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ArribaAbajoRescatar las palabras perdidas

Mónica Mansour (Universidad Nacional Autónoma de México)


Nos hemos reunido estos días para festejar la extensa e intrincada trayectoria de Mario Benedetti que, a lo largo de su obra y desde el principio, se ha preocupado por asear y pulir cariñosamente las palabras de uso más frecuente en el castellano coloquial del Cono Sur americano y restituirles su sentido. Ha sido una labor ardua, y también indispensable. Y somos muchísimos los hispanohablantes que, desde hace años, agradecemos una y otra vez a Mario Benedetti por su trabajo.

En el principio fue el Verbo. Nuestro mundo fue creado por la palabra al ser nombrado. Y nosotros, a imagen y semejanza de aquel primer creador, seguimos haciendo lo mismo todos los días. Pensamos y nos comunicamos con el lenguaje y vivimos de acuerdo con las palabras utilizadas, porque ellas crean y determinan el mundo, además de tener cada una su propia historia y llevarla a cuestas adonde sea que vaya. Porque el lenguaje es un ser vivo: sin tregua se mueve, engorda, adelgaza, se hace burdo, se afina, precisa los contornos de cada nueva realidad.

No debe sorprendernos entonces que la palabra sea un arma tan potente, para construir y también para destruir. Ya Aristóteles en su Retórica daba consejos sobre cómo utilizar la palabra con la mayor eficacia para persuadir a los oyentes; porque el dominio del orador proviene, ante todo, del efecto logrado por las palabras.

El lenguaje es un ser vivo, sí, pero algunos usos o manipulaciones que de él se hacen a veces lo golpean y a nosotros nos dejan perplejos y desconcertados. Puede suceder que, de pronto, casi sin que nos demos cuenta, alguien relacione reiteradamente algunas palabras con acciones o realidades que parecerían opuestas a sus significados, y entonces las palabras pierden su sentido histórico y tradicional y nuestro propio lenguaje se nos vuelve ajeno. Casi sin que nos diéramos cuenta, ese alguien se ha robado nuestras palabras y, al mismo tiempo, la realidad que les corresponde. Puedo mencionar aquí unos ejemplos recientes que hemos vivido de manera cotidiana: cuando la palabra libertad se convierte en el nombre de una cárcel donde se tortura a muchos presos políticos, o la palabra dignidad da nombre a un campo de concentración y de experimentación médica, o cuando la palabra justicia se refiere a la muerte de todo aquél que no esté de acuerdo con algún ser específico y sus amigos, o la palabra democracia se refiere a algo que los gobiernos consideran «ingobernable», o también cuando la palabra felicidad se refiere a una casa con televisión, lavadora, refrigerador y coche, entonces esas palabras -libertad, dignidad, justicia, democracia y felicidad, entre muchas otras- se nos pierden, ya no las entendemos y necesitan una explicación cada vez que se utilizan.

Mario Benedetti es uno de los escritores hispanoamericanos más populares y más publicados. Ha desarrollado casi todos los géneros literarios: cuento, novela, poesía, canción, teatro y ensayos sobre literatura y cultura de América Latina. Su éxito en todos ellos sólo puede significar un gran conocimiento y dominio de la lengua como forma de expresión y comunicación; pero también significa un inmenso cariño a las palabras, o sea a la literatura y a la vida. «Cada palabra tiene su color, vale por sí misma, y el lector tiene derecho a someterla a un análisis exigente, microscópico», dice Benedetti.

Sin embargo, ese inmenso cariño, ese amor, que desde siempre le hemos celebrado, para algunos significó más bien una gran amenaza. Las convenciones literarias que habían mantenido a la literatura en un nicho muy bien delimitado se abrieron, para incluir a decenas de miles de lectores que encontraron en los libros de Benedetti no sólo algunas respuestas, sino sobre todo una infinidad de preguntas que no se habían planteado, sencillamente porque se les habían perdido las palabras adecuadas para hacerlo.

Ésta es una de las razones principales por las que la obra de Benedetti resultó tan peligrosa para los gobiernos de Uruguay y Argentina: el temor era que la lectura pudiera cambiar al lector, despertarlo de su enajenación. Y no se equivocaban. Los libros de Benedetti fueron prohibidos en todos los países de América Latina cuyos gobiernos eran dictaduras; fueron quemados y destruidos. Pero Benedetti había decidido que su pluma y su papel iban a servir para denunciar el abuso, la injusticia, el sufrimiento, o bien para anunciar el amor a una persona y a muchas, al país y a la tierra, para anunciar el amor que es lo único que transforma el mundo y la historia. Para él, la denuncia es también un acto de amor. Y su única arma ha sido la palabra.

La obra de Benedetti se ubica totalmente dentro de un contexto latinoamericano y sobre todo dentro de la situación económica, política y social del Uruguay. Desde sus primeros libros, cuestiona todos los valores convencionales, sobre todo de la clase media. No obstante, esos libros -incluida la poesía- se hicieron inusitadamente populares, gracias a lectores precisamente de esa clase media. La difusión tan acelerada, más el hecho de que Benedetti era militante del Movimiento 26 de Marzo del Uruguay, fueron un exceso para el gobierno de su país en 1973. Fue perseguido y tuvo que huir a Buenos Aires de inmediato. Allí comenzó su periplo de exilios. Después de muy poco tiempo, Benedetti también representó una amenaza contra el gobierno de Argentina, y logró irse a Cuba en 1976, donde permaneció varios años, y luego a España, que se ha convertido en su segunda patria.

Cada punto de vista distinto, cada uso del lenguaje en esta obra, muestra que una situación política represiva y el sistema de sociedad en que vivimos crea una forma distinta de exilio para toda la gente que participa en ella. Si bien la persecución política lleva al exilio geográfico, la enajenación produce igualmente un exilio individual inconsciente que, por su parte, es el ataque más eficaz contra la solidaridad y la unión y nos hace olvidar que «en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos». La única solución es tomar conciencia de todos los exilios en que nos encontramos, despejar las brumas y buscar la manera de comunicarnos y amar.

La preocupación de Benedetti siempre, y hasta el día de hoy, ha sido la enajenación, la falta de conciencia provocada por el sistema en que se vive y el proceso de toma de conciencia. Es por ello que sus personajes son gente común que lleva una vida rutinaria en oficinas y bancos y en la casa con una televisión, que utiliza un lenguaje cotidiano urbano, típico de Montevideo o de Buenos Aires. Su único fin es «llegar a pertenecer» a un esquema convencional: tener una casita, un coche, una familia, un buen sueldo. Pero estos personajes, después de conseguir esos bienes, o sea, la «categoría» de haber cumplido con éxito el papel que se esperaba que cumplieran, pierden el estímulo para seguir viviendo. De pronto, tanto esfuerzo y tanto desgaste ya no tienen sentido, y surgen las preguntas: ¿en qué se han desperdiciado tantos años de vida? ¿hay mayor felicidad? Sobre todo en la narrativa de Benedetti, es en este momento -cuando todos los valores convencionales se derrumban- que los personajes empiezan a tomar conciencia de una realidad más amplia que la de su rutina cotidiana, más amplia que la angustia de la repetición inevitable, un círculo cerrado que finalmente se convierte en cárcel y en exilio, y suele denominarse «democracia» o «libertad». Más adelante, cuando Benedetti escribe sobre incidentes más evidentemente políticos, el dilema es el mismo: hasta los torturadores, aunque no dejen de serlo, empiezan a cuestionar los valores y las contradicciones que han considerado absolutos e inevitables; también la rutina de ellos empieza a perder sentido. Y en la poesía sucede lo mismo, como por ejemplo en algunos poemas de Letras de emergencia, en los Poemas de otros y en los libros posteriores. Por ejemplo, el poema «El jubilado» (Viento del exilio, 1980-81) habla de un torturador retirado que, frente al mar: «quiere decir adiós / a ésos que parten / pero de pronto / no sabe bien por qué / su mano / es / un muñón».

En lo que se refiere a la corriente estética, la obra de Benedetti se ubica dentro de una de las más importantes de la literatura de la segunda mitad de este siglo: la urbana y coloquial, que implica el uso de un lenguaje cotidiano, tanto en el vocabulario y los modismos, como en la sintaxis. Estos textos parecen, a primera vista, una conversación sencilla, con las palabras y los temas de todos los días. Y es esta apariencia tan cotidiana la que provoca la identificación inmediata de los lectores.

El lenguaje aparentemente coloquial de Benedetti, tanto en su poesía como en su obra narrativa, sin embargo, está construido con abundantes recursos retóricos de todo tipo. Encontramos, por ejemplo, el uso de la enumeración o el de muletillas del habla oral, la deslexicalización de expresiones coloquiales, refranes y proverbios, expresiones de doble sentido, juegos de palabras, y la expresión de gestos orales. Es importante señalar también los paralelismos sintácticos, así como las equivalencias léxicas, como sinónimos y antónimos, que remiten la atención del lector de adelante hacia atrás en un movimiento continuo dentro del texto. Benedetti evita, en general, la imagen descriptiva y crea las situaciones casi únicamente por medio de las relaciones entre personajes, ya sea con diálogo, monólogo o acción. En el poema «El paisaje» (Viento del exilio 1980-81) recapitula sobre ello y dice: «Durante muchos años / y tantísimos versos / el paisaje / no estuvo en mis poemas // vaya a saber / por qué // mejor dicho / el paisaje / eran hombres / mujeres / amores». Esta economía en la descripción produce un ritmo muy particular en los textos, determinado por los procedimientos lingüísticos y retóricos.

Por otra parte, cabe señalar el humor en muchos de sus textos, en forma de ironía, sátira o ridiculización. Éste se crea de diversas maneras, por ejemplo, en algunos casos por el uso de un vocabulario especializado dentro de un contexto ajeno y en otros por contrastes bruscos muchas veces en el tono y uso del lenguaje o de tipos de lenguaje, como en la maravillosa alegoría que es el cuento «El fin de la disnea». Otro recurso que Benedetti maneja como pocos es el del final sorpresivo. En algunas ocasiones se utiliza para crear humor, como en el cuento «El cambiazo» y en el poema «Suburbia» del libro Cotidianas (1978-79) que ahora leeré:



    En el centro de mi vida
en el núcleo capital de mi vida
hay una fuente luminosa un surtidor
que alza convicciones de colores
y es lindo contemplarlas y seguirlas

En el centro de mi vida
en el núcleo capital de mi vida
hay un dolor que palmo a palmo
va ganando su tiempo
y es útil aprender su huella firme

En el centro de mi vida
en el núcleo capital de mi vida
la muerte queda lejos
la calma tiene olor a lluvia
la lluvia tiene olor a tierra

esto me lo contaron porque yo
nunca estoy en el centro de mi vida

Pero toda esta recuperación del lenguaje cotidiano, de las muletillas, refranes y expresiones, a través de la enumeración, la simetría y los recursos que he mencionado brevemente, sacude y conmueve a las palabras nuestras de cada día a través de metáforas, símiles y otros tropos en que juegan y se abren camino. Voy a citar un ejemplo para ilustrar lo que Mario Benedetti hace con las palabras y con las realidades que éstas designan.

Los exilios, el tiempo, la política, así como el egoísmo y la enajenación pueden crear distintos tipos de soledad, que por lo general se opone a la solidaridad y al amor. Desde sus primeros poemas, Benedetti se ha ocupado y preocupado con esta compleja situación a la vez existencial y social. He elegido sólo fragmentos de dos poemas para mostrar cómo Benedetti recoge las distintas acepciones de esta palabra -soledad- y luego le toma la mano y la encamina hacia una puerta abierta.

En el poema «Los espejos las sombras» (La casa y el ladrillo 1976-77) hay una maravillosa enumeración de significados metafóricos de la soledad:


    (...) todos mis domicilios me abandonan
y el botín que he ganado con esas deserciones
es un largo monólogo en hilachas
(...)
pero la soledad
esa guitarra
esa botella al mar
esa pancarta sin muchedumbrita
esa efemérides para el olvido
oasis que ha perdido su desierto
flojo tormento en espiral
cúpula rota y que se llueve
ese engendro del prójimo que soy
tierno rebuzno de la angustia
farola miope
tímpano
ceniza
nido de águila para torcazas
escobajo sin uvas
borde de algo importante que se ignora
esa insignificante libertad de gemir
ese carnal vacío
ese naipe sin mazo
ese adiós a ninguna
esa espiga de suerte
ese hueco en la almohada
esa impericia
ese sabor grisáceo
esa tapa sin libro
ese ombligo inservible
la soledad en fin
esa guitarra
de pronto un día suena repentina y flamante
inventa prójimas de mi costilla
y hasta asombra la sombra
qué me cuentan (...)

En este fragmento, las metáforas relativas a la soledad están compuestas, en su mayoría, por sustantivos modificados cada uno por un complemento diverso que contradice y despoja de sentido a su núcleo. De tal manera, todos estos sustantivos equivalentes a la soledad se anulan en la oposición de sus complementos. Los únicos sustantivos metafóricos que no tienen modificador son «ceniza», que de por sí implica una antítesis, o sea fuego apagado, «impericia», que en sí es una palabra negada, y, por supuesto, la «guitarra» y el «tímpano», que al final de este fragmento son los que podrán revertir el concepto de soledad y crear al prójimo. La estrofa termina con un detalle típico de Benedetti: el verso «qué me cuentan» que implica una conversación con un hablante y varios destinatarios presentes, opuesto, desde luego, a la soledad del monólogo.

En un poema posterior, «Cantera de prójimos» (Viento del exilio 1980-81), el poeta plantea nuevamente la oposición entre soledad y solidaridad, entre la torre de marfil y el amor; cito unos fragmentos:



    Es cierto / si estás solo llegarás fácilmente
al desparpajo contigo mismo / así
no habrá obsecuencias ni iras sagradas
que te expulsen de la sinceridad
(...)
estar sin nadie es un desorden blanco
un malogro del fueguito privado
hay que aprender que no todo es dulzura
y que el fiel de la angustia no sirve

la soledad te ayuda únicamente
si la vas a colmar de ecos necesarios
de nostalgias tangibles / sólo así
podrá llegar a ser tu cantera de prójimos

En este fragmento, entre otras cosas, la soledad es «un desorden blanco» y «un malogro del fueguito privado», nuevamente contradicciones, y también hay un tú a quién se habla. La recomendación en este poema es que la soledad no sirve si no está poblada, condición que anula de inmediato el significado de la soledad. Creo que basta con estos dos breves ejemplos para ilustrar cómo la literatura puede restituir el sentido completo de las palabras para que denominemos con ellas lo que más convenga a la realidad en que vivimos y la que queremos crear.

Las opiniones contradictorias entre Benedetti y el Uruguay, entre el amor por su país y el rechazo por su sistema político, así como entre solidaridad y soledad, amor y egoísmo, humildad y soberbia, en la obra se convierten en factores opuestos que forman una tensión poética y vital. Se crea así un marco ideológico interno a la obra en que esos términos forman dos cadenas de equivalencias, una positiva y una negativa. La sola equivalencia provee a cada término, en cada una de las cadenas, de nuevos sentidos, además de los matices que adquiere en cada contexto.

Mario Benedetti, con todo y sus angustias y tristezas, pérdidas y exilios, es el escritor de la esperanza. A través de su amor por la lengua, por el «próximo prójimo» y por el futuro, a través de un gran dominio de las posibilidades del lenguaje y de su cercanía con lo que le rodea, Benedetti ha recuperado una realidad que, por las circunstancias, a veces parece haber desaparecido, ha rescatado el sentido que las palabras habían perdido en su periplo de uso, abuso y mal uso entre alguna gente de palabra pública. Así, con su obra, Benedetti nos ha devuelto no sólo nuestro lenguaje y la esperanza, sino también la facultad de seguir nombrando al mundo para crearlo una y otra vez, con toda libertad, dignidad, justicia y amor.