosas, el económico se relacionaba con sus rentas, en especial con la propiedad urbana. Este hecho nos llevó a reconsiderar el proceso mediante el cual los monasterios femeninos llegaron a poseer tal cantidad de casas que originó un modelo de concentración urbana característico de la época colonial. Por otra parte, la economía conventual plantea el problema de la distribución del ingreso de las rentas monacales que permitieron la acumulación de la riqueza de los conventos.

Los monasterios, a través de sus diferentes manifestaciones de espiritualidad pública y privada, desempeñaron un papel protagónico en la definición de la cultura criolla novohispana al formar parte del sistema devocional urbano en diferentes momentos y distintas maneras. Estas manifestaciones reflejaban los principios de ascetismo que regían la vida conventual. Esto resulta de particular importancia si consideramos que fue a través del sistema devocional y sus diferentes prácticas como se rigió durante siglos parte de la conducta moral y colectiva de la sociedad.

En un primer momento los nombres de las advocaciones conventuales formaron parte del sistema patronal urbano del siglo XVII. En este mismo periodo y de manera casi simultánea con las apariciones marianas ocurridas extramuros de la ciudad, su culto en los conventos alcanzó una de las principales expresiones al formar parte del imaginario colectivo, como una manifestación particular de la espiritualidad monacal que caracterizó a las iluminadas en sus momentos de misticismo. Su existencia garantizó un estrecho contacto entre el convento, la población y la intercesión divina.

Las diferentes manifestaciones que acompañaron al esquema del iluminismo criollo sirvieron finalmente para reafirmar los métodos de devoción aprobados por la Iglesia, ya que representaban modelos más fácilmente imitables que los prototipos de santos y mártires europeos. La devoción mariana individual tomó un cariz colectivo y posteriormente público gracias a la intervención de la virgen de Guadalupe como intermediaria entre Dios y las comunidades monásticas por medio de milagros concedidos a la colectividad. Así se transformó de manera casi imperceptible la función que los conventos desempeñaron en el sistema devocional urbano.

Varias instituciones facilitaron que este texto saliera a la luz: El Colegio de México, y sus profesores dieron cobertura para que una vieja problemática pudiera replantearse con nuevas fuentes y objetivos. El Conacyt y la Universidad Autónoma de Puebla, en repetidas ocasiones, apoyaron y facilitaron la investigación. Agradezco al Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y de manera especial a Pilar Gonzalbo Aizpuru, directora de la tesis de doctorado -base de este libro-, quien siempre inspiró la posibilidad de realizar este trabajo y cuya generosidad académica y sensibilidad humanas me enriquecieron y reorientaron constantemente. Anne Staples, Solange Alberro y Manuel Ramos contribuyeron con su dedicada lectura. Daniel Ulloa H.O.P., Francisco Morales H.O.F., y Alfonso Martínez Rosales alentaron la idea de darle continuidad al tema.

Ocupan un lugar especial las religiosas de los conventos de clausura que me proporcionaron además del acceso a sus archivos, su casa, su confianza y amistad. A las reverendas madres Concepción y María de los Ángeles Durán, ambas Carmelitas Descalzas, y Esperanza Vera Soto(†) y María Jurado Espinoza (†), promotora de la causa de la venerable Madre María de Jesús y archivera en el monasterio de La Purísima Concepción, respectivamente. A las hermanas Teresita Franco Escalona y Victorina Palomares, monjas jerónimas que me brindaron apoyo para realizar una estancia de investigación en el Archivo del Vaticano en Roma y España; a la hermana Socorro en Capuchinas, a todas ellas y a cada uno de los miembros de sus comunidades les doy las gracias al igual que a las dominicas de Santa Catalina y Santa Rosa. De manera particular agradezco a la hermana Eulalia Durán, quien invirtió muchas de las horas de su descanso para dedicarlo a la lectura y corrección de gran parte del material que conforma este libro.

Al personal del Archivo General de Notarías del Estado de Puebla y específicamente a su directora Ana Rosa Freda Olguín, por las facilidades y disposición para hacerme asequible la consulta del acervo que custodian.

Francisco Javier Cervantes Bello me acompañó de una manera por demás cercana en la lectura y discusión. De igual forma las sugerencias, entusiasmo y generosidad de Asunción Lavrín me impulsaron y fueron de incalculable valor. También gracias a Juan Carlos Grosso (†), siempre tan próximo a la historia social, quien alentó el enfoque del texto, a Hira de Gortari, quien con su conocimiento y sensibilidad sobre el mundo urbano contribuyó a revalorar este material.

La presencia de Alba Cervantes L., así como el apoyo y la comprensión de Pablo Valadez L. fueron y seguirán siendo importantes en el gratificante quehacer de hacer historia. A pesar de toda la generosidad de las personas aquí citadas y del apoyo institucional que recibí, este texto tendrá seguramente algunas omisiones o aventurará propuestas que deben considerarse de mi entera responsabilidad.

Puebla de los Ángeles, septiembre de 1997






ArribaAbajoPrimera parte

Los conventos de mujeres y la vida urbana en el siglo XVIII



ArribaAbajoIntroducción

Once conventos de mujeres se fundaron en el área urbana con jurisdicción española, formando parte de un todo con la ciudad19 a través de los caminos de perfecta traza rectilínea que conformaban las calles. No faltaron oportunidades para que en su entorno se desarrollase la religiosidad y la convivencia pública de la gente que asistía a las misas conventuales, participaba en las fiestas fundacionales, de poblamientos, consagraciones y patronatos, o que cotidianamente visitaba a las religiosas o asistía para mercar diversos artículos en sus porterías. Los monasterios desempeñaron un importante papel en la conformación de la ciudad al otorgarle un significado simbólico al emplazamiento donde se erigían modificando la topografía y definiendo parte del paisaje urbano al ordenar y orientar espacialmente las calles, plazuelas y caminos procesionales20.

Uno de los factores que permitió que se desarrollase esta compleja interacción tuvo que ver con su función como abastecedores de agua en el centro de la ciudad21, con lo que contribuyeron a definir parte de la vida pública y privada de los poblanos que incorporaron los espacios conventuales a su vida cotidiana.

El siglo XVIII marca el periodo de enriquecimiento material de la Iglesia en la Nueva España, hecho que repercutió directamente en la estructura de la propiedad urbana y definió la política inmobiliaria regional hasta mediados del siglo XIX22.




ArribaAbajoUna ciudad donde se fundan conventos: su topografía y paisaje urbano

La ciudad de los Ángeles, ubicada en la región de los valles de Puebla y de Tepeaca23, se abastecía del agua de los ríos Atoyac, Alseseca y San Francisco. Los dos primeros la rodeaban por el poniente y el suroeste, mientras que el de San Francisco la atravesaba de norte a sur, permitiendo en sus márgenes el desarrollo de manufacturas como tenerías, curtidurías y molinos. La morfología urbana se podía diferenciar atendiendo a varios indicadores entre los cuales el agua, su uso y su distribución, la estructura de la propiedad o los jerarquizados asentamientos poblacionales desempeñaron un papel fundamental.

Atendiendo a la población y a su distribución, los barrios centrales que correspondían al asentamiento español original, concentraron 50% de la población durante gran parte de la época colonial y estaban bajo la jurisdicción de la parroquia de San José y el sagrario cuyo núcleo principal era la plaza pública. Éste fue el espacio con mayor densidad poblacional, debido quizás, entre otras razones, al acceso garantizado al agua dulce que corría a lo largo de la calle Real, y que atravesaba a la urbe de norte a sur. Ahí se localizaban las casas más valiosas por ser el espacio preferencial del asentamiento español original. En contraste, el resto de los barrios periféricos (Analco, el Alto, San Sebastián y San Miguelito), que originalmente albergaron a los grupos indígenas, carecieron de agua hasta bien entrado el siglo XVIII.

Hacia fines de ese siglo, el paisaje urbano presentaba un gran número de edificios eclesiásticos cuyos atrios y plazuelas servían de marco a las periódicas procesiones, fiestas religiosas y tianguis semanales que ahí se realizaban como las de Santo Domingo, San Luis, la llamada plazuela del «Montón», en San Francisco, o la del convento de Santa Inés24. Había también otra razón por la que el número de iglesias fue importante en la vida urbana. Todas ellas tenían merced de agua dulce y una fuente pública anexa, factor importante cuando sólo 433 (14.6%) casas de la ciudad gozaban de este beneficio. El resto de la población se abastecía particularmente, o comprándola a los aguadores, extrayéndola de las fuentes públicas o de las pertenecientes a los monasterios u hospitales.

En la zona central del entramado urbano, dentro del perfecto trazado de damero se encontraban las casas más valiosas, regularmente de dos plantas y entrepisos, que dieron la imagen de una ciudad homogénea en la que sobresalían las cúpulas y campanarios que tenían, naturalmente como centro, a la catedral. Este paisaje urbano se desdibujaba en los barrios. En Santiago, San Sebastián, San Miguelito, San Pablo y Santa Ana, ubicados al poniente, las construcciones eran de menor valor, había huertas y casas en ruinas, además de que el agua era escasa, sulfurosa y salitrosa. Los otros barrios fuera de la traza (Analco, el Alto, San Juan del Río, Xonaca y Xanenetla), ubicados al otro lado del río San Francisco, en la parte oriente de la urbe, se caracterizaron por contar con agua dulce, pero sus calles eran irregulares, al igual que la topografía del terreno. Eran lugares de residencia casi exclusivamente popular, de acuerdo con la tradición del asentamiento indígena.

Otro elemento ligado a la morfología de la ciudad fue la estructura de la propiedad urbana. Como hecho más sobresaliente puede mencionarse que la marcada concentración de la propiedad (plano 1) coincidió con la desigual distribución del agua. En el transcurrir del siglo XVIII, lentamente los conventos de religiosas fueron absorbiendo las propiedades urbanas más valiosas del centro urbano25. Ello tuvo gran significación en lo que respecta a la continuidad y cambio del hábitat urbano.

Plano

Plano 1. Concentración de la propiedad en Puebla, 1832

Diseño: Rosalva Loreto. Fuente: AAP. Padrón de casas de la ciudad de Puebla, 1832


La composición interna de la ciudad. Parroquias y parroquianos

El plano reticular original de Puebla fue concebido bajo el criterio de racionalizar la apropiación del territorio y la mano de obra local. Mediante la subdivisión de la ciudad se definió su composición interna donde las agrupaciones étnicas y ocupacionales se encontraron entrelazadas por los criterios de jerarquización espacial de la unidad urbana y los poblados circundantes. La disposición geométrica fue expresión de la voluntad imperial de dominación y la necesidad burocrática de imponer el orden y la simetría. En el seguimiento de este modelo urbano se implantaron criterios sociales, políticos y económicos, en donde se expresaba el pensamiento absolutista peninsular. Así la «república» de indios, diferenciada espacial y jurídicamente de las de españoles, adquirió su significación26.(Plano 2.)

Plano

Plano 2. División parroquial de la ciudad de Puebla en el siglo XVIII

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