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Necrologías sobre «Clarín»1

José María Martínez Cachero



  —217→  

En memoria de mis amigos «clarinistas» Narciso Alonso Cortés, Carlos Clavería, Melchor Fernández Almagro y Guillermo de Torre.






Llovía en Vetusta

Del piso de la calle de Campomanes, número 3; de aquel despacho «amplio y claro, con dos anchos balcones que daban al campo, desde los cuales se dominaba el hermoso parque del conde de Agüera, el Prao Picón y, al fondo, las tapias y los cipreses del Cementerio Viejo»,2 donde a veces3 daba clase a sus alumnos, se mudó Leopoldo Alas -segunda quincena de mayo de 1901- «a una casa [sita en la Fuente del Prado] con una gran huerta, muy ancha y alegre [...], sin ruidos, gran sitio para trabajar, magnífico».4 La mudanza terminó el día 2 de junio, sólo once antes del fallecimiento; y hubo de cumplirse así el presagio que referiría Posada:5 «¡Qué triste tarde aquélla! Paseábamos juntos él, Buylla y yo; andaba Alas de mudanza de casa. [...] -¡Qué ilusiones! ¡Qué planes!   —218→   ¡cuánta dicha en perspectiva! Se le había ocurrido un cuento de circunstancias, muy suyo; un pobre enfermo que se muda, lleno de entusiasmo, a una casa alegre, toda luz; manda sus muebles, envía sus libros, y se agrava, y al fin, sí, se muda... para el cementerio».

A las siete de la mañana del jueves 13 de junio de 1901, aquejado de una tuberculosis intestinal en último grado y como consecuencia de un ataque de disnea, moría en Oviedo Leopoldo Alas; «cuando la noticia [informa «El Carbayón»] se difundió por la ciudad, causó impresión profunda y dolorosa». El mismo diario (en su número del 15-VI) da noticia de las exequias: traslado del féretro a la Universidad; funeral en la iglesia de San Isidoro, parroquia a la que pertenecía el difunto; acto seguido, el entierro, desde la Universidad al cementerio de El Salvador. Se formaron varios duelos: eclesiástico -con don Joaquín de la Villa, canónigo doctoral; don Julián Bayón, catedrático del Seminario; y don José Aramburu-, de amigos, de familia, universitario. La manifestación era verdaderamente imponente y a pesar de la lluvia que caía a torrentes, llegó compacta la multitud hasta San Roque [donde se despedían los duelos]. [Iban en el entierro] muchos obreros que habían solicitado permiso para dejar los talleres y acompañar el cadáver». Amigos que se desplazaron desde lejos para estar presentes en estos piadosos actos, flores, telegramas y cartas de condolencia, sueltos periodísticos, homenajes póstumos (realizados algunos tras larga espera).6 Y necrologías.




«El Progreso de Asturias» recuerda a «Clarín»

«El Progreso de Asturias» era un diario liberal de matiz republicano, moderado en su tono, que contaba como colaboradores asiduos a algunos docentes universitarios; nació en Oviedo -año 1901-, vivió no mucho tiempo y parece que tuvo escasa difusión; lo dirigía José C. Otero.7   —219→   «A la memoria del Doctor don Leopoldo G. Alas (Clarín), sabio profesor de Derecho, pensador profundo, insigne escritor y eminente crítico» dedicó este periódico parte de su número 65 (16-VI-1901) por medio de muy breves y conmovidos recordatorios insertos desde la primera página, debidos a compañeros y amigos del fallecido, cuya fotografía centraba dicha página, compuesta a cinco columnas. Sin duda el recordatorio a «Clarín» fue pedido pocas horas después de su óbito, premura de tiempo que junto a la brevedad requerida y a la dolorosa emoción que embargaba el ánimo de los así solicitados, explica la inanidad de algunas respuestas y el tasado interés de otras. Entre estas últimas coloco las firmadas por: Adolfo Buylla -que considera a quien fue su colega de Facultad como «perdurable pedagogo, criticando y enseñando, y, también, como un enamorado de lo ideal»-. Adolfo Posada8 -quien reconoce la acción beneficiosa de Leopoldo Alas, «luchador por la verdad, por la justicia y por la belleza, cerca de la juventud intelectual española aún no caída por entero en el positivismo materialista» conservando todavía «amor al ideal y cierto espíritu sinceramente religioso»-, Fermín Canella -diputando a «Clarín» como una gloria nacional, se complace recordando sus vinculaciones biográficas y literarias a Oviedo y Asturias: «el origen de sus mayores» y el solar de Guimarán, alumno y profesor en la Universidad ovetense, cuentos y novelas «saturados» de ambiente vernáculo-, Melquíades Álvarez -define al que fue su maestro y era su compañero de claustro como un obrero intelectual, que hubo de padecer las estrecheces poco envidiables de una modesta burguesía-, Enrique Uriós -un catedrático de la Facultad de Ciencias, venido de fuera años antes y a quien Alas encantaba como conversador pues «a su clarísimo talento, a su gran erudición, a su espíritu observador y analítico, juntaba una viveza de imaginación, un original gracejo que mantenía al interlocutor en un estado de verdadero deleite intelectual»-, Rogelio Jove y Bravo9 -cuya imagen   —220→   profunda de Alas la constituyen «una percepción clara de lo bello, gran independencia de juicio, organización bastante impresionable para no ser exclusiva, espíritu rebelde a toda imposición del exterior, y un temperamento batallador en el cual la acometividad y la tenacidad vivieran juntas»- y José Quevedo -que ofrece el texto de una carta- confidencia de Alas a él dirigida (Oviedo, 1876), y celebra como relevantes en el amigo muerto «un acendrado espíritu religioso y un sentimiento de justicia y de amor al prójimo».10




Luis Bonafoux, un enemigo irreconciliable

Con alegría (lo mismo que cuando Angiolillo asesinó a Cánovas) acogió Bonafoux el fallecimiento de Leopoldo Alas -«quiero ser el primero en celebrar la muerte de «Clarín», escribió en «Heraldo de París» del 22 de junio»-, enemigo desde la polémica de 1887, resonante acusación de plagios que he estudiado en otro lugar;11 un enemigo que, irreconciliable, continuó persiguiendo a su víctima de manera casi obsesiva: en París y en Madrid, en la prensa periódica y en libro, disponiendo el banquete de 20 de noviembre de 1897, falso homenaje rendido a Leopoldo Alas por «El Progreso», diario madrileño que dirigía Alejandro Lerroux, o, incluso, arremetiendo contra quienes, como Andrés Corzuelo y Luis París, habían ponderado los méritos de Su único hijo y Doña Berta, respectivamente.

Dicha necrología en el periódico parisino12 se titula Explosión de un traductor, extraño título que se explica ya a su final del siguiente modo: «"Clarín" ha muerto herido en el intestino por la explosión de un tubérculo gramático, acelerado su fin [...] por exceso de trabajo que se impuso   —221→   para hacer la traducción de la obra Travail».13 Bonafoux recuerda complacidamente la polémica con «Clarín» -«fui el único que le atacó sin haber sido atacado por él [...], cuando nadie había osado atacarle [...]»-; le empareja con Cánovas, dos dictadores a los que odió en vida y sigue odiando ya muertos, símbolos en literatura y en política, respectivamente, de «una regresión histórica»; valora con desprecio al autor de La Regenta: «un escritor mediocre y egoísta», destacado sólo por «sus cacareadas grandezas y su insoportable pedantismo». Indignan a Bonafoux aquellos que como Eusebio Blasco14 «adulan» ahora si no a «Clarín», sí a su cadáver y parecen olvidar las rencillas de antaño pues perdonan y reconocen los méritos del colega fallecido.

Si hacemos caso al testimonio de Luis Santullano,15 Bonafoux atenuaría tan violenta actitud: en 1906 yo tuve una larga conversación en París con Bonafoux, en la que él noblemente me dijo palabras de estimación intelectual para los grandes valores de Leopoldo Alas.




Emilio Bobadilla, José Fernández Bremón y Francisco Navarro Ledesma o tres enemigos que fueron

No sin algún fundamento podía recelar Altamira que, tras la muerte de su compañero y amigo, «los imbéciles, los fanáticos y los envidiosos [darían] rienda suelta a la murmuración contra el que ya no vive para fustigarlos con su pluma y con su palabra»,16 y casos de ello hubo como el ya visto de Bonafoux. Fueron más en número, sin embargo, los testimonios necrológicos debidos a personas antaño disgustadas con Clarín   —222→   que, a su muerte, hablaron de él respetuosamente; tal es el caso de Bobadilla, Bremón y Navarro Ledesma.

El cubano Emilio Bobadilla, que hizo muy conocido el seudónimo de «Fray Candil»,17 tuvo con Leopoldo Alas sus más -buena amistad, cartas entre ambos, elogios críticos recíprocos, un prólogo de «Clarín» al libro Escaramuzas (1888) de su colega- y sus menos -alusiones despectivas por escrito y chismorreo mentiroso que condujeron a la ruptura, polémica de tono muy insultante en las páginas del semanario «Madrid Cómico» a lo largo del año 1892 y, por último, un duelo en el que Alas resultó levemente herido-.18 Pero ahora, cuando recibe en París la triste noticia, Bobadilla se apresura a escribir, con destino al «Madrid Cómico» precisamente, cosa harto distinta a los artículos de años antes. Escribe para reconocer valores que Clarín poseía en alto grado «ingenio sutil y mordaz, cultura extraordinaria, originalidad de estilo»; para elogiarle en cuanto crítico -uno de los «más sagaces, más hospitalarios, más comprensivos y de más refinado gusto» con que han contado nuestras letras-, que alguna vez, sin embargo, frente a determinados escritores de nombradía -Balart, Echegaray, Menéndez Pelayo son los ejemplos aducidos- se mostró poco explícito y demasiadamente respetuoso -«por razones mesológicas y de economía doméstica, como me dijo en una carta, no podía decir todo lo que pensaba de ciertos autores»-.

A José Fernández Bremón le destacó Alas en 1900 como «chroniqueur fameux, d'un langage très correct et auteur de beaucoup de contes pleins de talent et de fraîcheur charmante».19 Se habían llevado bien hasta la ruptura de su amistad a fines de 1882 y desde entonces («ambos éramos tercos») no dejaron de molestarse recíprocamente: Bremón procuraba silenciar el nombre del enemigo y éste le apellidaba «crótalus Bremonensis»; a empeorar la situación contribuyeron las patrañas inventadas   —223→   por la mala intención de algunos «que tuve parte en el fracaso de Teresa, en los juicios [adversos a esta pieza dramática de Alas] de la prensa, en su separación de El Liberal», patrañas que Alas creyó eran verdad. Fernández Bremón, que hace la necrología dentro de su acostumbrada y muy leída «Crónica general» de La Ilustración Española y Americana,20 quiere ser justo y ofrece ahora una estimación que tiene sombras y luces; entre las primeras, que «Clarín» fue crítico «muchas veces» injusto e irrespetuoso en sus burlas, que hizo daño y acaso alejó del cultivo de las letras a mucha gente de valer, que no todas sus censuras gramaticales [y Clarín fue insistente crítico gramaticalista] deben aprobarse. Lo que sí debe aprobarse, reconocer en Leopoldo Alas (según el cronista) es su pasión por las letras, tan «verdadera»; el ingenio, «vivo y sagaz», del que hay muestra abundante en los paliques; el estudio que revelan sus críticas serias.

En 1889 Francisco Navarro Ledesma tenía veinte años y comenzaba su carrera literaria, que había de ser breve y no carente de brillantez; fue por entonces cuando estableció relación amistosa con Leopoldo Alas, de la que son testimonio algunos artículos del primero y cartas cruzadas entre ambos,21 relación que se rompería en 1897 a causa de unas alusiones poco favorables a «Clarín» que Navarro Ledesma firmaba en el semanario satírico Gedeón con el seudónimo de «Calinez». No es ocasión de contar las vicisitudes de esta enemistad,22 que acaso «más valdría olvidar para honor de las letras españolas» y que tuvo en la escalera del Ateneo madrileño un imprevisto episodio: ante el asombro de los circunstantes, Navarro Ledesma abofeteó a Leopoldo Alas que por entonces (finales de 1897) actuaba como conferenciante en aquella famosa tribuna. Poco más de tres años habían pasado cuando, a la muerte de Alas, su ofensor de hecho compuso para la prestigiosa revista La Lectura (Madrid, número   —224→   9: septiembre de 1901) la necrología titulada «Clarín» (apuntes para un estudio psicográfico), de «carácter informativo en cierto modo, y en otro respecto, psicológico».

Se sirve Navarro Ledesma del emparejamiento «Clarín»-Cánovas que se le había ocurrido a Bonafoux pero con intención distinta a la de éste: se trata de dos poderosísimas personalidades que «tuvieron captada la voluntad de España mucho tiempo» y ahora, desaparecidos ambos, ¿quién llenará su hueco? Alas, «una verdadera taravilla» por su nerviosa e incesante inquietud intelectual, estudiante siempre pues «no consentía que nadie se le adelantase en lo de estar a la última moda», fue una víctima de la actualidad, literaria sobre todo, tras cuyo apresamiento corría desalado, con detrimento para su obra más creadora ya que a esa actualidad, efímera y cambiante, sacrificó «los mejores dones de su ingenio». Sicológicamente Alas padecía, por su amor a la Literatura, una especie de panliteraturismo a todas luces nocivo que le hizo, de una parte, mirar por encima del hombro como si fuesen gente ordinaria a los no-literatos y, de otra, confundir vida y literatura, de tal modo que «para él, un poeta ripioso era un enemigo jurado» y «la sosería literaria, el galicismo, los defectos sintácticos deberían estar castigados en el código penal». Con todo, su paso por la república de las letras no resultó baldío ya que «espoleaba al viejo corcel castellano con los pinchos de su ingenio y lograba sacarle de su andadura matalona, y conseguía el milagro de hacer pensar en cosas espirituales a los boticarios de los lugares y a los aduaneros de las costas».




La necrología que molestó en Oviedo

Urbano González Serrano era auxiliar de la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid y sustituía en ocasiones al catedrático Nicolás Salmerón, como en aquella mañana de octubre de 1871 en que le vio por vez primera el alumno Leopoldo Alas: «[...] un joven de poco más de veinte años, moreno, de aventajada estatura. Hablaba con rapidez y con gesto y acento apasionado; movía mucho los brazos extendidos y tenía cierta expresión de misterio en la mirada, en las inclinaciones de la cabeza   —225→   y en el ir y venir de las manos, que a veces tomaban movimientos de alas. Parecía un moro vestido de levita. Lo que decía, también tenía para mí algo de árabe, a lo menos por lo incomprensible».23 Andando el tiempo nacería entre ambos una amistad que se mantuvo invariable a través de los años, manifestada en un epistolario (de «numerosa correspondencia», habla González Serrano), en un prólogo de Clarín -al libro Göethe, ensayos críticos de González Serrano, 1892, libro «serio, [que] busca la verdad, casi una monografía científica»-, en la atención con que González Serrano, crítico de la actualidad intelectual española, sigue la obra de Alas.24 A los pocos días de su muerte escribe González Serrano la necrología que va a ocuparnos, un juicio de impresión honda, pero sincera; añado que es artículo repleto de apuntaciones interesantes y diversas.

Para el articulista, Leopoldo Alas era «sobre todo» un crítico de los que «saben mirar y ver» que rindió «culto a la verdad», sin que este afán y aquella cualidad queden gravemente rebajados por la anécdota de sus polémicas, las cuales «a veces degeneraban en riñas de comadres [y] excitaban su biliosa irritabilidad». Crítica la suya que no sólo es valoración positiva o negativa de obras y autores sino, además, crónica o relato de lo que pasaba en nuestras letras, «la historia real y vivida» de las mismas, aspecto por el que su labor puede ser aproximada a la de Sainte-Beuve en los famosos «Lundis».

Interesaron a L. Alas bastantes cosas tales como: el Socialismo, movimiento «que miraba con simpatía»; la Política, militante incluso, «a la cual hacía excursiones momentáneas arrastrado por su espíritu batallador»; la Filosofía, pues era pensador temperamentalmente «serio», «impresionable» y proclive a «idealismos difusos». A este último particular señala González Serrano, muy tempranamente por cierto en la bibliografía sobre Alas, que a partir de 1880 se inició, y fue creciendo con el paso y el peso de los años, una transformación interna de Leopoldo Alas, incurso en un modo de Neo-Cristianismo, con apoyos magistrales   —226→   en Renan y en Castelar (son los nombres mencionados); muestra en definitiva de su «ansia de lo divino y [de un] anhelo de oxigenar de Dios [el] alma» (palabras de «Clarín» en carta a González Serrano, que éste ofrece como apoyo de su parecer).

Concluye González Serrano proclamando la excepcionalidad de Alas, que «excedió la línea de lo vulgar», y augurando que con el curso del tiempo, una vez cese la polémica y se calme la pasión injusta, «perdurará lo positivo de su obra, [se] agrandará su personalidad».

Muchas más luces que sombras contiene esta semblanza necrológica pero a algunas gentes de Oviedo, llevadas quizá por un exceso de celo amistoso, no pareció bien, disgustó incluso. ¿Por qué así? Cuando González Serrano recoge su escrito en volumen,25 coloca una nota informativa de lo sucedido a la altura de un breve párrafo (tres líneas y media) cuyo sujeto es la «perspicacia crítica» de Alas, matizada así: «pero la obscurecía [esa perspicacia] y aun ponía en difumino con un mariposeo intelectual que le conducía a veces a un infantilismo incomprensible». ¿Fueron estas palabras matizadoras, y no desprovistas de algún fundamento, las que motivaron la protesta ovetense?




Final

Hubo otras muchas necrologías, de ordinario sueltos breves y tópicos, anónimos en buena parte, que sólo prueban cómo la importancia del personaje exigía hacerse eco de la noticia de su fallecimiento; en diarios, semanarios y revistas de muy varias y distantes localidades -desde Muros de Pravia,26 hasta Buenos Aires-27 aparecieron por aquellos días de junio de 1901 unas líneas, cuando menos, de condolencia. Fue Bonafoux   —227→   quien, como buen anarquista literario, se llevó la palma de lo desagradable y hasta monstruoso en tanto otros colegas, enfrentados en vida con Alas, tuvieron la elegancia de deponer en esta hora su hostilidad; los amigos y compañeros de Oviedo prorrumpieron en alabanzas, arrastrados por la emoción de la irreparable pérdida. Tras ella se abría la posteridad, la fama póstuma.





 
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