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ArribaAbajo La poesía del progreso

Alberto Insúa


El cielo estaba hinchado de nubes, que descargaban sobre Madrid una lluvia fuerte y continua. Un poeta y yo paseábamos por la calle de Alcalá. En la acera abrillantada por la lluvia, el luminar de los tranvías se espejeaba temblorosamente, y de los arcos voltaicos brotaba una suerte de resplandor lunar, un cabrilleo de ópalos y esmeraldas y una refracción violácea, donde vibraban serpentinas de oro.

Un automóvil pasó raudamente, con sus pupilas radiantes, que le abrían, entre la lluvia, una senda de luz. El poeta y yo veíamos llegar y alejarse a los tranvías con los focos en sus topes y sus señales polícromas en lo alto que se redondeaban como piedras preciosas de una grandeza oriental. La lluvia, al empañar los cristales, llenaba de misterio el interior de los coches, y las figuras de los viajeros adquirían una imprecisión de ensueño. Los vestidos claros de las mujeres se apagaban en las obscuras siluetas de los hombres, y alguna mano infantil con sus dedos de rosa, hacía transparente un espacio del vidrio para atisbar por él. Los coches de punto cruzaban chorreando con sus caballos héticos y sus cocheros maldicientes en medio de los faroles lívidos.

Los tranvías transitaban, y sus ruedas sobre los rieles húmedos y brillantes, y sus trolleys recorriendo los cables, arrancaban chispas eléctricas, fulgurantes, rojas, violáceas; chispas de un iris, neurótico, de una luz cegadora y efímera, de una luz de vicio,   —299→   de locura y de magia; chispas crepitantes, musicales, con un ritmo violento y extraño, como el ritmo de un himno nocturno.

El poeta y yo, conmovidos, dejábamos caer la lluvia sobre nosotros. Contemplábamos a los viandantes que huían bajo el amparo inútil de sus paraguas, sobre cuyas cúpulas movedizas la lluvia y la luz hacían diamantinos juegos de claroscuro. Mirábamos a las mujeres: iban algunas ceñidas en sus mantones, negras, trágicas, como visiones de dolor y tristeza; otras, ligeras, ondulantes, con la gracia de la falda recogida, mostrando, entre sedas y encajes, una seducción...

Y seguían pasando, a toda prisa, los coches de punto. Se escuchaba el restallar de los látigos y se veía el esfuerzo de los jamelgos que, al herir con sus cascos al empedrado, hacían brotar chispas tristes y melancólicas, chispas rastreras y humildes que se rendían al portento luminoso del eléctrico.

Caía, ya mansamente, la lluvia, y yo le dije al poeta:

-¿No crees tú que estas cosas, los tranvías y los automóviles, empiezan a hacerse románticas? ¿No crees tú que debemos comenzar a amarlas? Fíjate que han nacido con nosotros, que son de nuestra época y de nuestra vida. Tú dirás que tienen una pesadez mecánica y un aspecto ciudadano y burgués. -¡Y qué importa! Nosotros podemos quitarles esa pesadez y ese aspecto. -Tú eres poeta: ahora tus idilios no deberán desarrollarse en góndolas, en sillas de postas ni en vetustas diligencias. Deberán desarrollarse en automóvil. En automóvil van las Manon y los De Grieux de hoy... Podrás cantar al vértigo de la distancia y tendrás motivos para epitalamios y para elegías. -Podrás hacer raras estrofas de versos rápidos y de ritmos dislocados y relampagueantes. -Por tus versos nuevos pasarán reyes pálidos y espectrales hombres enterrados en pieles, damas rígidas, e impasibles, mujeres de placer y vírgenes de velos blancos que el viento de la carrera a la Nada pondrá, trágicamente, rígidos sobre el cielo de los crepúsculos... Si tú lo quieres, poeta, podemos matar al Progreso. -Vamos a quitarle lo que tiene de antipático y de intruso, y para esto comencemos a amar las cosas nuevas y a llenarlas de poesía, porque la poesía donde está es en los hombres y no en las cosas, ¿no es verdad?

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-Es verdad, dijo el poeta. -Yo empiezo a sentir en mí el nacimiento de esa poesía, pero nace poco a poco y con dolor. Tengo el alma conquistada por las cosas lejanas, desconocidas que se apagan al exterior, con un apagamiento que yo respiro y que no es sino el alma temblorosa de la humana tristeza... Sí; yo empiezo a sentir que en mí nace esta nueva poesía del Progreso, pero nace poco a poco y con dolor. Nace todavía sobre cenizas calientes...

La lluvia iba aplacándose y en lo alto comenzaban a brillar las estrellas. El tintinear de los tranvías, el chasquido de los látigos y el anuncio de los periódicos, cantaban el himno bullicioso de la ciudad. La gente cerrando sus paraguas, volvía a la calle, y el poeta y yo, después de darnos las manos, nos perdimos entre la multitud.

Madrid, noviembre de 1907.