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Masculinidad y violencia de género en la novela negrocriminal nicaragüense

Doris Wieser






Introducción

La novela negra o negrocriminal1 por lo general cuenta con protagonistas masculinos con las características del hombre tradicional que toma sus decisiones de manera independiente, se considera superior a la mujer y que, además, no es desafecto al uso de la violencia. Entre los personajes secundarios muchas veces encontramos a mujeres que se enfocan a través del punto de vista masculino sexista, y que, en consecuencia, son vistas como trofeos, cosas desechables, víctimas o bien como femmes fatales. Además, no es raro que aparezcan personajes homosexuales en las novelas negras. Por regla general provienen de un ambiente promiscuo y son tratados con recelo por el protagonista. Sin embargo, esta configuración de los papeles de género en la literatura negrocriminal se ha subvertido miles de veces, por lo cual su vigencia se ha ido relativizando. Si esto es verdad en una visión global sobre la producción internacional de la novela negrocriminal, ¿ocurre lo mismo en Nicaragua?

Nicaragua es un país que es tristemente conocido por su alto nivel de violencia intrafamiliar y violencia ejercida contra las mujeres en general2. ¿Sigue la novela negrocriminal nicaragüense afirmando papeles tradicionales y machistas de género? ¿De qué manera se representan actos de violencia contra la mujer? ¿Y desde qué perspectiva se profieren comentarios homofóbicos en estas novelas?3.

Tres novelas de índole muy diferente servirán de base para el siguiente análisis: Managua, Salsa City (¡Devórame otra vez!) (2000) de Franz Galich, La muerte de Acuario (2002) de Arquímedes González Torres y El cielo llora por mí (2008) de Sergio Ramírez. La novela de Franz Galich es la que más se aleja de las convenciones del género. Se trata de una novela negra experimental (y no policial, si entendemos como novela policial aquella novela que narra la investigación de un crimen). Cuenta con una protagonista femenina que usa su atracción sexual como capital para seducir a hombres que después son asaltados por su grupo de amigos, ex combatientes en la guerra civil. En el caso de Arquímedes González Torres se trata de una novela policial histórica. El asexual y siempre correcto personaje literario Sherlock Holmes viaja a la Nicaragua de 1889 en busca del histórico feminicida Jack el Destripador, mientras el presidente Evaristo Carazo ostenta y pone a prueba su poder ejecutivo en el conflicto fronterizo con Costa Rica. Sergio Ramírez narra la investigación del asesinato de una mujer involucrada en el tráfico de estupefacientes. Su investigador policial es un hombre con prótesis en una de las piernas que perdió durante la revolución, y que transgrede las normas del procedimiento legal al violar a una testigo.




Masculinidad y sandinismo: Managua, Salsa City (¡Devórame otra vez!)

En Managua, Salsa City (¡Devórame otra vez!) una banda de criminales constituida por tres hombres (Perrarrenca, Paila'epato y Mandrake) y liderada por Tamara alias la Guajira, una prostituta de veinte años, sigue el siguiente esquema: la Guajira seduce a hombres aparentemente ricos en las discotecas de Managua. Cuando éstos la llevan a un hotel o a su casa, la banda los asalta, les roba el coche, dinero y demás pertenencias. La acción de la novela transcurre en una sola noche en Managua, metaforizada como el reino del Diablo («A las seis en punto de la tarde, Dios le quita el fuego a Managua y le deja la mano libre al Diablo», Galich 1)4, e ilustra un abanico de personajes y peligros nocturnos. El subtítulo ¡Devórame otra vez! se refiere a una canción del cantante puertorriqueño Lalo Rodríguez, del año 1988, que es frecuentemente citada en la novela y por lo tanto un leitmotiv. Si bien la letra se refiere claramente a relaciones sexuales, en el contexto de la novela el título insinúa además que las noches de Managua suelen «devorar» a sus habitantes a través de múltiples peligros. Villalobos apunta que la novela «que alude desde el título mismo a la idea del baile y lo erótico, permite proponer la alegoría de la fiesta. Pero es una fiesta que deviene en carnaval tenebroso» (131).

Esta noche, la víctima de la Guajira es Pancho Rana, que alega ser propietario de una quinta, pero en realidad es apenas el celador del sitio. La Guajira hace el papel de la chica de bien y así, mintiéndose el uno al otro, empiezan a enamorarse contra las reglas del juego, ambos alimentando deseos de amor, placer, codicia pero también, en el caso de la Guajira, protección. Paile'epato y Perrarrenca son ex soldados de «la contra» que fueron entrenados por militares estadounidenses. Sin embargo, Mandrake estuvo en el ejército sandinista (47) y Pancho Rana incluso es un ex sandinista de las fuerzas especiales y recibió entrenamiento de los vietnamitas5. Por lo tanto, todos saben manejar las armas que siempre cargan con ellos. Mientras la Guajira y Pancho van de discoteca en discoteca, sus compañeros los siguen en un coche al que llaman «el perromocho». Antes de llegar a la mansión de los empleadores de Pancho, otros dos hombres empiezan a seguir a la pareja porque se quedan embelesados por la belleza de la Guajira y se proponen violarla. La novela termina con un showdown sangriento en la residencia de los patrones de Pancho, en la que la banda del «perromocho» penetra, seguida por los dos intrusos. Pancho, sin saber quiénes son, empieza a defenderse, mata a tres de ellos y acaba muerto él mismo. Sobreviven apenas el más miedoso de los intrusos y la Guajira, y escapan con las joyas de la casa.

La técnica narrativa de esta novela corta es ingeniosa e innovadora. Se trata de una mezcla del relato del narrador heterodiegético omnisciente y diálogos y pensamientos de los personajes en primera persona, gráficamente separados por paréntesis. La voz del narrador se limita a describir lo mínimo necesario de la acción, de manera que los personajes hablan y piensan por sí mismos. Son personajes altamente marcados por su baja condición social: su lenguaje es muy coloquial y contiene un gran número de regionalismos nicaragüenses así como neologismos, producto de su manera juguetona de hablar entre ellos6.

La Guajira, jefa de una banda de asaltantes, es una mujer que tiene agencia, a pesar de no salirse completamente de los roles de género tradicionales, como veremos. Ella generalmente escoge a sus víctimas con un cálculo frío. En relación con Pancho Rana, considera la posibilidad de quedarse de manera permanente con él y así adquirir cierto asenso, si no social, por lo menos económico: «Le atraía la posibilidad (de que el maje éste me agarre como querida. Qué me importa que no me chinee de arriba para abajo y que sólo me use para echar su polvo cuando tenga ganas. Que me mantenga es lo que me interesa [...])» (Galich 24). Se nos presenta como una mujer anti-romántica que no aspira a más de lo que una mujer en sus condiciones puede lograr. Así resume su trayectoria:

Aquí estoy yo una mujer pobre que tiene la suerte de ser bonita y atractiva pero que en el fondo soy una auténtica mierda, que no sirvió para mayor cosa, más que para culiar y vivir de la riña. Desde que tenía 14 años me desvirgaron y como soy bonita, y con buen culito, no me tiré a la pega, pues los muchachos se peleaban por mí, entonces me daban buenas cosas: ropa, comida, trago, mi monte y mis ñatazos de vez en cuando. Muchos viejos me ofrecieron llevarme a su casa como su mujer, pero nunca agarré vara. Ni siquiera con los rollos de reales. Sólo un rato, para mientras se dan gusto, generalmente mamando. Pagan bien, pero a mí me gusta la independencia, mi propio negocio, no depender de ningún hijo de puta hombre que por unos centavos te quieren tener de querida, sirvienta, esposa y mamá. ¡A la mierda! me dije un día, y fundé mi propia empresa, como se dice ahora. Y no nos ha ido tan mal. Ganamos, días más, días menos, pero ahí vamos... Pero ahora, con este muñeco que me encontré, algo indio, pero después de todo, no está tan mal: ¡hay peores!


(Galich 35)                


Si por un lado, la Guajira sufre de una baja autoestima («soy una auténtica mierda») debido a su condición de mujer de clase baja que no parece poseer el derecho de exigir el cumplimiento de sus propios deseos y que probablemente fue desflorada a la fuerza («me desvirgaron»), por otro lado, sabe convertir su cuerpo en un capital con el cual sí trabaja con autodeterminación. Al negarse a las ofertas de los hombres de transformarse en «querida, sirvienta, esposa y mamá», niega entrar a roles preestablecidos para la mujer, puesto que todos implican la dependencia y sumisión al hombre. En cambio, se transforma en «empresaria», armando el esquema de seducción y asalto junto con sus amigos.

Sin embargo, se enamora de Pancho Rana porque este le da la sensación de protección, despierta sus deseos sexuales y siente incluso una conexión emotiva con él (Galich 26, 32). Parece estar dispuesta a abdicar de sus ideales de libertad y autodeterminación con tal de vivir en condiciones más seguras y hasta placenteras, aunque no fuesen socialmente dignas:

¡Síiii!... por fin, por primera vez en mi vida entregada a alguien que me haga sentir bien, que me haga sentir alguien, que aunque sólo me quiera para querida, me dará mi lugar de persona, no como los otros con los que me he acostado, que sólo me utilizaron como deshago [sic].


(Galich 36)                


La Guajira, criminal fría y anti-romántica, aquí cae en cierto romanticismo pensando que de verdad Pancho podría ofrecerle una vida mejor y asimismo reincide en cierta medida en los roles de género tradicionales de los cuales parecía haberse liberado al ejercer agencia. Por ende, no se produce un verdadero empoderamiento, como constata Elizabeth Ugarte, porque la Guajira no busca un cambio de vida para las mujeres, sino que se dedica a actividades delictivas para divertirse y satisfacer sus lujos y vicios. Incluso intenta despistar a sus compañeros para poder quedarse a solas con este hombre que parece prometer algo más que sus compañeros marginalizados. Juan Murillo acierta cuando habla de una «ritualización de masculinidad» que lleva a la Guajira a «subvertir sus lealtades por sus compañeros, puesto que el Pancho Rana resulta ser más hombre y la puede proteger o proveerle algo que los otros no pueden» (Murillo). Sin embargo, el lector sabe que Pancho es un impostor y que sus intenciones no son tan limpias como románticamente la Guajira se las imagina. Él más bien piensa en utilizarla de la misma manera que los demás hombres a los que se refiere la Guajira en la cita de arriba. Si bien la desea mucho, en su mirada machista la mujer sólo le interesa mientras cumpla la función de satisfacer sus deseos («[...] reconoció que le gustaba mucho. Sentía que la quería para su mujer, que equivalía a su querida, pues era para el amor que la quería, no para responsabilidades propias de un hogar», Galich 51). No obstante, cuando esta se transforma en obstáculo planea deshacerse de ella sin ninguna emoción («[...] verá ella si se avienta conmigo para Honduras, si no, la dejo volada al primer chance, aunque está bien riquita la muy rejodida y sabe el oficio bien rico», 41).

También para él, como para los demás personajes masculinos de la novela, la violación es una práctica común, aceptada, y no es acompañada por la conciencia de cometer una infracción legal, ni tampoco por una conciencia moral. Puesto que las mujeres son encaradas como un objeto que se puede «utilizar», se constatar una total falta de empatía en relación a su posible sufrimiento:

[...] pues sólo en el monte me he de haber tirado a unas cien chavalas, pues por el poblado donde pasábamos agarrábamos algo, ya sea a las buenas o a las malas, la mayor parte de las veces era a vergazo limpio, pues no se dejaban que uno las carreteara, y ni modo, en el monte, bajo los vergazos de la contra uno no sabía en qué momento podía quedar tilinte, así que había que darle viaje a las que se pudiera, ni modo que nos íbamos a ir sólo así, en el aire o a pura estirada de cuereta, ¡ahorcando el pato!


(Galich 49)                


Este concepto de masculinidad machista está estrictamente relacionado con el mito del guerrero sandinista. Andreas Goosses analiza el concepto de masculinidad sandinista con base en el libro autobiográfico del sandinista Omar Cabezas, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982) según el cual las cualidades de un guerrillero consisten básicamente en su formalidad, su honor, su capacidad de refrenar el miedo y de controlarse a sí mismo. Es una imagen heroica del hombre nuevo socialista-sandinista como combatiente intrépido. Sin embargo, en términos retóricos se trata de una paradoja porque esta imagen combina lo supuestamente «nuevo» con un concepto de masculinidad totalmente tradicional. Cuestionar o abolir el patriarcado reinante no ha sido nunca un objetivo de los sandinistas (Goosses 220). Por eso, en el libro de Cabezas «[e]l machismo es una ideología tan fuertemente presente como el sandinismo» (Goosses 220), y esta fusión llevó posteriormente a la institucionalización programática del ideal del combatiente (222).

La feminista y ex guerrillera del FSLN Sofía Montenegro criticó esta actitud en 1990, año en que Daniel Ortega perdió las elecciones presidenciales: «La revolución ha generado una ética para la lucha pero ninguna ética para la vida cotidiana. Esto es una limitación de los izquierdistas que se encuentra por todo el mundo. [...] Como todos fuimos más o menos estalinizados, todo el complejo de cuestión de la enajenación, de la subjetividad y de las mujeres no fue discutido verdaderamente» (citado en Goosses 221) y continúa cínicamente: «En Nicaragua se dice que además de Sandino nadie regresó inteligente de la montaña pero sí embrutecido y tonto» (221).

La novela de Galich sugiere que este concepto de masculinidad del guerrillero abarca la expresión e imposición extrema de la masculinidad, la violación, sin que la imagen heroica y positiva del guerrillero se perjudique. Este concepto permite al hombre mirar a la mujer como objeto sin derecho a autodeterminación ni elección. No obstante, casi todos los personajes masculinos comparten esta visión. Para los dos intrusos, la violación también es una práctica aceptada: «[...] dormimos al maje y nos cogemos a la jañita, y de paso nos jalamos algunas joyas...» (Galich 55). Sin embargo, difieren en cuanto a la aplicación de violencia:

Ambos coincidían en la belleza de la Guajira, aunque no sabían que así le decían, también estaban de acuerdo en lo agradable y necesario de poseerla. Sin embargo, no estaban de acuerdo en los métodos. Uno de ellos, el conductor, era partidario de la violencia, pues, como decía él mismo, lo excitaba, me pone tilinte... tal vez porque viví en los Estados y allí me acostumbré. El otro, no opinaba igual. Evidentemente era libidinoso, pero no violento. En ese aspecto era pusilánime, y eso mismo le impedía ser firme en su negativa. Tenía miedo.


(Galich 60)                


Si bien el menos violento de los dos comparte con su compañero la visión de que una mujer es un objeto que sirve para satisfacer sus deseos, no le gusta aplicar la violencia para alcanzar su objetivo. Pero su recusa no es categórica sino producto del miedo, es decir, no satisface todas las características del «verdadero macho». Moralmente él no es mejor ni peor que los otros personajes masculinos, puesto que acepta la violencia de su compañero: «Vámonos a una barra show, nos sacamos un par de jañas, nos vamos a Xiloá, nos las cogemos los dos a las dos, y si tanta es tu onda, las verguiás y se acabó la onda» (Galich 60).

Incluso Mandrake, también ex sandinista y supuestamente amigo de la Guajira, no constituye una excepción a la regla. Como él está enamorado de la Guajira, o mejor dicho la desea, en el showdown de la novela ya en medio de varios cadáveres, intenta violarla:

Intentó otra vez y como también fuera rechazado, decidió tomar a la fuerza lo que según él, le pertenecía, como había hecho siempre, máxime ahora que era el único dueño, pues los demás estaban muertos. Lo quiso forzar. Ella se defendió pero la tumbó sobre un sofá y se le montó a horcajadas, le dio una trompada y después dos manadas en el estómago.


(Galich 87)                


Entra el segundo intruso, ve la violación, intenta matar a Mandrake, pero la Guajira dispara y logra matarlo. El intruso menos violento, que ha mostrado una masculinidad más débil (Murillo), el llamado «cara de ratón», y la Guajira escapan como únicos sobrevivientes. Este final es significativo, puesto que «no sobrevive ninguno de los personajes que se han revelado como violentamente masculinos» (Murillo). Browitt habla en relación a la supervivencia del hombre menos machista y menos valiente de un «dividendo apropiado después de una época de guerra e hiper-masculinidad» (Browitt).

Cabe destacar que el pasado en la guerrilla sandinista o en «la contra» de los personajes masculinos, no sólo constituye un trasfondo cultural (el concepto de masculinidad del guerrillero) sino también psicológico. Se trata de personajes que viven con traumas. Pancho Rana, por ejemplo, tiene una pesadilla después de haber tenido sexo con la Guajira7. En su memoria surge un momento de extrema crueldad que «[...] pasarían años sin que pudiera ser borrado de su mente» (Galich 66). Son personajes acompañados por sus viejos miedos. Por eso reaccionan de manera impulsiva y violenta en situaciones de conflicto o de peligro. No son capaces de relaciones estables y de confianza como afirma Mackenbach: «La sociedad nicaragüense de posguerra ha sido descuartizada por la desconfianza hacia el prójimo, hasta en las relaciones más íntimas» (Mackenbach). Además, han aprendido a la perfección el manejo de armas y otras técnicas de guerra («Los años que [Perrarrenca] estuvo en las filas de la contra le servían en el tipo de vida que llevaba ahora», Galich 72). Ahora son los desechos de la guerra8.

El enfrentamiento violento entre los hombres equivale a una continuación de la guerra civil, pero esta se ha vaciado de sentido puesto que ya no persigue un objetivo social y político (Kokotovic). Incluso dentro de la banda de la Guajira no hay solidaridad. Perrarrenca (ex contra) en un momento piensa en matar a su amigo Mandrake (ex sandinista) porque le molesta su enamoramiento por la Guajira (Galich 75). Muchos críticos han recalcado que la novela es parte de aquella literatura centroamericana que trata del desencanto con los proyectos revolucionarios y que reaccionan con cinismo a los efectos del neoliberalismo (Kokotovic, Browitt, Cortez, Quirós).




Autoritarismo y feminicidio: La muerte de Acuario

La muerte de Acuario9 es una novela histórica policial, en la que aparecen Sherlock Holmes y Dr. Watson cazando a Jack the Ripper en Nicaragua. Holmes y Watson llevan a cabo una investigación, pero esta no llega a ser un elemento tan central como en los cuentos de Arthur Conan Doyle o en las novelas de enigma de corte clásico. La muerte de Acuario recrea una época tumultuosa, el final del periodo de los llamados treinta años conservadores, bajo la presidencia de Evaristo Carazo (1887-1889), el tratado de Nicaragua con Estados Unidos sobre la construcción del canal interoceánico de 1885 -tema que conecta la novela con la actualidad-, la invasión de Costa Rica por haber perdido el derecho de navegación en el Río San Juan en 1888 y, en varias analepsis, las hazañas del aventurero y conquistador estadounidense William Walker10. La investigación de Holmes parte de la hipótesis según la cual Jack el Destripador se desplazó a Nicaragua porque ahí habían aparecido cadáveres de mujeres que presentaban el mismo tipo de lesiones (extracción de órganos) que las muertas de Whitechapel, de acuerdo con lo que Holmes lee en el periódico. El nexo entre el asesino británico y la historia nicaragüense se crea a través de las seis mujeres muertas. Lo interesante es que los personajes nicaragüenses culpan a los costarricenses como autores del crimen a causa de su enemistad con el país vecino y los conflictos fronterizos. A pesar de la insistencia de los nicaragüenses en culpar a los «ticos», Holmes consigue comprobar que las mujeres muertas son víctimas de Jack alias Doctor Francis Tumblety alias Frank Townsend11. Curiosamente Holmes se cruza también con Rubén Darío, pasa la mano sobre su gran cabeza, la evalúa con los métodos frenológicos y pseudocientíficos de la época, y llega a admirarlo por ella («No quisiera ser molesto, pero francamente envidio su cráneo», González Torres 68).

La novela cuenta con un narrador heterodiegético omnisciente que se detiene mucho en describir el ambiente, sobre todo el paisaje y la naturaleza, pero también hace digresiones históricas. Holmes es representado de manera clásica, con todos los atributos con los que le dotó Conan Doyle (desde la pipa, la capa, y la gorra hasta el violín y la cocaína), y las mismas características: un pensador racional y científico, dotado además de intuición. En relación a su sexualidad se menciona su breve caso con Irene Adler a la que renuncia en favor de mantener la racionalidad: «[...] tuvo un desliz sexual que le sirvió para huir de ella lo más rápido y lejos posible. Sabía que si establecía una relación más duradera y ella lograba amanecer un día en su cama, perdería la razón» (González Torres 39). Esta influencia negativa de la mujer para la racionalidad del hombre, es un cliché machista tradicional presente también en el cuento «A Scandal in Bohemia» de Arthur Conan Doyle, en el que aparece Irene Adler:

To Sherlock Holmes she is always the woman. I have seldom heard him mention her under any other name. In his eyes she eclipses and predominates the whole of her sex. It was not that he felt any emotion akin to love for Irene Adler. All emotions, and that one particularly, were abhorrent to his cold, precise but admirably balanced mind. [...] But for the trained reasoner to admit such intrusions into his own delicate and finely adjusted temperament was to introduce a distracting factor which might throw a doubt upon all his mental results.


(Conan Doyle «A Scandal» 3)12                


Sherlock Holmes admira a Irene Adler por su inteligencia, incluso es la única mujer a la que llega a apreciar de alguna forma, pero nunca tiene relaciones íntimas con ella. La novela de González Torres se desvía un poco del original, al introducir el hecho de que Holmes tuvo por lo menos una vez sexo con Irene, pero en lo esencial se mantiene fiel, puesto que también en el cuento de Conan Doyle una posible relación con una mujer es descrita como algo que perjudicaría las capacidades mentales del detective. En conclusión, la novela de Arquímedes González Torres no reescribe al personaje de Sherlock Holmes, no hay indicios de parodia o subversión carnevalesca, muy al contrario de lo que ocurre por ejemplo en O Xangô de Baker Street (1995) del brasileño Jô Soares13.

En relación con el histórico feminicida Jack the Ripper, no se cuestiona su motivación, es decir, la causa de su misoginia14. Tampoco las mujeres muertas interesan como individuos o por su género femenino, sino como objetos para las deducciones de Holmes. Lo que le interesa al autor es más bien retratar una época y criticar el oportunismo de los personajes nicaragüenses que les echan la culpa de los asesinatos a los costarricenses. Sobre todo el presidente Carazo se empeña por esta explicación porque le conviene políticamente:

-Las mataron los ticos, dijo el Coronel Carazo mientras los funcionarios se cruzaban miradas unos a otros sin hacer ningún gesto que los denunciara.

-Pero..., trató de decir Watson.

-Pero nada. ¡Aquí las cosas son como yo las digo!, terminó el Coronel Carazo levantándose y bebiendo el trago de whisky.


(González Torres 86)                


Este presidente que intenta dictar una verdad y que a lo largo de la novela adquiere cada vez más características de un déspota bastante sonso, es expuesto a la burla. Los incólumes personajes extranjeros, Sherlock Holmes y Dr. Watson, se dan cuenta de su tendencia al autoritarismo egoísta e irresponsable: «Este Presidente es bastante estúpido y peligroso... Una mala combinación, alertó Holmes» (González Torres 86). Otro toque irónico es el hecho de que Jack el Destripador acaba por enamorarse locamente de una nicaragüense de nombre Amapola, se casa con ella, la embaraza y muere poco tiempo después de sífilis. La «pasión desmedida» entre los dos se vuelve un escándalo y se le tacha a Amapola como «perdida» (103). La muerte de Jack constituye un elemento burlesco ya que Jack the Ripper suele ser retratado como alguien que mata por odio patológico a las mujeres y por tanto es difícil imaginárnoslo enamorado y casado. Además, las mujeres (que lo contagiaron de sífilis) acaban matándolo a él, como si de una justicia divina se tratara. Visto a partir de la perspectiva de los nicaragüenses, Jack alias Townsend es un intruso que se apodera de una hija del pueblo:

Y es que en cada habitante del poblado había un reproche, un improperio contenido porque ese hombre abominable, venido de los confines del mundo desconocido, se había atrevido a perturbar y trocar todo lo que se había venido acumulando por siglos y siglos de costumbre católica hasta amontonarse en una espesa armadura que no podían ni querían cambiar [...]. Era el forastero, el extraño, el desconocido que llegó para seducir a la hija del dueño del mayor hotel de la región y hacerse cargo de las finanzas, del hotel y de la más grande hacienda cafetalera del pueblo de 150 manzanas de terreno.


(González Torres 104)                


Todo eso da información sobre la posición de la mujer nicaragüense de la época, que según los parámetros morales y religiosos no tiene derecho a gozar de su sexualidad, ni mucho menos con un extranjero que ella eligió por cuenta propia.

Sin embargo, la novela de Arquímedes González Torres no se preocupa mucho por trabajar cuestiones relacionadas a la igualdad o la violencia de género. Retrata un mundo sin agencia femenina (con excepción de Amapola), un mundo hecho y dominado por hombres, entre ellos el presidente Carazo que intenta ostentar su autoridad de varias formas. Manda fusilar a unos conspiradores sin hacerles siquiera un juicio militar (González Torres 88) y se mantiene aferrado al poder como el típico dictador («¡Malditos... Ustedes lo que quieren es que les entregue el poder! ¡Pero a mí no me lo quita nadie! ¡De aquí no me sacan hasta que me lleve la muerte!...», 109). Este personaje hiper-masculinizado algunas veces es expuesto a la burla. Por ejemplo, es incapaz de manejar el coche -símbolo cliché de masculinidad- que le regaló el presidente norteamericano Cleveland. En la primera ocasión choca contra un árbol y lo echa a perder (14).

Lo que es más central en la novela es la formación de la identidad nacional de Nicaragua, un país que ha sido invadido y humillado muchas veces en su historia:

Eran el único pueblo del mundo que siempre había sufrido conquistas y derrotas durante siglos, primero entre ellos mismos, más tarde los españoles, después los norteamericanos, luego los británicos, más recientemente los colombianos y ahora para colmo, los costarricenses y dudaban si en realidad sus tropas podían triunfar.


(González Torres 79)                


Los repetidos intentos frustrados de imponerse a los demás y de autoafirmarse son motivo de burla y auto-ironía. En este escenario, Jack the Ripper es apenas otro invasor que se apropia del país a través de la posesión de una mujer que los hombres del pueblo no consiguieron proteger de él. Watson aborda el transatlántico «para dejar atrás ese país lleno de mosquitos, locos, borrachos, traidores, mentirosos, refugio de asesinos, botín de conquistadores, corruptor de soñadores y descanso del poeta más grande que verían las generaciones futuras» (González Torres 123). En la evaluación de los personajes británicos lo único loable de Nicaragua es Rubén Darío, que parece haber nacido por error en este país que no vale nada, como concluye Holmes: «El nacimiento de este poeta, en este país -dijo Holmes- es una de las peores burlas de las estadísticas» (123).




Machismo y entretenimiento: El cielo llora por mí

El cielo llora por mí es la novela negrocriminal de corte más clásico de las tres aquí tratadas, puesto que se trata de un whodunit con un investigador policial como protagonista. La acción se sitúa en los años anteriores al retorno de Daniel Ortega a la presidencia en 200615, y gira en torno al narcotráfico, más concretamente de los nexos entre los cárteles de Cali y de Sinaloa que utilizan Nicaragua como puente y lugar para «enfriar» a ciertos capos que corren el riesgo de ser detenidos o muertos en sus países. Todo empieza con el hallazgo de un yate abandonado y desvalijado en Pearl Lagoon, una laguna en la costa caribeña nicaragüense (Región Autónoma del Atlántico Sur), que levanta la sospecha de haber sido el lugar de un crimen. A lo largo de la novela los investigadores descubren que se cometió un asesinato en el yate. La víctima se llama Sheila Marenco y estaba involucrada con un grupo de narcotraficantes nicaragüenses, disfrazados como empleados de la compañía Caribbean Fishing. Sheila, mujer casada, es prima del homosexual Juan Bosco Cabistán (alias Giggo) y amante de Caupolicán, un ex camarada de los investigadores policiales en la guerrilla sandinista, tachado en la novela como traidor.

El protagonista de la novela es un inspector con el irónico nombre Dolores Morales, un ex guerrillero sandinista y ahora investigador en el Departamento de Investigación de Drogas en Managua. Entre sus características más destacadas cuenta su prótesis de la pierna izquierda, consecuencia de una lesión de guerra que posiblemente tiene una lectura política: el proyecto político sandinista, de izquierda, «cojea». Otra de sus características es su condición de mujeriego y su preferencia por mujeres maduras, por lo cual su colega Lord Dixon sugiere que «mejor debería llamarse todo lo contrario, Placeres Físicos» (Ramírez 16). Bert Dixon alias Lord Dixon («Él lo llamaba Lord Dixon por sus modales impecables»; 16) es un investigador de Bluefields que colabora con Dolores Morales. Además, los dos trabajan en conjunto con un agente estadounidense de la DEA, Matt Revilla alias Chuck Norris. Al lado de estos hombres, Doña Sofía Smith, también ex guerrillera sandinista, aporta elementos clave a la investigación, a pesar de que no es investigadora policial, sino apenas la afanadora de la comisaría, «entregada a sus tareas de limpieza en uniforme verde olivo, pantalón y camisa, su broche de militante prendido sobre el bolsillo del lado del corazón» (13). Es, además, «[e]vangélica a muerte, y sandinista a muerte» (13).

Es importante destacar que la novela cuenta con un narrador heterodiegético omnisciente. Por regla general los lectores dan crédito a este tipo de narrador, que presenta la única información disponible y por lo tanto ejerce autoridad sobre el relato. Los comentarios y juicios introducidos por este narrador favorecen la identificación con el autor (implícito), puesto que parecen indicar una intención autorial acerca de la interpretación de la acción de la novela. Esta cercanía entre narrador y autor puede ser peligrosa, como veremos en el caso de El cielo llora por mí. Las voces del narrador y de los personajes suelen superponerse (pensemos en la polifonía de Bajtín) y es difícil discernir la una de la otra. Esto ocurre cuando hay dudas de si se trata de un discurso indirecto libre o del relato del narrador omnisciente. Veamos el siguiente fragmento:

[Morales] Se incorporó al grupo de oficiales al momento en que la Virgen de Fátima era colocada en el altar erigido bajo las acacias, al pie de los ventanales, en medio del copioso rumor de los aplausos. La inspectora Padilla, directora de Recursos Humanos, las nalgas y los pechos rebosantes entallados dentro de su uniforme, recibió de manos del imponente capellán un folleto [...].


(Ramírez 14)                


En la primera oración el sujeto es Morales, en la segunda se trata de la inspectora Padilla. No queda claro si la segunda frase está narrada desde la perspectiva de Morales (que observa la escena a través de la ventana) o si ambas oraciones pertenecen al relato del narrador omnisciente. Por lo tanto, no se sabe si el comentario sexista y machista sobre «las nalgas y los pechos rebosantes» de la inspectora, caracteriza al inspector Morales o si se trata de la mirada del narrador, estrechamente ligada a la del autor implícito. Este mecanismo lo encontramos en toda la novela, que se vuelve, en consecuencia, ambigua en relación con cuestiones de machismo, misoginia, homofobia e incluso violencia de género. Como lectores no sabemos en qué medida el narrador (y por extrapolación el autor) concuerda con los pensamientos y el comportamiento políticamente incorrectos de los personajes. Por lo menos, al darle al protagonista el nombre de «Dolores Morales» Sergio Ramírez llama la atención sobre el tono irónico de la novela. No obstante, dudo que eso sea suficiente para liberar a la novela de su toque machista.

Veamos primero brevemente la relación entre Morales y doña Sofía. La investigación policial en el género negrocriminal es un dominio tradicionalmente masculino, a pesar de que siempre ha habido y sigue habiendo investigadoras (empezando por Miss Marple). En El cielo llora por mí se juega con esta tradición, puesto que Doña Sofía desafía y contrafalla a los hombres investigadores con su astucia, su valentía y sus hipótesis fundamentadas. Ella es un personaje que, siendo ex guerrillera sandinista, se apropió de las cualidades de masculinidad delineadas en el libro de Omar Cabezas, es decir, su comportamiento no se adecua a la imagen tradicional de la mujer. Consecuentemente, Dolores Morales no se interesa en ella como mujer. Hacia el final de la novela Lord Dixon reconoce abiertamente el mérito de Doña Sofía:

-Si hubiera justicia en este mundo, doña Sofía debería ser condecorada con la Medalla al Valor -dijo Lord Dixon.

-Me conformo con que no la corran -dijo el inspector Morales.

-Ahora, con esa información que ella consiguió, la casita de juguete que era este caso se vuelve un edificio completo -dijo Lord Dixon.


(Ramírez 234)                


En este fragmento se puede observar que a Morales no le interesa reconocer el mérito de Sofía oficialmente. Alega no hacerlo para protegerla de las consecuencias disciplinarias ya que la afanadora no puede asumir tareas en la investigación. Pero tampoco le dice directamente lo importante que ha sido su ayuda para el caso. Opta simplemente por aprovechar su ayuda y callarse.

Su comportamiento machista se vuelve más visible en un episodio que se puede clasificar como violencia de género. Se trata de un encuentro del inspector Dolores Morales con la madre de la víctima Sheila Marenco. Esta mujer, de nombre Cristina, es presentada como una posible «candidata» para satisfacer los deseos sexuales de Morales (al contrario de doña Sofía), puesto que «es una mujer mayor, cincuenta y tantos años» (Ramírez 120). Es interesante observar que antes del acoso sexual «[s]intió que la pierna con la prótesis se negaba a seguirlo, y tenía que forzarla» (184). La prótesis de la pierna izquierda (el proyecto sandinista que «cojea») parece constituir un obstáculo para el crimen que planea cometer, a pesar de que, como vimos en relación con la novela de Galich, la violación parece ser una práctica común y aceptada entre los guerrilleros. También lo es para Morales. El policía comienza a abrazar a Cristina por atrás, sin embargo ésta manifiesta su desacuerdo verbal y físicamente:

-Déjeme, qué se ha creído -dijo ella, y, sin volverse, trató de librarse de su abrazo con los codos. El olor a shampoo de manzanas de su pelo húmedo era casi medicinal. El de sus propias ropas oreadas, un olor a perro viejo.


(Ramírez 185)                


El contraste entre el olor a limpieza de Cristina y el olor a suciedad de Morales parecen indicar un juicio por parte del narrador. Por un lado, el «olor a perro viejo» del agresor transmite la idea de asco, y por otro lado, el olor «casi medicinal» de la víctima forma un fuerte contraste con este, aunque no parece tener connotaciones positivas. Sin embargo, la acción de Morales no se mide con parámetros «morales» severos. Veamos cómo sigue la escena:

La llevó contra la pared, y para cubrir el asalto no se le ocurrió otra cosa que abrir la refrigeradora. Ocultos detrás de la puerta, ella luchaba con sinceridad, ahora de frente, aporreándole el pecho con los puños, en el escaso espacio de maniobra que le dejaba su abrazo. De pronto ya no olía más a shampoo sino a mantequilla, a claras de huevo, y sintió como si las manos suaves, que de pronto le envolvían el cuello, estuvieran espolvoreadas de harina. El elástico de los shorts permitió que sus manos entraran con facilidad para apretar las nalgas que sintió erizarse bajo el tacto.

-Aquí no -suplicó Cristina-, ahora no.

No sabía si hacer caso de aquella súplica. Lo único que pensó es que, la próxima vez, le traería aquel vestido de novia16 para la boda de su segunda hija. Se lo merecía.


(Ramírez 185)                


Aquí podemos observar varias cosas. La víctima hace serios intentos de liberarse del asalto. Su olor a limpieza extrema se mezcla con olores de alimentos tan «comestibles» como ella. Estos productos además aluden a los líquidos corporales que parecen anunciar la realización de la cópula (la mantequilla evoca el fluido de la mujer, la clara de huevo el esperma del hombre). Luego, la víctima cede un poco, envuelve el cuello del victimario con sus manos y modifica su negativa inicial con los adverbios temporales y locales «aquí» y «ahora». De esta manera da a entender indirectamente su consentimiento con el acto sexual, como si dijera «en otro momento, en otra parte sí». No obstante, su reacción puede ser un intento de disminuir las consecuencias físicas y psicológicas de la violación, puesto que cuanto más se rebela, más violento se pone el victimario. Por último, cabe destacar que la escena deja abierto el interrogante de si Morales realmente lleva a cabo la cópula en este momento o si la pospone. Se abre un «espacio vacío», una Leerstelle (Iser «Die Appellstruktur» 235), que crea una expectativa en el lector17. Efectivamente, en los capítulos posteriores aparecen elementos que echan luz sobre lo ocurrido.

Cuando Lord Dixon le pide a Morales que informe a Cristina sobre la muerte de su hija Sheila, el inspector recusa alegando que le da lástima (Ramírez 193). Entonces, Lord Dixon adivina que ocurrió algo entre los dos y le advierte: «Implicarse en relaciones indebidas con los testigos en el curso de una investigación de un caso está considerado una infracción de alta gravedad» (194). Puesto que Lord Dixon desconoce en este momento la naturaleza exacta de estas «relaciones indebidas», estas quedan tachadas como «una infracción de alta gravedad», lo cual suena menos severo que «violación». Esta minimización de los hechos también se observa en el relato del narrador omnisciente cuya voz se confunde nuevamente con la del protagonista. Se refiere a la escena como «el episodio de la refrigeradora abierta» (192) y poco después habla «del lance detrás de la puerta de la refrigeradora» (195). Tanto el término «episodio» como «lance» indican la supuesta inocuidad de lo ocurrido y hacen creer que no hubo violación. Sin embargo, el siguiente fragmento insinúa lo contrario:

[Cristina] Tampoco había preguntado en ningún momento por el inspector Morales, dónde estaba que no la llamaba personalmente. Y el inspector Morales pensó, con un sentimiento de derrota, que aquélla era una página volteada en su vida. Si era por la investigación, no había ningún pretexto para regresar donde ella, y la idea misma de llamarla más tarde de ese día para darle el pésame le parecía ridícula. Y más ridículo le parecía el acto de seducción al renguear detrás de ella como un animal viejo e inválido de pelambre junto con el olor de los años. En adelante sería mejor borrar aquel recuerdo y sustituirlo por otro en que ella se resistía y le cruzaba la cara con una bofetada, como en las películas en que Libertad Lamarque defendía su honra.


(Ramírez 196)                


Aquí se puede ver que Cristina no cumple su supuesta promesa indirecta («otro día, en otro lugar sí»), lo que sugiere nuevamente que ella no quiso prometer nada, sino que actuó por instinto de autodefensa. Morales se siente decepcionado porque sus deseos sexuales se ven frustrados e intenta consolarse sustituyendo su memoria por una imagen más amena. La sustitución de la verdad por la mentira revela la naturaleza de la «verdad» por ser su contrario, es decir, se llena la Leerstelle abierta anteriormente. El lector puede concluir que Cristina no «se resistía» y que no «le cruzaba la cara con una bofetada», y por consiguiente que Morales procedió con la violación. Si no podemos afirmar con certeza absoluta que Sergio Ramírez quiso insinuar que su protagonista viola a una testigo, por lo menos podemos afirmar con buenos argumentos que es una lectura válida.

Por lo tanto, podemos preguntarnos como lectores si a este crimen sigue algún arrepentimiento por parte del personaje, algún «dolor moral», algún comentario valorativo por parte del narrador omnisciente o alguna consecuencia legal. La respuesta es no. Todo parece no pasar de una falta reglamentaria y no ser digno de discusión en esta novela. Esto es extraño porque Morales no es apenas un personaje secundario, sino el protagonista y el lector en muchos momentos que acompaña los acontecimientos a través de su perspectiva. Sin el filtro del narrador omnisciente, podemos quedarnos con la impresión de que la violación es tácitamente aprobada por el autor.

Algo similar pasa con los diversos comentarios homofóbicos proferidos por varios personajes. Esto ocurre, por ejemplo, cuando Morales hace zapping en la tele: «Una leona parida en una reserva de Masai Mara en Kenia, y la voz de marica contento del presentador de Animal Planet que daba el biberón a los cachorros» (Ramírez 187). Otra vez no queda claro si la calificación de la voz del presentador como «de marica contento» es una estigmatización por parte de Morales o del narrador. Otro comentario acerca de una escena mostrada en la televisión, el paseo triunfal en carroza del jefe de la policía, es proferido por Lord Dixon: «Gordos y nalgones, y por el moño coquetón que les pusieron, deben ser caballos de costumbres pervertidas» (189). Sobre el personaje homosexual Giggo abundan los comentarios denigrantes: Marcial Argüello (el esposo de Sheila Marenco) lo llama un «depravado» (200), Lord Dixon habla de «cochonería» (204), Morales lo llama «cochón de mierda» (215) y «viejo maricón de mierda» y lo amenaza con meterle «un tiro en el culo» (300). ¿Cuál es el objetivo de la inserción de este tipo de comentarios? Si sirven para caracterizar a los personajes como machistas y homofóbicos, el objetivo está logrado. Si pretenden además criticar este comportamiento, entonces no, porque no hay ningún filtro que lo cuestione. Uriel Quesada comparte esta percepción cuando afirma que «hay una reproducción de roles de género tradicionales, desde la amante-víctima del narcotraficante hasta el homosexual afeminado y corrupto» (71).

Si el protagonista fuera un criminal (por ejemplo como en el caso de O Matador (1995) de la brasileña Patrícia Melo, Un asesino solitario (1999) del mexicano Élmer Mendoza o Penúltimo nombre de guerra (2004) del argentino Raúl Argemí, la impresión que dejaría la novela sería otra. No causaría el mismo malestar en el lector que un personaje que además de ser criminal también sea misógino y homofóbico porque su condición de criminal ya lo expone a la crítica. Pero Morales parece seriamente interesado en resolver el caso y no pertenece a los narcos ni tiene tratos con ellos. Por eso, y por la cercanía entre el narrador y el autor, resulta tan extraño que sea un personaje misógino, violento y homofóbico. La novela negrocriminal, y más concretamente la novela policial con whodunit, conoce otros investigadores homofóbicos, por ejemplo, Mario Conde de Leonardo Padura, que en la novela Máscaras (1997) se enfrenta a sus propios prejuicios y los relativiza (Wieser Der lateinamerikanische Kriminalroman 139), algo que no hace Dolores Morales. Concordamos entonces con Quesada cuando indica que la novela es poco innovadora y sigue la línea comercial del género policial y negro:

Quiero proponer que mientras Castigo Divino abrió posibilidades de creación artística en el área centroamericana, El cielo llora por mí se decanta por una literatura más comercial, en la cual no hay un cuestionamiento profundo de hechos históricos, roles de género y de la sociedad después de los procesos revolucionarios.


(Quesada 60-61)                


Se trata ciertamente de una novela que busca entretener al lector a través del whodunit, el suspense y mucho colorido local, sin levantar cuestiones más profundas. Pertenece por consecuencia a una vertiente más ligera de la novela negrocriminal latinoamericana, género fuertemente influenciado por la hard-boiled novel norteamericano, cuyo protagonista más conocido es sin duda Philip Marlow, el detective privado de las novelas de Raymond Chandler.

Chandler representa una realidad altamente impregnada por el crimen organizado e instituciones entremezcladas con funcionarios corruptos y violentos. Según la poética del escritor norteamericano, el protagonista que se mueve en un mundo del crimen organizado tiene que ser un personaje con un fuerte código moral:

But down these mean streets a man must go who is not himself mean, who is neither tarnished nor afraid. The detective in this kind of story must be such a man. He is the hero; he is everything. He must be a complete man and a common man and yet an unusual man. He must be, to use a rather weathered phrase, a man of honor -by instinct, by inevitability, without thought of it, and certainly without saying it. He must be the best man in his world and a good enough man for any world.


(Chandler The Simple Art 20)18                


Sin embargo, en las novelas de Chandler el grado de compenetración del crimen y del Estado no alcanza las dimensiones de algunas de las sociedades latinoamericanas. Por eso, los escritores del género negrocriminal en Latinoamérica han subvertido esta concepción del protagonista moral, porque simplemente no sería creíble, como afirma el escritor argentino Carlos Gamerro: «Un Marlowe, para nuestra realidad, es tan exótico o imposible como un Sherlock Holmes o una Miss Marple; y si fuera posible terminaría flotando boca abajo en el Riachuelo a la mitad del primer capítulo» (Gamerro). Los detectives y policías latinoamericanos son parte del crimen, sea por necesidad o por egoísmo. No es raro encontrar protagonistas violentos y criminales en Latinoamérica como, por ejemplo, el ya clásico personaje Héctor Belascoarán Shane de Paco Ignacio Taibo II. En relación con Dolores Morales, no obstante, es irritante que su comportamiento violento y homofóbico no sea motivado por el contexto social y político. En la novela no hay ninguna justificación para este comportamiento, ningún motivo lo explica. Se trata, pues, de un mero recurso de entretenimiento que parece no chocar a los lectores dentro del contexto nicaragüense o centroamericano.




Conclusión

Este breve recorrido por la novela negrocriminal nicaragüense no pretende ser exhaustivo. Apenas compara tres obras, de corte muy distinto y de diferente grado de popularidad. La novela de Galich (1951-2007), autor nacido en Guatemala que desarrolló su literatura mayoritariamente en Nicaragua, fue galardonada con el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán 1999-2000, y ha sido objeto de numerosos estudios, la mayoría de los cuales se centran en el análisis de la violencia y del espacio urbano. La novela de González Torres (1972) es ciertamente la menos conocida y también la menos estudiada de las tres, puesto que el autor no publica en ninguna editorial con distribución y reconocimiento internacional. La mayoría de sus obras está disponible en formato e-book en Amazon. En cambio, Ramírez (1942) es indudablemente el autor más reconocido de los tres, puesto que tiene una larga carrera literaria y también política. Su novela El cielo llora por mí se ha estudiado menos que la de Galich, por ser más reciente, y suponemos que también por ser menos crítica en relación con la sociedad nicaragüense y menos innovadora en términos narratológicos.

En relación con nuestra interrogante inicial respecto de en qué medida se reproducen en estas novelas roles tradicionales de género inherentes a la tradición del género negrocriminal podemos constatar lo siguiente: la novela de Galich, Managua, Salsa City, cuenta con personajes que encarnan un concepto tradicional de masculinidad y hasta de hiper-virilidad violenta. Sin embargo, Galich somete el comportamiento de los ex combatientes de la guerra civil a una severa crítica. Al retratar sus pensamientos muchas veces en primera persona, no se confunden la voz del narrador y la de los personajes, lo cual permite un distanciamiento. La muerte de los personajes -una muerte totalmente inútil por ser producto de su hiper-masculinidad- indica que esta conducta no es un camino viable para la sociedad de post-guerra. Los únicos sobrevivientes son una mujer y un hombre miedoso que encarnan por metonimia al pueblo nicaragüense cansado de tanta guerra y quizás de tanto machismo (ya sea sandinista o de otro corte).

En La muerte de Acuario, el reciclaje de famosos personajes de la tradición del género negrocriminal (Sherlock Holmes y Dr. Watson) y de la historia del crimen real (Jack the Ripper) no permite construir un concepto de masculinidad nicaragüense, puesto que se trata de personajes extranjeros. Sin embargo, sus viajes por la Nicaragua de los años 1880 hechan luz sobre el estado de ánimo de la nación en este momento, que deja entrever que se trata de una sociedad hecha por hombres que sufren de una baja autoestima por haber sido víctimas de repetidas humillaciones históricas como la invasión de William Walker o de los costarricenses. Irónicamente Jack el Destripador es otro elemento de humillación, puesto que no sólo mata a seis mujeres, sino que también consigue enamorar y despertar, a los ojos de la sociedad, la pasión desenfrenada de una joven nicaragüense. Si la novela no presenta un concepto de masculinidad excesivo y por tanto negativo como ocurre en el caso de Galich, sí, por lo menos, presenta una masculinidad humillada y fallada. Lo último se puede observar especialmente en el presidente despótico Carazo, identificado como «estúpido y peligroso» por el detective británico.

Por último, la novela de Ramírez, El cielo llora por mí, es la más problemática en relación con la representación de roles de género. Su protagonista Dolores Morales presenta claramente características misóginas, violentas y homofóbicas, sin sufrir ninguna sanción disciplinaria ni dentro del mundo ficcional ni al nivel del narrador omnisciente. La inextricable mezcla entre el discurso del narrador y el discurso indirecto libre que expresa pensamientos de los personajes puede llevar a la impresión de que falta distanciamiento de este comportamiento machista, el cual en consecuencia aparece como socialmente aceptable. Estos elementos, no exentos de ironía, ciertamente son destinados a entretener al lector. No queremos sin embargo, sugerir con esta observación que sea un trazo general de toda la obra de Sergio Ramírez.






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