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ArribaAbajoCapítulo XXII

De Nápoles a Malta.- Reggio.- Mesina.- Catania.- Siracusa.- Mudas reliquias.- El Riotinapo y la fuente Ciano.- El Papiro.- Malta


Nunca me pareció más espantosa ni más alarmante mi soledad que al zarpar de Nápoles, última ciudad cristiana con rumbo a Oriente.

Cabizbajo, a paso flojo, y poco menos que deseando que me dejara el vapor, marchaba hacia el muelle reproduciendo el más constante cuadro de mi vida de entonces: un adolescente lanzaruto con la escarcela terciada al hombro, el lío de paraguas y bastón en una mano, un pequeño saco de noche en la otra, seguido del fachino o portifaxi, agobiado bajo el peso de una maleta, como Atlas bajo el peso del globo terráqueo y camino del muelle o de la estación.

Entré en el primer bote que se presentó sin reparar siquiera en la catadura del patrón, tal me tenían de preocupado mis lúgubres pensamientos. «Mi brazo por un amigo» murmuraba yo por lo bajo, creyendo que hay momentos en que la manquedad del cuerpo es menos dolorosa que la del alma, cuando sentí al batelero que con voz ronca me gritaba: «¡Ea! apurarse, que ya se marcha el vapor», «pues al avío», le contesté con voz casi exánime y empezó a bogar. Una vez que estuvimos equidistantes del muelle y del vapor, el batelero cesó de darle al remo, suspendió la operación y parando el bote en medio del agua, me preguntó con mucha flema:

-¿Y cuánto piensa usted darme?

-¡Hombre! -le replique con estudiada sangre fría, lo mismo que he pagado siempre, lo que pagué la vez pasada (en lo cual mentía, pues nunca había estado yo en Nápoles).

-Eso no me basta; y si usted no me asegura cuánto piensa darme, nos volveremos a tierra y perderá usted el vapor.

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-Reme usted buen hombre -le contesté siempre con la misma estudiada calma, que una vez a bordo, se le dará a usted lo que guste.

Y una vez a bordo me pidió cinco pesos.

-Eso no es posible, amigo mío.

-Pues me los dará usted.

-Pues no.

-Pues sí.

El altercado llevaba mal camino. Los empleados de a bordo y pasajeros nos habían rodeado y presenciaban la disputa en impasible y fría curiosidad dando a entender que no pasaban a ponerse de parte de ninguno.

Al fin le alargué las monedas que creí justo, y me retiré a la cámara.

-¡Ah! -decía el napolitano arrancándose los pelos y detenido en la puerta del salón-, ¡si como habla francés hablara inglés, nos veríamos!

Y es que en inglés están acostumbrados a desplumar a los viajeros ingleses en todos los puntos de la tierra.

El vapor Eléctrico de la compañía de Vapor i Postali Italiani, tenía una desahogada y magnífica cámara; y el pasaje por 79 francos hasta Malta, me pareció de balde.

Mas mi gozo en un pozo al día siguiente, en que habiendo llegado a Mesina, fuimos trasbordados al Arquímedes, vaporcito idéntico en todo y por todo a los que hacen el servicio en el paso de Calais, todos los cuales son muy inferiores a un al vaporcito Inca que hace algunos años recorría nuestras caletas.

Dos noches pasé en el Archimede pero nada contento.

Los pasajeros del Eléctrico se parecían a los de nuestros vapores caleteros y eran oscuros y modestos traficantes y hacían su viaje en segunda, siendo yo el único pasajero en primera.

-¡Mi brazo por un amigo! volví a repetirme paseándome agitado por la casi solitaria cubierta del Eléctrico, y apenas divisando ya a Nápoles entre las pardas sombras de la noche, murmuraba como acostumbro en casos semejantes desde mi edad tierna, los sentidos versos de mi maestro de Geografía y Gramática Castellana, el eminente poeta español don Fernando Velarde:

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«Ondina de estos mares, amor de estas riberas,
suspende tus cantares, tus gritos de placer;
y oyendo de mis trovas las notas plañideras;
recibe cariñosa mis lágrimas sinceras
las vierto por dejarte, querida Santander.
Jamás entre las rocas gigantes de tu barra
jamás ha resonado tan flébil un adiós.

Meciéndose la nave, comienza a navegar;
muy pronto dejaremos los límites de Europa,
cruzando los desiertos magníficos del mar».



Poeta esencialmente vagabundo, errante, peregrino, tiene Velarde admirables versos para todas las situaciones dolorosas de un viajero.

El tiempo fue detestable en la noche, como para que no impunemente desfiláramos entre Scyla y Caribdis las olas azotaban en una especie de rabia ambos costados del barco, y un montón de olas mayores, un mar más grueso se agitaba en mi pecho arrancándome sollozos y lágrimas.



¡Ay! si con pena tan profunda lloro,
es por ti; dulce América. Yo ignoro,
yo ignoro, ¡ay cielos! si la sombra impía
del pálido, fantasma de la muerte
permitirá que un día
vuelvan mis ojos ávidos a verte.
Patria, amigos, hermanos;
¡ay! cuán lejos me encuentro de vosotros.
Lima, objeto constante de mis sueños
¿volveré un día a ver tus halagüeños y solitarios llanos?



Por la distante patria lloraba y todos estos ayes y gimoteos, lanzados y estampados contra las rígidas tablas de mi camarote, fueron necesarias para que mi oprimido pecho se desahogara un poco, ¡Oh   —219→   dulces padeceres! ¡Cuán livianos me parecen ahora en la balanza de mi nueva vida! ¡Dulces padeceres porque tenían una esperanza, y los de ahora no la tienen!

Y también fue necesario toda la noche para que los conturbados elementos se despejaran y serenaran.

A la mañana siguiente, a las 10.30 y bajo un sol radioso nos hallábamos fondeados al frente de Reggio, capital de la Calabria ulterior, y pintorescamente situado al frente casi de Mesina, ciudad principal de la isla de Sicilia. Los puntos culminantes de Reggio para el que como yo sólo espectaba desde ahora, eran alguna que otra palmera como primeros bosquejos o preludios del cercano Oriente, y una lindísima casa de estilo árabe recién construida a la orilla misma del mar, por el capricho de un rico genovés, según me dijo un pasajero.

Viramos un poco y después estábamos en Mesina. «Palermo con la penna, Mesina con la anterma» dice el siciliano para dar idea respectiva de las dos principales ciudades de su isla.

Presentose a bordo un anciano guía mandado por el hotel Trinacria, y acepté sus servicios por el día que debía pasar en la «ciudad de la antena».

Una de las más eficaces recomendaciones de su cartera estaba en castellano y firmada por el general Belzu, con quien yo había viajado a España, lo que infundió algún consuelo a mi ánimo postrado.

En compañía de este buen anciano anduve todo el día recorriendo la población. Trepamos a la planicie o plataforma del monte de los Capuchinos, cubierta de florecitas blancas y moradas y guarnecidas la subida de alguna otra palmera y de cactos o nopales abundantes, cuyas tunas, llamadas por los españoles higos chumbos, me recordaban la patria.

De la cumbre de este monte se goza de una hermosa vista, limitada aquí a lo lejos en los postreros términos del horizonte, por los mismos objetos que en Nápoles; por graciosos y enanos pinos.

Al bajar refresqué mi paladar con deliciosísimas naranjas. Visité la catedral, que es insignificante, la llanura conocida con el nombre de Campo de Terra Nova, y siendo hora competente para dar a las   —220→   articulaciones el punto cotidiano, volví al hotel Tinacria, cuyo pranzo dejó algo que desear.

Mis modestos y oscuros comensales no me dirigieron la palabra, ni yo a ellos; y los bocados tomaban el camino de la panza en lúgubre silencio.

A las doce de la noche me hallaba nuevamente a bordo, acompañado hasta ese momento y sitio por mi buen anciano, a quien en mi desesperación le había tomado ya tal afecto, que sentía dilatarse sus raíces por mi pecho como si fuera el afecto, no de un día sino de muchos años.

Por sólo cinco francos creíase el buen hombre obligado a tributarme los mayores servicios y consideraciones.

¡Cómo se goza de la vida en éstos países! pensaba yo, ¡qué vida tan vida!

¡Cómo cada moneda va produciendo un placer equivalente a su valor! Y no como en Lima, donde puñados de dinero sólo nos traen el sinsabor de presenciar la torpeza del artesano, o las insolencias y descomunales pretensiones del inútil criado.

¡Qué vida aquélla (la de Lima, se entiende) ¡Qué vida aquélla tan... pero no, esa no es vida; es sólo un fenómeno brillante!

Y aún así suspiraba por ella, en esa noche lóbrega y fría, en que mi único lazo con la tierra era un viejo de alquiler a quien acababa de conocer por la mañana.

¡Mis dos brazos por un amigo! Volví a gemir, aumentando esa vez la puja como si me las viera con algunos de los muchos pilluelos que infestan la humanidad, y no con todo un Dios, pues sólo Dios había podido exaucer mes prieres, o sea, escuchar mis preces en ese instante proporcionándome un compañero como a Tobías.

-¿No podría volverme a tierra? -le pregunté al recomendado del general Belzu.

-Pero señor -me contestó el honrado siciliano-, perdería usted su pasaje. Además, ¿quién podría dar a estas horas con el equipaje que estará en el fondo de la bodega?

Abracé a mi buen compañero con la efusión que a un amigo; fuese él a tierra y yo a mi nueva camilla, porque camarotes no había. Eché una mirada oblicua a mis contubernales; puse bajo la almohada el reloj y el portamonedas, me acosté, y a pesar de mis lágrimas   —221→   y zozobras, y fúnebres ideas, no tardé en quedarme profundamente dormido.

¡Tenía 22 años!

A las ocho de la mañana siguiente, el Etna, no con un breve capelo de nieve como otros volcanes, sino con un amplio albornoz que lo envolvía casi hasta abajo, apareció ante mi ventanilla, y a su pie la población de Catania en la que yo pensaba almorzar.

Salté a tierra, y me hallé con unas calles anchas y largas de muy buen aspecto. Pasé por la del Corso, por la de Stesicore, que va desde la Puerta Grande (muelle) hasta la de Aci, nombre que recuerda el de algunos idilios del siracusano Teócrito.

Una de estas calles conduce en línea recta y como una magnífica calzada hasta las faldas mismas del Etna, que parece tocarse con la mano, según está de cerca.

La ciudad estaba muy animada por ser domingo, y ante víspera de la fiesta de Santa Ágata, patrona del lugar.

Catania es el Portici de Sicilia y su mismo nombre, de griega etimología, está indicando que se halla contra el Etna (Kata Etna). Es ciudad de unas 60.000 almas, pasa por una de las más lindas de Sicilia, y tan satisfechos de ella están sus hijos que dicen:


A tener Catania puerto
ya Palermo habría muerto.



«Si Catania avesse porto, Palermo sarebbe morto».

Ningún cochero de los estacionados en la plaza de Catania me ofreció sus servicios levantando el índice en lo alto desde lejos, como acostumbran hacerlo en todas partes, lo que no dejó de asombrarme.

Entré al Café de París, bonito y limpio, y pedí un almuerzo. Remitiéronme a la trattoria vicina.

«¿Es buena?» objeté.

-¡Cómo! ¡Si es la primera de Catania! Almorcé, tan bien como se almuerza en tierra cuando se llega de a bordo, aun cuando sea en Cobija (nombre mal puesto, porque nada cobija), volvime a bordo, y a las dos de la tarde estaba en la ciudad del terrible Dionisio y del bucólico Teócrito.

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Presentose a bordo un guía. Era un tuerto; sólo un ojo tenía, y aunque no lo traía clavado en el centro de la frente, estaba bien, muy bien en la tierra de los Cíclopes, de los Vulcano, de los Polifemo.

Saltamos a tierra, y sin pérdida de tiempo nos fuimos a buscar las ruinas de Siracusa. El sol reverberaba, y a su luz despiadada, enteramente al raso, atravesábamos campos abandonados y senderos solitarios, guarnecidos de cactos o nopales, y de alguno que otro almendro en flor. Por lo demás, ni un solo árbol se divisaba en toda la fértil llanura que yo atravesaba marcialmente, precedido por mi monóculo guía.

Antes de que pasemos adelante será bueno recordar a mis lectores, que en el sitio en que ahora nos hallamos, poblado apenas por 18.000 habitantes, que es la población de la moderna Siracusa, extendíase siglos ha la más importante de las colonias griegas, la magna Siracusa, ciudad, o más bien conjunto de ciudades pues la componían cuatro en este orden: Ortega, (Siracusa propiamente dicha) situada en una isleta delante del continente y unida a él por un puente; y Arcadina, Tycha y Neapolis en tierra firme.

Ciudad, o más propiamente Tetrapolis era esta que según el antiguo geógrafo Strabon, abrazaba una área de siete leguas, y contenía habitantes por dos millones.

De las cuatro poblaciones apenas quedan vestigios insignificantes e incomprensibles, y éstos eran los que yo iba recorriendo. La moderna Siracusa, que quedaba a mi espalda, surge lo mismo que la antigua en la isleta de Ortigia, que quiere decir isla de las codornices, y que sigue reunida a Sicilia por medio de puentes.

Asegúrase que existía además una comunicación submarina, una especie de túnel; y excavaciones posteriores casi comprueban dicha aserción.

¿Qué dirían, si tal cosa llegara a confirmarse, los que pensaban verificar una obra nunca vista con el proyectado túnel submarino entre Inglaterra y Francia por la parte más angosta del canal de la Mancha?

¡Válgame Dios! ¿No basta que todo sea viejo, aun la empresa de unir dos mares por medio del canal de Suez, sino que hasta de los   —223→   submarinos túneles, que parecían un invento ultramoderno, hemos de hallar el precedente en la más remota antigüedad?

¿Cuánto va a que el día menos pensado se descubre, se prueba y se demuestra que aun los prodigiosos yankes, que parecen adelantarse a su siglo, no hacen más que revivir el plan de alguna vieja civilización?

Cree el hombre avanzar en elevación, hacia arriba, y tal vez no haga más que agitarse en una miserable rotación, dentro de un círculo vicioso.

El científico Arquímedes y los bucólicos Teócrito y Mosco florecieron en Siracusa. También hizo memorable la isla, arribando a ella y habitándola algunos días, el glorioso San Pablo.

Era necesario el empuje de todos estos recuerdos para seguir atravesando con ilusión, a todo sol, la pelada llanura y las pobres reliquias de que he hablado a mis lectores.

Habíamos visitado las Catacumbas de la Iglesia de San Juan, tan extensas que constituyen una ciudad subterránea, tan intrincadas que forman un laberinto o dédalo donde ha perecido más de un desgraciado.

Un fraile capuchino guía a los viajeros. Las galerías son bastantes espaciosas y elevadas, y están llenas de millares de nichos abiertos en la roca, a los que se ha extraído inscripciones, osamentas, medallas, urnas, vasos y otras curiosidades.

Créese que fuera una Necrópolis o ciudad de muertos de los paganos y que sirviera de refugio a los primeros cristianos como los de Roma.

De trecho en trecho se encuentran plazoletas con altas claraboyas para que penetrara la luz a esas lóbregas encrucijadas.

También son curiosas las latomias de los Padres capuchinos. Dan aquí el nombre de latomias a unas grandes excavaciones practicadas en las rocas primero y cuyo remoto origen se supone fuera de las canteras.

Mi guía me mostró un mal labrado y grosero monumento abierto en la roca viva como el sepulcro de Arquímedes, denominación caprichosa lo mismo que la de Oreja de Dionisio que se da en lugar inmediato.

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La Oreja de Dionisio es una latomia más en cuyo fondo se ve una profunda caverna de 70 pies de alto y 170 y tantos de longitud, practicadas en medio de enormes y perpendiculares rocas por cuya cima se ve azulear el cielo como desde el fondo de un abismo.

La entrada a la gruta ha sido tallado imitando una gigantesca oreja, en donde se deduce que contigua había una cárcel, y que mediante ese conducto auditivo, podía Dionisio, tirano de Siracusa, oír desde un punto dado cuanto en la dicha cárcel se murmurase. Otros anticuarios, al ver la resonancia y repercusión que produce la voz en esa galería realmente acústica han creído que tal vez formara parte de un techo cuyas ruinas vi contiguas con el objeto de reforzar la voz del coro en ciertas tragedias cavernosas. Otros en fin sugieren que tal vez no era sino el antro de un oráculo.

Mi guía hizo arder un cohetecillo y la detonación se prolongó con el estruendo de un formidable trueno. Esto es lo que se llama entender la acústica, pero mientras tanto nadie explica ni explicará ya el objeto de esa curiosa y gigantesca entalladura, imitando una oreja más, que de hombre de burro; nadie ni ningún texto antiguo, ni las Verrinas de Cicerón en que enumerando las célebres dilapidaciones del Pretor de Sicilia, se da noticia de las riquezas acumuladas en algunos templos de Siracusa.

El Teatro por lo que subsiste, se viene en conocimiento de que era inmenso. La escalinata o gradería de asientos, se conservan en buen estado y aún se ven algunos vestigios de la orquesta y de la escena. Mas qué daría, si todo un Carlos V no hubiera ordenado la extracción de piedras para atender a unas fortificaciones que por su orden se construían.

Este teatro en su mayor parte se hallaba entallado en la roca viva y en uno de los muros se han descubierto inscripciones griegas de nombres propios. No lejos vimos el anfiteatro, labrado en parte lo mismo que el teatro en roca viva. No obstante su estado de ruina, la forma oval se dibuja perfectamente lo mismo que dos grandes entradas principales, correspondientes a otros tantos arrabales de la gran Tetrápolis. Desde aquí Siracusa presenta una hermosa vista.

Fuimos en seguida a un romántico paseo, sin más antigüedad que un vegetal, el clásico papiro que hasta hoy sigue creciendo silvestre en las márgenes de la fuente Ciana. Ciana era una ninfa que   —225→   no pudiendo evitar el rapto de Proserpina por Plutón, diose a la pena, y tanto lloró que fue convertida la fuente.

Nos embarcamos en el río Anapo que desemboca no lejos de Siracusa por el lado que lleva el nombre de Puerto Grande. El Anapo no es más que un dormido arroyo, un apacible canal natural de a lo sumo cinco varas de ancho.

El agua se desliza suavemente casi al nivel de sus riberas, cubiertas de una hermosa vegetación. Más tarde al recorrer el poético Barbises de Constantinopla, que conduce al paseo del Agua dulce, le hallé una gran semejanza con el Anapo, cuyas márgenes, sin embargo están enaltecidas por los preciosos idilios de Teócrito que sólo en ellas se inspiró. De bogar sosegadamente río arriba, suspiré nuevamente según mi costumbre al ver cómo entre nosotros estamos privados, hasta no tener idea de ellos, de goces que tan naturales y baratos son por estos mundos.

¿Quién se proporcionaría en Lima ni en su cercanía, pensaba yo, ni con todo el dinero del mundo, el deleite, la voluptuosidad de rodar suavemente en un carruaje por una dilatada calzada, guarnecida de árboles, abastecida de posadas y exenta de malhechores o la de resbalar por una azulada y dormida superficie, entre floridas márgenes esmaltadas de flores que pueden coger con la mano? Pasamos por uno de esos elegantes puentes de un ojo, tan comunes en Europa en las más miserables aldeas y que tan conocidas son al Perú, por los paisajes azules y rosados que van pintados en la loza europea.

En un montículo inmediato divisamos dos solitarias y viejas columnas, sobrevivientes de unas importantes ruinas. ¿Qué hacen ustedes allí? pensé yo preguntarles.

-Recordar el Templo de Júpiter Olímpico, parecieron contestarme.

La magnífica estatua que ornaba el templo fue robada por el rapaz Verres. Ya ante el tirano Dionisio, no menos pirata, la había desnudado del rico manto de oro que cubría sus espaldas, y que era don de otro tirano, Gelón. Al consumar Dionisio su sacrílega espoliación había dicho desenfadadamente: «Que un abrigo como ese, era demasiado frío para el invierno, y pesado asaz para el verano;   —226→   y que el de lana que en el cambio le dejaba él, hacía todo tiempo».

Doblamos por un brazo del riachuelo y penetramos en la fuente Ciana, especie de estanque circular lleno de agua clarísima. Los tallos triangulares del papiro con unos ocho o diez pies de alto y algo semejante a los retoños de nuestros plátanos (bananos), se elevaban por todos lados elegantemente, coronados por una especie de mechón, de cuyas hebras se tejía el papel papiro. De la espesura formada por esta antigua planta egipcia salían de cuando en cuando bandadas de patos, como de los totorales de nuestras lagunas. Mi primer cuidado al volver de Albergo del Sole fue pedir una cuartilla de papel papiro del que según sabía yo se fabricaba en Siracusa por curiosidad y obtenerlo por una peseta. A primera vista lo había tomado por corteza seca de plátano.

Cerca de la desembocadura del Anapo vi la romántica fuente de Aretusa, que se halla tan despoetizada como el recinto de Julieta y Romeo en Verona. La catedral de la moderna Siracusa es el Antiguo Templo de Minerva cuyas hermosas columnas se ven empotradas en larga hilera en los muros exteriores del cristiano edificio.

El Museo posee una hermosa y mutilada Venus de Mármol en Paros que se cree sea la famosa Venus Calipiga.

El Monte Hybla, tan celebrado por la miel hyblea que sus abejas elaboran, surge a poca distancia de Siracusa y sigue contribuyendo con su mismo dulce tributo que pude paladear en los postres del Albergo.

Mi frugal comida se compuso de un estofado de un pescado que el mozo me dijo llamarse luda o luccio, tal vez luchina, que en siciliano significa merloto, merluza (?), y por postre de almendras tostadas, naranjas excelentes y miel hyblea.

Salí a tomar café, siempre escoltado por mi cíclope, y viendo uno que parecía de los mejores, me entré en él, preguntando antes a mi guía qué tal era. Otro hay más barato y mejor, me contestó, éste es más caro ¡sólo por el aseo! ¡sólo porque son aseados! añadió con profundo desprecio y con una especie de rencorosa ojeriza.

A las diez de la noche, la bahía de Siracusa, vista desde a bordo, presentaba un aspecto de lo más romántico, el mar y el viento dormían en una profunda calma y sin duda también los siracusanos, porque   —227→   no se oía el más leve ruido o rumor siquiera y eso que apenas parecíamos estar fondeados a unas veinte brazadas del litoral.

Los barcos anclados en el puerto eran tan pocos que se podían contar como las escasas luces que brillaban en tierra.

La luna estaba en creciente, un fulgurante lucero brillante encima mismo y equidistante de los dos cuernos, así es que el astro de la noche parecía un fanal colgado de una piochia de brillantes para iluminar con luz tenue ese panorama tan callado como los siglos que pesaban sobre él.

A las diez y media zarpamos y yo fui a seguir el ejemplo de los siracusanos.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII

Malta.- Breve geografía y breve historia.- Topografía.- Estudios de orientación.- El señor Quintana.- Calles, lenguas y tipos.- La «Faldetta».- Balcones y carruaje.- El suelo de Malta.- Naranjas singulares.- Vana tentativa para introducirlas al Perú


El 3 de febrero de 1862 a las ocho de la mañana, entrábamos a La Valette, capital de la isla de Malta. Malta, más que una isla sola, es un archipiélago compuesto de tres islas, a saber: una al noroeste, que mira a Sicilia, otra menor, y finalmente la más meridional y, al mismo tiempo, la más considerable que es la que lleva el nombre de Malta.

La isla más septentrional es la de Gozzo; la intermedia se llama Cumino o Comino por los muchos cominos que produce y, ciertamente, que no vale un comino a juzgar por sus exiguas dimensiones.

Malta se encuentra descrita desde la Odisea de Homero, donde se la designa con el nombre de Hyperia y como la residencia de Calipso.

Cayó después en poder de los Pelasgos, de cuyas interesantes pelásgicas construcciones aun subsisten restos considerables en la isla, y quienes le dieron el nombre de Ogigia.

Setecientos años antes de Jesucristo fue conquistada por los griegos, y pasó a llamarse Melissa o Melita que en griego significa abeja y de cuyo nombre corrompido se formó el actual; así como prosperan y medran todavía los industriosos insectos que contribuyeron a la nueva denominación de la isla.

En tiempos modernos Carlos V la cedió a los caballeros de San Juan de Jerusalén, a quienes los turcos acababan de expulsar de   —229→   Rodas, y que fueron los que impusieron a la isla el durable sello que hasta hoy conserva.

Uno de esos caballeros, el gran maestre La Vallete, después de gloriosos triunfos sobre los infieles, fundó la capital donde hoy existe dándola su nombre.

Decayó este gran poder como decaen todos los de la tierra, y Napoleón Bonaparte tuvo fugaz imperio y señorío de la importante llave del Mediterráneo, destinada a manos que no eran las suyas; a las de los ingleses, que con su adquisición, la de Gibraltar, la de Corfú y la de Chipre, se han hecho los temibles dueños del Mediterráneo.

Los ingleses poseen Malta hasta hoy, lo que no debe pesar a los viajeros, que se hallan con una escala limpia, aseada y de excelente policía al venir de Oriente o de Italia, extremos ambos que dejan mucho que desear bajo el punto de vista del aseo y la policía.

Haciendo pues de cuenta que me daba un agradable baño de limpieza, salté a tierra.

La Valette cuenta unos 25.000 habitantes y se halla situada al este de Malta, en una lengüeta de tierra que es una península, pues el mar la baña por ambos lados formando las dos bahías que se llaman Puerto Grande y Puerto Chico. Así es que la costa oriental de Malta, a la altura de La Valette, tiene la figura de un tridente con un castillo o fuerte o fortaleza sobre cada diente, lo que equivale a tener colmillos y a ser tantas muelas pues cruzando los fuegos de una y otra fortaleza, la plaza se vuelve inexpugnable.

Ninguna curiosidad mayor atrae al viajero a la antigua residencia de Calipso, y a la costa donde en tiempos menos remotos naufragó según la tradición, el apóstol San Pablo; por lo que el viajero que va o viene de Oriente sólo dedica a Malta una permanencia de horas o de un par de días.

Pues ahí tienen ustedes que yo me pasé veinte, porque por lo mismo que no había nada que me distrajera, y que ese punto iba a ser mi última escala civilizada, y con civilización inglesa, se prestaba maravillosamente a una vida de estudio preparatorio del Oriente.

Ya he dicho en anteriores capítulos que desde Berlín me venía yo orientando con frecuentes visitas a Museos de antigüedades. Mis   —230→   estudios preliminares o de orientación iban a recibir su complemento con la permanencia en Malta.

La Biblioteca pública, digna sucursal de ese Reading Room del British Museum de Londres, que tantas veces constituyó las delicias más gratas de mi vida; las Circulating Library, donde por una suscripción de dos chelines al mes se obtiene cuantas obras se quiera, y las mismas librerías debían suministrarme amplios materiales para mi estudio teórico o científico del Oriente.

Para el estudio práctico, las calles pobladas de tunecinos, de árabes, de turcos, de toda clase de levantinos, y las tiendas abastecidas ya de numerosos artículos orientales, me ofrecían vasto campo a una observación provechosa.

Una de las librerías de La Valette en que más me acaseré fue la del señor Quintana, español de las Baleares avecindado en la isla desde hacía más de 40 años. Hablaba como casi toda la gente de Malta, inglés, francés, italiano y maltés, de cuyo enorme caudal se resentía no poco su español.

El señor Quintana se sorprendió agradablemente al hallarse con un compatriota en la lengua, y como a mí me pasaba otro tanto, a toda hora estaba en su casa.

De él me valí para llenar el requisito de la recomendación o garantía que exige la población de Malta al extranjero que se presenta a reclamar su pasaporte. El señor Quintana salió garante por mí.

Desde aquí empezaba ya a palpar los inconvenientes, que tanto habían de atormentarme en el resto del Oriente, de viajar por esas regiones sin tener cónsul en ellas, por lo que unas veces tuve que acudir al español y otras al francés.

No obstante las distracciones que me proporcionaba el bondadoso viejo Quintana, y las que yo mismo hallaba en mis estudios orientales, la inacción de la vida maltesa me cansaba en muchos momentos, particularmente en las noches que son enteramente muertas, como es natural en una vida de guarnición.

La calle principal es corta y pronto está andada. Conduce a una plaza o plazuela donde se goza de día de un cielo de un azul y de una claridad imponderables, y de noche, de la música con que nos   —231→   obsequian los soldados ingleses, y del aspecto de uno que otro paseante. A las nueve de la noche todo desaparece.

La lengua local es la maltesa, especie de jerigonza compuesta de árabe y de italiano. Este último idioma es tan corriente en el país, que parece le fuera propio. Viene en seguida el inglés, hablado por la gente culta y por los comerciantes. El universal francés comienza a eclipsarse por aquí.

Corren también todas las monedas como se hablan todas las lenguas. El tipo de los malteses del pueblo es tan trigueño, que no pocas veces me recordaban a nuestros cholos y zambos. Tienen la nariz algo chata y los labios un poco gruesos. Entre las mujeres principales las hay de tez muy blanca. Son muy bonitas y graciosas, y todas, señoras y plebeyas, viejas y chiquillas llevan el manto o mantilla nacional llamada faldetta, que es de seda negra, algo semejante a un dominó y mucho más a un fustán o enagua; con la diferencia que está rasgado de arriba abajo, y que la parte, recogida correspondiente a la pretina, en vez de ceñirse al cuello o la cabeza, anda caída por un lado al desgaire, siendo uno de los paños o faldones el que sirve para el embozo, con el cual juegan no menos graciosamente que nuestras limeñas con su manta, a las que se asemejan mucho en su morisca afición al misterio.

En todas las calles se ven grandes y macizos balcones volados, pintados unos de verde, otros de amarillo, de plomo y ni más ni menos como los nuestros, tan afeados por los extranjeros.

Los carruajes llamados también caleshes, recuerdan nuestras antiguas calesas, diferenciándose en que el calesero va a pie, y en que un caballo reemplaza la mula. La caja es cuadrada de arriba abajo, y no resbala por detrás hasta terminar en un reborde delantero como las que hubo en Lima, y las ruedas quedan relegadas a tal distancia atrás de la caja, que causa risa.

Hay otros carruajes más ligeros que por primera vez he venido a ver en esta isla. Figúrense ustedes un colchón, una cama suspendida entre dos ruedas. El colchón se termina por un largo cojín delantero que sirve de apoyo o almohada a los que van tendidos a todo sol, y también de límite entre el cochero y los pasajeros.

El suelo de la isla de Malta es una roca calcárea parecida en el color y en lo deleznable a esos panes de piedra de amolar cuchillos   —232→   de mesa que usan los sirvientes de Lima. Gracias a su blandura y a su abundancia, como que por todas partes se encuentra, no hay edificio en La Valette que no esté construido de piedra. La escalera del Hotel Imperial en que yo posaba, hecha de esta amarillenta piedra, tenía sus gradas tan carcomidas por el uso como si hubieran sido de ladrillo, y no dejaban pisar con firmeza por los muchos hoyos.

Este color amarillento y la ausencia de todo vegetal descollante da a la isla de las abejas un aspecto de aridez y de insolación que desagrada. Las capas de tierra vegetal o humus son superficiales, tan superficiales que se cuenta que los industriosos malteses la van a buscar hasta las costas de Sicilia, extendiéndola enseguida, con las debidas precauciones, sobre la ingrata roca natal.

En tan someras capas no puede haber espacio para que ahonde grandes raíces, y así toda la vegetación es rastrera, y las sementeras de trigo, alfalfa, trébol, avena y comino divísanse desde abordo superpuestas, postizas como otros tantos felpudos, ruedos o peludos.

Mientras los hijos de otras regiones surcan los mares en busca de lavaderos de oro, el industrioso maltés sólo le pide al orbe un puñado de su tierra vegetal que arroja a la cara de su ingrata madre.

Si cuatro hadas malignas de las Mil y una noches se propusieran dejar pelada y rasa la peña de Malta, no tendrían más que colocarse en las cuatro esquinas de la isla, y cogiendo con los dedos la postiza alfombra de verdura que la cubre, levantaríanla en el aire tan fácilmente como la de cualquier salón, o como el mantel después de la sobremesa; y dejarían el asiento de Malta como una cabeza a la que se le arrebata su peluca.

Los únicos vegetales descollantes o por lo menos los principales, son los naranjos enanos, que producen las naranjitas de piel lisa y fina llamadas mandarinas y que realmente constituyen bocados dignos de un mandarín.

Transplantadas u obtenidas de la misma tierra por aclimatación, no es raro hallar mandarinas en muchas ciudades de Europa, como en París, donde las exhiben; y como en Valencia donde según creo se da en su fértil y afamada zona fructífera conocida con el nombre de La Huerta.

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Pero sólo Malta produce y sólo en Malta he visto esas gruesas naranjas de color sanguíneo u amoratado llamadas por los franceses gros-rouge y por los ingleses naranjas de sangre. Estas hermosas pomas entran acaso más por la vista que por el paladar, como tal vez sucede con las manzanas heladas, con la sandía mollares y con otras frutas que se distinguen por la singularidad del color.

De la naranja que describo a la común hay la misma diferencia, respecto al gusto, que de la manzana corriente a la helada. Es un agridulce más refrigerante, más aquilatado, y que participa (como también el color del jugo) del de la granada.

Sea por esto, sea porque haya algo de verdad, más de un entendido inglés me sostuvo que dicha naranja era el resultado de un cruzamiento o injerto entre el naranjo y el granado; y aunque bien sabía ya que no existía el menor parentesco entre estos dos árboles, propúseme hacer la prueba tan pronto como estuviera de vuelta en mis dominios, echando para mayor precaución algunas semillas de gras-rouge en el fondo de mi maleta.

Cuando llegó ese fausto día, cuando penetré al huerto de mi casa, mi padre se consolaba de la ausencia de su hijo, cultivando sus hortalizas, como Laertes de la de Ulises estercolando o abonando su campo.

Cuando estuve en Damasco con mis dos compañeros desde Egipto, Monsieur Gustave Beaucorps, y el Príncipe de Putbus, señor de la isla de Rugen, en el Mar Báltico, nuestro único compañero de mesa en la casa griega en que nos hallábamos hospedados, el doctor italiano don Alejandro Medana, único europeo de Damasco y vecino de sus murallas desde hacía seis años, después de imponerse con gusto de mi patria, estudios y viajes, exclamó: «Y después de todo esto, volverá usted al Perú... ¡a plantar coles!». ¡Válgame Dios! me dije al penetrar en el recinto en que corrió mi infancia; lo que yo tomé por una festiva metáfora, va a cumplirse al pie de la letra.

Perdóneme el lector estos párrafos inconexos y descuadernados que no venían muy al caso y que no están muy en su sitio, y sepa para concluir, que ni mis pepitas me dieron un rústico sujeto, siquiera de gros-rouge, ni mis injertos de naranjo, en granado, tampoco, ya porque todo hubiera sido desvarío de la mente inglesa, ya porque yo no tuviera buena mano.



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ArribaAbajoCapítulo XXIV

El jardín de Floriana y el de San Antonio.- El clima de Malta.- El Teatro.- La Biblioteca.- Bibliografía oriental.- Aniversario del naufragio de San Pablo.- Homenaje a Pío Nono.- Procesión y regocijos populares.- El paseo de Sliema.- Partida


Antes de concluir con el reino vegetal visitaremos sus templos, los templos que Flora, o más bien Vertumno y Pomona tienen en La Valette, en los encantados sitios denominados La Floriana y el jardín de San Antonio.

Al segundo, que es el verdadero sitio encantado, pues al primero le falta mucho para serlo, se va a caballo en dos horas (ida y vuelta). Este jardín llamado también del Gobernador, contiene varios pies de papiro, y una multitud de naranjitos, tan cargados de fruta y de hojas, que el tronco y las ramas desaparecían; y se les habría tomado por simples matas, más que por árboles.

El niño más pequeño hubiera podido desmocharlos de la más alta de sus frutas, por lo que nada habría significado allí este verso de una pastora de Racan, con el cual pretende dar idea de la edad y tamaño de su amador de trece años:


Il me passait d'un an, et de ses petits bras
cueillait déja de fruits dans les branches d'en bas.



Floriana es todo un arrabal de La Valette, como Patisia en Atenas, como el Cercado de Lima, aunque estos dos últimos lugares son mucho más frondosos, fructíferos y floridos que los dos jardines del arrabal de Floriana, de los cuales el primero no es más que una alameda emparedada, y el segundo lo mejor que tiene es la vista que desde él se disfruta.

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Pero la aridez de la isla y los almendros cuajados de blancas flores del primero, contribuyeron a que yo también los admirara.

El clima tiene fama de benigno, y sin duda por esto vi muchas mujeres, por la primera vez desde que estaba en Europa, andar sin medias, y criaturas de ambos sexos enteramente descalzas.

Los muchachos, unas veces solos, otras en pareja recorren las calles cargados de arpas, más o menos grandes, según el tamaño de ellos, de arpas que tañen acompañándose con el canto para obtener algunos soldi.

Los sitios más frecuentados por ellos son los cafés y las tabernas donde van a fomentar la pasión de los marineros ingleses por la danza.

El cielo de Malta es de un azul turquesa inalterable, que parece mayor todavía en las tardes, en que bandadas de aves negras atraviesan el aire majestuosamente con las alas desplegadas, y produciendo un hermoso y pintoresco contraste.

La primera noche que fui al teatro, el portero me detuvo diciéndome «Stickies not allowed, Sir» (no se entra con bastón) lo que no dejó de sorprenderme, porque no siendo el pavimento de la platea de ricos y variados mármoles, o de fina marquetería o taracea, sino de vulgar piedra de Malta, no había nada que corriera el riesgo de ser arañado, que es por lo que se prohíbe entrar con bastón en algunos museos y palacios visitables de Europa.

El telón del teatro estaba cubierto con un sobretelón de lienzo azul como si aquel fuera alguna preciosísima tela de gobelinos que se quisiera resguardar del polvo; mas al descorrerse poco antes de la representación ofreció a mis atónitas miradas... un telón vulgar como otro cualquiera.

Esta fue la señal de quitarse el sombrero todo el mundo, y como yo no lo hiciera, en el momento se me acercó un policeman a recordármelo.

No por falta de anuncios me habría quedado sin ir al teatro, pues por todas partes se hallaban colgados de una alta cuerda en el medio de la calle, cuerda que iba de un techo a otro cortando transversalmente la calle. Y para imponerse de su contenido había que romperse los músculos del pescuezo como para admirar el Juicio final de la capilla Sixtina.

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La Biblioteca era una de las mejores que veía, en cuanto a limpieza de aspecto y comodidades generales, desde mi salida de París.

La sala de lectura es elevada, ancha, larga y espaciosa. Cada lector dispone de una mesita independiente de las otras, de un atril que tiene por delante, y de un felpudo o ruedo a los pies. No se lee aquí en una de esas largas mesas que recuerdan las caballerizas, y donde las bibliotecas de París y Madrid una doble hilera de hombres cabizbajos sobre su libro parecen caballos rumiando a pesebre.

Se pide la obra que se desea verbalmente y no por escrito como se estila en casi todas las bibliotecas de Europa.

Se toma libros a discreción sin restringir el número, como en Nápoles, por ejemplo, donde no se entrega más de tres a un tiempo, lo que colma el desagrado que produce desde la entrada un saloncito oscuro, sucio, donde hierven confundidos algunos monigotes y estudiantillos escuálidos y no muy aseados.

La de Malta, como ya lo he dicho, recuerda inmediatamente la de British Museum, como que toda la población es una Inglaterra en compendio.

Los catálogos, divididos por orden de lenguas y de materia andan esparcidos por la mesa principal a disposición de todo el mundo, y basta escribir su nombre en un libro especial para conquistar el derecho de poder llevar obras a domicilio.

Grande fue mi júbilo el día en que sin saber cómo descubrí un poema limeño por el asunto, de que hasta allí no había tenido noticias.

Era el poema en doce cantos de Santa Rosa de Lima, por el conde de la Granja, que posteriormente fue reimpreso en Lima, en la imprenta de Alfaro, por el presbítero González de La Rosa.

Como bibliografía oriental, aconsejo a los viajeros que pasen para Oriente consulten las que siguen; Clot Bey «Apercu sur l'Egypte»; Champollion «Egypte Ancien» (Univers pittoresque); Wilckinson, «Manners and customs of the ancient Egyptians»; Lane, Manners and customs of the modern Egyptians», Johnson «Persian, Arabian, and English Dictionary», S. de Soey, «Grammaire Arabe»; Catafago, «English and Arabian», Farris, «Arabian Grammar»; Barthelemy, «Vocabulaire francais arabe avec la prononciation figurée»,   —237→   y otras relativas a las demás ciudades de Oriente que iré enumerando en los lugares correspondientes.

La de Wilckinson y la de Lane merecen sobrevivir al viaje, y acompañar al viajero hasta su biblioteca casera, porque entrambas componen un completo, pintoresco y luminoso Egipto, antiguo y moderno, por la claridad de las descripciones y por los numerosos y fieles grabados.

Lane ha dado una brillante edición inglesa de las Mil y Una Noches y para que el Egipto fuera igualmente descrito por una mujer y para mujeres, hizo que una hermana suya emprendiera el viaje y publicara otro tomito como el de su hermano, pero con este título: English woman in Egypte.

Las calles cortadas a ángulos rectos, los balcones hechos y pintados como he descrito, y hasta con tiestos de flores. Las calesas cruzando aquí y allí, las tapadas misteriosas ocultando una mejilla y un ojo bajo los pliegues de la morisca faldetta, y hasta el clima, todo continuaba recordándome a Lima.

Populares regocijos y procesiones vinieron a acabar de transportarme a la ciudad de los Reyes. Era el 8 de febrero, aniversario según la tradición, del naufragio de San Pablo en esta isla.

La mayor parte de las calles estaban encintadas y embanderadas. En las banderas se leía con tamañas letras; «Viva Pío IX», «Viva Pío Nono Papa Massimo», Viva Pío Nono Papa Re (Papa Rey). Pero la última parte de este letrero, a lo que parece, no la juzgó política el señor gobernador y la mandó quitar.

¿Qué hacen los piadosos y férvidos malteses? Cambian de Re (Rey) en Be-gno (Benigno) para no perder su letrero, y todo queda arreglado, y no hubo domingo siete ni 20 de setiembre.

Pelotones de muchachos recorrían las calles lanzando gritos y enarbolando banderas con manifestaciones parecidas al Papa Re.

Se habría dicho que el Papa era el Dios de la fiesta, que el Gobernador de la isla, o que esta dependiera de los Estados Pontificios.

Las calles estaban iluminadas, sobrepujando a todos en adornos y animación la de San Pablo, en cuyas dos extremidades habían improvisado dos elegantes portadas de madera de arquitectura enteramente   —238→   morisca, sin que faltaran los esbeltos minaretes, los arcos ojivos, etc.

Una banda de música, compuesta de ciudadanos malteses, recorría la calle incesantemente, y estimulados por sus sones los naturales y hasta los soldados ingleses, se dejaban arrebatar por momentos y enlazándose unos con otros en improvisadas parejas de un solo sexo, se echaban a valsar en media calle.

En esto cesaba la música; todo el mundo quedaba en suspenso, volvía a comenzar, y la muchedumbre prorrumpía en exclamaciones; quién lanzaba un pañuelo, quién un sombrero, de improviso la muchedumbre se arremolina alrededor de un muchacho, lo coge por las piernas y lo eleva en el aire a guisa de muñeco, y como confiriéndole poderes para que fuera el órgano del pueblo (como con otros títeres suelen hacer los países republicanos nombrándolos diputados).

Elevado por el voto directo de la masa popular, comprendía el muchacho su alta misión, y quitándose la gorra repetidas veces, saludaba a un lado y otro con gestos expresivos.

Pero ¡ay! en medio de estos triunfos el equilibrio le faltaba, y con la misma o mayor rapidez con que había subido, descendía cayendo de bruces y con los brazos abiertos.


Al mismo viento
que lo anonada
debió su alzada
sin fundamento.



Por fortuna la gente estaba apiñada, y nuestro héroe de un instante no tenía que pagar con una rotura de cabeza su momentánea apoteosis.

Al día siguiente hubo procesión, siendo la strada San Pablo el centro de la animación y la algazara; mas el tiempo, bueno hasta entonces, enturbiose rápidamente y comenzaron los amagos del temporal. Llovía a ratos, soplaba un cierzo helado y aun caía granizo, recordándome este mal tiempo el que tanto me atormentó los primeros días en Nápoles.

Un gran gentío iba en pos de la imagen de San Pablo llevada procesionalmente en andas. Los sencillos malteses al pasar aclamaban lanzando al aire su sombrero, lo mismo que a una persona.

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Antes de dejar Malta, quise ir a conocer el paso de los miércoles llamado Sliema, nombre que, mal pronunciado halagaba hacía tiempo mis oídos pues sonaba como es Lima.

Sliema es un villorrio o suburbio situado al frente de La Valette sobre la lengua de tierra que remata en la punta conocida con el nombre de Punta de Dragut.

El viaje se hace por mar, (y también por tierra) en un bote, en el término de un cuarto de hora más o menos, y pasando muy cerca de la isla del Lazareto.

La calle principal de Sliema es el lugar destinado al paseo; y en su parte más ancha se agrupan, se detienen y se miran las caras hombres de a pie, de a caballo, y señoras y familias en sus apostadas carretelas.

¡A esto llaman pasearse! pero el paseo en cuestión tiene dos atractivos: 1.º que siendo la lengüeta esa muy parecida en su topografía al lugar denominado La Punta en el Callao, se halla uno como en la cubierta de un barco anclado.

Las olas revientan y murmuran en las escarpadas rocas de ambos lados, y esta Punta aparece mejor bordada que la del Callao, resaltando inmediato a uno el azul de las olas, el blanco tul producido por la reventazón, y el renegrido y subido tinte de las inertes piedras.

Una mar inmensa y azulada, sembrada de innumerables velas blancas cierra este cuadro y los concurrentes parecíamos flotar en ella como en una tabla o balsa.

El segundo atractivo es que allí concurre toda la sociedad selecta de La Valette, desde la Señora Gobernadora y su hija para abajo. Y el extranjero como yo, el triste paria aunque no tome parte en el banquete, por lo menos lo contempla de cerca y se mezcla con los concurrentes.

Al ver esa gente alelada y petrificada allí, se diría que eran unos náufragos que apiñados en una tabla esperaban con ansiedad la aparición de una vela salvadora en el horizonte.

Ese día se esperaba desde por la mañana el ya atrasado vapor de Marsella que debía conducirme a Egipto.

Una musiquilla animaba o más bien desanimaba a los concurrentes.

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Unos cuantos soldados ingleses dispuestos en círculo en la mitad del paseo, hacían sonar sus instrumentos insuflándoles la gelidez propia de su carácter, de donde resultaba una sinfonía insípida y desabrida.

Contento de haber abrazado de un solo vistazo como en un salón el mundo más fashionable de La Valette, me volví al hotel a esperar mi vapor.

La noche entró precedida de una cerrazón o neblina tan espesa, que parecía venida de Londres. Todo lo envolvía, ciudad y contornos, tierra firme y bahía, prolongándose hasta el día siguiente, en el cual, no obstante habernos puesto los pasajeros a bordo desde las diez de la mañana no vimos levar el ancla al vapor hasta las doce de la noche, hora en la que sin duda la niebla dejó entrever el derrotero a los expertos marinos.



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ArribaAbajoCapítulo XXV

De vuelta a Alejandría.- Compañeros de viaje.- La mujer Alcides y el hermano Gorenflot.- Un obispo mejicano y mi clérigo de Guatemala.- Un indígena de Méjico.- Himno al pan.- Alejandría.- Paso al Cairo


El vapor que me conducía a las costas del África se llamaba el Indus y pertenecía a la compañía francesa de Messageries Imperiales.

Desmesuradamente largo, no nada ancho, y privado de ruedas, porque era de hélice, este vapor se balanceaba con tal impertinencia que a cada paso me asomaba yo al mar creyendo hallarlo agitado, y no era así porque su señoría apenas estaba ligeramente movido, y en general de muy buen humor.

Yo me hallaba en segunda clase, pasaje que había tomado por vía de ensayo, presa de un marco que no me abandonó en los cuatro días que duró nuestra travesía.

¡Oh, enfermedad antigua como el mundo! No por lo menos como la navegación.

Pasajeros vemos desembarcar en las comedias de Plauto, escritas 200 años antes de Jesucristo, renegando de las náuseas de abordo. Tu propio nombre derivado de la vieja palabra griega naos, náuseas, está revelando la antigüedad del achaque.

El mareo y la muerte son dos profundos misterios, acaso los únicos que no fueron aclarados o por lo menos preparada su aclaración en aquellos sabios tiempos de Grecia en que todo se dilucidaba, y en que se sentaron principios que hasta hoy duran, o se echaron bases para que las generaciones siguientes los levantaran.

Mas para explicar la muerte y el mareo y para remediarlos, nada se hizo, ni se hace, ni se hará.

El peor defecto de una segunda clase de cualquier lugar y parte del mundo, es que en ella no va sino gente de segunda clase.

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Hay que codear en la mesa y que oír roncar en el camarote a personas más o menos groseras, por su aspecto o por sus maneras.

Hay que aguantar el carácter demasiado quisquilloso del que precede la mesa, que como todo ser subalterno, está soñando siempre con faltas de respeto dónde no las hay y atormentando a los criados y por ende a los pasajeros.

Mi compañera de mesa, aquella con quien yo me codeaba, era una formidable y atlética francesita, una especie de ama de llaves, lo que los franceses llaman une bonne; una Maritornes de tan hercúleas proporciones, que rayaba en hombruna.

Así debía ser la Mujer Alcides descrita por Eugenio Sue en Martín el Expósito; como el reverendo padre capuchino sentado al frente mío realizaba perfectamente el ideal que yo tenía del padre Gorenflot desde que leí la novela de Dumas La Dama de Monsereau.

Mis comensales hablaban con frecuencia de novelas y nada menos de las de Dumas y Sue, por lo que me figuraba yo verlas en acción.

El pobre Gorenflot parecía dominado, preocupado, atormentado por la idea de la mujer. No hablaba dos palabras al concupiscente capuchino italiano sin hallar cabida a esta mágica expresión ledonne.

Si hablaba de sus viajes por el alto Egipto, «un ruso le acompañaba, un polaco también, y... una donna».

Discutiendo un día sobre el preciso significado de la palabra italiana «regina» convenimos todos en que significaba reina, esto es, la que reina.

«¡Alto ahí! dijo Gorenflot, que también puede decirse una reina al hablarse por ejemplo... de una bella donna», y por sus lúbricos labios discurrió una galante sonrisa.

Otras veces la palabra donna venía materialmente traída por los cabellos, y sólo servía para delatar al menos observador, la especie de manía que el ardiente capuchino tenía «con la mitad preciosa del linaje humano».

Recogidos en la cámara hablábamos una noche de los animales de África. Desfilaron, como era natural, el hipopótamo, el cocodrilo, y llegó su turno al orangután.

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Cada cual fue refiriendo las particularidades de este animal: sólo faltaba la más notable; yo la tenía in pectore, y no la soltaba de temor de poner a Gorenflot en su acostumbrado camino.

Pero él se puso por sí solo, y después de tragar saliva, saborearse y relamerse observó con una gazmoñería muy zurda:

-Dicen también que acostumbran robarse le donne, las negras, ¡uf!

En otra ocasión me llevó aparte. Díjome que mi tierna edad le interesaba, y que creía un imperioso deber suyo, por su edad y por los hábitos que investía, aleccionarme en los riesgos mundanos que me aguardaban.

-Ha de saber usted -me decía-, que en el Cairo un joven honesto como usted no tiene nada que temer. Con todo hay que andar con mucho cuidado, que abstenerse sobre todo de... de...

-De los placeres mundanos -le repliqué yo-; capisco, capisco.

-Eso es, delle donne. Me han dicho -continuó con una indiferencia bien simulada que sin embargo dejaba traslucir relámpagos ardientes de felicidades pasadas y un vehemente deseo de sonreírme y de revivir conmigo, siquiera en conversación, aquellas alegrías pasadas-, me han dicho que en Alejandría hay una calle donde esas malvadas llevan la licencia hasta el punto de llamar a los que pasan.

En primera clase iban un Obispo mejicano y un clérigo de Guatemala que se dirigían a Jerusalén, donde no dejaron de proponerme que los acompañara.

Yo habría aceptado, pero el gasto de ceremonias y atenciones diarias que semejante compañía demandaba, el besamanos cotidiano de la esposa, y el tratamiento constante de ilustrísima, hicieron retroceder a mi carácter agreste e independiente, que huía aún de la vecindad de le donne muchas veces, sacrificando, ¡ya ustedes comprenden cuanto! por no verse obligado a abdicar su independencia en aras de la galantería.

El criado de Su Ilustrísima era un mestizo mejicano, se llamaba Santiago Rodríguez y me hizo pasar muy buenos ratos.

Él por su parte estaba encantado de hallar «por la primera vez que estaba en Europa, una persona que le hablara el español con claridad».

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A todos los demás, incluso el compañero de su amo, no se les entendía jota, según Santiago Rodríguez. Pero ¿qué extraño? Santiago Rodríguez había viajado por España con su amo, y jamás le entendió una palabra de español a los españoles y se quedó estupefacto cuando le dije yo que lo que hablaban en España era español.

No pudiendo ya más le pregunté al fin:

-Pues, ¿qué diablos de idioma hablan en Méjico?

-Esto que usted habla y esto que yo hablo.

-¿Y cómo llama usted a esto que nosotros hablamos?

-Mejicano.

Estas singulares pláticas y gratas reminiscencias ocurrían entre él y yo en pleno mar Mediterráneo.

Santiago Rodríguez me había tomado una adhesión tan ciega, que parecía mi criado. Una mañana en que el mareo me tenía postrado desde mi salida de Malta, me obligó a tomar la postura horizontal en una de las bancas de la cámara, acercóseme el mayordomo que barría y con aquella impertinencia que también saben aderezar los franceses con frases corteses, como para eludir una respuesta colérica, me dio a entender muy terminantemente «que debía quitarme de allí porque no estaba permitido echarse en la cámara».

¡Y hubieran ustedes visto a Santiago Rodríguez! Todos los colores de su híbrida raza confluyeron alternativamente a su cara. Púsose blanco, amarillo, negro, como para recordar de que de todo tenía; crispó los puños, dio una patada, y su actitud fue tan hostil y tan salvaje, que el pulido gabacho se quedó petrificado y clavado, escurriéndose poco después con el rabo entre las piernas.

En los días que siguieron, Rodríguez, preocupado siempre con el desaire que según él, me habían inferido, no podía conformarse con no haber pateado al gabacho; y creo que si la travesía dura un par de días más, lo verifica como lo digo.

-¡Oh buenos tiempos -le decía yo a Santiago,- aquellos en que no había lugar a entripado, porque castigándose todo inmediatamente y de un modo recio y ejemplar, quedaba el ofendido purgado ipso facto de sorda bilis que en nuestros tiempos de política y miramientos se conserva represada en el cuerpo, royendo las entrañas tal vez de generaciones enteras!

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Un espaldarazo, un cintarazo, una estocada y por consecuencia un herido o un muerto eran la válvula por donde prontamente se expelía la cólera mayor, desahogado de la cual íbase el hombre a dormir tranquilo, atormentado a lo sumo de un apacible remordimiento, pero no de un rencor violento, intransigente y eterno.

Pero notando ya aquí que mi Beocio mejicano me escuchaba alelado y que predicaba en desierto, le dije; «Doblemos esa hoja»...

Y obedeciéndome inmediatamente, se levantó y entornó la de la puerta de la cámara.

Los días más halagüeños de la vida de Rodríguez en Europa habían sido los que pasó en Roma con su amo.

Parece que allí habitó palacios y que los ministriles, monigotes, sacristanes y demás gente de iglesia que rodeaba a su Ilustrísima se disputaban a Santiago Rodríguez como a Palurgo, el burro del reverendo Gorenflot, en la novela de Dumas.

El estilo de Rodríguez era vivo y pintoresco. Todas sus relaciones de la patria tenían que hacer con salteadores, y cuando llegaba el momento crítico en que su propia persona era asaltada, Santiago dejaba de hablar en pasado, y echándose bruscamente al presente, continuaba: «Yo traigo un revólver» por yo traía o llevaba.

Cerca de cuatro días hacía que a mi estómago no llegaba bocado. Cuando el mareo hace al fin una concesión o tregua, no es con un apetito general, sino limitándolo a un solo antojo; el mío fue de pan.

Recibí el rubicundo y bien dorado que Rodríguez se pescó no sé dónde, y cogiéndolo entre las dos manos, no quise inmolarlo sin entonarle primero el siguiente improvisado himno:

-¡Pan nuestro de cada día! -le dije-, ¡cuál será la situación en que tú no recurras! ¡Tu nombre fue acaso la primera palabra que resonó en el mundo, cuando el Supremo Hacedor le dijo a Adán a qué precio tan personal debía obtenerte!

¡Gran personaje! El biscochuelo, el bollo y otros amasijos de moderno invento, sin historia, sin tradiciones, y cuyo origen no tiene el honor de perderse en la noche de los tiempos como el tuyo, otros amasijos, hechura de humanales manos, y no de divinales como tú, podrán eclipsarte momentáneamente en tal o cual mesa.

Su reinado dura lo que el capricho, y no tardas en resurgir tú, estrella de primera magnitud, aclamado por unanimidad.

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¡Importante personaje! ¿Qué mesa se sirve, qué alocución importante se pronuncia sin ti? A la cara de Dios te comparan, y das idea de la suprema bondad de un hombre cuando se dice que es bueno como el pan. No en balde te llamas pan, porque en griego pan es todo.

¡Oh tú, sin el cual no hay alimentación posible, como no hay edificio sin arena! ¡Ven a ser el medio con que, al aproximarme a lugares santos, celebre alianza con un Dios a quien tan olvidado he tenido!

El 24 de febrero a las siete de la tarde divisamos el faro de Alejandría; mas como a los que parece la entrada al puerto de noche no es prudente, permanecimos voltejeando hasta el otro día en que echamos el ancla en la antigua corte de los Tolomeos.

Me levanto, corro a la ventanilla de mi camarote, y tuve que echarme hacia atrás inmediatamente como herido por un rayo.

El sol como un tamaño e irritado ojo, se levantaba en ese momento en la línea misma de la visual por detrás de Alejandría iluminando y dorando esos puntos de vista de tantos recuerdos. La población sin embargo, no tiene nada de pintoresco si se exceptúan algunos bosquecillos de palmeras y otros árboles orientales que adornan los jardines particulares, y la columna antigua llamada sin mucho fundamento de Pompeyo, que se divisa desde abordo. Vi, no obstante, con placer esta población, tanto porque era tierra, como le sucede a todo viajero eminentemente terrestre después de una navegación por corta que sea, cuanto porque al fin tenía ante mis ojos una ciudad de África o de Oriente; y estos pueblos de que tanto se ha oído hablar, y sobre los que tanto se ha leído, inspiran siempre un gran interés por insignificantes que sean.

El landford del hotel Abbat había ido en persona a bordo a enganchar por sí mismo sus pasajeros.

Yo me puse gozoso en sus manos y me dejé conducir. El hotel Abbat estaba invadido por unos magníficos oficiales franceses, magníficos porque venían de la célebre expedición francesa a Pekín con todas las magnificentes ínfulas de la victoria.

Casi todos ellos traían algún trofeo más o menos espléndido, conquistado por su propia mano en los palacios de la saqueada capital chinesca.

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Uno de esos oficiales me enseñó un magnífico bastón de ébano nudoso y con el retorcido puño lleno de incrustaciones de plata y de nácar. El tal bastón era un monumento portátil, una especie de pagoda.

Ya desde Alejandría comienza a tomar el café a pasto. Mi desayuno a las ocho y media de la mañana se compuso de solo una taza de arábiga bebida. A mediodía nos pusieron un almuerzo excelente. No menos buena fue la comida. El café se sirvió a los postres enteramente oriental y en una gran mesa redonda con su braserito encendido para los fumadores, como se estilaba antiguamente en Lima, cuando un visitante pedía lumbre para encender un cigarro.

Alrededor del comedor corría un largo, ancho, y cómodo diván, que son los cómodos y constantes sofás de todo el Oriente.

Las principales calles de Alejandría tienen una buena acera de losa, su alumbrado de gas, y sus grandes almacenes, en uno de los cuales compré por 30 chelines uno de esos amplios chales escoceses llamados «plaids», que tierra adentro de Egipto debía servirme más de una vez simultáneamente de sábana, frazada y colchón.

Alejandría es pues mucho menos Oriente y mucho más Europa que el Cairo y otras ciudades musulmanas.

Triste, humillado, avergonzado casi me paseaba yo creyendo que los infieles iban a leer en mi frente de todos los europeos llegados en la mañana, yo era el solo a-cónsul, in-cónsul, sin cónsul, y que por lo tanto podía ser impunemente vejado y atropellado si les venía en gana.

Muchos de los individuos de ambos sexos que pasaban a mi lado, recordaban bastante bien el tipo egipcio clásico tal como se le delinea en los sarcófagos, y me admiraba que ese tipo primitivo no se hubiera perdido en tantas centurias como sucede con el griego, que ya casi no se le encuentra.

No pocas veces, atendiendo a los demás, me creía en Villa u otra hacienda azucarera de Perú, pues veía pasar innumerables negros de Etiopía o Nubia o Abisinia, vestidos ligeramente como los nuestros y chupando su caña dulce. La topografía misma me recordaba la de nuestros campos, con la diferencia que reina un hermoso movimiento agrícola, que ya quisiéramos tener por acá.

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A la mañana siguiente tomé una magnífica carretela europea de esas que tanto abundan en Alejandría y el Cairo, y me dirigí con mi equipaje a la estación del camino de fierro.

Al llegar a ella di a un pequeño egipcio, que se abalanzó a sacar mi saco de noche, unos cuantos sueldos o centavos por tan pequeño servicio.

«¿Qu'est en ce que c'est?», me dijo en mal francés, y mostrándomelos en la palma de la mano, exactamente con el mismo aire de los pilluelos que enjambran las estaciones de Italia, cuando haciendo la misma papelada dicen cómicamente:

¡Che me da cui? Se lo regalo, se lo regalo, bravatas que nunca se cumplen, y a que el viajero experto contesta con el más alto desprecio, lo que basta para que las reacias monedas tomen el camino del bolsillo de esos Rinconete y Cortadillo.

El trayecto de Alejandría al Cairo me pareció tan delicioso, que creía soñar. No comprendía cómo algunos viajeros le niegan interés a un viaje que yo hallaba interesante en alto grado.

Para el que por primera vez visita estas comarcas, todo tiene interés.

Mis compañeros en la primera parte del trayecto fueron griegos, con los cuales no hice otra cosa que hablar del griego moderno, lo que les lisonjeaba porque están acostumbrados a que los viajeros no se preocupen sino por lo antiguo.

En seguida de apearse ellos en una estación, entraron tres árabes: el uno era un viejecito que me convidó naranjas y su larga pipa encendida para que aspirara unas cuantas bocanadas porque entre orientales suele ir la pipa o shibuck de boca en boca, como el mate entre argentinos.

Acepté ambas cosas y con la aceptación de la segunda dejé de ser neófito en costumbres musulmanas. El otro viajero, como sólo hablaba árabe, no pudiendo tomar parte en la conversación, se quedó dormido. El tercero, en fin era un breve y elegante levantino, de rizado pelo, carácter ligero y conversación libre.

Hablaba desenfadadamente en inglés, francés e italiano, lenguas que, según él me dijo, había aprendido en Malta y recordaba a ciertos zambitos vivarachos y despercudidos de las casas grandes de Lima.

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Me habló de París que constituía su sueño de oro y de la novela de Dumas hijo La Dama de las Camelias, con una especie de veneración. En la tarjeta que me dio, se leía: Alessandro Kessissoglú.

Unas seis horas después de haber salido de Alejandría, llegábamos al Cairo, y fui a hospedarme al Hotel d'Orient, en la Plaza del Esbekié.



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ArribaAbajoCapítulo XXVI

El alto y el bajo Egipto.- Impresiones callejeras en el Cairo; sakias, shadufs y el noreg.- El vehículo egipcio.- El borriquero.- El sais.- Las calles.- Las palabras que más se oyen


Escribamos, mientras aún se conservan frescas nuestras impresiones, no sea que al quererlo hacer más tarde, nos hallemos sin colores en la paleta de los recuerdos. Ya ahora mismo siento que el influjo de los actuales comienzan a enfriarse las que me dejaron mis últimas excursiones, entre las que figura, como la más importante de todas bajo todos aspectos, la de las Pirámides. Recorramos rápidamente lo pasado y pongámonos a la orden del día para entrar de lleno en lo que por ahora nos preocupa.

Tanto en Alejandría como en el Cairo, he ido a ver una por una todas las curiosidades que señala la guía5; y no puedo menos de confesar que casi nada he visto verdaderamente interesante bajo el punto de vista artístico, histórico o mitológico, (salvo por supuesto las Pirámides) lo que no es extraño, porque el Egipto interesante bajo esas fases, el Egipto clásico, se encuentra en el alto Egipto, adonde se va por el Nilo río arriba, en una barca que, generalmente, se toma entre varios amigos. En el camino se van viendo las ruinas y demás curiosidades históricas o naturales como son Tebas, las cataratas del Nilo, etc. Este viaje se hace en dos o tres meses, ida y vuelta y tiene tal de fama de ser delicioso, que todos los años en el otoño acuden innumerables viajeros de todos los puntos de Europa a realizarlos; como artistas los unos, como curiosos los otros, y no pocos como personas delicadas, por haberse observado que esos climas asientan admirablemente a los tísicos.

Así pues el verdadero interés del bajo Egipto, que es en el que yo me encuentro, está en sí mismo; y si en las ciudades de Europa se anda largo trecho para ir a admirar las curiosidades de un punto   —251→   determinado, otro tanto deber hacerse en el Cairo, por la particularidad y costumbres casi siempre interesantes que se descubren en el camino.

Uno de los objetos más característicos y curiosos del Cairo y sus inmediaciones y que pregona la vida enteramente agrícola de esos lugares, es la sakia. Una sakia es ni más ni menos una noria, que un buey o una vaca o una yunta hace girar para regar los campos con el agua del Nilo, que en el período de la inundación se ha tenido buen cuidado de almacenar en grandes canales para servirse de ella cuando el gran río vuelva a reconcentrarse en sus dominios, esto es, en su cauce. Esta palabra, de la que parece haberse derivado la nuestra acequia, o la palabra española azacaya, se pronuncia haciendo una especie de aspiración seca al llegar a la k; diciendo por ejemplo sak, de un golpe, y después ia. La palabra pronunciada por uno del país suena como un hipo.

El número de sakias en Egipto pasa de 50.000 y una sakia es el objeto con que se tropieza eternamente en el Cairo. Así pues entre las pinturas sintéticas características del Egipto, al lado del grupo de palmeras y minaretes junto a la cáfila (kafila) de camellos y beduinos debe figurar la sakia, que con sus ruedas verticales armadas de botecitos de tierra cocida o, más propiamente, de cangilones atados a las ruedas por el gollete y que sucesivamente van llenándose y descargándose con la rotación; con su yunta, su boyero, el árbol poético que la sombrea, con frecuencia un tamarindo, y el padre Nilo a más o menos distancia constituye un croquis pintoresco. Hasta el rechinar monótono peculiar e incesante de las máquinas, faltas probablemente de unto, parece hecho para llamar la atención del transeúnte. La noria (puits a chapelet de los franceses) es el punto más alto de la hidráulica egipcia.

Después de la sakia viene el shaduf, noria de brazos, aparato para levantar el agua como a tres varas de alto, que maneja un solo hombre y que lleva como un balde de agua en cada vez. Perpendicularmente sobre el río, canal, pozo u otro depósito cualquiera de que se quiera extraer el agua, se clavan dos postes, como si dijéramos las jambas de una puerta, y sobre ella se atraviesa un madero o dintel que hace veces de eje, pues sobre él va atado, formando coyuntura, el palo o palanca que debe descender a beber agua. Este palo   —252→   se ata como por la tercera parte de su longitud y lleva en la una extremidad o cola un contrapeso, generalmente una gran bola de barro, y en la otra superior una larga pértiga colgante, de cuya punta pende un cesto o zurrón de cuero. La palanca se mantiene recta como un puntero y perpendicular al travesaño. El hombre que está abajo, a la orilla del agua empuña el zurrón y lo trae hacia sí: inmediatamente la cola de la palanca, vencida por la atracción, se levanta entretanto que la punto atraída, o sea el pico, baja a sumergir el zurrón en el agua. Lleno éste, el hombre lo suelta; vuelve a restablecerse el equilibrio y la carga de agua va a vaciarse en la plataforma en un recipiente de donde se reparte el agua. Este movimiento es de fácil ejecución por lo que la cantidad levantada por un solo hombre en poco rato es considerable. Cuando la altura es mucha, se van escalonando shadufs de tres en tres varas, y colocando un hombre en cada descanso, hasta el piso superior. Una sahduf sola funcionando, ya sumergiéndose en el agua, ya irguiéndose hasta el cielo, hace el mismo juego que los músculos de un pato, por ejemplo, bebiendo agua al margen del arroyo.

El tercer modo de regar las tierras, el más sencillo, el más primitivo, el más infantil, es columpiando el agua del modo siguiente: se toma una cesta armada de cuatro cabos o sogas. Cada hombre empuña dos de estos cabos y colocándose frente a frente y a corta distancia lo lanzan a vuelo como a una hamaca o columpio entre dos pilares. La cesta va repicando en el agua y recogiendo la cantidad de agua que puede, y vertiéndola en la parte alta, todo mediante la oscilación. Es claro que este sistema sólo es aplicable para levantar el agua como a la altura de un hombre; pero se repite con tanta frecuencia, que es otro de los rasgos característicos de las orillas del Nilo.

Entre los instrumentos agrícolas descuellan el faraónico noreb o noreg, que se emplea para trillar las eras. Es un sillón patriarcal   —253→   puesto sobre una rastra de madera en forma de zapato o patín armado a lo ancho por dos o tres hileras de ruedecitas de fierros, que van cortando la paja de las espigas trituradas por el paso de la yunta, pues ya habrá comprendido el lector que una yunta tira de este aparato. En el sillón va sentado un descendiente de Faraón, de espesa y larga barba, grave como un cochero en el pescante, el cual con las riendas en una mano y el aguijón o el látigo en la otra, se entrega al ejercicio de dar vueltas sentado alrededor de su era, trabajando sin moverse, como aquellos varones de tan activo temperamento que no pueden estar ociosos y pasan los días y aún las noches entregados a las fatigas (sedentarias)... de la pesca.

El noreg es probablemente el moreg de los hebreos a que parece aludirse en el libro de Isaías (XII 15), y corresponde al tribulum de los romanos descrito por Varrón.

Los shadufs, aunque tan sencillos en sí, pues se reducen a palanquear el agua, creo que ni de noticia son conocidas en Lima; y aunque su aplicación casera las haría preciosas entre nosotros, ¿para que ese exceso de industria, si aún no nos ha llegado el día duris urgens inrebus egestas de Virgilio?

Las excursiones tanto las más distantes como las más cercanas, se hacen en el Cairo a borrico. El asno, el humilde asno tan decantado en la Biblia y en la Iliada, y tan deprimido en nuestros tiempos; el asno que viene figurando en la historia del mundo desde su principio como la viña, la higuera y el ganado entre los vegetales, se pasea aquí triunfante, familiar e indispensable, y es el complemento del individuo, y el estar a borrico es en el Cairo el estado natural del hombre. El burro es aquí lo que el coche de alquiler en las ciudades de Europa; lo que la góndola en Venecia; lo que el caiq en Constantinopla, lo que los zancos en las landas de Burdeos. Estos animales son mucho más pequeños y más ágiles que los nuestros y sirven como de zancos para sobreponer el transeúnte al fango de estas calles sin empedrado ni enlosado. Su paso ordinario es un trotecito picado y menudo, tan suave, que casi no mueve el jinete en la silla. Pero al mismo tiempo la fragilidad de sus patas delanteras, que parecen espigas, es tanta que a cada cincuenta pasos en término medio, se van de bruces o de manos como los caballitos de madera cuando se les acaba la cuerda y hunden en el polvo la cobarde   —254→   frente, tan firmemente persuadidos como un pecador contrito o como un amante desesperado, vaciando por las orejas al jinete, que casi siempre sale ileso sobre todo cuando es de cierta estatura, que entonces le basta abrir el compás para quedar de pie en el suelo, mientras el burro se salva a escape por debajo de sus piernas sin siquiera rasparle el lomo. La silla es una especie de los que nosotros llamamos aparejo, aunque el forro de la badana colorada y el gran morro delantero que sirve de cabezo o arzón le dan las apariencias de montura. Las estriberas son como la de nuestros galápagos, y la cabeza del burro va engalanada como la de nuestras mulas de recua, aunque con menos profusión de adornos. Unas argollitas de cobre ensartadas en la barbada u otra parte del freno, reemplazan a los cencerros y sirven para advertir qué gente viene a los pedestres transeúntes en las populosas calles de esta ciudad de más de 800.000 almas; aunque a advertirlo contribuyen con más fuerza que nada los gritos de ¡guarde!, ¡rigle! ¡ua! más o menos equivalente a ¡ea! ¡cuidado! ¡atrás! etc. del borriquero, la parte más importante y simpática del burro. El borriquero es a veces un hombre y las más un muchachito de siete a doce años que no se despega de su burro y que sirve para arrearlo y dar la voz de alerta, a los transeúntes; precaución inevitable de una ciudad de calles angostas, tortuosas y siempre llenas de gente a pie, de a caballo, de a camello, etc., y digo etcétera porque también circulan grandes coches de cuatro asientos que entran en una calle como en un molde, por lo bien que la llenan; carretelas venidas de Europa, y por consiguiente sin interés local; a menos que se tenga en cuenta el cochero, que vestido a la oriental y siendo con frecuencia un negro tinto de la Nubia, contrasta admirablemente con el vehículo europeo; y al muchacho de las mismas condiciones que a guisa de precursor, marcha delante del coche a pie, como un zapador, armado de un bastón o látigo que le sirve de hacha para abrir paso entre la compacta muchedumbre: estos muchachos son conocidos con el nombre genérico de sais. Por las noches llevan una antorcha encendida (meshal, origen de nuestra palabra mecha) precaución igualmente indispensable por no haber alumbrado en las calles.

Los borriqueros, a pesar de su corta edad, hablan con bastante soltura un poco de francés, italiano e inglés, y alguna que otra palabra   —255→   en español. Andan vestidos de una gran camisa de algodón azul y de un gorro descolorido y raído que debió de ser colorado, y se les encuentra estacionados en casi todas las encrucijadas de la ciudad, particularmente en la puerta de los hoteles, formando grupos fraternales con sus burros ensillados y listos, y gritando apenas divisan a un europeo: a good donkey, sir; you want a donkey, sir?, un bon baudet, voilà le bon baudet, Monsieur. Si esto no basta se acercan al individuo y lo someten y acosan con la recomendación de sus burros, en estos términos: marche comme tous les diables; cest le chemin de fer, Monsieur. Algunos de ellos que han descubierto mi idioma natal suelen gritarme un buen asno, señor.

Todas estas virtudes del burro egipcio y del borriquero, y el módico precio del alquiler (un franco por dos o tres horas) hacen que se sirva uno de ellos a cada paso; y como ya he dicho el estado normal de la persona decente en el Cairo es estar a burro. El borriquero sirve de borriquero, de cicerone y cuando es despejado, de maestro de árabe. Para todo esto se necesitarían en Europa tres hombres sin contar que con el borriquero es más manejable y vale más que el cochero, el cicerone, ni más ni menos expedito que los de Europa y el maestro, el más eficaz de todos, pues su método se reduce a la simple práctica.

El sais, naturalmente músico como todo egipcio, no se limita a llenar sus funciones tonta y desairadamente delante del coche que precede, sino que se complace en estudiar la armonía y la cadencia de sus movimientos; y ora marche, ora corra, lo hace acompasadamente, acompañado su paso con el juego de brazo donde lleva la férula levantada y pareciendo alternativamente, ya un caballito de brazos, ya un tambor mayor.

Ahí la vida pública en el Cairo es con frecuencia un despejo natural y una pantomima espontánea. Un hijo de la fría Albión habla sin accionar, con sus dos brazos pendientes a lo largo de sus piernas como dos disciplinas colgadas de sus respectivos clavos, y abriendo y cerrando sus labios con la regularidad de dos platillos. Un egipcio y un napolitano saludan dando saltitos y gesticulando. Los muchachos del Cairo chapurrean la mayor parte de las lenguas de Europa con tal naturalidad que parece que las hablaran; y la ilusión auricular del que los oye es completa; pero nuestro entendimiento   —256→   no percibe palabras o si las percibe, es trunca y como en embrión porque esas criaturas, con la finura de su oído, no se han apoderado del sonsonete peculiar a cada uno de nuestras lenguas, de su parte fónica, y al creer hablarlas, las entonan y no las articulan.

Sin las precauciones que dejamos enumeradas sería imposible transitar por estas calles tortuosas y con frecuencia tan angostas, que para resguardarlas del sol basta extender unas cuantas esteras de techo a techo, lo que le da el aspecto de lóbregos, húmedos y misteriosos subterráneos en cuyas tinieblas hierven y hormiguean con su sorda actividad, la actividad de la usura, los bazares orientales.

La gente del pueblo rueda a pie, a burro, y de todos modos, hablando a gritos a la par de los borriqueros como si todo conspirara a encajar el árabe en la cabeza del europeo, quieras que no quieras. Recordemos de paso y para evitar errores que en el taciturno Damasco y en la misma Constantinopla, la vida no es tan expansiva ni tiende a derramarse como aquí. En la primera de esas poblaciones los individuos discurren por las calles, van, hasta creo que hablan, pero nada se oye: no dan señales de vida. Pasan como fantasmas, como sombras, como autómatas y a las doce del día parece las doce de la noche.

Digo, pues, que en el Cairo todo conspira a imponernos el árabe. Sea por esto, sea por la fuerza de la ilusión con que el occidental mira todo lo del Oriente, ello es que en los días que llevo en el Cairo he aprendido proporcionalmente más palabras y frases de árabe que las que aprendí de alemán en el tiempo que estuve en Alemania.

Esta ilusión extiende un velo mágico sobre todas las cosas; y así como otros dicen que el fuego lo purifica todo y que cocido todo es bueno yo diría que la palabra Oriente lo disimula y embellece todo; y que todo lo oriental bonum est, se entiende para los sentidos.

Los gritos que predominan entre la muchedumbre ambulante son los de los borriqueros, que no quieren y tienen razón, que sus burros se lleven de encuentro a los de a pie cuya inercia es tal que aunque sientan ya encima los gritos y aún el animal galopante, ni se mueven ni vuelven la cabeza hasta que no se le descarga en las espaldas un recio corbachazo con el corbacho (craash) que frecuentemente se lleva en la mano y que es un látigo de cuero de hipopótamo. Estos latigazos los reparte el que quiera, seguro de que el que los recibe no se alterará como si no se hubiera hecho más que sacudirle el polvo.   —257→   Estos hombres me recuerdan a nuestros perros que no se mueven de donde se tienden hasta que el carruaje o caballos inminentes no pasan sobre ellos. También tiene mucha semejanza con nuestros chinos.

Los gritos de los borriqueros lanzados con una entonación, vibrante, graciosa y particular y de ningún modo semejante a los ingratos maullidos de nuestros llorones bizcocheros y demás pregoneros se reducen a ¡rigle! ¡rigle! (cuidado) ¡ja bint! (ea, muchacha) ¡ia wulad! (ea, muchacho) o simplemente ¡muchacho! ¡muchacha! porque ia no es más que una partícula inseparable del vocativo como se ve en: ia sidi que significa buenamente señor en caso invocativo. Así llamaban los árabes a Rodrigo de Vivar de donde le vino el antonomástico sobrenombre de El Cid; y así se llama Miguel de Cervantes cuando traduce el árabe su nombre y es Cide Hamete Benengeli.

Otras veces gritan ¡shimelek! que quiere decir ¡a la izquierda! ¡yeminak! que quiere decir ¡a la derecha!

El árabe, hermano del hebreo, como que ambos pertenecen a la misma familia de las lenguas semíticas, tienen muchas palabras que parecen tomadas o derivadas de él. Así, la palabra yeminak creemos hallarla (salvo el cambio de a en e, que como el de e en a es muy frecuente en árabe) en el nombre hebreo Benjamín (Ben-yamin) que según el Génesis (XXXV-18) significa hijo de mi diestra, Beh a su vez, parece haberse cambiado en Ibn (Ibn el Masr, Ibn el Izkendria, hijo del Cairo, hijo de Alejandría) como Perú que según Piecolt y otros puede ser una rotación de Ophir, en cuyo caso su historia etimológica sería Ophir -Phiró -Pirú -Perú.

Estas vueltas de la palabra recuerdan en el mundo filológico los movimientos de ciertos cuerpos en el mundo físico, los cuales como cansados de haber permanecido siglos sobre un mismo costado, se revuelven al fin y presentan una faz enteramente nueva.

El Yemen, en Arabia, no significa otra cosa que el país de la derecha.

La palabra favorita de la gente pobre y aun de la acomodada al ver a un extranjero es bagshish, que quiere decir propina, trago, el remojo, de los negros de Lima, y el boliglia de los no menos pedigüeños italianos. Nada hay más enfadoso que esta palabra repetida a toda hora, con clamor incesante y sin fundamento, porque en el mayor de los casos estos individuos piden el bagshish sin otro motivo que   —258→   su linda cara como vulgarmente se dice. Al atravesar algunos de los pueblos circunvecinos al Cairo, semejantes a nuestros galpones, una bandada de muchachitos en camisa y semidesnudos se precipitan sobre el extranjero transeúnte a burro gritando ¡bagshish! ¡oh, bagshish! con tono impertinente y hasta imperioso como quien exige más bien que como quien pide. Una vez que se les da, se retiran no ya exclamando pero sí gruñendo o refunfuñando bagshish. Si en el tránsito se encuentra a alguna mujer, joven o vieja y comienza uno a mirarla con atención algo prolongada, se le oye murmurar ociosamente debajo de su antifaz bagshish.

La queja constante del borriquero es: ma fish flas, no tengo dinero, que recuerda aquella desesperada frase nuestra irse a flas, que viene del árabe, lo mismo de ojalá de inshalá, quiera Aláh. Los mendigos abundan, particularmente, los ciegos; la oftalmía es aquí enfermedad endémica, sea por el ningún aseo de la gente, sea por los arenales que rodean el valle del Nilo, que deben llenar la atmósfera de imperceptibles granos de arena Mesquí, jugá, el pobre, señor, es la frase lacrimosa con que estos mendicantes solicitan nuestra caridad. De mesquí se ha derivado nuestro adjetivo mezquino.

Si de las exclamaciones de la miseria, real o simulada, pasamos a las que caracterizan la indolencia de estos países, hallaremos en primer término la palabra málesh ¿que importa? digna de figurar al lado del masqui de los arequipeños, y del ¿para que sirve eso? de los limeños así como el bukra, bukra, bakir, mañana, mañana, temprano, recuerda la tendencia de nuestros conciudadanos a aplazarlo todo para el día siguiente, para la semana entrante, para el año que viene con el favor de Dios, que es siempre Dios el recurso de los perezosos. Aquí como entre nosotros, se vive por siglos; en Europa por segundos y minutos.

En la desenfrenada ambición política eso sí, estamos a la orden del día y no hay ciudadano de Londres o Nueva York que ande más ligero que nosotros. Al llegar a este terreno no hay mañana, no hay semana entrante, no hay año que viene, no hay favor de Dios, no hay espera. El montonero ha de ser sargento mayor, y el municipillo de provincia ha de ser senador, ahora en el acto, al punto, al minuto, como el tinte instantáneo de Cristadoro.

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La salutación más corriente y familiar entre los egipcios es ¿taibin? que recuerda el ¿ca va bien? de los franceses; y a que se contesta taíb o taib, quétir, bien, muy bien.



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ArribaAbajoCapítulo XXVII

Los europeos.- Mi compañero de viaje.- Los cafés y su orquesta árabe.- Las alméh o bailarinas públicas.- El Esbekié.- Las casas.- Semejanzas.- Las mujeres; su traje y variedad de afeites que usan.- Una inglesa extravagante.- El camello.- Los hombres; su traje.- Prostitución.- Misterios del Esbekié.- La caña dulce y la hueca.- Materias para enlucir


Los europeos no sólo no tienen nada que temer aquí, sino que en general se les respeta mucho, como a seres superiores, y parecen los señores del país, tratando no pocas veces a los hijos de él con demasiada dureza. Gracias a estas prerrogativas, encuentra uno aquí figurando y dándose tono a individuos que son la hez de Europa, y que en ella no llamarían la atención ni serían considerados, porque en sus respectivos países, según la candente frase de un escritor francés, «las aceras quemarían para ellos». En el Cairo todo se arregla a empellones o a palos que se descargan con desembarazo sobre los pobres hijos del país, que tanto por su carácter natural, cuanto por la costumbre de gemir desde tiempo inmemorial siempre bajo algún yugo extranjero, son suaves y benévolos y tímidos, por más que con mucha frecuencia la echen de guapos, sobre todo cuando se las han con un europeo recién llegado, o que no sabe aparentar soltura y posesión del terreno que pisa en un país donde todo consiste en el brillo de las apariencias. Así sucede en todos los países muy atrasados; así en el Perú primitivo un simple español a caballo parecía un Dios, como actualmente en el Cairo algunos muchachitos echan a correr apenas ven pasar a un europeo con su bastón. El bastón es indispensable en Egipto, para abrirse paso entre la multitud de hombres y animales que se encuentran en las calles, y para infundir respeto; porque si en Europa el bastón no significa nada por saberse que el que lo lleva no lo usará como arma sino en el   —261→   caso de ser atacado, en el Cairo significa mucho por lo acostumbrados que están sus pobres hijos a que sus señores, los soldados turcos, entidades de que hasta ahora no he hablado, los traten a palos sin qué ni para qué; y a que esta facultad sea extensiva a cualquier extranjero de aspecto decente.

El día que fui a visitar las grandes mezquitas, que deterioradas como se hallan parecen en lo general viejos palomares, y a las que no se puede entrar sino acompañado de un soldado de la policía y de otro de un consulado, (yo obtuve uno y otro por medio del vicecónsul español señor Lescura) me acompañaban algunos viajeros que habían querido aprovechar de la oportunidad; y naturalmente nos precedían los dos soldados, los cuales, en vez de pedir permiso a los que estorbaban el paso, les descargaban uno o más bastonazos en las espaldas, a sangre fría, sin que los así interpelados se alarmaran.

Es verdad que los orientales son de una flema y de una cachaza, que parece que no pudieran moverse por sí solos sino se les empujara. Muchas veces en las calles viene uno a pie y va otro a burro; y aunque naturalmente se vienen viendo, el pedestre no se hace a un lado hasta que no siente en su pecho las peladas orejas del burro.

Mi compañero actual, porque mi condición de viajero solitario me obliga a cambiar de compañero todos los días, es un francés de unos 45 años, alto, barbado y buen mozo como un guerrero de la Edad Media, y que parece haberse puesto de adrede Gustave de Beaucorps, que es su nombre, y que equivale a Gustavo de Cuerpo hermoso. Él parece conocerlo, y ninguno de sus retratos le cuadra ni se le asemeja, según él, aunque son fotográficos, y no he podido conseguir hasta ahora uno para recuerdo. Recorre el Oriente por segunda vez, exclusivamente en busca de aventuras como don Quijote, a quien se asemeja en más de una flaqueza. Se enciende en cólera tan fácilmente y tan bien, que sólo el superlativo irascibilísimo puede dar idea de su carácter. Una vez que ha perdido los estribos requiere su corbacho como don Quijote su tizona; y ciego de ira comienza a repartir latigazos a diestro y siniestro, como el de la Mancha, cuando medio dormido hendía los cueros de vino del posadero. Mi compañero reparte sus golpes con tal firmeza, con tal entereza y con tal natural empeño, que la gente del país, naturalmente   —262→   supersticiosa y cobarde, huye intimidada como si reconociera en él un derecho divino para sacudir el polvo a sus semejantes.

Los innumerables cafés del Cairo están situados al aire libre, bajo los árboles, y se componen simplemente de un techo de caña sobre seis o más pilares, bajo el cual hay tres grandes escaños de madera colocados en la misma disposición que el triclinio de los romanos. En medio hay una mesita con un gran farol que alumbra a los concurrentes, sentados en los dichos escaños a la oriental o sea con los pies recogidos bajo los muslos, y cada cual con su pipa, shibuk, en la mano, y su tacita de café por delante, fumando y bebiendo a la par, en la plenitud de la dicha oriental. Entre ellos figuran los músicos en número de cuatro, pagados probablemente por el dueño del café para atraer y entretener a los concurrentes como en los cafés cantantes de París. La música es unísona y agradable, y se compone de los instrumentos siguientes: el Kemengui que es una especie de rabel; el Kamun, del griego Kanon, que es un arpa horizontal, y que se toca con dos plectros que se sujetan en el dedo cordial de cada mano; el ud, (de donde tomamos laúd) y una flauta ordinaria llamada nay. Otros instrumentos no menos usados, aunque no en los conciertos de café, son el darabukié, tamboril en que cajean los pobres, como nuestros negros en la caja, y con cuyos sonidos lejanos y recónditos resuenan todas las casas pobres y todas las poblaciones pequeñas a ciertas horas de la noche; y los crótalos de bronce o címbalos de que se acompañan las bailarinas públicas (gawazi, gaziyia, las bayaderas de la India) y cuyos sonidos son más rotundos y musicales que los de las castañuelas de marfil o madera que suenan de un modo seco y siempre el mismo.

Al frente de cada café hay una barraca de madera donde el cafetero y los suyos tienen sus útiles y confeccionan lo que se les pide. Los transeúntes se pasean delante del café, y los europeos se detienen un rato para observar la orquesta egipcia; así como un poco más lejos los hijos del país se agrupan con una especie de curiosidad febril delante del café europeo donde también hay concierto de arpas y violines tocados por alemanes de ambos sexos. Los orientales toman el café sin azúcar y sin leche, y con todo el concho o sedimento, que en Europa queda depositado en la coladera de la cafetera, lo que hace esta bebida tan alimenticia como el chocolate,   —263→   al que se parece confeccionado de esta manera. Al principio repugna; pero luego gusta; y en las excursiones lejanas, el café así preparado sirve de refresco y de alimento.

Otra de las dulzuras que se va a saborear a un café es el narguilé. El narguilé es una pipa conocida por pinturas en todo el mundo. Se compone de una botella de cristal de roca que tiene por tapa una cazoleta de bronce, con unos orificios en el fondo, en la cual se pone el tabaco con unos carboncitos encendidos encima. Esta cazoleta o recipiente del tabaco comunica con el fondo de la botella, que está con agua, por medio de un tubo también de bronce. De este tubo arranca otro, larguísimo y flexible como una culebra, terminando por una boquilla de madera que es por donde se fuma. Como el humo anda un largo trecho antes de llegar a la boca, y como en su camino se enfría con el contacto del agua, la impresión que se siente en el paladar es fresca; y el gusto semejante al que deja el té frío. Estos aparatos los llevan de Bohemia y otros puntos de Alemania que abastecen a todo el Oriente, donde la gente está todavía muy atrasada para que pueda fabricar aparatos tan delicados. Los que se hacen en el país son de nuez de coco en la que se introducen, formando ángulo recto, dos carrizos horadados en toda su longitud, en la extremidad del uno va la cazoleta, y en la del otro la boquilla; el depósito central que es la nuez está lleno de agua. Estos narguilés del país son más cómodos y portátiles y sirven para los viajes; al paso que los otros tienen que descansar en el suelo, pues su base es una redoma. Para fumar narguilé no basta chupar como para fumar cigarro, sino que hay que hacer un gran esfuerzo aspiratorio y que llenarse de aire los pulmones. Por esto lo recomiendan a los tísicos. El narguilé tiene su tabaco especial, tumbaki que sólo se da en Persia; tabaco tan fuerte que hay que pasarlo por varias aguas antes de fumarlo. El tabaco empleado para las pipas y cigarros de papel es el turco de Constantinopla, hebroso y rubio como el cabello de un niño; el de Latakié, muy célebre, y el del mismo Egipto que es muy sabroso. Todos estos tabacos me han parecido mejores que los que nos administran en Europa y América en los cigarritos de papel. La mayor parte de los cafés, están manejados por individuos griegos, y en ellos se oye resonar el idioma de los helenos en los siguientes gritos: ¡Ena kafé glykáaada! un café dulce esto es, con azúcar, para   —264→   algún europeo, ¡Dyo narguiledes! dos narguilés. Los concurrentes se acomodan a la parte de adentro los filarmónicos concienzudos; y los demás a la parte de afuera, en el café hypetro, o sea, bajo el éter, al aire libre, donde hay mesitas distribuidas.

Las gawazi o bailarinas públicas bailan al son de un rabel y de un pandero, tar, generalmente manejado por una vieja. Su baile está lleno de pausas, de reticencias y de puntos suspensivos... Dicen mucho y no dicen nada, como aquellos grandes proyectistas enteramente teóricos. Recorren todos los términos del deleite sin moverse de un sitio. Sus movimientos son rígidos, perpendiculares siempre, y llenos de tensión. Se empinan sobre la punta de los pies, levantan los brazos, su piel se dilata, y ya fingen los calambres de la pasión, ya parecen petrificadas de placer. Sus largas pestañas, sus ojos rasgados y adormecidos, y las profundas y azules ojeras que todas ellas se pintan, realzan el tinte voluptuoso de su fisonomía; así como lo esponjado de su seno, lo redondo de sus hombros, y la verticalidad natural de su estatura, aumentan los atractivos de sus contornos.

A este letargo, a este sopor, a estas alternativas de embriaguez y, de éxtasis, suceden repentinamente una agitación febril, un desasosiego extraordinario, la fuga de nuestros bailes nacionales. Esta mujer que soñaba, acaba de saber por revelación que el bello ideal que parecía solicitar con tantas contorsiones voluptuosas y con tantos decaimientos lánguidos y provocativos, está allí, a la mano, a sus pies tal vez, y se pone a buscarlo con solicitud fogosa, con ferviente ahínco, poseída de convulsiones y delirio, hasta que va a caer extenuada en el diván.

El traje de las bailarinas se reduce a un pantalón holgado y lleno de pliegues, como el de los hombres, que baja hasta el tobillo, alrededor del cual está ceñido. Sus labuchas de badana amarilla caen en el suelo con estrépito cuando la fatigada bayadera va a tirarse sobre el diván continuo que circunvala todos los estrados orientales. Un corpiño o jubón con mangas rajadas desde la muñeca hasta la sangría y con una abertura delantera que baja desde la garganta hasta cerca de la cintura, descubriendo a medias el seno; y una serie de medallitas de plata, de oro, o, simplemente, de metal amarillo, entretejidas con el cabello, y distribuidas por el cuello, orejas, puños, y, alrededor de la frente, como collar, pendientes, pulseras,   —265→   y, como vincha, por más que esta palabra peruano, que recuerda nuestros sencillos usos primitivos, haya caído en desuso con las nuevas modas, demasiado refinadas para adoptar un adorno tan sencillo y homérico, como una cinta atada alrededor de la frente. Estas medallitas, saltando, repicando, cascabeleando, y chispeando como lentejuelas alrededor de la agitada bacante, le dan un aire mitológico que recuerda a Júpiter descendiendo en lluvia de oro, a seducir a Dánae.

Las bailarinas pertenecen al gremio de las mujeres públicas, y prestan sus servicios coreográficos al primero que paga. El pueblo de Tanta, que se halla en la mitad del camino entre el Cairo y Alejandría, y a donde fui con Beaucorps durante la feria, tiene fama en Egipto, particularmente en esos días, por sus bailarinas y por el desenfreno público de sus costumbres. La figura de una muchacha egipcia es el óvalo.

El gran proscenio de todas estas escenas de cafés y bailarinas es el Esbekié, la plaza más considerable del Cairo, no sólo por su tamaño, sino porque en ella residen la mayor parte de los cónsules europeos, los principales hoteles, y en una palabra, el mundo occidental, bien que fraternalmente mezclado con el oriental: así junto al café puramente árabe, figura el europeo, sin que de él estén desterrados ciertos hábitos, ciertos concurrentes, y en una palabra, cierto colorido oriental. Los cafés nacionales situados en otros puntos distantes de la ciudad, presentan un tipo más puro todavía, aunque no existe como en otro tiempo, una especie de barrera entre francos y musulmanes, que hoy los unos invaden los dominios de los otros con mutua cordialidad y con el mismo desahogo.

La plaza del Esbekié es de forma irregular, y está toda plantada de grandes árboles, acacias, sicomoros, semejantes a nuestros pacayes y a nuestros enanos y graciosos aromos (acacia farnesiana) cuyo perfume agradable y penetrante es bien conocido. El aromo es indígena en Egipto, y su nombre árabe es fetneh. Los árboles del Esbekié son tan corpulentos, que hasta ahora no tengo la idea exacta de la forma de la plaza, porque la vista no puede abarcarla con facilidad en toda su extensión.

El sitio del Esbekié estaba expuesto hasta no hace mucho, a las inundaciones del Nilo, que lo visitaban y ocupaban anualmente; hasta   —266→   que Mehemet Alí o Méjemetáli, como dicen los árabes y que es como si dijéramos el don Ramón Castilla de estos climas, la puso fuera del alcance de las aguas desbordadas, elevando su nivel artificialmente y rodeándola de un canal.

Las casas del Cairo están construidas sin el menor orden: aquí una ventana, allá una puerta, más allá un balcón con sus celosías de madera, como las que se veían en Lima hace algunos años. El gasto arquitectónico de los árabes parece fundarse en lo ligero y en lo bonito. Los minaretes, aun los más altos, son delgados como alambres, y las puertas y ventanas de muchas casas son tan pequeñitas, que parecen las de una casa de muñecas. Cada calle es un laberinto, un dédalo.

La ciudad tiene mucha semejanza, en su topografía y distribución de partes al menos, con algunos de nuestros pueblos del litoral, con Lurín, por ejemplo; así como el Egipto en general se asemeja a los valles de nuestra costa, exceptuando por supuesto lo inmenso de la población, el movimiento industrial y comercial y la extensión de terrenos cultivados; cosas todas que no se ven juntas ni en tan grande escala en ninguno de nuestros valles, ni en ninguno de nuestros pueblos.

La gente del pueblo es del color de la nuestra, aunque de tipo más fino, y las muchachuelas se confunden con las zambitas, cholilas y mulatillas de por allá. El vestido de estas mujeres rústicas es una larga camisa de algodón azul que llega hasta el tobillo, una gran manta de lo mismo, que llevan sobre la cabeza, sin taparse la cara, cosa que sólo hacen las de clase distinguida y las ciudadanas; pie descalzo, y por complemento de todo, un cántaro que con frecuencia llevan en la cabeza con mucho donaire, y sin perder el equilibrio, semejantes hasta en esto y el modo de andar a las mujeres de nuestros suburbios. Esta costumbre de llevar siempre un peso en la cabeza es la que, según mister Lane (Manners and customs of the modern Egyptians, Londres, 1846) da a la estatura de las egipcias ese aplomo y esa verticalidad encantadora que tanto agrada a los extranjeros. El calzado de las mujeres se compone de unas medias de badana amarilla o colorada, que más parecen botitas, y unas batuchas de lo mismo, sin talón y terminadas por delante por una punta retorcida hacia arriba. Estas babuchas se sueltan al subir   —267→   al diván o al estrado, porque el estrado, en todo salón oriental, se eleva como un pie sobre el piso natural. El antifaz es un largo trapo o babador colgado de la cabeza por tres condoncitos, dos de los cuales pasan por encima de las orejas y el otro por el centro de la frente; este trapo cubre la cara desde los párpados inferiores hasta abajo dejando visibles por consiguiente los ojos y la frente. Acostumbran pintarse de negro los alrededores de ambos ojos, valiéndose de una disolución o colirio, kol, del hollín obtenido quemando resinas olorosas o cáscaras de almendras; con este afeite y el paño que les cubre gran parte de la cara resaltan más, y como que chispean sus hermosos y rasgados ojos, que sin necesidad de esto son brillantes, picarescos y de una expresión dulcísima. También hacen uso de la henna que es un árbol cuyas hojas pulverizan y disuelven, para teñirse de encarnado las uñas de los dedos de pies y manos y otras partes del cuerpo. Algunas se pintan de azul, lo que les da un aire lívido muy desagradable, particularmente cuando llevan la pintura en los labios. Los franceses e ingleses tienen un verbo común, se tatouer, para designar el acto de pintarse por gusto, peculiar a muchos pueblos.

Los españoles, que no viajan o que lo hacen sólo por necesidad o sin fijarse, no pueden tener voces propias que correspondan a usos raros de países lejanos; porque miniarse que usa Zorrilla en su poema de Granada, en rigor no debe aplicarse sino al pintar en miniatura.

En días pasados conocí a una inglesa extravagante que se había propuesto no quedar extraña... a ninguna sensación oriental: había fumado y fumaba en ese momento, shibouk había aspirado narguilé, se había embriagado con el hashish tan popularizado por una novela de Dumas; había cabalgado en camello; y ese día (nos hallábamos en la población de Suez, de que hablaré más tarde) me enseñaba triunfante las extremidades de sus elegantes manos sonrosadas por el jugo de la henna.

El cabalgar en camello es una operación ardua: sobre un cuadrúpedo de éstos trepa el jinete a tanta altura, que si no anda listo, se queda colgado del primer árbol, si no como Absalón por los cabellos, si no por el pescuezo como merecen muchos, por la cintura que en todo caso es más seguro. La montura es una albarda hecha   —268→   de cuatro palos, y el freno es una soguita atada alrededor del hocico del animal. Los árabes alimentan a sus camellos con unas tortas hechas de harina de haba según creo, de que llevan provisión, y que les obsequian a razón de una o poco más por día. Estos animales que pueden cargar cuando menos seis quintales y andarse cuando menos treinta leguas en un día, casi no comen, casi no beben, y no han menester pesebre desde que pueden comer en la mano de su dueño. ¡De cuánta utilidad no serían en nuestra costa! Dromedario no significa otra cosa en griego que corredor, como se ve en hipódromo, que quiere decir carrera de caballo. El regüeldo de un camello produce un ruido análogo al de un gran tonel de agua removido, y las más noches, con sólo eructar, me despiertan al pasar bajo los balcones de mi habitación, en el hotel francés de Coulomb, plaza del Esbekié. En cambio su casco, que es una mera carnosidad, no hace más ruido en la marcha que el que puede hacer un bribón en pantuflas; y cuando el transeúnte a pie menos lo espera, se encuentra aplastado por una piara de camellos cargados de troncos de palmera, como quien dice cuartones que sirven para la construcción de las casas.

El andar en camello marca a los novicios, pues el movimiento de estos animales es el de un buque dando cabezadas.

El jorobado cuadrúpedo se arrodilla al acercarse su jinete en ademán de montar. El árabe coloca el pie en la estribera y permanece suspenso, sin pasar la otra pierna, hasta que el animal se incorpora por completo: sólo entonces cabalga. A los chambones les sucede lo siguiente; se apresuran a colocarse en la silla de un golpe y muy jaques mientras el animal está acostado. ¿Qué sucede?, que el camello, alzando primeramente su tren posterior, los arroja con violencia hacia adelante; y alzando después el anterior los arroja hacia atrás con no menos violencia. De donde resulta que nuestro jinete, en un santiamén,


Toca el cuello y la grupa del camello
con dolor de su espalda y de su cuello.



Con el pelo de sus camellos tejen los beduinos, que son los árabes errantes, unos cordeles equivalentes al ccaito y llama de los arequipeños. Ccaito de llama, que quiere decir hilo de llama.

  —269→  

El vestido de los hombres se reduce a un pantalón ancho, camisa y una especie de bata suelta que les baja hasta el talón. La juntura del pantalón y la camisa desaparece, ya que no bajo un chaleco europeo, bajo un ancho ceñidor de seda de mil colores enrollados con mil vueltas alrededor de la cintura. Todos ellos se rapan la cabeza no dejándose de pelo más que un mechón o penacho en la coronilla para que, si andando el tiempo vienen a ser degollados por un infiel y quiere este llevarse la cabeza como trofeo, tenga por donde asirla y no les ponga en el rostro su mano impura. Cúbrense la cabeza con un gorro colorado de borla azul, alrededor del cual se enrollan una gran faja, quedando así formado el turbante, por el cual tienen tanto respeto, que algunos le asignan una silla especial donde lo depositan mientras duermen por la noche. La faja del turbante es verde en los descendientes del profeta, blanca en muchos, y en los judíos y coptos o coftos, negra, azul o de cualquier otro color oscuro. Los adustos coptos que forman secta aparte, son los únicos egipcios reconocidos como vástagos verdaderos de los antiguos faraones; y de su idioma o dialecto se sirvió Champollión para interpretar los jeroglíficos. En los nubienses o nubenses y en los abisinios, negros tintos unos y otros, se ha creído reconocer con más fidelidad todavía el tipo primitivo. Los hijos de la Nubia o antigua Etiopía, que hoy se llaman berberinos o barabrá, y los hijos del Soudan o Abisinia, se encuentran en el Cairo como esclavos los unos, y como aguadores, cargadores y porteros los otros. Este mismo Cairo que sirve de invernadero a los tísicos de Europa, ocasiona la tisis a los indígenas de esas ardientes regiones, que tiritan en el Cairo como un andaluz en Laponia.

Los habitantes del Cairo, suelen llevar en la mano un rosario, no por cristiandad, sino por pasatiempo, y se entretienen en ir pasando las cuentas, de sándalo unas veces, de ámbar otras, como nuestros elegantes en esgrimir un chicotillo.

La gente del pueblo, y especialmente la clase agricultora es designada bajo el nombre genérico de fellah.

La prostitución de las mujeres es inmensa y no está sujeta a ninguna traba. Hay una plazuela o más bien encrucijada, maliciosamente llamada por los europeos Plaza del Cocodrilo, por la cual es imposible pasar a las doce del día sin sentirse aturdido por los   —270→   femeninos gritos de ¡favoriska! ¡favoriska! que salen de todos los balcones, de todas las ventanas y de todas las puertas, lo mismo que aquella famosa calle de Hamburgo llamada Dampthorwall, de que ya he hablado. Favoriska es una palabra italiana que equivale a haga usted el favor de pasar adelante, y a ella se reduce todo lo que estas mujeres saben de nuestro idioma.

Al atravesar la plazuela del Cocodrilo, como en la supradicha calle alemana, se figura uno que recorre un hospicio de locos. El cuadro interior de cada una de esas casas, que tantos favoriskas echan por los balcones, es de los más repugnante. Al entrar a cualquiera de ellas le salen a uno al encuentro, como las arpías de Virgilio, una serie de mujeres flacas, amarillas, escuálidas, pareciendo aún más macilentas por lo enjuto de su ropa; y el desencantado viajero cree hallarse en la región de las tercianas, pues la amarillenta enfermedad está como personificada en cada una de esas Mesalinas.

El verdadero campo del deleite y la galantería reside en la plaza del Esbekié, cuyas interminables arboledas e intrincados sotos brindan una serie de retretes, amenos y seguros, para escenas de esa naturaleza, en donde las protagonistas son las muchachas del pueblo que discurren por la plaza vendiendo naranjas. Rara es aquella que al recibir el pago de la fruta que se le ha comprado, no retiene al europeo de la mano, diciéndole con voz dulce y sumisa: tahale, que quiere decir ven.

Los muchachos, por su parte, mataperrean a sus anchuras, chupando su caña dulce, que abunda en el Cairo, donde fue introducida hace algunos años; aunque el azúcar no se elabora sino en el Alto Egipto. En el Cairo hay un establecimiento de refinería dirigido por un renegado italiano. Contiguo está el hospital y el jardín botánico, dirigido este último por otro italiano, Figari, hermano del que conocemos en Lima con el nombre de don Luis. Este sujeto tuvo mucho gusto cuando le dije de dónde era yo, y me preguntó con interés por su hermano a quien, según me aseguró, hacía muchos años que no veía.

Las cañas son más delgadas que las nuestras, y algunas parecen carrizo. El carrizo, tan útil en Lima, es también conocido por acá, y de él hacen varios usos como nosotros; ya horadándolo en toda su longitud para convertirlo en tubo de pipa y de narguilé, ya dividiéndolo   —271→   por la mitad de arriba abajo para tejer aquellas esteras que nosotros empleamos para cubrir nuestros techos, poniéndolas bajo una capa o torta de barro.

En los pueblecitos circunvecinos al Cairo, que como ya he dicho recuerdan nuestros galpones, la gente pobre enluce sus casuchas con estiércol de camello; y por esto se encuentran en las calles de la capital multitud de muchachas y de viejas recogiendo afanosas en unas espuertas cuanta boñiga fresca encuentran, de camello, de burro, de caballo, etc., entreteniéndose al mismo tiempo en amasarla como hacen los panaderos con una materia más pura. Estas criaturas componen uno de los tipos más nauseabundos de la población, y al verlas y fijarse en sus brazos, parece que llevaran guantes verdes hasta el codo.



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ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Las pirámides.- Un Rafael para un Tobías.- El Cairo viejo o Fostat.- El pueblo de Gizeh.- Palmeras.- Pirámides egipcias y huacas peruanas.- Objeto de aquéllas.- Obeliscos.- La gran Pirámide o de «Cheops».- La esfinge.- Los beduinos.- Ascensión a la gran Pirámide.- Descripción del interior de ella.- El borriquero «Murci».- Vuelta al Cairo


La visita a las pirámides es la más importante de cuantas pueden hacerse en el Cairo, tanto por lo que ellas son en sí, cuanto por las insólitas fatigas que esta excursión requiere. Yo esperaba in diebus illis, un compañero de camino, como el joven Tobías; hasta que la suerte, representada por un dragomán, me lo deparó en la persona de un sueco, de Estocolmo, ya que no en la de un Rafael.

Me paseaba un día por el Esbekié, cuando el dragomán o guía mencionado, uno de los muchos que abundan en el Cairo, y de quienes hasta ahora no me he servido, teniendo a la mano a los borriqueros que valen mucho más y cuestan mucho menos, se me acercó diciéndome que un viajero había cerrado trato con él para ir a las pirámides al día siguiente, que éste deseaba un compañero para no ir tan solo, y que si yo quería serlo. Acepté inmediatamente y nos encaminamos al domicilio de mi nuevo compañero. Allí me encontré, no como Tobías con un joven espléndido, sino con un individuo enteramente septentrional, no por su talla, que era la de un Pulgarcillo, sino por su rubicundez, tan exagerada, que rayaba en zarco; y mi primer cuidado fue preguntarle si veía de noche; y sólo cuando me repuso que sí, mirándome con extrañeza, sólo entonces recordé que mi interlocutor era un hombre y no un caballo.

Su faz radiosa parecía una alborada flamante. Era una aurora boreal de Finlandia que venía a irradiar en Oriente; y bajo este punto de vista no dejaba de ser un hombre esplendente y espléndido   —273→   como el ángel que acompañó a Tobías. A las pocas horas vi con sentimiento que me las había, no con el viajero clásico, cuya sociedad es tan agradable en estas regiones, sino con el mero viajero, que va religiosamente a visitar cuanto le señala su guía, echa un rápido vistazo para no incurrir en falta, y regresa sin entrar en pormenores y sin llevarse consigo una idea exacta de los países que visita. No me inquieté, sin embargo, porque para esa como para otras excursiones de Oriente, sólo se busca en el compañero un fantasma, una sombra que lo haga pasar a uno menos deslucido de lo que pasa cuando va solo; como esas carabinas de palo de que se arman algunos viajeros en Siria para asustar a los beduinos. Un compañero, por otra parte, bueno o malo, aligera los gastos y aun los sinsabores de una expedición.

Mi sueco estropeaba un poco el inglés y más todavía el francés; y como otros muchos en su caso se consolaba diciendo que a traducir, eso sí, nadie lo ganaba; y que leía un libro en inglés o francés, para sí se entiende, como en su lengua.

A la mañana, muy temprano, estábamos a burro, mi compañero, yo, el guía o dragomán, y un solo borriquero, hombre entrado en años, que nos seguía a pie, y que había sido enganchado lo mismo que los borricos, por el dragomán, que se encarpaba de todo mediante cuarenta francos que debíamos entregarle a nuestro regreso.

Mi compañero parecía un lapón, no sólo por sus diminutas proporciones, sino porque guiñaba, pestañeaba y gesticulaba, como si la excesiva luz del Oriente lo tuviera atormentado y deslumbrado. Mi imaginación veía surgir en torno suyo los principales atributos de las regiones boreales: la choza del esquimal, el trineo, el reno o rengífero; y hubo un momento en que confundiendo a mi individuo con todas las figuras de que voluntariamente lo rodeaba, creí que su jumento se arrastraba como un trineo; que de su cuerpo brotaba pelusa como el de un esquimal, y que sobre sus sienes surgía la elegante cornamenta del ciervo del Norte.

Piqué mi burro para alejar de la vista de mi compañero una risa indiscreta, que me vino, y el suyo, que ya se había puesto de acuerdo o amadrinado con el mío, avivó también su marcha; su jinete, que nunca había cabalgado en ninguna especie de animal, al ver que galopaba en pies ajenos creyó probablemente, que se lo llevaban los   —274→   diablos, y poseído de terror gritaba: Arretez, Monsieur ¡Stop, stop! hasta que se halló paralelo a mí, y se asió de mi pierna todo convulso.

Este terror por el burro lo había notado ya, estando en Nápoles, en un jovencito ruso, con quien hice la ascensión del Vesubio. Mis lectores no lo habrán olvidado.

¿Quién hubiera creído que hay regiones del globo, donde este animal tan feo, inspira terror como si fuera gente?

En cosa de una hora llegamos al Cairo viejo, llamado Fostat, por los naturales, y después de haber desperdiciado por lo menos una media (no calceta) mientras el dragomán se arreglaba con los bateleros que debían transportarnos a la otra orilla del Nilo, entramos en un lanchón fraternalmente mezclados con nuestros burros, y se desplegó una vela, que los cuatro hombres de tripulación secundaban empujando la embarcación con unos grandes palos que introducían hasta el fondo del río, como vi hacer en el Danubio.

En un cuarto de hora llegamos al pueblo de Gizeh, situado al frente, y volvimos a montar, atravesando un mercado de granos, donde entre otros se veían las lentejas bíblicas. Gizeh es célebre por sus hornos de incubación artificial, en los cuales, teniendo huevos, se obtienen pollos sin necesidad de gallinas, proposición que a un muchacho le parecería adivinanza.

A la salida del pueblo, entramos en una alameda de acacias y sicomoros, muy pintoresca, y después en otra de palmeras, árboles que no nacieron para dar sombra, que nada tienen de halagüeños cuando el sol quema, porque sus troncos, larguísimos, rectísimos, y coronados de un penachito de hojas abanicadas, no ofrecen el menor resguardo contra los rayos solares, y se discurre por entre ellos como por un edificio en obra del que sólo se han levantado los pies derechos.

De aquí desembocamos en una risueña y verde llanura igualmente desamparada de toda sombra en toda su latitud, sin que la más ligera nube entoldara la poderosa luz del sol.

A la extremidad de esta campiña rasa comienza el desierto, la arena, con tal precisión que la llanura verde parece una vasta alfombra tendida sobre el arenal. Este contraste que agrada mucho a los europeos, me recodaba a mí los oasis o valles de nuestra costa.

  —275→  

En la misma frontera del arenal se levantan como las puertas del desierto, las pirámides, que son tres: la grande o de Cheops, la de Chefren y la de Miserino, denominadas todas de Gizeh por el pueblo inmediato, y en Europa y entre nosotros, antonomásticamente Las Pirámides; aunque hay tanto número de ellas en Egipto y tan diseminadas están por el país como las huacas entre nosotros, habiendo desde la grande, construida de enormes monolitos, hasta la pequeña, pobre e insignificante, hecha de ladrillos; así como entre nosotros hay desde la Huaca grande, rica en entierros de oro, cuya abundancia ha podido aun dar su nombre a una de ellas (el Cerro del oro, en Cañete), hasta la Huaquilla, que sólo contiene miserables líos de huesos y paja, expuestos muchas veces a la intemperie sobre la superficie, y con los cuales tropieza el pie de los caminantes.


Son montecillos incultos
do del sol a los reflejos
vemos blanquear a lo lejos
huesos de gente insepultos.



Esos huesos despojados de su carne, de su sangre y de su vida y reducidos a la penúltima expresión del ser humano, pues la última es la ceniza y el polvo; esos huesos arrancados a la oscuridad subterránea por manos despiadadas o por el simple tráfico, vuelven después de largos años de tinieblas y olvido a empaparse sobre la faz de la tierra en la luz de los astros, en el aire vital, y en todos los goces exquisitos de la Creación que ya no sabrán absorber con deleite.

Cada una de nuestras huacas es un semillero de fragmentos humanos, y es raro el día en que la lampa brutal de nuestros peones, o el grotesco instrumento llamado rufa, no destrozan el cráneo de algún antiguo legislador peruano. Del mismo modo en Egipto, en las inmediaciones de ciertas pirámides, basta introducir el brazo en la arena para desenterrar la momia, tal vez de un faraón, o el cuerpo embalsamado de algún ibis (garza) u otro animal adorado en algún tiempo.

Las huacas peruanas y las pirámides egipcias desparramadas por estos y por aquellos llanos, levantándose de trecho en trecho solitarias   —276→   y tristes, parecen unos centinelas taciturnos velando el sueño de las generaciones pasadas.

Después de muchas divergencias y de muchas hipótesis más o menos extravagantes, han convenido finalmente los modernos en que las Pirámides no eran otra cosa que túmulos o mausoleos de forma piramidal que los monarcas egipcios hacían construir para que sirvieran de sepulcro a sus restos y a los de los suyos. Cada monarca al ocupar el solio comenzaba a erigir la pirámide que había de ser su tumba; y el monumento se elevaba tanto cuanto el reinado se extendía; y no sería difícil, como dice el alemán Lepsius, averiguar la duración de un reinado por los cuerpos de una pirámide, como la edad de un árbol por el número de sus capas corticales.

De esta manera, pues, un monarca egipcio alternaba entre las grandezas de la vida y entre la nada de la muerte; y no se distraía de lo efímero sino para preocuparse con lo eterno. Otros de los monumentos muy del gusto de los egipcios eran los obeliscos, generalmente de granito rosado y de una sola pieza o monolíticos, de los que aún subsisten dos tumbados en Alejandría, que los franceses llaman Agujas de Cleopatra, uno de pie en Heliópolis (ciudad del sol) cerca del Cairo, y otros muchos en el alto Egipto. Varios de estos obeliscos han sido transportados a Europa en diversas épocas y por diversos personajes. El emperador Augusto dotó de algunos a Roma, Constantino a Constantinopla, y en nuestros días Napoleón I, hizo llevar hasta París el que figura en la plaza de la Concordia de esa ciudad, con el nombre de obelisco de Luqsor. Estos monumentos se colocaban a manera de pilares a la entrada de los templos, palacios, etc., llevando escrita en jeroglíficos por sus cuatro caras la historia del edificio al que servían como de índices.

Los egipcios no conocían la bóveda ni necesitaban de ella, porque desde que disponían y usaban de grandes monolitos, podían salvar la distancia que media entre dos pilares tendiendo una gran piedra horizontal.

Concluyamos diciendo que la palabra pirámide se deriva del radical griego pyr, que significa fuego, por recordar su aspecto la llamarada puntiaguda de una pyra u hoguera.

Las diez y media de la mañana eran, y hacía cerca de dos horas que habíamos salido de Gizeh (pronúnciese Djizeh) cuando nos apeamos   —277→   delante de la gran pirámide. Allí mi compañero me manifestó, como hombre resuelto de antemano, que él no subía, por lo que tuve que pensar en emprender solo la ascensión.

La gran pirámide o de Cheops, la principal de las tres que ocupan esta llanura y la única que visitan los viajeros, se halla construida sobre una gran roca subterránea que le sirve de base, y consta de más de doscientos cuerpos sobrepuestos en progresiva disminución. Los dos últimos cuerpos superiores han desaparecido, gracias a lo cual la cúspide se ha achatado y presenta una cómoda explanada de más de diez varas en cuadro, aunque vista de abajo parece una punta accesible sólo a las garras de un pájaro.

Esta obra, la más antigua que haya salido de manos del hombre, y como su primer ensayo arquitectónico, tiene de alto 173 metros sobre el plano inclinado, y 137 verticalmente medida. Su base cuadrangular abraza una circunferencia como de 900 metros.

El aspecto de esta masa de rocas es tan imponente, que no ha faltado viajero que al verla haya tenido la absurda ocurrencia de creer que no es obra humana, y que salió del seno de la tierra erizada de peñascos como Minerva armada de la cabeza de Júpiter.

Su edad es inmensa: basta decir que los personajes de ahora dos mil años venían a admirarla, lo mismo que nosotros hoy, como obra de la antigüedad; y que Napoleón al arengar a sus soldados, poco antes de la célebre batalla de las pirámides, les decía:

-¡Soldados! de lo alto de esas pirámides cuarenta y ocho siglos os contemplan.

Entre la primera y segunda pirámide, se halla situada la esfinge, otro monumento de gigantescas proporciones, también de granito, que representa a una leona con cara y pechos de mujer, acostada sobre una base elevadísima, aunque en totalidad casi enterrada en la arena. Los egipcios gustaban mucho de representaciones de este género, y con esfinges lo mismo que con obeliscos, adornaban la entrada de los grandes edificios.

Un erudito alemán indagando el objeto de esta esfinge, y recordando cierta fábula griega muy conocida, concluye diciendo: «la esfinge en cuestión no ha hallado todavía su Edipo». Las cuatro caras de la gran pirámide estaban cubiertas y enlucidas con piedras pequeñas y otros materiales que servían de relleno ocupando los vacíos que   —278→   quedaban entre grada y grada, con lo cual desaparecía la forma escalonada de la pirámide, y sólo se veían sus cuatro fases lisas y unidas. Estas capas eran una obra póstuma que se hacía a la muerte del príncipe erector de su propia tumba y tenían entre otros objetos, el de ocultar la abertura practicada en uno de los lados de la pirámide para penetrar en las galerías subterráneas donde debían descansar los sarcófagos. Todo era misterio en las costumbres y en la religión de ese pueblo.

Una de estas capas y los dos cuerpos superiores del monumento han sido arrebatados en épocas posteriores para emplearlos como materiales en las modernas obras del Cairo. Gracias a tales despojos, el viajero se encuentra con una gradería tosca y horrorosa es verdad, pero que le permite la ascensión, y al llegar a la cúspide, con una cómoda y holgada plataforma.

Los beduinos (Bedawi en árabe) habitantes de un pueblucho inmediato, se nos habían acercado apenas nos divisaron, y nos hacían el objeto de sus más delicadas atenciones. Los mismos y los cuidados solícitos de que nos rodeaban movidos por la esperanza del bagshish, rivalizaban con los agasajos y cortesías de les garçons de París, a quienes agita igualmente, con no menos vehemencia, la codicia del bagshish traducida en pourboire.

Apenas di el primer paso al frente con ánimo de emprender la ascensión por la única cara descascarada que presentaba la pirámide, un pelotón de ellos se precipitó sobre mí, tomándome una mano el uno, otra mano el otro, y colocándose éste a la vanguardia a guisa de heraldo o abanderado, y aquel otro a retaguardia para empujarme, y comenzó el asalto de la inexpugnable fortaleza.

La ascensión se verifica de un modo veloz, rápido, aéreo casi, sea porque la soltura de miembros y la costumbre diaria del ejercicio haga imposible a los beduinos subir de otro modo, sea porque se propongan aturdir al viajero para hacerse después más indispensables; ello es que me izaban sin dejarme casi tocar los escalones, altos como de una vara el que menos. De cuando en cuando buscaba un descanso, propuesto por ellos mismos, sentándome en uno de los escalones naturales a tomar resuello, mientras que mis guías con el mayor anhelo se ponían a sobarme las piernas por si tenía calambres, y aventurando ya en voz baja la palabra bagshish. Un gracioso negrito,   —279→   desnudo casi como sus compañeros, cuyo vestido se reducía a una larga camisa o manta en que se embozaban, nos precedía a cierta distancia llevando en la mano un cantarito de barro lleno de agua, previendo que llegaría un momento en que mi gaznate enardecido por el calor y la fatiga, solicitaría ser remojado con un trago de agua fresca; solaz que tan oportunamente proporcionado, no podría menos de ser remunerado con un generoso bagshish. Estos cántaros, enfriaderas naturales del agua, son muy usados aquí y recuerdan nuestros cacharros o alcarrazas.

Los beduinos me izaban al son de ¡jala! ¡jala! y algunas veces ¡jela! para interrumpir la monotonía. Al principio creí que se trataba de nuestro verbo halar pronunciado a la peruana y aun a la andaluza; pero recordando después que un árabe, y mucho menos un beduino, no está obligado a hablar español, comprendí que invocaban a su dios Alá, a quien estos ciudadanos gustan de encomendarse en todo, por todo y para todo.

Otro tanto sucede en español, o al menos recordamos al nuestro con más frecuencia que en las otras lenguas y decimos; «Que se haga la voluntad de Dios»; «que sea lo que Dios quiera»; «vaya usted con Dios», al despedir a alguno; Deo gratias al entrar en una habitación; y de otras mil frases análogas usamos que podemos llamar resabios del árabe o arabismos indirectos, porque se somete el arabismo en cuanto a la idea y no en cuanto a la expresión como al decir, por ejemplo «¡ojalá!» que es un arabismo directo por no ser otra cosa que la corrupción de inshalá, que en árabe significa: «si Alá lo quiere», lo cual es una suposición y no un deseo como «¡ojalá!».

Después de Dios, ningún ser parece inspirarnos tanto respeto como el hombre; y se diría que queremos rendir un homenaje perpetuo al más grande animal de la creación exclamando: ¡hombre! al principio, al medio y al fin de toda clase de frases, singularidad que no se encuentra en ninguna otra lengua.

Al poner nuestra planta en la cúspide de la pirámide, todos los beduinos a una voz soltaron un ¡hurra! europeo en obsequio mío. Hasta entonces habían hecho vanos esfuerzos por descubrir mi nacionalidad, (para en vista de ella dirigir su ataque contra mi bolsillo con más acierto), hablándome sucesivamente en francés, en italiano y en inglés, y creyéndome de todas partes, menos de tierra   —280→   española, porque los beduinos no están acostumbrados a que los españoles viajen y menos a que hablen idiomas, pues bien o mal, yo había contestado a todas sus interpelaciones. Al fin determinaron calificarme de francés; pero uno de ellos observó que la configuración de mi cabeza no era francesa; y aunque yo ignoraba las razones que pudieran asistirle, me preocupé algo al ver el aplomo y la malicia con que se expresaba este frenólogo del desierto.

Había empleado diecisiete minutos en la ascensión, y eran como las once de la mañana. La vista me pareció como la que se puede admirar de cualquier otro punto de vista a semejante altura, quitando por supuesto palmeras y minaretes que no en todas partes se ven. Creo, pues, que los autores que hablan de este espectáculo como de una cosa sorprendente, recuerdan sin duda que huellan cuarenta siglos, lo cual les hace teñir el panorama de colores excepcionales que en mi concepto no tiene cuando se echa un simple vistazo sin entrar en consideraciones.

Después de haber abarcado el contorno distante, que presentaba un aspecto risueño, deslumbrante y hermosísimo, traté de escudriñar el contorno inmediato; y me puse a buscar con la vista por la base del monumento, y mi pequeño lapón. Cuando creí divisarlo, esforcé la voz y le grité:

-¡Compañero! ¡De lo alto de esta pirámide veintidós años os contemplan!

Pero mi esquimal no me oía, ocupado en guiñar, en pestañear, en gesticular y como en forcejear con la luz que mortificaba sus pupilas de mochuelo. Un cuarto de hora permanecí en la explanada de la pirámide, durante el cual los beduinos desplegaban a mi alrededor una política y una finura de París. Unos me presentaban carbones, otros me ofrecían su navajas para que escribiera o grabara mi nombre entre los muchos que por allí se hallaban. No accedí, porque no tengo tal costumbre, aunque después me pesó no haber dejado mi nombre a tanta altura.

Yo me sentía agradablemente sorprendido al no hallarme con esos beduinos de caras y maneras feroces que esperaba, siguiendo la preocupación (?). Como se sepa tomar el partido de hombre chusco, de buen humor y aun extravagante, no hay miedo que se repita alguna de las muchas historias que se cuentan, tales como haber despojado   —281→   de su dinero a algunos pobres viajeros, amenazándolos al llegar a ciertos sitios difíciles, con dejarlos plantados allí si al momento no vaciaban su bolsa. Los ingleses, los bobalicones ingleses, han sido con frecuencia víctimas de semejantes chascos. Es verdad también que los ingleses es la gente más desinteresada entre los viajeros y sueltan los chelines y libras esterlinas con poco trabajo.

Cuando los beduinos trataron de emplear conmigo el conocido procedimiento y me amenazaron con dejarme solo en esa altura si no le daba un bagshish a cada uno de ellos, los miré con la mayor indiferencia, y aún los empujé hacia abajo para probarles qué poco me importaba su compañía, aunque no era así. Esto me valió más que hacerme el terrible y echar mano al revólver como acostumbran algunos.

Un cuarto de hora permanecí en la cúspide de la pirámide, al lado del cual pensé en la bajada. Esta segunda operación es menos sencilla que la primera, porque al subir todo se remedia con no volver la cara; no así al bajar, en cuyo caso el viajero va midiendo constantemente la altura a que se encuentra, la distancia que lo separa de la tierra firme, y paseando su espantada vista por esa formidable pendiente, perpendicular casi y erizada de picos. Al acercarme al primer escalón no pude menos de preguntarme ¿cómo había podido subir? y sobre todo ¿cómo podría bajar? Pero los beduinos estaban a mi lado, y con su denodada actitud me daban a entender que se comprometían a transportarme insensiblemente, no sólo hasta abajo sino hasta los infiernos, siempre que no les destruyera la agradable esperanza del bagshish.

Dando saltos descomunales, y creyendo precipitarme en cada uno de ellos, llegué por fin al suelo. El calor, la fatiga, y lo insólito del espectáculo, me habían transtornado de tal manera, que mis piernas se doblaban; y poseído de un vértigo, y mareado, me resolví a abrazar la superficie de la tierra, en cuya arena caí boca abajo, creyendo llegada mi última hora.

El lapón que seguía todos mis movimientos, se me acercó; y cuadrándose delante de mí, tirado a sus pies, me preguntó con una ironía triunfante, más propia de un esprit francés, que de un carámbano del Norte.

  —282→  

-¿Y bien? ¿Qué ha visto usted?

-Nada -le respondí con voz ahogada.

Un rato después penetrábamos todos juntos, habiendo antes encendido las velas que llevamos del Cairo, en los subterráneos de la pirámide.

La entrada se encuentra en la misma cara por donde se ejecuta la ascensión, a una altura como de 20 metros sobre el suelo, y da acceso a un largo y pendiente callejón, de forma cuadrada, por el que se desciende a gatas, ayudándose de pies y manos. Desgraciadamente el piso, las paredes y el techo de esta rambla, todo es de piedra lisa; y cuando el pie resbala, y la voluntad solicita el auxilio de la mano, ésta no hace más que secundar el resbalón del pie, resbalando ella también y viceversa. Por fortuna hay una especie de grada de trecho en trecho, formada tal vez por el uso que lo ataja a uno; aunque como en la ascensión no hay el menor riesgo, gracias a los beduinos que despliegan en esta segunda operación los mismos cuidados que en la primera.

A la extremidad de la galería, y como si dijéramos en lo más íntimo de la pirámide, (90 metros más o menos de la entrada) desemboca uno en un pequeño cuarto, casi cuadrado, cuyo objeto se ignora. Este cuarto se halla en el gran eje vertical de la pirámide, a 32 metros debajo de su base y por lo tanto al nivel del Nilo.

Al llegar a él me incorporé, que harto lo necesitaba mi espinazo, tan amigo de la posición vertical, y dando un largo resuello y olvidando entre qué gente me hallaba, dije en español:

-De aquí no paso -cerrando, afirmando y remachando mi proposición con aquella vigorosa y conocida interjección española que don Quijote solía arrojar como tenía de costumbre, larga perífrasis que me evita seis letras.

El entusiasmo de los beduinos, comprimido y hasta amortiguado ya al ver que no podían descubrir mi nacionalidad, estalló con esta importuna revelación, y perturbando el silencio de aquel lúgubre recinto, gritaban: ¡Ispanúl! ¡Ispanúl!

Acto continuo vinieron a lisonjearme hablándome lo que sabían de español, que no pasaba de cuatro palabras, y que podían reducirse a otras tantas variantes de la vigorosa y conocida, tan característica de la lengua española, como Cervantes y don Quijote de su literatura.   —283→   Murci, mi borriquero favorito en el Cairo, en sus frecuentes y rápidos tratos con los españoles que transitan por aquí de paso para Manila, o de regreso de ella, se había aprendido el siguiente estribillo, incoherente en apariencia, que solía repetirme cadenciosamente como si hubiera sido una tonada:

-El mañana... el borrico... el... y aquí entraba la vigorosa.

Nuevo Champollión, traté de reconstruir una historia con estos tres fragmentos aislados, con estas tres columnas truncas, restos indudablemente de algún vanto (?) edificio de palabras, y al fin se presentó a mi espíritu la siguiente proposición, que someto al juicio de los más sutiles investigadores:

-Un español de tránsito llega al Cairo, y sin acordarse para nada de que está en la interesante tierra de los Faraones y que hay Pirámides, Esfinge y obeliscos que visitar, se dirige al hotel, cena, y antes de irse a la cama hace venir al borriquero; se encara con él y levantando su índice a la altura del rostro del muchacho, le manifiesta con resolución; que para el día siguiente muy temprano (mañana) necesita un borrico, y que... ¡cuidado con olvidarse! Dicho esto se va a dormir hasta la madrugada siguiente en que prosigue su viaje.

El borriquero no ha entendido nada de la retahíla; pero ha notado que las palabras mañana y borrico se presentan a cada paso como las principales, y que la vigorosa interjección ha discurrido por todo el período una y mil veces, activa y enérgica como un general en jefe. No es, pues extraño que en su memoria quede grabada la agradable tonadilla: «El mañana... el borrico... el...»

Salimos del cuarto cuadrado, y al poco trecho subiendo por otro pasadizo que al bajar habíamos dejado a nuestra izquierda fuimos a pasar a otro aposento llamado el cuarto de la reina, que como el anterior se encuentra en el gran eje vertical de la pirámide; a 22 mts. sobre el nivel del suelo, a 54 sobre el cuarto cuadrado, y sólo a 119 mts. de distancia de la plataforma superior en la que yo había reposado poco antes a la luz del día. Se cree que en cada retrete de estos había un sarcófago.

Poco rato después dejamos la tumba y resucitamos a la vida exterior con el apetito muy aguzado. Fuimos a sentar nuestros reales   —284→   en las últimas gradas de la pirámide, y comenzamos nuestro almuerzo con el fiambre que habíamos llevado, que constaba de pollos fríos, huevos duros, queso y naranjas, que en Egipto son excelentes. Nuestro dragomán y el jefe de los beduinos (sheik) a quien éstos respetaban tanto, que en su presencia se abstienen de solicitar el bagshish se conservaban a cierta distancia esperando nuestros despojos con toda gravedad. Antes de retirarnos, distribuimos algunos chelines (aquí corre toda moneda europea) entre los beduinos, cuyos servicios y humildad bien merecían un ligero bagshish. Al último el mismo sheik se despojó de su majestad y vino a pedirnos su bagshish como el postrero de sus súbditos. Nos encaramamos en nuestros ágiles borriquillos y tomamos alegremente el camino del Cairo.

Dos versos habían preocupado mi imaginación toda la mañana, latino el primero y sudamericano el otro, y alusivos ambos al monumento de que me despedía con tristeza. Es de Horacio el primero, cuando hablando de sus propias obras dice:


Exegi monumentum, oere perennius,
regalique situ Pyramidum altius.



«He levantado un monumento más duradero que el bronce, y más sublime que el real sitio de las pirámides». ¡Dichoso él, cuya pretensión análoga a la que puede formular cualquier pobre diablo, ha sido sancionada por dieciocho siglos, los mismos que prueban que la admiración por las pirámides no es moderna!

El segundo verso es de Olmedo, y más o menos dice así:


Las soberbias Pirámides que al cielo
el arte humano osado levantaba,
templos, do esclavas manos
deificaban en pompa a sus tiranos,
ludibrio son del tiempo, que con su ala
débil, las toca y las derriba al suelo.



¡Lástima que los dos últimos versos no sean verdad, pues las pirámides se mantienen en pie victoriosas de los aletazos del tiempo, y sólo la mano del hombre se ha ocupado de descáscararlas!

  —285→  

Nos detuvimos por segunda vez en Ghizeh, abatidos por el calor y entramos a descansar a un café en donde nos refrescamos con esa bebida y algunas naranjas; y a las tres y media de la tarde estábamos de regreso en el Cairo.



  —286→  

ArribaAbajoCapítulo XXIX

Excursión al pueblo de Suez.- Mi compañero belga.- El mar Rojo.- El Bazar de Suez.- Aullidos de lobos.- Los Dervises.- Una familia española.- Los trabajos del Istmo.- Vuelta al Cairo.- Separación de la familia española


Pocos días después salí para la población de Suez por el ferrocarril en compañía de un barón alemán a quien sentaba muy mal su título pues no era nada distinguido.

Pero lo que yo buscaba en mis compañeros era un bulto que me ayudase a sobrellevar los gastos y penalidades de una excursión, y nada más; y bajo ese punto de vista mi nuevo compañero no dejaba que desear. Además hablaba o creía hablar una palabra de español, y decía narangae cuando tenía sed.

A las ocho de la mañana nos embarcamos en el tren que debía conducirnos, y a la una del día fondeamos en el hotel, situado delante de la misma estación. Es un magnífico edificio, mucho más para el que viene del Cairo, donde los hoteles son muy imperfectos. El patrón era maltés, y los criados negros todos traídos de la India inglesa, eran dóciles, sumisos y activos, gracias a los cuales el hotel es un modelo de limpieza, de orden y de aquel confort que los ingleses plantifican por donde quiera que pasan.

El camino es el desierto, y no creo que vi más de los árboles, o más bien arbusto secos parecidos a los aromos silvestres o guarangos enanos que interrumpen la monotonía de nuestras áridas pampas descollando graciosamente sobre su tronco inclinado, y con sus ramas extendidas como si estuvieran nadando en el aire.

Los puebluchos que encontrábamos se componían de unos pocos tugurios de barro, o enlucidos con estiércol de camello; con aquella misma materia que las muchachitas y las viejas del Cairo andan   —287→   recogiendo por las calles con tanto amor y esmero como si fuera oro.

Apenas se sale del Cairo, comienza el desierto por la derecha; por la izquierda la vegetación se prolonga más por largo trecho. Las puertas y ventanas de las malas casuchas que se ven en el camino son simples agujeros.

Al fin ve uno dibujarse a la derecha una gran montaña de color violeta como lo indica su nombre árabe. Gebel Ataka. De la palabra gebel se ha derivado nuestro sustantivo jabalí que no es otra cosa que un adjetivo del mismo origen que montaraz, montuvio, cerril, cimarrón, que viene de monte, cerro, cima. Rinden pues, culto a la etimología sin saberlo tal vez, y colocan a la palabra en su verdadero lugar, los que se obstinan en decir cerdo jabalí que equivale a decir cerdo del monte.

Paralelo a esta montaña corre el tren hasta llegar a Suez, que nada absolutamente tiene de interesante. Es una especie de Iquique en grande o más bien en pequeña escala, una miserable población de mil quinientas almas, que por el ferrocarril recibe diariamente del Cairo, el agua, y donde no se ve el menor asomo de vegetación, el menor rastrojo.

Esta agua la conducen en unas largas cajas de hierro, ajustadas a cada coche por debajo del asiento, ni más ni menos como aquellas secretas, o doble fondo, que se suelen practicar en algunos cofres.

El mar Rojo visto desde Suez, no tiene aspecto ni de bahía, ni de rada, ni de golfo, ni de nada que recuerde un puerto; y rodeado de playas tersas y lustrosas por todas partes, más bien parece un gran lago de agua dormida, un estanque desbordado, un pantano. Sin embargo, habiendo salido al día siguiente en un bote con mi compañero lo notamos agitado y ondeante. La playa está llena de sumideros peligrosos, y Napoleón I estuvo a punto de desaparecer en uno de ellos una tarde en que se paseaba por la orilla del mar.

Los buques fondean muy lejos; y la población es estrecha, pobre y sus habitantes me parecieron más taciturnos que los del Cairo, y mucho menos dispuestos a simpatizar con el europeo.

En una de las tiendas del Bazar vi entre otros objetos curiosos, un precioso abanico de sándalo de la China, delicadamente entallado en paisajes, figuras y toda clase de adornos, que en su confusa distribución   —288→   recordaban aquellas caprichosas fantasías de la arquitectura morisca llamadas arabescos, los que a su vez parecen simbolizar la imaginación de algunos de nuestros vates, que con llamarse fantásticos piensan disculpar todas sus incongruencias.

Compré este abanico en veinte francos, y después otro, meramente calado, por cinco. También me ofrecieron otro, análogo al primero, pero de marfil, que no compré por parecerme algo caro, (tres libras esterlinas). Tomé igualmente como recuerdo curioso, un gran vaso de madera hecho de un cañuto o internudo de bambú, (caña de Guayaquil) admirable y artísticamente esculpido; esta curiosidad me costó siete francos.

Por la noche reinaba un silencio formidable, silencio de desierto de que no gozaba tiempo hacía, acostumbrado a las populosas ciudades de Europa, distribuidas como tableros de ajedrez, con una sola casilla o cuadro para cada figura; y bajo la apacible luz de la luna me paseaba a lo largo de los rieles, teniendo a un lado la población muda, y al otro el mar Rojo con algunas embarcaciones menores donde probablemente los Dervises hurleurs se entregaban a sus ceremonias habituales, pues oía unos aullidos sordos como los que había oído en algunos conventos del Cairo; pero mucho más horrorosos, y que nada tenían de humano. Estos aullidos eran idénticos bajo más de un aspecto, pues en ambas partes la escena pasa en pleno desierto, a los que se perciben en las cercanías del pueblo de Asia en nuestra costa, al pasar de noche por las inmediaciones de la isla de lobos.

Los Dervises, de cuyas ceremonias religiosas me ocuparé más tarde, equivalen a nuestros sacerdotes, y viven en congregaciones o cofradías. Los franceses los dividen en Dervishs hurleurs, y Dervishs tourneurs, porque los primeros celebran sus funciones místicas dando aullidos, y los segundos dando rapidísimas vueltas, aisladamente o asidos en círculos o en gran círculo general.

La escena de los hurleurs es una gritería discordante y bárbara, de que sólo pueden dar idea los aullidos de los lobos que pueblan algunas islas desiertas de nuestro litoral. Los tourneurs, que yo llamaría de remolino, se agitan en silencio, con los brazos abiertos en cruz y el semblante adormecido, y parecen nigrománticos de la Edad Media evocando espíritus.

  —289→  

Al día siguiente por la mañana me fijé en un individuo que acababa de desembarcar de la India, y que parecía preocupado en realizar no sé qué arreglo con el dueño del hotel. Seguí atentamente todos sus pasos y todos sus movimientos, pues un vago presentimiento me anunciaba que ese hombre debía de hablar, mi idioma, de que tanto tiempo estaba privado.

No tardé en descubrir que era un español que venía de Filipinas de paso para España, y acto continuo y sin saber cómo nos hallábamos en relación, pues él también por su parte había presentido o tal vez sabido mi origen.

Mi nuevo compañero me recibió con júbilo indecible, porque habiendo salido muy joven de España y habiendo permanecido trece años confinado en una provincia de Filipinas, como gobernador de ella, no había podido familiarizarse con las lenguas extranjeras, que le eran tan oscuras como para mí los jeroglíficos; y en tan extrema situación yo no podía menos de ser muy útil como intérprete y como guía. De uno y otro necesitaba él con más urgencia que nadie, por venir arrastrando un tren considerable, compuesto de su esposa, una niñita de cuatro años, y un vasto equipaje de veinte y tantos bultos. Se retiraba para siempre a su hogar y había querido arrancar y traerse consigo todas las raíces que los sujetaban a aquella tierra de promisión. Se llamaba don Vicente Bouvier, y la historia de su viaje había sido una larga tragedia cuyo colorido se hacía más vivo por el sentimentalismo natural con que él y su esposa la referían.

Al llegar a la isla de Ceilán, el jardín de esos mares, donde los vapores acostumbran hacer escala, saltaron y tomaron un carruaje para recorrerla. De repente, la niña que iba arrimada a la portezuela, cayó al suelo de bruces y cuando el carruaje rodaba con toda velocidad; la madre se precipitó detrás de su hija; el padre tras de la madre, y lo más sorprendente de este lance dramático fue que los tres salieron ilesos.

Posteriormente, en la travesía del mar Rojo, a cuya entrada, viniendo de la India, surge el miserable puerto de Aden, donde también hacen escala los vapores para abastecerse de carbón, la misma niña fue acometida de una fiebre devoradora que trajo su vida en un hilo hasta la llegada a Suez; durante este tiempo ni el padre ni   —290→   la madre se habían desnudado ni habían pegado los ojos, como vulgarmente se dice.

La niñita fue salvada merced a la solicitud del médico inglés de abordo, y en general de toda la oficialidad, incluso el capitán, para la cual gente abrigaba Bouvier una gratitud sin límites, que ya en parte había satisfecho remunerando al médico y a los sirvientes con muchas onzas de oro.

Uno de los maquinistas del vapor, un John Bull alto y grueso o más bien redondo como una de las columnas de Hércules, cobra y percibe hasta hoy los réditos tardíos y exagerados de unos servicios en los que tal vez no tomó mucha parte. Mi compañero con la magnanimidad propia de un padre, me preguntaba a veces:

-¿Si no le habrá dado ya lo bastante?

En cambio mi gringo, que siempre está ebrio y que ha tomado mi americanismo como de los Estados Unidos, no cesa de repetirme que: los diablos se lo lleven si en su vida ha visto a un yankee hablar inglés con acento más raro que el mío.

Pocas horas después de mi encuentro con don Vicente, regresábamos al Cairo, habiéndome divorciado enteramente de mi barón, quien por su parte, desde el día anterior no hacía otra cosa que pasar los ojos por la Independence Belge, La Presse y otros periódicos que le habían venido de Europa, y de los que se pertrechó al salir del Cairo. Sólo un momento suspendió la lectura que hacía concienzudamente a puerta cerrada, para ir a dar un paseo en bote, a propuesta mía, por las encrespadas olas del Mar Rojo.

Pensar en visitar los trabajos de la ruptura del Istmo, habría sido de mi parte una insensatez. Esa curiosidad demanda una seria excursión por el desierto, en camello, que es la nave del desierto, como dicen los europeos y acompañado de beduinos, que son los pilotos de ese mar, como dicen o pueden decir los mismos.

Una carta de recomendación especial para Mr. Ferdinand de Lesseps, el popular director de esos trabajos, y unos conocimientos algo especiales para poder abarcar y apreciar la magnitud de ellos pues todavía no ha llegado y está distante el día en que basten estas dos aberturas u ojales que con el nombre de ojos llevamos en la cara, son necesarios para comprenderlos. Algunos tontos, sin embargo, emprenden el viaje, llegan, abren y clavan sobre esa obra sus dos claraboyas   —291→   con el aire de unos papanatas, o papamoscas, o papahuevos y se vuelven sin otro adelanto que el de poder satisfacer su vanidad diciendo: «Yo he estado allí».

Por todas estas razones tomé mi dromedario de vapor, lo mismo que los otros viajeros, y salí de Suez a las dos de la tarde. Dos paradas hace el tren en el camino y en ambas salté de mi vagón y fui a colgarme a la portezuela del que venía don Vicente y los suyos, porque estaba privando con ellos, lo mismo que ellos conmigo, y el idioma natal me producía el efecto de una música.

Por la noche entramos al Cairo a la luz de la luna, viendo con singular placer, yo al menos, aparecer los grupos de la vegetación y alguna que otra lucecilla tímida y unida abriéndose paso entre ellos, como esas lucecitas de nuestros cuentos que se van y vienen.

Cuatro días, durante los cuales no nos separamos un instante, disfruté de la compañía de don Vicente, sin que en ello hubiera podido persuadirlo a ir a las pirámides, ni a hacer la más pequeña excursión por las cercanías, ni siquiera a presentarse en casa de su cónsul como acostumbran todos los europeos.

Es verdad que el cuidado de su esposa e hija absorbían toda su atención.

Murcí, mi borriquero habitual a quien le presenté como un modelo de precoz poliglotismo, le halagaban el oído en diversas ocasiones repitiéndole su acostumbrado sonsonete.

Mi compañero era un joven de 33 años de regular estatura, delgado, de aspecto militar, y parecía hombre de fibra y acostumbrado al mando, como que había gobernado 13 años la provincia de Leyte, una de las islas del archipiélago de Filipinas.

Su esposa, doña Clotilde, natural de esas regiones, iba a Europa por primera vez, era una mujer amarilla como una de nuestras retamas, con su abundante pelo negro y lustroso como el plumaje de nuestros chivillos, dotada de una hermosa dentadura y de toda la indolencia encantadora peculiar a su clima.

Sonó por fin la hora de nuestra separación; y sea que mi compañero no se hallara realmente sin mí, sea que me creyera necesario, ello es que hizo vanos esfuerzos para arrastrarme hasta Alejandría, en donde debía embarcarse para Europa, ofreciéndome costearme el   —292→   tren de ida y vuelta, por si el temor de gastar veinte pesos me arredraba.

Era la segunda vez que mi compañero me tomaba por un aventurero: en la primera me había preguntado, a lo mejor de una de nuestras conversaciones, ¿si no era yo jugador? y al contestarle que no, trató de excusarse asegurándome haber oído que en mi país todos jugaban.

Acostumbrado estoy ya a despertar este género de sospechas, porque los que me ven no pueden comprender que un joven de mi edad haya venido desde el Perú hasta Egipto, solo, sin recomendaciones y como expulsado de la sociedad, por mera curiosidad.

Yo en esos días era como un príncipe, la idea de que alguien me costeara un pasaje, me indignaba.

¡Infeliz padre mío! yo te lo agradezco, pero no educaste a tu pobre hijo como para este país.

Dejé acomodados en el tren que partía para Alejandría a mis amigos de cuatro días. Antes de separarnos cambiamos los recuerdos que pudimos. Don Vicente me obsequió dos palos de canela en forma de bastones y un cortapapel o plegadera de carey finísimo, traído todo de Ceilán. Yo le di mi tarjeta, para que con ella se presentara en el hotel Albat, en Alejandría, en donde había dejado buenas relaciones.

Pocos días después, al pasar nuevamente por ese puerto, supe que hasta mi tarjeta había sido útil a mi compañero, pues habiéndole suscitado dificultades en el Banco de Egipto para el cobro de una letra que traía, se escudó con mi nombre, conocido y acreditado en esa casa en donde me habían suministrado ya algunos fondos.

Dos meses más tarde debía hallarme yo en una situación análoga en Atenas, sin que entonces viniera a salvarme tarjeta, persona ni cosa alguna conocida, por lo que me fue forzoso pasar tres lunas en la tierra de Teseo y de Pericles, pues tres veces la vi nacer, crecer y morir.