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ArribaAbajoCapítulo IX

La jornada de los nómadas acuáticos


Los Yámanas, los habitantes más meridionales de la Tierra, denominan su patria al apartado archipiélago del Cabo de Hornos. En el laberinto de islas que se extiende hacia el norte, en estrecho contacto con el referido archipiélago, y a lo largo de la costa occidental suramericana, tienen su morada los Alacalufes. Bajo la influencia de casi el mismo medio ambiente han desarrollado ambas tribus muy semejante forma de cultura, por lo que serán tratadas al mismo tiempo. Su espacio habitable no permite otra manera de vivir que las de simples nómadas sobre el agua. Una prueba del contenido espiritual de estos indios se revela en el hecho de que dicha clase de vida la han mantenido a lo largo de los siglos, habiendo dado lugar a una existencia humana, aunque del tipo más modesto. Lo mismo que a los Selk’nam de la Isla Grande, les ha sido posible perfeccionar sus instalaciones de forma tan ventajosa como no la han sabido mejorar ningún otro pueblo salvaje dentro de aquellas condiciones naturales. La imaginación y la experiencia han enseñado a nuestros nómadas acuáticos a servirse lo mejor posible de tan escasos medios; su posesión material, de la más increíble escasez, les facilita la adquisición de las necesidades diarias; una gran utilidad revela todo lo que consideran como cosa propia.

Como cazadores y recolectores nómadas, cuyas mujeres sólo en raras ocasiones salen a pescar, se dedican nuestros indios a adquirir su alimento a lo largo de las dilatadas costas de su espacio habitable, razón por la que los denomino «nómadas acuáticos». Durante casi todo el día recorren con sus canoas el intrincado laberinto de canales y brazos de mar o cazan desde la orilla. Cuando descansan de dichos trabajos, se acurrucan en sus cabañas levantadas generalmente en la orilla, cerca del borde de las aguas. Sólo en raras ocasiones, y con algún propósito, especial, se internan tierra adentro, hacia el interior de una isla. Es evidente que tanto la superficie del agua como los estrechos entrantes de las costas, constituyen el campo de acción y la región vital de Yámanas y Alacalufes. Lo que en ellos encuentran de primeras materias vegetales y animales, determina su actividad económica y fundamenta su manera de vivir. Consideran como necesarios los grandes cetáceos, las focas y ballenas, además de las nutrias y algunas especies de aves marinas, sobre todos los cormoranes y pingüinos; del grupo de animales marinos inferiores, no cambian por nada a los ostrones y grandes cangrejos. Perseguir estas piezas pescándolas o cogiéndolas simplemente, constituye la ocupación de toda la jornada para nuestros nómadas acuáticos. El mar cubre todas sus necesidades alimenticias.

En ellos se repite también que su forma de vivir les proporciona una característica peculiar, lo mismo que le ocurre a la tribu vecina de los Selk’nam. Tener que estar siempre dispuesto a una constante movilidad hace imposible en un principio las viviendas permanentes, bien sean como domicilio aislado o como colonia común. Para acantonamiento durante una noche, o a lo más durante dos o, tres días, basta una ligera y fácilmente levantada cabaña. El abrigo corporal, adorno y enseres no podían ser ni más modesto ni más reducido. Todas las armas y utensilios ponen de manifiesto una gran habilidad por su extraordinaria sencillez. Lo que cada uno necesita sabe proporcionárselo y hacérselo por sí mismo. La artesanía no se ha desarrollado ni tampoco ha permitido la equiparación de los adultos, una división de clases. Un solo y el mismo derecho rige para todos. Cada individuo goza de completa independencia con respecto a su compañero de tribu, por lo cual únicamente la igualdad de costumbres y obligaciones, de forma de pensar y vivir, de lengua y características raciales, hace posible la unión externa e interna de Yámanas y de Alacalufes como tribus unitarias e independientes.

La única y vital preocupación del fueguino gira alrededor de la necesaria alimentación para él y su familia; conseguirla constituye su verdadera ocupación durante todo el día. Se trata de una labor muy penosa, pero que no motiva que nadie se agote o quebrante en su resistencia física. Al contrario, a pesar de esa fatiga y cansancio, de ese excesivo trabajo y empleo de fuerza que de vez en cuando tienen que desarrollar, la caza ofrece a los hombres y la recolección a las mujeres tanto encanto y atractivo y tantas satisfacciones, que todas las personas mayores se conforman sin la menor protesta con el obligado trabajo que le impone su economía. El imperativo de esta diaria ocupación se suaviza ante la idea de encontrar, con relativa comodidad y por todas partes, las cosas más necesarias.

Además se preocupan del merecido descanso, en justa compensación. Después de un viaje en canoa en un día que les ha resultado favorable, se pasan por término medio más de doce horas tendidos en los lechos de las cabañas, levantadas casi media hora después del desembarco en un lugar apropiado y a las que hacen confortables con el calor del fuego.

A veces, cuando hay abundante provisión, se pasan dentro de ellas varios días sin hacer nada, llegando a parecer que el asar las comidas constituye un excesivo trabajo para ellos. Gracias a dicha inactividad descansan por completo, recuperan sus energías y sus cuerpos engordan rápidamente. Este descanso se interrumpe cuando la preocupación alimenticia obliga a un nuevo viaje en canoa.

Al mantenimiento de la familia, compuesta de padres e hijos, contribuyen el padre y la madre con una aquilatada distribución de deberes. La mutua cooperación en la pequeña unidad económica, asegura la existencia próspera de toda la familia.

Los deseos de nuestros indios no se limitan a lo que el inmenso océano y sus costas le pueden ofrecer. Entre los animales que buscan para hacerlos suyos encuentra un abundante surtido, aunque el número de especies aprovechables tenga que ser en principio reducido. Esta misma afirmación se puede aplicar a la actividad recolectora de las indias, a pesar de que la madre naturaleza escatima a todas luces las manifestaciones de la vegetación en aquel límite del espacio vital. Las declaraciones de inconscientes crónicas de viajes de que el hombre primitivo se lleve a la boca todo lo que encuentra del reino vegetal o animal y que puede digerirlo de la forma que sea, son categóricas falsedades. La forma y manera con que proceden nuestros hombres y mujeres fueguinos en la adquisición de su comida, así como de los medios auxiliares que se valen, se basan en la experiencia de muchas generaciones anteriores. Los métodos y manipulaciones primitivas se imponen por sí mismos por su casi insuperable utilidad práctica; mantenerse en ellos con obstinada firmeza no es otra cosa que prudente sensatez.

Como el mar ofrece a nuestros nómadas acuáticos toda su alimentación, no pueden prescindir de una embarcación. La canoa de madera constituye una verdadera obra de arte por su utilidad y rendimiento, sobre todo cuando se tiene presente el material y los elementos de que disponen los indios para su construcción. Con una chaveta de hueso de unos 30 cm. de larga; va separando, el hombre trozos sanos de madera de grandes troncos de haya; dos anchos, para las partes laterales, y uno largo y más estrecho, para la parte central. Después que los saca arrastrando del bosque y que los coloca en un llano césped, raspa su interior con una afilada concha de mejillón, alisa después la parte externa y limpia así la corteza. Entonces le da a los todavía húmedos trozos de madera el abombamiento necesario por medio del calor. Los bordes los une con unas resistentes fibras de madera de forma de espiral. Para el tolete de la embarcación emplea dos varas iguales y estrechas que se extienden desde la punta delantera a la trasera; también estas varas o listones están enrollados con las mismas fibras de madera espirales y sujetas por ella a la embarcación. Sobre el tolete se apoyan siete u ocho travesaños; éstos mantienen separadas las dos partes laterales de la embarcación y la sostienen en la posición vertical. Para evitar la rotura de las piezas largas de la canoa, se cubre toda la superficie interna de la misma con unos listoncitos del grueso de un dedo; todos se fijan en el tolete por sus dos lados, esto es, a derecha e izquierda, colocándolos en sentido transversal a la canoa, quedando unidos unos con otros por la parte baja.

Al mismo tiempo que éstos se fijan, se van tapando con musgos y algas las pequeñas grietas de la madera y los agujeros, así como todas las rajas y aberturas de las paredes de la canoa. La mayor carga la soporta la parte central del suelo de la canoa. Para evitar el peligro de que ésta se rompa, se le refuerza con unas tablas ligeramente curvadas, que se colocan muy fijas a todo lo largo de la canoa, sobre los listones encajados anteriormente. Dicha cubierta del suelo se puede quitar fácilmente para vaciar el agua que se filtra por la parte más profunda del centro de la canoa. Debido a esta disposición interior, el peso de toda la tripulación se reparte sobre una ancha y elástica superficie. Además para facilitar una posición vertical segura en la parte central de la embarcación, se la recubre, a su vez, con unos largos listones finos a todo el largo de la misma; la corteza de dichos listones, cepillada previamente, se coloca boca arriba, lo que contribuye a que presenten siempre una superficie plana.

La canoa está ya confeccionada. Un hombre trabajador necesita para hacerla de dos a tres semanas, con tal de que no interrumpa su obra y además encuentre el necesario material cerca de donde vive. Las proporciones de estas primitivas embarcaciones se adaptan a la largura de los troncos de árboles que encuentran, así como al número de miembros de la familia. Pero nunca sobrepasa los 5 metros entre las dos puntas extremas de la misma. La mayor anchura, medida de una borda a otra, queda por debajo de los 100 cm.; y la profundidad central oscila alrededor de los 70 cm. Es evidente que esta embarcación es extraordinariamente ligera.

Son indispensables los remos cortos y ligeros; el que corresponde a la mujer presenta una hoja más ancha y alargada que el del hombre. Este lo coge sólo en raras ocasiones; cuando ante una situación de peligro tiene que ayudar, y siempre que lo mande la mujer; la labor del hombre se reduce a servir la canoa. En medio del suelo de la misma se encuentra la lumbre, teniendo que tomarse muchas precauciones para que no salgan ardiendo las maderas que están debajo. En la parte más baja se colocan unas piedras planas, muy juntas unas con otras. Por encima se pone una masa compacta de césped, cuyas raíces, con la tierra a ellas adherida, se vuelven hacia arriba. El agua que se filtra constantemente mantiene húmeda la capa de césped, por lo cual ésta no se calienta demasiado y hace que no ardan las maderas que están debajo. El agua infiltrada se saca con unas vasijas hechas de madera o de pieles de lobos marinos, parecidas por su forma y tamaño al bock de cerveza. Como última pieza accesoria queda por señalar la cuerda tejida de juncos. Se sirven de ella para asegurar la ondulante canoa en las escarpadas rocas, y, cuando esto no es posible, para arrastrarla hasta la tierra.

Esta embarcación, compuesta de tres grandes troncos de árboles unidos entre sí, es extraordinariamente fuerte. Ofrece cabida para toda la familia con sus enseres y utensilios y la transporta en su casi constante cambio de residencia. Se requiere la más extraordinaria previsión y atento cuidado respecto al tiempo dominante durante el viaje; sin embargo, muchas familias atraviesan audazmente una tranquila bahía, con cuya sobrecarga nunca podrían navegar en un canal abierto. La pregunta de cuántas personas pueden tener cabida en una canoa, no se puede contestar fácilmente; en todo caso, la ocupan los padres y los hijos de una misma familia, en total de seis a ocho personas. Todas se ponen en cuclillas sobre el estrecho sitio de que disponen en el suelo de la misma, y se mantienen a ser posible sin moverse en dicha postura, excepción hecha de la mujer, la cual, sentada en la parte trasera, está siempre remando. Los niños ocupan frecuentemente la parte central y a veces no alcanzan con sus cabezas al extremo del tolete. Hasta cierto punto les es posible evitar que la embarcación con cada golpe de remo reciba un movimiento de sacudida y mantener la línea en zig-zag de la dirección del viaje. Quien viaja en canoa puede sentir este característico movimiento, a pesar de ser tan suave. Cuando el viaje es muy largo actúa con más intensidad sobre la sensibilidad general del europeo que se sienta en dicha embarcación; un malestar de la peor especie le sobrecoge, y ante semejante situación, aumentada por la sensación de inseguridad, anhelan que llegue el momento en que poder asentar su pie en suelo firme. No tengo que repetir que mis acompañantes indios son buenos marinos; viajar en canoa era para mí una cosa segura; ahora bien, mientras más duraba el viaje más aumentaba mi sensibilidad para el más ligero balanceo y al final me encontraba siempre nervioso. Es claro que nuestros indios se han acostumbrado a semejante sensación, por ello triunfan con su seguridad y su tantas veces comprobado valor. En todas las familias existe una especie de despreocupación, así como una extraordinaria valoración de sus propias facultades y un peligroso menosprecio del amenazador estado del tiempo. Muy frecuentemente la canoa zozobra, casi siempre debido a la enorme dureza del repentino e inesperado temporal. No es raro que sea sorprendida toda una familia en medio de un ancho canal, azotado por una ráfaga de viento o amenazada por la marejada, que nadie podía prever; entonces la canoa se mueve lentamente, siendo insuficiente todo esfuerzo humano frente a las poderosas fuerzas naturales. En la memoria de Yámanas y Alacalufes, así como en las relaciones de misioneros y viajeros europeos, permanece vivo el recuerdo de numerosas tragedias, aún en el día de hoy. Aunque las familias indias se mueven con rapidez cerca de las costas, sin embargo tienen a veces que atravesar una dilatada bahía o un ancho canal. Demuestran un gran valor al atreverse a realizar largos viajes sobre aquellas procelosas olas con tan frágiles e indefensas embarcaciones.

La manera de construir la canoa pone de manifiesto una limitada resistencia, reducida a corto plazo. Aunque la india se esfuerza en conservarla, más tarde o más temprano se agrieta y resquebraja irremisiblemente; sobre todo se estropea su parte inferior, porque la canoa se arrastra todas las tardes a la orilla para mayor seguridad y allí se deja. Pero si no es amenazada de algún que otro deterioro apreciable, entonces puede servir durante todo un año y algo más. No hay por qué decir que cada familia posee sólo una embarcación, pues una segunda constituiría en realidad una carga. Aunque el hombre la confecciona y prepara, no la considera de su propiedad; ya que pertenece a toda la familia y está entregada al cuidado de la mujer, que es la que la maneja y la cuida. Todos los preparativos antes, después y durante el viaje, incumben exclusivamente a la mujer. Ella es sola la que rema, sentada en cuclillas. en el tercio posterior de la canoa; acercándose mucho a la parte lateral derecha de la canoa, coge el remo con ambas manos apoyando la izquierda sobre la derecha, e introduce el remo diagonalmente hacia atrás en el agua, con un ligero movimiento en forma de S. De esta forma recibe la canoa su impulso hacia adelante, al mismo tiempo que una determinada dirección. En el diario ejercicio aprende cada india a manejar diestramente el remo. Durante el viaje en canoa es ella sola la dueña, cuyas órdenes cumple fielmente el esposo. Dispone también cómo se ha de repartir la carga, qué lugar han de ocupar los niños, quién tiene que vaciar el agua infiltrada y atender el fuego, etc.

Si la familia ha alcanzado, bajo la dirección de los padres, el convenido lugar de desembarco, saltan a tierra primero los perros, le siguen los niños e inmediatamente el hombre, que lleva consigo sus armas, recogidas a toda prisa. La mujer se preocupa entonces que una de sus hijas lleve un ascua ardiendo al lugar en que se piensa construir la cabaña, mientras que ella echa agua y apaga el fuego de la canoa. Después que ha arrojado a la orilla todos los utensilios de su propiedad, le incumbe entonces el muy importante deber de asegurar la canoa durante la noche. Si la familia acampa en una orilla suavemente elevada, entonces coge la india un grueso manojo de las viscosas algas de sargazos y lo extiende por aquel arenoso suelo; por encima de ellas, como sobre una montaña rusa, tira violentamente de la canoa y la saca del lugar del agua donde la había dejado. Ahora bien, cuando una orilla rocosa no permite arrastrar la canoa a tierra, entonces ancla la india su embarcación en el centro de un canal de una forma extraordinariamente sencilla. En la superficie del agua se hallan flotando aquí y allá unas ramas muy fuertes de algas sargazos y en ellas asegura la india su embarcación. Tan pronto como ha vaciado todos los objetos, se aparta de la orilla y la empuja hacia la maraña de algas, donde la mete; después se tira al agua, alcanzando de nuevo a nado la orilla. Las mujeres son muy fuertes, pues el agua del mar en aquellas zonas es fría como la nieve. Si hay que continuar el viaje al día siguiente o al otro, es la madre de familia la primera y la única persona que se mete en el agua para alcanzar nadando la canoa. Cuando lo consigue, sube a ella, la suelta de la maraña de algas y la acerca remando a la orilla. Entonces se embarca toda la familia en la canoa, se carga con todos los objetos ordinarios, se enciende el fuego y se pone de nuevo en camino para continuar la pesca o buscar un nuevo lugar de acantonamiento.

Las muchachas aprenden y se ejercitan en la natación desde que son niñas. Por el contrario no existe un solo hombre -por muy rara que pueda parecer esta afirmación- que sepa nadar. No se preocupa de aprender este arte, aunque de todos es conocido que muchos de sus compañeros de tribu han perdido la vida porque no han sabido salvarse a nado del peligro. Llegan a la siguiente conclusión, incomprensible para nosotros los europeos:

-¡Mi propia mujer me lleva a la costa y me recoge allí; por eso no se presenta ocasión alguna para que aprenda a nadar!

La pérdida de la canoa pone a toda la familia en el mayor apuro, mientras no se realiza su sustitución. Desde que nuestros fueguinos se encuentran en estrecho contacto con marinos y estancieros europeos, consiguen de ellos hachas de hierro. Valiéndose de ellas ahuecan un tronco adecuado de haya y lo labran hasta construir una auténtica canoa; éstas son mucho más resistentes que las canoas antiguas. Modernamente se procuran un bote plano o solamente de los tablones que sirven para su confección, no sólo para adquirir los alimentos, sino también las materias primas para la confección de todos sus utensilios.

Tanto entre Yámanas como Alacalufes constituyen el marido y la mujer en el círculo familiar una comunidad económica de trabajo, por lo que cada uno de los cónyuges depende por entero del otro. En honor de la fueguina hay que decir que no participa en una escasa medida en la adquisición de la comida, pues contribuye por sí misma, y muy considerablemente, al sustento de toda la familia. En su labor recolectora, que sabe combinar cómodamente con sus deberes naturales de madre, recoge solamente animales inferiores, pero estas aportaciones son de tal punto necesarias que el hombre y los hijos no podrían renunciar a ellas por mucho tiempo. Toda mujer se encarga de buscar una determinada cantidad de aquellos animales, que, dentro de las especies aprovechables, le ofrece libremente aquella mezquina y pobre naturaleza; ella contribuye de esta forma a una apreciada variación en el uniforme y diario menú. Los sencillos utensilios de los que se valen para cogerlos, ponen de manifiesto, por la utilidad de los mismos, una gran sagacidad y facilitan muchísimo la labor. De lo anterior se deduce que a nuestras indias les corresponde una destacada posición en el círculo familiar por absoluta necesidad económica.

La significación que para nosotros tiene el pan, corresponde entre estos nómadas acuáticos a los mejillones. Hay dos clases de ellos (Mytilus chilensis y Mytilus edulis), los cuales ocupan extensas zonas de aquellas orillas rocosas por bajo del agua. No pasan nunca el límite de las aguas profundas y casi todas las mareas bajas los cubren por completo. Donde se forman continuamente pequeños remolinos de agua y se agitan las olas o ligeras corrientes, es donde mejor se desarrollan y donde alcanzan su mayor número. Esta espesa y arracimada aglomeración de moluscos se puede alcanzar en la marea baja y siempre desde la canoa valiéndose del tenedor para pescar moluscos. Su carne no es sólo fresca y sabrosa, sino que proporciona un sabroso bocado. Todas las indias conocen el lugar más apropiado para pescarlos en aquellas alargadas costas. Acurrucada en su embarcación introduce perpendicularmente su tenedor en el agua, despega del fondo del mar un ostrón dándole unas pequeñas vueltas al mango, cogiéndolo entre los dos dientes salientes del tenedor y sacándolo fuera.

De esta forma sólo se pueden pescar los grandes ostrones en aguas tranquilas y transparentes; por eso se tienen que contentar nuestros indígenas con los pequeños y poco sabrosos moluscos que cogen en la playa cerca del borde de las aguas. Para atraparlos se meten jóvenes y mujeres en el agua y los van cogiendo con un palo de medio metro cuya punta inferior es aplastada, a manera de pequeña pala o los van arrancando uno tras otro con la mano. Completamente agachados caminan lenta y silenciosamente; con toda rapidez realizan su labor hasta que están llenas sus cestas.

Al mismo tiempo van cogiendo aquellos caracoles comestibles que se encuentran a mano, sobre todo al gran caracol (Voluta), que proporciona un trozo de carne del tamaño de un puño. Puesto que, como ya se ha indicado, los moluscos constituyen el pan de estos nómadas acuáticos, existe siempre una pequeña provisión de ellos en cada una de las cabañas; cuando ésta se termina va la india enseguida a la playa para proveerse de nuevo, al atardecer o durante la noche. Es extraordinariamente sencillo para nuestros indígenas procurarse sus medios alimenticios en cualquier estación del año.

La carne del cangrejo de mar (Notopoda), que preparan estos torpes animales durmiendo casi todo el día presenta allí dos especies (Lithodes antarctica y Paralomis granulosus), la encuentro más gustosa que la de la langosta y el bogavante. Los primeros se mueven lentamente en el fondo del mar, en exacta coincidencia con las mareas, bien hacia la orilla o hacia el interior del mar. Poco después de la interrupción del reflujo, se dejan coger muy fácilmente, atravesándolos la india, acurrucada en su canoa, con el tenedor para coger cangrejos. Este largo instrumento termina por su parte baja en cuatro puntas. Por este mismo procedimiento saca los erizos de mar desde su fondo y los traslada a la canoa. Muy rara vez se ocupa la mujer de pescar con redes, pues el esfuerzo que desarrolla no guarda relación alguna con su resultado.

Por el contrario, se sorprenden nuestros indígenas cuando, se presenta un abundante banco de verdaderos arenques (Clupea). Con un inequívoco ruido se conoce la presencia de esta partida de millones de sardinas, que se introducen en los estrechos canales o bahías, precipitándose sobre la llana y dilatada playa. En capas de varios centímetros de altura aparecen después diseminados miles y miles de estos pequeños animales. No menos son bien recibidos por los muy felices indígenas el multiforme acompañamiento de animales que sigue a semejante invasión de arenques, sobre todo los grandes peces voladores de diferentes especies y hasta las mismas focas; también aves marinas carniceras rodean esta masa gigantesca. Esta abundancia significa para nuestros indígenas el más rico surtido alimenticio. De la considerable masa que se agita y hormiguea en la playa, cogen en primer lugar las piezas mayores; después se aproximan a la compacta y amorfa abundancia de pequeños pescados. Durante varios días saborean todos los presentes con exceso y se aprovechan lo mejor posible de aquella masa de arenques. La marea va arrastrando poco a poco una apreciable cantidad de arenques al mar y las aves marinas contribuyen también con su voracidad a su disminución, perdiéndose el resto de aquella enorme masa por putrefacción. Cuando surge el penetrante hedor que apesta el aire, abandonan de nuevo aquellas muchas familias el lugar en que habían convivido y se reparten en todas direcciones.

A veces entran pequeños bancos de arenques en los apartados canales o rodean extensas bahías, sin llegar hasta la playa. Por los numerosos y diferentes animales que le acompañan y rodean, son conocidos a gran distancia por nuestros indios. Con toda rapidez van en busca del banco de pesca y procuran situarse a su lado. Con una cesta especial, muy parecida a un gran cucharón, pasa inmediatamente los pequeños pescados desde el agua a la canoa; una india atiende a la embarcación y otra recoge sin cesar tan rico botín. Se requiere una gran actividad, pues el banco de pesca se escapa rápidamente; ninguna mano debe quedar quieta. Al mismo tiempo trata el hombre de cazar con sus armas los grandes animales que acompañan a dicho banco. En menos de una hora es posible a la tripulación de una canoa llenarla hasta el borde con tan excelente pesca. Reman hacia la playa, la vacían y se apropian dos y tres veces de pesca tan abundante. Gracias a los esfuerzos de este trabajo, pueden regalarse durante varios días de tan rica ganga y descansar con toda razón. Ahora bien, semejante pesca tan productiva no se les depara a los fueguinos más que de vez en cuando, pues durante la mayor parte del año no aparece un banco de esta clase.

En primavera buscan las mujeres y las jóvenes los nidos de pájaros. No seleccionan los huevos y no muestran la menor desilusión cuando éstos se encuentran empollados hace tiempo. En el verano sacan las crías de los nidos y las matan dándoles con una piedra o con un palo en la cabeza. En los lluviosos bosques de hayas de la terminación meridional del Nuevo Mundo, se desarrollan muchas clases de hongos y setas. Entre la vegetación de los arbustos de hayas aparecen frecuentemente un hongo amarillento (Cyttaria), redondo, del tamaño de una nuez, y otros más oscuros del tamaño de una pipa de naranja. Aunque mujeres y jóvenes cogen estas especies de hongo cuando andan por el bosque, no es costumbre recolectarlas regularmente y llevarlas a la cabaña; pero se comen de vez en cuando sobre el terreno un manojo de estas clases de hongos. En ciertas ocasiones, aunque es mucho más raro, comen también hongos los hombres, cuando casualmente los descubren en el bosque. Lo mismo puede decirse de algunas hayas, así como de las hojas pulposas de hierbas inferiores. En realidad, no pueden considerarse estas sustancias del reino vegetal como auténticas comidas.

Al sostenimiento de la familia contribuye extraordinariamente la fueguina, principalmente con la recolección de los moluscos. Con lo que ella aporta, origina una deseada variación en la comida a base de carne, que el hombre proporciona; sobre todo en las épocas que la caza es de todo punto imposible o infructuosa, ella es la que sostiene a toda la familia con dichos medios nutritivos. Sin su actividad recolectadora se verían frecuentemente entregados al hambre tanto el hombre como sus hijos.

Los cetáceos visitan las costas de la Tierra del Fuego y de la Patagonia occidental sólo en ciertos parajes; cogerlos es misión de los hombres. Por así decirlo están persiguiendo a las focas todos los días porque éstas son fáciles de alcanzar en todas las estaciones del año y en casi todos los sitios; ofrecen un magnífico suplemento para su subsistencia, pues les proporciona, además de su carne y tocino, su piel, tan provechosa en tantos aspectos. Reunidas en manadas más o menos grandes, y a veces solas, sobre la tierra. Por ello resulta fácil darles muerte con un simple golpe. Pero ordinariamente se cazan las focas en el agua. El cazador se aprovecha de su curiosidad y de su ingenuidad. Si observa a una foca juguetona que da tumbos de alegría en la superficie del mar, entonces la atrae con un suave silbato o con el monótono chapaleteo del remo, teniendo preparado su pequeño arpón. Se acerca lo más posible, clavándole profundamente el arma en su pesado cuerpo. El animal herido se mete inmediatamente en una gran maraña de algas flotantes y se revuelve en ella con la idea de quitarse la dolorosa punta de hueso que tiene clavada. Mientras tanto, ésta se ha ido soltando de su mango de madera, con el que está unida por medio de una correa de medio metro de larga. El inquieto animal no sólo enreda el mango del arpón en el marasmo de algas, sino que se excita mucho más su herida hasta que se agota completamente. Muy despacio se acerca entonces el victorioso cazador y le asesta el golpe de gracia. ¡Muchas veces se origina entre hombre y fiera una seria lucha que con frecuencia amenaza a toda la tripulación de la canoa! En las bahías muy abiertas, en las que el cazador apenas puede perseguir a la foca herida, se vale de un gran arpón. Si ha encontrado a propósito al animal, le introduce profundamente la punta ósea del arpón en la carne y lo van soltando entre los agitados movimientos del cuerpo del animal, provocados por el golpe del arma. En esto se basa la idea del cazador. El extremo de la larga correa de cuero en cuya otra punta está amarrada la punta de hueso, la mantiene sujeta con la mano, por lo que no se puede escapar la foca herida. Cuando se debilita ante la abundante hemorragia, empieza a enrollar tranquilamente la correa y tira de la presa.

Los Alacalufes se sirven, además, de una especie de red para pescar focas, cuya factura revela un ingenio no menor que el mencionado para la confección de los arpones. Este aparato es un ejemplo gráfico de la sagacidad de los «salvajes», ya que con los más sencillos medios se confeccionan útiles e ingeniosos aparatos, cuya construcción y manejo quisiera describir aquí.

Si el indio descubre en una peña a un lobo marino durmiendo, se aproxima sin hacer el menor ruido, escondiéndose entre las piedras o agachándose en el agua, y lleva por delante un largo palo con un ligero marco curvo de madera, en el cual se halla sujeta una red de forma de saco, compuesta de cuerdas de tendones sueltas. A través de la malla del borde superior de la red pasa una larga correa, cuyo extremo sujeta la mano del cazador. Por medio de pedradas o con gritos consigue espantar al animal y la foca se lanza de cabeza en el protector elemento acuoso y salta perpendicularmente a la red, la cual, debido al pesado cuerpo del animal, se suelta del marco y puede cerrarse por medio del lazo de cuero, pudiendo traerse entonces con la mayor comodidad la pesca a la orilla.

Parece casi increíble que los pequeños Yámanas y Alacalufes, con sus frágiles y débiles canoas, se atrevan a acercarse en aquel violento y poderoso océano a las ballenas vivas. Realmente lo hace confiado tanto en su destreza personal como en la eficacia de sus grandes arpones. Antiguamente se les presentaba con frecuencia oportunidad de perseguir a uno de estos poderosos cetáceos, pero desde hace unas decenas de años sólo se extravía alguna que otra ballena en los canales de la Tierra del Fuego y de la Patagonia occidental; y la razón está en que los balleneros europeos han diezmado considerablemente el número de estos gigantes del mar que en otro tiempo era muy grande. Los fueguinos nunca se aproximan a un animal completamente sano, pues podría resultarles muy peligroso. Pero se le presenta alguna posibilidad de éxito cuando se acercan a una ballena acosada por un pez espada o mortalmente herida. Entonces muchas canoas se acercan en todas direcciones. Los hombres lanzan sus largos arpones y todos tiran violentamente de las cuerdas para hacer mayores las muchas y graves heridas del animal. Es atacado por todos lados, hasta que, al fin, cada hombre le arroja todas las armas que tiene a mano. ¡Es curioso ver a la ballena acribillada con tantos arpones, venablos y dardos! Ocurre a veces que al cabo de tantas horas de trabajo de los indios, se escapa el animal, no obstante encontrarse tan gravemente herido.

Si consiguen dar muerte los numerosos hombres al animal enfermo o herido, entonces arrastran la enorme presa a la playa, aprovechándose de la marea con cuyo auxilio empujan el deforme cuerpo del animal lo más alto que pueden tierra adentro. Esta pesca, de incalculable abundancia, abastece a muchas familias durante varias semanas; su carne y aceite, huesos y tendones, barbas y dientes tienen un útil y variado aprovechamiento.

El lejano archipiélago antártico de la Tierra del Fuego está cuajado en ciertos parajes de aves marinas; un abigarrado y multiforme grupo de pájaros anima las islas y rocas, puebla bahías y lagunas, atraviesa en bandadas los intrincados canales y el espacio libre tanto en tiempo tormentoso como en el bueno. Todas son muy conocidas por los indios en sus costumbres y características, aunque sólo se preocupa de aquellas especies que le pueden ofrecer alguna cosa o interesarle por algo. Algunas les proporcionan una carne sabrosa y otras, en primavera, huevos frescos; unas le surten de apreciadas plumas, otras de los ligeros huesos para sus collares; muchas le dan a conocer el próximo cambio del tiempo de la estación y otras aves le predicen interesantes acontecimientos de la lejanía o del futuro próximo; pero todos viven en la creencia de que son los descendientes de aquel estrato de población que habitó estas regiones antes de los verdaderos hombres. No todo animal que se encuentra al alcance del indio le agrada a su paladar o estimula su apetito; antes bien, sabe elegir conscientemente y con buen criterio en aquel policromo mundo volador.

Lo más frecuente es que nuestros fueguinos persigan a los pingüinos. La familia india va recorriendo las islas e islotes en las cuales estos pesados animales se encuentran muy juntos unos a otros y de pie; agrupados a millares, en pocos minutos da muerte el hombre fácilmente a varias docenas de ellos, mete la presa en la embarcación y abandona de nuevo el lugar. Algunos pingüinos que se mueven en el agua los matan nuestros indios con una flecha terminada en una punta de hueso dentada o por medio de la honda.

Los cormoranes (Phalacrocorax) anidados en los numerosos huecos de las paredes rocosas, son sorprendidos durante la noche por unos hombres muy atrevidos, que les van partiendo con los dientes el cogote a un pájaro tras otro y lo hacen tan en silencio que no llega a despertarse su vecino que, asimismo, es atrapado. Para capturar el ganso salvaje, tan abundante en aquella región, así como el ánade salvaje, se valen los indígenas de una cuerda hábilmente tarascada con muchos nudos corredizos o de un largo palo que termina en un solo nudo de la misma forma hecho con barba de ballena. A este respecto de la caza, debe también mencionarse que los fueguinos dan caza con más frecuencia a la nutria que al gran zorro marino, en la cual necesitan de la ayuda imprescindible de sus perros. No van en busca de la carne del zorro sino en épocas de mucha hambre, aunque prefieren mucho la piel de dicho animal para la confección de su abrigo. Los Alacalufes cazan en su región algunas veces al gran ciervo (Cervus chilensis), cuya carne y piel tanto aprecian.

Como nuestros nómadas acuáticos disponen de una abundante variedad para la adquisición de sus medios alimenticios entre sus animales indígenas, sus comidas están muy lejos de mostrar aquella invariable uniformidad que vimos en el menú de los Selk’nam. Claro está que todas las clases de carnes, excepción hecha de algunos moluscos, se encuentran muy impregnadas de aceite de pescado; éste es muy apreciado por los indígenas y dependen de él por necesidad fisiológica. Grandes cantidades de tocino puro y de aceite de pescado se aderezan de varias maneras, la más rápida poniendo una hoja de tocino del tamaño de una mano, al fuego vivo; la grasa líquida que gotea la recogen en una concha y se la beben rápidamente. Es muy apreciado el siguiente guiso, con el que obsequian con frecuencia a los visitantes: un trozo de tripa, de unos veinticincos centímetros que tiene cerrado uno de sus extremos se llena con trocitos de tocino crudo del grueso de un dedo y después se cierra también por el otro extremo por medio de una cuerda. Esta «salchicha de aceite de pescado» se pone al calor de la lumbre hasta que se convierte en líquido todo su interior. Quien es obsequiado con tan singular regalo, y cuando a mí se me ofreció no me consideré menos feliz que cualquier fueguino, desenrolla los hilos de sutura de un extremo y vacía su contenido de una vez en la boca. Todos los fueguinos están sucísimos por el aceite de pescado y apestan con ese olor sus personas, objetos usuales y su morral; su rostro tiene un brillo grasiento y con frecuencia fluye el aceite desde las comisuras de sus labios hasta el pecho. No economizan este valiosos elemento, porque lo tienen en abundancia a su disposición.

Como nuestros nómadas acuáticos consideran indispensable para su alimentación el tocino y el aceite de pescado, resulta -como ya se ha mencionado anteriormente- que los moluscos tienen para ellos la significación de nuestro pan. Tanto de día como de noche cogen mayores y pequeños estos crustáceos que se encuentran por doquier. No necesitan una especial preparación para comerlos. El mejillón se coloca en la leña ardiendo, calentándose así la pequeña cantidad de agua encerrada entre sus valvas que se transforma a los pocos minutos en vapor, con lo cual se presta sabor a la partícula carnosa que tiene dentro. Al fin se abren las valvas y la carne está ya blanda y suficientemente, salada por el agua del mar que se encontraba en su interior, metiéndosela muy caliente en la boca con los dedos pulgar e índice. Nunca se harta el indio de esta fresca y sabrosa comida; a mí mismo me supo al cabo de los meses tan bien como al principio. Como ni Yámanas ni Alacalufes conocen la menor clase de cerámica, carecen, al igual que sus vecinos los Selk’nam, de un verdadero método de cocinar. Asan los trozos de carne del tamaño de una mano encima de la leña ardiendo o sobre las cenizas. No hay por qué decir que los aditamentos de sal, especias y condimentos de la clase que sean, faltan por completo. El particular sabor de las diferentes clases de animales proporciona la deseada variación. Para beber existe sólo agua, en invierno se disuelve en la boca una bolita de nieve o un trocito de hielo. La sorprendente conclusión de que aquellos indígenas se satisfacen sólo y exclusivamente con una alimentación a base de carne, no necesita la menor demostración. Por eso me ha extrañado tanto que puedan soportar tan gran cantidad de aceite de pescado. sin la menor molestia de estómago. No cabe la menor duda que son sanos, resistentes y muy aptos para la vida.

Su capacidad de resistencia se pone de manifiesto cuando se ve a estos indios andar casi completamente desnudos en su helada y tempestuosa tierra. Carecen literalmente de lo que pueda llamarse un verdadero vestido, pues dicha denominación no corresponde propiamente al corto trozo de piel, que cuelga de su cuello. Más bien puede llamarse «capa corta». Casi nunca es más larga ni más ancha que la espalda de su portador; sus irregulares bordes ponen de manifiesto su forma rectangular. A través de unos agujeros en su borde superior pasa una correa que cada cual se coloca alrededor del cuello, atándosela por debajo de la barba. El trozo de cuero suelto lo corre a derecha o izquierda, según la parte de su cuerpo que quiere proteger. Se ve claramente que esta capa corta sólo puede impedir que el viento y la lluvia caigan directamente sobre la piel del cuerpo.

Cuando están en la cabaña y cuando duermen de noche se las quitan. Por un lado la comodidad que presentan para el que se tiende en el suelo y por otro la coquetería, de la que no carece en forma alguna la india, influyen en la elección de la clase de piel para la capa. La más apreciada es la de la nutria, y como más bella a la vista se considera la del cormorano. Pero la mayoría se tiene que contentar para proteger sus espaldas con la piel de cualquier foca. El trozo de piel nunca es tratado cuidadosamente; si se rompe o estropea, lo sustituyen fácilmente con otro. También tiene vuelta la parte de pelo hacia fuera, con ventaja para su portador. Todas las personas mayores y adolescentes llevan sin excepción el taparrabos, compuesto por un trozo de cuero rectangular, del tamaño de una mano, que se cuelga de las caderas. Nadie se quita esta prenda, pues no está permitido el desnudismo voluntario. ¡Muestras fueguinos no conocen ni el calzado ni el sombrero!

Debido al clima dominante y a la falta de abrigo corporal es absolutamente necesario a nuestros pescadores nómadas mantener día y noche el fuego. Lo llevan consigo hasta en sus canoas y disfrutan continuamente de su efecto bienhechor donde quiera que se encuentran. Al cabo de un viaje agotador, las llamas del hogar encendido rápidamente en la cabaña, reanima sus facultades físicas e intelectuales y los capacita para la labor del día siguiente. Se presentan muy sensibles al humo, a pesar de que lo tienen que soportar toda la vida, aunque se encuentran resignados ante dicha molestia. Los Yámanas encienden el fuego por el mismo procedimiento que los Selk’nam, esto es, golpean fuertemente un pedernal contra una piedra de pirita o, modernamente, contra un grueso clavo de hierro. Corrientemente el trozo de pirita es más grueso que el pedernal. Las chispas que saltan se recogen en un manojo de plumas y por medio de soplidos se consigue prender la llama. Todos tienen mucho cuidado de que el fuego no se apague, y «sí, sí» le sobreviene esta desgracia -a veces inunda una gran ola la canoa- entonces pide de cualquier familia cercana un ascua ardiendo y enciende con ella el fuego de la canoa o de la cabaña. La leña en la Tierra del Fuego se encuentra a disposición de todos sin limitación alguna, aunque es verdad que en muchos sitios constituye una penosa labor para las mujeres procurarse la cantidad necesaria.

Es maravilloso el procedimiento para encender el fuego que he encontrado entre los Alacalufes. Se trata en realidad de un molinillo de fuego, como lo manejan todavía muchos pueblos salvajes en todas las partes del mundo. Para ello son necesarias tinas maderas muy duras; en el archipiélago de la Patagonia Occidental satisface esta exigencia el ciprés allí indígena. En un listón procedente de un tronco de madera muy seco hace el indio una muesca transversal del grueso de un dedo, lo coloca en el suelo sosteniéndolo con el pie. Otro palo terminado en punta lo introduce verticalmente en la muesca y empieza entonces a darle vueltas con las dos palmas de las manos apretando hacia abajo y cuyo movimiento de giro no debe ni aflojarse ni interrumpirse. Pretende con este procedimiento que en la muesca se produzca un polvillo fino de madera, el cual se calienta por la continua frotación, hasta que al fin sale ardiendo.

Aplicándole en este momento un manojo de plumas éstas se inflaman: el fuego se ha conseguido. Sólo con un viento muy seco puede un hombre solo conseguir una llama, valiéndose de este procedimiento. Corrientemente se reúnen tres o cuatro indios para realizar este trabajo y uno se pasa al otro el berbiquí giratorio vertical, lo coge rápidamente entre las palmas de la mano, sin que llegue a pararse un momento ni a disminuir en la rapidez de sus vueltas, pues esto tendría como consecuencia un descenso en la temperatura del polvo de madera. Aunque depende del grado de humedad del aire y de la actividad de los hombres que participan en la labor, transcurren de 20 a 30 minutos hasta que se puede conseguir llama con este molinillo de fuego. Por ello se comprende que nuestros indios no se decidan a realizar este enorme trabajo nada más que en casos de extrema necesidad, cuando realmente no pueden conseguir de ninguna familia vecina un ascua ardiendo. Además se comprende también que la primera petición que le hacen a todos los europeos sea la de cerillas para ahorrarse con esta cosa tan preciada, si se diera el caso, la penosa labor del molinillo de fuego.

Tanto Yámanas como Alacalufes se contentan con las más sencillas y modestas cabañas. Prefieren una forma semicircular que pueda ampliarse algo en sentido de su diámetro, cuando tenga un gran número de personas que albergar; por tanto, su planta tiene una forma ovalada más o menos perfecta. Junquillos y palos algo más gruesos de hayas nuevas que primero se clavan en el suelo y después se van entremezclando entre sí a manera de tejido, forman el armazón cupuliformes. Por la parte de afuera y a su alrededor se cubre, hasta su mitad, con barro y manojos de musgos y césped, a la manera de un tabique de mampostería para evitar el paso del viento. En la parte superior se colocan grandes ramas de muchas hojas, las cuales poniéndolas unas sobre otras y mezclándolas entre sí ofrecen suficiente consistencia. Sobre todo este armazón se extiende finalmente grandes trozos de pie les, los cuales se mantienen sujetos atándolos por sus bordes y con largas correas y cuyo gran peso asegura la ligera consistencia de toda la construcción. En la parte más alta se hace una abertura para que salga el humo. En general, la altura de una cabaña para una sola familia oscila alrededor de 1,75 m.; la anchura, medida en el suelo, varía de 2,60 a 3,30 m. En la mitad oriental del Archipiélago del Cabo de Hornos levantan los Yámanas cabañas en forma cónica.

Tanto una como otra forma de cabaña ofrece acantonamiento a toda una familia para el período de tiempo que no se encuentran en el agua. Como están pocos días, a veces sólo una noche, en un mismo lugar, no se esfuerzan lo más mínimo en su montaje ni en su instalación interior. Faltan completamente los enseres de vivienda y los muebles, no existiendo un asiento por modesto que sea. En las puntas de las ramas rotas cuelgan los miembros de la familia a su placer las cestas y bolsas de cuero: entre los palos del armazón de la cabaña se meten herramientas y utensilios, objetos de adorno y otras cosas pequeñas; lo más alto posible, para que los perros no la alcancen, se colocan los trozos de carne y la salchicha de aceite de pescado. En el centro de la cabaña se encuentra ardiendo el fuego y sus inquilinos se acurrucan en círculo a su alrededor. El sitio de sentarse sirve al mismo tiempo de cama. No puede concebirse más sencilla. Sobre el suelo se esparcen ramas secas con o sin hojas, a veces trozos de madera plana, por encima se esparcen unas ramas muy finas y líquenes y finalmente una extensa piel de foca. Quien se dispone a dormir, se encorva lo más posible y se cubre con su corta capa de espaldas o con una gran manta de piel; esta última la poseen casi todos los Alacalufes. El fuego de la cabaña, situado en el centro, irradia tanto calor en todas sus direcciones que todos reciben el suficiente. Si siente frío, se aproxima a la lumbre, sin preocuparse de si molesta el sueño del vecino. Además, se pasan la noche dando vueltas en la cama, pues a través de los huecos de la pared de la cabaña se mete un aire frío y otras veces arde el fuego demasiado, por lo que todos buscan su comodidad variando de postura. Como todos los pueblos salvajes, los fueguinos tienen un sueño muy ligero; el más pequeño ruido los despierta y se ponen a escuchar atentamente.

A pesar de que el abrigo corporal de nuestros nómadas acuáticos es tan modesto y que la ligera y venteada construcción de sus cabañas no les ofrezca la menor comodidad, sin embargo se encuentran satisfechos, pues con los medios de que disponen no podrían perfeccionar más sus instalaciones. Todos sus objetos y utensilios, armas y objetos de adorno están hechos de cuero, madera y huesos de animales, de pieles y madera, de conchas de moluscos y de caracoles. La piedra la han empleado muy poco, por lo cual no se encuentran muy adelantados. Revelan la misma clase de cultura que sus vecinos de la Isla Grande, es decir, aquélla en que principalmente se emplea el hueso y la madera. Como ya ha quedado demostrado, esta clase de cultura es la primitiva en el desarrollo general de la humanidad y merece la mayor atención por haberse conservado hasta nuestros días.

Conviene mencionar, aunque sea brevemente, que nuestros indígenas no se preocupan de la limpieza de sus cuerpos ni de sus cosas, aunque no carecen en absoluto del sentido de la misma. Resulta muy desagradable a los europeos ver a estos hombres tan descuidados con su piel brillante de grasa, que parece que se han echado aceite de pescado, entre su desordenado ajuar en las ennegrecidas y oscuras cabañas, acurrucados tímidamente o temblando de frío en las malolientes y sucísimas canoas. Por las mañanas después del sueño nocturno, sólo va algún que otro, y muy raras veces, al baño de agua más próximo, donde se echa un poco de agua a la cara. Las mujeres se meten con frecuencia en el agua, cuando sube la marea y están recogiendo moluscos o cuando van nadando a la canoa. Pero a los hombres no les gusta zambullirse en el mar y bañarse; por el contrario, se frotan todo su cuerpo cuando, por la porquería acumulada le pica mucho, con una tierra arcillosa muy seca. Tanto los niños como las personas mayores, están muy castigados con los piojos. Todos llevan su espesa e hirsuta cabellera desordenada y descubierta; sólo algunas mujeres se cortan los pelos de la frente a la altura de las cejas.

Con la idea de arreglarse se pintan no sólo con motivo de fiestas, sino a veces en los días ordinarios. Nuestros nómadas acuáticos emplean lo mismo que los Selk’nam los colores blanco, negro y rojo, bien mezclados con saliva o con aceite de pescado; dicha mezcla se extiende por la piel del cuerpo con el dedo índice o con una paleta de pintor. Sus objetos de adorno lo constituyen un cinturón estrecho de cuero, que las jóvenes y mujeres se colocan en el tobillo o en las muñecas, o unos largos collares de varias vueltas compuestos de partículas de hueso y a los que a veces se les cuelga a todo lo largo una serie de brillantes conchitas de caracol. Estas piezas están trabajadas muy bien y con mucho gusto; son más artísticas y variadas que la de los Selk’nam. Otra clase de objetos de adorno como pendientes, joyas, trofeos y tatuajes no se conocen en la Tierra del Fuego.

Inconcebiblemente sencilla es la vida y la propiedad material de los nómadas acuáticos del Archipiélago del Cabo de Hornos y de la Patagonia Occidental, exactamente igual de lo que ocurre con los cazadores nómadas de la Isla Grande. Los indios nos parecen a los europeos, en sus pretensiones, verdaderos ascetas. Aunque viven en estrecha dependencia de la naturaleza externa, sin embargo no se han dejado dominar por ella; han ideado instalaciones, armas y utensilios con los cuales la dominan y le sacan todas sus necesidades vitales. Sus objetos usuales revelan la mayor utilidad práctica y los manejan con magistral rapidez.




ArribaAbajoCapítulo X

Conquista y matrimonio


El aspecto racial y la posesión material de los fueguinos, pone a todas luces de manifiesto características primitivas. Esta circunstancia nos autoriza a considerar y valorar el fundamento de su organización social como un resto de la de los primeros días de la humanidad. Tener todavía hoy ante nuestra vista semejante realidad, es para nosotros de incalculable importancia: nos garantiza un estado cultural puro de la edad más remota, cuyo comienzo se remonta al principio de nuestro género humano.

Sobre el origen de las instalaciones sociales del hombre primitivo, sobre el principio de la familia y del matrimonio, sobre los primeros pasos del estado, así como sobre sus rasgos característicos y actividades, se han expuesto numerosas teorías que presentan muy contrarios puntos de vista. En él hasta hace pocos años período floreciente de la concepción materialista del mundo se ponderó, por ejemplo, que los primeros comienzos del matrimonio humano era como una repercusión lógica del instinto animal a formar pareja. Esta y otras parecidas tergiversaciones, denigrante para todo el género humano, censurables desfiguraciones de la significativa labor de la familia monógama, tanto para sus miembros como para el estado y la humanidad, fueron ensalzadas con fastuosa presentación por un gran número de escritos muy populares que desgraciadamente causaron en su día profundos daños en extensos círculos del pueblo alemán. Un ejemplo lo tenemos en la muy leída obra de Ernest Hacekel Weltrátsel, una verdadera obra mal hecha y en forma alguna científica.

Modernamente, debido a los elocuentes hechos aportados por la prehistoria e investigación etnológica, se ha puesto de relieve con el claro lenguaje de la realidad entre personas de honrado pensar, que aquellas deformaciones de los verdaderos agentes de la primera formación de la familia humana eran inconscientes caricaturas de la realidad. A ello ha contribuido, de muy especial manera, la moderna etnología. Nos presenta en algunas tribus de clase de cultura primitiva, contemporáneas nuestras, las características de unas instalaciones a cuyos autores los consideramos como humanidad primitiva y que bajo especiales circunstancias han mantenido el ser étnico de las referidas tribus hasta nuestros días. De nuevo se explica la importancia de los llamados «pueblos primitivos» para el verdadero conocimiento del desarrollo cultural de la humanidad, sobre todo desde el momento en que podemos ver todavía hoy con nuestros propios ojos aquellas situaciones e instalaciones que fueron en tiempos remotos un bien común de los primeros grupos de nuestro género.

A pesar de ello no han enmudecido todavía los informes premeditadamente falsos acerca de los comienzos de la organización social de la humanidad. El muchas veces nombrado Hans F. K. Günter condenaba de nuevo en 1941 semejantes disparates con las siguientes palabras:

«Las descripciones populares antiguas y modernas de la vida familiar humana afirman todas que el matrimonio constituye una conquista relativamente moderna de la humanidad; antes de la implantación del matrimonio y de los diferentes impedimentos para el mismo, los hombres vivieron en una irregular promiscuidad sexual, sin la menor abstención de relaciones sexuales entre parientes consanguíneos».



Concienzudos expertos en la materia han considerado, como antes se indicó, que aquellos conceptos monótonamente expuestos en dichas publicaciones no son otra cosa que falsificaciones partidistas de la realidad. O sea, que todos los especialistas que se han ocupado de comprobar los comienzos de las formas sociales humanas, sobre todo los sociólogos y etnólogos, estaban conformes hasta mediados del siglo pasado, que sólo el matrimonio monógamo había sido el punto de partida y el prototipo de todas las uniones humanas. Merced a esta general opinión, el matrimonio monógamo representaba la forma primitiva y ordinaria de las relaciones entre los sexos al principio del género humano.

Pero ya en la segunda mitad del siglo XIX, se empezaron a dar soluciones distintas y diferentes al problema de las primitivas formas de las uniones matrimoniales. La primera variación a la opinión hasta entonces admitida la introdujo el jurista suizo John Bachofen. En su conocida obra El Matriarcado, una investigación sobre la ginecocracia del mundo antiguo bajo el punto de vista de su naturaleza religiosa y natural (1861), parte de un informe del historiador griego Herodoto sobre los licios. En esta tribu se determina la herencia no por el linaje del padre, sino por el de la madre; encontrando también Bachonfen en otros pueblos las mismas o parecidas circunstancias. A base de ellas formuló la siguiente hipótesis: en la familia al dominio y todas las prerrogativas del padre (patriarcado) han precedido los de la madre (matriarcado). Este matriarcado se ha derivado a su vez de un antiguo y total desorden en las relaciones entre los sexos (promiscuidad); y precisamente porque faltaba toda ordenación y claridad, no se podía determinar el verdadero padre del hijo. A esta pasajera y sensacional nueva concepción vino a apoyarla el argumento del sabio jurista norteamericano Lewis H. Morgan, esto es, que en muchos pueblos las calificaciones para los grados de parentesco se apartan considerablemente de nuestra costumbre y el padre es designado con la misma expresión que el tío, la madre con la misma palabra que tías, los primos como los hermanos, los hijos como los sobrinos. Semejante vocabulario se circunscribe al referido sistema de parentesco.

Pero, ¿qué ha originado el espíritu del materialismo con esa uniforme y repetida similitud de vocablos para designar los diferentes grados de parentesco? Con referencia a ello debemos dejar la palabra al mejor conocedor de la vida familiar de los pueblos salvajes, al Prof. Dr. Wilhelm Schmidt, quien afirma:

«Si el padre no se distingue de sus hermanos de tribu, como concluía Morgan, entonces resulta que el verdadero padre es desconocido por la irregularidad de las relaciones sexuales».



Morgan denominó a este sistema, que había descubierto particularmente destacado en Hawai, sistema malasio y la familia formada a base de él, familia Punulua. Como este sistema de parentesco a lo largo del tiempo se ha comprobado en otros pueblos salvajes y se puede aún descubrir en más, en los cuales todavía existe hoy el matriarcado descubierto por Bachofen, se ha interpretado como confirmación de sus teorías y de Morgan, y así, investigadores tales como Lilienfeld, Bastian, Lubbock, Spencer, Post, Lippert, von Hellwald, Kohler y otros, se declaran partidarios de las mismas, habiendo sido muy bien recibidas en los círculos social-democráticos, donde fueron difundidas por Marx, Engel y Simon y popularizadas después por Bebel en su libro La mujer.

Fortaleció a esta opinión la teoría de los llamados matrimonios de grupos. Se basa en que todos los hombres de un grupo mantienen relaciones libres con todas las mujeres del grupo opuesto y, al revés, los hombres del último con las mujeres del primero. Hay que admitir que ni los matrimonios de grupo ni la promiscuidad sexual se habían encontrado en ningún pueblo de la tierra ni antes ni después de aquellas fechas; por lo tanto, todos los informes correspondientes a los mismos, se revelaban como falsos a la menor comprobación. Pero -se quería deducir -la existencia anterior de matrimonios de grupo a base de restos fidedignos... De acuerdo con todas las teorías aisladas se configuró la opinión dominante acerca del desarrollo del matrimonio y familia con arreglo al siguiente esquema, que en gran parte había sido ya formulado por el mismo Morgan:

1. Promiscuidad ilimitada.

2. Familia formada a base de parientes consanguíneos (prohibición de matrimonio sólo entre padres e hijos, sobre todo de variadas generaciones).

3. Familia Punulua (prohibición del matrimonio aun entre hermanos y, sobre todo, dentro del verdadero grado de parentesco); libre acceso de todos los hombres de un determinado grupo de tribu a todas las mujeres del otro, y viceversa. Matrimonios de grupo.

4. Emparejamiento matriarcal o familia sindásmica, comienzo del matrimonio individual, más o menos vida en común de varias familias, poligamia, inseguridad del padre.

5. Familia patriarcal, poligamia, vida en común bajo el mando del cabeza de familia masculino más viejo.

6. Familia monógama, verdadero matrimonio individual.

A continuación califica P. W. Schmidt de cuadro fantástico la completa inadmisibilidad de esta arbitraria y tendenciosa teoría:

«Esta constituye un ejemplo clásico del Evolucionismo apriorístico, que busca su extravagante justificación en todos los pueblos de la tierra, sin plantearse previamente el problema de su valor etnológico, con relación a su antigüedad y, por tanto, la aplica a la serie evolutiva preferida, esto es, la que va de abajo arriba y cuyo punto de partida es siempre el supuesto estado animal primitivo del hombre a partir del cual se han superpuesto los diferentes estados hasta ia cúspide de la cultura. Pero consiguió tan gran número de adeptos entre sociólogos y etnólogos, que, como observa H. Schurtz, ‘durante una época pareció que contaba con la aprobación general’. Sin embargo, existieron siempre destacados enemigos de la misma, pudiéndose afirmar que precisamente los etnólogos más eminentes adoptaron siempre una actitud negativa o por lo menos escéptica ante la misma. En Alemania sobre todo la Escuela de Leipzig (Peschel, Ratzel, Schurtz) han mantenido siempre una postura más o menos opuesta a la que se ha adherido modernamente W. Wundt».



Han transcurrido más de treinta años desde que se expresó el juicio anterior. Mientras tanto se han ido realizando importantes descubrimientos en los pueblos de fuera de Europa, y tanto en el análisis metódico de los pueblos cultos como salvajes, se ha logrado una nueva valoración que responde a su antigüedad histórica. Por esto se considera hoy tanto la destacada posición clave de los llamados pueblos salvajes, pues sus costumbres e instalaciones representan una herencia remotísima, ofreciéndonos un cuadro exacto de la manera de ser y vivir la primitiva humanidad. La etnología de los tiempos modernos se ha acordado de los deberes que le incumben como rama que es de la Ciencia Histórica: se limita a los hechos y a la realidad cultural histórica, exponiendo todo lo que pasa en la vida de los pueblos y sus causas. No le es necesario apoyarse en cuadros fantásticos; no puede hacer otra cosa, ni nosotros lo queremos, que exponer con exactitud el desarrollo de la humanidad desde que existe, y cómo ha evolucionado en la realidad. Como actualmente se encuentra en condiciones de identificar a los llamados pueblos primitivos como grupos aislados, cuyas instalaciones y formas de vivir alcanzan casi al principio de la familia humana, las leyes y costumbres de estas tribus, ponen de manifiesto la verdadera solución a los problemas fundamentales sobre el origen del matrimonio y de la familia, de la propiedad y del estado, así como de todas las otras relaciones humanas. Dicho en pocas palabras: manera de ser y vivir, posesión material e instalaciones de los pueblos primitivos que existen en la actualidad, reflejan en sus rasgos esenciales la forma de existir de la humanidad primitiva. La moderna etnología, que se vale para la investigación de sus objetivos de métodos de trabajo histórico-culturales, llega, con respecto a las relaciones matrimoniales existentes al comienzo de la humanidad, a una sorprenden conclusión: ¡En las tribus más primitivas no se encuentra el menor rastro de aquellas teorías, pregonadas con tan fuertes voces y en todas direcciones hace unos años! Los grupos humanos más antiguos conocidos han poseído siempre, y como institución permanente, el matrimonio monógamo; en ellos ocupa la mujer una posición digna, existen formas determinadas para el matrimonio, los niños disfrutan del cariño de sus padres y de la protección de toda la tribu, la propiedad privada se encuentra bien asentada y muchas cosas más. Como hojas empujadas por el viento se esparcieron aquellas teorías a la vista de los muchos y encontrados argumentos aportados por concienzudos investigadores de distintas nacionalidades. Semejantes argumentos proceden del extenso campo de los pueblos salvajes.

Lo que sobre la forma primitiva del matrimonio según el estado actual de la investigación etnológica pudiera decirse, lo refiere Hans F. K. Günther (1941) con las siguientes palabras:

«Wilhelm Schmidt ha indicado que precisamente en los pueblos enanos, cuya civilización pone de relieve características primitivas, predomina el matrimonio monógamo. Además, ha recopilado Westermarck muchas pruebas sobre tribus de clase inferior de civilización que han vivido y viven en esta clase de matrimonio. Westermarck se inclina por la hipótesis de que el matrimonio primitivo de la especie humana ha tenido la forma de matrimonio monógamo. Este predomina entre los pueblos enanos (pigmeos) y medio enanos (pigmoides) del sur de Asia, del mar del Sur e interior de África, entre las tribus de las islas de Andaman, en los Semangs y Senois de Malaca, entre los Wedda de Ceylán, los Toales de las Celebes, los Kubus del Sur de Sumatra, los Negritos de Filipinas, entre las tribus del Sur de Australia y las tribus Ges del Sureste del Brasil, entre los Fueguinos, y otras tribus de civilización relativamente primitiva. En una gran parte de estos grupos se ha planteado el problema de la efectividad y fundamento del matrimonio monógamo al cual se le ha dado la correspondiente solución. La enorme extensión del mismo en tribus de civilización inferior ha llevado también a Wilhelm Wundt a ver en el matrimonio monógamo la forma primitiva del matrimonio humano. Igualmente Lowie se expresó en el sentido de que probablemente el matrimonio humano y hay que confesar que la familia constituida a base de un padre y de una madre y sus hijos, es la familia más natural por así decirlo, por lo menos en aquella forma que se produjo en primer lugar en circunstancias primitivas y que precisamente bajo dichas circunstancias se han considerado mucho más iguales hombre y mujer».



Con respecto al deseo de Günther que se comprobase en algunas tribus primitivas de las que acabamos de mencionar que sólo permiten realmente al matrimonio monógamo, puedo asegurarle, con referencia a los pueblos enanos de pura raza de la Selva Virgen del Congo Belga, que en efecto, los informes de observadores anteriores a mí de que en ellos lo corriente es que sólo un hombre está casado con una mujer, los comprobé como resultado de mi largo trabajo de investigación durante los años 1934-35, acompañado del Dr. Paul Schebesta. Con referencia a los fueguinos me parece que la descripción que sigue en páginas posteriores convencerá suficientemente a todo aquel que no cierre los ojos a la realidad, como se unen en matrimonio hombre y mujer y como se mantienen jurídicamente en dicha unión, tanto que la consideran la más natural y hasta ideal. Aquí puede aplicarse también la conocida frase: ¡quien se dispone a realizar un trabajo de investigación con la debida propensión moral, se convierte en partícipe de la verdad!

Gúntller, que ha consultado, en su crítica los informes auténticos de la moderna etnología, termina su libro sobre Formas y Prehistoria del Matrimonio (1941) con la siguiente explicación:

«La vida humana no puede separarse sin peligro de extinguirse de la unidad fundamental de la sociedad humana, esto es, de la familia».



Han considerado a la familia como unidad fundamental investigadores tan distintos como Westermarck, Swanton, F. Boas, Radeliffe-Brown, L. A. Kroeber, W. Schmidt y Malinowski. Para este último la familia es la cúspide de la civilización. A partir de la familia se regula el linaje, el parentesco y la herencia y a base de ella se ordena la posición de los hombres en su tribu. Por esto surgen la Moral y el Derecho de la vida familiar y por ello pertenecen el matrimonio y la familia al «Derecho divino», según la conciencia de los tiempos. Los dioses protegen el matrimonio, castigando su vulneración y premiando su conservación. Los pueblos salvajes más antiguos están todos de acuerdo, sin excepción alguna, que su continuidad a lo largo del tiempo se basa en un régimen familiar bien cimentado. Quien frente a las categóricas opiniones de tan expertos especialista, no se haya podido convencer todavía, le aconsejo en el caso de que aún brille en su conciencia un último destello de amor a la verdad que se pase un año entre los fueguinos y después cuando vuelva a su casa refiera con exactitud cuál es el régimen matrimonial que ha encontrado entre ellos. Tendrá que confirmar lo que en resumida descripción se ha de leer en las páginas que siguen.

Las tres tribus fueguinas poseen fundamentalmente casi la misma organización social, su forma de familia es tanto en una como en otra la misma. La necesaria obligación de todo pueblo nómada de estar siempre recolectando sus productos, hace imposible toda separación social dentro de la comunidad. El único pilar que la sostiene es la familia aislada. En forma de matrimonio monógamo aparece cerrada y perfectamente delimitada. Con vista a su continuidad no sólo se encuentra rodeada de firmes elementos de apoyo, sino que desde un principio, esto es, desde el momento en que se va a celebrar un matrimonio, han de cumplirse una serie de requisitos para garantizar su continuidad y los efectos prescritos por la naturaleza. De influencia decisiva es la colaboración de la mujer en la actividad económica, lo que le asegura una posición jurídica, dentro del ámbito familiar, casi igual a la del hombre. La familia aislada, compuesta de padres e hijos, es fundamentalmente una unión autónoma cerrada. Lo que la origina es el cariño mutuo de los dos esposos y el deseo de permanecer unidos toda la vida; lo que la sostiene es la progresiva vinculación espiritual de ambos; lo que le asegura capacidad vital es la comunidad de propiedad y trabajo, de provisión y consumo de alimentos; lo que la permite ampliarse, es la natural labor de los padres de procrear algunos hijos, garantizando con ellos la continuidad sucesiva de la tribu.

Cada una de nuestras tribus fueguinas se encuentra subdividida en muchas familias aisladas, las cuales se dedican a la labor de buscar el alimento con independencia una de otra. Los jóvenes aptos para el matrimonio se unen según su libre elección y su decisión particular no está influida por nadie; sin un formulismo previo no se celebra ningún matrimonio, y tanto la petición de mano como la boda están revestidas de grandes solemnidades. La comunidad de la tribu considera, consciente o inconscientemente, todo nuevo enlace matrimonial corno un acontecimiento de trascendencia general. Precisamente por ello se comunica con toda claridad al compañero de tribu más cercano; y así, del estrecho marco de un asunto personal se eleva a un acontecimiento popular.

Nuestros fueguinos no conocen una determinada edad para el matrimonio; en general se abstienen de contar para sí y los demás los años de las vueltas de la tierra. En su lugar exigen los Yámanas y Alacalufes como requisito previo para la celebración del matrimonio haber participado en las ceremonias de iniciación a la pubertad. En parte, porque hasta entonces el joven no ha alcanzado su completa madurez fisiológica; pero, sobre todo, porque en dichas largas ceremonias se enseña al joven prácticamente la forma de buscarse el alimento y la manera de comportarse con sus compañeros de tribu. Por lo menos tiene que haber conseguido la necesaria aptitud para llevar una vida ordenada e independiente y que sea capaz de rendir trabajos económicos para que la comunidad se declare conforme con la celebración de su matrimonio. Existe, pues, una cierta madurez espiritual exigida por la tribu, y a tal efecto se requiere que ambos desposados conozcan el fin primordial del matrimonio, esto es, el dar vida a varios hijos. Estos requisitos son mayores entre los Selk’nam. Entre ellos, el novio tiene que haber participado antes del matrimonio en las ceremonias reservadas a los hombres y después esperar casi un año, época en la que los hombres más viejos observan atentamente su comportamiento frente a la mujer. Este año que sigue al abandono de las cabañas Klóketen, constituye para todos los muchachos un período de presunción y aparece desempeñando el papel de enamorado ante los ojos de la joven ya apta para el matrimonio. Corrientemente los jóvenes se casan de los diecinueve a los veintiún años, mientras que las muchachas lo hacen con dos o tres años menos.

La costumbre tan corriente en otras partes de que los padres o parientes disponen el matrimonio de sus hijos menores, no tiene lugar en la Tierra del Fuego. Aquí domina en la elección de esposo la más completa libertad. El joven enamorado apto para el matrimonio, hace por sí mismo la petición de mano y a partir de entonces comienza un verdadero amor con un fin determinado. Las corrientes ilusiones se desarrollan tanto en varones como en hembras; ambos tiemblan ante el cálido anhelo de poseer el único ser, pasionalmente cortejado, que ha de traerle el complemento espiritual de su propio yo.

Sin una declaración ideal no existe ningún sentimentalismo amoroso. Por ello puedo contestar ahora la pregunta de con qué preferencias ha de estar adornada para el joven Selk’nam el objeto de su elección. Debe presentar un cuerpo proporcionado y completamente desarrollado, así como una fisonomía agradable a la vista; cuanto más claro sea el color de su piel, tanto más deseada es. Debe mostrarse ágil y dispuesta para el trabajo y limpia en su cuerpo y prendas de vestir. Moralmente debe ser pacífica y tranquila y someterse íntegramente al hombre, sin la menor protesta y que ignore las riñas y el mal humor. La mujer debe estar siempre muy unida al hombre y ayudarle en todo como es lógico. Debe sentirse muy a gusto en su cabaña y traer a este mundo muchos niños y cuidarlos con maternal ternura; esta es la mujer ideal. Nada agrada más al esposo que se alabe en todas partes a su mujer y anhela visiblemente poseer un tesoro semejante. Estos atractivos y otros más, se presentan con los bellos colores a los ojos del pretendiente indio. Y ahora la Y ahora la segunda pregunta: ¿A quién desea la muchacha en su romanticismo amoroso por esposo? Ante todo, al que tenga una elegante y regular estatura, lleno de vida y de actividad. Prefiere el de rostro estrecho y alargado. Siempre resulta desagradable a nuestros Selk’nam la cara tosca y metida en carnes. El hombre deseado debe estar práctico en todas las artes y oficios, sobre todo debe ser un vencedor en las luchas y carreras, así como en otras actividades. Debe dedicarse con amor a su mujer e hijos, y proveer de carne y de todo a su familia. Desea verlo muy apreciado por sus compañeros de tribu, bien por su talento o por su destacado poder como hechicero, por cierta habilidad o característica corporal. Debe tomar parte en las alegrías y penas de su mujer y manifestar un limitado apetito sexual.

Fácilmente se comprende por esta breve descripción que no carecen los fueguinos que se van a casar de una gran ilusión. La ambición máxima es desear por compañero de vida al que goza de la estimación general y que despierte envidia por sus especiales atractivos. Sólo la simpatía personal mueve a los que quieren casarse a elegir una determinada persona. Se me aseguró que toda pareja llega a un arreglo definitivo mucho antes que sus más próximos parientes noten algo del mismo. El compromiso previamente acordado entre los dos novios se da a conocer corrientemente a la comunidad cuando un tío se dirige a su sobrino con estos o parecidos términos:

-Veo que eres bastante mayor. ¿No te has fijado en una muchacha que te agrade?

Esta pregunta la ha esperado el muchacho con la mayor expectación. Inmediatamente contesta:

¡Oh, sí!, ¡ya me he fijado y he encontrado una bella y cariñosa muchacha que me acepta!

Después de una significativa pausa añade en voz baja, aunque apremiante, el siguiente ruego:

¿Quieres decírselo a mi padre?

Prudentemente sonsaca el tío el nombre de la muchacha y da al joven la anhelada conformidad. Como ya ha tomado parte en los Klóketen y no está unido con ninguna clase de parentesco con la referida muchacha, los novios conocen lógicamente estos dos importantes requisitos, está allanado el camino para la deseada consecución de su cordial deseo. Mientras el tío traslada al padre el ruego del sobrino, se preocupa la joven de informar inmediatamente a sus parientes de la marcha del asunto. La ansiada palabra, contenida tanto tiempo, afluye al fin a sus labios y va a contarle íntimamente la pasión amorosa de su corazón a la tía con la que tiene más confianza. Mientras el tío apenas ha tenido tiempo para reflexionar sobre el pronto casamiento que le ha pedido su sobrino, la tía se cree en la obligación de hablar con la joven, en parte aconsejándola y en parte advirtiéndola; y la tía obra así no porque se lo pida la sobrina, sino por una vanidad inherente a las mujeres. Estas conversaciones terminan también con el ofrecimiento de la tía de interceder con la madre de la muchacha. La decisión de los dos jóvenes constituye a partir de entonces el motivo de conversación de los padres de ambos. Éstos fundamentalmente gozan sólo del derecho de enterarse que los novios no están ligados por lazos de parentesco. Si se hacen valer impedimentos de otra clase por parte de los padres, interviene el tío o la tía en favor del sobrino o la sobrina, realizándose el deseo de ambos novios.

De la misma forma que acaba de describirse entre los Selk’nam, también entre los Yámanas y Alacalufes desempeñan el tío y la tía el papel de mediadores. Las personas que son próximos parientes, no pueden casarse; sobre este punto vigilan no sólo el tío y la tía de los novios, sino también toda la tribu. La afinidad de parentesco de los cuñados no se considera como parentesco de sangre, y el levirato, esto es, tomar por esposa a la cuñada viuda, constituye muchas veces un deber. Prescindiendo de estas limitaciones, domina una completa libertad en la elección de esposo.

Entre los Selk’nam es corriente una original y formulista petición de mano, que presenta tan encantadoras características, que me parece conveniente describirla, aunque sea brevemente. Cuando el joven ha recibido a través del tío la conformidad de sus padres para el matrimonio, encarga inmediatamente a un hombre experto que le confeccione un arco pequeño, de un tamaño aproximado a la mitad del corriente, y que lo haga con esmero y sin defecto alguno; pretende con este obsequio conseguir en un mínimo ataque el corazón de su amada. Voy a denominar a esta fina pieza «Arco de novia», pues los Selk’nam carecen de una palabra apropiada. Cuando en la tarde del día anterior, el pretendiente ha sido admitido en la cabaña familiar de sus futuros suegros por invitación de ellos, entonces se vuelve a acercar a la cabaña al día siguiente, aunque esta vez a pleno día. Espera hasta que su prometida con su padre y otras personas mayores estén dentro; se coloca delante de su amada y le entrega el arco de novia, ante las miradas de todos los presentes. Temblando lo acepta, al mismo tiempo que el muchacho se retira sin decir una palabra. A esta muda y breve escena le sigue una conversación general en la cabaña y las mujeres hablan siempre en tono halagüeño de la muchacha. La entrega del arco de novia en presencia de los compañeros de tribu mayores tiene una profunda significación: dar a conocer a la comunidad quiénes son los que se casan. Éste es, en realidad, el último sentido de esta pública ceremonia.

Después que la muchacha ha aceptado en silencio el pequeño arco, contesta a su novio con un inequívoco «sí».

Ambos novios se mantienen firmes en su decisión; nunca ocurre que se devuelva un arco y se renuncie al matrimonio. Cuando ya ha tenido lugar la pública declaración amorosa se pone la novia la debida pintura facial esto es, unas rayitas finas, blancas y transversales muy juntas entre sí que corren desde una oreja a la otra, pasando por la punta de la nariz; por debajo existe una ancha línea blanca, igualmente transversal, que parte de las aletas de la nariz y se extiende por las dos mejillas llegando por ambos lados hasta cerca de las orejas. Ésta nunca olvidada «pintura de novia» debe dar igualmente a conocer a los compañeros de tribu el próximo matrimonio. Por otra parte se dedica la novia a corresponder no menos públicamente a la propuesta de amor de su novio. Con toda calma ha ido tejiendo con sus propias manos un objeto de adorno de seis cuerdas de tendones. Si ella ha recibido el día antes el pequeño arco, como ya se ha mencionado, se dispone a hacer, al siguiente la visita contraria. Espera el momento más apropiado y entra después, acompañada de su madre, tía o alguna otra mujer en la cabaña, en la que espera impaciente al novio. Lleno de visible alegría sale y se coloca cuadrándose ante ella. Sin preámbulo alguno, aunque con radiante alegría, le ciñe calladamente el cordón alrededor de la muñeca derecha y se vuelve corriendo a su cabaña en unión de sus acompañantas. Desde entonces se presenta el novio diariamente con una determinada pintura facial: unos puntitos muy juntos forman unas líneas horizontales hasta la altura de las aletas de la nariz. Con ello se da a conocer a todo el mundo que aquellos dos jóvenes han decidido casarse. Lentamente se va preparando ahora la ceremonia de la boda.

Una observación complementaria tengo que añadir. El pequeño arco, signo del primer amor de su pretendiente y después esposo, lo conserva la mujer con solícito cuidado.

Cuando después de algunos años de vida matrimonial, el primer hijo ha crecido lo suficiente para poder jugar con juguetes, le entrega la madre su arco de novia, tanto tiempo guardado, para que le sirva de arco de tiro. Con significativa ternura se posan frecuentemente los ojos de la madre en el inofensivo juguete del primogénito y su nostalgia retrocede al feliz recuerdo de la época del noviazgo. Una gran atención le presta el esposo al regalo de la novia. No se lo quita nunca, y si por llevarlo mucho tiempo se estropea, le confecciona su mujer uno nuevo colocándoselo con su propia mano en la muñeca. Con esta significativa y sencilla costumbre refrescan los casados de la Tierra del Fuego el recuerdo de su primer amor.

Pocos días después de la pública declaración amorosa de la joven y de la festejada petición de mano del muchacho que se quiere casar, sale de caza el padre de la joven en compañía de algunos vecinos; merced a esta empresa común se proporcionan una abundante comida a base de carne. Amigos y parientes se reúnen delante y dentro de la cabaña de los padres de la novia y al fin se forma un gran grupo en cuclillas alrededor del fuego, comiendo y cambiando alegremente sus impresiones.

Con mucha admiración hablan los padres de la próxima felicidad de sus hijos, suavizando así el dolor de la inminente separación. Durante la ceremonia de la boda llevan ambos desposados una determinada pintura facial, reservada especialmente para esta ocasión. Entre los Selk’nam, por ejemplo, la constituye una serie de rayas de puntitos negros que partiendo de los párpados en forma de rayos se extienden por las mejillas; es conocida con el nombre de «pintura de boda». Entre los Alacalufes he observado la siguiente costumbre: mientras todos los presentes se divierten con la comida y conversación, la madre de la novia se levanta en el momento preciso e invita a la pareja de desposados a que se ponga delante de ella. En ese momento coge las manos de su hija y las estrecha con las de su novio, abarcando ambas con las suyas. Les dirige unas efusivas palabras en voz baja a la joven pareja y le desea mucha felicidad en el nuevo camino emprendido. Mientras tanto, atienden atentamente los presentes al grupo que forman madre y novios y se enteran de la celebración del matrimonio.

Al feliz invitado de boda se le obsequia con abundante cantidad de carne. Hasta muy entrada la noche siguen sentados en cuclillas alrededor del padre de la novia y después se dirigen a sus respectivas cabañas. En ese momento se retira la joven pareja matrimonial a la cabaña que acaban de levantar. Al día siguiente, y a veces durante más, se vuelven a reunir los invitados en la cabaña del padre de la novia, hasta que se ha consumido toda la carne. Después cada familia aislada emprende el regreso, y habla por todas partes del acontecimiento. La boda se ha celebrado y todo el mundo sabe ya que aquellos dos jóvenes se han unido en matrimonio.

Puede causar extrañeza a un observador extranjero que estén obligadas a la referida «pintura de boda» las viudas y personas ya mayores que se casan por segunda o tercera vez. Como contestación a la pregunta que a este respecto les hice me dijeron los indios sin vacilar:

-¡Queremos saber quién se ha casado! ¡No toleramos que un hombre y una mujer vivan juntos sin estar casados!

En páginas posteriores indicaré detalladamente que todos los fueguinos exigen, con inflexible rigor, la separación de sexos de sus hijos, sobre todo en el juego y cuando los menores se encuentran bajo su cuidado.

Mucho más nos extraña a los europeos su actitud frente a los suegros. Antes de la boda no tiene lugar la menor conversación entre el padre de la novia y su futuro yerno, ni durante la celebración de la misma; igual ocurre entre la novia y su suegro. Ambos yernos están obligados a respetar a sus respectivos suegros y a ayudarles; dicha obligación corresponde en mayor medida al yerno que a la nuera. Nunca puede dirigir la palabra a su suegro, ni mirarle directamente a la cara o sentarse frente a él; si se sienta en cuclillas cerca de él, entonces da media vuelta a su cuerpo. Si tiene que decir o contestar algo a su suegro, se vale de su mujer. Esta actitud respetuosa frente a su suegra, se suaviza un poco con el transcurso de los años. A los jóvenes les corresponde durante toda la vida prestar todos los cuidados necesarios a sus suegros, sobre todo cuando se encuentran enfermos o achacosos por la edad y demostrarles el mayor respeto. A ciertas personas Selk’nam con las que tenía más confianza les dije un día:

-Entre nosotros los europeos es costumbre que los yernos hablen con sus suegros.

Acto seguido movieron gravemente aquellos viejos su cabeza, y el versado Tenenesk me respondió discretamente:

-En verdad que los blancos tienen unas costumbres muy particulares. No está nunca bien que los suegros se relacionen mucho con sus yernos. Éstos deben respetarlos. Entre nosotros no hablan entre sí, y esto es lo que debe ser.

Coincidiendo con los demás pueblos de la inferior cultura de la libre recolección, también entre los tres grupos fueguinos constituye casi la regla general el matrimonio monógamo. Por lo tanto, cada hombre posee una sola mujer y precisamente la misma durante toda su vida. Como excepción se justifica la poligamia únicamente cuando el hombre tiene unas razones muy importantes para hacer valer su decisión. Por la actividad económica reinante, con la forzosa separación de trabajos a realizar entre hombre y mujer, se origina a veces la conveniencia o necesidad de tomar una segunda esposa. Por precisión el hombre necesita en su hogar una mujer apta para el trabajo, que le corresponde desempeñar por derecho consuetudinario. Si por una desgracia se incapacita para realizarlo, entonces tiene el hombre que buscar ayuda; casi siempre le aconseja su propia esposa que tome una segunda para que le auxilie. No es raro que dicha elección recaiga en la hermana más joven de su primera mujer.

Como el matrimonio monógamo representa, sobre todo por razones económicas, el estado normal entre nuestros indios, se demuestra y explica lo referido varias veces, de que la ley dominante entre ellos es que los trabajos familiares se hallan repartidos proporcionalmente entre hombre y mujer. La alianza matrimonial constituye una verdadera comunidad de trabajo, en la que a cada cónyuge le corresponde la realización de una serie de deberes. Sólo dicha proporcional unión de fuerzas hace posible la existencia de la familia y garantiza su porvenir. La predisposición natural de los sexos y sus características sirven de base para distribuir qué ocupaciones corresponden al hombre y cuáles a la mujer. Aquél se dedica a todas aquéllas que requieren un gran desarrollo de fuerzas físicas, sobre todo a las que se originan con motivo de la cacería nómada; mientras que la maternidad, unida al cuidado de los pequeños, se considera como la función más importante y vital de la esposa, y se le asigna la cabaña como campo de acción, donde ella instala sus utensilios, así como los alimentos y vestidos para toda la familia. Entre los nómadas acuáticos le corresponde también el manejo y conservación de la canoa. El cúmulo de deberes de ambos esposos está tan delimitado uno frente al otro que, por ejemplo, entre los Yámanas, después que la familia ha subido a la canoa, desaparece la hegemonía del hombre durante el período de tiempo en el que aquella se mueve en el agua. ¡Todavía hay un lugar en este mundo, y es precisamente aquí en el Archipiélago del Cabo de Hornos, donde el hombre se tiene que callar por virtud de la ley y es la mujer sola la que lleva la voz cantante!

Sería completamente absurdo y demostración de la mayor ignorancia de la realidad, hacer pasar a las fueguinas como esclavas de sus respectivos esposos y como bestias de carga de toda la familia. Antes al contrario, la mujer ocupa una destacada posición, aunque hay que tener en cuenta que los fueguinos no conocen una tranquila lucha por la vida. En efecto, a pesar que hombre y mujer están siempre ocupadísimos, pero no se dedican a realizar esfuerzos inútiles, y ponen manos a la obra con una agradable actividad, como si se tratara de un deporte. Es indudable que siempre ejerce sobre ellos cierta presión el imprescindible aprovisionamiento de carne y leña, las cambiables condiciones del clima y otras circunstancias desagradables; sin embargo, queda tiempo libre para la comodidad personal. La labor que cada persona mayor escoge a su gusto, le ofrece cierta variación en la monotonía de la vida y un alivio espiritual y corporal; nadie puede prescindir mucho tiempo de dicho descanso.

La particularidad de la economía fueguina, obliga a los jóvenes a casarse muy pronto; las personas solteras perderían a la larga los estribos. Como en el matrimonio no puede vivir un cónyuge sin el otro, esta mutua dependencia determina la casi equiparación jurídica de ambos sexos. La mujer goza, por su gran actividad económica, de mucha independencia; su aportación a la existencia de toda la familia constituye la base de una comunicación, de afectos y de espíritus. Ambos esposos se tienen sincero cariño, disfrutan de la mutua confianza y también se acarician, aunque nunca delante de la gente. Con toda sinceridad y franqueza se intercambian sus pensamientos y observaciones, hechos vividos y experiencias; por ello no caen en el aburrimiento, a pesar de que cada pareja matrimonial aislada está solamente pendiente durante toda la vida de ellos y de sus hijos. Es natural que los hombres, en la Tierra del Fuego no sean arcángeles y que cada cual tenga sus defectos; por otra parte, a ninguno se le depara una mujer tan ejemplar que no pueda achacarle una falta más o menos grave. Los esposos son más celosos unos de otros que en ningún otro pueblo salvaje y cuando uno sorprende a otro en adulterio -lo que en realidad ocurre muy rara vez- se venga de él diciéndole fuertes improperios y golpeándolo. Un verdadero dominio del marido parece que no lo han conseguido nunca las fueguinas, aunque no falten mujeres de mucha voluntad que hayan sabido sujetar a sus esposos. Si un hombre se olvida y no se preocupa suficientemente de su familia o maltrata a su mujer, entonces se presenta un cuñado y le advierte y amenaza; si éstas caen en el vacío, entonces coge a su hermana y la separa del esposo indigno. Como esta presentación del hermano es conocida por todos, el marido castigado pierde toda su fama entre jóvenes y mujeres y tiene que pasar varios años por lo menos sin compañera de matrimonio.

Aunque de vez en cuando ocurren algunas irregularidades en los matrimonios fueguinos, sin embargo, la base natural de la unión matrimonial justifica la ventajosa comunidad de vida y trabajo; dicha base provee a la vida en común de los esposos y a la actividad económica de tantos encantos y atractivos, que en ella encuentran el fin de sus vidas y su felicidad.

Este cuadro, brevemente esbozado de las relaciones matrimoniales entre los fueguinos, es la pura realidad. No es necesario acudir a la imaginación ni a fantásticas conjeturas para afirmar cómo se han hecho el amor antes y ahora los «hombres primitivos», y cómo se han unido y se unen en la verdadera alianza matrimonial para toda la vida.




ArribaAbajoCapítulo XI

La familia fueguina


Además de los vínculos antes mencionados, que mantienen estrechamente unida toda alianza matrimonial en la Tierra del Fuego, también el hijo contribuye a su consolidación. Todo matrimonio se realiza, por así decirlo, con vistas a la descendencia: una importante circunstancia que se repite en otros pueblos de actividad económica nómada. Todas las tribus fueguinas se encuentran subdivididas en numerosas familias aisladas, dedicándose cada una de ellas a la búsqueda de sus comidas con independencia de las demás. A su diaria labor va unida fatalmente una gran monotonía, que rige más entre los Selk’nam que entre sus vecinos los nómadas acuáticos. De incalculable valor y de necesidad casi imprescindible constituye para cada pareja matrimonial tener varios hijos, pues éstos no sólo mantienen íntimamente unidos a sus padres, sino que también contribuyen eficazmente a su enriquecimiento espiritual, sirviéndoles de estímulo moral. No es de extrañar, pues, que el deseo de tener hijos se acentúe de tal manera, que toda pareja siente un irresistible malestar cuando no vienen y que el cuidado del recién nacido, que se ha presentado tras larga espera, constituye la mayor felicidad de sus padres. Ahora bien, estos no se ciegan en su felicidad de tales, ni esa felicidad les hace desistir en su deber de darles una sólida educación. Ésta es no sólo buena, sino seria y conveniente; todos los padres se dedican conscientemente a ella con su mejor voluntad y pensando en el bien de sus hijos.

En mis largas observaciones y por propia experiencia he conocido en estos hombres primitivos de la Tierra del Fuego tales principios y procedimientos pedagógicos, que ponen de relieve una sorprendente capacidad para ello, mostrándose como agudos conocedores de la predisposición natural de sus hijos. Todo su alcance se comprende perfectamente cuando se echa una ojeada a las ceremonias de iniciación a la pubertad, que he presenciado personalmente y que serán descritas con todo detalle en el capítulo siguiente. Una buena parte de la más pura filosofía de la vida y de la más sana pedagogía de los más remotos tiempos, se ha conservado intacta en los principios pedagógicos para los niños que han llegado a determinada edad entre los ignorados salvajes de la helada Tierra del Fuego.

Al comenzar esta exposición conviene que quede bien claro que los fueguinos, de cualquier edad y sexo, son, por naturaleza, muy amantes de los niños. Esta satisfacción por el niño no la puede aprender fácilmente un observador extranjero. En la intimidad de cada pareja los niños son tan necesarios que los recién casados esperan con ansiedad el fruto de su mutuo amor y no saben emplear bien las horas del día mientras no tienen la suerte de tener un hijo. Toda persona mayor se presenta siempre amante y cariñosa con los niños, sabe jugar con ellos y se pasa así las horas mejores. Siempre se entretienen los viejos con los pequeños que se encuentran o se presentan en sus cabañas. Con la mayor alegría juguetean los padres con sus hijos de corta edad, le dan a probar sabrosos bocados, le cuelgan dijes de diferentes procedencias y le pintan frecuentemente la cara por el deseo de entretenerse. Parece imposible suponer cuánto conmueve la muerte de un hijo a sus padres y con qué resignación la soportan.

Para todo matrimonio constituye tener varios hijos sanos, alegres y obedientes una extraordinaria satisfacción personal y, además, un legítimo orgullo. Los niños despiertan en toda la vecindad una gran actividad y todas las personas mayores se divierten con sus animados juegos; a las mujeres, sobre todo, que con toda satisfacción acuden a la cabaña de aquellos felices padres, les ofrece ocasión para charlar largamente en aquellas interminables horas del atardecer. Muchas de estas indias se afligen cuando recuerdan a su hijo arrebatado por la muerte; otras se avergüenzan cuando se sienten más o menos aludidas por las cualidades de su hijo; otras sienten un poco de envidia cuando ven que el hijo de aquella mujer se encuentra adornado de las mejores cualidades y por eso han quedado muy pocas para el suyo. Nadie toma a mal al padre que vanidosamente habla de su fuerte hijo a los paisanos de tribu, del que hay que esperar en el futuro un gran porvenir.

Los fueguinos se mantienen en lo que respecta al cuidado y crianza de sus hijos en unos procedimientos heredados de antiguo, algunos de los cuales no nos parecen adecuados a nosotros los europeos; ahora bien, el respeto a la tradición les impide prescindir o apartarse de ellos. Aunque la india se encuentre en estado interesante no puede abandonar sus trabajos ordinarios. Es natural que toda joven que espera por primera vez un hijo se encuentre muy nerviosa. Unas ocho semanas antes del parto entran en vigor para ambos padres una serie de prohibiciones de comidas, basadas principalmente en la magia y en la superstición. Entre los Yámanas, por ejemplo, no puede el padre ni la madre probar la carne del cormorano, pues en otro caso su hijo vendría al mundo deforme. Como se ve, no requieren estas prohibiciones una sensible limitación.

Las indias dan a luz ordinariamente en las cabañas de vivienda, pues casi siempre saben cuándo les llega la hora. Le ayuda una experta vecina y alguna que otra mujer; las personas masculinas se mantienen alejadas. No es raro que una fueguina de a luz en su canoa, y en este caso se tiene que valer a sí misma, lo que consigue sin grandes dificultades. Allí no se conocen parteras profesionales, pues necesariamente no tendrían nada que hacer. Las indias paren con tanta facilidad -exceptuados algunos casos raros de tipo constitucional- que no se preocupan grandemente del parto. Entre los Yámanas y Alacalufes la madre se levanta de la cama inmediatamente después del parto y se va sola o acompañada de alguna persona que le ha ayudado a la orilla de un brazo de mar para lavarse con agua fría. Como este baño se considera por lo general como necesario y saludable -no cuando se hace en un arroyo-, las mujeres no prescinden de él y se lo siguen dando en la actualidad.

El recién nacido recibe el primer lavado de la forma siguiente: la india coge al niño con sus dos manos por debajo de los brazos y se lo coloca sobre sus muslos; varias veces consecutivas se llena la boca de agua, la retiene algunos minutos para que se caliente y la rocía después al niño, como si fuera con una ducha de muchos agujeros. De esta forma le moja todo el cuerpo y lo seca después con un blando manojo de musgos o con unas finísimas virutitas de madera. Con el mayor cuidado le limpia los ojos, las orejas, la boca y la nariz, después lo acuesta encima del lado peludo de una blanda piel, previamente buscada; la mayoría de las veces de zorro o de nutria, sobre la cual se ha esparcido antes una espesa capa de plumas. Cuando al día siguiente la madre vuelve a tomar su baño en la fría agua del mar, una ayudante que la acompaña lleva al recién nacido, lo zambulle un momento en el agua y lo seca enseguida, llevándolo enseguida a la cabaña y allí lo coloca cerca del fuego.

-Para madre e hijo es muy conveniente este baño en el mar -dice la gente, y se mantienen firmes en esta costumbre.

El día del parto se concede a la mujer algunas horas de total inactividad, reanudando después sus deberes. Ciertas prescripciones y prohibiciones de comida rigen para los padres hasta que al hijo se le cae el cordón umbilical; con estas medidas se tiende a asegurar dicho resultado. Entre los Yámanas enrolla la madre dicho cordón en forma de espiral y lo deja que se seque; con todo cuidado conserva esta pieza hasta que el hijo tiene unos cuatro años. Entonces le ayuda a cazar los pequeños y abundantes abadejos; cuando lo consiguen, la madre entrega a su hijo su propio cordón umbilical, éste lo coloca en el cuello del pajarito y lo deja escapar con él. Con esta costumbre la mujer pone de manifiesto con cuánto y amor y cuidado ha sabido conservar una cosa tan insignificante, prodigándole a su hijo tanto amor y cuidado. Algo semejante ocurre entre los Alacalufes. El padre tiene que llevar allí, durante unas seis semanas, el cordón umbilical, una vez seco, sobre su cuello, en recuerdo de que durante ese período de tiempo la mujer tiene que dedicar toda su atención al hijo; los grandes viajes en canoa están absolutamente prohibidos.

No menos me ha sorprendido la extraña costumbre de los Yámanas de que se acueste el hombre durante el parto de la mujer, como si él lo tuviera, mientras que las otras dos tribus no ofrecen el menor rasgo de dicha costumbre. Sería infructuosa toda búsqueda acerca del origen de la misma, procedente indudablemente del matriarcado, y de los medios que se ha valido para llegar hasta los fueguinos más meridionales. Según ella, quien llega a ser padre se comporta como si él hubiera dado a luz. Se pasa todo el día en la cabaña con el recién nacido, come muy poco y abandona sus trabajos ordinarios. No quiere representar el papel de enfermo, pero se considera libre de todos sus deberes y se sienta sin hacer nada al fuego. Los vecinos le proporcionan los escasos alimentos que necesitan él y su familia durante dichos días. Con verdadero placer disfruta de estas vacaciones. Y así se comprende que todo Yámana se alegre tanto cuando llegue a ser padre, pues así se encuentra libre durante algunos días de toda obligación.

La madre fueguina prodiga al hijo recién nacido todo el cuidado que puede; lo llenan de besos y caricias, lo alimenta bien y lo protege contra aquel duro clima. A todas partes lleva consigo a su crío; se lo cuelga sobre las espaldas, el pequeño coloca sus bracitos alrededor del cuello de su madre, al que cubre con su propia piel. Son evidentes los motivos para llevar así a su hijo: las mujeres quieren tener siempre las manos libres para realizar los trabajos que no acaban con el día. Dentro y fuera de la cabaña, la madre coloca a su hijo en una piel previamente extendida, donde éste patalea a su gusto; al pequeño se le ahorra la molestia de meterlo en una cunita o en un coche de niños. Únicamente los Selk’nam se valen de un bastidor en forma de escalera de la más sencilla composición. En él ata la madre al pequeño, lo cubre con una piel y clava los dos palos largueros del mismo en el suelo. En posición vertical el niño se pasa en este bastidor todo el tiempo que su madre está trabajando en el bosque o se encuentra ocupada dentro de la cabaña, pues entonces no puede tenerlo ni entre sus brazos ni sobre la falda. Sólo durante el día se mete al niño en el referido bastidor. Donde quiera que la madre trabaje recogiendo leña o limpiando pieles, cosiendo o tejiendo, coloca junto a ella al bastidor con su hijo más pequeño.

Otra cosa bastante curiosa he observado entre los Selk’nam. Su sentido de la belleza no permite que se lleve pelo alguno sobre la piel del cuerpo. Por ello, a los pocos días del nacimiento acuden algunas viejas vecinas a la cabaña donde se encuentra el recién nacido, le quitan la capa de piel que lo cubre y lo tienden sobre una manta en el suelo, empezando a quitarle los vellos con las duras uñas de sus dedos. Rebuscan todas las partes de su cuerpo y no vacilan ante los pataleos del niño. Las viejas no se dan la menor prisa. Sólo dicen:

-Los vellos hay que quitárselos al niño en los primeros días de su vida, porque entonces apenas lo siente; más tarde le resultaría dolorosísimo.

En los primeros meses de vida alimenta la madre a su niño de pecho de la manera que le ofrece la naturalezas resultaría muy difícil quitarle la teta y confiarse a una alimentación extraña a la misma. Los fueguinos no tienen a su disposición leche de animales. Para destetar a su hijo, la madre se vale de una especie de chupete de grasa, procedente del guanaco o del tocino de las focas, previamente calentado y que le coloca al hijo en la boca. El niño se presenta sucísimo con esta especie de bombón, pues la grasa líquida se esparce por la cara, el pecho y las dos manitas. Otra cosa que no sea aceite de pescado y carne no existe para los más pequeños habitantes de la Tierra del Fuego. Meses después le dan en su lugar un trocito de carne tierna, ligeramente asada y del tamaño de un dedo. Hasta el día de hoy no se han decidido nuestras indias darles a sus hijos la leche de vaca o de cabra, introducida allí por los blancos, la más fácilmente asequible leche condensada.

Yo digo con toda sinceridad de las fueguinas: son madres abnegadas y bien intencionadas, que aventajan en amor y cuidado por el hijo a muchas europeas. Esto lo premian los hijos, por así decirlo, con una conducta ejemplar, digna de todo encomio, pues siempre están muy tranquilos y pacíficos. Los niños fueguinos no lloran ni gritan. ¡Qué daríamos los europeos porque nuestros niños siguieran su ejemplo, sobre todo durante la noche! Cuando se oye que algún niño grita es que le duele algo. Es inútil decir que no es desconocida entre nuestros indios la mortalidad infantil. La cifra media de la misma se mantiene considerablemente alta, aunque en comparación son muchas las familias de allí que se encuentran agraciadas con muchos hijos.

Darles nombre a sus hijos no constituye para los Yámanas ningún problema; recibe el del lugar en que viene al mundo, unido a la sílaba final que indica el sexo. Una muchacha y un muchacho, que nacen en Ushuaia, por ejemplo, se les llama «ushuwaia-kipa» y «ushuwaia-indschis». Quien viene a este mundo en una canoa, se le llama provisionalmente «úschipin», es decir «sin tierra» (nacido fuera de tierra firme), pero éste no se considera un verdadero nombre propio. Es imposible evitar que a un niño se le dé un nombre que ya otro posee. Para remediarlo, reciben éstos su verdadero nombre después y precisamente le corresponde el del lugar en donde han vivido sus primeras ceremonias de iniciación a la pubertad. Yo fui para los Yámanas, al principio, un «úschipin», porque «había nacido fuera de su tierra»; más tarde me llamaron «schamakuschíndschis», porque experimenté por primera vez las ceremonias de iniciación a la pubertad en el lugar de «schámakuschwaia».

Junto al auténtico nombre propio reciben la mayoría de los hombres y algunas mujeres un apodo que casi siempre delimita con toda precisión la persona y el carácter de su portador. Se le forma ante la consideración de una peculiaridad de su cuerpo, de una manifestación extraña, de una costumbre no corriente, de una notable manera de ser o de una extraordinaria personalidad. En su sagacidad para elegir tales calificativos llegan a aventajar los Yámanas a nuestros escolares. Los Selk’nam se limitan al verdadero nombre propio. El apodo se puede recibir cuando se es todavía un niño de pecho. El color del cabello o de la piel, la forma de la cara o de la boca, la configuración de la nariz o del tronco, la manera de mover los brazos o las piernas, pueden llamar la atención a sus padres o visitantes, cuya traducción literal doy: nariz achatada, muslos delgados, cuello largo, la de cabello crespo, el que tiene un defectuoso ombligo, la que se ha caído en el arroyuelo, la llorona (= cuando niña tenía esta mujer los ojos llenos de lágrimas) y otros más. A mí me llamaron: «mankátschen», compuesto de «man» (= alma, sombras, imágenes) y kátschen (= captar, coger); esto es, «captador de imágenes», porque había reproducido sus figuras con mi máquina fotográfica.

Mucho se podría decir sobre el desarrollo de los pequeños fueguinos en los primeros años de su vida. Nos limitaremos a repetir que los padres hacen todo lo posible por su bienestar y porque los niños se acostumbren desde un principio a las durezas de la vida india. A los mayores les sería insoportable la existencia, si no tuvieran siempre a su alrededor a los pequeños, que constituyen para los padres un juguete indispensable y una fuerte magneto para que se desarrollen sus sentimientos paternos.

El niño mayor requiere una acertada dirección y una educación conforme a sus años. Todo lector quedará sorprendido, como me ocurrió a mí, cuando sepa qué hábiles maestros son los fueguinos y qué sólidos son los principios en los que basan la labor formativa de su juventud. Como no existe una separación de clases dentro de la tribu, puede decirse que toda la enseñanza de las necesidades generales de la vida pesa sobre sus propios padres. Bien es verdad que cuando han alcanzado la edad adulta, se obliga a los jóvenes a asistir a las ceremonias de iniciación a la pubertad, que en realidad es una enseñanza colectiva, pero en ella se continúan los esfuerzos que los padres han realizado en el estrecho círculo familiar. Todo lo que el niño aprende en él se amplía en aquellas largas ceremonias, manteniéndose sin alterar las pautas y directrices de la enseñanza paterna.

Como no podía ser de otra forma, los miembros de las familias aisladas dependen unos de otros durante la mayor parte del año. Por ello los hermanos se relacionan entre sí y tienen que prescindir de la compañía de los amigos. Ahora bien, se procura que no surja entre ellos ese amor fraterno al que estamos acostumbrados los europeos. Era de esperar -dado que los hijos de la misma pareja están largo tiempo en contacto- que se quisieran los hermanos con mucho cariño. Al niño se le inculca, desde sus primeros años, el sentido de la independencia y el de su propia personalidad, pero así y todo no se explica bien esa falta absoluta de verdadera hermandad.

Siempre y cuando se reúnen niños de varias familias en un mismo lugar, existe la severa prohibición de mantener alejados a los dos sexos. Con la mayor claridad se les inculca a los chicos a familiarizarse con sus padres y parientes masculinos, y a las chicas con sus propias madres; cuando no obedecen, se les amenaza con fuertes castigos.

En cierta ocasión oí lo que le advertía un padre a un hijo suyo muy revoltoso, de unos catorce años:

-Los niños se reúnen con los niños y a las chicas se las deja aparte. Donde éstas juegan, nada tiene que hacer un niño. Elige, hijo mío, a otro niño para que juegue contigo, pues las niñas juegan ellas solas. Te propones una cosa muy fea cuando te citas con la joven (seguía su nombre) para encontrarte a solas con ella en el bosque. Te castigaré severamente como te vuelva a encontrar otra vez...

Inflexibles se mantienen los mayores en este deber y riñen y amenazan a sus propios hijos y a los extraños cuanto es preciso.

No se cansan nunca de vigilar al joven o a la joven que presenta inclinación a verse ocultamente con los del sexo contrario. A esta labor de vigilancia contribuyen sin disimulo alguno los viejos, comunicándose sus respectivas observaciones. Les incumbe preservar al niño de todo desliz moral, pues saben bien lo que ocurre entre los pequeños pecadores cuando se encuentran sin que nadie los vea. Cuando la familia va andando por el bosque, muy poca probabilidad tienen los niños de esquivar la vigilancia de sus padres; cuando se reúnen por un corto período de tiempo varias familias en un determinado lugar, todos los ojos de los mayores se fijan en los pequeños, en especial en aquel cuya conducta infunde sospecha. Los chicos de ambos sexos son siempre muy inquietos y cometen ordinariamente algunas travesuras.

En medio de este cariño y atenciones que los padres fueguinos prodigan a sus hijos, no hay lugar para mimos y tonterías. Lo duro que es la vida lo experimenta ya el recién nacido. Cuando ya son mayores intervienen sus padres para irles desarrollando poco a poco su vida espiritual; encauzan sus facultades morales hacia un ideal, el cual se propone conseguir con su constante influencia sobre ellos. Se dejan llevar por unos principios muy sanos y, en realidad, casi siempre corona el éxito sus esfuerzos. En su labor formativa tienen siempre presente como objetivo hacer que el sea «un hombre bueno y útil para la tribu», repitiendo con mucha frecuencia este precepto. Perfectamente delimitada se expresa la doble tarea que se plantea el pedagogo: formar al niño según sus condiciones e instruirle para todas las necesidades de la vida. Las personas mayores piensan que el niño se sostendrá después sobre sus propios pies; por tanto, hay que educarlo para que sea una persona independiente, que se sepa conducir en la vida con arreglo a los principios que se le enseñan y a mantenerse a sí mismo sin ayuda de nadie. Quien ha llegado a la pubertad, constituye una familia; entonces tiene que poseer la predisposición espiritual y manual para poder casarse y realizar los altos fines que el casamiento trae consigo. Finalmente ingresa, quien es mayor, en calidad de miembro perfecto en la comunidad de la tribu, con la que tiene que tener más obligaciones que cuando era pequeño; de esta forma se consigue un gran cambio en la persona con sensibles efectos sobre la comunidad en general. A todos estos importantes deberes quiere capacitar el pedagogo; su firme resolución está basada en las palabras de la frase de quererlo hacer «un hombre bueno y útil para la tribu».

El ideal pedagógico se pone de manifiesto teniendo un fondo predominantemente moral. Su aplicación a cada circunstancia determinada o en cada caso aislado, está contenido en la expresión: «Como es costumbre en nuestro pueblo». El ejemplo de los antepasados, las costumbres y deberes heredados, son las que determinan en los casos de dudas y pronuncian el fallo definitivo. Ante la consideración de este firme programa resulta fácil y cómodo al maestro llevar a cabo su labor: sólo necesitan mantenerse en lo que su tribu ha considerado siempre válido y legal, bueno y justo.

Hay que tener en cuenta que los padres fueguinos consideran derivada su obligación de educar a sus hijos por encargo expreso del Ser Supremo, de su única deidad, a la que honran y respetan. Ahora bien, un mayor impulso de dicha labor pedagógica ante la ratificación por el Dios Creador, no existe en un pueblo salvaje de la naturaleza de nuestros fueguinos. Además de los padres, les incumbe a todas las personas mayores la obligación de enseñar a los niños, y ciertamente que la cumplen con la mayor premura. Ninguno falla en el cumplimiento de este deber; por lo menos se esfuerzan en darles un ejemplo intachable con una conducta inmejorable. El padre se dedica casi exclusivamente al hijo, mientras que la madre toma a su cargo la hija. Las enseñanzas las reciben los hijos con arreglo a su edad e inteligencia.

De todas las virtudes que se exigen en primer lugar, destacan el respeto a lo bueno y lo antiguo, esto es, a la tradición, a las costumbres de la tribu y usos predominantes de la misma, así como a los representantes de ellas, esto es, a los ancianos compañeros de la tribu. De ello se infiere para los niños como cosa natural la sumisión y la más puntual obediencia. El altruismo y el desinterés para con todo compañero, son muy respetados. La sobriedad y el comportarse calladamente la consideran todos como lo mejor, así como la actividad y la atención para servir con provecho a cada uno de los miembros de la familia. El que tiene un trato afable es muy apreciado por todos. A unas enseñanzas sistemáticas tan excelentes, agregan los mayores una paciente práctica en aquellos trabajos y actividades que tiene que desarrollar tanto hombre como mujer como deber vital. El padre realiza con el hijo ejercicios para el manejo de las armas, y la hija tiene que llevar a cabo, bajo la dirección de su madre, las distintas obligaciones propias de su sexo. Este trabajo pedagógico trae consigo magníficos resultados y ha puesto de relieve con su secular aplicación sus excelentes recursos. Todo lo que emplean nuestros indios para la educación de sus hijos, ponen de manifiesto una extraordinaria riqueza de conocimiento de la vida, que poseen desde tiempo inmemorial los tantas veces ignorados hombres primitivos de la Tierra del Fuego y que ahora llega por primera vez a conocimiento de los europeos.

Los jóvenes son seres alegres y saben divertirse. En el ataque y las carreras, en el trepar y revolcarse, dan rienda suelta a su libertad. Si se reúnen varias familias y disfrutan con diferentes juegos colectivos, pueden también tomar parte en ellos los jóvenes.

Como juguetes sólo conocen las armas y utensilios que utilizan los mayores, aunque en un tamaño más pequeño y adaptado a su edad. Todos los muchachos están equipados con arcos, flechas y hondas. Perseguir a los pajaritos, ratones y cururos constituye para ellos una divertida ocupación y llena una gran parte de las horas del día. Corrientemente saben hacerse estos juguetes ellos mismos; únicamente cuando son muy pequeños se los confeccionan sus padres. Las muchachas Yámanas y Alacalufes se divierten mucho haciéndose unos objetos de adornos a manera de collares. Esta labor requiere mucho tiempo libre y unos dedos muy hábiles. Tejen unas cuerdas de tendones en forma de madejas, les agregan conchas de caracol y les ensartan a dichos cordoncillos huecesillos de lombrices de mar y de pájaros, entre los que intercalan a veces conchas planas de moluscos, los rojos picos de los chorlitos o conchas mayores. Su sagacidad consigue una maravillosa variedad en la confección de dichas piezas. Las pequeñas Selk’nam se entretienen con sus muñecas. Un trozo de madera del tamaño de una mano y del grueso de dos dedos configura el cuerpo, alrededor del cual se coloca la ordinaria cubierta de piel. Se ahorran pintarle la cara. Como cabellera se emplea un trozo de la cola del guanaco. Estas muñecas se la cuelgan de las espaldas, imitando así el equipaje de las mujeres, esto es, al conjunto de palos y al gran trozo de piel de la cubierta de la cabaña, arrollado todo ello en forma de fardo; casi siempre le coloca sentada a su lado otra muñequita más pequeña que representa al hijo de la misma. Estas muñecas fueguinas representan a una india mayor andando por el bosque, no un niño recién nacido a la manera de las nuestras.

Las relaciones entre padres e hijos están presididas por un cordial amor mutuo. Los niños tienen a sus padres un profundo respeto. Los niños fueguinos puede decirse que vienen al mundo con estas virtudes, y a quien carece de ella se las enseña su maestro. Todos se comportan así por propia convicción y son sumisos y obedientes. Los niños de allá no saben protestar cuando se les manda, y no ponen caras largas ante los encargos desagradables que les den sus padres; la terquedad y las contestaciones airadas de un joven son desconocidas en la Tierra del Fuego. Padres e hijos, unidos naturalmente entre sí y pendientes unos de otros por razones de economía, están ligados por lazos de verdadero cariño y de afecto sincero. Estar juntos y ayudarse constituye su felicidad. Puede ocurrir que afuera azote el temporal y sacuda a la frágil cabaña, que las condiciones de la existencia no fueran tan modestas y que no se encuentre un compañero con quien charlar durante varias semanas, pero como padres e hijos están tan unidos, se satisface así su deseo de felicidad. Todos se sienten seguros en el seno de sus respectivas familias, la que les proporciona mucho bienestar. Cuando se ven juntos a padres e hijos, se aprecia con toda claridad la ciega confianza que existe en toda familia salvaje. La familia para ello constituye la felicidad de los padres y el paraíso de los hijos; éstos son los más claros rayos de luz que se ven en aquella borrascosa y tristemente helada Tierra del Fuego.




ArribaAbajoCapítulo XII

Ceremonias de iniciación a la pubertad


Si se echa una atenta mirada retrospectiva al largo curso evolutivo de la humanidad a través de lejanos tipos de culta cuya duración no se puede precisar con cifras de años, se encuentra siempre y en todas partes una deliberada preocupación de los mayores respecto a la todavía incierta descendencia. Ya la humanidad primitiva contaba como uno de sus más importantes deberes influir pedagógicamente sobre el joven, de acuerdo con los demostrados principios de su experiencia. Los pequeños restos de pueblos que todavía viven en el día de hoy, a los que le cuadra perfectamente la calificación de «pueblos primitivos» y justifican el hecho real de que la influencia pedagógica sobre el joven es tan antigua como la humanidad misma. Lo que dichas tribus han recibido mediante ella tiene, por lo tanto, la seguridad plena de una remotísima experiencia y de una pureza incalculable. El presente capítulo ofrece sólo un pequeño aspecto de estos multiformes valores culturales.

La educación de los mayores sobre los menores se puede reducir en los pueblos primitivos a dos clases: al principio esta influencia se ejerce por los propios padres sobre el niño que aún no sabe hablar; como se ha expuesto anteriormente, se preocupan no sólo de su bienestar corporal, sino que se cuidan también de su desarrollo espiritual y moral, de las modalidades de su carácter y de la religión, al mismo tiempo le enseñan una paulatina y proporcionada iniciación en los trabajos y deberes que, con arreglo a la antigua costumbre de la tribu, pertenece a los mayores de ambos sexos. La otra clase de educación, dependiente de la anterior, es la educación por la comunidad, fácilmente comparable a la que se ejerce en las escuelas juveniles alemanas. Para una educación de este tipo, a la que le cuadra con toda propiedad el nombre de «Ceremonias de iniciación a la pubertad», se separan los muchachos y las muchachas, cuando tienen la edad conveniente, del círculo de sus respectivas familias, sin distinción alguna, y se entregan a personas mayores para que los eduquen con arreglo a unos principios pedagógicos bien fundamentados y comprobados a lo largo de la experiencia.

Excepción hecha de las ceremonias de esta clase en las antiguas tribus australianas, ninguna otra es conocida con tanto detalle como la de los fueguinos, sobre todo las de los Yámanas, ya que, merced a mi doble participación personal en las mismas, las he llegado a conocer a fondo. Sobre otras tribus de cultura primitiva sólo existen, con respecto a estos ritos de la pubertad -como lo demuestra una muy acertada descripción-, nada más que noticias aisladas, pues los indígenas conservan dichas ceremonias rodeadas del mayor secreto. Por ejemplo, sobre los botocudos de las praderas del sur de África dice el Prof. Passarge únicamente lo siguiente:

«La época de la pubertad significa para el botocudo una parte importante de su vida... Durante la estación seca, esto es, en el período más frío del año, se marchan los hombres púberes al campo bajo la vigilancia de un hombre viejo y experto. Allí viven en una gran cabaña, no pueden tener fuego, tienen que vivir sólo a base de raíces crudas y frutas, pues la carne está prohibida, y beber agua en cantidades limitadas. Es probable que se vean agraciados con fuertes palizas por parte de su maestro. De esta forma se fortalecen y endurecen sus cuerpos; pero la prueba es muy difícil de sobrellevar y muchos tratan de huir... Si abandonan la cabaña, tienen que moverse arrastrándose por el suelo. Durante dicha época reciben las enseñanzas de su maestro... Cuando terminan, se recibe la unción masculina por medio de tatuajes que el maestro hace a sus discípulos en la frente y entre los dos omóplatos... Después que consiguen esta consagración los púberes, pasan a ser hombres...»



Al Dr. Bornan se le considera como un buen conocedor de otro grupo de los botocudos, de los Bechuanas. Para los jóvenes de dicho grupo constituye el período de iniciación a la pubertad una época de pruebas muy duras y de sensible abnegación personal, que dura tres meses. A su terminación se ponen los candidatos nuevos vestidos, danzan ante los caciques de la tribu y se consideran desde entonces hombres con todos los derechos. Fundamentalmente coinciden estas ceremonias con las previstas para las jóvenes. También ellas se reúnen en una cabaña especial, tienen que ejecutar determinados trabajos, estar sometidas a un severo programa y a guardar silencio, recibiendo mientras tanto interesantes enseñanzas para sus deberes posteriores como madre y mujer de su casa. También a la terminación de este período de pruebas se celebra una fiesta general, en la cual las novicias danzan vestidas de nuevo ante los caciques, y desde entonces se las consideran como mujeres perfectas. Por excepción se desarrollan estas ceremonias de iniciación entre los botocudos con separación de ambos sexos, ya que lo general es la celebración en común. El fin de las referidas ceremonias es siempre muy claro: a través de diferentes sacrificios corporales y espirituales se preparan los jóvenes, mediante enseñanzas y ejercicios diarios, para sus ulteriores obligaciones como miembros perfectos de la comunidad.

La comunidad popular constituye, por lo tanto, el último fin que obliga a los jóvenes a semejante período de pruebas. Merece destacarse, además, no sólo que en las reuniones de toda tribu verdaderamente organizada en forma primitiva no existe un caudillo que mande sobre todos los miembros de la misma, sino que tampoco aparecen en ellas las diferencias de clases ni de posición social. No existe un jefe o cabecilla, un pontífice religioso o mago, como caudillo común ni subordinado a diferentes clases sociales, ni una determinada autoridad dependiente de un grupo de clase. El verdadero Estado se encuentra todavía en sus principios. Por el contrario, la familia constituye, en la forma del matrimonio monógamo, el único sostén de la organización social.

Antes que el joven ingrese como miembro perfecto en la comunidad, tiene que encontrarse preparado para ello; de otra forma podría poner en peligro la integridad de la misma. Esta es la razón de las ceremonias públicas de iniciación a la pubertad y la obligación forzosa de tomar parte en las mismas todos los jóvenes que han llegado a determinada edad. El fino sentido y el agudo conocimiento del hombre ha obligado a los pueblos primitivos a proporcionar a la comunidad una relativa seguridad por medio de una enseñanza llevada a cabo por todos los miembros que la componen, cuando al terminar la educación familiar privada se ha conseguido su limitado objetivo. Basándose en él, entonces, en lo que hasta ahora ha enseñado la familia aislada, toma la comunidad sobre sí la obligación de completar la formación para que sean auténticos miembros de la tribu, valiéndose de los jóvenes de ambos sexos.

La enseñanza aplicada al aspirante no quiere ser otra, cosa que una continuación intensificada de la anterior educación familiar. La comunidad popular primitiva no se propone nunca con sus postulados oponerse a la presión ejercida por los padres; al contrario, quiere hacer valer su poder y autoridad, precisamente en una dirección animada con los mismos deseos, donde la obra de la familia aislada, necesita algún apoyo o una ayuda más eficaz. En ningún momento se necesita con más precisión que cuando al llegar los jóvenes a la edad púber, cuando ésta hierve y se agita en su joven cuerpo, cuando estalla el temperamento salvaje y las pasiones mueven a violentas consecuencias. En este período lleno de emociones internas y de indómito juego de pasiones, se encuadran a los jóvenes de los pueblos primitivos que han llegado a la pubertad, en las duras cadenas de unas ceremonias de iniciación, tan rica en sacrificios, y se les hace aptos para un claro y determinado objetivo vital.

Con los párrafos anteriores se demuestra que los pueblos primitivos que viven en la actualidad obligan a su juventud a recibir una educación de la comunidad en unos ritos secretos de la pubertad. Es natural que se presente en las tres tribus fueguinas, aunque entre los Selk’nam están mezclados con las ceremonias secretas reservadas a los hombres. Sería suficiente describir las ceremonias de iniciación a la pubertad de los Yámanas, pues coinciden en lo esencial con las de los Alacalufes, ceremonias que he presenciado por mi propia experiencia personal.

La imprudente observación de una vieja india que estaba refiriendo mitos, me hizo sospechar que los Yámanas se iban a reunir pronto en una ceremonia secreta de este género. Esta la conservaban y la conservan oculta con la mayor reserva a todo elemento extraño a la tribu. Gracias a la ilimitada confianza que Nelly Lawrence me había otorgado, tengo que agradecer a ella, y a algunas otras mujeres, el que me participaran los primeros informes ciertos sobre sus ceremonias de iniciación a la pubertad. Desde entonces no regateé ningún esfuerzo para conocerlas lo más exactamente posible. Mis esfuerzos para que se me permitiera presenciar esta reunión celosamente guardada, provocó al principio entre los viejos influyentes de la tribu, una formal indignación. Estas ceremonias eran para -así me lo hicieron comprender- de tanta importancia y respeto, que no podían profanarse por la presencia de un europeo. A pesar de ello, Nelly Lawrence y su esposo intercedieron decisiva y continuamente en mi favor. Ambos hicieron observar el mucho bien que había hecho desinteresadamente a toda la tribu desde hacía tantos años, y pidieron mi admisión a las ceremonias como compensación, podríamos decir, al servicio que les habían prestado. Después de larga resistencia, manifestaron al fin su conformidad los indios dirigentes, pero impusieron como condición que tenía que ser admitido y tratado como lo determinan las primitivas ordenanzas para todo examinando indio. Es natural que me figuraba los penosos días que me esperaban y en verdad acerté. Ahora bien, a un investigador sobre el terreno no se le vienen los éxitos a la mano sino a costa de grandes sacrificios.

Como ya se ha mencionado, nuestra comunidad sabe perfectamente la urgente necesidad de transmitir a las generaciones venideras todo su tesoro de ciencia y experiencia, valiéndose de una verdadera enseñanza pública. Ningún joven puede quedar exento de ella, pues los viejos vigilan atentamente. Aunque los padres saben muy bien por propia experiencia cuántas restricciones y molestias tiene que soportar su hijo querido, no renuncian nunca a que participen en las ceremonias de iniciación a la pubertad movidos por una ternura mal entendida; no se oponen nunca al cumplimiento de esta obligación que ha de realizarse por todos. No está fijada una determinada edad para esta escuela juvenil; los únicos requisitos para la admisión a las mismas son una cierta madurez de juicio, alguna independencia en el pensar, alguna pequeña facultad de discernimiento, así como saber dominarse a sí mismo, en resumen, cierto grado de deber y responsabilidad, que ordinariamente se presentan de los quince a los dieciocho años.

Cuando se presenta una ocasión apropiada, bien que se ha pescado una ballena que ahorra por largo tiempo a las familias la fatigosa búsqueda de comidas, o bien se han reunido muchas gentes de muy distantes lugares con motivo de unas exequias, o han transcurrido de tres a cinco años desde que se celebraron los últimos ritos de iniciación y existen de nuevo algunos candidatos para las mismas, entonces se hace patente entre las familias el deseo de celebrar dichas ceremonias. Corrientemente se reúnen en un lugar del exterior. Todas las familias que lo desean pueden participar en ellas. Acuden a las mismas con serena alegría; cuanto más familias se juntan, tanto más animada resulta dicha reunión popular.

La cabaña, en forma cupuliformes, a cuya instalación contribuyen voluntariamente todos los hombres y mujeres, se dispone desde un principio de tal forma que ofrece a los muchos participantes -a veces cerca del centenar- un reducido espacio. Añadiendo y entremezclando otros troncos y varas se puede agrandar a discreción la cabaña. Es tan baja que un europeo de mediana estatura no puede estar de pie dentro de la misma. Por sus dos pequeñas entradas -son más bien unos pequeños boquetes- situadas en sus dos extremos, tienen todos que pasar a gatas; un pequeño trozo de cuero, colgado en su interior, constituye la puerta. Desde una entrada a la otra existe una distancia en línea recta, dentro del interior de la cabaña, de unos 80 cm. de ancho en la que se mantiene el fuego ardiendo constantemente, para que puedan celebrarse algunas tardes en los espacios libres a su alrededor las danzas de comunidad. Entre el paso central y la pared posterior de la cabaña, existe a ambos lados de aquél un espacio libre de casi un metro, que se llena con un sedimento de leña me y ramajes. Aquí tiene asignado cada participante asiento. La gente se sienta en cuclillas muy juntos unos con otros y de tal forma que una fila de los asistentes vuelve el rostro a los que están sentados enfrente. Pasan día y noche en la gran cabaña. Los hijos pequeños se reúnen en las cabañas de viviendas, situadas ordinariamente aparte, bajo la vigilancia de algunas mujeres viejas.

Mientras tanto se han estado poniendo de acuerdo los hombres influyentes de la tribu acerca de cuáles son los muchachos y las jóvenes que deben ingresar esta vez como examinandos en la ceremonia secreta. Consultan con sus padres, aunque cuentan al principio con su consentimiento. Los jóvenes designados como candidatos han sido también informados, como es natural, que ahora empieza para ellos la época importante de su vida. Aunque éstos, por temor a la suerte incierta y a las duras pruebas que le amenazan, andan deambulando pálidos y temerosos por el campamento, las personas mayores no vacilan al verlos así en su decisión. Todos prefieren que su hijo o pariente tenga que soportar las penalidades de esa dura instrucción, y haciendo un hombre útil a la comunidad, que ahorrarle este período de pruebas para que desmoralizado después ponga en peligro la comunidad de la tribu. En tiempos antiguos, el número de aspirantes que participaban en cada ocasión era mayor que el de ahora, de doce a veinte, mientras que conmigo sólo seis Yámanas experimentaron sus primeras ceremonias de iniciación a la pubertad. Pero no importa el número de jóvenes de ambos sexos que concurran. A quien en sus años de pubertad no se le ha ofrecido ninguna oportunidad para las repetidas ceremonias -lo que desde que se establecieron en las estancias y aserraderos en el archipiélago del Cabo de Hornos le ocurría a algunos indígenas que yo conocí- le obliga la comunidad, aunque ya sea hombre, a recuperar lo perdido. Esta se muestra inflexible en el cumplimiento de dicho requisito, porque está plenamente convencida de la necesidad del referido curso de enseñanza. Sólo quien las ha experimentado, puede casarse.

En los escondidos lugares convenidos se reúnen muchas familias y levantan sus cabañas bastante cerca unas de otras. A los hombres les está permitido vigilar varias veces al día si todo está en orden, y las madres están obligadas a cuidar de los pequeños; además, algunas viejas se encargan, como ya se ha indicado, de la permanente vigilancia de los niños. La finalidad de este desorden en el programa ordinario es fácil de explicarse. Como la enseñanza para los aspirantes dura semanas y semanas, las personas mayores tienen que hacer muchos preparativos para el servicio de su familia.

Mientras que el bloque relativamente compacto de cabañas familiares está bastante alejada de la gran cabaña de las ceremonias, se levanta bastante cerca de ella, casi a unos 25 pasos, una pequeña «cabaña-cocina». En ella actúan de tres a cinco mujeres como cocineras. Conviene al rigor del programa a realizar en la Gran Cabaña que la comida se prepare dentro de ella. Además así se puede preparar en común para todos los participantes y traerlas ya hechas de la cabaña-cocina. Toda persona mayor la recibe en cantidad y se muestra satisfecha con todo lo que se le ofrece. A pesar de esta comida en común, se les permite a los mayores volver a determinadas horas a sus respectivas cabañas y comer allí a gusto de lo que ellos se han procurado por sí mismos. La mayoría hacen mucho uso de esta libertad. En tres momentos del día traen las cocineras la comida: por la mañana temprano, hacia el mediodía y al anochecer.

La instalación de una cocina común hace posible el curso ininterrumpido del programa en la cabaña ceremonial. Mientras que la primera no se diferencia de la ordinaria cabaña donde corrientemente se vive, se adorna la última con diversos motivos. Los anchos palos del armazón se pintan con unos signos de color negro, blanco y rojo; además se pintan del mismo modo unas tablitas de madera del tamaño de una mano y se duplican los largos listoncitos colgándose todo en su interior. Dichos accesorios tienen por finalidad adornar en plan de fiestas todo el espacio interior de la Gran Cabaña.

Ya en las primeras conversaciones en las que familias aisladas hacen reflexiones acerca del plan de las ceremonias de iniciación próximas a celebrarse, pasa a primer plano y sin ninguna formalidad, el hombre que ha de tomar el cargo directivo de las mismas. Todos se ponen de acuerdo sobre su persona sin protocolo alguno. Se encuentra entre los hombres en buena edad, que sea ágil y activo, posea mucha influencia, conozca con todo detalle el curso de la ceremonia y sepa darle a sus requisitos todo el valor que tienen. Se prefiere al que ha ejercido este cargo en otra ocasión. Casi siempre actúa, además de este jefe que acabo de describir, otro hombre más que podría denominarse como «inspector». Éste tiene un aspecto muy agradable, se encuentra casi siempre entre las personas canosas y goza por sus años del mayor respeto por parte de todos. En lo que se refiere al programa diario de las ceremonias y en la distribución de la labor del día, en los encargos y trabajo, a realizar, no interviene para nada, pues ésos incumben solamente al jefe. Tiene como principal misión vigilar que a éste no se le escape alguna negligencia o cambio en el orden establecido para las ceremonias. Puede decirse que sólo aparece actuando cuando por las tardes dirige sus acostumbradas amonestaciones a los examinandos, situados a su alrededor; y bien es verdad que sabe dar a sus palabras una gran energía.

Tan silenciosamente como el jefe distribuye los trabajos para la construcción de la Gran Cabaña entre ciertos hombres y las ocupaciones en la cabaña de cocina entre determinadas mujeres, busca un hombre de confianza para el cargo de vigilante. La obligación de éste es impedir que los no llamados ni los niños curiosos, se aproximen lentamente y se enteren del curso de la ceremonia. Para asustar a dichos espectadores y mantenerlos alejados, se sube a veces encima del armazón de la Gran Cabaña. Desde allí deja oír su corriente amenaza acompañada de fuertes voces, que impresionan muchísimo. Con la velocidad del rayo se esconden los asustados niños en las cabañas más cercanas y no olvidan fácilmente sus palabras. Antes, cuando los Yámanas no tenían vestidos europeos, se pintaba el vigilante todo el cuerpo de color blanco y llevaba a todo su alrededor dos rayas gruesas transversales de unos 3 cm. de color rojo que partían de las palmas de sus manos. Modernamente se pinta por lo menos una ancha raya de color rojo por bajo de las mitades de su nariz y desde aquí hasta el borde de su barba una serie de rayas del mismo color y a ambos lados de la cara. Alrededor de la frente se ata un adorno de pluma a la manera conocida para el hechicero. Escoge algunos auxiliares que lo representan interinamente. Principalmente le ayudan a atrapar al candidato escapado, lo amarran con unas largas correas de cuero y lo llevan prisionero a la Gran Cabaña. También corresponde a los auxiliares conducir a los candidatos al trabajo y vigilarlos. Estas dos ocupaciones son suficientes para aclarar qué duro trato reciben estos últimos.

En este intermedio van acudiendo muchas familias al oculto lugar de las ceremonias. Son las menos las que traen consigo un hijo o una hija, para los cuales debe comenzar pronto el duro período de pruebas. La mayoría restante vienen con mucha alegría y con una satisfacción visible en el rostro impulsada por la necesidad del trato social y del intercambio de ideas, que ahora puede quedar satisfecho con esto sólo. Es más, cuando se les ofrece la primera visión de aquel lugar, actúa en estos sencillos seres salvajes un intenso deseo de recordar de nuevo la herencia de su tribu, el anhelo de refrescar las viejas cosas heredadas, ante el recuerdo de aquellas enseñanzas y consejos que el bueno del jefe y director del grupo ha grabado en el corazón de cada uno en la época de su aprendizaje. Y, por último, se presenta la ocasión para celebrar un examen de conciencia a fondo sobre todo lo que constituye el «Yámana bueno y útil para su tribu». Nuestros fueguinos tienen una predisposición natural que los lleva a una serie de profundas reflexiones sobre su propio yo; por esto le resulta tan provechoso el largo silencio al que se entregan todos en la Gran Cabaña. Aunque se hubieran suprimido muchos juegos y relatos que hacen considerar profundamente a cada participante la necesidad de trato social, ellos vendrían solamente por la satisfacción de concentrarse en sí mismo, concentración que es tan posible en estas ceremonias.

En resumen, se atiende al tratamiento pedagógico de cada uno de los candidatos. Es de admirar la perfección del arte pedagógico de nuestros sencillos y despreciados fueguinos, que se hace patente a nuestra vista en las ceremonias de iniciación a la pubertad, así como en la educación familiar privada. Esta última, que es por regla general buena, se completa en las ceremonias de iniciación con una formación general de la juventud. De esta forma se simplifica la influencia formativa de los viejos sobre los examinandos y la forma de realizarla es casi la mismo como en la familia. Además existe un procedimiento pedagógico completamente individual para cada uno de los jóvenes, según su carácter y necesidades morales. Con los más sencillos medios consiguen nuestros indios un elevado ideal pedagógico; y en las particulares enseñanzas para cada examinando se pone de manifiesto un extraordinario concepto exacto de la vida y mucha experiencia, a base de las cuales se han educado a muchas generaciones.

De una forma más bien callada comienzan las ceremonias. Las personas mayores, independientes unas de otras, y en cortos intervalos de tiempo, van llegando silenciosamente y en actitud recogida a la Gran Cabaña, donde ocupan cada una su sitio. Aquí procura cada cual tener la mayor tranquilidad, evita toda molestia y distracción y se pasa algunas horas pensando en los espíritus, hasta que entran los aspirantes. Los vigilantes los van buscando en la cabaña donde viven, los amarran y tiran de ellos. Ni los gritos ni su oposición les sirven para nada: se tienen que someter. Todos son recibidos en la Gran Cabaña con escandalosos gritos y grandes berridos. Por la sorprendente aparición de un «espíritu maligno» al que se encuentra aherrojado el examinando, tanto que las gotas del sudor del miedo le chorrean por todo el cuerpo, éste se sabe trasplantado a una horrenda situación forzada y el miedo que le hace temblar, ya no le abandona durante todo el tiempo que sigue a su entrada en la cabaña.

El lugar para sentarse lo tiene asignado el muchacho entre un hombre y una mujer; las muchachas lo tienen, por el contrario, entre dos mujeres; dichos acompañantes son designados acertadamente con el nombre de «padrinos». El «padrino de la joven» está encargado de su vigilancia especial y, por lo tanto, se originan entre ambos mutuas relaciones de parentesco espiritual. Ambos padrinos son por lo menos uno; se pasan día y noche al lado de su ahijado, lo vigilan y lo enseñan, ayudándole de vez en cuando en la comida y en el descanso nocturno, lo acompañan por todas partes y castigan inflexible y duramente sus faltas de carácter. Causa pavor a todo examinando verse rodeado de un grupo de personas mayores tan serias y calladas; la terrible impresión de éstas dentro de aquel espacio adornado en plan de fiestas, no los deja dormir tranquilos.

Sin demora alguna empiezan los padrinos a cumplir con su misión. En primer lugar, obligan al aspirante a que mantenga la debida postura del cuerpo. Cada uno se pone en cuclillas sobre el suelo cubierto con ramas secas, cruzan sus brazos sobre el pecho y mantienen la cabeza inclinada hacia abajo. No está permitido abandonar esta postura, ni mucho menos ladearse o estirarse, reclinarse o acostarse. Aún en el sueño nocturno, que no dura más de cinco horas, se tiene que conservar esta postura acurrucada del cuerpo; echado sobre un lado no goza el aspirante de la menor comodidad:

-Debe aprender a contentarse con poco espacio -dicen los viejos explicándolo.

Ningún lector me podrá tomar a mal el que le diga que dicha postura se me hizo enseguida insoportable. Busqué la salvación en un pretexto del que se valen nuestros escolares, cuando en la clase predomina el conocido aire enrarecido: pedí permiso para ir al retrete. Aunque me acompañaba mi padrino, éste no me impidió que me estirase discretamente cuando estaba fuera y que se enderezaran lentamente mis comprimidos miembros; después me hizo retroceder inmediatamente a la Gran Cabaña. Ahora bien, cuando en el espacio de pocas horas me presenté por tercera vez con la misma petición, me manifestó fríamente, comprendiendo mi artimaña:

-¡Con tanta frecuencia no se puede orinar! -y me hizo sentar de nuevo.

Otras duras pruebas del dominio de sí mismo se presentan a los examinandos. Rascarse o defenderse del picor está severamente prohibido; no está permitido que se note la menor vibración. Disimuladamente le colocan los viejos sobre la piel desnuda un gorgojo y mientras el animalito se va arrastrando por las espaldas del aspirante, no puede éste cogerlo ni sacudírselo. Tiene que aprender a aguantarse dichos cosquilleos. Con toda idea refieren los mayores chistes buenos y ocurrencias graciosas; con mirada muy atenta vigilan mientras tanto a cada uno de los aspirantes, y quien se atreva a sonreírse, se le deja a dieta todo un día como castigo. Hay que tener en cuenta que los aspirantes recibíamos diariamente en las primeras semanas una comida muy escasa, en realidad un solo ostrón, una cantidad de carne equivalente a una salchicha de Francfort y, además, una pequeña, y limitada cantidad de agua de beber. Más tarde se aumentó esta proporción a un tercio, lo que también era extraordinariamente escaso. Evidentemente que adelgazábamos y con mucha rapidez.

Es natural que los aspirantes tengan que guardar, mientras duran las ceremonias, que en tiempos antiguos pasaba de medio año, el mayor y constante silencio. Pretenden con el mismo acostumbrar a todos los jóvenes al dominio de sí mismos y educarlos. Repetidas veces se nos dijo:

-Cada cual tiene que tener autoridad sobre su cuerpo y sobre cada uno de sus miembros. Si lo ha aprendido bien, entonces ha sido un buen alumno.

Los Yámanas se dejan llevar por la idea de quien sabe dominarse en toda su parte externa, posee también el dominio sobre sus facultades intelectuales y quien ha avanzado mucho en el autodominio es un hombre perfecto. Precisamente por esto todo el plan de la Gran Cabaña está orientado hacia el dominio de la voluntad, sobre todo con la dolorosa postura del cuerpo, la reducida comida, el sueño insuficiente y el continuo silencio.

Cuando con estas medidas el aspirante ha conseguido una mayor práctica en el dominio de sí mismo, entonces se va modificando el programa de tal forma que tenga ocasiones para aprender los trabajos y habilidades manuales que le esperan en su vida como hombre o mujer de la tribu de actividad económica nómada. Debe ser un miembro útil a la sociedad de la que forma parte y saber dominar las exigencias de la vida. Muy temprano, cuando en el verano no ha amanecido del todo o en el invierno todavía existe la mayor oscuridad, le da el padrino a su ahijado tal puñetazo que éste se tiene que levantar de un salto del breve sueño. Inmediatamente se tiene que ordenar los cabellos, lavarse y arreglar su cama. En la ordinaria postura acurrucada, se pasa de tres a cuatro horas, y alrededor de las ocho o las nueve de la mañana, casi siempre acompañado de los demás aspirantes y guiados por un hombre experto, abandona la Gran Cabaña. Así un día nos llevaron al bosque, y nos enseñaron a cortar ramas de árboles y a saberlas arrastrar. Algunos días después se nos hizo meter en el agua fría del mar, donde estuvimos que estar sumergidos largo tiempo. Otras veces se nos hizo practicar los trabajos ordinarios de la playa; aprendamos a manejar los arpones y a conseguir la necesaria puntería en el lanzamiento de las flechas, adquirimos destreza en la caza del pájaro y en la de los demás animales. No se abandonan estas lecciones hasta que cada uno de los aspirantes ha conseguido un mínimo de habilidad. Al mismo tiempo salen las aspirantas, bajo la dirección de las mujeres, y se ejercitan en todas las ocupaciones asignadas de antiguo a su sexo: confección de cestitas y mantas de piel, a extender y curtir las pieles, a meterse en el agua en busca del erizo de mar, a la pesca del cangrejo y al necesario remar de la canoa.

Durante semanas y meses prosigue la instrucción en estas actividades de importancia vital. Todos los días, hacia las quince horas, regresan los grupos aislados de sus trabajos y ejercicios a la Gran Cabaña. Entonces reciben los aspirantes su comida de hambre y pueden descansar, esto es, permanecen acurrucados y en gran silencio. Es natural que está prohibido mover la cabeza y mirar curiosamente alrededor. No cabe duda: semejantes trabajos y prácticas, bajo una acertada dirección, proporcionan a los jóvenes la necesaria destreza manual y tenacidad para sus posteriores ocupaciones en la vida.

Todos los participantes en las ceremonias de la Gran Cabaña se pintan diariamente la cara. Los aspirantes se ponen varias rayas blancas que radialmente parten de los párpados inferiores; alrededor de la frente se colocan una tira de pellejo del tamaño de un dedo y cubierta con plumas y en sus manos llevan una batuta adornada del largo de un brazo. Los presentes cantan desde muy temprano hasta muy tarde una monótona y sencilla canción y que tampoco se interrumpe completamente durante la noche, continuando como si fuera un suave murmullo. Cuando aparece el crepúsculo, un hombre viejo muy respetado y apreciado por todos, nos reúne a todos los aspirantes, y nos sentamos en cuclillas en el suelo formando un semicírculo a su alrededor; entonces se dirige a nosotros aconsejándonos y amonestándonos. ¡Cómo me impresionaron sus amistosas palabras en aquel tono cordial y afectivo! Habló con la experiencia que le daban sus canas y su edad; su suave manera de exponer puso de manifiesto su preocupación por la prosperidad de los jóvenes que le escuchaban y ofreció al mismo tiempo la plena seguridad que tenía acerca de los principios pedagógicos empleados desde tiempo inmemorial y maravillosamente conservados. ¡Y era uno más en aguantar lo que nosotros pasábamos en cada jornada! Es indudable que su intachable ejemplo me hizo ser un incondicional de sus teorías. No sólo los que éramos aspirantes sino todos los presentes escuchaban atentamente sus palabras; cada cual acogía sus enseñanzas con tanta seriedad, que se marcaba en sus rostros, que parecía que las decía solamente para él. Aquéllas fueron horas de profunda concentración en sí mismo para todos, jóvenes y viejos. En aquella tranquila noche toda la comarca se hallaba cubierta con una oscuridad de boca de lobo, el más completo silencio reinaba por doquier y hasta el fuego de la cabaña apenas se atrevía a arder. Con impresionante rapidez nos sentamos los aspirantes a los pies del respetado jefe, tan experto en cosas de la vida, y todos grabaron en el fondo de su alma sus palabras, expuestas con la mayor objetividad y con la mejor voluntad. Estas magníficas enseñanzas, ofrecidas de aquella forma, no se olvidan en la vida. Cuando estuve meditando después hasta cerca de media noche, sentado en cuclillas como todos los aspirantes entre mis dos padrinos, sobre las frases que acababa de oír y me acordaba del personaje Elmar en el poema Dreizehnlinden, al cual el gran psicólogo Prior le dio amablemente la siguiente pauta para su vida:

-¡Si quieres oír las palabras de la sabiduría, tienes que preguntar a los hombres con canas!

Todos los esfuerzos y medidas tienden a hacer de cada uno de los aspirantes «un hombre bueno y útil para la tribu». Estas breves palabras comprenden todo el fin pedagógico que se proponen los Yámanas. En efecto, un hombre bueno, esto es, fiel a su deber y de intachable conducta, se preocupa de sí mismo con una virtuosa y ordenada conducta favoreciendo con ello el porvenir de la comunidad; quien es activo se procura un verdadero porvenir asegurando el bienestar de su familia. Existencia aislada, familia y vida en común se aseguran cuando hombre y mujer se manifiestan ante todo como «hombres buenos y aptos para la comunidad».

Un atractivo especial ofrece la sencilla y sincera manera de hablar y la sintaxis de la que se valen los viejos y padrinos en sus amonestaciones. De Calderón, un hermano de Nelly Lawrence, hombre muy activo y espiritual, de unos treinta años, proceden las siguientes advertencias y consejos, que recibió cuando fue aspirante a los quince años. Su padrino le dijo lo que refiero a continuación, en la traducción más exacta que he podido hacer:

Ahora estás en las ceremonias de iniciación a la pubertad como un aspirante; aquí tienes que quedarte hasta que todo esté terminado. Tú no puedes actuar ni moverte libremente como uno que se encuentra ahí fuera al exterior de la Gran Cabaña. Aquí tienes que obedecer a todas las personas mayores. Sigue íntegra, fielmente, y con buena voluntad todos los consejos que te vamos a dar. Haz esto con convencimiento propio, no porque tenga que ser así. Orienta tu vida como si fueras un viejo.

Lo que aquí pasa ante tus ojos, mantelo sólo para ti; no se lo cuentes a nadie de fuera. (La prohibición se dirige en primer lugar contra toda divulgación a los menores, cuyo respeto y temor a la Gran Cabaña no lo deben de conocer antes de tiempo).

Aquí se te dice:

«Sé aplicado en tus trabajos. Ejecuta rápida y gustosamente tus deberes. Levántate temprano todas las mañanas, pues entonces estarás siempre dispuesto para todas las necesidades.

Muéstrate respetuoso con las personas mayores. Ayuda a los huérfanos. Lleva algo de comer a aquellos enfermos que no se puedan levantar. Y continúa haciéndolo así en lo que te queda de vida.

Si te encuentras en el camino a un hombre ciego acércate a él y pregúntale:

-¿Dónde vas?

Él te lo dirá. Quizás comprendas que se ha equivocado y entonces dile inmediatamente:

Pero tú has errado el camino.

Agradecido te contestará:

¡Pues me he perdido!

Entonces pregúntale:

¿Dónde quieres ir, para llevarte?

Él te responderá:

Quiero ir a mi cabaña

Cógelo enseguida de la mano y llévalo allá. No lo dejes seguir caminando sin haberle preguntado si estaba equivocado; no te burles de él. Si tartamudea o está muy torpe, no te sonrías y pienses: «¡Él no me ve!». Cógelo amablemente de la mano y llévalo a su cabaña. Los demás te alabarán al hablar de ti y dirán:

-Aquél que está allí es bueno.

Si algo le falta a un viejo dale lo que tengas a mano. Los demás te alabarán por eso.

Atiende mucho a tus parientes y si alguno viene de lejos, acógelo enseguida en tu cabaña. Entrégale lo que necesite. Si sus hijos se arrojan entre sí todas las cosas que se encuentran en el interior de tu cabaña o rompen algo, no te enfades por eso y no los insultes encima. Los padres de esos niños pensarán que tú no has recibido ninguna ofensa y desaprobarán la conducta de sus hijos, siempre puede ocurrir que te causen algún daño. ¡Pero son niños! Si vas enseguida a otra cabaña a decir:

-Los niños de mi pariente me han causado un gran desorden en mis cosas y me han roto muchas.

Con toda seguridad llegará la oídos de sus padres las frases que han dicho y les desagradará mucho. Con ese motivo nadie entrará gustosamente en tu cabaña.

Puede ser que vayas de visita a una cabaña y un hombre se encuentre enfermo en la cama. Seguramente necesitará alguna cosa y por ello te dirá enseguida:

-Yo quisiera aquello que está colgado en la pared.

Levántate inmediatamente y alcánzale al viejo lo que desea. Él no te quería mandar, por eso te lo ha expresado así (con aquel delicado gesto). Pero este hombre lo referirá por todas partes y dirá de ti:

-¡Aquél es un hombre bueno!

Dondequiera que vayas después, la gente hablará elogiosamente de ti diciendo:

-Éste es bueno.

Te acogerán y atenderán con gusto en sus cabañas.

Si te encuentras a una joven con la que te quieres casar, compórtate intachablemente con ella. No aligeres improcedentemente la boda, sino espera a que sus parientes te la entreguen. Desde que la conozcas sé siempre respetuoso con los padres de tu novia. No te muestres impaciente cuando no acceden de momento a entregarte su hija.

No divulgues charlando por el campamento los compromisos matrimoniales que hayas observado.

Cuando te cases, ayuda a tu mujer en todo. Tráele leña y agua. Auxíliale en sus trabajos, pues eres hombre y tienes más fuerza. No te pongas a escuchar lo que hablan los demás hombres y mujeres de ti. Tampoco curiosees acerca de las ocupaciones de los demás. Si lo haces, también curioseará tu mujer. Ese proceder no agrada a los Yámanas y da origen a murmuraciones. Si tu mujer te viene con chismes, no le des importancia. Aconseja a tu mujer:

-Mantente alejada de las disputas y no insultes nunca.

Ya se tranquilizarán los demás cuando tú no intervengas. Entonces todos los hombres te alabarán y también agradarás a todas las mujeres. Si entras de visita en una cabaña, muéstrate amable y compórtate discretamente.

Si vienen muchos visitantes a tu cabaña y tienes poco para obsequiar a todos, atiende primero a los forasteros; lo que sobre dáselo después a tus amigos y parientes. Para estos últimos resulta cómodo volver a tu cabaña y comer amigablemente contigo, pero no para aquellos visitantes forasteros que proceden de lejanas tierras. Obsequia a éstos primero y con esplendidez. Si en alguna ocasión te encuentras sentado tú sólo con los parientes de tu familia y tu mujer está ausente, no hables mal de ella. No le debes pegar nunca. Un día llegará a oídos de tu suegro que has golpeado a su hija y dirá:

-Aquel hombre ha venido a mi cabaña para buscar a mi hija, se la ha llevado a su familia y allí la apalea.

Si después vas a visitar a tu suegro, no te admitirá en su cabaña, evitará todo trato contigo y al final se llevará a su hija.

No busques sólo tu conveniencia, sino piensa también en la de los demás. Cuando te has provisto abundantemente no digas:

-Los demás no me importan y no necesito preocuparme de ellos.

Si has tenido suerte en la caza, deja que otros participen en ella. Enséñales los lugares mejores, donde se encuentran muchos lobos marinos, para que puedan conseguirlos con más comodidad. Cede de vez en cuando a otro tu derecho. En el caso de que quieras almacenar todo para ti, los demás se alejarán de ti y nadie querrá estar a tu lado. Si alguna vez enfermas, nadie te visitará, porque antes no te habías preocupado tú de ellos.

Cuando vayas con algunos a la comarca donde has nacido y quieres instalarles un campamento, colócalos en el sitio más seguro, pues no conocen el lugar. Conténtate con un lugar peor. No pienses:

-¿Qué me importa a mí que aquel forastero haya perdido su canoa?

Preocúpate de ellos cuando te visiten, pues vuelven de nuevo a su tierra y allí te alabarán al hablar de ti.

Si existe allí, en el lugar de tu nacimiento, un sitio bueno para cazar y tú lo sabes, da ánimo al visitante forastero y dile:

-Ve hacia aquel lugar donde enseguida se coge abundante presa.

Muéstrale exactamente el lugar para que pueda llevarse consigo gran cantidad de carne para el viaje.

No envidies a nadie. Quien se comporta como un envidioso no es bien visto por los Selk’nam.

Si vas de visita con tu familia a una cabaña y te ofrecen un lugar, quédate en él. Ahora bien, ayuda a los demás en sus trabajos y ponte a trabajar donde haya algo que hacer. Nadie te pedirá tu colaboración. Levanta la vista para que puedas observar pronto dónde puedes comenzar. Quizás falte agua o leña o es probable que haya nieve a la entrada. En ese caso pon manos a la obra sin que te lo pidan. La gente de este tipo son bien vistas en todas partes y son recibidas con muy buena voluntad por todos. No está bien que tú te sientes tranquilamente y hagas trabajar a los demás para ti. En ese caso alguien te pondrá mala cara y te extraviarás, ya que nadie te dirá el motivo. Lo mejor que haces es ayudarles en sus trabajos hasta el día que te vayas.

En el caso que el hombre cuya canoa visitas esté discutiendo con otro, no te entrometas. Quizás ambos te hablen mucho explicándote respectivamente sus razones. Escucha tranquilamente y no te inclines por uno de dos contendientes. Si encuentras después ocasión, habla con él solo, sin testigo de vista, con buena voluntad; entonces te escuchará. Si no se convence con tus palabras, retírate tranquilamente. Aunque seas más fuerte que él, no pelees, no le causes daño ni lo mates, a pesar de ser tu enemigo. Esto originaría a su familia grandes perjuicios y ella sola sería la que lo sentiría. Puede ocurrir que oigas después que aquel enemigo ha matado a tu padre o a tu madre, porque tú fuiste un criminal; esto no te agradará. Apártate de aquel hombre, mantente lejos de tu enemigo, para que no te venza un día la cólera o la ira. Así no se puede originar ningún daño a nadie.

Cuando seas mayor, piensa todas las mañanas en los consejos que te dimos en las ceremonias de iniciación a la pubertad; guárdalos siempre en tu memoria y no los dejes nunca de practicar. Si dejas de practicar hoy una buena costumbre, abandonarás dentro de pocos días una segunda y una tercera, y rápidamente olvidarás todo. Si te mantienes fiel a todo lo que te enseñamos, podrás vivir una vida agradable.

Si te encuentras en un círculo de mucha gente, no hables a uno u otro de tu propia familia, pues esto da origen a disgustos. Hay que ser hábil al hablar y dominarse a sí mismo. Si te enemistas de verdad con alguien, es conveniente que no se note por tus palabras vuestra situación tirante. Los demás escuchan atentamente tus palabras y notan enseguida el tono irritado de las mismas. Por tanto, no hables despreciativamente de otro. Cuando alguno te dirija palabras fuertes y te insulte, no te lances enseguida a la riña o a la pelea; al contrario, retírate y no digas nada a nadie. Después habla a solas con aquel que te insultó, cuando los dos estéis tranquilos.

Ayuda a los pequeños que andan desorientados, aunque no sean de tu familia. Llévalo junto a su madre o a su cabaña.

Tú también desearías que ayudaran así a tus hijos, si lo necesitasen. Si te portas indiferentemente con los hijos de los forasteros, tampoco se preocuparán ellos de los tuyos, y si lloran o se lastiman o caen al suelo, nadie correrá a auxiliarlos. Acoge a los hijos de los demás, pues los niños no han molestado a nadie. Si tienes que tratar a los hijos de tu enemigo, sigue entre ellos, pues éstos no están reñidos contigo y no te han causado ningún daño. Puede ocurrir que hayas causado algún mal a tu enemigo y éste te persiga por ello; pero si ve como tratas a sus hijos, puede muy bien ocurrir que te perdone. Vendrá hacia ti y te dirá:

-Te perdono por haber tratado tan bien a mis hijos.

Por último, es conveniente ayudar, sin distinción alguna, a todos los niños y demostrarles afecto. Nosotros los Yámanas apreciamos muchísimo cuando alguien acoge amablemente a nuestros hijos.

Si entras en una cabaña, siéntate decentemente con las piernas cruzadas. Mira a todos los presentes con amabilidad. No te dediques sólo a una persona y no vuelvas a nadie la espalda. Si te dedicas sólo a una persona, se molestan las demás. Sobre todo, no vayas a visitar con mucha frecuencia.

No charles enseguida en tu cabaña de lo que acabas de oír en algún sitio. Las cosas importantes debes comunicarlas, pero no las habladurías sin sentido. Se exageran con mucha facilidad. Después procurará saber la gente quien ha sido el charlatán y entonces todos te harán el culpable. Sobre todo, uno de tus enemigos puede exagerar y falsear tus palabras, cuando te quiera desacreditar.

Si entablas una discusión con alguien y la razón está de tu parte y el otro no quiere ceder, entonces lo mejor que haces es callarte, pues pueden surgir riñas y disputas. Tu contrincante verá un día que estaba equivocado. No te mezcles nunca en chismes y habladurías tontas. No seas tan confiado que descubras tus secretos. Un día puede charlarse por todos los que en confianza habías dicho a uno sólo, y de esa forma pierdes la posibilidad de muchos amigos. Sé complaciente con todos, pero parco siempre en tus palabras.

Emprende contento tu trabajo todas las mañanas, pues en caso contrario caerías bajo los dominios de Yetaita (un espíritu terrestre muy temido). Guárdate de una muerte segura, pues todo hombre perezoso es víctima de Yetaita. Por tanto, levántate temprano por las mañanas, antes de que salga el sol.

Si por odio o por un impulso violento y sin pensarlo has dado muerte a un hombre, no huyas ni te escondas, sino preséntate valientemente a los parientes de tu víctima. Muéstrate lo suficientemente fuerte para que puedas soportar personalmente todas las consecuencias de tu hecho y no cedas parte de dichas consecuencias a tus familiares. Tu sólo eres el culpable de todo, por tanto tú sólo tienes que arreglar todo de nuevo. El que sale corriendo después de cometido un crimen, no puede estar tranquilo; hasta en su propia cabaña se siente mal.

No debes hurtar nada a nadie, y mucho menos a los enfermos e impedidos. Si te falta algo, pídeselo a tu vecino. Pero no tienes derecho a quitar nada. Se notará muy pronto la cosa robada en tus manos; y así todos comprenderán que tú la has robado. En el caso de que encuentres algo, no te digas a ti mismo: «Esto me pertenece», pues enseguida aparecerá su verdadero dueño. Si él ve el objeto perdido en tus manos, se lo indicará a otros y les dirá:

-Aquél que está allí es un ladrón.

Es posible que el dueño de la cosa haga venir a todos sus amigos para que destruyan todas tus cosas y rompan a martillazos tu canoa y al fin te quedas sin nada, precisamente por tu robo. Ningún Yámana puede soportar a un ladrón.

Procura no olvidar nunca estos consejos. Mantente siempre fiel a ellos; así te irá muy bien. La gente estará contenta contigo y dirán de ti:

-Es hombre bueno.

Si se sientan muchos hombres en una cabaña y hablan tan excitadamente que parece va a estallar una bronca entre ellos, estáte callado para que eso no ocurra. Cuando se hayan alejado los demás, procura reconciliarte con tu enemigo, pues debe honrarse al visitante y atenderlo para que vuelva gustosamente otra vez. Donde el visitante no ha sido bien tratado, se retira rápidamente de allí y se dice a sí mismo:

-En aquella cabaña no me gusta estar; allí se llega enseguida a las manos.

Si le has hecho algún regalo a alguien, no debes esperar que te responda inmediatamente con otro. Lo que has regalado, lo has dado voluntariamente. No digas después:

-A aquél le he dado una cosa de regalo, pero él no me ha ofrecido nada a cambio.

Si te comportas de esa forma, nadie aceptará un regalo de tu parte, sino que todos pensarán:

-Aquél sólo regala para que se le corresponda con otro.

Si ofreces algo, hazlo en trozos; no hables nunca sobre ello y no esperes nada en compensación.

Piensa que los demás también tienen un corazón con sentimientos humanos y sienten igualmente el dolor. No olvides nunca que a nadie le agrada que hables mal de él.

Si llevas un trozo de carne desde tu cabaña a otra, la gente que haya allí te invitarán a comer con ellos. Pero no te comas la mayor parte. Tú has ido allí con la carne y tenías el estómago lleno, pero quizás aquella gente se encuentre hambrienta. Por eso déjalas que se harten con todo lo que les has llevado.

Una vez más te recomiendo: ¡No olvides nunca estos consejos! ¡Todas las mañanas, cuando te levantes, acuérdate de ellos y acomoda tu conducta del día a los mismos!».



Sólo con un gran dominio de sí mismo se puede alcanzar un fin tan elevado; por eso es tan severo el programa a desarrollar diariamente en las ceremonias de iniciación a la pubertad. Baste recordar la postura en cuclillas sin el menor movimiento, el incómodo y breve sueño nocturno, el silencio de semanas y semanas, el dominio de la vista y del paladar, el tener que aguantar el picor, el prolongado ayuno y la completa sumisión a todas las indicaciones de los viejos. Todo esto tiene por base el principio siguiente: Quien es capaz de dominarse a sí mismo, no le cuesta mucho trabajo llevar una vida amoldada a estos principios. Muy seriamente nos previno el jefe contra la ociosidad:

-¡Huye de la holgazanería! ¡Levántate temprano por las mañanas; así estarás dispuesto para tus trabajos y tendrás alegría durante toda tu vida!

Estas palabras nos las repitieron con bastante frecuencia.

También se interesaban todas las personas mayores que se encontraban presentes en dichas ceremonias en estimular a los aspirantes a pensar y trabajar en forma altruista. Valiéndose de diferentes órdenes y encargos nos exigían una atención permanente para todo. Pero no se daban satisfechos con hablarnos; pues para servir a la comunidad o las familias o personas que lo necesitaban, nos hacían ir por agua y leña, limpiar la cabaña, realizar puntualmente los trabajos de los miembros de la tribu que se encontraban débiles por su edad, coger bayas y moluscos y repartirlos inmediatamente entre todos los presentes, mientras que nosotros no podíamos quedarnos nada más que con una parte insignificante. No sólo una vez, sino reiteradamente se nos obligaba a semejantes servicios. Entonces era cuando comprendía las impresionantes palabras de aquel viejo dirigente, cuando nos pedía un servicio desinteresado en pro de la comunidad.

En realidad, he ido descubriendo poco a poco en la Tierra del Fuego los resultados de estos magníficos principios pedagógicos. Allí no se opone ningún chiquillo tercamente a su padre, cuando éste le encomienda algún trabajo, ni tampoco tiene una madre que mandar por dos veces a su hija a que realice el trabajo previamente repartido entre ambas. En la conversación con las personas mayores no hablan como una juventud indiscreta. A nadie se le ocurre pensar unos juicios desfavorables sobre las costumbres que practican ni mucho menos protestar de la constante y decisiva influencia de los miembros ancianos de la tribu sobre las costumbres heredadas de los antepasados.

Ahora me puede preguntar sorprendido el lector: ¿De dónde proviene tanto contenido y tanta cristalina pureza en esos principios, y de dónde surgen tal cantidad de factores para dirigir rectamente la voluntad a la satisfacción de tantas y tan diferentes exigencias? Pues bien, todo tiene su origen en la creencia religiosa de nuestros hombres primitivos en la Tierra del Fuego. Porque creen en una religión monoteísta, la que constituye, sin duda alguna, la forma superior de religión, y porque practican una fe viva, tienen alas nuestros indios para realizar sus actos morales y llegar a la consecución de sus altos ideales pedagógicos. Como actor de todo el complicado ritual de las ceremonias de iniciación a la pubertad, reconocen y denominan a Hidábuan (= mi padre), al gran espíritu puro, que siempre está. presente como único poder. De él proceden todas las costumbres y formas de vivir existentes, las leyes y derechos; él vigila su observancia y castiga su incumplimiento con enfermedades o muertes prematuras. De él se deriva la vida y la felicidad, la salud y toda clase de éxito, el tiempo bueno y el malo. Este gran espíritu está siempre presente en la conciencia de nuestros Yámanas, y todos se reconocen obligados a sus mandatos. También es de admirar que toda la educación de la juventud está impregnada de esta creencia en el dios vivo; y como tiene una base religiosa, se obtienen tan excelentes y seguros resultados. Para estos hombres primitivos del Archipiélago del Cabo de Hornos es evidente -y actúan conforme a ella- que, sin una creencia efectiva y real en un dios, faltaría el fundamento moral de toda acción pedagógica sobre la juventud.

Sin comprenderlo nosotros nos decían las personas de edad:

-Todo lo que en estas ceremonias pasa ante ti, no ha ido invención de los Yámanas; todo proviene de Watauinéiwa (nombre del Ser Supremo). Él ha enseñado a nuestros predecesores cómo debemos celebrar las ceremonias de iniciación a la pubertad. Nosotros nos ajustamos lo más posiblemente a ello, pues está siempre vigilando.

Entonces nos exhortaron a su más exacto cumplimiento y le dijeron a cada aspirante:

-Ten siempre presente todos nuestros consejos, Watauinéiwa así lo quiere. Él te mira como si estuviera a tu lado.

Al que se olvida del cumplimiento de su deber, le amenaza castigándolo con una muerte prematura. El que está arriba te observa, y si eres holgazán, te matará. A un joven ligero de cascos, que practicó al mismo tiempo que yo sus ceremonias de iniciación a la pubertad, le hizo recordar machaconamente nuestro jefe:

-Si olvidas después las enseñanzas que aquí te hemos dado, no te molestaremos por ello, pues ya eres mayor y autónomo. Depende solamente de ti conservar o no nuestras enseñanzas cuando te encuentres de nuevo solo. Pero no te creas que escaparás de tus faltas con la piel sana. El mismo Watauinéiwa te observa y te castigará con una muerte prematura. Si no te coge de momento a ti, hará que tus hijos mueran y te quedarás solo.

No cabe duda, los viejos inculcan a los jóvenes en las ceremonias de iniciación un vivo temor a dios, que lo conservan durante el resto de sus días.

Los jóvenes no oyen hablar únicamente con ocasión de los ritos de iniciación a la pubertad sobre los principios del Ser Supremo. Ya en el círculo de su familia han escuchado frecuentemente su nombre y ya se les ha llamado la atención en reiteradas ocasiones acerca de su personalidad. La creencia en un dios entre los Yámanas es una cuestión de interés general de la cual no se excluye en forma alguna a los niños.

Para comprender en todo la efectividad de los esfuerzos pedagógicos de nuestros fueguinos, obsérvese que no existe entre ellos ni jueces ni policías, ni caciques ni una autoridad penal pública. En la mayor armonía se desarrolla la vida en común de los casados, con el mayor respeto se presentan los jóvenes al conjunto de los hombres viejos de la tribu, la vida en común transcurre con el mayor orden, y determinada por una sincera y mutua buena voluntad. Es cierto que a veces ocurre una ruptura matrimonial, y, aunque es mucho más raro, alguien puede cometer un crimen o un robo. No han faltado ni faltan los egoísmos y las disputas. Pero quien muestre inclinación por estas u otras faltas semejantes, tiene que cambiar de conducta tarde o temprano, pues la comunidad no le concede la menor consideración.

En las largas semanas de los duros y penosos ritos de iniciación a la pubertad, no faltan algunos que otros cambios del programa que tienen por objeto la mera distracción. Es frecuente que por las tardes se celebren danzas coreadas y mímicas, en las cuales toman parte todos los aspirantes. Otras tardes, un buen conocedor del pasado refiere antiguos mitos y cuentos para familiarizar a la juventud con estos valiosos tesoros. Al final un hombre o una mujer hablan de su encuentro con los espíritus o de la experiencia de su vida. Hasta a los camaradas desaparecidos se les dedica unas horas especiales de recuerdo. Realmente se desarrolla un variado programa en el escenario de estas ceremonias de iniciación a la pubertad.

Cuando los aspirantes, al cabo de semanas y meses de instrucción, han comprendido y practicado, de acuerdo con el criterio de los hombres más ancianos de la tribu, y han demostrado su fiel sumisión a la tradición, entonces empiezan a manifestarse suavemente los naturales deseos para la pronta terminación de los formalistas ritos de la pubertad. Los hombres de mediana edad acarrean mucha carne y las mujeres preparan una opípara comida para celebrar la terminación. Todos los presenten toman parte en ella con tanto más gusto cuanto más sienten la necesidad de divertirse al cabo de tanto tiempo. Los aspirantes sienten un profundo alivio en su cansancio corporal y espiritual cuando se aflojan al fin las cadenas de aquel severo programa. Yo me encontraba después de mi primera participación en las ceremonias de iniciación no sólo agotado, sino también delgadísimo por el hambre y el cansancio. Como recuerdo, me regaló mi padrino, como le ocurrió a todos los aspirantes, un hueso de pájaro de forma de caña y del largo de una mano, con el que podía absorber diariamente el agua de beber que quisiera. También me regaló una especie de varita puntiaguda con la que debía arrascarme las picaduras de los piojos. Ambas piezas se cuelgan en un cordón hecho con barbas de ballena, que se coloca alrededor del cuello del aspirante.

De hora en hora va creciendo la animación de los que toman parte en el banquete de despedida; la gente se vuelve charlatana y con palabras cariñosas intercambian sus impresiones; una canción colectiva de despedida en esta agradable fiesta, expresa toda la alegría y satisfacción de los presentes por la nueva vida que se abre a los aspirantes. Tristemente se va apagando, y todavía se concentran durante algún tiempo en sus propios pensamientos. Al terminar esta pública y formal ceremonia de despedida, se van levantando uno tras otro, cogen todas las cosas de su uso y se apartan finalmente de la Gran Cabaña. En el mismo día, o al siguiente, abandonan las familias el lugar.

Poco a poco se va arruinado el armazón de la Gran Cabaña. Mudo y vacío se encuentran ahora los lugares en que tantos fueguinos han estado meditando durante varias semanas sobre su propio yo, procurando adaptar su conducta en el futuro a las costumbres tradicionales de sus padres. Jóvenes y viejos se han renovados espiritualmente, y alegres vuelven a emprender la labor diaria. Los aspirantes aprobados pueden constituir pronto su propia familia, pues ya se les considera como miembros perfectos bu. En esta época de la vida, de absoluta independencia les trasmite bajo una acertada dirección, lo que para su bienestar personal, y la comunidad entrevé que ha adquirido un miembro útil para sí. Los Yámanas forman a cada uno de sus jóvenes para que sean «hombres buenos y útiles para la tribu». En esto consiste fundamentalmente la pedagogía de nuestros primitivos en la Tierra del Fuego.