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Los modelos constitucionales en las Cortes de Cádiz

Joaquín Varela Suanzes


Universidad de Oviedo


[Nota preliminar: El contenido de este trabajo forma parte de un libro, en curso de elaboración, sobre La Monarquía en el pensamiento europeo: 1688-1833.]

La invasión napoleónica trajo consigo el desplome de la Monarquía hispánica. Para sustituirla por una Monarquía constitucional había dos grandes modelos: monarquía inglesa, que se había ido construyendo a lo largo de un dilatado proceso histórico en el que la revolución de 1688 había supuesto un hito decisivo, y la Monarquía francesa de 1791, que se había diseñado en la Asamblea constituyente de 1789 de acuerdo fundamentalmente con unas premisas racionales.

En las Cortes de Cádiz, el modelo constitucional inglés fue defendido por los Diputados realistas, mientras el francés de 1791 fue reivindicado con éxito por los Diputados liberales de la metrópoli, plasmándose en buena medida en el texto constitucional de 1812. Las páginas que siguen tratarán de explicar esta distinta actitud. Ahora bien, es preciso tener en cuenta que, en teoría, existía un tercer modelo constitucional: el republicano y federal de los Estados Unidos de América. Un modelo por el que quizá -sólo quizá- se decantasen las simpatías de los Diputados americanos, habida cuenta de que a éstos ni el modelo inglés ni el francés les resultaban convincentes. La común mentalidad antiaristocrática de los representantes de ultramar, partidarios de un igualitarismo liberal, chocaba con los principios básicos del constitucionalismo inglés, por el que no manifestaron apenas simpatías. En lo que atañe al modelo constitucional francés de 1791, el radical uniformismo político y administrativo que éste entrañaba, al estar basado en el dogma jacobino de la soberanía nacional, suponía un insuperable obstáculo para que estos Diputados se identificaran con él. Pero lo que estaba claro es que el modelo constitucional de los Estados Unidos no convencía en absoluto ni a los Diputados realistas ni a los liberales de la metrópoli. Precisamente, antes de examinar la influencia de los modelos inglés y francés en las Cortes de Cádiz -sobre todo en los liberales de la metrópoli, que fueron, al fin y al cabo, los que dominaron aquellas Cortes-, es preciso decir dos palabras sobre el rechazo del modelo constitucional de los Estados Unidos en nuestra primera Asamblea constituyente.






ArribaAbajoEl modelo constitucional de los Estados Unidos de América

En España no hubo un grupo republicano de cierta consistencia organizativa e ideológica hasta la segunda mitad del siglo XIX. En las Cortes de Cádiz, desde luego, ningún Diputado se manifestó a favor de la República, ni siquiera entre los Diputados americanos. Esta forma de gobierno se identificaba en aquella Asamblea con la democracia directa de la Antigüedad, con los excesos de la Convención francesa de 1793 y con el federalismo de los Estados Unidos. Si el ejemplo de las polis griegas y de la República romana resultaba impracticable y opuesto al sistema representativo, el régimen de guillotina y terror les repugnaba profundamente. En cuanto al modelo norteamericano, tanto a los Diputados realistas como a los liberales de la metrópoli, les parecía tan lejano ideológica como geográficamente, sin que los americanos llegase a reivindicarlo nunca de forma expresa.

En realidad, como escribe Manuel Martínez Sospedra, «el modelo norteamericano era de muy difícil asimilación. Por de pronto -añade este autor- se trataba de una Constitución republicana tendencialmente democrática y además se traba de una ley fundamental federal, factores todos que jugaban en su contra. Por ende, no era bien conocida en nuestro país y su influencia se veía dificultada por una razón suplementaria: se trataba de un texto constitucional nacido de una ruptura sangrienta y dolorosa respecto del régimen anterior y cuyo tinte radical era notorio... Ciertamente, el carácter marcadamente monárquico de la institución presidencial junto con la rígida separación de los poderes que caracteriza al texto de 1781 indicaban un camino posible, pero las discrepancias eran demasiado grandes y la inadecuación del modelo notoria. El constitucionalismo norteamericano podía servir a lo sumo como ejemplo de cómo organizar la relación ejecutivo-parlamento y podía servir de fuente de argumentos en punto a la cuestión de las facultades del Rey, pero muy poco más», La Constitución de 1812 y el primer liberalismo español, Facultad de Derecho, Valencia, 1978, p. 41.

Los Diputados liberales incluso repudiaron de forma expresa el modelo constitucional de los Estados Unidos en alguna ocasión. Así ocurrió en el debate del Título VI del Proyecto de Constitución, que organizaba «el gobierno interior de los pueblos y provincias», en el que se enfrentaron las tesis uniformistas de los liberales de la metrópoli y las «provincialistas» de los Diputados americanos. Tesis estas últimas que los liberales no dudaron en calificar de «federalistas», con harta exageración e incluso con notable imprecisión conceptual. Pero lo que ahora importa subrayar es que en este debate el conde de Toreno señaló que la Constitución en ciernes intentaba por todos los medios «excluir el federalismo, puesto que no hemos tratado de formar sino una Nación sola y única» Diarios de las Discusiones y Actas de las Cortes (D. D. A. C.), t. 11, p. 212. «Lo dilatado de la Nación -añadía Toreno- la impele baxo un sistema liberal al federalismo; y si no lo evitamos se vendría a formar, sobre todo con las provincias de Ultramar, una federación como la de los Estados Unidos, que insensiblemente pasaría a imitar la más independiente de los antiguos cantones suizos, y acabaría por constituir estados separados», Ibidem, p. 247. A este criterio se adhirió también Agustín de Argüelles, quien insistió en los supuestos peligros del federalismo y en la necesidad de alejarse del modelo de la «federación anglo-americana»1.




ArribaAbajoEl modelo constitucional inglés


ArribaAbajoLord Holland y los «Cortistas»

Durante el siglo XVIII el constitucionalismo inglés tuvo en España una indudable difusión, en la que jugó un papel relevante un periódico editado por Cladera con el nombre de Espíritu de los Mejores Diarios de Europa, en donde se publicaron los escritos de Sidney y los comentarios constitucionales de Blackstone2. El contacto personal entre algunos viajeros ingleses -lo suficientemente osados para atreverse a acercarse a una Nación fuera del «Grand Tour»- y algunos ilustrados españoles, sirvió también para que las ideas o quizá mejor las creencias más extendidas sobre el sistema constitucional inglés, se difundiesen en España a lo largo del siglo de las Luces3.

El autor inglés más conocido en la España del ochocientos fue Locke, cuya influencia fue tanto directa como a través de Diderot, Montesquieu, Turgot y Rousseau. La influencia de Locke se percibe en ilustrados como Campomanes y Jovellanos y en liberales como Cabarrús y Martínez Marina4. Pero es muy significativo que el constitucionalismo inglés se difundiese en la España del siglo XVIII principalmente a través de Montesquieu. El espíritu de las Leyes fue la obra que tuvo más resonancia en España entre toda la literatura política del siglo5. El publicista francés era conocido y aceptado no sólo por autores liberales e ilustrados, como Ibáñez de la Rentería, Enrique Ramos, León Arroyal, Alonso Ortiz, Alcalá Galiano, Cadalso, Foronda y Jovellanos, sino también por los pensadores opuestos a la Ilustración y el liberalismo, como Antonio Xabier Pérez y López, Forner y, en fin, Peñalosa6.

A partir de 1808 el constitucionalismo inglés cobró un auge inusitado en España -naturalmente sobre todo en la España no ocupada por los franceses al socaire de la libertad de imprenta y debido al prestigio que lo inglés tenía entre los españoles, pues al fin y a la postre era Inglaterra el principal aliado del pueblo español en su lucha contra Napoleón.

En la difusión del constitucionalismo inglés durante esos años jugó un papel muy destacado Lord Holland. El aristócrata inglés era miembro muy relevante del partido whig y uno de los discípulos predilectos de Fox, el más descollante dirigente de este partido durante el último tercio del siglo XVIII7. Lord Holland llegó a adquirir un gran conocimiento y cariño por las cosas de España -su segunda patria, como él mismo gustaba recordar-, así como una notable influencia sobre algunos hombres que jugaron un papel capital en este período, uno de los más críticos de toda nuestra historia.

En sus estancias en España durante la ocupación napoleónica -primero en Madrid y luego en Sevilla-, Lord Holland pretendió contrarrestar el influjo de las ideas francesas, defendiendo ante un selecto grupo de intelectuales españoles los trazos esenciales del constitucionalismo inglés: espíritu moderado y conciliador entre el pasado y el presente, rechazo de las concepciones metafísicas y abstractas, Monarquía limitada, en la que la Corona, al menos ante el derecho escrito, participaba de forma decisiva en todas las funciones estatales, Parlamento bicameral, activismo judicial en defensa de las libertades individuales... Lord Holland estaba obsesionado con la convocatoria de Cortes en España y esta obsesión la transmitió a sus amigos españoles, a quienes llamaron por eso «los cortistas», aunque la necesidad de convocar Cortes era una aspiración que venía de lejos, como se dirá más adelante.

Entre los españoles que llegó a tratar se hallaba el excelente poeta Quintana, fundador de El Semanario Patriótico, a cuyo través quiso Lord Holland inocular de anglofilia al liberalismo español8, y José María Blanco-White, un sevillano de gran inteligencia y exquisita sensibilidad9. Por encargo de Quintana, Blanco dirigió la sección política de este famoso periódico liberal durante la etapa en que éste se publicó en Sevilla, a la sazón sede de la Junta Central10.

Pero el mejor amigo de Lord Holland en España fue Jovellanos, pese a que la edad de éste era el doble que la de aquél. Jovellanos fue, además, el más relevante anglófilo durante estos años. Su anglofilia y su propio liberalismo estaban, sin embargo, muy condicionarlos por su historicismo nacionalista -mucho más conservador que el de Martínez Marina y que el de los liberales doceañistas- e incluso por su escolasticismo. Dos componentes doctrinales que se ponen de manifiesto en los diversos dictámenes que redactó durante esos años como miembro de la Junta Central, y que publicaría más tarde como Apéndices a su Memoria en Defensa de la Junta Central11. Jovellanos sostuvo -sin éxito- que las Cortes debían convocarse y organizarse por estamentos, y no según los presupuestos individualistas que los revolucionarios franceses habían defendido en 1789. De tal forma que frente al monocameralismo, Jovellanos no tuvo más remedio que defender, a pesar de su carácter innovador, la necesidad de unas Cortes bicamerales, al estilo del Parlamento inglés, en la que la Cámara Alta debía actuar como un potente «poder intermediario» y «moderador», capaz de impedir la avalancha del elemento «democrático» y de configurar un «régimen mixto»12.

Igualmente influyentes en este selecto círculo fueron las Suggestions on the Cortes, escritas por el Doctor Allen, íntimo amigo de Lord Holland. Don Ángel de la Vega Infanzón tradujo esta obra y la publicó en el otoño de 1809 con el título de Insinuaciones sobre las Cortes. En este folleto sostenía el Doctor Allen unas ideas muy parecidas a las de Lord Holland y en particular las ventajas del sistema bicameral inglés sobre el monocameralismo adoptado en Francia en la Constitución de 1791 (para ser más exactos mejor sería decir las ventajas de la representación estamental sobre la nacional). Blanco-White publicó un extracto de estas Insinuaciones -según la versión española de su amigo Ángel De la Vega Infanzón- en El Español. Asimismo, en abril de 1813 apareció en este periódico una «Carta al editor de El Español» sobre la reciente mudanza de Regencia en España, cuyo autor no era otro que Lord Holland, aunque prefiriese firmarla con el muy revelador y entrañable seudónimo de «un inglés muy españolado».




ArribaAbajoLa ausencia de un grupo anglófilo liberal en las Cortes de Cádiz

También en las Cortes de Cádiz un influyente grupo de Diputados liberales conocía el constitucionalismo inglés. Argüelles había vivido en Inglaterra unos años antes de que estallase en España la Guerra de la Independencia. Lo había enviado allí su amigo y paisano Jovellanos para formar parte de la Legación diplomática española13. Otro destacado Diputado en las Cortes de Cádiz, el también asturiano José María Queipo de Llano, conde de Toreno, había estado en Inglaterra junto con el ya Mencionado De la Vega Infanzón, uno de los anglófilos españoles de la primera hora- comisionado por el Reino de Asturias para solicitar ayuda al poderoso aliado en la lucha contra el invasor francés. Tanto Argüelles como Toreno conocían ya por aquel entonces a Lord Holland, como lo conocía también otro destacado Diputado de las Cortes de Cádiz: Juan Nicasio Gallego14.

Ahora bien, el constitucionalismo inglés no fue el que predominó entre los liberales españoles a quienes cupo la responsabilidad de trazar las líneas maestras del Estado constitucional en ciernes, excepto en lo relativo a la organización del Poder Judicial15. Para desesperación de Lord Holland y de Jovellanos, los más destacados miembros de las Cortes de Cádiz no siguieron la senda constitucional inglesa, sino la que habían trazado los revolucionarios franceses en 1791. Es significativo a este respecto que fuese Locke el único autor inglés que gozó de verdadera influencia entre los Diputados liberales, y lo es todavía más que tal influencia fuese especialmente grande en lo que concierne a las tesis más iusnaturalistas y, por tanto, menos inglesas, como las ideas del estado de Naturaleza y del pacto social o la de los derechos naturales -bien recibidas por los Diputados más radicales, como el conde de Toreno- además, por supuesto, de su teoría de los «frenos y equilibrios», que fueron del agrado de casi todos los miembros de las Cortes16.

El constitucionalismo inglés -y con más exactitud, la versión que de éste había dado el autor de El Espíritu de las Leyes- tuvo a sus más importantes defensores entre los Diputados realistas de las Cortes, muy en particular entre aquellos influidos por las tesis jovellanistas, como Cañedo, sobrino del polígrafo asturiano, o el gallego Becerra y Llamas, pero también entre los Diputados realistas menos proclives a la Ilustración y a las reformas, como Borrull e Inguanzo, quienes trajeron a colación la teoría de los cuerpos intermedios de Montesquieu e insistieron no tanto en la importancia de un ejecutivo monárquico fuerte como el inglés, cuanto en la necesidad de una representación especial para la aristocracia y el clero. La defensa del bicameralismo, pues, tal como había acontecido antes con Jovellanos, tenía por objeto preservar la antigua representación por brazos, adaptándola a las nuevas circunstancias históricas y a las nuevas exigencias doctrinales17.

Pero, naturalmente, este tipo de representación no podía agradar a los Diputados liberales. Es muy significativa a este respecto una intervención de Agustín de Argüelles en donde se pone de relieve su admiración por el constitucionalismo inglés, pero a la vez también sus notables discrepancias con éste:

«Es innegable -decía el Diputado asturiano- que la Inglaterra puede servir en muchas cosas de modelo a toda Nación que quiera ser libre y feliz. Por mi parte confieso que muchas de sus instituciones políticas, y más que todo el feliz resultado que presentan, forma el ídolo de mis deseos. Mas no por eso creo yo que el sistema de sus cámaras sea de tal modo perfecto que pueda mirarse como un modelo de representación nacional», D. D. A. C., t. 8, p. 284.

Entre los Diputados liberales, pues, el constitucionalismo inglés no concitó la hostilidad que había suscitado entre algunos miembros de la Asamblea de 1789 (ni mucho menos la aversión que provocaría a los más destacados elementos de la Convención de 1793). Pero si en Cádiz no puede hablarse de anglofobia -al fin y al cabo faltó allí un grupo jacobino y republicano-, no es menos cierto que tampoco se detectó la presencia de un grupo anglófilo liberal, como había ocurrido en la Asamblea constituyente de 1789, pues los anglófilos jovellanistas -como Cañedo, por ejemplo-, no eran propiamente liberales, como sí lo habían sido, en cambio, Lally-Tollendal, Mounier y desde luego Mirabeau18.




ArribaAbajo La imagen de la Monarquía inglesa en las Cortes de Cádiz

¿A qué se debía la ausencia de un grupo anglófilo liberal en las Cortes de Cádiz? Para responder a esta pregunta es preciso tener en cuenta que los autores ingleses difundidos en la España del siglo XVIII -o los que, sin serlo, habían escrito sobre Inglaterra-, tenían una nota común: la de ser firmes defensores de la doctrina de la balanced constitution, como ocurría con Locke y Blackstone, o incluso de una concepción más rígida y separatista de la organización de los poderes del Estado, como acontecía con Montesquieu y De Lolme, cuyo libro más célebre tradujo al español Juan de la Dehesa, en 1808, con el título Constitución de Inglaterra, o descripción del Gobierno Inglés comparado con el democrático, y con las otras Monarquías de Europa19.

La Monarquía inglesa como «monarquía mixta», presidida por el «equilibrio» de sus poderes, era, asimismo, la idea que habían difundido en España los viajeros ingleses a lo largo del siglo XVIII, como recuerda Ana Clara Guerrero20. Destaca en particular esta autora las ideas de A. Jardine, un militar que llegaría a ser Cónsul de Inglaterra en La Coruña y que mantuvo una buena relación con Jovellanos, más tarde rota. Las ideas de este viajero son muy interesantes por cuanto no formaban «un cuerpo organizado», sino que eran «una manifestación de esos lugares comunes a gran parte de la población ilustrada británica». Entre estas «ideas comunes» -que es lógico pensar transmitirían a los españoles- estaba la de defender, tal como acontecía en Inglaterra, la necesidad de una legislatura compuesta de tres partes, «un Monarca, un Senado y unos Comunes por representación», de tal forma que, mediante su «control mutuo», pudiese «llegarse a un gobierno equilibrado»21.

Los autores críticos con la doctrina dieciochesca del «equilibrio constitucional», como Edmund Burke y Jeremy Bentham, apenas eran conocidos en España durante estas fechas, mientras que la recepción del sistema parlamentario de gobierno en la doctrina constitucional francesa -por ejemplo en Benjamín Constant- no se había producido todavía, aunque no faltaba mucho para ello22. Burke había tenido una escasa influencia en España, aunque selecta, por ejemplo en Jovellanos. La obra que le había hecho más célebre en toda Europa, las Reflexions on the French Revolution, apenas tuvo resonancia en nuestro país23. En lo que atañe a Bentham, ya desde la temprana fecha de del 1807 se conocía alguna obra suya en España, introducida, como otras muchas, por las tropas francesas en su marcha hacia Portugal. Se trataba concretamente de los Principios de Legislación Civil y Penal, uno de cuyos ejemplares cayó en manos de Toribio Núñez, a la sazón residente en Salamanca. Sin embargo, la influencia de Bentham en las Cortes de Cádiz sólo se percibe en Agustín de Argüelles, y aun así de forma tenue. Un hecho que contrasta vivamente con la enorme resonancia que el publicista inglés tendría a partir de 182024.

Pese al trato personal con Lord Holland y a las estancias de algunos de ellos en Inglaterra, los pocos Diputados doceañistas que estaban al tanto del constitucionalismo inglés lo que conocían de éste era, pues, su versión dieciochesca, ignorando la nueva concepción del Cabinet system. Dicho con otras palabras, los Diputados liberales conocían mucho mejor -como ocurría con Jovellanos, aunque no con Blanco-White-25 la posición del Monarca inglés ante el derecho escrito e incluso ante el Common Law, que su posición política de acuerdo con las convenciones constitucionales y las simples prácticas parlamentarias. De este modo, la Monarquía inglesa se identificó en las Cortes de Cádiz -de ahí también su rechazo- no tanto con el predominio de un Gabinete responsable ante los Comunes, cuanto con el de un Monarca que tenía en sus manos poderes muy considerables.

Este fenómeno se puso de manifiesto en diversas ocasiones a lo largo del debate constituyente, incluso entre los Diputados que mejor conocían el modelo constitucional inglés. Así, por ejemplo, Agustín de Argüelles sostuvo la necesidad de que el veto regio no fuese «pura fórmula», esto es un acto debido, añadiendo a continuación: «Si fuese como en Inglaterra, donde el Rey tiene el veto absoluto, podrían seguirse graves males a la Nación». Con lo cual parecía olvidar que el veto regio no se ejercía en Inglaterra desde los tiempos de la Reina Ana, a principios del siglo XVIII26. Pérez de Castro, por su parte, en este mismo debate trajo a colación a Inglaterra, recordando que su Constitución era sabido «la inmensa extensión que tiene en este y otros puntos la prerrogativa real», Ibidem, t. 9. p. 122.

No puede descartarse tampoco que en este alejamiento de la Monarquía inglesa por parte de los liberales doceañistas influyese también la deteriorada imagen que desde la segunda mitad del siglo XVIII tenía esta Monarquía en buena parte de Europa, al asociarla inevitablemente a la corrupción. Este prejuicio contra el modelo constitucional inglés había pesado mucho en el ánimo de los constituyentes de 1791, quienes habían detestado, aparte del componente aristocrático de sus instituciones y del peso que en ellas tenía la Corona, la venalidad y corrupción de su sistema de gobierno, que permitía aunar el cargo de Ministro o de otro cargo al servicio de la Corona con la condición de miembro de las Cámaras legislativas27.

En las Cortes de Cádiz no hubo intervención alguna -al menos que yo recuerde- que achacase al modelo constitucional inglés tales lacras. Sin embargo, es indudable que los Diputados doceañistas -aunque con muchos matices y gradaciones- rechazaron el sistema parlamentario de gobierno y defendieron un sistema muy rígido de separación de poderes -inspirado en la Constitución americana de 1787 y sobre todo en la francesa de 1791- y en particular la incompatibilidad del cargo de Ministro y la condición de Diputado, con el objeto de evitar las presiones e influencias que podría ejercer el ejecutivo sobre las Cortes28.






ArribaAbajoEl modelo constitucional francés de 1791


ArribaAbajoCoincidencia de objetivos entre el liberalismo doceañista y el francés de 1791

Hasta ahora se ha tratado de exponer por qué los Diputados realistas se identificaron con el modelo constitucional inglés -y aún así no con todas sus partes- y por qué, en cambio, los liberales, sin anatematizarlo, lo dejaron a un lado a la hora de organizar el nuevo Estado. Aunque en las páginas que siguen volveremos a analizar este orillamiento del modelo inglés por parte de los Diputados liberales, se tratará sobre todo a continuación de examinar las causas que llevaron a estos Diputados a defender un modelo constitucional muy semejante, aunque no idéntico, al que habían articulado veinte años antes los constituyentes franceses de 1791.

La primera de estas causas radica en que desde comienzos de la Edad Moderna y sobre todo desde el siglo XVIII la Monarquía española había seguido un curso muy similar a la de la Monarquía francesa (y desde luego mucho más próximo al de ésta que al de la Monarquía Inglesa). Tras la entronización de los Borbones, a principios del siglo XVIII, la Monarquía hispánica, en efecto, comenzó a poner en planta los patrones organizativos de la Monarquía francesa. Ello supuso alejarse de los esquemas «federalistas» de los Habsburgo, cuyo abandono el Conde Duque de Olivares ya había aconsejado a Felipe IV, sobre todo a partir de la insurrección catalana de 1640, aunque hubo de ser Felipe V quien lo hiciese mediante los Decretos de Nueva Planta, a través de los cuales consiguió uniformar a España bajo el derecho de Castilla y suprimir el derecho público de los Reinos de Aragón. La Administración se fue organizando conforme a los esquemas centralistas de la Monarquía francesa, introduciéndose, por ejemplo, los Secretarios de Despacho -réplica burocrática de los antiguos Validos- y los Intendentes. Si las Cortes de la Corona de Aragón desaparecieron, las de Castilla, convertidas en una especie de Cortes «nacionales», se reunieron sólo seis veces a lo largo de todo el siglo (siempre en Madrid): cuatro bajo Felipe V, una con Carlos III y otra con Carlos IV, sin que en ningún caso, ejerciesen la potestad legislativa. Esta potestad residía enteramente en el Rey, que la ejercía por medio del Consejo Real, a través del cual el Monarca no sólo legislaba, sino que dirigía también la Administración e impartía Justicia. La autonomía municipal y universitaria se cercenaron sobremanera, del mismo modo que el poder político de la nobleza. La fuerza política y económica de la Iglesia Católica se debilitó también de forma notable como consecuencia de la política regalista llevada a cabo por los Monarcas, sobre todo por Carlos III.

Pero a esta similitud en la evolución institucional de las Monarquías de España y Francia, es preciso añadir que desde la segunda mitad del siglo XVIII tuvo lugar una ingente recepción en España de la cultura francesa, ciertamente mucho mejor conocida incluso en su idioma original que la cultura inglesa. Dentro de este afrancesamiento cultural, es preciso destacar el enorme eco que tuvo en España el pensamiento político y constitucional de la Nación vecina. La intelectualidad española lee con fervor los libros franceses de carácter enciclopedista, liberal y democrático, particularmente los que habían escrito Voltaire, Montesquieu y Rousseau. Los cauces más importantes para la penetración de estas ideas fueron las Sociedades de Amigos del País, la Prensa, los cada vez más frecuentes viajes al extranjero por parte de la minoría culta de entonces y desde luego las Universidades. Mención especial merece la de Salamanca, foco cultural muy inquieto, animado por Meléndez Valdés, Ramón de Salas, Toribio Núñez y por dos destacados liberales que jugarían un papel muy destacado en las Cortes de Cádiz: Muñoz Torrero y Juan Nicasio Gallego29

Partiendo de esta similitud institucional entre las dos Monarquías existentes a uno y otro lado de los Pirineos, así como del influjo del pensamiento francés en España desde comienzos del siglo XVIII, se comprende perfectamente que el liberalismo español prefiriese acercarse más al liberalismo francés que al inglés en su lucha contra el absolutismo. Frente a una Monarquía tan absoluta como la francesa -si no más-, como era la de Carlos IV, y partiendo de una sociedad mucho más parecida a la de Francia que a la de Inglaterra -con una nobleza igualmente parasitaria y con una burguesía muchísimo menos potente social y políticamente en España que en Francia- parecía lógico, en efecto, que el liberalismo español, aprovechando la gran crisis de 1808, adoptase o tratase de adaptar, para decirlo con más exactitud, el modelo alternativo que a esta Monarquía y a esta sociedad habían ofrecido los revolucionarios franceses de 1789 en vez del que habían ideado los revolucionarios ingleses un siglo antes.

No debe olvidarse tampoco que la Revolución francesa, a diferencia de la inglesa, había sido una revolución europea, cuyos dirigentes no se conformaron con querer resolver los problemas sociales y políticos que se habían planteado en Francia durante el siglo XVIII, sino que pretendieron también dar respuesta a los que, de forma similar, se habían planteado en buena parte de Europa30. Esta dimensión universal de la Revolución francesa, avalada por su fundamentación exclusivamente racional, tan proclive a las abstracciones, explica en buena medida el éxito que sus principios y textos normativos tuvieron en el mundo, incluida España, frente a la escasa incidencia externa de la Revolución inglesa, basada en una tradición histórica peculiarísima y difícilmente exportable31. Las ideas revolucionarias francesas respondían, en realidad, a las aspiraciones del liberalismo español en su lucha con un enemigo parecido -la Monarquía absoluta, la sociedad estamental y una economía precapitalista- al que se habían enfrentado con éxito los revolucionarios de 1789.

Es cierto que el trasiego ideológico que se había producido entre España y Francia a lo largo del siglo XVIII sufrió una notable inflexión en la época de Carlos IV, tras los acontecimientos de 1789, pero ni los controles del Gobierno ni los de la Inquisición lograron impedir la entrada y la difusión de esta literatura subversiva, incluso en los lugares más recónditos de España. «Cuando empezó a acrecentarse la fama de Voltaire y Montesquieu -escribe a este respecto Antonio Alcalá Galiano, buen testigo de la época-, cuando voló después hasta igualarse a la de ambos la de Rousseau, y cuando otros inferiores ingenios de la escuela llamada filosófica consiguieron una nombradía que posteriormente han perdido, no faltaban españoles que admirasen y estudiasen tan célebres modelos. Vivía aquí la Inquisición, poderosa y severa, pero no alcanzaba a impedir la entrada de ideas prohibidas, así como no alcanzaban los aduaneros a atajar la introducción de géneros de ilícito comercio» «Índole de la Revolución en España en 1808», Biblioteca de Autores Españoles (B. A. E.), t. LXXXIV, p. 312.

En las Cortes de Cádiz, los publicistas franceses que más resonancia tuvieron fueron Montesquieu, Rousseau y Siéyes. Si la influencia de los dos primeros se ha destacado casi unánimemente, no ha ocurrido así en la misma medida con el tercero, pese a haber sido igual o incluso mayor. No hay noticia de ninguna traducción o reimpresión en España antes de 1812 de su opúsculo sobre el Tercer estado, pero es probable que circulase por España en su idioma original en el aluvión de literatura revolucionaria que penetró en España tras la Revolución francesa o quizá más tarde al abrigo de las tropas napoleónicas. En todo caso, el conocimiento de las principales tesis de su panfleto es evidente en Martínez Marina y más todavía en los liberales de las Cortes de Cádiz (como el Conde de Toreno), aunque se cuidasen mucho de reconocer esta y otras influencias de parecida matriz, intentando evitar dar pábulo a las acusaciones de «francesismo» de que eran objeto por parte de los Diputados realistas. Una acusación ciertamente eficaz en un contexto histórico en el que las tropas napoleónicas estaban ocupando buena parte de España y sometiéndola a una larga y desigual guerra32.




ArribaAbajoLa Monarquía francesa de 1791 como modelo para el liberalismo doceañista: el recelo hacia el poder ejecutivo y el desprestigio de la Monarquía española

Junto al mayor paralelismo existente entre la Monarquía española y la francesa y al notable influjo ideológico del pensamiento francés sobre el español, el recelo hacia el Rey y, en general, hacia el poder ejecutivo, es una de las causas más relevantes para explicar por qué los liberales de las Cortes de Cádiz prefirieron seguir los pasos de los constituyentes franceses de 1789 en lugar de los que habían seguido en Inglaterra los revolucionarios de 1688. En la Asamblea doceañista los recelos hacia el poder ejecutivo fueron tales que Espiga se vio obligado a decir: «Yo se muy bien que es necesario contener la tendencia, que por lo común se observa en los que gobiernan, a extender y aumentar su poder; pero yo desearía que no se considerara al Rey como un enemigo que está siempre preparado para batir en brecha al cuerpo legislativo»33.

Para los liberales doceañistas, la Monarquía articulada en 1791 era un modelo muy plausible, toda vez que en ella el Monarca estaba a merced del Parlamento -de un Parlamento, además, no estamental- sin que, por tanto, ni el Rey ni la nobleza ni el clero pudiesen detener las radicales reformas que éstas estaban dispuestas a emprender para modificar profundamente la sociedad, la economía y la organización política de España. En la Monarquía inglesa, en cambio -tal como ellos la veían, según queda dicho-, el Monarca y la nobleza, a través de la Cámara de los Lores, tenían unas prerrogativas tan robustas que el recogerlas en la Constitución española podría poner en peligro la transformación revolucionaria de la Nación.

El recelo hacia el poder ejecutivo no obedecía sólo, ni siquiera primordialmente, a causas de orden intelectual. Sin necesidad de acudir al influjo de las ideas revolucionarias francesas (como las de Rousseau y Siéyes, de tanta influencia ya en los constituyentes Franceses de 1791) ni al de otras ideas incardinadas en la tradición española, como las del jesuita Mariana, había razones de otra índole que explican por qué el sentimiento de recelo hacia el Rey y sus Ministros fue un sentimiento tan generalizado, no ya entre el elemento liberal, sino incluso entre amplias capas de la población. Hay que tener en cuenta, en efecto, el desprestigio que sufrió la Monarquía española durante los años finales del siglo XVIII y la primera década del XIX. El comportamiento de Carlos IV, y sobre todo el de su esposa María Luisa, había contribuido a este desprestigio de un modo considerable. La privanza de Godoy chocaba con los sentimientos morales mayoritarios del pueblo español, como se puso de relieve en el Motín de Aranjuez. Debe sumarse a ello el bochornoso espectáculo de las renuncias de Bayona y las turbias desavenencias entre Carlos IV y su hijo Fernando. La invasión francesa y la capitulación de buena parte de la aristocracia habían menguado el respeto hacia las viejas jerarquías y aumentado en cambio la prevención e incluso la hostilidad, si no hacia la Monarquía, una forma de gobierno sólo puesta en la picota por una minoría, sí hacia el camino seguido hasta aquel entonces por el gobierno monárquico. El levantamiento popular contra el invasor, pese a ser fervoroso y hasta fanático en punto a la defensa de los derechos dinásticos del «Deseado», no había impedido que muchos españoles insurrectos reprobasen la conducta de sus reyes y de buena parte de la gente principal. En realidad, los alzados en armas eran monárquicos ante todo por patriotismo, al identificar la Monarquía de Fernando VII con España y con la religión católica y al invasor francés con el gorro frigio y la impiedad volteriana.

Cuanto se acaba de decir explica que en las Cortes de Cádiz el sentimiento de recelo hacia el Rey y sus Ministros, aunque fuese particularmente intenso en el caso de los liberales, lo compartiesen la mayor parte de los Diputados. Los realistas -separándose en este asunto de Jovellanos- no se opusieron a algunas importantes restricciones a la autoridad del Rey defendidas por los liberales y plasmadas en la Constitución de 181234. Esta curiosísima actitud supuso una de las más significativas diferencias entre las Cortes de Cádiz y la Asamblea francesa de 1789: si en Francia había habido una minoría, por otra parte liberal, partidaria de que el Monarca conservase amplias prerrogativas en el nuevo Estado constitucional (los «anglómanos» y también Mirabeau), en España, en cambio, los Diputados realistas no se mostraron muy combativos ante tales cuestiones, pese a confesarse admiradores de la Constitución inglesa y de Montesquieu. Su caballo de batalla no fue el reforzamiento de la prerrogativa regia, sino la defensa de los intereses estamentales del clero y en menor medida de la aristocracia, cosa que ni Lally-Tollendal ni desde luego Mirabeau habían hecho en 1789.

En realidad, liberales y realistas estaban de acuerdo en reformar el armazón de la Monarquía española y en limitar las prerrogativas del Monarca y de sus Ministros. Lo que diferenciaba a unos de otros era el alcance de esa reforma, que era en realidad un deseo casi unánime de la sociedad española. Realistas y liberales se habían manifestado a favor de la convocatoria de Cortes con el objeto fundamental de limitar los poderes del Rey, en consonancia con la antigua Constitución española, cuyo contenido fue objeto de muy diversas interpretaciones. Sin embargo, discrepaban en el modo de insertar a la Corona en el nuevo orden constitucional, por disentir en la inteligencia que debía darse a los dos principios que, como examiné en otra ocasión, sostenían este nuevo orden: el de soberanía nacional y el de división del poderes35.




ArribaAbajoReceptividad del modelo monárquico de 1791 en el contexto de radicalismo populista que se produce tras la invasión francesa

La adopción de una Monarquía a la inglesa, con un Monarca fuerte y con una segunda Cámara aristocrática, chocaba, además, con un contexto histórico en el que el pueblo era el protagonista indiscutible, en contraste con la ausencia del Rey y la deserción de buena parte de la «gente principal», que había decidido colaborar con las autoridades francesas y aceptar el Estatuto de Bayona, otorgado por Napoleón en 1809. El texto del Estatuto -que Jovellanos hubiera podido suscribir desde el principio hasta el final de no ser por su ilegítimo, que no ilegal, origen- configuraba un tipo de Monarquía muy parecido al que, bajo la influencia inglesa, se articularía en la Carta francesa de 1814 y en el Estatuto Real de 1834.

El Estatuto o Carta constitucional de Bayona -pues Carta era y no Constitución, en el sentido liberal de este término- se concebía, en efecto, como una «ley fundamental», sobre la base de un pacto dualista que unía a los «pueblos» con el Rey y a éste con aquéllos, como su mismo Preámbulo señalaba. El Estatuto hacía del Monarca el centro del Estado y articulaba a las Cortes como mero órgano representativo de los estamentos. En coherencia con su Preámbulo, el Estatuto no contemplaba la posibilidad de su alteración, sino que sólo permitía introducir «adiciones, modificaciones y mejoras», que el Rey debía sancionar tras la deliberación y aprobación de las Cortes, como se desprendía de los artículos 85 y 14636. El texto de 1809 era, en definitiva, una acabada manifestación de la teoría constitucional de los «afrancesados», afectos casi todos ellos a los principios políticos del Despotismo Ilustrado37, mientras que la Constitución de Cádiz era su réplica patriótica y, a la vez, liberal. La réplica de un liberalismo al que ya no le interesaba convertir al Monarca, sino a las Cortes, en el eje de las reformas, concibiendo a la Nación como al único sujeto legitimador de las mismas. Frente a un «Estatuto» «afrancesado» y todo lo más «reformista» o «ilustrado», el código gaditano suponía una auténtica «constitución nacional» y al mismo tiempo «liberal» y «revolucionaria».

La Monarquía nacional que había vertebrado la Constitución francesa de 1791, en la que el Monarca se configuraba como servidor de un Parlamento auténticamente nacional, encajaba, por eso, como anillo al dedo, no ya con las aspiraciones del liberalismo revolucionario, sino también con el contexto popular que se creó a raíz de la Guerra de la Independencia: «También se echará de menos en la Constitución de Cádiz -recordaría años más tarde Donoso Cortés- la plenitud de la facultad real necesaria para constituir una Monarquía; pero es preciso no olvidarse de que el Trono entonces estaba vacío y de que la Monarquía no era un poder, sino un recuerdo»38.

En definitiva, la ausencia del Rey, la traición de buena parte de la aristocracia y el protagonismo del pueblo, no pocas veces heroico, indujo a las Cortes a erigirse en el nervio del Estado Constitucional en ciernes y en la representación nacional por excelencia e incluso en la Nación misma. (Hipóstasis esta última siempre presente en el liberalismo doceañista y en el progresista y democrático posterior). En rigor, desde la apertura de sus sesiones, las Cortes habían llevado a cabo un verdadero gobierno de asamblea, por cuanto no se limitaron sólo a legislar a través de Decretos y órdenes, que no requerían la sanción de la Regencia, sino que ejercieron además funciones de carácter ejecutivo y jurisdiccional y, en definitiva, el peso de la dirección política de un Estado maltrecho y desarticulado. Tal estado de cosas venía amparado legalmente merced al primero y más decisivo de los Decretos que las Cortes aprobaron: el de 24 de septiembre de 1810, en virtud del cual los Diputados que componían aquel Congreso declaraban estar legítimamente constituidos en Cortes Generales y Extraordinarias y que residía en ellas la soberanía nacional. La titularidad de la soberanía, pues, y no sólo parte de su ejercicio. Una afirmación que causaría no pocos problemas teóricos a los Diputados liberales, a pesar de desmentirla el artículo tercero de la Constitución de 1812, que dejaba las cosas en su sitio: la Nación, y no las Cortes, ni siquiera las constituyentes, era el único sujeto soberano. Éstas ejercerían sólo una parte de la soberanía, aunque fuese la más importante. Pero el hecho que ahora interesa subrayar es que esta posición tan preeminente de las Cortes, fruto de la circunstancia histórica en que tuvieron que desempeñar su labor, predeterminó también la regulación constitucional de los poderes del Estado y, en definitiva, la configuración de la Monarquía.

Resultaba lógico también que en este contexto histórico las Cortes se organizasen atendiendo a unos criterios no estamentales, aunque en este caso en contra de la opinión de todos los sectores realistas del país, representados por Jovellanos, quien, como queda dicho, sostuvo en la Junta Central que las Cortes debían convocarse de acuerdo con la antigua representación estamental y territorial y dividirse en dos Cámaras. Pero en la Junta Central no prevaleció este criterio, sino el que suscribieron don Rodrigo Riquelme y don Francisco Javier de Caro, a tenor del cual las Cortes debían convocarse según unas premisas puramente individualistas o «democráticas» -como las tacharía Jovellanos- y, por tanto, no debían componerse más que de una sola Cámara39. Un criterio que fue el que a la postre prosperó y el que se plasmó en la Constitución de Cádiz.




ArribaAbajoDiferencias entre el liberalismo doceañista y el francés de 1791

Pero el que los Diputados liberales acogiesen las ideas francesas a la hora de articular una nueva Monarquía, no significa -como en parte se ha visto ya- que adoptasen todas ellas de forma indiscriminada. La principal diferencia entre el liberalismo francés de 1789 y el español de 1812 estribaba en el carácter mucho más conservador de este último en todo lo relativo a la religión. Una característica que había distinguido ya a la Ilustración española de la francesa40. El exordio de la Constitución de Cádiz invocaba a «Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo» como «autor y Supremo Legislador de la sociedad», y todo su texto exuda un fuerte matiz religioso y además clerical e intolerante. Baste citar a este respecto su artículo 12, que decía: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la Católica, Apostólica, Romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra»41.

Por otro lado, muchas de las ideas de origen francés que hicieron suyas los liberales españoles se defendieron de una forma muy distinta a como se había hecho en la Asamblea de 1789. En los discursos de los más destacados liberales doceañistas abundaban, desde luego, las referencias a los «derechos naturales e inalienables», a la «voluntad general», a la «razón» y a la «igualdad natural», sin que faltasen tampoco las alusiones al «estado de naturaleza» y al «pacto social». Ahora bien, los liberales españoles, a diferencia de los franceses, no apelaron sólo a la razón para justificar sus reformas, sino que pretendieron exhumar de la Edad Media una supuesta tradición nacional de carácter liberal -la de la Monarquía «gótica» o limitada, que había sucumbido por el despotismo de Austrias y Borbones- interpretándola de forma extrapolativa desde los esquemas revolucionarios aprendidos de la literatura política francesa y muy particularmente de la Constitución de 1791 (la única constitución -no se olvide- que hasta aquel entonces había querido aunar la revolución con la Monarquía).

Se seguía, así, aunque con un alcance diferente, el camino que escogería Francisco Martínez Marina al redactar su Teoría de las Cortes, un autor en el que las referencias a la tradición nacional servían para justificar una Monarquía mucho más próxima a la que habían vertebrado los franceses en 1789 que los ingleses en 1688, y que estaba por eso más lejos del modelo medieval que supuestamente se trataba de exhumar que el que reivindicaban Jovellanos y los Diputados jovellanistas de las Cortes42.

Debido al influjo del historicismo nacionalista, las ideas que los liberales defendieron en las Cortes de Cádiz y las que en gran parte se plasmaron en la Constitución de 1812, aunque eran muy similares a las que los liberales franceses habían defendido en la Asamblea de 1789, se recubrieron con un ropaje muy distinto. Para los liberales españoles, la Constitución de Cádiz no hacía más que restaurar, con ligeras modificaciones o «providencias», las leyes fundamentales de la Edad Media, la Monarquía que este código ponía en planta no era más que la antigua Monarquía «gótica» remozada y actualizada. A esta idea capital se refería el «Discurso preliminar» a la Constitución gaditana, que es un documento básico para conocer la teoría constitucional del primer liberalismo español y un texto de gran relieve en la historia del constitucionalismo europeo: «... Nada ofrece la Comisión en su Proyecto -se decía allí- que no se halle del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española... La ignorancia, el error y la malicia alzarán el grito contra este proyecto, lo calificarán de novador o peligroso, de contrario a los intereses de la Nación y derechos del Rey... Más sus esfuerzos serán inútiles y sus impostores argumentos se desvanecerán como el humo, demostrado hasta la evidencia que las bases de este proyecto han sido para nuestros mayores verdaderas prácticas, axiomas reconocidos y santificados por las costumbres de muchos siglos»43

En virtud de la particular situación histórica en la que se hallaban, los liberales españoles necesitaban defender unas premisas doctrinales foráneas, en su mayoría francesas, presentándolas como premisas enraizadas en la tradición nacional o, dicho de otra forma, tenían que resistir a las tropas enemigas, pero a la vez defender sus ideas. Esta doble y nada fácil tarea explica en parte que los dos más importantes veneros del liberalismo español fuesen a la vez el iusnaturalismo racionalista (particularmente Rousseau, Siéyes y Locke) y el historicismo nacionalista. Una mixtura doctrinal ciertamente difícil de cohonestar. El liberalismo revolucionario se había manifestado en la Francia de 1789 como una ideología abstracta y con franco desdén hacia el pasado. El nacionalismo historicista y romántico se manifestaría en Europa tras las derrota de Napoleón como un movimiento antiliberal y conservador, cuando no reaccionario. En España, en cambio, el liberalismo pretendió conjugar la defensa de la libertad con la exaltación de la Edad Media, las doctrinas revolucionaras con la apelación a una supuesta tradición nacional.

Esta actitud guardaba un cierto paralelismo con la de los revolucionarios ingleses de 1688. Había, sin embargo, una diferencia notable: en Inglaterra los whigs habían incurrido sin duda en gruesas extrapolaciones al identificar la Carta Magna con el Bill of Rights y las libertades medievales con la libertad moderna, pero estas extrapolaciones eran menos graves que la de los liberales doceañistas al haber sido muy suave en Inglaterra el tránsito de la Monarquía estamental a la constitucional, cosa que no ocurría en España. Por otro lado, las ideas que defendieron los revolucionarios ingleses en punto a la limitación de los poderes del Rey eran mucho más moderadas que las que sustentaron los españoles. Dicho en pocas palabras: los liberales españoles, como más tarde Martínez Marina, defendieron en las Cortes de Cádiz unas ideas muy próximas a la que los revolucionarios franceses habían defendido en la Asamblea Constituyente de 1789, pero lo hicieron con unos argumentos que recordaban no poco a los que habían utilizado los revolucionarios ingleses de 1688.

Ahora bien, sería inexacto afirmar que la apelación a la historia nacional era insincera y puramente circunstancial. Ciertamente, el liberalismo español, consciente de su debilidad y de su escasa raigambre social, tuvo que recubrir o, más bien, encubrir sus ideas foráneas con la apelación al pasado nacional. Defender a España frente a la invasión francesa y a las ideas francesas frente a buena parte de España, obligaba a ello44.

Pero no es menos cierto que la invocación a la historia en apoyo de medidas objetivamente revolucionarias obedecía, asimismo, a una creencia sincera, que no había nacido súbitamente durante la Guerra de la Independencia, sino que era consecuencia del peculiar carácter de la Ilustración española, nada hostil a la Edad Media -a diferencia de la Ilustración francesa- y del romanticismo naciente, que tuvo en la gesta española contra Napoleón su acto fundacional por excelencia45.

Téngase presente que bastantes años antes de la Revolución francesa se había manifestado en España el interés por la historia nacional en todas sus manifestaciones y muy en particular por la Edad Media. Este interés se percibe ya en el reinado de Felipe V y a medida que el siglo avanza no dejaría de crecer. Al abrigo del despertar de la conciencia histórica y nacional, nacerán las ideas y los tópicos que, tras la invasión francesa y muy en particular en las Cortes de Cádiz, manejaron tanto los realistas como los liberales: la acuciante pesquisa y el un tanto vano desbrizne de la Constitución histórica o de las leyes fundamentales de la Monarquía española, la reivindicación de la gesta comunera y de las Cortes como suprema institución representativa, o, en fin, ese querer engarzar con la Monarquía «templada» o «moderada» de los siglos góticos, superando el largo interregno de la Monarquía «pura» o «absoluta» de Austrias y Borbones46.

Pero lo que ahora interesa subrayar es que, por paradójico que ello resulte, la influencia de este historicismo nacionalista, si bien acercaba aparentemente la argumentación del liberalismo español a la del inglés de 1688, en el fondo le aproximaba más al francés de 1789, al menos en lo que concierne a la inserción del poder ejecutivo en la estructura del Estado constitucional. El recelo hacia este poder -un recelo tan fuerte en las Cortes de Cádiz como en la Asamblea Constituyente de 1791- venía inducido, en efecto, además de por la ideología revolucionaria de carácter foráneo, por este nacionalismo historicista y medievalizante, de tanto peso en nuestro germinal liberalismo. Un nacionalismo que tendía a encumbrar el papel de las viejas Cortes en la «Monarquía gótica» y a denostar los largos años de «despotismo ministerial» de Austrias y Borbones.

Martínez Marina, el más importante exponente intelectual de este nacionalismo y en quien la influencia del jesuita Mariana y la de los autores más «democráticos» de la Neoescolástica española -como Roa Dávila y Antúnez de Portugal- se amalgamaba con la de Rousseau y Siéyes y la propia Constitución de Cádiz, expresaría su desconfianza hacia el Rey, e incluso hacia la Monarquía misma, en su Teoría de las Cortes. Marina llega a vaticinar que los futuros reyes serían los primeros en asediar a las Cortes en el nuevo sistema constitucional y «sus esfuerzos y maniobras terribles y formidables», tal como, a su juicio, habían hecho sus predecesores «en todos los tiempos y en semejantes ocasiones». Y es que para Marina, la Monarquía «envolvía natural tendencia al despotismo» y caminaba «sin cesar con pasos más o menos rápidos, ya abiertamente, ya por vías indirectas y sendas tortuosas, al gobierno absoluto», Teoría de las Cortes, en Obras escogidas de F. Martínez Marina, B. A. E., Madrid. 1966, II, p. 57. Opiniones que no deben confundirnos: Marina no era partidario de la República. Era sencillamente un monárquico receloso de la Monarquía. Algo muy frecuente en los liberales de la época.








ArribaConclusión

En resumen, si en las Cortes de Cádiz el modelo constitucional de los Estados Unidos de América no interesaba ni a liberales ni a realistas, debido a su carácter republicano y federal, el triunfo del modelo constitucional francés de 1791 sobre el inglés que había ido articulándose a partir de 1688 obedecía a causas de muy diversa índole. En primer lugar, el modelo constitucional inglés, mucho más difícil de conocer que el francés, era defectuosamente interpretado en la España de entonces. No se realzaba tanto la parlamentarización de su Monarquía como los robustos poderes del Monarca.

Pero, además, y sobre todo, mientras la evolución de la Monarquía inglesa había transcurrido por unos derroteros muy distintos a los de la española, entre ésta y la francesa existía un indudable paralelismo desde comienzos del siglo XVIII. Un factor que unido al influjo notable del pensamiento francés sobre el español -mucho más patente, desde luego, que el que sobre este último había ejercido el inglés- permite explicar una no pequeña coincidencia de sentimientos y objetivos entre el liberalismo doceañista y el francés de 1791. Entre ellos destaca, sin duda, el recelo hacia el poder ejecutivo. Un recelo que no sólo era fruto de la ascendencia de Rousseau o Siéyes sobre los liberales españoles, sino también del considerable desprestigio de la Monarquía española durante el reinado de Carlos IV.

A ello hay que añadir, en tercer término, el radicalismo populista que provoca la invasión francesa, muy favorable a hacer de las Cortes, y no del Rey, por otra parte ausente, el centro del nuevo Estado, como en Francia había ocurrido antes con la Asamblea Nacional.

Pese a todo, como se ha visto, eran innegables las diferencias entre el liberalismo francés de 1791 y el español de 1812, como innegables resultaban también las diferencias entre los códigos constitucionales elaborados en estas fechas a uno y otro lado de los Pirineos.



 
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