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ArribaAbajoEl funcionario y el color del pesimismo en Benedetti

Luis Miravalles (Valladolid)


Cuestiones previas

José Donoso decía en 1970, en un prólogo a El astillero136, que Juan Carlos Onetti era ejemplar en cambios de perspectiva y que en la novela latinoamericana, riquísima en omisiones, y en escamoteos, Onetti salía por aquellas fechas del territorio silencioso, mientras había caído el polvo del olvido sobre Ciro Alegría. Cristina Peri Rossi consideraba, diez años después, que Onetti era el autor más conocido y con más difusión internacional, aunque no era el más leído, afirmando a continuación: «Creo que Mario Benedetti, otro uruguayo que tuvo que exiliarse, ha sido el escritor más leído de toda la historia del país, fuera y dentro de fronteras»137. Nadie lo diría, porque el primero ni siquiera lo menciona y la segunda corta y tampoco se extiende en más consideraciones.

Entre los lectores, ocurre algo similar: para unos, apenas existe y para otros resulta el escritor más leído. Hace tan sólo unos pocos años, toda una generación de jóvenes hasta cantaba sus versos.

Sin embargo, en las librerías se ofrecen hasta 64 títulos de Mario Benedetti, por supuesto entre ellos el más conocido de La tregua. Tal vez la televisión basura, la crítica al uso y la actitud de algunos colegas, podrían darnos alguna respuesta para explicar esta carencia de jóvenes lectores en uno de los países de Europa con menos afición a la lectura, donde sólo el cincuenta por cien de la población lee un solo libro al año.

Sea como sea, Benedetti es ya un escritor perenne y necesario. Así son los autores clásicos, siempre necesarios para la comprensión no sólo de lo que está pasando en su país, sino también por extensión, para la comprensión de lo que está pasando en el mundo actual, tan lleno de neblinas comunes en un horizonte tan incierto.

Por otro lado, existe una tendencia muy acusada entre la crítica actual a negar la existencia de generaciones literarias y a desterrar casi por completo la influencia hasta del contexto ambiental en la vida y en la obra de un autor, para centrarse esencialmente en la obra en sí misma, en sus peculiaridades formales.

Nadie niega que el concepto de generación puede ser cuestionable y en ocasiones se ha tomado como un fácil y atractivo recurso de clasificación para historiar la literatura, pero si no nos olvidamos del hombre, inmerso siempre -queramos o no queramos- en un conjunto de circunstancias que rodean a la persona, es innegable que lo influyen y lo configuran positiva o negativamente.

En este sentido la opinión de Cristina Peri Rossi resulta algo incomprensible o al menos contradictoria, pues si bien niega la existencia de unidad no sólo entre los escritores uruguayos contemporáneos, sino también a nivel colectivo, señalando como un auténtico drama la falta de identidad nacional debido, tanto en los escritores como en la población, a la ausencia de un pasado propio, sin tradición indígena; sin embargo, al describirnos una serie de rasgos presentes en Onetti, como son el sentimiento de frustración, la soledad, la angustia o la imposibilidad de un futuro mejor, afirma y se pregunta a la vez: «Esta atmósfera es genuinamente rioplatense... ¿No son todos estos sentimientos los que forman el sentir colectivo del país en que nació?»138

Es cierto que los rasgos mencionados pueden encontrarse en cualquier otro escritor del mundo, pero no sólo del presente, sino incluso del pasado. Pero no es menos cierto que la acumulación de unas determinadas circunstancias pueden acentuar y potenciar al máximo una serie de rasgos, hasta el punto de configurar una cierta unidad de contenidos, comunes en algunos escritores de un mismo país.

El sentido de la degradación y la decadencia que Onetti nos transmite en su obra, que culmina en El astillero (1961) y la desesperanza y la soledad en las que viven sus personajes, son prácticamente las mismas sensaciones que experimentan los personajes, sobre todo las que padecen los funcionarios de La tregua (1960) de Benedetti y por cierto un año anterior a la obra cumbre de Onetti.

Sin ánimo de ninguna polémica, debemos concluir que la ausencia de un pasado no es suficiente argumento para negar la existencia de toda una literatura nacional. El pasado histórico no siempre es imprescindible. También el tiempo presente confiere unidad.

Pasemos, sin más, al tema central de nuestra comunicación.

El funcionario y el color del pesimismo en Benedetti

Si Uruguay, donde la jubilación parece ser mucho más temprana que en otros países, puede ser considerado como un país de jubilados, Mario Benedetti nos presenta en muchas de sus obras y esencialmente en La tregua, todo este panorama: «El Montevideo de los hombres a horario», donde priman incluso más los momentos en los que se vive la prejubilación, llenos de angustioso y permanente estado de contradicción interior: a las ansias feroces por retirarse, se unen las tremendas dudas ante el futuro, entre las que sobresalen la indecisión de proyectos, el vacío y la soledad.

El prejubilado, feliz expectante ante el inminente ocio que se avecina, se pregunta a sí mismo una y otra vez: ¿Qué hacer con tanto ocio? ¿Serán suficientes esas aficiones arrinconadas por falta de tiempo, para llenar tantas horas vacías? Un hombre normal, sin achaques ni deterioros irreversibles, aun a los cincuenta años, sin ser un joven, tiene fuerzas suficientes para vivir, pero «vivir» es mucho más que dejar pasar las horas en blanco o limitarse a tareas intrascendentes como pasear, cuidar de su perro de compañía o poner al día su colección filatélica. Vivir es encontrar ese quehacer incuestionable y vocacional del que hablaba Ortega y Gasset, un proyecto de vida que confiera entusiasmo total y que sea capaz de renovar los sueños cada día, algo que llene plenamente una existencia.

Sin esta tarea vital sobreviene inevitablemente la frustración total, porque se suma la convicción que la mayoría de los funcionarios tienen arraigada dentro de sí mismos: haber realizado una tarea no sólo rutinaria, sino poco útil, acumulativa, y en muchas ocasiones innecesariamente reiterativa, y todo ello compartido y aderezado con la imagen de total negligencia y mal carácter que la sociedad suele tener de su comportamiento, opinión negativa que contribuyeron a propagar no pocos escritores a lo largo de la historia.

Mario Benedetti, sin ocultar ni disminuir los rasgos negativos del funcionario, tiene una gran capacidad de comprensión, sin utilizar la sátira cruel o el desprecio. Sabe de sus pequeñas corrupciones, las grandes son de los jefes, conoce sus pequeñas negligencias y sobre todo lo observa con una capacidad enorme de ternura y trata de ahondar en el cúmulo de preocupaciones cotidianas de todo funcionario que espera impaciente su ansiada jubilación: por un lado, el vacío: «tengo la horrible sensación de que pasa el tiempo y no hago nada y nada acontece», (LT) y por otro, la esperanza: «hay momentos en que mantengo la lujosa esperanza de que el ocio sea algo pleno, rico, la última oportunidad de encontrarme a mi mismo...» (LT).

Tal vez el Amor, el auténtico amor que no tiene tiempo ni edad, puede ser la vela salvadora que llene su soledad y le conduzca hacia otros horizontes sin límites, tal vez... pero es un espejismo, porque en la vida es casi imposible conseguir la felicidad total. La fatalidad preside todo el vivir, de modo que volverá la tristeza, el vacío, y la muerte inexorable ahogará los sueños una vez más.

Benedetti simboliza en el funcionario medio, no en los jefes de negociados o en los altos cargos tan propensos a los sobornos y a todo tipo de corrupción, todo su amor por Uruguay, acaso un país pequeño en extensión, acaso falto de energía y rebelión. Pero por encima de cualquier rasgo negativo, hay algo que prevalecerá por imprescindible: su gran corazón, y podríamos decirle a Benedetti, como le dice al protagonista de La tregua, su amada: «te queremos porque estás hecho de buena madera».

Ahora, antes de finalizar con el aspecto simbólico de sus colores preferidos, y en pocas líneas, porque el espacio condiciona, le ofrecemos como un humilde y personal homenaje, esta semblanza del funcionario: una breve historia del funcionario público.

Es un verdadero placer trazar una breve semblanza de uno de los oficios humanos más antiguos del mundo, el de funcionario público, precisamente muy poco considerado en las presentes circunstancias que nos rodean por doquier, donde todo está confuso y donde lo más habitual consiste en exaltar con grandes panegíricos la personalidad del homenajeado, con eso que pedantemente se ha dado en llamar su «currículum vitae». El funcionario ejerce, anónimamente, un trabajo que la sociedad necesita y para ejercerlo ha tenido que renunciar a una parte de su libertad individual porque se ve obligado a no decidir sus acciones exclusivamente desde el punto de vista de su persona, sino desde el punto de vista de los demás, lo cual no ocurre en muchas otras profesiones con un prestigio mayor, al menos aparentemente. Vaya pues nuestra modesta lanza en favor del funcionario.

Decía Ortega y Gasset, siempre pronto a elucidar cualquier tipo de cuestión, (El espectador), que hay en la misma palabra Official, officium, en su origen etimológico, encerrado todo su elogio, pues viene de ob y facere, o sea salir prontamente a un hacer, Officium es hacer sin demora la faena que se presenta como inexcusable. Aquí se encierra también la idea sagrada del deber, de un «quehacer» que se ejerce frente a una necesidad. Naturalmente esta necesidad ha evolucionado y evolucionará con la marcha de la historia.

Al reconstruir ahora lo más rápidamente posible la historia de esta profesión, iremos descubriendo que ante todo la Historia es una historia de las necesidades, de las preferencias del contorno social, pues lo que se hace, se hace por algo y para algo.

Nuestro primer conocimiento de la profesión del funcionario se remonta a Egipto. La sociedad egipcia es un pueblo de funcionarios, porque nunca ha existido una sociedad que haya sido más pura y exclusivamente Estado que en Egipto. Ello exigía una amplísima organización. De esta manera nació el oficio de funcionario. En Egipto lo mismo que en China y por análogas razones, el hombre que sabe hacer letras lo es todo en esta civilización. De todo se forma expediente y se hace inventario, por cierto con una tinta perenne que sigue aún intacta al cabo de cinco mil años.

Desde los diez o doce años, el egipcio que no cultiva el campo trabaja en la oficina. Hay contadores para todo, con sus títulos especiales: hay contadores de cereales, de bueyes, de árboles, etc. El funcionario en Egipto es el hombre culto, el sabio, el que sabe escribir letras, el escriba. Los empleados fueron pues los creadores de la cultura egipcia.

En Roma, el gran tribuno Cicerón, en su Tratado de los oficios, concluía hablando del funcionario, que es «el hombre de bien, aquél que aprovecha a los más que puede», y aunque todas las virtudes tienen un cierto atractivo que nos hacen estimar a los que creemos adornados con ellas, principalmente causan este efecto de estimación los que poseen la de la generosidad, y ¿qué mayor generosidad que la de ser útil a los demás, al mayor número posible?

Mas con la Edad Media, comenzó este oficio a ser relegado, como todo lo culto, con la entrada de los bárbaros, y solamente a la paciencia de unos pocos escribientes o copistas, se debe el contar hoy con obras que son el legado más fértil del espíritu y de la civilización: los fueros, las legislaciones, los códices. Y entre tanto libro manuscrito sólo encontramos una frase, un dato que nos hable de la característica más peculiar de esta profesión. Berceo, en un solo verso nos describe toda la psicología del funcionario:


    Escribir en tinieblas es un menester pesado

Se refería naturalmente al cansancio que rinde la tarea después de toda una jornada a la caída de la noche.

Con Felipe II, ya en nuestro Siglo de Oro, y con el vasto imperio, se acrecentó el número de funcionarios. Las necesidades eran mucho más numerosas, casi como en Egipto. También se dificultaría sin duda su reclutamiento, y con ello a veces, por la urgencia, su selección, de ahí que nuestro gran escritor Quevedo en sus Sueños arremeta contra los amanuenses y funcionarios que únicamente mirasen por la propia utilidad. Había nacido el escribano, que tiene algunas connotaciones un tanto peyorativas, porque también había nacido la picaresca y con ella los sobornos y la corrupción. La excesiva acumulación de expedientes trajo consigo la imperiosa necesidad de agilizar los trámites como fuera preciso. Dos siglos más tarde los escritores costumbristas como Larra siguen arremetiendo contra la cachaza de los empleados públicos que se limitaban a demorar trámites, excusándose en otros mil quehaceres, como el de resolver un jeroglífico intrincado o comer un bocadillo. Leamos la descripción irónica que hace Antonio Gil de Zárate en 1851 del nacimiento y vida de un funcionario del XIX:

A la vera del padre, de meritorio, se iba soltando en la letra y aprendía lentamente las prácticas burocráticas. Al cabo de seis o más años había una vacante y entraba el neófito de escribiente de número. Ya estaba encarrilado, ya no había más que dormirse sobre su cartapacio. Aspiraba únicamente, si Dios le daba vida, al puesto de oficial mayor. En su oficina, los legajos ostentaban perfecta simetría, comprimidos todos en amarillentas carpetas con rótulos en hermosa letra bastardillada. Sacados los papeles, cortadas las plumas, echada una ojeada a la Gaceta, principiábanse los trabajos por la indispensable tarea del cigarrillo y el corro, y en sabrosa conversación, daban las once, hora en que se tomaba el refrigerio. Reconfortado el estómago, hallábase por fin en disposición de emprender la lectura de un expediente, hecho con pausa y esmero. Todo era serenidad.


Ya en nuestro tiempo, nada mejor que rescatar un párrafo de la novelista Dolores Medio, que describe al «funcionario público» de nuestro siglo de este modo: «Es un hombre de estatura regular, de facciones regulares. Agradable en conjunto, viste modestamente. Casi con descuido. Levanta la cabeza, contempla unos momentos el palacio de Comunicaciones y se siente abrumado por su grandeza. Dentro de él, centenares de funcionarios, sincronizados en su común esfuerzo, mueven la maquinaria de este monstruoso gigante, que extiende sus tentáculos invisibles sobre tierras y mares. Cada uno de los hombres que dentro de él trabajan son como un engranaje, como una pequeña rueda, pero útil a la sociedad, una rueda que no se la ve siquiera, pero útil».

Algunos se preguntarán, ¿cómo será la vida del funcionario del siglo venidero? También nos podemos encontrar su descripción en la novela 1984 de George Orwell, que, con humor sarcástico y talante demoledor, se imagina un mundo absolutamente tecnificado donde las personas han llegado a perder toda su libertad y autonomía, en unas ciudades bajo el dominio de la técnica, cuadriculadas como hormigueros y automatizados. Desde su nacimiento, los funcionarios de una única nación, vivirán vigilados por la Policía del Pensamiento. Los descontentos producidos por esta vida tan seca serán suprimidos mediante la vibración perfectamente programada de los llamados «Dos minutos de Odios». Solamente el Partido único, mundial, que es inmortal, puede captar la realidad. Lo que él sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. «Éste es el hecho que tienes que aprender», le dice el Policía del pensamiento a Winston:

-¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos y dos son cuatro»?

-Sí, dijo Winston.

Obrien levantó la mano izquierda escondiendo el pulgar.

-¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?

-Cuatro.

-¿Y si el Partido dice que no son cuatro, sino cinco? entonces... ¿cuántos hay?

-¡Cuatro!- la palabra terminó con un espasmo de dolor. Obrien había apretado la palanca de la máquina del dolor y la aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco.

-¿Cuántos dedos, Winston?

-Cuatro.

La aguja subió a sesenta.

-¿Cuántos dedos, Winston?

-Cuatro, cuatro, ¡cinco! ¡lo que quieras!

-Tardas mucho en aprender, Winston, dijo Obrien con suavidad...

La vida de funcionario para Benedetti terminó hace algún tiempo. La sociedad burocrática decreta para los jubilados su reposición, como se dice ahora. Y esto, para algunos, quiere decir que desde entonces pertenecen a las «clases pasivas», a eso que parte de la sociedad en activo llama con fastidio y hasta enojo sus cargas.

Pero no hay que apurarse. Al creador no le puede jubilar nadie. Sólo él puede jubilarse a sí mismo y ojalá sea dentro de muchos años para poder disfrutar de su persona, que es mucho más que algo meramente útil.

Y el color del pesimismo


    «Quiero verdaderamente a mi país,
por eso desearía que fuese bastante
mejor de lo que es.»


M.B., El país de la cola de paja                


Benedetti ejerce una perseverante crítica de la sociedad uruguaya, no exenta de cierto pesimismo que conviene matizar, aunque la cuestión exigiría un recuento y un análisis mucho más minucioso del que ahora podemos permitirnos. El pesimismo, que impregna toda su extensa obra, responde a una constante ideológica, pero sobre todo a una actitud personal consecuente, llena de incomodidades previsibles para todo intelectual responsable, es decir para aquel intelectual que Benedetti conceptúa como responsable: «un infatigable hostigador de la hipocresía», de modo que sus obras «sirvan para que la gente abra los ojos»139. Esta tarea supone tomar una serie de graves decisiones, como en su día la de rechazar premios «oficiales» o apartarse de plataformas y promociones literarias. Y, la más difícil aún, saber conjugar la libertad personal individual con la participación, es decir estar siempre al servicio de todo un revulsivo programa de lucha por la libertad, sin renunciar jamás a los valores literarios ni a su individualidad. Pero el problema que aquí nos atañe, también producto de su personal actitud, es el de su especial pesimismo. Jamás en la historia del mundo hubo tanto escepticismo ante el prójimo y ante el futuro, sobre todo entre los intelectuales europeos que tienen mucho más que conservar y perder. Frente a esta embriaguez de pesimismo, Benedetti como escritor latinoamericano «sabe que pertenece a un continente desesperadamente esperanzado»140, y no tiene más remedio que dar testimonio de una realidad nada optimista, para con su aguijón espolearla hacia un futuro mejor.

Cuando leemos a Benedetti, su autocrítica nos evoca automáticamente la de Larra, o la de Clarín, o la de Unamuno y tantos otros. Los artículos de costumbres de Larra, que censuraban todo lo negativo que observaba en la España de su tiempo, tuvieron la oposición no sólo de algunos ciudadanos, sino también de muchos colegas del autor, al que tacharon con desprecio de «afrancesado» porque sólo vieron en él una actitud pesimista, sin querer ni saber apreciar que las duras críticas obedecían precisamente al profundo amor que sentía por España, y a sus deseos de hacerla cambiar para mejor. Amar un país no consiste en aceptarlo todo ciegamente, sino también en estimularlo a la lucha hacia el futuro. Ésta es la actitud y el pesimismo de Benedetti, que al no ocultar la verdad, confía en que algún día todos intenten salir de su marasmo y mejorar su país.

El Uruguay que nos presenta es un país pobre, donde los funcionarios trabajan sin alicientes y viven o más bien vegetan, alimentando su rutina y pasividad con tres o cuatro tópicos repetitivos hasta la saciedad:

Nosotros tenemos una filosofía de Tango, la mina, la vieja, el mate, el fútbol, la caña, el viejo barrio Sur, mucha sentimentalina. Y así no se va a ninguna parte. Somos blandos. Fíjate que hasta nuestros guardias de honor se llaman los Blandengues. Somos eso, blandengues. No me gusta como somos.


(Gracias por el fuego).                


En las novelas de Benedetti, como en toda la novela latinoamericana contemporánea, apenas se habla del paisaje rural. Todo lo envuelve el paisaje urbano, lleno de neblina y cielo gris y donde «las casas tienen los frentes descascarados» (Gracias por el fuego), con azoteas llenas de «trastos viejos escupideras oxidadas cacerolas sin asas» (El cumpleaños de Juan Ángel).

Por entre este ambiente urbano, pululan un sinfín de funcionarios que sólo aspiran a jubilarse para caer en otra vida tanto o más rutinaria que antes.

Acostumbrados a una educación de dependencia y sometimiento de siglos, viven inhibidos, con un complejo de culpa y de inferioridad y acaso pensando muy de continuo en el sexo, más o menos clandestino, como una posesión en exclusiva: «ella es mi latifundio y mi minifundio... y no habrá reforma agraria que me la expropie». (El cumpleaños...)

En los rostros de estos funcionarios se refleja siempre «la tristeza como una nube de mejillas negras» (El cumpleaños...), porque ya desde que se levantan hasta el anochecer... «el cielo ya está de muevo torvo... y sin estrellas» («Hombre que mira al cielo»). Todos y cada uno de los días transcurren lo mismo: grises, monótonos, a horario fijo, de modo que cuando se retiran a sus casas, fatigados, hastiados de tanto trabajo burocrático, todos sentirán y dirán lo mismo: «Estoy lleno de sombras / de nombres y deseos» («Rostro de vos»).

Y para todos «El mundo empieza a ahumarse»... (El cumpleaños...) y «el mundo será un oscuro paquete de angustias» («Hombre que mira más allá de sus narices»).

Cada amanecer, del día siguiente, todo el prójimo vuelve a salir de su escondrijo... «y es enjuto y sin alegría... o es obeso y con ojos de niebla» (El cumpleaños...), porque el prójimo no es todavía un hermano, sino más bien un enemigo, y «el enemigo es una niebla espesa» («La casa y el ladrillo»).

Y todos van camino, cada cual, de su correspondiente oficina («basílica trivial y confiada»), esos edificios públicos «oscuros y sucios» (El cumpleaños...), en cuyo interior «crepitan mansos desesperados, / mártires de la barbaridad planificada» (El cumpleaños...).

Este conjunto urbano se resume pues, en esta conclusión:


    Podrá decirse que la red cloacal
es el subconsciente de la ciudad


(El cumpleaños...).                


El negro es uno de los campos semánticos que más se prodigan por toda la obra de Benedetti, ya en forma de oscuridad, de neblina o de suciedad y de cloaca. El negro lo rodea todo por completo, tanto por fuera como por dentro. Pero también un tipo de color verde lo invade casi todo, con sus connotaciones semánticas de decadencia y degradación. En el Uruguay de Benedetti este verde negativo está ya presente desde la misma infancia: «Montevideo era verde en mi infancia / absolutamente verde y con tranvías» («Dactilógrafo», Poemas de la oficina).

Y el horizonte viene a ser una «infinita llanura de cuentos verdes» (El cumpleaños) por donde pasa «aullando la muerte / con aullidos verdes» («Poemas de otros»).

Pero al final, debatiéndose en un mar de dudas, entre quedarse inmóvil acatando todos los semáforos o rebelarse, Juan Ángel, hoy revolucionario al fin, clausurando de una santa vez por todas a su burgués Osvaldo, común y sin coraje, ve cómo su compañera de guerrilla «nos reparte flamantes linternas... y también sus miradas verdes y pesarosas» (El cumpleaños...), porque no es menos cierto que


    ...cualquier verdor nuevo
no podría existir
si no hubiera cumplido su ciclo
el verdor perecido


(«Todo verdor»).                


Y es que, amigos, en Uruguay, como en otras muchas partes del mundo, «Abajo la cosa está jodida» (El cumpleaños) y hay que renovar la esperanza, con palabras de Antonio Machado: «El hoy es malo, pero el mañana... es mío».