Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoIII. Narrativa


ArribaAbajoLa última narrativa de Mario Benedetti

Teodosio Fernández (Universidad Autónoma de Madrid)


Con sus secuelas de horror y de muerte, de represión y silencio, de exilios y regresos, las últimas dictaduras militares del cono sur han proporcionado y aún proporcionan temas abundantes a la narrativa hispanoamericana. La novela El fin de la historia (1996), de la argentina Liliana Heker, me ha permitido comprobarlo por penúltima vez, y constatar que la revisión de los últimos tiempos tolera valoraciones muy diversas: muchas de sus páginas aparentan ofrecer esta vez un homenaje a esa generación que salió de la normalidad cotidiana y tocó la revolución con las manos, pero el resultado final es la reconstrucción de las andanzas de la montonera Leonora Ordaz, amante de su torturador, cómplice de la dictadura, siempre capaz de beberse la vida hasta el fondo de la copa. Lo inhumano de la represión no oculta una visión también crítica del fervor revolucionario, de modo que la esperanza se reduce a individuos dispuestos a la solidaridad y al sacrificio en esos tiempos de sinrazón y de locura que supusieron el fin de la Utopía. «Ésta no es una historia de héroes, hija, es una historia de asesinos y de asesinados. Y también es una historia de sobrevivientes»411, explica la escritora Herta Bechofen, a quien parece corresponder la redacción del texto definitivo.

Desde luego, pueden encontrarse visiones más positivas de los revolucionarios de antaño. En Imposible equilibrio (1995) el también argentino Mempo Giardinelli decidía salvar a algunos viejos militantes dándoles un refugio final en el ámbito de la literatura. La novela había empezado apelando al humor, para narrar la llegada de dos parejas de hipopótamos al Chaco, destinados a terminar con los camalotes y otras plantas que invadían los ríos de la zona, y su liberación por dos antiguos miembros de la guerrilla de los setenta y un gringo excombatiente de Vietnam, ahora transformados en ecologistas. Ésos y otros depositarios de la utopía perdida -el narrador entre ellos- tratan de demostrar que no ha llegado el fin de la historia, que a pesar de su impotencia y su resentimiento frente al presente insolidario, decadente y violento que pone fin a este siglo XX, cambalache del tango, no se resignan «a que dé lo mismo ser derecho que traidor»412. Poco es lo que pueden hacer, ciertamente, y apenas consiguen sobrevivir a fuerza de ironía.

Visiones como las señaladas, o similares a ellas, se registran con frecuencia en la narrativa hispanoamericana que aborda estos temas. Pero más interesante que esa constatación, al alcance de cualquier lector, resulta el análisis del momento en que los escritores empezaron su reflexión sobre esos tiempos difíciles y sin duda decisivos en el proceso reciente de la literatura. A este respecto, Mario Benedetti ofrecía un testimonio de excepcional significación en Primavera con una esquina rota (1982), historia de represión y de exilio que en su día constituyó un testimonio inmediato -algunos fragmentos lo fueron en el sentido más estricto- de la barbarie que acababa de asolar Uruguay y otros países próximos. Tanto él como sus personajes conservaban fresco el recuerdo de los proyectos revolucionarios, encontraban en Cuba -a pesar del deterioro que ya habían significado para el castrismo los diez mil refugiados en la embajada del Perú en La Habana, y su salida hacia Miami por el puerto del Mariel- un espacio para la causa latinoamericana en su lucha contra el imperialismo yanqui, podían sentir todavía el aliento de la solidaridad internacional que salvó la vida o consiguió la libertad para algunas víctimas de la represión, e incluso alentaban por momentos -como el vivido en noviembre de 1980, cuando los uruguayos rechazaron en un plebiscito las propuestas del gobierno militar- la ilusión de que la lucha aún no había terminado.

En consecuencia, la épica revolucionaria parecía viva, animada por una visión positiva de la actitud con que los personajes de la novela se enfrentaban a un doloroso destino continental en el que participaban con su muerte, con su dolor, con su soledad, con el sedimento de dignidad que habían conseguido mantener a pesar del sufrimiento y las humillaciones, pero también con el odio hacia sus enemigos y el rencor hacia sus verdugos. Y, sin embargo, no es difícil comprobar que tras esa lucha nadie volverá a ser lo que fue: hasta los más puros se han contaminado, han destruido la inocencia de un pasado feliz, han abierto o sufrido heridas que difícilmente cerrarán. A ese sufrimiento se suma la sensación creciente de haber perdido: «Nuestra derrota no será total, pero es derrota», reconocerá Rafael Aguirre al recordar el proceso político vivido en los últimos tiempos en su país, «una asentada democracia liberal»413. E insistentemente se muestran las consecuencias variadas de ese fracaso, que amenaza a sus víctimas con el desaliento y el escepticismo, o al menos los obliga a reflexionar sobre lo ocurrido, a entrever los errores cometidos, a sustituir las esperanzas triunfalistas de antaño por otras austeras y verosímiles, a afrontar hasta el fin los efectos de un desastre que los ha marcado para siempre. «La primavera es como un espejo pero el mío tiene una esquina rota»414, confirmará Rolando Aguirre antes de conocer las consecuencias últimas de sus cinco años de cárcel. Resulta significativo que la novela termine centrándose en ese triángulo amoroso determinado por la represión y el exilio, y en el cual se lleva la peor parte el más castigado, el más indefenso, de algún modo traicionado por su esposa y por un amigo y compañero de militancia mientras se encuentra en prisión. También es revelador que tal desenlace se vea con comprensión, como si sus protagonistas fuesen menos responsables que los difíciles tiempos vividos, o como si se tratara del resultado inevitable de un proceso trágico, y que esa historia forme parte de un conjunto en el que prima el interés por el análisis de los estados de ánimo, del desaliento, de la necesidad de rehacer o renovar los lazos afectivos, de la dimensión íntima de los conflictos.

El alcance de Primavera con una esquina rota gana en precisión si se analiza en relación con los cuentos escritos por Benedetti a partir del golpe de estado del 27 de junio de 1973, reunidos en Con y sin nostalgia (1977) y Geografías (1984). El primero de esos volúmenes incluyó también «Relevo de pruebas», un texto de 1966 donde quedaban patentes las simpatías del autor hacía la revolución castrista, asediada por enemigos poderosos y sin escrúpulos. Ese compromiso se acentuó en los setenta al calor de las inquietudes políticas del momento, aunque no faltarían relatos aparentemente ajenos a aquellas urgencias, como «Las persianas» o «Los viudos de Margaret Sullavan», o que apenas las incorporaban tangencialmente. La mayoría, sin embargo, se hacía eco de los avances de la subversión y de la respuesta brutal de los poderes establecidos. El clima dominante constituía una prolongación del que Benedetti había hecho irrumpir en El cumpleaños de Juan Ángel (1971), autobiografía de un hombre de transición que se despojaba finalmente de sus sentimientos burgueses de soledad y de angustia, para sumarse a otros hombres que también habían tenido que morir de algún modo para poder cumplir después el agrio deber de matar por la vida, por la justicia, para sacar al país y al pueblo de su letargo histórico. Así se extendía la estirpe del hombre nuevo, solidario cuando robaba, victorioso incluso cuando le tocaba morir, optimista hasta en las derrotas que habían de conducir al triunfo final. En los relatos de Con y sin nostalgia pueden encontrarse buenas muestras de esos héroes positivos que anteponen los intereses colectivos a los personales, capaces de renunciar a la mujer que aman, como en «Gracias, vientre leal», o de preferir la tortura y la muerte antes que traicionar a sus compañeros, como en «Pequebú». La militancia se convierte así en una suerte de apostolado, en un ejercicio de generosidad inagotable que busca la redención de los oprimidos, el final de la explotación del hombre por el hombre, la liberación frente a los intereses materiales preconizados por el capitalismo. La lucha se afronta con el optimismo que se desprende del éxito en la captura pacífica de armas para la guerrilla («La colección»), de la capacidad de reacción popular contra la dictadura que aún demuestran las muertes satisfactorias de algunos agentes de la represión («Los astros y vos», «Compensaciones», «Sobre el éxodo»), incluso del drama familiar que se vuelca sobre el torturador que asesina a su propio hijo en «Escuchando a Mozart». Sólo en algunos relatos puede adivinarse que el drama se prolongará durante mucho tiempo -en «La vecina orilla», donde el exiliado uruguayo en Buenos Aires puede sentir la amenaza que se cierne sobre Argentina-, y que tendrá consecuencias insuperables: en «El hotelito de la rue Blomet» ya empiezan a aparecen personajes con alguna esquina rota, marcados para siempre en su vida afectiva aunque finalmente la sacrifiquen voluntariamente en favor de otros más débiles o más necesitados.

Pero es en Geografías donde las dramáticas experiencias de la dictadura y el exilio muestran sus consecuencias más profundas, y no tanto para los asesinos, aunque el torturador de «Escrito en Überlingen» pague sus crímenes con la locura, como para las víctimas. Las secuelas de la tortura determinan el suicidio de los frustrados amantes en «Balada», pero quizás es en el tema del exilio donde mejor se advierten los cambios de actitud. Lejanas ya las esperanzas de un regreso pronto y triunfal enunciadas en «Sobre el éxodo», los protagonistas de «Geografías» saben que ese regreso es imposible: «Todos los pasajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros»415. Por eso en «Firmó doscientas mil» la muerte de Franco no redime al exiliado español de los años pasados lejos de su tierra. Sólo en casos contados, como el del revolucionario que en «Verde y sin Paula» compensa sus errores del pasado salvando la vida de una muchacha y a la vez la propia, o el encuentro final que en «Puentes como liebres» permite olvidar los desencuentros anteriores de los amantes, parece abrirse camino para la esperanza. Desde luego, no confirman ese moderado optimismo cuentos como «Jules et Jim» o «El reino de los cielos», que apenas necesitan referirse a la dictadura para configurar un clima preñado de odios inexplicables y amenazas latentes, una atmósfera de pesadilla que recrea con acierto miedos justificados y difíciles de superar.

Más que en las anécdotas, los cambios parecen residir en la actitud del autor y de sus narradores frente a los hechos relatados. La militancia aún optimista en Con y sin nostalgia apenas encuentra ocasiones para manifestarse en los cuentos y poemas de Geografías. Los días del delirio revolucionario y la locura represiva iban quedando atrás, y con ellos los sentimientos vertiginosos y colectivos que animaban la lucha contra los tiranos de turno. Quizá, como el protagonista de «No era rocío», Benedetti había sentido en el exilio lo poco que importaban los grandísimos valores y lo mucho que se podía añorar una pared de piedra y mugre o una señal de tráfico perdidas, y de cara al regreso trataba de construir una patria para sus cinco sentidos, sin bandera, sin himno y sin escudo, sin esos desafíos que habían justificado tanto a los torturadores como a los torturados. Fruto de esa búsqueda, Geografías apostaba por una dimensión personal e íntima, aquella en la que se desarrollan el amor, la amistad, los pequeños afectos a las pequeñas cosas de cada día. Esa dimensión lírica parecía significar el fin de la épica revolucionaria que por algún tiempo había fecundado la narrativa del autor.

El retorno de Uruguay a la democracia, tras el 1 de abril de 1985, no significó un inmediato cambio de rumbo para la literatura del país, aunque se pudo dar por finalizado el período de dispersión, exilio y resistencia activa o pasiva contra la dictatura militar. Con La borra del café (1993), Benedetti se sumaba a una narrativa de la memoria que en las últimas décadas, como para confirmar la pérdida del futuro, ha abundado en la literatura hispanoamericana. Claudio recuperaba en esa novela la niñez perdida, a la vez que conjuraba el fantasma de Rita -decididamente priman ya los afectos personales, las historias íntimas-, y esa búsqueda del tiempo ido bien podría relacionarse con la convicción de haber llegado al final o de que cualquier esplendor pertenecía al pasado. En todo caso, La borra del café fue un notable ejercicio de amor y de humor, y quizá este segundo ingrediente sirve para conjurar los efectos del primero, liberándolo aparentemente de toda trascendencia, de la pretensión de construir un nuevo relato de iniciación a la vida o de transformar la memoria en escritura para así resguardar el recuerdo frente a los efectos del tiempo destructor.

Ese regreso a la infancia no podía postergar por mucho tiempo la revisión y el cuestionamiento de los dolorosos últimos años, en los que confluía el recuerdo aún vivo de la dictadura y el exilio con la necesidad de asumir el país y su nueva realidad. En Primavera con una esquina rota ya se anunciaban las dificultades del desexilio, la dureza del futuro reencuentro con aquellos tiempos que el proceso había truncado, y se reflexionaba sobre la necesidad de reconstruir Uruguay sobre las heridas aún abiertas. Benedetti dedicó Andamios (1996) a tratar este tema, y significativamente advirtió en el «Andamio preliminar» de las primeras páginas que esa novela no pretendía ser «una interpretación psicológica, sociológica ni mucho menos antropológica, de una repatriación más o menos colectiva, sino algo más lúdico y flexible: la restauración imaginaria de un regreso individual»416. El regreso se circunscribía así a un país personal, en torno al cual giraban los recuerdos y las esperanzas, la nostalgia del tiempo perdido y la dolorosa confirmación de que los años no han pasado en vano. Significativamente también, en ese reencuentro se cree hablar poco de política -una forma antes tan socorrida de integrar los planteamientos individuales en actitudes y empresas compartidas-, mientras sobre la represión suele tenderse un manto de silencio que pretende no reabrir heridas aún dolorosas, reservando ese tema para momentos propicios a la confidencia. Aparece, eso sí, un torturador, pero esta vez la justicia poética no lo castiga con el asesinato de su propio hijo, como en «Escuchando a Mozart», ni con la locura, como en «Escrito en Überlingen», sino apenas con un fracaso amoroso: se suicida al ser abandonado por su amante, sin arrepentimiento ni remordimientos por lo que aún considera el deber cumplido, acosado apenas por la soledad y el insomnio, y eso después de habérsele asignado una dudosa dignidad que no poseyeron los represores argentinos -«Lo hicimos por nosotros mismos, sin excusas religiosas, bajo nuestra sola responsabilidad»-, permitiéndosele incluso la posibilidad de justificarse hasta el fin: «Creo que cumplimos una misión necesaria. La subversión fue un hecho innegable. Nos vimos obligados a responder con otros hechos no menos innegables»417.

Aunque sus personajes parezcan eludir las conversaciones sobre política, Andamios ofrece una notable riqueza en este aspecto, relacionable con la nueva situación que ofrece Uruguay y con su contexto internacional. En las primeras páginas se afirma que esos andamios de la novela son la contribución del autor a un régimen en construcción continua como es y será siempre la democracia. El «anacoreta» desexiliado Javier Montes no se identifica con ninguna rigidez ideológica del pasado -como máximo asegura haber compartido una extendida actitud antiimperialista-, pero, aunque representa una voluntad de ayudar que siempre se mantuvo independiente, no deja de intercambiar opiniones con amigos suyos que hablan de ilusiones perdidas, de fracasos que sólo Fidel Castro parece contener, del escepticismo, la claudicación o el oportunismo que imponen los nuevos tiempos, a los que sólo pueden enfrentarse con la dignidad de la derrota, esa dignidad que el vencedor -Borges dixit- no puede alcanzar. Él mismo deja patente su malestar ante la «ansiada democracia» que terminó con la Yugoslavia del mariscal Tito para llenarla de rencores y escombros, ante la «democracia engañosa» que rigen las fuerzas transnacionales del gran capital, y, desde luego, trata de sacar provecho de las experiencias sufridas para mantener vivo un espíritu solidario que luche por el bien común en medio del consumismo y la frivolidad de una época dominada por los medios de comunicación de masas.

Ese tiempo sin ideales, en que la moral y la ética se han vuelto anacrónicas, se identifica reiteradamente con la «posmodernidad»: en las páginas de Andamios se habla de la «infidelidad posmodernista» para dar cuenta de cambios recientes en la militancia política o en el alejamiento de la misma, se relaciona a los «posmodernos» con un «sarampión de las privatizaciones» que apenas disimula la corrupción bajo una apariencia de eficacia, se hace referencia a una amenaza de «chantaje posmoderno» y es una «basura posmoderna» la que confiere a Montevideo su nueva identidad tercermundista. Con planteamientos similares, Giardinelli relacionaba en Imposible equilibrio la «inevitable posmodernidad» con un contexto social «insolidario, decadente y cada vez más violento», a la vez que implicaba a «una encantadora chica posmoderna» -miembro de una generación que se siente sin historia y sin futuro- en la alocada empresa de liberar a los hipopótamos, como si pudiese encontrar sentido para su vida junto a los representantes de la utopía perdida, que son a la vez los escépticos de la democracia presente. Benedetti, también consciente de la desorientación que afectaría a las nuevas generaciones, en diversas ocasiones trató de enviar un mensaje a los jóvenes: en Primavera con una esquina rota, el autor y su personaje don Rafael no asignaban la función de reconstruir el país a los sobrevivientes de los tiempos difíciles, ni siquiera a los jóvenes crecidos en territorios extraños, sino que la reservaban para los muchachos que habían permanecido en Uruguay y podrían recordar todas las etapas de lo allí sucedido; en Andamios se mantienen esos planteamientos, y si toda la juventud española no está vencida por el desencanto y la apatía, como el desexiliado Javier Montes recuerda, más poderosas aún se consideran las razones que deben impulsar a la juventud uruguaya para que participe en la reconstrucción del país.

En consecuencia, la voluntad de conseguir un ya antiguo hombre nuevo, enfrentado a los intereses materiales del capitalismo (o del consumismo), sigue viva, aunque se diluye entre tantos rostros en los que se descubre «una lenta angustia, todo un archivo de esperanzas descartadas, una resignación de poco vuelo, unos ojos de miedo que no olvidan»418. Por otra parte, esa vaga esperanza ofrece menos interés que las referencias reiteradas a la posmodernidad, claramente identificada con una democracia de valores degradados. Esta cuestión alcanza también una notable significación literaria si se tiene en cuenta que un debate sobre ese tema ha afectado profundamente a los estudios recientes sobre la narrativa hispanoamericana. Lo confuso de los planteamientos poco ha conseguido decir hasta hoy sobre las últimas etapas de esa narrativa, porque los teóricos de la posmodernidad se han acercado a la literatura hispanoamericana en busca de ejemplos para confirmar sus tesis y nada interesados en la realidad que las producciones literarias recientes permiten comprobar. Con esta realidad apenas tienen que ver los ejemplos preferidos, que proceden mayoritariamente de los años sesenta e incluso de épocas anteriores: pertenecen a Jorge Luis Borges, a Julio Cortázar, a Alejo Carpentier, a Manuel Puig a lo sumo, en quienes se han encontrado respuestas a una modernidad que se supone en crisis.

Planteamientos como los de Benedetti podrían ayudar a que la indagación en la posmodernidad se acerque con algún provecho al proceso seguido por la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas. A este respecto no hay razones para negar que la modernidad -si se la identifica con la fe en el progreso y sus consecuencias- alcanzó también a Hispanoamérica, y cabe suponer que también allí entró en crisis hace mucho tiempo, al menos para los escritores: desde que se sintió el fracaso de los proyectos liberales y positivistas, y eso ocurrió ya a fines del siglo pasado. A partir de entonces la literatura construyó un prolongado y complejo discurso al que su condición crítica no le ha impedido ser la mejor manifestación de aquella modernidad: un discurso -precisamente el considerado «posmoderno» desde el exterior- determinado por la esperanza de poder regresar a los orígenes y beber en las fuentes aún vivas de la magia y el mito, por la voluntad de evitar la historia y acceder a una dimensión atemporal. A este gran relato contribuían en los años sesenta -el momento en que alcanzó mayor proyección internacional- orientaciones americanistas como el realismo mágico y otras afines, pero también propuestas ajenas a esa pretensión -las de Julio Cortázar o Ernesto Sábato, por recordar algunas- que coincidían en hacer de la literatura un instrumento para indagar en esa dimensión ahistórica, e incluso aquellas de decidida intención experimental que se concretaron en la «novela de la escritura» y otras variantes de una narrativa decididamente antirrealista, consciente de la autonomía de la realidad novelada -otra utopía- frente a toda referencia extratextual.

Aunque ese gran relato siempre hubo de soportar disidencias -en los años sesenta podrían considerarse como tales las obras de Manuel Puig o las de los narradores mexicanos de la onda-, es en los setenta cuando verdaderamente puede percibirse su crisis, con la desaparición paulatina del realismo mágico y orientaciones próximas, con la renuncia a construir aquellas novelas «totales» que poco antes habían tratado de ofrecer una indagación completa en el hombre, en América o en el universo. Los escritores jóvenes parecían optar ahora por un realismo variado, interesados ante todo por los ámbitos urbanos en que habían crecido, condicionados por la cultura de masas en que se habían formado y también por las urgencias sociales y políticas del momento. Estas urgencias, íntimamente ligadas a los procesos revolucionarios que parecían imparables al iniciarse la década, determinaron para la narrativa hispanoamericana el afianzamiento de un nuevo metarrelato ligado a aquellas inquietudes, como las ficciones de Benedetti permiten confirmar. La relación de ese discurso con el que había dominado hasta los sesenta parece contradictoria: obligó a la literatura del mito a reencontrarse con la historia, con lo que contribuyó a la implantación del nuevo realismo -o al menos de algunas de sus variantes-, pero al mismo tiempo impulsó el desarrollo de nuevos planteamientos utópicos y a su manera -que a veces resultó conciliable con la precedente, prolongándola de algún modo- también míticos. Ese gran relato revolucionario, cuya condición épica los disidentes y aun los enemigos contribuyeron a completar, tampoco incluyó a todos los narradores, pero dominó el panorama literario hispanoamericano por algún tiempo, e incluso se extendió cuando los horrores de la represión en el cono sur exigieron el compromiso de muchos intelectuales que hasta ese momento se habían mantenido al margen de los conflictos. Se necesitarían los efectos de aquella represión, la crisis cada día más evidente de la revolución cubana y hasta la caída del muro de Berlín para que ese último gran relato de la literatura hispanoamericana saltase por los aires.

Nada mejor que la narrativa de Benedetti para dar cuenta de esa quiebra, con frecuencia dolorosa, que afectó a autores de diferentes generaciones -incluso a los protagonistas del boom que seguían escribiendo, como Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa- y sobrepasó las fronteras, sin atenerse siquiera a las diversas y a veces encontradas posiciones ideológicas. Porque, en efecto, no se necesitaron revoluciones fracasadas ni regímenes militares represivos para que el proceso resultase compartido: la literatura de México no tardó en decidir que algo se había roto con los trágicos sucesos ocurridos en 1968 en la plaza de Tlatelolco, y en otros países tampoco faltaron razones para creer que en algún momento había empezado el principio del fin al que se había llegado en los años ochenta. En la narrativa hispanoamericana reciente abundan los rasgos relacionables con la desacralización «posmoderna» de los productos artísticos que se considera característica de los últimos tiempos -entre esos rasgos puede contarse el amplio eco que en la literatura han encontrado el cine, el radioteatro, la telenovela, la novela erótica, el relato policial, la música popular y otras fuentes de inspiración «subliteraria»-, condicionada por el consumismo «democratizador» de la cultura de masas. Esa tendencia determina en buena medida la apariencia intrascendente que ofrece gran parte de la literatura actual, liberada de las funciones cognoscitivas y del compromiso social de antaño, y que oculta o disimula significaciones verdaderamente profundas. Probablemente esa intrascendencia resulta dominante ahora porque no hay discursos trascendentes que la contrarresten. Algunas opciones narrativas garantizadas por la tradición canónica pueden ayudar a comprobarlo, como la novela histórica de estos años: en obras como El general en su laberinto (1989), donde García Márquez recordó el final de Simón Bolívar, o La visita del tiempo (1990), donde Arturo Uslar Pietri reconstruyó la vida de don Juan de Austria, o El largo atardecer del caminante (1992), donde Abel Posse hizo que Alvar Núñez Cabeza de Vaca recuperase en su vejez un pasado diferente al narrado en sus Naufragios y Comentarios, se prefiere ver a los personajes históricos -al margen de su significación tradicional, e incluso frente a ella- desde un ángulo personal, privado, menor, marcado por el desengaño ante empresas azarosas coronadas por el fracaso, como si el interés por el pasado fuera consecuencia de una época actual sin salida o sin esperanzas de futuro. Esa visión de la historia concuerda en buena medida con las visiones del presente que pueden encontrarse en Una sombra ya pronto serás (1991), donde Osvaldo Soriano imaginó el regreso sin razones a un país marcado por los síntomas de un deterioro implacable, o en Nombre de torero (1994), donde Luis Sepúlveda dio a las aventuras de su personaje una atmósfera de derrota, la sufrida reiteradamente por esos ideales que la caída del muro de Berlín mostró definitivamente anacrónicos. Esa atmósfera es tan característica de los últimos tiempos que nadie parece mostrarla mejor y con más insistencia que Álvaro Mutis, alguien que se ha declarado ajeno a las inquietudes políticas y sociales que han agitado la literatura hispanoamericana en la segunda mitad del siglo: desde La nieve del almirante (1986) a Abdul Bashur, soñador de navíos (1991) y aun después, la saga de Maqroll el Gaviero ofrece una significativa gama de errancias sin fin, aderezadas a veces con recuerdos de un trópico agobiado por la humedad, el calor y los insectos hostiles, un territorio ganado por el moho, el óxido, la descomposición general. De ese modo ha dado cuenta de su insatisfacción ante los tiempos que le han caído en suerte, convencido de que las verdaderas metas son inalcanzables y de que al final no quedan sino empresas descabelladas y amores marchitos.

Así pues, llegó el fin de las utopías, incluso para quienes nunca las habían alentado. La posmodernidad literaria hispanoamericana -la que Benedetti ayuda a precisar- poco tiene que ver, en consecuencia, con lo que los teóricos europeos y norteamericanos -y sus discípulos de cualquier latitud-, buscaron en Borges, en Cortázar, en García Márquez o en Carpentier. Más bien guarda relación con esta narrativa poblada de personajes a la deriva, de los restos del naufragio; con esta narrativa en la que los antiguos valores, cuando se conservan, han tenido que refugiarse en una dimensión individual: ahí radican ahora la solidaridad y el sacrificio, la fe en el amor, en la amistad, en las pequeñas cosas de cada día que pueden redimir de la impotencia y el resentimiento en un contexto social insolidario; ahí parecen encontrarse también los argumentos para defender la independencia intelectual recuperada por el escritor.