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ArribaAbajoCapítulo XXX

Alrededores del Cairo.- El barraje del Nilo.- La selva petrificada.- Heliópolis o Matarieh.- Mezquitas del Cairo.- Las pirámides de Sákara.- Mi compañero de excursión.- Abu sir.- El serapeum.- Dibujos Murales.- Los beduinos.- Galerías subterráneas.- El pueblo de Sákara.- Menfis.- La estatua de Sesostris.- Funerales de un rajá.- Adiós a Egipto


Para distraerme de la soledad en que he vuelto a quedar, me entretengo en dar frecuentes vueltas por las cercanías del Cairo; sin otra compañía que la de mi fiel e inteligente escudero Murci, que parece un radical de murciélago. Repetidas veces he ido a Boulak, pintoresco arrabal del Cairo, que le sirve de puerto en el Nilo. Ahí se detienen las embarcaciones en su travesía de Alejandría al alto Egipto. A Heliópolis la antigua ciudad del sol, conocida hoy por los naturales con el nombre de Matarieh. A la espléndida alameda de Chubra, selva secular de acacias y sicomoros, que corre paralela al Nilo y conduce a un palacio de recreo construido a la europea, por Mehemet-Alí. Este suele ser el paseo favorito de los europeos por las tardes; y en una de ellas me encontré con el príncipe de Gales, que recorre el Oriente, y que galopaba esa tarde en su borriquillo seguido de una larga comitiva. También he ido a ver la selva petrificada, al barraje del Nilo y otras curiosidades.

El barraje del Nilo es un proyecto estupendo de hidráulica, que aún no se ha concluido y que aun parece ya abandonado. Fue iniciado por Mehemet-Alí, a quien hemos comparado, tal vez con alguna ligereza, con don Ramón Castilla, pues nada semejante ni en menor escala se ha iniciado todavía entre nosotros, a no ser el puente colgante de Lurín...

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El barraje o dique se proponía represar las aguas del Nilo y vaciarlo lateralmente por la extensión de los campos, principalmente en la larga temporada de aguas bajas o medias que sigue a la inundación periódica. Los primeros ensayos o experimentos se practicaron en pequeño, en los canales artificiales, por medio de compuertas; hasta que ensanchándose las pruebas se llevó al sistema de las esclusas o represas al mismo río, padre común de todos esos canales.

Encargado de la obra el ingeniero francés Mr. Linant de Bellefonds escogió para teatro de sus operaciones la cabecera misma del Delta.

El Delta es un espacio de tierra formado por el Nilo, como unas cuarenta leguas antes de su desembocadura, en cuyo punto se abren en dos ramales que van a buscar el Mediterráneo por caminos distintos; siendo tal la divergencia al terminar su curso que dan al triángulo formado por ellos una base de sesenta leguas. Esta forma triangular es la misma que tiene la cuarta letra del alfabeto griego, llamado Delta, por cuya razón se aplicó su nombre con mucha oportunidad a la porción de tierra internilótica, denominación conocida y antiquísima.

Los trabajos del barraje inaugurados con toda solemnidad durante la administración del Mehemet-Alí, han sido posteriormente abandonados ante la magnitud de la empresa; y todo lo hecho, que no es poco, empieza a deteriorarse.

La selva petrificada, distante dos horas del Cairo, es una gran pampa de arena en la que se ven esparcidos un sin número de fragmentos, leña por la apariencia y poco peso, y pedernal o sílice por su dureza y por el sonido pétreo que producen al chocar unos con otros.

Vénse allí petrificados y tirados por el suelo, troncos, ramas y aun astillas siendo en estas últimas en las que más sorprende el fenómeno de la petrificación, por ser las astillas, como puede notarlo cualquiera, la parte más característica de la madera, y en la que menos puede concebirse la transformación en piedra. Algunas que recogí conservan tan indeleble su primitiva forma, que sus aristas parecen todavía destilar polilla y aserrín bajo el frío consistente de la petrificación. Nada por lo demás que acredite una selva o bosque.   —295→   El aspecto general es como de campamento o aduares abandonados, con los trozos de leña de los hogares esparcidos aquí y allí.

De la selva petrificada pasamos a Heliópolis, ciudad del sol, que los naturales llaman hoy Matarieh. Heliópolis era célebre en la antigüedad por su magnífico templo del sol, precedidos de una larga hilera de esfinges y obeliscos, de todo lo cual sólo subsiste ahora un obelisco, levantado al cielo como un índice y señalando los sitios donde Heliópolis fue. Su principal mérito es ser el más antiguo de cuantos se conocen, pues por las inscripciones que lo adornan se ve que cuenta cerca de cuatro mil años de existencia.

Otra de las curiosidades de Matarieh es un grande y secular sicomoro a cuya sombra, según la tradición, descansaron Jesús, María y José cuando el viaje a Egipto. Los viajeros han debido aceptar la leyenda a pie juntillas, pues cada cual se ha llevado un pedazo de corteza, haciendo profundas entalladuras en el tronco y las ramas; así es que este árbol parece un gran cuerpo, a trechos llagado y a trechos desollado.

He hecho una segunda visita a las mezquitas del Cairo, habiéndome llamado la atención particularmente la de Tulum única en que he visto una arquitectura árabe sostenida; arcos ojivos, bandas de arabescos a lo largo de las paredes, ventanitas microscópicas, etc., todas las demás, como ya he dicho antes, parecen viejos y desmantelados palomares.

El respeto, que en Europa reside en la cabeza, anda aquí por los talones y no es posible entrar a una mezquita, o al estrado de una casa, sin quitarse el calzado. Allá se descubren, aquí se descalzan: y es necesario caminar a pie enjuto o por lo menos en medias por las frías y húmedas baldosas de las mezquitas, costumbre imprudente para el que llega acalorado, y que me ocasionó una enfermedad de varios días. Es verdad que así como entre nosotros los señores calvos suelen llevar su birrete que se calan apenas se descubren y suelen algunos aquí llevar sus zapatillas que se calzan apenas se descalzan pues el objeto es, no precisamente entrar descalzo sino impedir que se lleve al santuario el polvo impuro de las calles que se ha recogido en las suelas de los zapatos.

En algunas mezquitas suelen hallarse individuos que alquilan unos   —296→   capachos de paja, con los que el viajero se cubre los pies sin necesidad de descalzarse, evitando así catarros, fluxiones y otros males. Este es colmo de la perfección.

A cada mezquita va anexa una fuente de agua perenne y unos lugares de desahogo público. Este es un medio de atraer sobre la casa de Dios las bendiciones de toda clase de sectarios, pues el que una vez haya satisfecho allí alguna necesidad corporal, no podrá menos de bendecirla y de recordarla con gratitud, con la gratitud profunda del egoísmo.

La religión de los musulmanes está llena de rasgos, de alta política los unos, como el que nos ocupa, de higiene pública los otros, como la prescripción de las abluciones, del baño, de la depilación de ciertas partes del cuerpo, particularmente la cabeza, y de otras más cuya saludable importancia se comprende al ver de cerca este país caliente, polvoroso, laxante, patria antigua de las plagas, y donde las menores hoy son las pulgas y los piojos. El Alcorán es un libro sabio.

El interior de algunas mezquitas, como el de muchas casas, está pintado con unas largas fajas horizontales de varios colores, generalmente azul y rojo, que resaltan de un modo charro en las blanqueadas paredes.

También se ven sobre algunos frontispicios pinturas groseras, o sea mamarrachos, pretendiendo representar el ferrocarril y el vapor, objetos que han debido pasmar a las árabes, acostumbrados a sus ágiles dromedarios como al non plus ultra de la locomoción. También aquí, como entre nosotros, la locomotora viene a despertar de su letargo a los pueblos y a preocupar a los habitantes.

Después de haber visitado las pirámides de Djizeh, que son las principales y a las que se alude siempre al decir automáticamente «Las Pirámides», era necesario ir a visitar las de Sákara, importantes por su número, ya que no por su elevación y lo sólido de su construcción como aquéllas.

Tuve por compañero en este paseo a Monsieur de X, caballero belga, que se hallaba en el Cairo de paso para Sidney; a donde va a desempeñar un consulado, es el más galante y cumplido de cuantos compañeros de viaje he tenido la desdicha de contar hasta ahora.

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Desconoce el mal humor, la grosería y la avaricia, que con tanta frecuencia sacan a relucir los que viajan. Mi nuevo compañero está en fecha de ser tratado desde que se levanta; y a ninguna hora, ni momentáneamente siquiera, recuerdo haberlo visto intratable. O es de un carácter inalterable, o un roce antiguo y sostenido con la buena sociedad lo ha refinado y pulido hasta el extremo de quitarle toda aspereza, habiendo sido el trabajo tan hondo, que jamás se trasluce en él un asomo siquiera de esa rudeza animal que hay en el fondo de toda naturaleza humana.

Al saber que yo era peruano exclamó:

-Ah! j'ai connu a Bruxelles un de vos compatriotes; il vennait d'étre bien cruellement éprouvé avec la morte de sa femme.

-¿Qui etáit-il?

-Mr. Barrenechea.

Así supe la viudez de nuestro buen don José Antonio. La figura desgraciadamente no le ayuda a tan fino compañero; y es feo, ridículo y extraño como un figurón o como un mamarracho. Sobre una cara bermeja lleva unos anteojos azules. Su melena es una peluca natural de color de azafrán, y amortiguada, árida y sin brillo como la de un difunto.

Asiéntese esta fea carátula sobre un cuerpo rígido y seco y bien entallado como el de una figura de palo, o como el de una doncella de cincuenta años que a lo mismo sale, y se tendrá una idea completa de mi individuo. Es Belcebú vestido de diplomático, siendo tan quebrado de cintura, que parece que lo hubieran cogido por ambos hombros y aplicándole la rodilla en el centro de la espalda lo hubieran doblado hacia atrás. Su cara, de cuyo color ya me he ocupado, tiene la forma convexa de uno de nuestros mates vuelto boca abajo.

A las siete de la mañana nos pusimos en marcha, seguidos de dos borriqueros a burro por esta vez pues el trayecto es largo. El de mi compañero se llamaba Aisawi, que equivale a Esaú, y, hombre aristocrático, porque también entre borriqueros hay categorías, había fletado a otro de humilde condición, que nos seguía a pie a guisa de peón caminero. El mío se llamaba Mousa, que equivale a Moisés.

Llegamos al Cairo viejo, y, como en la primera excursión, pasamos el Nilo y atravesamos el pueblo de Djizeh; y después de haber caminado   —298→   por una serie de llanuras muy pintorescas, nos encontramos a la vista de las pirámides de Sákara, cuatro horas y media después de nuestra salida del Cairo.

Al salir del pueblo de Abusir, vimos terminar la vegetación y entramos en pleno desierto de arena; aunque por fortuna para tocar muy pronto al término de nuestro viaje.

Esta vasta pampa se halla sembrada de pequeñas pirámides, algunas inconclusas, hechas de piedras calcáreas o de ladrillo, y en número de diez y ocho o veinte. También se encuentran algunos pozos artísticamente construídos, donde se depositaban las momias de animales sagrados como serpientes, carneros y sobre todo ibis, (garzas), sin que sean raras las momias humanas.

Fuimos a instalarnos en un templo desenterrado de la arena en 1850 y ya en gran parte nuevamente cubierto por ella. Éste era el templo de Serapis, descrito por Estrabón, y llamado hoy por los franceses Sera-Peum. Está muy bien conservado y es un lindo monumento. Se compone de un propileon o vestíbulo, que conduce, previo a otro vestíbulo, transversal, a un patio pequeño con su columnata en el centro. Sigue un pasadizo corto, y dejando a la derecha un cuartito que en templo cristiano fuera la sacristía, se entra en un cuarto de regular tamaño con sus paredes totalmente cubiertas de jeroglíficos en relieve, representando animales indígenas y escenas de la vida rural, todo muy bien conservado y grabado con una fineza y precisión sorprendentes. Las paredes del pasadizo y cuartito anterior se hallan cubiertas de dibujos análogos.

Los egipcios antiguos se complacían en reproducir con el punzón las escenas más insignificantes de su vida; y gracias a este prurito por dibujar, prurito natural desde que el dibujo era la escritura, nos han dejado sus monumentos plagados de delíneos que reunidos forman como una enciclopedia práctica de aquellos tiempos. Casi todos estos dibujos han sido copiados con admirable gusto y exactitud en la magnífica obra de Mr. Gardner Wilkinson (A popular account of the ancient Egiptians, in two vol. -London Murray, 1854) que es inseparable de la no menos notable obra de Mr. Lane sobre los egipcios modernos: An account of the Manners and customs of the Modern Egyptians, in three vol. -London 1846.

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Mr. Lane es además traductor de Las mil y unas noches, y esta traducción, está enriquecida con un sinnúmero de eruditos notas y comentarios, es un manuscrito de saber, buen gusto y elegancia. De estas dos obras creo haber hablado anteriormente a mis lectores.

Los juegos de los egipcios, sus conciertos musicales, las escenas de su vida a campo raso y bajo el techo del hogar, y hasta los misterios de la cocina, todo ha sido trasladado a los muros por el punzón. Aquí se ve a unos individuos jugando con unas bolas; allá a una especie de mayordomo haciendo la planilla de los trabajos rurales.



Y aun atados los pies en el establo,
y echada con angustia atrás la frente
de cuernos coronada inútilmente,
vesé postrado a un buey dándose al diablo.

Bajo el candente hierro cuya marea
de la espaldilla la mitad le abarca;
y en ligera espiral de humo al cielo
sube el olor del chamuscado pelo.



Esta operación, que es la que nosotros designamos con la campechana frase de echar fierro, prueba que aún en los tiempos patriarcales se maltrataba y degradaba a las bestias, sin que tal vez sea moderno tampoco el uso más bárbaro todavía de mandar a Capadocia y a Castranza a los más vigorosos de nuestros potros y a los más fuertes de nuestros asnos. El gran cuarto en que acabábamos de entrar, y que se halla al fondo del templo, es el único que conserva su techo, compuesto de enormes piedras cuadradas, sin base ni capitel como todas las columnas de la antigua arquitectura egipcia, aunque en el Alto Egipto las hay con un capitel sencillo, semejante a un canastillo, en el que los arqueólogos creen ver un preludio del orden corintio.

Estas dos columnas de piedra ocupan el centro del salón y le dan un aspecto imponente. En una esquina se ve una gran piedra oval tendida en el suelo y rodeado de una gradilla, en la que un hombre   —300→   de imaginación fácil creería ver el ara destinada para el sacrificio de la víctima.

No sabré decir si servía para eso o para tal o cual cosa: todo lo que puedo asegurar es, que si los arquitectos del templo hubieran querido dejar en dicho sitio una mesa cómoda y natural donde los futuros viajeros se sentarán a desayunarse, no la habrían imaginado mejor. Un montón de cáscaras de naranjas secas que vimos a un lado nos indicó que los viajeros, nuestros predecesores, habían opinado como nosotros. Así pues, nos sentamos en la grada, mi compañero a un lado, yo al otro, y la canasta de provisiones por delante, sobre la ancha piedra interpuesta entre ambos, que nos servía de mesa.

No tardaron en llegar los señores beduinos, que luego sienten al extranjero, y que con gran asombro mío no se asemejaban a los que había visto en las pirámides Djizeh, tan joviales e inteligentes. Estos, a más de llevar dos de ellos sus largas escopetas árabes terciadas al hombro y sus pistolas al cinto, eran todos de una gravedad, de una tiesura, y de una impolítica desesperantes. Uno de los así armados, que tal vez era el jefe, se cuadró delante de nosotros mudo e impasible y en apostura arrogante permaneciendo así hasta que nosotros nos escurrimos, cansados, no tanto de almorzar, cuanto de tenerlo por delante.

Yo dominaba mi miedo lo mejor que podía, y aun parecía exclusivamente entregado a mi almuerzo: no así mi compañero, cuyos nervios se hallaban terriblemente conmovidos, y como agitados y recorridos por los dedos de terror. No llevaba bocado a la boca sin presentarlo previamente al beduino diciéndole en italiano con aire y risa suaves como para interesar su curiosidad: Buono, buono. Nuestro convidado de piedra no le hacía el menor caso y continuaba delante de nosotros, en la misma actitud; un pie adelante, el cuerpo echado hacia atrás, la mano apoyada en el pomo de la pistola y la expresión del rostro lleno de desdén y de fiereza.

Aunque probablemente no abrigaba ningún mal proyecto, o sólo pretendía imponernos o darnos un susto, su apostura, y sobre todo, sus armas delante de los que no las tenían, y hombres además bonachones como lo parecemos todos cuando comemos con buen apetito,   —301→   nos parecían un insulto. Sus demás compañeros permanecían a la entrada, en postura menos soberbia, y todo nos hacía aparecer como unos prisioneros de guerra.

Yo estaba resuelto a mantenerme firme hasta el último trance; y a pesar de las consideraciones de mi compañero que quería dar a su miedo las apariencias de una probidad escrupulosísima, no consentí más tarde en obsequiarle sino un muy pequeño bagshish, pues en resumen de muy poco nos sirvieron, (pues en resumen) tanto por su mala gracia y rudeza, cuanto porque unos de nuestros borriqueros, que había vivido en Sákara algún tiempo, conocía el terreno perfectamente y nos sirvió de guía.

No dejó de sorprenderme la docilidad con que más tarde se retiraron nuestros importunos acompañantes, sin hacer la menor objeción hasta que después supe que mi compañero, que era a quien de preferencia acometían presintiendo sin duda la parte flaca, había ido chorreando, uno tras otro, no sé cuántos chelines en la mano de cada uno de ellos.

Aconsejo a los futuros viajeros que no emprendan esta excursión sin ir escoltados por un dragomán, que conoce siempre a los beduinos se arregla fácilmente con ellos, da un aire respetable al viajero que acompaña, y le evita, sobre todo, la mortificación de tratar directamente con unos hombres que parecen abatirlo con la presencia de su larga carabina y de su par de pistolas.

Libres ya de los beduinos, entramos en los largos y tortuosos subterráneos que servían de crypta o hipogeo, como decían los griegos, esto es, de cementerios para enterrar a los monarcas a los bueyes sagrados conocidos con el sobrenombre de Apis6

Mi compañero encendió una vela y yo otra, de las que habíamos traído del Cairo: y el rostro del primero irradió de satisfacción cuando improvisadamente nos hallamos con otros viajeros que nos habían precedido, y que tras de sernos superiores en número, nos llevaban la ventaja de ir escoltados por un par de respetables dragomanes. Este acompañamiento inesperado quitó de encima a mi compañero el gran peso de su miedo, y le volvió el alma al cuerpo.

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Los nuevos viajeros eran tres jóvenes ingleses, que nos acogieron con su acostumbrada glacial indiferencia, tanto que uno de ellos pareció enfadarse cuando mi compañero lo detuvo para encender su vela que se había apagado, sin duda por ir en mano que temblaba todavía con los últimos aleteos del miedo; y un joven mexicano, cuyo origen descubrí más tarde en mi travesía de Alejandría a Beirut, en la cual volví a encontrarlo. Tenía el tipo de un hijo de Albión; pero hablaba el inglés con una suavidad tan meridional, que me causaba extrañeza. Lo extraño de su aspecto dejó de sorprenderme cuando posteriormente supe de adonde era. Entonces también comprendí la mirada de simpatía que me asestó en los subterráneos, cuando oyó a mi compañero que, sin dejar de hablarme en francés, me llamaba don Pedro y en cuya mirada no fijé entonces la atención. A esto se redujo, en ese momento, la revelación de mi compatriota en América. Tal vez no fue más explícito por no faltar a la etiqueta inglesa... Mi nombre, pronunciado en tales circunstancias, debió causarle el mismo asombro que me causaba a mí oírlo hablar inglés con acento tan blando.

Nos incorporamos a estos nuevos compañeros mal que les pesara, porque no nos hacían el menor caso, por más que mi pobre compañero se despepitaba hablándoles inglés para congratularse con ellos. Por otra parte era de ver las proezas desairadas a que se entregó con furia, como para probarme, o más bien para probarse a sí mismo, que nunca tuvo miedo. No necesito decir cuáles fueron, pues raro sería el lector que no recuerde haberse hallado en circunstancias análogas a las que voy describiendo. Prescindo del silbar y el tararear que son los medios más comúnmente empleados por todo el que quiere aparentar que nada teme; prurito de todos los instantes, pues la idea del valor preocupa tanto al varón, como la de la hermosura a la hembra, comprendiendo uno y otro que sin aquello no hay hombría, y que sin esto no hay... ¿Cómo diremos? ¿feminismo? y ambos aspiran, como es natural, a poseer todo lo que sea eminentemente sexuálico, o característico de su respectivo sexo.

Mi compañero no silbaba ni tarareaba, sino que se valía de medios más estrepitosos para demostrar cuan distante se hallaba del miedo y saltaba y brincaba con arrojo y denuedo en todos aquellos pasos en que un simple tronco bastaba.

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De trecho en trecho íbamos hallando unas veces a la derecha, otra a la izquierda, una especie de alcoba profunda, en cuyo centro se elevaba un sepulcro de piedra, de forma cuadrada, más o menos espesa. Si la comitiva se detenía a examinarlo, el entusiasmo arqueológico de mi compañero no tenía límites; pero no bien ésta se retiraba, corría a tomar la delantera fingiéndose plenamente satisfecho de su inspección.

Otras veces los ingleses, con esa curiosidad que con frecuencia raya en pueril y maniática, y que sin embargo, es la que suele dar valor a sus relaciones de viajes, porque en ellos todo se espulga y explica, lo que ilustra al lector, con esa curiosidad que distingue al inglés, nuestros acompañantes, o más bien nuestros acompañados, pues nosotros los seguíamos a ellos y no ellos a nosotros, creyendo que era necesario descender hasta el fondo mismo de un sarcófago como si esperaran hallar en él algún tesoro o por lo menos una momia, escalaban sus lisas paredes ayudados de pies y manos y empujados por los beduinos; y no se crea que una vez que apoyaban la barba en la boca del sarcófago en cuyo fondo naturalmente no se veía otra cosa que polvo y telaraña, se daban por satisfechos, no señor, se montaban a caballo sobre el muro, y enseguida se dejaban caer adentro.

Salimos; atravesamos el pedazo de terreno plantado de palmas que precede la población de Sákara dejando a nuestra izquierda una sementera de pepinos de Castilla o cohombros, de que tanto uso se hace en Londres para confeccionar ensaladas, (esta planta se origina en Egipto) y nos encaminamos a la llamada posada de Fernández.

Este nombre en tales regiones me causaba una agradable sorpresa; pero no sólo no existía en el pueblo de Sákara el español que yo esperaba; no sólo el tal nombre parecía simplemente una tradición que nadie sabía; sino que la posada no era más que un parador en pequeño porque todo lo que en ella se hacía era señalar al viajero el pedazo de suelo cubierto con una estera donde podía pasar la noche a la luz de las estrellas; a no ser que quisiera encerrarse en un cuartito cálido, infecto y plagado de pulgas y piojos. Nosotros preferimos la inofensiva intemperie.

Sákara como todos los pueblos egipcios, es idéntico a cualquiera de nuestros galpones con la diferencia que en el más humilde de éstos suelen hallarse algunas casitas resplandecientes de asco, limpieza   —304→   y comodidad; al paso que en los pueblos egipcios, casas, calles, todo es una pocilga donde las menores plagas son las pulgas y los piojos, como ya tantas veces he notado. El suelo es eternamente polvoroso, y los caminos no son las espléndidas chaussées o calzadas de Europa, sino los infernales callejones de nuestra costa peruana. A sus lados se extienden vastos alfalfares entre los que crecen espontáneamente innumerables florecitas, rojas las unas como amapolas, otras amarillas, otras azules, muchas de forma aparasolada y el conjunto de los cuales ofrece un magnífico tapiz al paseante en burro. Estos campos de alfalfa se extienden sin presentar la menor eminencia, hasta perderse de vista, hasta confundirse con un horizonte azulísimo y sereno.

La hospedería de Fernández se componía de una cocina con su puerta a la calle sumamente baja, y dos cuartos tan lóbregos, que era imposible resignarse a pasar la noche en ellos; así es que los dueños de casa, que son dos viejas musulmanas y una chiquilla, proceden con gran prudencia, al reservarlos para su uso y el de los borriqueros, brindando al viajero con la azotea. A esta azotea se suele subir por una escalera de mano que forma un plano muy poco o muy nada inclinado por lo que la subida no tiene nada de cómoda.

Nos tendimos largo a largo en las flacas esteras que debían servirnos de lecho, y que componían todo el mueblaje de ese humilde terrado, teniendo la bóveda estrellada (que aún no lo estaba) por único techo. Desparramamos por el suelo unas cuantas naranjas que nos habían traído, y nos entretuvimos en comer acostados como los antiguos y como los cerdos; mas como debajo de nosotros se cocinaba, recibíamos el humo que se hacía a nuestros pies como los dioses del paganismo.

Un rato después fuimos a colocarnos en el parapeto o ante pecho que se elevaba sobre la puerta de la cocina, y que caía a la calle, y desde ese balcón nos fuimos a contemplar a un marido que zamarreaba brutalmente a su cónyuge en la azotea fronteriza. Unas veces la cogía por las mechas y la mecía; otras le arrimaba un par de pescozones, que después de hacerla titubear en un doble sentido, la dejaba definitivamente firme en su puesto, otros, en fin, la despedía con un puntapié y por las mechas volvía a atraerla hacia sí.

En esta pelotera rodaron hasta la calle, en donde el marido   —305→   suspendió la operación, tal vez por respeto al público, y se volvió a su azotea. Las vecinas que impasibles habían contemplado el suceso, se acercaron entonces a consolar a la víctima, que lloraba y manoteaba con el enternecimiento de nuestras rabonas cuando sus soldados las acarician a puñetazos.

No tardó la mujer en seguir las aguas de su marido, retirándose tan alegre, tan feliz y tan aligerada, que parecía pedir albricias por la soba e ir entonando:


En la cojera del perro
y en lágrimas de mujer
por ser cosas que no duran
lo mejor es no creer.



A las cinco de la tarde volvimos a montar a burro y nos encaminarnos a Menfis. Al divisarlo no pudimos menos de exclamar con honda pena aquel patético y conocido verso latino:


Etiam periere ruinae!



¡Han pasado hasta las propias ruinas! Pues todo lo que subsiste de la antigua capital de los faraones es un gran espacio plantado de palmas, en donde hasta los hoyos abiertos por los arqueólogos en sus frecuentes excavaciones se confunden con los trabajos de la agricultura, y más que con una mira científica, parecen abiertos por la pala del labrador.

El único objeto de antigüedad que vimos allí fue una inmensa estatua de Sesostris, como de unas veinte varas de alto, que yace acostada en el suelo plagada de inscripciones modernas debidas a la vanidad de los viajeros, que por dejar su nombre, no han vacilado en estropear hasta las facciones gigantescas de la cara; la nariz particularmente era un fárrago de nombres propios y fechas más o menos prolijamente grabados.

Después de haber pasado una noche lamentable en el pueblo de Sákara, regresamos al Cairo a la mañana siguiente. Al entrar a la ciudad tropezamos con el curioso espectáculo del entierro de un Paschá (Bajá).

Cuatro hombres llevaban en sus hombros el ataúd cubierto de   —306→   un paño grana, y detrás venía un cortejo inmenso de mujeres a borrico, con la cara tapada como de costumbre, y montadas a horcajadas según la usanza del país, llorando y gritando plañideramente, o bien enumerando las virtudes y particularidades del difunto en voz alta como para encomendarlas a los cuatro vientos, diciendo por ejemplo, según nos tradujo el dragomán: «¿Qué se ha hecho aquel tan hermoso cuando pasaba en su caballo blanco? ¿Cuándo fumaba sus shiluk? (pipa)».

Los lamentos comparados de estas mujeres formaban un guirigay agudo muy semejante a una serie de quiquiriquíes lanzados al mismo tiempo. Delante del féretro marchaban dos cuerpos de infantería turca, divididos en dos cuadros haciendo honores militares al difunto, pues el título de bajá es un grado equivalente al nuestro de coronel. Dos hombres a camello precedían el acompañamiento, llevando cada uno de ellos un par de capachos a los lados en los que sepultaban las manos, sacándolas enseguida cargadas de dátiles secos, pan y naranjas que repartían a la famélica muchedumbre que probablemente bendecía la muerte del Paschá.

Más de un mes hacía que me hallaba en Egipto; el tiempo me venía estrecho; mis fondos se agotaban, y era necesario pensar en levantar las anclas. Di un adiós eterno a todos los individuos de diversas naciones franceses, ingleses, alemanes, italianos, suecos, rusos y griegos, que sucesivamente habían ido siendo mis compañeros de excursiones, o con los que había contraído alguna amistad; y reuniéndome con Gustave de Beaucorps, el más antiguo de mis compañeros, salí en compañía suya para Alejandría, en donde debíamos embarcarnos. El derrotero del vapor que nos conducía era: Jafa, Beirut, Chipre, Rodas, Esmirna y Constantinopla.

Mi cabeza iba llena de palabras y frases árabes aprendidas con los borriqueros: Bukra bakir, mañana temprano; Ma fish bagshish, no tendrás propina; aljántara, el puente, alcántara; Kata-el jerak, buenos días.

Me había pertrechado de diccionarios y gramáticas árabes; más tarde lo hice con las lenguas muertas hebrea y caldea. ¡Me proponía hacerme orientalista! Vine a Lima... y vi que con mascullar un poco la lengua propia que se habla había de sobra para llegar a personaje.



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ArribaAbajoCapítulo XXXI

De Alejandría a Beirut.- Compañeros de viaje.- Pasatiempos a bordo.- Jafa.- Caifa.- Beirut.- El golpe de vista de Damasco.- Callejones peruanos.- La ciudad.- La matanza de cristianos.- Represalias.- El cónsul francés.- Un almuerzo damasquino.- Salida de la caravana para la Meca


El 2 de abril de 1862 me hallaba fondeado en la bahía de Alejandría, a bordo de un vapor austriaco del Lloyd, listo para zarpar hacia Constantinopla.

El viaje debía durar ocho días, haciendo escala en Jafa, Caifa, Beirut, Chipre, Rodas, Esmirna y Constantinopla, que de otro modo, o sea, haciéndolo directamente sólo dura tres días.

Mas como yo no estaba de prisa, juzgué preferible ir visitando siquiera de paso esos interesantes puntos.

Hasta entonces sólo había probado los vapores franceses de las Mesageries. Ahora por primera vez en uno de los del Lloyd austriaco, que es otra compañía rival de aquélla, había pagado 332 francos por un pasaje de primera.

La comida era regular, y la mejor pasta de a bordo, el capitán, del que puedo decir que fue uno de nuestros compañeros de viaje, se llamaba Pietro Remedelli.

Los demás compañeros se reducían a un joven príncipe alemán, el príncipe de Putbus, señor de la isla de Rugen en el Mar Báltico, que recorrían el Oriente en compañía de la distinguidísima princesa arrastrando un tren verdaderamente regio, aristócrata pareja de que creo haber hablado ya a mis lectores en los primeros capítulos de estas Memorias.

También en el Hotel Coulomb del Cairo, había trabado amistad con otro príncipe a cuyo cuarto me iba a charlar las más noches. Era el príncipe de Gagarini, joven como de unos 25 años, mustio de   —308→   pelo y amarillo y trigueño de rostro: en Lima habría pasado por mestizo. Era príncipe ruso.

Un distinguido alemán, satélite o cortesano de los príncipes, y un francés, monsieur Gustave de Beaucorps, compañero de mis últimas correrías en Egipto, y a quien ya he tenido el gusto de presentar a mis lectores, completaban la sociedad de a bordo.

El día lo pasábamos del siguiente modo: el príncipe a popa venía haciendo una guerra sin tregua con una escopeta de Lefaucheux, a las marítimas gaviotas, cediéndonos algunos tiros al capitán, a Beaucorps y a mí.

Por otro lado de la cubierta, la princesa copiaba del natural con un lápiz la larga cadena de montañas o cordillera a trechos nevada, por delante de la cual íbamos navegando con serena rapidez.

Los dibujos, perfectamente bien hechos, eran coloreados por el alemán.

Un día el príncipe se volvió a mí al mejor de sus tiros, y con malicia o sin ella, me preguntó en francés no muy bien pronunciado: «Est-ce-que chez vou on connait la poudre á canon?» (¿Conocen ustedes la pólvora?)

-Es una de las cosas -le contesté-, que más conocemos, y con que más familiarizados estamos, y no para bien.

No supo (pensé para mí), no supo Pedro de Candia, cuanto había de cundir en el Perú posterior sus mortíferas armas.

Mi compañero de camarote era un clérigo norteamericano, de semblante amarillo hasta rayar en lívido, ojuelos verdosos y siniestros, y boca comprimida, de esas bocas sin labios que parecen revelar la ira y la hipocresía.

Nuestro hombre que emprendía solo el viaje a Jerusalén, hizo varios esfuerzos por persuadirme a que lo acompañara; y habríalo conseguido, porque mi única razón para no entrar en Tierra Santa, era no tener quien me ayudara a disminuir los gastos y peligros que esa excursión, la única de Oriente, ocasiona a los viajeros solitarios; mas el aspecto de mi compañero y su modo de hablar, todo trascendía a loco; y como yo recordaba la historia de un padre Ananías que había rodado por América, no quise exponerme a morir estrangulado.

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Beaucorps, que por su parte tampoco quería meterse solo en Damasco, a donde se dirigía, me catequizaba para esta última ciudad: «Véngase usted conmigo, me decía, y a lo menos conocerá una ciudad de Siria». Y para acabar de persuadirme, fingía espeluznarse de mi compañero de camarote, asegurándome que no desearía verse solo con él en un paraje solitario.

Mas todos convenían en que era muy chocante haber venido desde el Perú hasta Jafa y no visitar Jerusalén: «Ése será el desconsuelo de la vejez de usted», me decían.

Pero la Ciudad Santa es la más inaccesible de Oriente. Para recorrer con seguridad y comodidad sus interesantes cercanías, como el Mar Muerto, el Jordán, etc., se necesita una escolta de soldados turcos y otra de dragomanes, cocineros, arrieros, una batería de cocina, una tienda de campaña, etc. Y ¿quién sobrelleva solo tanto gasto?, y ¿cómo ponerse solo a la cabeza de un regimiento tan enteramente musulmán?

Me decidí a acompañar a Beaucorps, mayormente cuando mi pasaje era valedero por dos meses, y cuando el príncipe de Putbus debía formar parte de la caravana.

En Jafa pasamos algunas horas, y pisamos su interesante suelo ligeramente cubierto de arena y entrecortado por cercas de nopales o tunales, y por embalsamadas callecitas de naranjos y limoneros, entre los cuales se veía grupos de mujeres y hombres haciendo sus abigarrados trajes, y acurrucados por el suelo en pintoresco desorden.

Beaucorps y yo hicimos alianza dividiéndonos una tan monumental naranja que parecía una cidra, y encerraba todas las zonas paladeables, desde la dulce hasta la agria, desde la sápida hasta la insípida, desde la jugosa hasta la seca, como si la naturaleza no hubiera tenido fuerzas para difundir por igual el gusto dulce en tan desproporcionada fruta.

Después de haber tocado en Haifa, y divisando de abordo el Monte Carmelo y su convento, y San Juan de Acre, la antigua Tolemaida, fondeamos en Beirut el día 5.

El puerto es malo y hasta peligroso y el aspecto del mar recuerda el de Iquique. Nos hospedamos en el hotel de Bellevue, y al sacar por la noche la nariz, de nuestro cuarto, tropezamos con una   —310→   lobreguez tan fea y tan profunda, que dejaba atrás a la de los pueblos de Egipto, y nos hizo recular.

Lo más bello de Beirut es el paseo de los Pinos, cuya dilatada plantación surge delante del mar y en la misma infecunda arena. Estos son los famosos pinos conocidos entre otros nombres, con el de pinos de Burdeos o marítimos porque se avienen bien con la vecindad del mar, y con la arena, sin que exija nada para prosperar.

¿No habrá alma caritativa que los lleve a esos muertos arenales del Perú?

Una tarde me paseaba por el referido paseo, y vi una familia maronita que agazapada a la sombra de los pinos, festejaba el día feriado a la manera patriarcal y primitiva que acostumbran los orientales.

Se comía, se bebía, se rascaba un rabel de cuando en cuando, desplegándose toda clase de comestibles, bebestibles y de utensilios traídos de casa como para pasar un día de campo.

La reunión parecía además tener por objeto, obsequiar a una familia rusa de carpinteros, a lo que supongo, pues traían caras y narices hechos como a formón. Constaba de marido, mujer y niño, que se asemejaban a aquellos tantos mamarrachos de nuestros pueblos, cuando reciben la adoración estólida de cuatro cholos fanáticos.

La familia obsequiada se mantenía a cierta distancia, y quería aparentar dignidad aunque le costaba trabajo. Padre, madre y niño eran de un aspecto, plebeyísimo, y de una fealdad hórrida como de calavera, como de potrero inculto, como de muladar cubierto de herraduras y zapatos viejos, como todo en fin lo que en su fealdad es árido, seco y escabroso. A pesar de esto se les halagaba respetuosamente, porque en Oriente el europeo más descamisado y plebeyo es una especie de hijo del Sol.

Los rusos recibían la ovación desde unas sillas que componían su pequeño Olimpo. En esto una de las muchachas maronitas se levantó y se dirigió al niño llevándole un gajo de naranja. Corrió el muchacho a su encuentro, cayose el gajo en la tierra, ensuciose, recogiole la maronita y se puso a limpiarlo, mas ¿cómo? Primero le pasó al revés de la mano, enseguida lo lavó... con saliva escupiéndolo, y secándolo por último con la palma de la mano, se lo presentó limpio (?) al muchacho que lo engulló de un bocado.

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¡Raro modo de entender la limpieza!

El 8 salimos para Damasco. El príncipe traía cocinero, tienda de campaña, mukras (arrieros) y todo lo necesario para que no tuviéramos que hospedarnos en los malos pueblos del camino.

La primera parte de la jornada es interesante, y discurre por entre jardines y casas de campo. Se pasa por el paseo de los Pinos, pinos que van haciéndose raros, a medida que se asciende al Líbano, de cuya cumbre, 1.800 metros sobre el nivel del mar, se disfruta de una soberbia vista, presentándose en anfiteatro risueñas colinas, quintas, poblaciones, Beirut y el Mediterráneo.

El resto del camino, salvo trechos, es enteramente salvaje. Los cerros verdean a lo lejos con un verde que más que musgoso parece mineral; el suelo se asemeja al lecho de varios torrentes; ni flora ni fauna. El viaje fue monótono; en cambio al regreso debía ser cruelmente animado como lo verán mis lectores en el capítulo correspondiente.

Dos días después de haber salido de Beirut, cansados de lidiar con las malas bestias de alquiler y con los mukras, llegamos a la peor parte del camino, cuando de improviso saliendo de un mar de áridas rocas, vimos extenderse a nuestros pies y a gran profundidad, y con una extraordinaria magnificencia, la vasta, la fértil, la risueña llanura de Damasco, en cuyo centro se elevaban en grupo los minaretes y las cúpulas de la ciudad sarracena.

Dos cadenas de cerros cierran por ambos lados el valle, que se extiende hasta perderse de vista. Por primera vez comprendí las Mil y Una Noches, y mi impresión y mi sorpresa fueron idénticas a las que más de una vez había experimentado en la costa del Perú, cuando al salir de una nueva pampa de arena, se halla uno inopinadamente con la perspectiva de los verdes y espesos bosques de la rinconada de Mala.

Mas la ciudad oriental, sentada del modo que he descrito, recordaba más bien aunque con alguna vaguedad, a Lima vista desde Miraflores, con la diferencia que por acá no se conocen tan acentuadas ni las escaseces del Rímac, ni mucho menos los lastimosos desperdicios de sus aguas.

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El bullicioso Baradá, distribuido sabiamente en grandes y pequeños canales reparte los beneficios de sus frescas aguas, no sólo por toda la verde sábana de que he hablado, sino que las lleva una por una al interior de todas las casas, en cuyas viviendas se ven fuentecitas octógonas de diversos mármoles que alegran y refrescan la vista de día, y regocijan el oído por la noche con el rumor del agua que surte en menudas gotitas.

Bajamos por una rápida pendiente y no tardamos en llegar al llano y en tocar el primer término de la vegetación dejando a un lado una de esas arruinadas capillas de Santones, de elegante cúpula tan comunes en Oriente.

Acto continuo entramos en una serie de callejones tierrosos, formados por tapias, sombreados por árboles frutales y despidiendo un agreste olor a hoja seca ¡los callejones peruanos!, que no veía desde hacía cuatro años, pues en Europa los caminos están formados de otro modo, ni se conocen tapias, sino cercas vivas de boj y otras plantas, que en honor sea dicho de la verdad, son mucho más hermosas y casan mejor con el campo, que las feas tapias de adobe.

Por segunda vez me creí en la rinconada de Mala y en las arboledas que conducen al río.

Damasco, situado a dos días de la costa, y separado de ella por un camino salvaje e ingrato, es lo menos europeizado de esas regiones, y se diría que en su seno ha venido a refugiarse el Oriente, perseguido en Egipto, Esmirna y Constantinopla por el gas, los ferrocarriles, los carruajes, el comercio y otros agentes extranjeros.

El que quiera pues beber un Oriente puro, venga a Damasco. Aquí casi no residen europeos, y los muy pocos que se ven acaban de llegar de Jerusalén o Beirut y están de tránsito; ni hay insignias exteriores que recuerden la civilización europea, porque aún sobre la puertecita enteramente árabe del hotel, no se ve más que una enorme cifra arábiga.

La única tienda que vi y que era una quincallería, estaba arrinconada en el bazar, sin letrero, divisa, ni nada que recordara su nacionalidad. Creo que aún a los cónsules no se les permite el escudo en el frontispicio de su casa. Todo ha de hablar árabe y ha de referirse a Alá.

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El feroz fanatismo de los damasquinos es intransigente, y entre ellos el europeo no encuentra la menor muestra de simpatía y adhesión, como tan común es en Egipto.

En esos días estaban frescas las huellas de la atroz matanza de cristianos, que había conmovido a la Europa entera, y a todo el mundo civilizado.

El barrio o cuartel de los cristianos, que por esa circunstancia era una de las más recientes y sangrientas curiosidades de Damasco, sólo presentaba un laberinto de paredes, destechadas y en parte calcinadas, porque el fuego había sido empleado en la gran hecatombe.

De ruina en ruina fuimos a parar a un cuarto y capilla cristiana donde residían unos sacerdotes españoles de la Rioja, que como unos pocos cristianos más, habían salvado, merced a la caridad del Emir Abdel Kader, y otras almas piadosas del lugar.

Estas fueron recompensadas ampliamente por Napoleón III, y un afilado viajecito de Damasco, en un almuerzo que dio al Representante de Francia llegado en esos días, y a que nosotros fuimos invitados por este último, mostraba abierta sobre el diván una de esas cajas de escopetas de Lefaucheux, de gran valor, que le había sido enviada por el Emperador de los franceses, por su buen comportamiento en la última catástrofe.

Si las recompensas no se hicieron esperar, mucho menos las potentes y vigorosas represalias que en esos momentos pesaban sobre Damasco, y lo tenían aterrado de su propia obra.

Las principales potencias de Europa se habían coaligado con la presteza y energía tan propias de la verdadera civilización, que no se deja dominar por esa compasión imbécil, de que tanto se jactan los pueblos atrasados.

Impuestos, tributos, exacciones, embargos, penas corporales, todos los males juntos oprimían al pueblo de Damasco, urgido sin misericordia por sus propias autoridades, que ya creían oír tronar a sus espaldas los cañones de la Europa vengativa.

Las numerosas y fuertes contribuciones impuestas para resarcir a los cristianos de daños y perjuicios, iban a levantar como por ensalmo en su mala hora destruido barrio. Yo, acostumbrado a deplorar calamidades sin remedio y sin castigo en regiones poco menos que   —314→   antípodas, me sentía vivir al ver aquí la pena eficaz y satisfactoria tan inmediata al criminal y antojadizo atentado.

-Esto es vivir -me decía yo-, al amparo de la Sabiduría, y no vegetar al desconsuelo de la Imbecilidad.

El hijo del recién llegado representante francés, que lo diré de paso era un mozuelo altamente impertinente, se paseaba por las calles altanero, siempre con la mostaza en las narices y repartiendo vigorosos corbachazos a diestra y siniestra. Los que le acompañaban, nosotros, y el mismo pueblo damasquino, parecíamos absortos de que tales latigazos pudieran caer impunemente sobre la cerviz jamás encorvada de los altivos damasquinos. ¡A tal extremo los había traído el miedo!

En el almuerzo dado al Cónsul francés, que asistió con su señora e hijo, y Beaucorps, el Príncipe y yo llevados por él, se sirvió en el centro de una pequeña mesa redonda, un grande y piramidal lebrillo de arroz, embutido y taraceado a trechos de huevos duros y presas de gallina.

Cada uno de nosotros buscó su filón o veta por ese cerro, y se dio a explorarlo armado de sus dedos, un cacho de pan y a lo sumo una cuchara de madera.

Los lebrillitos de leche vinagre discurrían por la base del cono de arroz, mientras que nuestro árabe anfitrión sentado al frente a la oriental con sus piernas cruzadas sobre el diván, velaba su escopeta, fumaba el shibuck y nos miraba beatíficamente, entendiéndose con señas con nosotros cuando se ofrecía.

La casa era como cualquier otra que describiré más abajo.

Con la misma familia del Cónsul asistimos otro día, a uno de los más curiosos espectáculos anuales que tiene Damasco, y es la partida o desfile de la caravana o romería que sale para la Meca.

Nos hallábamos en una larga y ancha calle como de pueblo, no como de ciudad, instalados nosotros mismos en un balconcito enteramente morisco, de madera sin pintar y exornado de las peculiares celosías, tal como aún quedan algunas en ciertos claustros de Lima.

El desfile duró todo el día, y se verificaba en camello y a pie. La jiba de cada uno de esos infatigables cuadrúpedos, era una montaña, un castillo. El hombre, el jefe de la familia, ocupaba el centro, y a los lados iban cómodamente mujeres y niños, vajilla y menudencias   —315→   acomodados en jamugas o artolas o capachos de panadero de Lima, que las fuerzas del jibado animal alcanzan para todo.

En la mano de los hombres solía ir el narguile de viaje nacional, hecho aquí como en el Cairo de dos carrizos en ángulo recto, atravesados en una nuez de coco, que es la que borbollonea el agua al espirar el tabaco de la cazoleta que corona la punta superior.

Otros llevaban la pipa de viaje, la pipa del desierto que desde luego es más corta que el shibuck ordinario, y remata en una boquilla, no de ámbar, sino de frío zinc para refrescar esos labios que han de secarse en los penosos arenales.

Con el mismo fin va una esponja primorosamente ceñida alrededor del tubo y debajo de la boquilla; esponja que se moja de cuando en cuando, y así el humo llega fresco a la boca. Una de estas pipas figura hasta hoy entre mis curiosidades de viaje.

La comitiva desfilaba unas veces tupida, otras rala, otras se adelgazaba hasta ser un solo y desairado jinete en dromedario al punto de vista único de los mirones... Otras veces, en fin, la reducción era más completa, y quedaba saltando en medio del camino y haciendo gestos extravagantes un hombre en cueros vivos, uno de esos Santones tan comunes en Oriente, y que no son más que infelices amantes a quienes la enajenación mental de que son víctimas hace pasar por santos en estos supersticiosos países. Se cree que su alma está con Alá.

Mis lectores excusarán el brusco salto que he dado desde las puertas de la ciudad y parte puramente descriptiva hasta estos episodios y finales de mi mansión en Damasco.

Volvamos al punto de partida y pasemos al otro capítulo.



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ArribaAbajoCapítulo XXXII

El silencio de Damasco.- El Kief.- Europeos y orientales.- Calles de Damasco.- Las mujeres.- El hotel.- Casas damasquinas.- Los bibelots.- Ibrahim.- Los cafés.- Los baños.- Nuestra inacción


Los transeúntes apenas nos miraban o si lo hacían era con la mayor indiferencia, y nada lograba interrumpir ni el carácter taciturno de las gentes ni el silencio misterioso de la ciudad.

Silencio en que apenas suspiran las brisas, se agitan los árboles y murmura el Baradá, y que produciéndome el efecto de un sueño o sopor agradable, me inspiró el siguiente soneto, en que hablo como quien se acuerda:



Soñé con la morada del reposo,
en cuyo dulce celestial letargo
jamás atruena el tráfico enojoso
con su agrio chirrío y su estridor amargo.

Los ríos en silencio majestuoso
iban de su ribera a lo largo:
sitio más veraniego y más sabroso
no se pudiera hallar ni por encargo.

Las campiñas en redor mullida alfombra,
al sol opuestos árboles gigantes
tendían en los prados su gran sombra.

Y dulces los segundos, los instantes,
dulces íbanse allí las horas quietas
sin coches, sin pregones ni carretas.



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Me hallaba ya en las puertas de la ciudad, de una ciudad de 150.000 almas, era de día, y a juzgar por el extraño silencio, me habría creído o muy lejos de ella todavía, o en plena media noche. Las gentes iban, venían, hasta creo que hablaban, pero con natural sigilo, sin dar señas de vida, siendo aquello como la vida en la muerte.


Las gentes en silencio rumoroso
iban de las aceras a lo largo.

He aquí me decía yo, el pueblo del arrobamiento, del éxtasis, del Kief, en fin, para adoptar su misma palabra que no es más que la reverie de los franceses hecha crónica.

La fantasía de los árabes, soñolienta o más bien soñadora, tiene pasión por ese estado beatífico del ánimo que ellos llaman Kief y que con diversos nombres, es propio a todos los hombres, más por excepción, por acceso; al paso que aquí el Kief, la reverie son el estado constante, la vida toda de los felices individuos, por lo cual el shibuck, el narguile, y el findjean en que se sirve el café, tienen tanto empleo como que son los que preparan el ánimo a los ensueños.

¿Quién tendrá razón (me pregunté muchas veces mientras residí en Oriente) el habitante de Londres, consultando cada cinco minutos su reloj, comiendo de pie y sin quitarse el sombrero delante de uno de los mostradores de la City, el hombre del tren expreso, o el pacífico oriental, arrastrando un muchachito especial, el Shibuquier, para que le cebe la cazoleta del shibuck y otro para que le aderece el café; calzado de flojas babuchas, y vestido en holgadísima ropa?

¿Quién tendrá razón, el que parece creer que sólo le quedan minutos de vida o el que aparenta contarla por siglos?

Unas veces creía que los orientales eran unos estúpidos, otras que los europeos eran los que iban descamisados.

Mientras tanto y, por primera vez, yo iba caminando por muy regulares calles para ser de Oriente. El centro o calzada estaba a la rústica, pero había aceras formadas de irregulares baldosas polígonas como las que vimos en Lima antes de las actuales, y como las que hasta hoy subsisten en el centro de las calles de Pompeya.

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Del mismo modo no recuerdo haber tropezado (¡y qué bien viene aquí el verbo!) con empedrados puntiagudos como los nuestros, de cabezona piedra de río, sino en los pueblos más secundarios de España como el Escorial y otros.

Por esas aceras damasquinas veía yo desfilar en silencio muchachas adolescentes (sino mentían las formas), altas, derechitas, envueltas de pie a cabeza de grandes mantos blancos que parecían sábanas o sudarios, con calzado de badana amarilla que subía hasta más arriba del tobillo a manera de borceguí, y velada la faz mucho más rigurosamente que en Egipto, con espesos pañuelos floreados, por entre cuyos no muy abiertos hilos les es forzoso ver su camino.

Blancas e inmaculadas palomas parecían al volver la cabeza a un lado y otro con un embarazo lleno de gracia, motivado por la dificultad de ver por entre un antifaz tan grosero.

Cuando por un incidente cualquiera dejaban ver la última cosa, la vida que faltaba, dos negros e inquietos ojos azorados, selváticos como los de una gacela o como los de una paloma torcaz, la ilusión llegaba a su colmo.

Una paloma puliéndose y repuliéndose, y mullendo y aliñando su plumaje al borde de una fuente, no arquea su cuello ni lo mueve con más graciosa voluptuosidad que una joven damasquina viendo por donde ha de pasar.

El meneo de la cabeza y cuello, peculiar a las mujeres de Damasco por lo cerrado del antifaz, que hace difícil su marcha, convierte a cada una de ellas en una especie de Sara en el baño, como la descrita por Víctor Hugo:


Sara belle d'indolence
se balance etc.

ues se balancean al andar con la más cadenciosa indolencia.

El velo es una especie de celada de caballero antiguo pues va encajado en el marco que le forma el manto, que cae de la cabeza, se ciñe alrededor de la cara, se cruza bajo la barba y baja en mil pliegues hasta el suelo, realizándose por completo el hecho de la mujer tapada.

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El lector comprenderá que con las digresiones, observaciones y descripciones que preceden, hemos tenido tiempo de sobra para llegar al hotel.

El dueño es un griego que después de haber recorrido mucho Oriente acompañando a viajeros europeos como intérprete, dragomán, criado, en fin, como lo que los franceses de aquellas regiones llaman courien, ha llegado «al término legal de su carrera» que es el de posadero.

La fonda se llama Locanda, y el dueño Dimitri, como casi todos los griegos.

La puertecita que teníamos delante, aunque era la que en Lima llamamos puerta de calle, no pasaba de una puertecita como la de un cuarto de pobre. Sobre ella se desparramaba una cifra arábiga, y a lo largo de la blanqueada pared corrían paralelas fajas pintadas de azul y rojo, con lo que queda descrito, no sólo el de mi Locanda, sino el frontis de cualquier casa de Damasco.

Al pasar por la puertecita, casi tuve que hacer una zalema, tan era ella de baja. Entramos a un zaguancito enmarmolado y de bajas paredes, pequeño vestíbulo o portal con su poyo para el descanso junto a la puerta, y al fondo del cual está la abertura que conduce al patio de la casa que parece un traspatio de Lima.

En el centro surgían algunos naranjos y limoneros, y una fuentecita incrustada de menudos mármoles de diversos colores.

A los lados corrían portales de altos arcos ojivos y complicadas cornisas y cuyo piso estaba cosa de un pie más alto que el del patio. Allí se encontraban divanes, nichos incrustados en las paredes, todas las comodidades y caprichos de la arquitectura arábiga; y al tenderse de espaldas, veía unos florones, rosetones y mil molduras y filetes artesonados en el pecho.

La sala que se nos asignó contenía todo lo descrito en el párrafo anterior, y a pesar de ser ya una vivienda y no un portal abierto, goteaba y murmuraba en su centro una nueva fuentecita, como la del patio, que debía arrullar nuestro sueño en las respectivas alcobas que se abrían a los lados.

La casa de Dimitri y aún parte de Damasco, se habían alborotado por la llegada de un emir (príncipe). El uno, el posadero, preveía (y no se equivocó) que el champán correría en abundancia   —320→   en la mesa a expensas de Su Alteza, y los otros, los sórdidos comerciantes del bazar, aprestaron las mil antiguallas buscadas con avidez por la mayor parte de los europeos que pasan por Damasco, y a que los franceses dan el nombre genérico de bibelots. Beaucorps venía soñando desde muy lejos con los bibelots que eran en él una manía; el Príncipe, no tanto; pero las libras esterlinas se desgranaban de su locupleto bolsillo con la mayor facilidad, mientras que mi pobre compañero francés sudaba antes de exprimir una sola moneda de oro de veinte francos. La princesa se había quedado en Beirut.

Mientras comíamos, los vendedores de antigüedades esperaban a nuestros pies, sentados en el suelo a la oriental y teniendo expuestas por delante, como para tentar nuestra codicia, las pretendidas hojas damasquinas, los nielados bronces, las teteras, cafeteras, aguamaniles, etc., todo cubierto de un venerable orín o herrumbre... que tal vez no databa sino de la víspera, porque también en Damasco, como en Nápoles y como en todos los lugares donde las antigüedades son un negocio, se improvisan antigüedades.

Yo confieso que permanecía impasible ante esos abollados jarros que pretendían haber servido a los Califas, y que tantas libras esterlinas arrancaron al manirroto Emir.

Nuestro único comensal era un médico italiano, don Alejandro Medana, que residía en Damasco desde hacía seis años, y mediante el cual pudimos visitar muchas casas judías de su clientela, y hasta asistir a un matrimonio.

El solo guía de europeos en Damasco era el judío Ibrahim, cuya larga y blanca barba, a trechos dorada como una pipa culotée, cuyos labios gruesos y cuya cabeza enterrada en las espaldas como la de un Atlas, y rodeada de un turbante, recordaban esas «tete d'étude a deux crayons» de las aulas de dibujo. El muy bellaco pretendía hablar italiano, mas nunca pudimos entendernos con él sino con señas.

Cada vez que le significábamos el deseo de que nos llevara a la casa de una «ragazza onesta», el taimado judío llevaba la mano por el filo a la altura de su garganta y se fingía degollado.

Los más interesantes Cafés de Damasco son los que se hallan situados encima del mismo río, casi a flor de agua, sobre estacas bajitas o zampas; y no siendo como construcciones sino meras barracas,   —321→   y con las tablas del piso más o menos desunidas, los concurrentes ven bullir bajo sus pies casi mojándoselos, las aguas del Baradá.

Los establecimientos de baños públicos, de agua caliente y vapor, tan característicos del Oriente como los cafés públicos del Occidente, son hermosísimos en Damasco, y los más agradables de esas regiones.

De ellos en general, daré una idea al hablar de los de Constantinopla.

Beaucorps y yo en los de Damasco pretendíamos hacer Kief pero no nos salía.

Ese estado beatífico en que los árabes caen con frecuencia, si es que no viven siempre en él, es incompatible para el occidental, con su sangre activa, con su vida de telégrafos, vapores y con su idea instintiva y vanidosa de que él es un factor de progreso, y de que ha venido a este mundo a cumplir una misión.

Mi hermoso, aunque cascado y gastado compañero de viaje, tendido en el blando diván, envuelto en amplios paños, traspirando y con un café o helado y el narguile al lado, se mantenía lo mismo que yo con tamaños ojos abiertos como dos pesetas, pensando cuando menos en la política europea o en alguna operación de la bolsa.

¡Lindo modo de hacer Kief!

A la larga empezábamos a entrar en una torpe modorra, en una siesta española con su acompañamiento de ronquidos7.



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ArribaAbajoCapítulo XXXIII

De Damasco a Beirut.- Los ingenieros franceses.- El viernes santo en el Líbano.- Tempestad deshecha.- El Jan.- Un tugurio árabe.- Chipre y Rodas.- Esmirna.- Metelín y el cabo Baba.- Ténedos.- Los Dardanelos y Galípolis.- El Cuerno de oro


El 17 de abril de 1862 a las cuatro y media de la mañana salíamos de Damasco para Beirut después de haber pasado unos ocho días en esa espléndida ciudad de la Siria. A la ida habían sido mis compañeros de viaje, un personaje alemán, el príncipe de Putbus, señor de la isla de Rugen en el mar Báltico, que viajaba con la princesa y un séquito verdaderamente princier, y un caballero francés que respondía al nombre de Gustave Beaucorps, que le iba a las mil maravillas.

La princesa, que recorría el Oriente por prescripción facultativa, buscando alivio a una enfermedad de pecho; y que según el almanaque de Gotta, falleció en sus estados cuatro o cinco años después, quedó en Beirut con su acompañamiento. Con esta ilustre familia y Beaucorps habíamos hecho la travesía desde Alejandría de Egipto. La princesa era uno de esos tipos ideales de princesa que los republicanos de por acá, que no los conocemos sino por las novelas y cuentos, nos solemos fingir. Si no lo hubiera sido, habría merecido serlo, y metafóricamente cualquiera podría haberla llamado así. Joven, bella, delicada rubia, lánguida y con esas manos y pies de limeña que en Europa no se ven sino por excepción, parecía evaporarse entre el mar y el cielo cuando sentada en la cubierta del vapor dejaba correr sus dedos por las páginas del álbum de viaje, copiando con lápiz el Carmelo y otros montes y cordilleras que iban desfilando a nuestra vista.

Putbus sólo permaneció en Damasco dos o tres días, y satisfecha la curiosidad y hecho el acopio de las tradicionales hojas damasquinas,   —323→   y piezas de vajilla cubiertas de cerúleo herrumbre, que el Emir (así se le llamaba sabiéndose su título nobiliario) pagaba con mano larga, regresó al puerto.

Beaucorps y yo pertenecientes a la bourgeoisie, nos quedamos hechos unos pánfilos: aquél deseaba además escatimar y regatear sus bibelots, (nombre colectivo de las curiosidades) jurando que el Emir le había echado a perder los precios.

Salíamos apenas de la ciudad cuando se descargó una borrasca que nos acompañó fielmente hasta las puertas del hotel de Beirut, debido a lo cual pusimos tres días en una jornada que a la ida hicimos en dos, que es lo que ordinariamente se pone, y pasamos el viernes santo de una manera bastante original: desde luego azotados y sacudidos por un ventarrón insoportable, o por la lluvia, o por el granizo que apedrea de un modo cruel; y más tarde hospedados o más bien refugiados en una casucha miserable, en un pueblo idem, donde pasamos la noche.

El sábado de gloria a la hora en que en Lima estarían cantándola en San Pedro, a corresponderse las horas, yo tiritaba de frío, y tenía los dedos adoloridos y batallaba con los trastornados elementos en las entrañas del monte Líbano, todo cubierto de nieve, que caía con su acostumbrada glacial impasibilidad.

El 17, fecha de nuestra salida, anduvimos todo el día hasta las cuatro de la tarde en que llegamos a un pueblo llamado Meshdel, situado en una de las muchas ramificaciones del Antilíbano; pueblo que nada tenía de pintoresco como el resto del camino, en que apenas se ve un árbol, sino un césped menudo en las llanuras y unas zarzas áridas en las montañas.

Teniendo las casas de este pueblo como todas las demás sus techos planos, y estando construidas en la pendiente del cerro, el pueblo parecía una grande y ancha escalera. Trepamos hasta una de aquellas situada en la cima donde nos hospedáramos a la ida y en donde residían un ingeniero francés con sus empleados que construían entonces la carretera de Beirut a Damasco. Negligentes como la mayor parte de los europeos establecidos en el país, no habían hecho nada por procurarse algún bienestar en la casa en que vivían hacía un año y en la que debían permanecer probablemente otro más. La casa seguía como salió de manos de su constructor indígena,   —324→   sin que hubiera más que la caja de fierro para el dinero, los catres de lo mismo y alguna que otra cosa que le diera un color extranjero.

La comida fue escasa y pobrísima, y peor el servicio, reduciéndose la primera a agua hervida con pan, como sopa, y a carne cocida. Al día siguiente Viernes Santo el mal tiempo se declaró por completo, a pesar de lo cual nos pusimos en marcha a eso de las nueve de la mañana. Entramos en la única llanura que se encuentra, que se extiende entre el Líbano y el Antilíbano, más larga que ancha, por lo que parece un gran callejón, y en la que el vendaval o huracán soplaba de lo lindo. Para librarnos del pedrisco del granizo nos arropábamos las orejas y la cara con lo que podíamos; llevábamos una mano al bolsillo... pero la otra tenía que quedar de guardia con las riendas en la mano y sufriendo el apedreo. Adolorida al fin, iba también a buscar refugio en alguna parte; pero entonces la cabalgadura, a quien la granizada verberaba por el anca, hallándose con la rienda suelta disparaba como una flecha y aumentaba nuestros apuros.

La ropa que traíamos era de rigurosa estación, de primavera, y veníamos vestidos de nanquín y de dril de hilo de pie a cabeza; así es que el agua tuvo muy poco que hacer para calarnos hasta la médula de los huesos. Al cabo de hora y media de marcha nos fue forzoso detenernos molidos y mojados en un gran Jan situado en medio de la llanura que se llama la Celesiria.

El Jan (así lo hemos oído pronunciar, pero los europeos que no tienen idea de la aspiración de nuestra jota, escriben khan). El Jan es lo que en el Perú llamaríamos un tambo, aunque muy inferior a éste en lo tocante a comodidades, pues puede decirse que todo lo que encuentra el caminante es un piso fangoso, las paredes de adobe y los techos de paja de sus oscuros cuartos. Almorzamos nuestras provisiones y unos huevos duros y un lebrillo de leche vinagre que obtuvimos en el Jan. La leche vinagre, servida sin miel ni azúcar, es como el pan de los orientales y como la sandía del roto chileno por el grandísimo uso que tiene. En las grandes poblaciones como Constantinopla y Atenas, pueden los europeos acompañarla con la exquisita miel de abejas del Himeto, que se encuentra siempre en la mesa redonda de los hoteles.

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Como estábamos muy mal instalados y comenzábamos a comprender que nos sería imposible continuar nuestro viaje hasta el siguiente día, resolvimos trasladarnos a un pueblecillo situado al frente por donde habíamos pasado, y donde nos mostraron la mejor voluntad en una casucha en que entramos a guarecernos de la lluvia momentáneamente. Nos trasladamos pues a esta pascana, inferior a cuantas puedan encontrarse en nuestra costa, aun cuando las de la sierra me figuro que no le irían en zaga. Un solo y mismo cuarto servía en ella de cocina, de recibimiento y de dormitorio común. Nosotros que estábamos transidos de frío nos arrimamos a lo que uno de nuestros irreflexivos croniqueros habría llamado poéticamente el hogar; y que no era sino un vulgarote fogón de cocina. Pero soportábamos con gusto el humo que nos hacía lagrimear, en gracia del abrigo. La familia mostraba la mejor disposición y se componía del padre, que era turco y se llamaba Mastafá, de su mujer, cristiana con el nombre de Sofía, de su suegro, de una hija, muchachona cuya cara revelaba una honrada e inofensiva estolidez, y que respondía al nombre de Fatomí; y de otra de la misma edad y talla aunque distinta de la anterior, pues sus ojos que eran hermosísimos, expresaban mucha inteligencia y penetración; y ella era la que hacía los honores de la casa y la más previsora; aunque supimos que no tenía puesto determinado en ella y que era una especie de huérfana recogida.

Hablaba algunas palabras de francés, que no pasaban de cuatro, y se llamaba María. Era la que nos miraba y atendía con más interés; y tanto por esto como porque los otros nos decían a cada rato señalándola: «Católica, francesa», con cierta intención, supusimos que tal vez era la única cristiana (maronita) en la casa, donde parecía extranjera.

Para comprender esto y otras cosas nos veíamos en grandes apuros, pues no traíamos con nosotros más que nuestros mukras (arrieros) que naturalmente no hablaban sino el árabe. Se preparó la comida a nuestra vista, y se compuso de una gran olla de leche con la que mi compañero hizo una famosa sopa, porque aunque era lo que en francés se llama un belhomme y parecía un guerrero de la Edad Media, se las entendía de culinaria y gastronomía y era voraz y glotón como cualquier hombrecito rechoncho y vulgar de nuestros días.

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Cuando comía era implacable, y a poco que yo me descuidara, me dejaría en ayunas, mayormente tratándose de leche que él bebía a cántaros.

Vino después un gran lebrillo de arroz bien guisado, huevos duros y la indispensable leche vinagre. Esta comida fue mucho más apetitosa y variada, aunque sencilla, que la de los ingenieros; y estuvo más en armonía con la solemnidad del día, puesto que fue de viernes. Nuestros cubiertos se redujeron a dos cucharas de palo, y no habiendo ningún mueble en el camaranchón, nos sentamos en el suelo, al canto de los dos flaquísimos colchones que se nos había tendido para que nos sirvieran de cama.

En esto y otras cosas se nos pasó hasta las siete de la noche, en que comenzamos a sentir la necesidad de ir a dar una vuelta por afuera, con el objeto de desentumir las piernas y de respirar mejor aire; pero la cosa era poco menos que impracticable, porque a más de estar el patio enfangado con la lluvia, un apretado rebaño de carneros lo llenaba de bote en bote desde la puerta de la calle hasta la de nuestro aposento, contra la cual se estrechaba. Mi compañero salió el primero y tuvo que volverse luego, yo le seguí y apenas pude avanzar poquísimos pasos encharcándome como él hasta el tobillo.

El patio despedía la misma pestilencia de una pocilga; y a cada rato durante la noche nos venían gruesas bocanadas de aire infecto, cada vez que la desvencijada puerta cediendo a la presión de la manada, se entreabría chirriando ingratamente sobre sus enmohecidos gonces.

Los chillidos de un chico que dormía en una cuna baja, el toser de un viejo, el roncar de otro, porque contando con los mukras éramos quince los durmientes o con más propiedad los yacientes, todo contribuía a mantenerme en prolongada vela. Apenas serían las nueve cuando nos entregamos al reposo. Las doncellas se acostaron sin desnudarse lo mismo que el resto de la familia. Yo lo hice con el mayor recato que pude y me envolví en un chal escocés o plaid, comprado en Alejandría en 30 chelines y que ya en las pirámides había desempeñado ese ambiguo oficio de sábana y de frazada.

Se apagó el candil que ardía sobre uno de los pies derechos del cuarto puesto en una repisa que a manera de collar lo ceñía, y empezaron su tarea las pulgas y chinches... A las seis de la mañana   —327→   del sábado de gloria, nos pusimos en pie y tomamos otra sopa de leche después de lo cual echamos a andar, abonando antes a nuestros huéspedes cosa de un par de pesos. Acabamos de atravesar la Celesiria con un ventarrón insufrible, y dejando atrás el pueblo donde habíamos pernoctado y que se llama Merj, comenzamos a internarnos en el Líbano, donde nos llovió, granizo y nevó; así es que al apearnos a las cuatro de la tarde del 19 en las puertas del hotel de Beirut, estábamos hechos una sopa.

Una fiebre violenta que me asaltó en la noche me hizo creer que tal vez iba a dejar mis huesos en esos inhospitalarios lugares; pero un sueño profundo y bestial, el sueño de los veinte años, puso remedio a todo; y a la tarde siguiente singlaba como si tal cosa a bordo del «Estambul» por las costas del Asia menor.

El 21 de abril a las diez de la mañana fondeábamos en la Isla de Chipre, que algunos años después por un habilísimo golpe de diplomacia que dejó estupefacta a Europa, debía pasar a manos de la Gran Bretaña. Tuvimos tiempo para ir a tierra y recorrer la población que nada tiene de notable y que con motivo de la Pascua yacía sumida en un silencio verdaderamente sepulcral. La mayoría de los habitantes la componen los griegos, y el resto los turcos y los judíos. A estos últimos se les encuentra por todas partes en Oriente, hablando con frecuencia un castellano mezclado de italiano.

-Un chavico, señor -(un ochavico) es la frase con que suelen pordiosear esos pobres judíos.

Bebí el famoso vino de Chipre que ya había catado en Venecia y en Beirut, y que se ostentaba listo para la exportación en unas grandes damajuanas expuestas en una barraca inmediata al desembarcadero. Continuamos nuestro viaje siendo apenas cuatro los pasajeros de primera entre ellos el príncipe y la princesa.

El martes se pasó en blanco, y el miércoles al amanecer tocamos en la Isla de Rodas que es más interesante que la de Chipre, y en donde se ven las almenas de las antiguas fortificaciones, unas arruinadas y otras en buen estado. Recorrimos la calle principal que se llama de los caballeros, por tradición sin duda, y de la que después he visto una excelente vista en el tomo del «Universo pintoresco» dedicado a «Las Islas de Grecia».

El sitio en que debió surgir el célebre coloso se indica convencionalmente   —328→   cerca del puerto, sin que haya certidumbre de su autenticidad. No quedan ni vestigios ni indicios; derribada por un terremoto esta maravilla de la antigüedad, ya en la era cristiana, fueron necesarios novecientos camellos para conducir sus restos al interior del Asia menor.

Discurriendo por el Archipiélago o Islas Esporadas, y viendo de más o menos cerca la isla de Cos, muy pintoresca y patria de Hipócrates; y la de Samos y la de Patmos célebre por San Pablo, a lo lejos, llegamos finalmente a Esmirna, bellísima ciudad situada a la orilla del mar y sin disputa la perla del Levante, el 24 a las diez de la mañana.

Allí trabé ligera amistad con el alemán Joseph Meyer, comerciante de Esmirna.

Después de una permanencia de un par de días, pasábamos a las cuatro de la tarde del 26 delante del antiguo castillo de Esmirna situado casi a flor de agua en una lengua de tierra que se avanza en el mar, y tras de la cual se ofrecía un paisaje bastante pintoresco. La fachada del castillo estaba cubierto de cañones que parecían prontos a vomitar fuego sobre nosotros. Dando balances algo recios llegamos a las diez y media de la noche a Metelin, corrupción de Mitilene, nombre antiguo de la capital de la isla de Lesbos. Al amanecer nos detuvimos unos instantes en el Cabo Baba y a las siete y media de la mañana fondeamos en la isla de Ténedos distante unos siete kilómetros del continente y coetánea del sitio de Troya. Allí fueron a ocultarse los griegos cuando desesperando de poder tomar la ciudad por asalto, fingieron que desistían de su empresa. Después de esa pueril estratagema de guerra, después de ese ardid de muchachos ¡cuánto dolor no ha presenciado la tierra! La Eneida describe así esta isla:


Ténedos se alza de la costa en frente,
isla próspera ayer y floreciente,
hoy desierta bahía
de la que el marinero no se fía8.

La isla que para el narrador Eneas estaba en decadencia ahora tres mil años, sirve todavía hoy de surgidero a los agentes de la civilización.   —329→   La primera tierra que vimos en seguida fueron dos islotes chatos, las islas de Los Conejos, tras de las cuales venían la isla de Imbros y la de Samotracio en lontananza. Dejándolas a nuestra izquierda entramos en el callejón que se llama estrecho de Dardanelos, antiguo Helesponto. Por la tarde nos detuvimos en Galípolis, corrupción del nombre griego que significa buena ciudad, a la salida de los Dardanelos y a la entrada del mar de Mármara antigua Propóntide.



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ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Entrada a Constantinopla.- El dragomán y el viajero.- Los cónsules europeos.- La aduana.- Los dos cementerios.- La torre de Galata.- Pera.- El bazar.- Susto nocturno.- El palacio del Sultán.- Enconchados.- Los del bazar de Damasco


En la mañana del 28 de abril de 1862 muy de madrugada, abrí los ojos y acto continuo salté de mi cama pues me había acostado con el natural deseo de presenciar la entrada de Constantinopla. Lo primero que se ofreció a mi vista al subir a cubierta no correspondió a mis esperanzas pues se reducía a una multitud de casas apiñadas sobre unas lomas al borde del mar y entre las que descollaban innumerables minaretes y cipreses igualmente esbeltos como en Esmirna. Pero a medida que avanzábamos y que el sol iba rasgando la ligera niebla que envolvía la población el panorama fue ganando a mis ojos y haciéndose digno de las pomposas descripciones que había leído.

El conjunto pintoresco se desarrollaba inundado de luz y de sombras. Nos hallábamos aún en el mar de Mármara, y a nuestra derecha se destacaban las islas de los Príncipes, y las de ellas en el continente asiático, las nevadas cimas del Olimpo que cobijan a Brusas, célebre por sus baños termales y por sus sedas. Al frente el Bósforo, angosto, con sus orillas cubiertas de verdura y de poblaciones, en tanto que a la izquierda comenzaba ya a dibujarse el Cuerno de Oro (krisokéras en griego) llamado así desde lo antiguo por la feracidad de sus orillas y a cuya entrada debimos fondear.

Pasamos delante de la punta del Serrallo sobre la cual se eleva la mezquita de Santa Sofía (Aguia Sofia en griego) la principal de Constantinopla, y cercana a ella la del Sultán Akmed, viendo al frente a lo lejos sobre el Bósforo el palacio del Sultán que como todos los edificios orientales cuando son elegantes, parece de papel calado o bien una de aquellas casitas de marfil que vienen de la China.

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Anclamos, y los botes como de costumbre comenzaron a rodear el vapor. De repente vi a un individuo que no pudiendo soportar lo que tardaban en establecer la comunicación entre los de a bordo y los de tierra, se lanzaba a guisa de corsario intrépido en momentos de abordaje por uno de los costados del «Estambul» desplegando gran habilidad en la maroma. Antes de verle la cara adiviné a mi hombre que por su parte también me había adivinado. ¡El viajero y el dragomán se presienten y se reconocen instantáneamente! Así pues, mi hombre, abriéndose paso por entre una multitud prosaica y sin interés para él, de meros pasajeros de pacotilla, se abalanzó sobre mí y me plantó en las narices una tarjeta en que leí, previo un pase atrás, «Hotel de Byzance». Era el dragomán anexo a dicho hotel, que más afortunado que su compinche el del «Hotel d'Europe», conseguía abordarme el primero y por el frente, mientras que aquel pobre diablo y los demás de la misma calaña que en ese momento parecían brotar de la cubierta, se resignaban a atacarme por los flancos.

Yo que desde el Cairo traía apuntado el Hotel de Byzance, acepté luego, sin que los agentes de los otros hoteles aflojaran por esto en sus pretensiones. Al mismo tiempo había cundido no sé cómo entre la chusma dragomana la voz de que yo era español; porque en mis viajes, en Oriente sobre todo, jamás pude hacer comprender que peruano y español eran dos cosas distintas.

¡Yo no les faltaba razón, porque indudablemente un hombre no es sino de donde habla y de donde como se llama! por lo que produce un efecto tan chocante la moderna denominación de latinos, que una pretendida ciencia quiere aplicar afectadamente a los pueblos que hablan idiomas neolatinos.

Una multitud de dragomanes sueltos, de aquellos francos guerrilleros que no se han amparado al pabellón de ningún hotel, hormigueaban en tomo mío presentándome tarjetas y certificados de personajes españolas. Poco después un individuo más grave en quien se veía ya el sello oficial me invitaba a conducirme a la cancillería española. De mil amores me habría echado en sus brazos porque ¡es tan grato al llegar a uno de esos países levantinos solo y sin ninguna recomendación, hallarse de manos a boca con la formidable protección de un cónsul! Porque es de advertir que un mero cónsul europeo   —332→   en esas regiones hace más papel que el mismo colocado del plenipotenciario y aun de embajador en una corte cristiana; y que casi hay un derecho de gentes aparte para los estados berberiscos y el Imanato de Moscato en donde los cónsules son un poco menos que señores de horca y cuchillo.

A pesar de estas ventajas consulares para el súbdito europeo en Oriente no siendo esta última mi condición nacional, juzgue irregular mi presentación en el consulado de España. Y desechando al enjuto pinche de la cancillería que me recordaba al barquero Caronte, y dándome aires de súbdito rebelde e independiente me lancé en Constantinopla como me había lanzado en Alejandría, Damasco y tantas otras ciudades de Oriente: ¡como un pobre viajero a-cónsul, in-cónsul, sin cónsul!

Debo advertir sin embargo, que el vice-cónsul español en el Cairo, señor Lescura, me brindó su protección oficial en esa ciudad y que me fue muy útil. Pero la oficina más solícita en proteger todos los intereses latinos en Oriente es el consulado de Francia.

Fuimos a tierra y los aduaneros registraron mi equipaje de la manera que acostumbran; esto es, trasteando y revolviendo neciamente, por ejemplo, libros que no entendían ni por el forro porque no estaban en turco, y que sin embargo, examinaban como lo más sospechoso que caía entre sus manos. Mientras tanto dejaban pasar con aire atontado los abanicos de sándalo, los pañuelitos de China, sin estrenar y otros mil dijes y curiosidades que traía yo del Cairo, Suez y Damasco.

Como habían procedido con impertinente minuciosidad no quise darles el bagshish debido (propina) que en Oriente se da en todo, por todo y para todo, como el pourboire de los franceses. Esto me costó caro, pues probablemente mis individuos resueltos a vengarse de la irrisión que hacía de ellos dejándolos sin bagshish de ordenanza, dieron soplo al puesto vecino en el cual no teniendo ya derecho para abrir mi equipaje se lanzaron con aire famélico y resuelto sobre tres lujosos shibuks (pipas de fumar) compradas en Damasco y que los otros habían dejado pasar libres en su automático registro.

Varias visitas tuve que hacer a la aduana durante el día para que se me devolvieran; lo que al fin conseguí mediante dos francos   —333→   de derechos que me hizo pagar el administrador, que como los subalternos, era de una impolítica sorprendente.

Visité lo que los franceses llaman el pequeño y el gran campo de los muertos; o en buen castellano, el cementerio grande y el chico; cementerios urbanos, porque la usanza turca no proscribe a los muertos como la cristiana, de la inmediación de los vivos; y las tumbas diseminadas por las ciudades se barajan con las casas de los habitantes. En Londres tampoco es raro tropezar con pequeños cementerios apenas separados de la bulliciosa acera por una verja de fierro baja. Así es que en esos lugares sería paradójico llamar a la mansión de los muertos la morada del reposo y del silencio, porque no se disfruta ni de lo uno ni lo otro, mucho menos en Londres.

También subí a la Torre de Galata, donde no hay como esperaba una azotea o plataforma desde la cual se pueda abrazar toda la perspectiva de la ciudad; antes bien se ve uno obligado a irla admirando por partes por entre las ventanitas de la rotonda superior, que como las inferiores es de forma octogonal.

Tal disposición tiene quizá sus ventajas pues así entra uno en pormenores que se le escaparían en la confusión y deslumbramiento de un vistazo general. El panorama de Constantinopla es más grandioso que el de Nápoles, gracias a los gigantescos cipreses y a los innumerables minaretes y cúpulas de las innumerables mezquitas que lo realzan. Agréguese a esto que el mar o sus brazos dividen la población en grupos doblemente pintorescos por elevarse apiñados en colinas y no en un llano como sucede en Nápoles; en donde por otra parte todo lo que se ve al horizonte son unos pinitos enanos, que dan mucha gracia pero no grandeza al conjunto; por lo cual el recuerdo que la vista de Nápoles deja en el alma, es tierno y profundo como todo lo que es gracioso y delicado.

En Pera, que es la designación del barrio o arrabal de los europeos, se está como en Europa; pero en una Europa muy fea. El piso es detestable; lo que se hace muy sensible por estar todas las calles en declive con frecuencia rapidísimos.

En la calle principal (Grande rue) hay una especie de acera tímida, que a cada paso se para o interrumpe y deja al desconsolado transeúnte en el mismo plano de los animales y carros que atraviesan la angosta calle prontos a llevárselo de encuentro si se distrae. Están   —334→   pavimentadas de un canto al otro con losas análogas al antiguo enlosado de Lima, lo que basta para hacer comprender cuán resbaladizas serán.

El Bazar me pareció más espacioso, más limpio, más regular y, por lo tanto, más agradable que cuantos dejaba vistos en mi ya avanzada correría por el Oriente. Sus curiosidades no pudieron llamarme mucho la atención desde que me eran conocidos los de tres ciudades principales: Cairo, Damasco y Esmirna; sin contar los bazares secundarios pero no menos curiosos de Suez, Alejandría, Tantah, Beirut, etc.

Pero el bazar de la metrópoli y Constantinopla misma son un magnífico complemento de un viaje por el Oriente; un resumen de todo lo que se ha visto, que se le presenta a uno como expuesto en un gran teatro o como una feria, y con el mágico barniz de la capital.

Antes del amanecer después de mi primera noche en la capital de los turcos, me despertó un ruido o mejor unos golpecitos extraños que oía en la calle bajo mis ventanas y que parecían barretazos periódicos; o bien un bastón grueso y de madera dura suspendido de una cuerda y que imitando el movimiento de un barreno a vapor, subiera y bajara, tocando las losas al hacer esto último y produciendo un sonido vibrante y altamente melancólico.

Como estos golpecitos, eran de lo más extraño e inexplicable que se puede imaginar y yo no conocía aún el suelo que pisaba ni tenía cónsul, todas las viejas ideas de la niñez se revolvieron en mi mente; creí que estaban penando como se dice en dialecto vulgar o infantil que a lo mismo sale, y me agazapé bajo los cobertores... casi casi con miedo. Es de advertir que en tan largo y solitario viaje nunca llevé conmigo un arma, ni de fuego, ni blanca; a no ser las de Odyseus el cálido personaje que yo había tomado por tipo, como el sabio más práctico de la antigüedad (Ulises).

Al día siguiente al volver del teatro tarde de la noche, porque Pera tiene su teatrito, oigo súbito el mismo ruido y precisamente al aproximarme al Hotel, lo que me hace comprender que lo de la víspera no fueron penas, y naturalmente acorté el paso y avancé con cautela. No tardé en encontrarme al frente de un turco grave, obeso, de esos tipos que sorben rapé y usan pañuelo de cuadros (foulard)   —335→   y que parecía pasar su tiempo golpeando el suelo pausadamente con un grueso bastón; para lo cual lo dejaba caer desde cierta altura deslizándolo por entre la mano ahuecada a manera de tubo.

Era... el sereno del barrio, y los vibrantes golpecitos en el pedernal de la acera eran su pito. En cuanto a su gravedad nacía de su obesidad turca; de la obesidad, que es una de las más graves cuestiones de estado que pueden preocupar a un hombre.

El bastón suplía al pito desgarrador de los celadores de Lima y al vozarrón descomunal y estentóreo de los serenos de Valencia y otras ciudades de España, que tanto aburren a los durmientes.

Para visitar todas aquellas curiosidades que requerían un firman o pase especial del Sultán, que no se puede estar solicitando a toda hora, nos reunimos hasta diez y seis viajeros reclutados entre los demás hoteles y salimos precedidos de un porta-firman.

Nos embarcamos y fuimos a desembarcar en la punta del Serrallo, entrando desde luego en el jardín del antiguo serrallo, esto es, del antiguo palacio a cuya extremidad se nos abre una puerta que nos conduce al jardín propiamente dicho, pues el anterior no es sino un gran patio plantado de largos cipreses.

Serrallo no significa en realidad harem ni odalik, sino palacio y aun espacio grande, como la hall o halle de los ingleses y franceses; por lo que en los caminos de la Siria se da el nombre de caravanserail a los tambos de las caravanas o recuas.

El jardín es hermosísimo, aunque sin un gran color local. Llegamos al primer kiosko, descalzámonos previamente a pesar de que el piso no estaba cubierto sino de una pobre estera o petate. El respeto que entre nosotros reside en la cabeza, entre los orientales está en los pies; y hay que descalzarse tantas veces cuantas en Europa descubrirse. Nos asomamos a las ventanas de una especie de rotonda y dominamos el mar de Mármara con todas sus bellezas adyacentes.

Al salir pasamos por delante de una columna aislada de mármol muy antigua, y entramos en otro gran patio donde termina la vegetación.

Después de visitar la biblioteca fuimos a otra pieza separada, la Sala del trono, donde vimos un trono que más bien parecía el tálamo   —336→   de un matrimonio real: por lo que uno de nuestros compañeros viendo contigua la abrigadora chimenea, se apresuró a decir con aire ingenuo: «No era tonto, tenía su cama junto al fuego».

Al frente del regio dosel hay una ventana ante la cual se colocaban los que venían a hacer alguna petición a su Alteza; y para que no le pudieran ver la cara por ser persona divina, y él si a ellos, estaba cubierta de una gran plancha de zinc llena de agujeritos cuasiporos, como las que se ponen en las ventanas de reja de Lima, para poder ver sin ser vistos.

Los pilares que sostienen el dosel de ese gran trono, que como ya he dicho parece ni más ni menos uno de aquellos tálamos suntuosos que encontramos en Europa en nuestras visitas a los palacios deshabitados, están incrustados de pedrería, fina según mi dragomán (cicerone) y falsa según los viajeros que me acompañaban; aunque de las turquesas podíase asegurar que eran verdaderas, porque son tan abundantes en Oriente, particularmente en Siria, que los naturales las ofrecen en taleguitas, y con ellas se podrían haber incrustado los cuatro pilares del trono.

Pasamos a un jardincito, y dejando a nuestra izquierda un estanque con sus peces entramos a otro kiosko o cenador, mucho más lindo y elegante que los anteriores; aunque por desgracia lo primero que se ofrece a la vista es cierto retrete en cuya puerta suelen estampar los ingleses una W. C. y los franceses un número 100.

Los europeos empresarios de obras en Oriente como los que suelen ir a América, abusan a su gusto de la ignorancia local, no sólo en la estipulación de precios sino en la distribución de partes. Los gobiernos se entregan a ciegas para cualquiera obra pública al especialista extranjero, único que posee el secreto del arte, y que para mayor desventura no suele rayar muy alto ni como competencia ni como escrúpulo.

Vimos una alacena cuyas puertas estaban incrustadas de pedacitos de concha de perla o nácar formando dibujos caprichosos. Estos enconchados9 son muy comunes en Constantinopla, y en ninguna parte como en Damasco en donde se malgastan hasta en los   —337→   objetos más vulgares como son los zuecos o chanclos, que en Lima apenas se conocerán de nombre y que en Damasco son como unas zanquitos, pues tienen mucha más altura de la que conviene a un chanclo ordinario o sabol, que no es otra cosa que un calzado de madera.

Los usan mucho las mujeres, quienes no hacen más que ensartarlos con la punta del pie sobre el calzado o sobre la media, y no pocas veces sobre el pie desnudo. Estos chanclos tienen la ventaja de sobreponerlas a los charcos del lavadero y al barrizal de las calles. Son de una madera oscura como ébano y sobre la cual resaltan con más lujo las labores de concha de perla. Cuestan muy barato; y a pesar de esto y del servil objeto a que están destinados, son tan bonitos y pulidos, de forma tan elegante, y tienen tal aspecto de magnificencia cuando desde lejos se les ve acumulados en montones en el Bazar de los ebanistas, que el viajero se siente inclinado a comprarlos como una curiosidad. Por tal tomarán también los visitantes turcos del kiosko de Bizancio el europeo W. C. que allí se ostenta tan inoportunamente para un extranjero.

Por el mismo estilo de los chanclos se encuentran en el recordado Bazar mesitas o más propiamente veladores; cofrecitos o arcas, pupitres o atriles a la oriental, y otros objetos, ninguno de ellos por desgracia bastante portátil para traérselo dentro de la maleta de viaje.

¿Por qué no se usan chanclos en Lima? La pregunta es impertinente y la contestación es obvia, se me dirá: porque no llueve.

Pues no señor; yo voy más lejos. No se conocen y no se usan en Lima esos atributos del trabajo recio y concienzudo porque entre nosotros por desgracia no se trabaja sino muy superficialmente; fuera de que el más humilde de nuestros proletarios tendría a menos ensartar un chanclo, aun para penetrar en la fangosa pocilga de sus marranos. La única preocupación en todo habitante de nuestra costa desde que nace es ser gente. Si tal aspiración lo llevase a trabajar con ardor y perseverancia, se saldría con la suya aquí como en todas partes y sirviéndose a sí propio habría servido a los intereses nacionales.

Pero por desgracia no es así: nuestra gente quiere ser gente   —338→   porque sí. En todas nuestras calamidades públicas nos lamentamos de que no hay hombres, refiriéndonos mentalmente a las cabezas; lo que falta es los brazos y las piernas, los brazos sobre todo que trabajen recio o que sutilicen una industria y no vivan entregados en el más inofensivo de los casos, a una charlatanería demente.

Si es cierto que no hay hombre sin hombre, ¿cómo podrá haber hombre de Estado en donde no hay Estado?



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ArribaAbajoCapítulo XXXV

La armería.- El At Meidan.- El Museo de los Genízaros. - La cisterna de las mil columnas.- Santa Sofía.- Los extramuros.- El Sultán.- Los Dervises


Del kiosko de Bizancio pasamos a la Armería donde se ven unos fusiles que deberían llamarse cañones de a cuatro por su macicez y peso insólito. Mis compañeros comenzaron luego a pulsear viendo quién los alzaba con una mano, quién con dos, quién los sostenía más tiempo en el aire; y de común acuerdo convenimos en que con semejantes fusiles era difícil tirar de otro modo que a mampuesta. Atravesando una gran puerta, nos hallamos en una plaza interior más bien que patio, plantada de cipreses como la que dejamos atrás, y viendo a mi derecha una cosa parecida a un locutorio, pregunté a mi guía qué era aquello y me contestó que allí estaba el harem, donde se encontraban las sultanas viudas.

Por otra puerta fronteriza salimos al At Meidan o Hipódromo, en donde se ven, a la derecha, el edificio de la Moneda, y a un lado una especie de jardincito con su enrejado, que no contiene más curiosidad que unas pocas antigüedades griegas y romanas allí esparcidas; entre ellas dos grandes sarcófagos de pórfido muy hermosos coronados de una cruz, y otro de mármol blanco con sus bajos relieves sobre asuntos mitológicos en los que fácilmente se reconoce el cincel griego. Sigue la iglesia de Santa Irene convertida hoy en el Museo de Artillería; rico museo, y finalmente a la parte izquierda la mezquita de Ajmed.

En medio de la plaza hay un obelisco de granito rosado de Egipto con sus jeroglíficos muy bien conservados, llamado el Obelisco de Teodosio; y a continuación en la misma línea, la mitad de una columna de bronce trunca figurando tres serpientes, tres boas enroscadas   —340→   entre sí, y una columna de piedra gris de forma piramidal cubierta en un tiempo de láminas de reluciente bronce, lo que le valió el nombre de la pirámide tapiada.

Doblamos a la derecha antes de llegar a la Moneda, y pasamos por una puerta al frente de un plátano10 colosal que no es sin embargo, el llamado de Los genízaros, y entramos en el museo de este nombre que es por el estilo del de Madame Toussaud en Londres, con la diferencia que las figuras no son de cera y que la ejecución es menos brillante.

Estas figuras representan al mundo genízaro bajo todas sus fases, desde el gran personaje hasta el panadero del regimiento y el aguador, cada cual naturalmente vestido con su traje y atributos particulares: ¡Cuadro figurado de una generación que pasó! Separados en una vidriera se ven tres muchachos de una belleza y delicadeza tal, de un aspecto tan gracilis como diría Virgilio, que parece imposible que no pertenezcan al bello sexo. Eran los Antinóos del Sultán11.

Visitamos la Cisterna de las mil y una columnas, en la que hay hasta setecientas de ellas. Se baja por una escalera húmeda y carcomida, como la de un aljibe, y al detenerse en el primer descanso, encuéntrase uno delante de una alta bóveda que descansa sobre una serie de columnas formando calles longitudinales y transversales: recinto húmedo y lóbrego como el fondo de una verdadera cisterna, y dominio exclusivo de los tejedores que en tal lugar se entregan a   —341→   su tejemaneje como el misterio de unos monederos falsos o como unas gigantescas arañas que hilan sus telas en tan apropiado sitio.

Cada columna equivale a tres, por estar puesta sobre otra y ésta sobre otra, cada cual con su respectivo capitel, así es que si un don Quijote se entretuviera en dar un tajo al pie de cada una de ellas se hallaría no con una columna dividida en tres partes, sino con tres columnas completas.

La cisterna está rellena hasta la mitad y sólo se ven columnas y medias columnas lo que hace comprender que el suelo que se pisa no es el verdadero sino que está más abajo.

Entramos en Santa Sofía y por dondequiera veíamos vestigios del edificio antiguo, esto es, de la iglesia cristiana. Grandes alas de arcángel volteadas de un brochazo por el hábil brochero, se habían convertido en arabescos. En los arcos se distinguían unas manchas, unas sombras de lo que fueron tres cruces latinas; dos laterales, y una en medio de la parte alta en que se ciñen las dos mitades del arco. Otras grandes manchas sobre la bóveda del altar mayor revelaban bien claro todavía la cabeza y un brazo extendido de lo que probablemente fue el Padre Eterno. Ocho de las columnas son de pórfido y fueron traídas de las célebres ruinas de Balbek en la Siria, descritas por Volney. Las otras dejan ver entre los arabescos que ornan sus capiteles monogramas en caracteres comunes de los emperadores bizantinos.

Empleé la tarde de este día en recorrer a caballo las antiguas murallas de Constantinopla altamente majestuosas en su actual estado ruinoso y en medio de la feraz campiña en que descuellan. La vista se pierde siguiendo las interminables alamedas de gigantescos cipreses que conformándose con las alternativas y ondulaciones de un terreno quebrado, ya aparecen sobre las lomas, ya en el fondo de las hondonadas, y trayéndome constantemente a la memoria estos dulces versos de Bello:


«Los cipreses
cabecean
en el valle.»

  —342→  

Este árbol soporífero y taciturno parece que dormitara siempre y es uno de los grandes encantos de Constantinopla. A su verde oscuro casi negro, se mezcla el verde claro, el verde por excelencia de los demás árboles, y figúrese el lector el efecto tan nuevo que produciría en este conjunto una multitud de arbolitos de regular talla que por hojas y flores daban puramente flores, como el almendro y el durazno, y de un color morado como vestido de obispo o como ramada de Bougainvilia. Los griegos a quienes preguntaba me contestaban Paskallá, nombre de la lila y que literalmente significa Pascual, y los franceses me lo designaban como árbol de Judea. También el diccionario de griego moderno de Bizantius traduce Paskallá por árbol de Judea.

El color de estas florecitas es muy distinto del de la lila. Los árboles de Judea se encuentran en todas partes en los alrededores de Constantinopla y su matiz purpúreo entre el verde oscuro y claro de las arboledas, es de una belleza extraña como la de las adelfas en Granada y otros puntos de Andalucía.

Acompañado de mi dragomán visité una capillita griega donde se conservan en un estanque unos peces tradicionales y milagrosos; hasta que la lluvia y el frío me obligaron a volverme al hotel sin haber completado mi vuelta.

Pocos días después quise ir a Sentari, situado a la otra orilla del Bósforo en la costa de Asia y el mal tiempo me detuvo en casa. Al siguiente día desafiándolo todo fui hasta el palacio del sultán para verlo salir, pues en tales días, los viernes, que son como los domingos de los turcos, sale Su Alteza a recorrer las mezquitas.

El sultán venía a caballo con aire distraído y rascándose la cabeza bajo el gorro turco como quien se fastidia y sin hacer caso de los saludos de su milicia. No llevaba en el gorro sobre la frente, acaso por el mal tiempo, la estrella de brillantes o piocha con su pluma de pavo real encima, que es una de sus prerrogativas o reales insignias. Su aire me pareció vulgar y su traje era como el de los Bajaes y demás personajes de su séquito, con los que fácilmente se lo hubiera confundido.

-¿Es ése el sultán? -pregunté a mi guía levantando naturalmente el brazo derecho.

-Sí -me contestó él bajándomelo con fuerza,   —343→   porque al pasar Su Alteza la muchedumbre debe mostrar tal respeto que todo movimiento es prohibido, y hasta los paraguas se cerraron en el acto, no obstante llover a cántaros.

Para concluir el día al abrigo de la lluvia, me fui a ver una ceremonia de dervises. Los dervises se dividen en tourneurs y hurleurs, según la definición francesa. Los primeros practican sus ceremonias religiosas entregándose a giros vertiginosos, asidos de las manos o sueltos; y los segundos lanzando unos aullidos cavernosos idénticos a los que se oyen de noche en la costa del Perú al aproximarse a alguna isla de lobos. La función a que iba a asistir era de tourneurs, que es la más frecuente. La sala destinada a la representación (pues no otra cosa parece el acto), era de madera de forma octógona, y aunque bonita, no se distinguía por ninguna particularidad arquitectónica o digna de atención. Estos lugares son conocidos con el nombre de tequié. Dos centinelas turcos fusil al hombro, guardaban la puerta. A izquierda y derecha se abrían dos galerías semicirculares de palcos corridos, desde los cuales de pie o sentado en la estera que los tapiza, presencia uno las mil evoluciones y danzas a que se entregan esos fanáticos en el centro de la sala o digamos la platea, ejecutándolos con los pies descalzos sobre el pulido entablado.

Los dervises vestidos de una chaquetita azul y de una pollerita ceñida a la cintura que se ensancha a medida que baja a manera de un fubtán con mil pliegues, dan vueltas en el centro con los brazos abiertos en cruz, la cara levemente inclinada a un lado, y un aire total de beatitud y unción. Todos ellos llevan en la cabeza un gran bonete de fieltro de forma cónica, que no es sino el mismo gorro turco más alto, consistente y duro, una especie de corona pequeña y de un color uniforme de tabaco o canela.

A la cabeza de la comunidad el presbítero, esto es el más anciano, se hallaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y parecía sumido en una oración mental. Era un viejecito muy menudo, muy delicado, muy bonito y con todo, de un aire muy respetable.

Los dervises cantaban de cuando en cuando con voz suave y mística, y su canto no dejaba de parecerse al de nuestras iglesias. De la segunda galería que venía a ser como el coro, cantaban otros dervises lo que se puede llamar la antístrofa o antífona... La función era de carácter benigno, esto es, de tourneurs.

  —344→  

Cuando acabaron sus ejercicios, se formaron en columna delante del presbítero, que seguía sentado en el suelo sobre una piel, y cada cual a su turno le hacía una profundísima reverencia, le besaba la mano e iba a colocarse de espaldas en el semicírculo de la izquierda, tapando así la vista a los que ocupaban los palcos de ese lado.

El que seguía, previa la misma operación, iba a colocarse a su lado, y el último dervis de la columna, después de haber saludado al presbítero, no fue trazando una diagonal a ocupar el puesto que le esperaba en la extremidad del semicírculo formado por sus compañeros, sino que se entretuvo en ir de dervis en dervis besándoles la mano, mientras que ellos llenos de probidad, le besaban también la suya con la misma efusión. A este paso y de ósculo en ósculo llegó por fin a su sitio.


Y aquí dio fin a su cantar Salicio.



como diría Garcilaso, porque después de una especie de oremus que entonó el vejete poniéndose de pie y desprendiéndose de su piel de tigre, el pío concurso desfiló en silencio, y yo recuperé mi calzado y mi bastón que había dejado al entrar en manos del portero, quien los guardaba convenientemente numerados como se estila en los teatros de París.

Una representación de dervises danzantes como se ha visto la de los aulladores, cuyo ciego frenesí había presenciado pocos días antes en Esmirna, es ni más ni menos la calma después de la tempestad, o el plácido espectáculo de las Euménides cuando ya no atormentan como Furias a Orestes en la tragedia de este nombre.

Nada más ruidoso, más brutal ni más grosero que las ceremonias de los hurleurs. Describiré la que vi en Esmirna. Después de haber cantado o más bien aullado en todos los diapasones hasta llegar un momento en que con fatigoso acecido parecieron eructar este estribillo: La ilá jeringalá, que quiere decir: «La Allah jel Allah, no hay más Dios que Dios», se formarán en círculo todos los asistentes, dervises y no dervises viéndose entre estos últimos algunos soldados turcos y comenzaron a girar.

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Estos soldados con su uniforme casi europeo que llevan con muy poca marcialidad y que les da un aire grotesco, provocaban a enviarles un puntapié por retaguardia cada vez que en la rotación venían a quedar de espaldas al espectador. Figúreselos el lector con sus levitas levantadas de talle, con su cabeza enterrada entre el alto cuello que les toca las orejas, y que es la primera extrañeza que excita hilaridad; con su pantalón de dril choleta cuya trabilla del mismo género pasaba ese momento no bajo la suela del zapato, sino bajo la planta de la descalza y ancha pata, y que escurriéndose a ratos va a encaramarse a la altura del talón; con sus dos brazos tendidos sobre las espaldas de sus dos colaterales, echados hacia adelante como si fuesen a desplomarse, boquiabiertos, hipando, jadeando, y pataleando con bestial frenesí, y eructando todavía con un estertor ronco que ha dejado de ser voz; jala, jela, (allah), y tendrá idea de lo que es un hijo de Marte musulmán en el paroxismo de la borrachera fanática. Algunos dervises de cabellos desgreñados aúllan en el centro de la rueda a la que sirven como de eje, y agitan el cuerpo de la cintura arriba echándolo hacia adelante y hacia atrás con mortal congoja y los ojos del carnero ahogado como si quisieran hacer descender al estómago, algo que se les hubiera atracado en el gaznate.

Estos remolinos y aullidos me recordaban la marcha política de los estados hispanoamericanos durante 40 años. La rueda eran los caudillos, aspirantes y demagogos haciendo la rueda, y el papanatas del centro, el pueblo Sober... asno.



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ArribaAbajoCapítulo XXXVI

Istambul y el bazar.- Idiomas europeos en Oriente.- La poca cortesía de los turcos.- El commis voyageur.- El «Agua Dulce».- La cuesta de los ángeles.- La mujer en Oriente


El sábado 3 de mayo me entretuve rodando por el Bazar y las calles adyacentes o sea en pleno Istambul que así se llama toda la parte turca de Constantinopla. La parte europea lleva el nombre de Pera y posee teatros, hoteles, cafés, alumbrados de gas y otras regalías. Ambas porciones se hallan separadas por tres malos puentes que cruzan el «Cuerno de Oro». En las colinas de un lado se hallan los barrios de Pera, Galata Top Hane, etc., que reunidos forman Constantinopla moderna, la Constantinopla de los europeos, griegos y armenios y también de los turcos que sin embargo no forman por completo la mayoría sino en la orilla opuesta, en la Constantinopla propiamente dicha que desde los tiempos remotos se llama Istambul, donde tampoco fallan establecimientos y habitantes europeos.

Aunque de sonido y forma enteramente turcos la palabra Istambul no es más que una corrupción de la frase griega is tin polin que equivalía al ad urbem, a la ciudad de los romanos, así como Pera significa al otro lado, com lo chimba de los taeneños.

No vi nada que me sorprendiera muy eficazmente, como que el gran Bazar no es sino el conjunto de los otros bazares de Oriente que yo dejaba vistos.

El tabaco de Latakié tan conocido y buscado, y con razón, en Egipto y Siria, no parece muy abundante aquí y se diría que los vendedores de tabaco ignoran hasta su nombre al menos ninguno de aquellos a quienes me dirigí manifestó entender lo que significaba tabaco de Latakié.

  —347→  

Uno de estos vendedores que como los demás no hablaba palote de europeo, me preguntó repentinamente:

-Xevris elenika? (¿Hablas griego?)

-Málista (Como no) -le contesté con aplomo.

-Ti thelis? (¿Qué quieres?)

-«Kapnó Latakié, Kapnó Egiptu.» (Tabaco Latakié, tabaco egipcio.)

Resultó que mi hombre ni tenía, ni conocía este tabaco verdaderamente sabroso cuando se fuma en las largas pipas orientales y de que se hace gran uso en Egipto y Siria. El puerto de Latakié es una de las escalas de los vapores entre Alejandría y Constantinopla. Me retiré muy satisfecho de mi primera campaña en griego moderno.

Lo que más me sorprende en Constantinopla al venir de Egipto es el atraso de sus habitantes en lenguas europeas, tanto más chocante si se tiene en cuenta lo crecido de la colonia extranjera y lo estrecho de sus relaciones comerciales con la gente del país. Puede decirse que nadie en Constantinopla habla una palabra de europeo; cosa que no sucede en Egipto, en donde la gente o es más hábil, o tiene mejor oído, o acaso menos orgullo nacional. Siempre he notado que un inglés en las colonias o un español en Hispanoamérica son más aptos para aprender las lenguas extranjeras y las hablan con más frecuencia y mejor acento que los hijos de las metrópolis.

Esto no proviene en mi concepto de una habilidad especial que no tendría razón de ser; sino de que el hijo legítimo tiene, sin darse cuenta un orgullo, que le quita la flexibilidad inherente al pobre hijo natural que aunque hijo del mismo padre no gasta ni puede gastar las mismas ínfulas. Acaso los turcos se reputan los ingleses del Oriente; como que políticamente lo son respecto de la demás chusma levantina.

He aquí por qué los otros orientales más aventureros y emprendedores, más necesitados de hacerse un lado entre las naciones extranjeras, solicitan y consiguen el poliglotismo hasta en el acento que es lo más difícil de apropiarse.

En contra de lo que voy diciendo se me podría oponer el ejemplo   —348→   de rusos y alemanes, grandes políglotos, pero ¿qué harían los rusos en medio de toda su grandeza geográfica, qué harían en Europa si sólo hablaran su lengua? En cuanto a los alemanes, lo difícil y lo científico de su lengua les hace hallar fáciles las demás.

Aun los mismos griegos que en otros puntos de Oriente se recomiendan por un modesto poliglotismo, aquí se enturcan, que es como enrocar en el ajedrez, y apenas hablan un poquísimo de italiano o de francés y con sumo trabajo.

Al mismo tiempo que ignoran las lenguas europeas, los señores trucos abrigan la persuasión de que con la suya propia se puede abordar a cualquiera, antes de oírlo, antes de verle la cara con la cuasi seguridad de ser entendido como si se le abordara en el idioma universal. En los primeros días de mi llegada a esa ciudad en que paseaba por sus calles mi figura que nada tenía de turco, a lo que creo, y con aire lamentablemente extranjero, solía más de un turco acercárseme y dirigirme la palabra en turco puro con aire tranquilo y familiar como si todos fuéramos otomanos, para preguntarme... ¿qué se yo? Y yo que al dirigirme a alguno en italiano o en francés con más derecho a ser entendido, lo hacía sin embargo, con aire tímido, no podía conformarme con esta desigualdad.

En Egipto casi todos los naturales saben lo suficiente de europeo para salir de sus apuros, aun los fruteros y fruteras indígenas que son unos pobres diablos, y en particular los muchachos borriqueros como ya hemos hecho ver en nuestros apuntes sobre el Cairo.

Tampoco se halla entre los turcos la cortesía y galantería de otros levantinos; y aún en los comensales de la mesa redonda del hotel creía notar los resabios de la localidad, en que ellos llevaban residencia más o menos larga. De paso advertiré que en Oriente como entre nosotros si hay una plaga peor que la del criollo puro es la del europeo acriollado.

Todos mis compañeros de mesa eran griegos y no hablaban otro idioma que el suyo. Pertenecían a la clase que los franceses llaman el commis voyageurs, palabra que traducida nada significa y que en francés suscita un mundo de recuerdos cómicos. Son viajeros en comisión, comisionistas o sea independientes de las casas de comercio   —349→   que viajan por cuenta o a expensas de su principal con miras puramente mercantiles.

Así como el boticario a fuerza de manosear recetas y de estar tan cerca del médico acaba por creerse tal y da su opinión sobre las enfermedades y aun se permite curar; así como el cajista se mete a escritor las más veces o sospecha que lo es así el commis voyageurs a fuerza de traficar se da por viajero y se muere por terciar en las conversaciones científicas de éstos. Él lo ha visto todo o en su mayor parte con los ojos de su cara; y creyendo que no hay testimonio como este le porfía al viajero de profesión con el mismo encarnizamiento con que el mismo testigo ocular de los hechos rebate al narrador de historia de ellos.

El tipo de commis voyageurs tiene tal riqueza cómica, que un célebre novelista francés Luis Raibaud le ha dedicado una novela entera bajo el satírico título «El último commis voyageur».

Sólo dos de mis comensales no eran griegos sino alemanes, y como aquellos no hablaban otra lengua entre sí que la propia, así es que en la mesa a la hora de comer me divertía oyendo graznar a los alemanes y silbar a los griegos; porque el griego moderno como nuestro español abunda en eses finales, no sólo en las terminaciones plurales sino también en las singulares.

El sonido de s y el de i es el que más ocurre en el rumaico o griego moderno. Uno de los alemanes de que he hablado era lo menos malo del hotel Bizancio, porque hablaba francés muy bien y aun llevaba su ilustración hasta el extremo de aceptar ciertas excursiones siempre que fueran razonables, por supuesto todo lo que saliera de lo común y exigiera fantasía, imaginación, gustos intelectuales, caprichos y en proporción tiempo y dinero, eso no era de su resorte. El commis no pierde nunca su cálculo lucrativo que aplica a todo.

Mi prusiano me decía a cada paso que había estado muchas veces en Constantinopla y se empeñaba en exhibírseme como un viajero de fuste; pero en todo resaltaba la aridez del que no estaba acostumbrado a viajar por sólo ilustración y recreo.

Acompañado con él fui a unos de los más celebrados y concurridos paseos que tiene Constantinopla, el Agua dulce; y desde que salimos se empeñó en que había de tomar un camino inusitado. Mis   —350→   guías me aconsejaron que no lo siguiera; y me detuve mientras uno de ellos iba a notificarle que se descaminaba.

-¿Qué sabes tú? -le contestó airado-. ¿Por quién me tomas? ¿Crees que es la primera vez? Yo sé lo que hago -y se alejó a galope.

Aconsejado por mis guías le volví la espalda, y media hora después lo vi regresar desconcertado mientras que yo gozaba tranquilo de la amenidad del paseo.

Apenas nos reunimos volvió a echar por otro sendero y volvió a perderse, y al encontrarse por segunda vez conmigo me puso una cara de pascuas porque probablemente había creído que en este segundo extravío iba a perderse de veras.

El «Agua dulce» (Les eaux douces) de Europa, en oposición al otro paseo del mismo nombre en la costa de Asia es un paseo que nada debe al arte, un hijo de la naturaleza con sus calles polvorientas como las de cualquier camino trillado. Es una pradera situada entre varios cerros, con sus árboles esparcidos por diversos lados y a cuya sombra puede solazarse el paseante. Pero no hay una sombra general y uniforme como en una alameda o selva. Lo que da un encanto inmenso a este paseo es lo vario, animado y original de su concurrencia; en lo demás al atravesarlo en un día ordinario se le tomaría por un sitio bonito, por un campo cualquiera, más no por un paseo público.

Los días de fiesta y por consiguiente de concurrencia, son tres: viernes, sábado y domingo. El primero para los musulmanes, el segundo para los judíos y el tercero para los cristianos, y para los griegos y armenios, que a falta de domingo propio, se arriman al nuestro; como los súbditos italianos, españoles e hispanoamericanos en Oriente, que no teniendo consulado propio las más de las veces en estas regiones, nos ponemos bajo la protección del francés. El viajero independiente y un tanto escéptico, aprovecha de esta triple fiesta sin preguntarse si acompaña al infiel, al judío o al cristiano.

Es verdad que los habitantes del lugar hacen otro tanto; y si los europeos acuden en tropel y en traje de gala al Agua dulce los viernes, los domingos aun los mismos orientales tienen un aspecto   —351→   dominguero, y acuden al paseo donde no forman la mayoría, como no lo forman los otros en los días viernes.

Cuando se viene en caiq, al entrar en el paseo se navega ya por el poético riachuelo Barbises que desemboca en el fondo del Cuerno de Oro y es el que da nombre con sus dulces aguas al vallecito del Agua dulce. Por su angostura y mansedumbre parece un canal artificial de riego. Sus orillas rasas tapizadas de vegetación y aparentemente al nivel del agua, se hallaban ocupadas por musulmanes de ambos sexos y abigarrados trajes, que daban con esto a esas márgenes un aspecto animadísimo y encantador. Salvo la soledad que allí no reinaba este riachuelo me recordaba el Anapo de los desolados campos de Siracusa que había visitado pocos meses antes.

La alegría que encontramos como toda alegría inmoderada y vulgar, más que de descanso y desahogo para el espíritu, servía de fatiga y cansaba; porque lejos de observarse en ella esa compostura que los europeos no abandonan nunca aun en sus mayores expansiones cada cual se entregaba desenfrenadamente al placer que lo dominaba. Los jinetes lanzaban a escape sus caballos llenando de polvo a todo el mundo y atropellando al que se descuidaba. Era una tarde de Amancaes en Linia por los días de San Juan o una de esas públicas bacanales llamadas Noche buena. Algunas vivanderas improvisadas bajo los árboles se habían llevado consigo entre otros trebejos, hasta jofaina, jabón y toalla, y de rato en rato se hacían a un lado a practicar un lavatorio de manos.

Al regresar a Constantinopla por la vía de tierra y por dirección opuesta a la que habíamos traído, comiénzase a trepar una larguísima cuesta, pelada y escarpada, desde cuya cima las damas turcas que han echado pie a tierra a la subida para aligerar sus pesados carros tirados por yuntas de bueyes y llamados talikas, las grandes damas de Constantinopla envueltas en sus mantos de seda ya de color de rosa, ya de verde, ya azul, presentan un golpe de vista aéreo y celestial al europeo que se encuentra abajo deslumbrado por el espectáculo y preguntándose: ¿es por ventura el coro de los ángeles escalonando las alturas del cielo?

El misterio y retiro a que se condena a las mujeres en oriente las rodea de una poesía y de un voluptuoso encanto que están muy lejos   —352→   de poseer las nuestras con quienes tropezamos a cada paso aun en las circunstancias más desfavorables para la ilusión. Ya las vemos pálidas, desgreñadas, con toda la máquina revuelta luchar a bordo con las angustias del mareo; ya coloradas y llenas de polvo destrozando con los dedos un pollo frío o un jamón en algunos de los buffets de las estaciones ferrocarrileras; y cerrando el atracón con uno o más tragos de cognac para evitar que el fiambre se endurezca y facilitar la digestión.

Ora las encontramos en las grandes Tables d' hote de las fondas devorando en común en la larga mesa que parece pesebre corrido de caballeriza. Ora trepando una especie de fiebre (las inglesas) los escarpados escalones de la gran pirámide Egipto; ejercicio que debe dar a sus piernas una macicez y a sus pies una aspereza casi masculina.

La mujer de esos climas naturalmente delicada por el género de vida que se le hace llevar desde que nace, lo parece más aún por el abandono desdeñoso en que la tiene el hombre, convirtiéndola por fuerza en un ser melancólico que parece cruzar por el mundo como una sombra errante en busca de protección. Por esto la acogida que dispensa al hombre, en quien debe ver un ser infinitamente fuerte, es más dulce, más tierna, más infantil y candorosa que la de nuestra, que con las guapezas referidas pierden todos aquellos temores y aprehensiones que constituyen su mayor encanto para nosotros.

El culto de la mujer por aquí es como una religión. Tiene su departamento, su templo, su odalik en turco, su gyneceo en griego; su harem como decimos nosotros, donde se evaporan entre flores y aguas olorosas. Cuando el vapor se siente harto de la árida vida real, deja el mundo exterior saboreando ya misteriosas ilusiones y halagüeñas curiosidades; y penetra en el recinto especial del deleite, descalzándose al pie del estrado como si fuera al templo a orar.

Para él todo lo que existe de la mujer es su perfume. Hasta las feas y hasta las viejas particularmente en Egipto, me han inspirado con el solo metal de su voz un afecto y una simpatía que no solían despertarme las más afeitadas parisienses.

En Constantinopla hasta las viejas se indultan, porque las gasas que las rodean les comunican un aire infantil, gracioso tan angelical que materialmente echan un velo sobre sus caducos años.



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ArribaAbajoCapítulo XXXVII

El caiq.- Buyuk-Deré.- «Los commis voyageurs».- Plátanos tradicionales.- El acueducto de Mahmud.- La selva de Belgrado.- «El commis voyageur», se idealiza.- Los ruiseñores y las luciérnagas.- El commis voyageur se sublima.- Una merienda en el suelo.- El hotel de la luna.- Las garitas del Bósforo.- El monte del gigante.- «Paskallá».- Terapia


El domingo 4 de mayo de 1862, siempre acompañado de mi commis prusiano que a falta de un viajero más clásico me servía para dividir el gasto y aún para evitar cualquier peligro material, salí para Buyuk-Deré que es una de las poblaciones más importantes de las orillas del Bósforo hallándose situada muy inmediata, ya a la desembocadura de este canal, en el Mar Negro, es como el Chorrillos de Constantinopla.

Tomamos un caiq, embarcación especial del Bósforo, como la góndola lo es de Venecia. Un caiq, por su forma, pulidez y aun color, es como una cáscara de almendra puesta de filo en el agua. Su inestabilidad es tal, que es imposible hacer el menor movimiento sin volcarlo; y así los pasajeros apenas han entrado en el con las mayores precauciones, se apresuran a acurrucarse y a sentarse en el plano mismo del fondo de la embarcación, donde suele haber un tapiz o cojín, y de este modo se conserva el equilibrio.

Los caiqueros llevan unos remos cortos y de forma rara más redonda que plana, parecidos a las mazas de aparato que usan los acróbatas de los circos en los juegos atléticos.

Nuestra graciosa embarcación nos condujo hasta Buyuk-Deré en el espacio de dos horas y media por la cantidad de cincuenta piastras que pagamos a escote. La piastra turca es una piece sita de plata muy delgadita y cobriza, con su grande cifra arábiga o turca en el centro equivalente a un media real de nuestra moneda.

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Apenas pisamos tierra se nos dijo que el vaporcito para Constantinopla con el cual contábamos nosotros para nuestro regreso, deseosos de ahorrar tiempo y dinero, zarpaba dentro de un cuarto de hora: era el último y eran las tres y media de la tarde. Nuestra perplejidad fue grande porque se nos hacía duro volver a la ciudad sin haber visto del Bósforo otra cosa que sus orillas y aún esto de paso.

Un francés vecino de esos lugares años hacía, vino al encuentro de mi compañero para saludarlo; y enterado de nuestra indecisión nos propuso pernoctar en Buyuk-Deré. Mi compañero que visitaba esos lugares, excepto Buyuk-Deré mismo, por la tercera vez se mantenía en duda, porque siendo un commis voyageur juzgaba un sacrilegio dedicar tantas horas a una excursión de mero entretenimiento: y por otra parte le mortificaba no poder agregar a sus timbres de viajero, que no daba por medio menos, una pernoctada en ese pintoresco lugar y sus cercanías por puro gusto.

En cuanto a mí, yo pesaba las ventajas y desventajas de ambos partidos, el quedarnos y el volvernos, y no sabía por cuál resolverme. Convenimos casi en aplazar para el domingo próximo la excursión a Belgrado que es la principal por ahí; pero recordando yo que para esa fecha podía no hallarme ya en Constantinopla, insinué emprenderla acto continuo ya que los paseos improvisados solían ser mejores... Mis compañeros aceptaron, no eran éstos en verdad de la mejor clase, como que no pasaban de modestos comerciantes metidos a gente mas como por esta época reinaba en Constantinopla pobreza de verdaderos viajeros, comprendí que hacer ascos a los que me deparaba la suerte, era ponerme en el caso de emprender al fin la excursión enteramente solo, con doble gasto, con algún riesgo y entregado a discreción al genus insoportabile quod dicunt dragomanes.

Tuvimos alguna dificultad para conseguir caballos. Presentáronse malos rocines por lo que nos pidieron cien piastras que vinieron a quedar reducidas a cincuenta. No eran estos peores sin embargo a los que me condujeron de Beirut a Damasco y de este punto a aquél, por lo que no anduve con reparos.

Atravesando una pradera o vallecito que se prolonga internándose en unos cerros y que sirve de paseo a la sociedad Buyuk-Derense,   —355→   vi descollar los siete plátanos agrupados, conocidos con el nombre de los siete hermanos, a cuya sombra cuenta la tradición que reposó la primera cruzada. Nada de muy notable les encontré y aún me parecieron inferiores no sólo al sicomoro de la Virgen tan visitado por los viajeros en el Cairo, sino a cualquiera otro de su misma especie, que cargados de años y de veneración suelen encontrarse en muchos lugares de Oriente: simpáticas antigüedades de que no hay idea en nuestra costa peruana, en donde todo es y será siempre de ayer, en donde no hay árboles y casas que cuenten su edad por centurias, ni los habrá, mientras, nos falten los grandes aguaceros que llaman y fomentan árboles de larga vitalidad y sólidos edificios de piedra que no dejen a la intemperie a sus moradores.

¿Quién entre nosotros, en donde no hay pasado, podría decir con enternecimientos: he aquí el solar de mis mayores?

La vegetación era magnífica; pero el camino un cenagal continuo por últimas lluvias.

Divisamos el acueducto de Mahmud con sus arcos ojivos, bajo uno de los cuales desfiló al fin nuestra alegre cabalgata.

Doblamos a la derecha y fuimos a parar a un pueblo que también atravesamos y poco después nos encontrábamos en plena Selva de Belgrado. No se compone esta selva de árboles seculares de robusto tronco y talle gigantesco, como tantos que había visto en Inglaterra; sino de árboles comunes, siendo la feracidad del terreno en producirlos lo que ha formado un gran bosque, tal vez rápidamente. La belleza de esta selva consiste pues, en lo poblada que está y en grupos que forman un conjunto pintoresco como en el Itsmo de Palo quebrado y desigual del suelo que la presenta dividida en porciones namá.

La noche avanzaba a grandes pasos: yo tenía una idea fija no tanto del capricho cuanto de la prudencia, y no me atrevía a comunicarla a mis prosaicos compañeros temeroso de que éstos la examinaran por su lado poético y la rechazaran. Cuando he aquí que mi commis ¡el commis voyageur! dio un mentís a mis cavilaciones, proponiendo de repente que pasáramos la noche en el pueblo de Belgrado, «lo cual tendría mucha originalidad». ¡Un commis voyageur consultando la originalidad de una excursión! Indudablemente mis seudo viajeros estaban de vena esa noche.

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Es verdad que los ruiseñores cantaban melodiosamente en la doble sombra del bosque y de la noche, que las luciérnagas titilaban en los oscuros matorrales; que reinaba el florido mayo, que todo tendía a despertar una chispa de poesía, aun en la gente más prosaica en esa noche edénica. Pero el otro commis, mas commis voyageur desecha la idea con desprecio y opina porque continuemos hasta Constantinopla; mas viendo que el prusiano cuenta con mi apoyo y que él figura en la minoría, espera prudentemente a que nos pase el alboroto.

Gozando de la melodía del canto, enteramente nuevo para mí que nunca había oído al ruiseñor y del vivo espectáculo de las luciérnagas que discurrían por las matas, llegamos al pueblo.

El commis prusiano persiste en su propósito más firme que nunca. Espía todas las casas de aspecto decente que ve y nos propone seriamente ¡ir a pedir hospitalidad en una de ellas!

Ante la ingenua proposición de soplarnos en la primera casa turca que se nos ocurriese, el otro commis se rió en sus barbas como desconociéndolo. Después de varias tentativas el romántico improvisado desiste no sin antes observar lanzando un suspiro «lo hermoso que habría sido presenciar la salida del sol en ese sitio». ¡No hubiera pedido más el cantor del Niágara, ni Fernando Velarde! Determinamos por lo menos tomar una merienda campestre que nos fue servida en una especie de mesón. Nos apoderamos de tres banquitos, taburetes o escabeles análogos a aquellos con que se tropieza en los cafés de Damasco, y también en Constantinopla, y nos pusimos en facha de mascar.

Trajeron una mesita que colocaron en medio de nosotros, redonda y tan baja que no tendría más de un pie de alto: y sobre ella un plato de barro vidriado o librillo con huevos escalfados, con lo que quedó instalado este banquete de liliputienses. Una cena semejante nos sirvieron en un pueblo de la Mancha, Manzanares, España, la noche en que encalló la diligencia en los atolladeros a la salida del lugar, y nos tuvimos que volver a pie.

Alrededor de la mesa se desplegaban en guerrilla trozos de pan negro sitiando a otro lebrillo que contenía rajas de queso de cabra. Mientras comíamos y bebíamos, los perros se deslizaban entre las piernas, disputándose famélicamente la más leve migaja que caía. Los individuos del mesón que eran griegos se ocupaban en desollar   —357→   a nuestra vista dos corderitos, desangrando a uno de ellos, suspendido del techo por las patas. El otro yacía en tierra donde uno de los mozos parecía que reventaba soplando, como si se tratase de llenar un odre, en una incisión que había practicado en una de las patas del animal degollado.

La situación de Belgrado recuerda la de unos pueblos que se encuentran al atravesar el Itsmo de Panamá.

Volvimos a montar a caballo resueltos a regresar a Buyuk-Deré, y entramos nuevamente en la Selva, sumida en la más profunda oscuridad.

Nuestro mukra o arriero temblaba como un azogado por temor a los malhechores y nos rogaba que apuráramos el paso advirtiéndonos que mientras no saliéramos de la Selva, no las tendría todas consigo.

Estos mukras son como peones de mulas que siguen a pie a los viajeros a quienes han alquilado cabalgaduras.

Al llegar al acueducto la luna se desembozó y gozamos de una romántica vista, teniendo adelante las gigantescas alquerías a cuyo pie nuestras propias sombras y las malezas y arbustos que cubrían el suelo desigual, aparecían infinitamente pequeños.

El silencio era profundo. El Bósforo que al venir habíamos divisado a la salida del acueducto como al través de un pabellón era, sólo ahora adivinado por nosotros. La luna indecisa no tardó en desaparecer. Las ramas circunvecinas armaban una gritería que de todas partes nos venía y que ahogaba las notas del ruiseñor. Así llegamos a Buyuk-Deré ya muy entrada la noche. Nos separamos del francés y comenzamos a trepar la agria cuesta que conduce al hotel de la Luna, que domina la población y justifica su nombre porque parece, o que escala la luna misma, o las montañas de este nombre que dan origen al Nilo.

Desde sus elevados balcones se goza de la vista del golfo de Buyuk-Deré, porque el Bósforo al llegar a este punto se ensancha y arquea y forma como un ancho lago por cuyas orillas se extienden los pueblos de Terapia Buyuk-Deré y otros menos importantes que van hasta su extremidad, en donde el Bósforo vuelve a angostarse formando un estrecho canal que es el que definitivamente conduce al Mar Negro.

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El mar, es decir, el Bósforo y la población, yacían a mis pies en completo silencio. Sobre aquél brillaba diseminados de distancia en distancia, unos faroles, ya verdes ya rojos produciendo lindísimo efecto y que de pronto tomé por faros. Eran garitas de mar o guardacostas desde las cuales un vigía apostado impedía que ningún buque cruce el estrecho por la noche en que se suspende la navegación, sin duda por los contrabandos.

Después de haber tomado un té perla con mantequilla que parecía de cabra, me retiré a mi cuarto, cuyas dos ventanas rasgadas hasta el suelo, caían igualmente sobre el Bósforo; así es que desde mi cama, acostado, podía seguir gozando de esas diversas luces de colores que iluminaban el golfo.

La excursión a la selva de Belgrado, como todas las que son famosas entre los viajeros, está sujeta a reglas determinadas, y se debe hacer en tal época, a tal hora, por tal camino etc., estas reglas que el buen viajero sigue al pie de la letra, viéndose en apuros cuando por culpa suya o del dragomán las quebranta.

Como nosotros la proyectamos impromptu, la hicimos bajo todos los aspectos al revés, como todo lo improvisado. Y la excursión que nada tiene ya de nuevo ni de original, fue original y nueva para nosotros como lo es un pantalón viejo que se vuelve al revés.

En el transcurso de ella, aunque mi commis voyageur se transformaba, poetizaba, a mis ojos, insinué tímidamente una nueva excursión, para el día siguiente: la del monte del gigante, ya que lo teníamos al frente, al otro lado del Bósforo para coronar de una manera espléndida nuestra excursión a Buyuk-Deré.

El francés se deshizo en elogios sobre mi proyecto, aunque dando a entender terminantemente que por supuesto él no iría. Tal suelen ser todos los commis voyageurs cuando se hallan entre viajeros; toda excursión magnífica; todo precio aun el más subido es bajo, pero mientras tanto ni se ponen en marcha ni echan mano al bolsillo.

El prusiano se apeó al fin por las orejas, harto ya sin duda del papel de viajero, que es costoso y no lucrativo, y que en mala hora se había metido a desempeñar. Sus negocios lo llamaban a Constantinopla y no podía perder más tiempo. Así pues, a la mañana siguiente, después de emprender nuestro descenso de la Luna, lo dejé en el vapor que partía a la ciudad, y fui a plantarme delante de los   —359→   caiqueros que pululaban en la orilla, esperando que como todos los de su especie, y como los cocheros no tardarían en caerme encima con sus ofertas de que podría yo aprovechar con ventaja.

Vana esperanza. Con gran asombro mío, esa chusma marinera no me hacía el menor caso, bien se ve, me dije, que no me las he, ni con borriqueros del Cairo, ni con corrícolos de Nápoles ni con fleteros del Callao; y rehusando a mi papel de distraído, empecé a insinuarme con miradas significativas porque no deseaba que la propuesta partiera de mí.

Viendo que tampoco eso bastaba, me dirigí resueltamente al gandul que más cerca tenía y que desde su caiq departía sabrosamente en el idioma de Homero con un compadre o aparcero sentado en la orilla. El oírlo hablar en una lengua más humana que el turco y en la que podía echar mi cuarto a espadas, me hicieron comprender que ése era mi hombre.

Apenas le dirigí la palabra me manifestó que también chapurreaba el italiano lo que acabó de regocijarme. Era un griego, que un turco es incapaz de hablar otra cosa que su idioma. Entré en la frágil embarcación y media hora después, a un solo reino, llegábamos a la orilla opuesta y atracábamos al pie mismo del cerro, donde vi un café, uno de cuyos mozos se me vino muy oficioso y aun se aprestaba a traerme una silla cuando yo emprendía mi marcha precedido de mi fiel caiquero, que me condujo hasta la cima en otra media hora.

Hay en esa cumbre dos o tres casuchas, algunos árboles y ningún punto de vista dominante desde donde se pueda alcanzar el panorama, que se presenta furtivamente a pedacitos entre el ramaje y las casas. Éstas, según entendí, componían un solo establecimiento, un convento turco con sus dependencias, el sacristán o el que fuere, no tardó en salir y abrirnos la puerta de un jardincito largo y angosto como un callejón, en cuyo fondo se veía un sepulcro turco. Mi guía señalándomelo me dijo en griego O megálos (el gigante) ¿Quién diablos sería el Goliath allí enterrado?

¿Cuántos años fatigaría la tierra con su peso?

Al salir tropezamos con unas lilas, y el caiquero mostrándomelas con aire de triunfo me dijo: Touto paskallá (éstas son lilas), porque poco antes a la vista de esos arbolitos de Judea de que he   —360→   hablado y que constituían mi preocupación pintoresca le había preguntado yo ¿paskallá? y contestándome él, ogi (no) siendo el primer griego que me negaba tal cosa.

Bajamos por el mismo camino y nos dirigimos a Terapia donde lo despaché abonándole 25 piastras (unos doce reales). Supe allí que el vapor para Constantinopla pasaría una hora después; y para emplearla en algo y ganar tiempo retrocedí siguiendo el malecón, hacia Buyuk-Deré. A medio camino tan distante de este punto como de Terapia, vi un vaporcito que venía. Acto continuo deshice lo andado poco menos que a escape, y llegué a Terapia, tan anticipadamente, que aún pude saborear una taza de café y fumar un narguile antes de que el vapor llegara.

Al recorrer en él las mismas aguas que había surcado la víspera en microscópico caiq, me felicité de haber procedido así, porque en efecto, las dos calles verdes y animadas, las dos pintorescas orillas por donde se desliza uno, pueden apenas ser admiradas desde la cubierta del vaporcito, todo arropado y envuelto en un gran toldo para librar a los pasajeros del cisco, y en la que se está con estrechez y poca comodidad.

En hora y media llegamos a uno de los puentes de barcas que unen Pera con Istambul, atravesando el profundo seno formado allí por el Bósforo y que es el Cuerno de Oro. Fuimos recibidos por una gran lluvia.



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ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

El baño turco.- El Kief.- Un cicerone judío.- Caballejos de alquiler.- El cerro de Burgulú.- El cementerio de Scutari.- Otra función de dervises.- Un eunuco.- El zurcidor de voluntades


Al día siguiente, si no estoy trascorde, me dirigí a un establecimiento de baños con el objeto de conocer los de la metrópoli del imperio Otomano siéndome ya conocidos los de otras poblaciones de Oriente, me parecieron mejores que los de Egipto e inferiores a los de Damasco, que son los más elegantes y bien servidos, contribuyendo en mucho a su lucimiento la fina arquitectura, los pavimentos de mármoles de colores y las fuentecitas anteriores: todo esto es muy común en esta bella ciudad.

Se me envolvió de la cintura para abajo no en un paño blanco, sino en uno azul con fajas de colores. Las ceremonias discrepan poco. Lo principal en el baño oriental (haman en turco y lutrá en griego moderno) es la transpiración y el amasamiento para producir literalmente el massage de los franceses, que con tanta propiedad y energía designa uno de los actos principales del baño turco, en que uno de los sirvientes va sobando el cuerpo acostado del bañante con la misma concienzuda tenacidad que un peón de amasijo en su faena.

La transpiración se obtiene con sólo atravesar salas más o menos calentadas. En Damasco se pasa por ellos ensartando en los pies aquellos chanclos o zanquitos de que ya se ha hablado, para no caldearse en las baldosas.

Concluida la operación, o más bien las operaciones, se acuesta el individuo en un ancho diván de una sala fresca, envolviéndole el cuerpo en varias fajas y mantas. Se le trae café, limonada, narguile y velis nolis se pretende que el más prosaico y árido europeo, supongamos un commis voyageur, se entregue a los ensueños, a la   —362→   reviere y a lo que los mismos árabes denominan kief. El árabe es soñador por naturaleza y no ha menester de muchos aditamentos, para dar libre curso a su propensión favorita.

Puede decirse que aún andando a pie o a caballo el árabe va soñando; el agitado occidental con el times is money, vela y está despierto aun entre sueños.

Me sirvieron limonada y café, acepté lo segundo y me retiré después de haber abonado 12 piastras, (unos seis reales de nuestra buena moneda). Por supuesto que a los hijos del país que no son ni pueden ser explotados, les cuesta mucho menos la función.

Un jueves determiné pasar al pueblo de Scutari, situado al frente de Constantinopla en la costa del Asia, a ver a los dervises hurleurs o aulladores.

Un muchacho judío de aspecto nauseabundo y con ínfulas de guía o cicerone me ofreció sus servicios a la puerta del hotel. Pasé por alto su aspecto desharrapado y su mala facha, porque cuando un viajero se ha preparado a un viaje con sus libros y sus planos no busca en el guía sino un intermediario para abreviar rodeos y para simplificar transacciones. Es además un homenaje a la costumbre local, y no es prudente atraerse la odiosidad de los del gremio. Por lo menos se les debe tomar por decencia y respeto.

Un guía de tono y de lujo, pues también hay aristocracia en este oficio, cuesta caro y despotiza con más o menos disimulo a su viajero, y con su interminable pedantesca charla fastidia al que sabe más que él.

Estos asistentes no son buenos sino para esos señores inválidos de cuerpo como de espíritu, y tan ricos que sólo viajan por seguir la moda.

Descendimos al puerto donde tomamos un caiq de dos remos que nos llevó a Scutari en tres cuartos de hora. En el mismo desembarcadero encontramos caballos y alquilé dos.

Los caballos o más bien caballitos de Constantinopla son todos muy bonitos, gordos de rajarlos con la uña, lucios prometedores. Pero una vez sobre ellos no hay quien los saque al galope. Resisten los bastonazos con el más alto estoicismo como si fueran de palo. Al fin se irritan, y saliendo de su indolencia responden con un pesado corcovo, como el más innoble de los asnos. Los que me sirvieron   —363→   en Buyuk Deré y otros lugares secundarios, eran menos prometedores, unos malos rocines de carromato, y sin embargo andaban trotaban y galopaban en proporción de los golpes que recibían, no siendo entonces como ahora predicar en el desierto.

De aquellos podía decirse bajo una mala capa un buen bebedor, porque de puros huesos y pellejos sacaban un buen paso, de éstos, no es oro todo lo que reluce.

Comenzamos la ascensión del famoso monte Burgulú, que es uno de los celebrados puntos de vista de Constantinopla, aunque menos alto que el del gigante.

En una hora llegamos a la plataforma que precede a la cima, distante de ella unos veinte pasos. Vense en ese sitio algunos plátanos y varias fuentecillas de mármol entre ellas una que suministra la mejor agua de Constantinopla. Y en efecto un líquido puro diáfano y cristalino que provocaría beber a un hidrófobo, cae sobre una taza de mármol de forma oval en cuyo blanco fondo resalta el musgo que la tapiza.

Al llegar a la cima pude ver de cerca, tocar y contar el grupo de arbolitos que disminuídos por la distancia me habían salido al encuentro tantas veces cuántas desde Pera solía echar un vistazo por los alrededores, colocado en una altura, son siete, y su reunión repito me servía de norte o punto de partida siempre que trataba de orientarme y divisaba ese grupo pintoresco que corona el Burgulú como el penacho de esa cabeza.

No es con todo muy alto tal cerro; y como el del gigante, no es mucho lo que sobresale al menos en un vistazo general, en la cadena de colinas o cordilleras que costeando la orilla de Asia se extienden hasta el Mar Negro; y si el manual del viajero no hablara de ellos, ni echaría uno de ver, que son más elevados que los otros, ni le vendría en mientes emprender su ascensión aunque el panorama que se descubre es indudablemente magnífico y nadie podrá arrepentirse de hacer la excursión.

Mi mukra o guía quiso llevarme a visitar el Kadi Keui, pueblo del cadí, palabra que no necesito traducir porque el lector recordará haberla hallado en el castellano antiguo y aun en las novelas de Cervantes designan a una especie de juez de paz. Lo único que aquí   —364→   debe notarse como curiosidad filológica es que la acentuación original, al menos en esos lugares es grave y no aguda.

Kadi Keui es el nombre de la antigua Calcedonia, no pude visitarla por temor a llegar tarde a la función de los dervises y volvimos a Scutari. Seguimos un camino inmediato al grande y afamado cementerio de Scutari, poblado de cipreses que ocupa más de una legua, y que estará allí hasta la consumación de los siglos; porque en esos lugares no se usa desalojar a los pobres difuntos so pretexto de que no pagaron «nicho perpetuo», ni enajenar cementerios para convertirlos en otra cosa.

Un turco sabe que al acostarse bajo la losa funeraria, compra de hecho el sitio en que van a descansar sus huesos y que ningún futuro demoledor vendrá a perturbar sus sueños. Desgraciadamente el que todo lo trastorna, el que todo lo altera, no sólo con años, sino en días, horas minutos, el infatigable demoledor, el tiempo, enemigo de la estabilidad, que suele deleitar al hombre, atrae insensiblemente a las generaciones turcas hacia sitios que en su piedad no desearían ellas profanar.

Derriba el pilar o poste funerario de mármol que se enclava en la cabecera de cada losa sepulcral con el gorro y turbante musulmanes figurados en la punta por medio de la escultura y de la pintura, que imita al hombre turco de modo que el espantajo o diminguejo de la sementera puede representar al hombre cristiano. Arrastra tierra capa sobre capa, hasta cubrir la malhadada losa que yacía horizontalmente en el suelo.

Tras de esta tierra, o más bien con ella, viene la vegetación, tras la vegetación, un pie, tras este pie un hombre; tras este hombre, la casa; y a la postre la necrópolis o ciudad de los vivos mediante la acción sorda pero segura del inefable demoledor y transformador.

Mas como el cementerio continua ganando terreno y desalojando por otro lado, nunca llega a perder su primitiva extensión.

Llegamos a Taki o convento en los momentos en que la representación acababa de empezar. Un imán se ocupaba de hacer milagros. Unas veces es un niño, una criatura de dos años, que una madre en cuyo corazón debe arder la fe trae en brazos, y la extiende boca abajo en el suelo a los pies del presbítero para que él la preserve de todo mal pasando por encima de ella.

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La pobre criatura llora amargamente al sentir sobre ella la poderosa mole. El animalón le puso la pata en la espalda y la otra en los muslos, se detiene un momento en este piso deleznable y al fin bajó, siempre apoyándose en dos acólitos laterales, sin los cuales el peso descargado únicamente sobre el cuerpecito acabaría por aplastarlo.

Cesó de llorar el niño y la madre acudiendo veloz, como si acabase de salvar del lobo a su hijo, levantolo gozosa, y presentolo al imán, que acabó de tranquilizarlo con algunas caricias paternales. Otras veces era una niñita de pocos años, delicada, preciosa, precoz pues ya tenía el atractivo de su sexo, un atractivo de mujer, que como diría el poeta, hacía saltar el beso de la boca.

Avanzaba espontáneamente sin ser acompañada de nadie, a no ser de alguno que otro devoto, ansioso como ella de las mismas pisadas; y abocándose con el suelo como el niño de antes, se prestaba graciosamente a la humillación. Divisando en esto el infatigable imán un grupo de muchachitas esperando su turno, comprendió que si las iba a pisar en detalle una por una, no tendría cuando acabar. Hizo pues que se tendieran todas de una vez y que formaran una especie de cama análoga a la que forman nuestros sacerdotes cuando van a ser batidos por la bandera de la reseña.

El imán parecía un hábil equitador de circo, que después de haber saltado por encima de uno y otro caballo, los pone en fila para el gran salto mortal.

Un hombre hecho y derecho que por esto y por estar vestido a la europea se le habría creído un esprit fort, salió de la muchedumbre y fue a postrarse cuan enorme era a los pies del santón. Este individuo que era un negro eunuco, me llamaba la atención rato hacía por su decente vestido, su arrogante aire, profunda devoción y descomunal talla, que tras gigantesca delatábase robustísima.

Era redondo de la cabeza al pie; una montaña, una columna monolítica que se paseaba sola, entre magnífico y monstruoso, resultado del eunuquismo. Su cara más bien hermosa que fea, sus ojos grandes y redondos la nariz corta arremangada, y la boca gruesa como hecha a mano.

Acostose el Portos de brea, y su colosal fábrica dio un crujido al tomar postura opuesta a la vertical. Trepó el dervis, y por primera   —366→   vez lo vi oprimiendo un cuerpo humano sin experimentar congoja y respirando libremente; antes bien temí que el yaciente diera un bufido y volcara al perambulante. El milagroso varón desaparecía en las espaldas del eunuco como un solo árbol o un solo hombre en el medio de una plaza.

Un individuo de los espectadores presenciando esto, codaba maliciosamente a su vecino y lo provocaba a reír.

Pero advirtiendo que yo los observaba y me reía también, se pusieron inmediatamente serios, como dándome a entender que la ropa sucia no ha de ser lavada sino en casa. ¡Hasta allí ha penetrado esta cómoda muletilla de nuestros escritores públicos!

Algunos fieles, no se hallaban con bastante resistencia de espalda para aguantar al dervis encima, se contentaban con ponérsele delante, de hombre a hombre: el imán comenzaba a sobarlos lentamente, de arriba a abajo, como para sacarles por las extremidades el mal que podía aquejarles. Llegole a su vez a un adolorido de orzuelo cuyo ojo fue examinado con una prolijidad que parecía tener algo de inteligente. Fueron presentadas enseguida camisas y otras prendas que el santón revolvía entre sus manos en ademán de bendecirlas.

Botellas de agua, en cuyo gollete aplicaba su boca el bellaco y soplaba; después de lo cual, un individuo la iba pasando bajo las narices de los circunstantes, los cuales inhalaban con avidez lo que pudiera quedar del aliento divino.

En un brasero puesto en el suelo, cuyo fuego se renovaba a cada paso, ardía constantemente una pastilla perfumada, que el imán que lo tenía a su lado, sacaba de una cajita de piedra.

Ornaban las paredes tersos panderos; y la del fondo o testera, multitud de herramientas de todo género que traían a la memoria los departamentos de un museo de la Edad Media, o los cuartos destinados al tormento de la Santa Inquisición.

Con ella se mortificaban los dervises cuando les da por hacer pública penitencia.

El tiempo pasaba, dos horas llevaba ya de estar allí, la función terminaba, y con la inmovilidad mis pies se habían helado. Salí pues y tomé el vapor para Constantinopla. Durante la travesía, mi cicerone comprendiendo que ya iba a concluir conmigo, se arrimó   —367→   a uno de los pasajeros, un italiano, con quien me había juntado al salir de Teki. Viendo que el sujeto no era de aquellos que usan dragomán, lo llamó a otro terreno y le insinuó que él era también... ¡dueñas de la antigüedad, prestadme vuestro auxilio! ¡Que él era también zurcidor de voluntades!