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Memoriales: la ruta del exilio según Héctor Tizón, Daniel Moyano y Juan Martini

Carmen Alemany Bay





En un artículo del año 1993, «La narrativa argentina en los años setenta y ochenta», Cristina Piña, haciendo alusión a los trágicos acontecimientos de la dictadura argentina y sus repercusiones en la literatura, afirmaba:

Los hechos resultaban tan terribles que no alcanzaban para comprenderlos o representarlos los sistemas éticos y estéticos tradicionales, por lo cual, quienes quisieron articularlos literariamente se vieron en la necesidad de recurrir a estrategias de descentramiento apoyadas en la alusión, el eufemismo, la alegoría, el desplazamiento, la representación paródica; la metaforización en general1.



Tomemos como referencia la palabra metaforización. Este tropo, casi patrimonio de la poesía, ha tenido dificultades para entrar en el género narrativo que -y siempre hablando en términos generales- ha intentado desproveerse del uso excesivo de figuras que desvirtúen el mensaje o entorpezcan la acción; pero los juicios apriorísticos siempre fallan, y si nos referimos a la producción literaria en los años de dictadura en el cono sur podemos encontrar bastantes ejemplos.

Si seguimos con la poesía, y hacemos un repaso rápido a las obras que hablen sobre el exilio nos puede llevar a concluir que los poetas, en tiempo de exilio, soslayan la excesiva metaforización en pro de una poética más comunicativa, más descriptiva, quizá menos lírica y más proclive al compromiso. En cambio, la narrativa de estas décadas, mediados de los setenta y comienzos de los ochenta, a excepción de las novelas testimoniales, la mayoría de ellas son una metáfora de esas vivencias; pero creo que también de algo más. Si bien los hechos reales y el autobiografismo tienen su protagonismo en numerosas páginas, todos esos datos son simples piezas de una estructura general en la que la alegoría, el desplazamiento, la alusión, por separado o de forma compartida, nos remiten a una fabulación del exilio; pero éste es también un punto de partida para plantear cuestiones que sobrepasan la temática del exilio.

Como muestra de lo que acabamos de afirmar tomamos como referencia tres novelas, de tres escritores argentinos, que comparten bastantes denominadores comunes, y el principal es que ellos vivieron la experiencia del exilio y, por ende, éste fue en España. Nos referimos a Héctor Tizón, Daniel Moyano y Juan Martini. Los tres son oriundos de tres provincias argentinas diferentes: Héctor Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Yala, provincia de Jujuy, lindante con Bolivia, y sus primeras obras datan de la década de los 60; en 1984 publicó La casa y el viento, novela en la que relata las experiencias de un hombre antes de partir al exilio. Daniel Moyano, aunque bonaerense nacido el 6 de octubre de 1930 pasó su infancia en las sierras cordobesas y se sintió riojano, donde vivió casi dos décadas; sus primeros libros datan también de los años 60 y en 1983 publicó Libro de navíos y borrascas, obra en la que novela la experiencia de setecientos exiliados que viajan en un barco, el Cristóforo Colombo, con destino a Barcelona. Juan Martini, más joven que los anteriores, nació en Rosario en 1944, y sus primeras obras datan de finales de los 60; en el 86 publicó El fantasma imperfecto, obra que comparte protagonista, Juan Minelli, con una novela anterior, Composición de lugar (1984), y el mismo antihéroe reaparecerá en La construcción del héroe (1989) y El enigma de la realidad (1999). En El fantasma imperfecto se cuenta mediante una trama policial las desventuras en un aeropuerto de un hombre que regresa a su país después de un largo exilio.

Por tanto, tres novelas que nos hablan y reflexionan sobre diferentes momentos de la experiencia del exilio: antes de partir, en el momento de la partida y el momento del regreso. En todas ellas se percibe un miedo real a adquirir una nueva identidad, por eso recogen retazos de su pasada experiencia y la «prenda inexcusable» para el regreso, según Adolfo Prieto en un artículo sobre Moyano2, es mantener «el lenguaje y la memoria íntegros».

Los tres, como apuntábamos, son narradores que han vivido en provincias e iniciaron su obra en ellas, casi siempre al margen de la siempre poderosa Buenos Aires y, además, hicieron gala de pertenecer a las tierras olvidadas por la capital, sobre todo Tizón y Moyano. Los tres han estado fuera de los grandes montajes editoriales y su obra, aunque con dificultades, se ha conocido por su calidad y casi sin necesidad de recurrir a las corrientes predominantes de la narrativa hispanoamericana a partir de los 60. No se consideraron escritores experimentales, más bien su obra sale de toda clasificación canónica y su actitud ante la vida y ante la literatura es anti intelectual, porque prefieren, ante todo, partir de lo vivencial.

Como apuntábamos más arriba, sufrieron el exilio: Tizón desde 1976 a 1982 en Madrid para regresar de nuevo a «su lugar en el mundo», Yala; Daniel Moyano vivirá en Madrid hasta su muerte en 1992 y Juan Martini lo hizo en Barcelona desde diciembre de 1975 hasta abril de 1984, en la actualidad vive en Buenos Aires. Un exilio español para esta tríada de argentinos quienes a pesar de vivir ese tiempo de desubicación en una tierra con la que compartían el idioma, fueron años de dificultades económicas, de desarraigo y de sufrimiento anímico. Moyano en el Libro de navíos y borrascas, se pregunta con cierta ironía: ¿cuál ha sido el recibimiento que España ha dado a esa «tercera o cuarta generación de españolitos bastardeados que regresan fracasados de las Indias?»3.

Con sus estilos y sus formas, Tizón, Moyano y Martini han dejado su experiencia del destierro, pero también esta experiencia les ha servido para buscar una explicación al sentido de su vida, para indagar en su historia personal y en la de su país; sin olvidar que antes de partir al exilio ya fueron a su manera desterrados culturales en su propia patria. Claude Cymerman refiriéndose, entre otros, a Moyano y a Tizón dirá: «sufrieron de ostracismo hasta el punto de que sus propios compatriotas llegaron a considerarlos, no como escritores argentinos representativos, sino como escritores regionales o folclóricos»4.


El umbral del exilio según Héctor Tizón

Héctor Tizón ha dicho sobre el exilio que «para mí fue primero un empujón inaceptable, una desgracia, un despojo»5, y en tiempo de despatriación, en Madrid, empezó a escribir La casa y el viento que, según el junjeño, es «el testimonio balbuciente de mi exilio»; para añadir que «La casa y el viento nació con la intención de recordar el adiós a la patria que es el lugar donde están enterrados mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos. El exilio es un vivir al margen, una costumbre de sentirse sin límites, como un hombre incorpóreo, anodino, anónimo y sin biografía»6. En ese vivir al margen, con un pesimismo atroz, lejos de las gentes del noroeste argentino que tanto le inspiraron en sus primeros libros, Tizón nos dice: «pensé también que no podía irme así, que tenía que despedirme. Entonces, como quien cuenta la historia de un hombre que se exilia y para poder hacerlo recorre todo su mundo, conté los lugares que fueron míos, los de mi infancia y mi juventud. Le fui diciendo adiós a todo. Eso fue lo que después se llamó La casa y el viento»7.

Creo que para hacer una adecuada valoración de la obra tendríamos que tener en cuenta qué se nos plantea, qué pretensiones tiene el narrador -alter ego de Tizón-; pero también tener muy presente el momento en que el autor escribe su novela y de qué manera ese estado anímico, su experiencia del exilio, pero también del desexilio, influyen en el resultado final de la obra.

La casa y el viento, como se ha dicho, es un diario de un hombre que se despide de su tierra, desde que deja la casa en Yala, hasta que cruza la frontera para exiliarse. Va deambulando por los caseríos, por pueblos aislados del noroeste argentino como Acoite, Abra de Quera, Cerrillos, Pozuelo y Yaví; lugares aislados en los que no ocurre nada, sólo importan las historias que cuentan los personajes, leyendas pertenecientes al pasado y que ellos tienen la necesidad de relatar (de relatarle al narrador) para que su historia viva en la escritura y que el futuro no nuble lo único que tienen y de lo que viven, el pasado. Leonor Fleming, hablando del espacio en el que se desarrollan las historias de Tizón dirá que son poblaciones fantasmales «de hombres ensimismados y muertos. Al margen de la historia, refugiados en la memoria de un pasado esplendor irrecuperable, conservan las tradiciones indígenas y coloniales, regidas por una lógica, una axiología, una concepción del mundo y del hombre, diferentes de la occidental, con la que, sin embargo, conviven»8.

La huida empieza cuando el relatador de la historia abandona la casa; pero la verdadera huida comenzará cuando atraviese la frontera y abandone su tierra hacia un futuro sin esperanza. El viaje, articulado a través de tres de los cinco capítulos que componen la novela, es una metaforización de lo perdido, de lo que a la fuerza se abandona; pero también va a suponer una recuperación de la identidad, una búsqueda de sí mismo a través de personajes tan anónimos como Juan, Villatarco, Félix o don Plácido; pero sin duda lo más significativo y metafórico será el tratar de reconstruir la historia del cantor Belindo de Casira quien «halló su muerte persiguiendo el verso perdido de una copla». Interesado por esa copla, por ese verso perdido, le preguntará a Evaristo: «-Cuénteme cómo fue, lo de Belindo -digo-. Aquel cantor. Él no podía comprender mi curiosidad puesto que quizá lo que yo buscaba era tan sólo una metáfora o, mejor, una síntesis, sin saber muy bien para qué»9. La recuperación de esa copla, pero también el hablar de sus gentes, rememorar el paisaje, en definitiva, el relatar «La áspera historia de mi pueblo» supondrá la preparación, un fortalecimiento con el que afrontar lo que le espera al relator de la historia: «Quiero dejar atrás la estupidez y la crueldad, pero en compensación debo retener la memoria de este otro país para no llegar vacío a donde viviré recordándolo» (p. 106). En este inventario del adiós se viaja para rememorar, no para olvidar, y la memoria quedará plasmada en las palabras escritas en el texto: «La memoria convertida en palabras, porque es en las palabras donde nuestro pasado perdura, y en las imágenes» (p. 137).

Esta novela, que cuenta las memorias de quien se va al exilio, como se ha dicho, empezó a escribirse como ha afirmado Tizón en Madrid, pero la obra se publicó dos años después de su exilio, y la finalización de ésta fue ya en su casa de Yala y con viento del noroeste argentino; por tanto la novela se construye desde la reflexión de quien ha vivido el exilio pero ya vive el desexilio. Sin duda, el comienzo del texto le sirvió para llenar vacíos, ausencias, pero seis años fuera de su espacio natural cambiaron al escritor y también la tierra que abandonó; por tanto, La casa y el viento, aunque centrada en el umbral del exilio -en el viaje por tierras del noroeste argentino- y en reflexiones ya en el exilio (primer y último capítulo) supone también una mezcla entre lo que el autor dejó y lo que ha encontrado a su regreso y lo que se pretende también es que perviva en la escritura aquello que fue pero que sin duda ya no será nunca más. Hay también en esta novela, al igual que está presente en la obra de su admirado José María Arguedas, un afán por detener el tiempo, por no perder la identidad; una «arcadia perdida» si utilizamos los términos con que Mario Vargas Llosa ha calificado la obra de Arguedas. Hay frases tan delatoras en la novela como la que hace referencia al pueblo de Yavi: «Los jóvenes emigran hacia el sur; aquí quedan los viejos y los que van para viejos, como custodios indiferentes de un pasado remoto cuyos testimonios de esplendor son la iglesia y una insólita biblioteca pública que nadie parece aprovechar» (79); pero esta frase escrita en la ficción no está muy lejana de las palabras del escritor quien afirmaba en 1999 que «Cuando empecé a escribir, yo sentía que pertenecía a una región del país destinada a perder sus formas culturales propias y nació en mí cierta pretensión de anticuario»10. Por tanto, esa búsqueda de identidad no sólo está en quien se va a ir, en quien ha vivido el exilio o en quien ha regresado es, en cualquier caso, un intento de «recorrer hacia atrás una civilización olvidada» (p. 125), se nos dice en la novela. Ésta, la de La casa y el viento, es la historia de una derrota que no tiene un eterno retorno: el que se fue ya no es el mismo a su vuelta; ni él ni la tierra que dejó. La metáfora es la del paraíso perdido.




El camino hacia exilio según Daniel Moyano

Decía Daniel Moyano sobre el exilio en 1982: «Lo primero que se siente es como una planta que la han arrancado y tiene que echar raíces en otro lado»11. Un año después, el de la publicación del Libro de navíos y borrascas, afirmaba:

[...] yo no me he habituado a vivir en este medio (en España). Han sido siete años muy duros. No en cuanto a lo externo, a lo que haya podido hacer o no. Me refiero a lo interno a lo anímico [...] Yo tuve la mala suerte, la desgracia, de no haber tenido suficiente paciencia o visión como para dedicarme a algún tipo de tarea que estuviera más en consonancia con lo que soy. En estos años me he ido despersonalizando poco a poco, lentamente12.


Sin duda, de las novelas objeto de nuestro estudio, el Libro de navíos y borrascas es la obra más compleja y más completa: es un texto del exilio y sobre el exilio, planteado también como un diario de viaje escrito por su protagonista, Rolando, un músico y escritor que es el alter ego de Daniel Moyano. Como apunta Reina Roffé, «en Libro de navíos y borrascas (1983) estos núcleos (la emigración o los exilios del habitante del interior) se erigen en un exhaustivo análisis sobre el difícil o imposible proceso de inserción del hombre, y más concretamente del intelectual, en una sociedad represiva y violenta que no sólo lo deja de lado sino que lo hace desaparecer, lo extingue o lo silencia»13.

La historia cuenta un viaje que realizan setecientos exilados del Cono Sur desde Buenos Aires a Barcelona en un barco llamado «Cristóforo Colombo». El viaje supone el recorrido inverso al que realizaron los inmigrantes europeos hacia América desde Colón en adelante, hecho que de diferentes maneras refleja Rolando a lo largo de la novela. La historia no sólo cuenta las angustias de esos desterrados en medio del mar, en un no lugar; la novela habla también de la tortura -en uno de los quince capítulos que componen la novela, el titulado «Cadenza»-, y también se hace un homenaje a los desaparecidos en el capítulo «El faro», en el que los personajes componen un relato para acercarse a la verdad de los desaparecidos y lo hacen «en torno a la palabra "faro" -como apunta Virginia Gil- cuyo significado consideran opuesto al de "desaparecido", quieren elaborar una historia de esperanza para Contardi, un anciano pintor, padre de un desaparecido (es un homenaje a Haroldo Conti, en la figura del hijo desaparecido)»14; se habla también de La Rioja, la tierra de adopción de Moyano, de la «huida» de su provincia, entre otras tantas cosas. Los retazos autobiográficos se van colando por todas partes y también los testimonios; por eso creo que es empobrecedor definirla sólo como una novela del exilio, es también una novela autobiográfica, una novela testimonial, una novela del lenguaje, a veces una novela poética y, otras, novela de la intertextualidad y siempre, una novela de denuncia. Creo que la obra fue un esfuerzo, un reto para Moyano porque en ella incluye no sólo muchas de sus vivencias, sino también sus deseos, sus frustraciones, sus conocimientos musicales -como hace en toda su obra-, literarios, cinematográficos, e incluso marítimos, culturales en definitiva.

Un capítulo significativo de lo que acabo de decir es el octavo, titulado «Zampanò», y situado en el ecuador del libro. A estas alturas de la novela el protagonista ya ha expuesto el fracaso vivencial del que viene y al que está abocado sin remedio: hay una especie de aceptación, lo que le lleva a ver su realidad de una manera más desacralizadora y paródica. En esta situación, decide cambiarle el nombre al barco: es muy significativo que el nombre de «Cristóforo Colombo» no le guste; sin embargo se busca otras excusas, trampas para el lector pero también para él mismo, como es recordar unos versos de Darío; lógicamente los de su poema «A Colón», sin nombrar el título. Otro de los motivos del desagrado del nombre del barco es porque en «el contrato comercial firmado por Colón y los reyes no lo deja bien parado» (p. 151) e irónicamente a continuación apunta que ese contrato no dice que Colón salvó indios y que se van cielo, etc. La imagen del Descubridor aparece enlazada a un recuerdo de niñez que son las imágenes que del Conquistador aparecían en la revista Billiken y de ese recuerdo se pasa a otra imagen que vio en la citada revista: la Plaza Mayor de Madrid con las ejecuciones de la Inquisición pintadas por Berruguete. Todo este juego de referencias llevan implícitas una dura crítica a la España que los descubridores llevaron a América. Relacionado con ello, unas páginas más adelante, inventará un diálogo de ficción dentro de la ficción entre un Conde español y los que han llegado con el barco: irónicamente se le dirá al Conde que ellos y él son la misma sangre aunque «hemos perdido el deje en tantas migraciones, pero somos casi los mismos» (p. 155). Un conde, que representa a la España negra hablando con unos exilados sudamericanos de los setenta. La discusión terminará con un toque fantástico, la llegada de Nieves, la mujer deseada por Rolando a lo largo de la novela y a quien aún no conoce; pero ella en cualquier caso simboliza la única esperanza en esa tierra que nadie le ha prometido, y se imagina con ella por las calles de Madrid. Aquí está presente, en esas descripciones madrileñas, el Moyano que después de unos años de exilio en la capital del España conoce sus calles, sus vericuetos.

Volvamos al nombre del barco. Un nombre posible es el de Volver, y la referencia a la canción cantada por Gardel, es incuestionable; pero al menos aquí no la cita y el nombre tampoco le convence porque «sería un término ambivalente», nos dice para reflexionar a continuación sobre la limitación de las palabras, sobre la incapacidad del lenguaje «porque al final ningún nombre define la totalidad de lo nombrado» (p. 153). Una nueva observación del barco le lleva a relacionarlo con Charlot o Chaplin como nombre posible; y a la memoria nos viene rápidamente la película El inmigrante (1917), en la que Charlot viaja a Estados Unidos en un barco lleno de inmigrantes. El humor y la parodia tan presentes en la película (recodemos escenas como la del comedor en el que los comensales les es imposible comer por los vaivenes del barco, o cuando Charlot se plantea cómo podrá comer en la nueva patria); son un nexo de unión con Libro de navíos y borrascas. Desechado también el nombre de Charlot llega el momento del alumbramiento:

Sólo nos falta saber quién ha arribado para que salte el nombre y el ancla llegue al fondo. Y si a ese quién le asociamos la nacionalidad del barco el nombre ya se va formando solo, enseguida aparece una muchacha italiana y chaplinesca para colmo tocando una trompeta, abre los brazos y dice é arrivato Zampanò. Desde ahora tu nombre es Zampanò con la voz de Gelsomina.


(pp. 154-155)                


El referente cinematográfico aparece de nuevo: La strada (1954) de Federico Fellini. Zampanò es el personaje que en esta película está representado por Anthony Quinn y quien intenta enseñar a Gelsomina (Giulietta Massina) a tocar el tambor y a moverse al ritmo de la música. En un momento de la película, Gelsomina, con un bombín como el de Chaplin, grita: «Zampanò é arrivato. É arrivato Zampanò»; por su parte, Rolando, dirigiéndose al barco le dice: «cuando estés entrando en el puerto diré é arrivato Zampanò, como en La strada» (155). Me parece que es digno de destacar la capacidad de Moyano de ir entrelazando imágenes de La strada, con películas de Chaplin, con la cita de Darío, con el tango de Gardel, con la imprecisión de términos como América Latina, Hispanoamérica o Iberoamérica, con la incapacidad del lenguaje para expresarlo todo y a la vez, hacer una crítica mordaz a la España invasora. Nada de lo anteriormente descrito es gratuito, todo lo citado tiene que ver con el desarrollo global de la novela: el riojano no eligió al azar La strada ni a Zampanò, un músico circense, él tenía muy presente el mensaje de esta película que es la pérdida de la inocencia y lo duro que es a veces escoger entre los caminos que se nos presentan en la vida.

Daniel Moyano creó a su otro yo, Rolando, para explicar la amargura del exilio, del desarraigo, la falta de identidad; pero también lo inventó para que aflorasen todos sus demonios personales desde su amor a la música, a la poesía hasta su pasión por el cine. Libro de navíos y borrascas es un memorial sobre el exilio, sí; pero también un memorial sobre Daniel Moyano. La metáfora es, como nos dice el propio escritor, «una meditación sobre el destino de los hombres y los pueblos».




El umbral del desexilio según Juan Martini

Para Juan Martini, el exilio fue también un enfrentarse a un mundo desconocido y hostil con el extranjero: «Barcelona no era ya la amable cuna -ni siquiera la tolerante cama- de los autores latinoamericanos [...] Los escritores que llegábamos a Barcelona buscando amparo no encontramos en ella toda la solidaridad y la comprensión que anhelábamos»15.

Será después de su tiempo de exilio en Barcelona cuando escribe El fantasma imperfecto (1986), novela que sin duda tiene relación con otra anterior, Composición de lugar, publicada dos años antes y con la que comparte protagonista, Juan Minelli16, y también algunas claves que pueden explicarnos otras de El fantasma imperfecto. El argumento y la significación de la obra la explicó el propio autor en «Exilio y ficción: una escritura en crisis»:

En 1985 terminé la segunda novela de Minelli: El fantasma imperfecto, con una estructura más o menos lineal, transcurre a lo largo de sólo siete horas en un aeropuerto. Trata, si me permiten decirlo así, de las cosas que le acontecen a Minelli la noche en que después de 10 años de exilio está apunto de volar de regreso a Buenos Aires. Trata también de las conjeturas que el personaje hace acerca de lo real a partir de escenas que ve, de los diálogos que escucha, y del sentido que cree encontrar en estas pistas, o señales. Pero la interpretación que Minelli hace de la historia parece desmoronarse irremediablemente hacia el final de la novela. De este fracaso, quedaría en descubierto otra novela, quizás la verdadera, que es la que no se ha contado. O la que se ha fugado de la interpretación por la sencilla razón de que un punto de vista, en El fantasma imperfecto, no es suficiente, no sirve para dar cuenta de algo más que no sea el desconcierto de Juan Minelli, su irrebatible ignorancia. Ignorancia que carcome y disuelve las eventuales convicciones acerca del mundo de lo real17.


En esta idea de desconcierto de lo real Martini insistirá en más de una ocasión, y en una entrevista apuntará: «Los temas de las novelas de Minelli son la imposibilidad creciente del sujeto para asignar un sentido a lo real»18; y en otra entrevista, centrándose ya en nuestra novela, será más explícito: «en El fantasma imperfecto lo que se pierde es la certeza de la realidad. Estaríamos frente a una conciencia, la de Minelli, imposibilitada de encontrar un sentido a lo real, o mejor dicho: sus conjeturas acerca de la realidad no se corresponden con lo real»19.

Para indagar en esa idea del desconcierto del protagonista, de no tener sentido de la realidad, tendríamos que recurrir a novelas anteriores. En Composición de lugar, Juan Minelli, argentino descendiente de italianos, inicia desde Barcelona un viaje en busca de una presunta herencia familiar que le llevará hasta Italia; al final de la narración nos encontraremos al protagonista en un cementerio en busca de sus antepasados y viendo su nombre escrito en lápidas con diferentes nombres. Por eso, ante el desconcierto de la identidad, El fantasma imperfecto comienza: «Minelli dijo Minelli. Y observó cómo el otro tecleaba las letras de su nombre, y contempló cómo su nombre se ordenaba en la pantalla del ordenador. Entonces él leyó: Minelli, Juan. Pero en seguida el otro le preguntó: "Minelli, ¿verdad?" "Sí." "¿Con doble ele?" "Sí"»20. Cuando parecía que el problema de identidad estaba resuelto, porque había encontrado ya a sus antepasados en la anterior novela, surge nuevamente; sin embargo, las casi doscientas páginas de la novela parece que no podrán resolver el problema de ubicación porque la historia termina con la enigmática frase de «Minelli escribió Minelli» (p. 178), como si el protagonista ante tanta adversidad, ante tanta falsa interpretación de la realidad, sintiese la necesidad de encontrarse al menos en su nombre escrito. «Esa imposibilidad de reconstruir el pasado, de reconocer la identidad es el signo distintivo de toda la novelística de Martini -ha dicho Sergio G. Colautti- pues el planteo de La vida entera continúa en Composición de lugar, la construcción del héroe, El fantasma imperfecto, y la más reciente, El enigma de la realidad, en donde los retazos, los fragmentos diseminados de la historia personal no logran cohesión, no terminan de plasmar esa anhelada unidad, ese sentido buscado sin desmayos»21.

El protagonista, como ya nos ha dicho Martini, llega a un aeropuerto para viajar a Buenos Aires; para comenzar su desexilio, añadimos nosotros. En esas siete horas de la noche en las que permanece en ese no lugar, en ese espacio que no pertenece ninguna patria, Minelli se dedica a escuchar conversaciones -las de Christine y Connie-, a observar al etíope Asfa, a hacer el amor con Judith Lem, a ver un asesinato; a ser detenido y puesto en libertad. Sin embargo, y contrariamente a lo esperado, Minelli se ha hecho una composición de lugar -si parodiamos el título de su anterior novela- totalmente errónea: nada es como él había pensado y visto, tal como se descubre al final de la novela.

Y ésta es una de las virtudes de la historia. Las descripciones del lugar y de los personajes son totalmente reales y creíbles, e incluso para enfatizar más el sentido de realidad Juan Martini introduce, a modo de cuña, un listado de los precios de las bebidas de uno de los bares del aeropuerto; pero también las noticias del periódico que está leyendo el protagonista. Y es aquí donde viene el desconcierto y la ruptura temporal: las noticias (tiempo real) pertenecen a tiempos distintos. La primera cuña reproduce lo siguiente: «Edición internacional. Lunes 1 de abril», y no especifica el año; la última, que pertenece a ese mismo periódico es la reproducción de un listado de las acciones de la bolsa de Nueva York, y al final, con un asterisco, aparece la siguiente leyenda: «Cotizaciones al cierre del viernes, 23 de noviembre de 1984». A lo largo del texto, mezclados con la historia y sin ninguna fecha, se reproducen las siguientes noticias: «Un nuevo incendio amenaza la fauna de las islas Galápagos», «Murió Zoot Sims, saxofonista de jazz», «Los militares republicanos ya pueden usar uniforme castrense», «Deng Xiaoping anuncia la reducción del ejército chino en un millón de hombres» y «Siete vascos escalan el Cho Oyu, la sexta cima mundial». Si buscamos la fecha de algunas de estas noticias nos encontramos con la sorpresa de que, por ejemplo, fue a comienzos del 1985 cuando se produjo un enorme incendio en las Galápagos o que Zoot Sims falleció en el mismo año en el que también Deng Xiaoping ocupó el puesto de Jefe de Estado Mayor General del Ejército. Esta desubicación del personaje que vive en la irrealidad de un mundo real se enfatiza más con ese desajuste temporal que introduce Martini y que Minelli va leyendo22.

Hay otros dos textos que también se incorporan en la historia pero que aparecen escritos sobre una postal. En el primero Minelli escribe: «La verdad está cautiva en un fantasma perfecto» (p. 30); en la segunda postal apunta: «Ma, è vero un fantasma perfetto?» (p. 97). En las dos sólo firma con su nombre, Juan, y ambas parecen ser una continuidad: de la certeza se pasa a la duda, del español se pasa al italiano. No se nos dan noticias del remitente pero todo parece indicar que van dirigidas a una mujer a la que a lo largo de su estancia en el aeropuerto llama en algunas ocasiones por teléfono y no recibe respuesta; pero en una de las llamadas, apunto de emprender su viaje, desde el otro lado del auricular, oímos la una voz que dice «Pronto?», y ahí se interrumpe porque se corta la comunicación ¿azares del destino? Creo que eso formaría parte de «esa otra novela, quizás la verdadera, que es la que no se ha contado», como apuntaba Martini antes. Otro dato a tener en cuenta, y que está relacionado con la identidad italiana, es el siguiente: previamente al texto escrito en la segunda postal, el narrador nos relata que ambas fueron escritas sobre una reproducción del Perseo con la cabeza de Medusa de Benvenuto Cellini. En la estatua, Cellini puso en la mano de Perseo una espada, y no una hoz como se cuenta en la mitología griega, hecho que no pasa desapercibido a Minelli; como tampoco le pasa desapercibido algo que

era imposible apreciar contemplando la obra desde el plano de la plaza o incluso desde el interior de la Loggia [Loggia dei Lanzi en Florencia]. En la correa, por ejemplo, hay una inscripción. La escasa calidad de la copia no le ha permitido descifrarla con certeza pero era posible que se tratase de un nombre escrito en latín -BENBENUTUS.


(pp. 96-97)                


Una traducción apresurada e incorrecta, fruto de nuestra lengua de origen latino, nos haría precipitarnos y traducir «bienvenido»; sin embargo ésta es una traición de quien no ha vivido el exilio, después de la palabra el narrador nos cuenta que «en tal caso no podría tratarse de otra cosa que de la firma de Cellini», se apunta en el texto evitando cualquier tipo de interpretación. Pero ¿por qué la estatua de Perseo? Podríamos pensar que Minelli compartió con el remitente de las postales la contemplación de la estatua de Perseo en Florencia; pero para evitar hipótesis descabelladas es mejor que analicemos el mito y después veamos su reflejo en la novela. Perseo fue el elegido para matar a Medusa. Atenea le dio un escudo, Hades un capuchón que le hacía invisible y las ninfas le dieron unas sandalias aladas; con estas armas, el héroe decapitó a Medusa, una de las gorgonas que tenía el poder de convertir en piedra a quien la miraba, y de su sangre nació Pegaso. Pero en la postal no se ven bien las sandalias mágicas, ni el escudo que el héroe utilizó como espejo, «ni el zurrón que le habían dado las Ninfas», pero sí la imagen de Medusa a quien Minelli se recrea mirando. La larga descripción de la tarjeta postal no es baladí, ni tampoco que Minelli se concentre en la imagen de Medusa. Después de escribir la postal se va con una mujer a la que ha conocido ¿casualmente?, Judith Lem, y con la que hará el amor en una cabina de teléfono. Esa misma mujer, quien le dejará una medalla en depósito a cambio de un dinero para gastarlo en el juego, lo denunciará a la policía por robo. Esta historia real, y además posible, Martini la convierte en mítica; o mejor dicho, se ha servido del mito para contar una historia con apariencia de real. Esa mujer será Medusa, la Medusa que aparecerá en sus pesadillas, y él sólo un héroe en el mundo de sueños. Por eso, casi al final de la novela, y después de declarar ante la policía, «las figuras del sueño perdido se le habían presentado nuevamente» (p. 170), y en ese estado de delirio y de darse cuenta de la realidad, nos relata el narrador:

Él había pensado que aquella mujer a quien había creído temer y amar lo había petrificado con la impiadosa belleza de su juventud y con el hechizo invencible del goce que su cuerpo encerraba. Pero ahora supo que no era así. Ella había reconocido en él a su enemigo y luchaba para destruirlo [...] La mujer quiso arrancarle el corazón. Después, ya inerme, le suplicó clemencia. Él no se arrepintió. La espada cruzó el aire con el fulgor de la venganza.


(pp. 170-171)                


En esa pesadilla en la que vive Minelli, entre el sueño y la vigilia, y siendo consciente de que «Él era un prisionero, el autor de la historia, y su víctima perfecta» (p. 147), sigue mintiéndose a sí mismo, pues: «Él no era un testigo. Era un héroe. Eso había soñado. Entonces vio nacer a un caballo» (p. 171). Sin duda, el caballo que ve nacer en el sueño es Pegaso, quien ayudó a Belerofonte, un expatriado mítico, a vencer a Quimera: él, Minelli, un Belerofonte del siglo XX, logra vencer a la fantasía. Resuelto ya el caso, el policía tomará la medalla de Judith Lem: «Belloti había contemplado en la palma de su mano la medalla de oro y la figura grabada. Minelli le había dicho que era una Quimera y Belloti, como si hubiese entendido, le había mostrado los dientes en una sonrisa desvanecida» (p. 173).

El mito y la vida real, el sueño y la vigilia, los retazos inconclusos de la vida de Minelli y de los otros personajes sirven en esta historia para enfatizar la desorientación que, según Virginia Gil, «prima en esta novela, de "fantasmas" perseguidos (o potenciados) por el protagonista que, además, son, inexorablemente, "imperfectos". Y, si la vida no tiene lógica, y los hechos carecen de sentido, pero agreden igualmente, no es porque esta novela narre desde la perspectiva de un nihilista. El fantasma imperfecto pertenece a otra estirpe de narraciones, la del desarraigo que desemboca en la incertidumbre»23. Una incertidumbre que está latente hasta el final de la novela con ese ser desubicado que es Minelli y que simboliza, más allá de la figura de un desexiliado, una metáfora mayor que es el desarraigo del hombre en la sociedad moderna. Una preocupación latente en toda la obra de Martini antes, en y después del exilio.

Estas notas sobre tres escritores argentinos pertenecientes a la diáspora bonaerense pueden servirnos para comprender que estos memoriales que describen el umbral del exilio, el camino hacia el exilio y el umbral del desexilio no sólo son las amargas experiencias de los exiliados, o una voluntad de narrar contra todo conjuro de desarraigo; son además metáforas que, en último término, nos remiten a la crisis del conocimiento de la realidad y del sujeto en este mundo que llamamos real.







 
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