Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[259]→  

ArribaAbajoMi salida de España en 1939

Laura del Castillo


  —[260]→     —261→  

Mi salida de España en 1939

A fines de enero de 1939, mi marido, Joaquín Rodríguez y Rodríguez, asesor jurídico del ejército del Ebro, se presentó en el tribunal jurídico del mismo, en donde yo trabajaba como secretaria, a tratar, según me dijo, algunos asuntos oficiales con el presidente del tribunal, capitán jurídico militar don Augusto Pérez Lías, quien fuera conocido algunos años después como el actor Augusto Benedico. Me extrañó que no me hubiera comentado su visita. Temí que pudiera estar relacionada con el avance de las tropas fascistas en aquel frente de batalla. Hacía varios días que habían desencadenado una ofensiva y, desgraciadamente, el ejército republicano no pudo contener el avance.

Al comentar con mi jefe me dijo que, puesto que Joaquín iba de paso hacia Barcelona, había decidido darme unos días de permiso, para que lo pudiera acompañar. Nunca me imaginé a qué se debía el permiso.

Ya cerca de Barcelona Joaquín me dijo, como la cosa más   —262→   natural del mundo, que en caso de que los fascistas se acercaran mucho a Barcelona no dudara en ir a la embajada de México pues le habían prometido ayudarnos a salir de España si la República perdía la guerra y si caía Barcelona, ya que poco o nada podríamos hacer.

Era la primera vez que Joaquín hablaba de la posibilidad de perder la guerra. Para todos nosotros era una especie de tabú hablar de ello. Sólo los derrotistas y «quinta columnistas», palabra muy en boga en aquellos días, eran los que lo comentaban desde que comenzó.

Al llegar a Barcelona, hacia el mediodía, recogimos de paso a mi suegro en su oficina y fuimos a comer a casa de mi madre, a la que avisé por teléfono antes de salir de Montblanc. Montblanc es un hermoso pueblo de la provincia de Tarragona, sede, en aquellos días, del tribunal jurídico del ejército del Ebro. Al ser nombrado mi marido asesor, pedí mi cambio de la Asesoría Jurídica del Ministerio de la Guerra al Tribunal del ejército del Ebro, ya que la asesoría estaba en el monasterio de Poblet, el cual queda a seis o siete kilómetros de Montblanc.


Mi hermano José del Castillo

Durante la comida con mi madre, mis hermanas y mis suegros, Joaquín me dijo que, puesto que la embajada de México estaba relativamente cerca de casa de mi madre, iba a pasar por allí a saludar a sus amigos y a cambiar impresiones con ellos. Poco después me telefoneó para decirme que la embajada había decidido sacar cuanto antes de Barcelona a las personas que pudieran correr más peligro en caso de no poder salir por sus propios medios. Como ése era mi caso, por ser hermana del teniente del Cuerpo de Asalto, José del Castillo Sáenz de Tejada, vilmente asesinado por Falange el 12 de julio   —263→   de 1936 y haber vengado su muerte alguno de sus compañeros, en la madrugada del día 13, matando a Calvo Sotelo, creían que debíamos salir aquella misma tarde para Francia en el autobús que para ello había conseguido la embajada. Como mi suegro y mis hermanas trabajaban en diversas dependencias gubernamentales, y todavía no tenían órdenes de salir de Barcelona, se quedarían hasta que el gobierno diera la orden de evacuación. Joaquín me recomendó que sólo llevara lo indispensable en cuanto a ropa, pero que, si me era posible, llevara conmigo la máquina de escribir y los apuntes que antes de la guerra había comenzado a preparar, con vistas a publicar más adelante: los libros sobre Derecho Mercantil, Tratado de Sociedades Mercantiles y Derecho Bancario que años después, poco antes de su muerte, acaecida en México el 10 de agosto de 1949, pudo publicar y que se siguen publicando, actualizados por mi hijo José Víctor Rodríguez del Castillo, también, abogado.

Joaquín fue uno de los intelectuales más destacados de la emigración. Cuando comenzó la guerra, hacía apenas un mes que había obtenido la cátedra de Derecho Mercantil de la Universidad de la Laguna (Canarias), y en 1932, poco después de doctorarse en Derecho, ganó la oposición de oficial letrado del Congreso de los Diputados.

Con un burdo cordel, que encontré en casa, até la máquina de un extremo y en el otro el paquete con los apuntes, de los que sólo me separé unos momentos en los Pirineos. Las pocas prendas de vestir que llevaba se las di a mi madre y a mi suegra, y ellas las pusieron en el maletín que cada una llevaba.

Llegamos a la embajada, mi madre, mi suegra, mi sobrino Enrique y yo, embarazada de dos meses y sin haberle dicho nada de esto a Joaquín hasta estar completamente segura de mi estado. En el momento en que iba a salir el autobús llegó mi marido, ya de regreso de la Asesoría Jurídica del Ministerio   —264→   de la Guerra. Sólo tuvimos tiempo de despedirnos desde la ventanilla y como pude le dije que íbamos a tener un hijo. Se echó a llorar como un niño y ésa fue la imagen que tuve de él hasta que, casi dos meses después, nos reunimos en Francia.

La salida de Barcelona nos llevó mucho tiempo puesto que ya se había iniciado el éxodo y era materialmente imposible avanzar hacia la carretera entre aquel maremágnum de coches, autobuses, camiones de carga, carros y hasta bicicletas en las que la gente quería salir horrorizada ante los bombardeos, que casi continuamente había sobre Barcelona en los últimos días.




Por la carretera hacia Francia

La carretera estaba ya en las mismas o peores condiciones que las calles de Barcelona, añadiendo a lo anterior los miles de personas que huían despavoridas, así como muchos vehículos averiados, que no sólo no podían seguir adelante sino que impedían el avance de los que venían atrás.

En vista de la imposibilidad de seguir, el responsable del grupo, que pertenecía al personal de la embajada, decidió que pasáramos la noche, o lo que quedaba de ella, en una especie de bodega abandonada que había a la salida de uno de los pueblos cercanos al lugar donde estábamos a fin de salir para Francia en las primeras horas del siguiente día.

Todavía no amanecía cuando subimos de nuevo al autobús para tratar de llegar, cuanto antes, a la frontera, lo que no fue posible, no sólo por la avalancha de gente y el congestionamiento de vehículos, queriendo todos salir los primeros, sino por los intensos ametrallamientos de los aviones, que casi bajaban a ras del suelo.

Como a unos diez o doce kilómetros de la frontera, el responsable,   —265→   viendo que en el autobús estábamos en constante peligro y que cada vez era más difícil seguir avanzando, nos preguntó si estábamos de acuerdo en continuar adelante, a campo traviesa, y puesto que todos aceptaron, emprendimos la caminata a pie a través de los Pirineos, con bastante nieve en aquellas fechas.

Todavía no me he podido explicar cómo mi madre, ya mayor, mi suegra, con una úlcera de estómago que pocos días antes le había causado una hemorragia de consideración, un niño, tan pequeño (ocho años), y yo pudimos emprender la marcha, tan cansados ya y sin haber comido nada desde el día anterior. Debido a nuestras precarias condiciones siempre íbamos a la cola del grupo y esto motivó las protestas de algunos (sobre todo de los desertores que se nos habían unido).

Todo iba marchando más o menos bien, hasta que se presentó el problema de tener que atravesar un riachuelo, que si bien llevaba poca agua, era lo suficientemente ancho como para no poder atravesarlo sin ayuda. Sólo mi sobrino, con la destreza que caracteriza a los niños, lo pasó sin dificultad. Vino el responsable a ayudarnos y así pudimos seguir adelante, quedando cada vez más separados del grupo. Poco tiempo después, uno de los desertores, sin consideración alguna, me arrebató la máquina de escribir y los apuntes que seguían amarrados y como el cordel era bastante largo yo me había dado con él dos vueltas a la cintura. Al ver que se quedaba detrás de nosotros e increpaba a mi madre y a mi suegra para que anduvieran más aprisa, me entró la sospecha de que quisiera hacernos una jugarreta. Efectivamente, arrojó todo por un terraplén y su ayuda consistió en que yo, con las pocas fuerzas que me quedaban, tuviera que bajar aquella pendiente para rescatarlo. Hecha una furia, debí de increparlo en voz tan alta, que el responsable volvió sobre sus pasos para ver qué ocurría. Le conté como pude, puesto que no podía dejar   —266→   de llorar, lo que había pasado y le supliqué, que puesto que ya debíamos de estar muy cerca de Francia, nos dijera hacia qué dirección debíamos seguir caminando. Aunque me costó trabajo convencerlo, aceptó que nosotras siguiéramos solas.

Mi suegra, además de la muda de ropa que llevaba en el maletín, había tomado la precaución de incluir tres latas de leche condensada que el día anterior mi madre le consiguió, intercambiándolas con una amiga por algún otro alimento y seis cubiertos de plata. Tanto las latas de leche como los cubiertos pesaban mucho y llegó un momento en que pensó deshacerse de alguna de ellas. Me preguntó cuál de las cosas tiraba. Le dije que creía preferible tirar las latas, pues pensaba que no faltaría en Francia quien pudiera proporcionarle un vaso de leche y que en cambio los cubiertos podían ayudarnos una vez en Perpignan, adonde tanto mi suegro como mi marido nos dijeron que nos dirigiéramos tan pronto como pasáramos la frontera, por tener allí parientes la familia de mi marido.

Cerca de las tres de la tarde llegamos por fin a territorio francés; unos gendarmes nos señalaron el camino de la estación y allí nos dirigimos, ya casi sin fuerzas. Como los pocos asientos que allí había estaban ocupados nos sentamos en el suelo, tratando de descansar y de reunir fuerzas para seguir adelante. Se nos acercó una señora española y nos dijo que como el tren no tardaría en llegar para sacarnos de allí, y era zona de evacuación, que nos aconsejaba nos dirigiéramos al ayuntamiento solicitando nos dieran algo de comer. Mi madre estaba tan agotada que decidió quedarse allí con mi sobrino, cuidando al mismo tiempo nuestras escasas pertenencias.

Cuando mi suegra y yo, tras de tener que subir una calle en cuesta muy pronunciada, llegamos a la plaza del ayuntamiento, aquello estaba desierto. Llamamos varias veces en la alcaldía y por fin salió un empleado y nos dijo que ya no eran horas   —267→   de oficina, y que a las doce, que era la hora de comer en Francia, habían distribuido alimentos para todos los refugiados españoles, que casi los habían invadido. El buen señor estaba hecho una furia. Sin decir palabra, mi suegra se acercó a una de las largas mesas que habían improvisado en la plaza y quitándose del cuello el pañuelo, recogió los cuatro o cinco mendrugos de pan que aún quedaban, hizo dos nudos al pañuelo, se lo colocó en el brazo y en silencio y llorando amargamente las dos, emprendimos el regreso a la estación.

Cuando desembocamos en la calle, por la que minutos antes habíamos subido, oímos y vimos a un grupo de gente exigiendo a los dueños de una tienda de comestibles pequeñita que les regalaran latas y toda clase de comida. Los dueños y sus hijos trataban de sacarlos del pequeño local con escobas y palos, por lo que la algarabía crecía cada vez más. Cuando nosotras pasábamos frente a la tienda, sin detenernos y procurando alejarnos de allí lo antes posible, llegaron dos o tres gendarmes y en pocos momentos lograron dispersarlos amenazando con devolverlos a España. Santo remedio. En un momentito se acabó el alboroto.




Una familia generosa

Estábamos como a media cuadra de la tienda cuando oímos a nuestras espaldas la voz de una jovencita que decía «mes dames, mes dames». Como no pensamos que se dirigiera a nosotras seguimos andando, y ella, corriendo, se puso delante de las dos y nos dijo, en su chapurreado español, que cuando pasábamos por su casa su madre nos vio por una ventana, y que al vernos tan tristes y cansadas quería que pasáramos a descansar y tomar un refrigerio. Le dimos las gracias y le dije que teníamos que regresar a la estación, pues mi madre y mi sobrino   —268→   se habían quedado allí descansando y cuidando las pocas cosas que pudimos sacar de España. Se fue a decírselo a sus padres, y cuando nos habíamos alejado un poco vino de nuevo, esta vez acompañada de uno de sus hermanos y nos dijo que sus padres insistían en que fuéramos los cuatro. Volvimos sobre nuestros pasos para agradecerle su atención y pedirles un vaso de leche para mi suegra. Yo regresaría con mi madre y a mi suegra, una vez que hubiera descansado, sus hijos la acompañarían a la estación, puesto que el pueblo era zona de evacuación y tendríamos que salir aquella misma tarde al interior de Francia.

No lo consintieron y, después de consultar entre ellos, me dijeron que sus hijos me acompañarían a la estación para ayudarnos con el equipaje y recoger a mi madre y al niño que también estarían cansados. El descanso y el pequeño refrigerio se convirtieron en tres días de alojamiento, que fue lo que tardé en conseguir el dinero necesario para ir en tren a Marsella a reunirnos con la familia de mi suegro. Nunca olvidaré aquellos días y la generosidad de aquella familia, hijos de payeses catalanes los dos.

Como eran amigos del subprefecto de policía, consiguieron que nos quedáramos con ellos hasta que yo pudiera ver al cónsul de España en Perpignan, amigo y compañero de mi marido, y le pidiera ayuda para poder trasladarnos a Marsella. Durante los tres días que tardé en conseguir ayuda del consulado, no sólo me preparaban comida, pues me pasaba todo el día en la cola del consulado, sino que también me daban el dinero necesario para el autobús.

En vista de que durante los dos primeros días no avanzaba lo suficiente en la cola para llegar a las puertas del consulado, mi suegra decidió ir conmigo al día siguiente y tratar de vender los cubiertos de plata, cosa que hizo a uno de tantos buitres que pululaban por los alrededores del consulado. Desgraciadamente   —269→   la cantidad que obtuvo por ellos no era más que la mitad de lo que necesitábamos, por lo que animada por ella, en vez de ponernos en la cola nos decidimos a entrar en el consulado, y según ella, exigir que nos atendieran. Ella le diría a la secretaria que de allí no nos moveríamos hasta solucionar nuestro problema. No hubo necesidad de presionar a nadie. Al entrar en el tantas veces mencionado consulado me encontré de manos a boca con un íntimo amigo de mi marido, que fingió no conocerme, a pesar de que unos días antes había estado cenando con nosotros en casa. Dejando a un lado mi orgullo y asco le conté nuestra situación y me dijo: «En este momento voy a comer con el cónsul y le hablaré de vuestro caso. Vente por aquí a las tres, que ya estaremos de regreso y te prometo que estará todo listo para que esta misma noche salgáis para Marsella».

Llegamos un poco antes de la hora convenida y al decirle a la secretaria del cónsul que nos habían citado a las tres, me respondió que eso no era posible ya que la persona que me había citado había salido a las doce para París, en compañía del cónsul. No cito el nombre de nuestro «gran amigo» porque sólo nombrarlo me produce todavía, después de 52 años, el mismo asco y desprecio que me causó en aquel momento. Sin embargo, la secretaria me pasó con el vicecónsul y él me proporcionó lo que me faltaba.

Queriendo demostrar a nuestros benefactores nuestro agradecimiento, les regalé una pistola pequeñita que mi marido me había regalado hacía algún tiempo para que pudiera defenderme con ella, llegado el caso. Le acepté el regalo con la condición de que me la diera descargada y así la llevé en el bolso, el cargador por un lado y la pistola por otro. Yo le decía que si llegaba el caso de tener que hacer uso de ella, nadie pensaría que estaba descargada. No he podido superar, es más ni siquiera lo he intentado, el pánico que me produce ver   —270→   un arma de fuego. Todos nos acompañaron a la estación tristes de que no permaneciéramos más tiempo con ellos. Íbamos solos en todo el vagón y comentamos la suerte que habíamos tenido en dar con aquella extraordinaria familia y estar ya camino de Marsella, en donde creíamos que encontraríamos noticias de los que habían quedado en España.




Camino de la comisaría

Nuestro gozo duró poco. Poco antes de llegar a Marsella subió una familia de gitanos franceses y, casi en seguida, llegaron dos gendarmes pidiendo la documentación. Tuve que decirles que no la teníamos pero que en Marsella nuestra familia estaba gestionando ante las autoridades que pudiéramos quedarnos allí. Se encogieron de hombros y se marcharon.

Al bajarnos del tren había dos gendarmes más esperándonos. Me preguntaron mi nombre y al ver que era el mismo que ellos llevaban anotado, se pusieron los dos a mi lado, aferrándose a mis codos para que no pudiera escapar y así nos llevaron a la comisaría. Sólo pudimos ver a nuestros parientes a través de una tela metálica. Nos dijeron que en Marsella no nos podíamos quedar y que en el próximo tren nos llevarían a Saint Étienne, ciudad en la que estaban concentrando a los refugiados que pasaban por Marsella.

Durante los días que permanecimos en Saint Étienne, estuvimos en una casa abandonada. Como a las cuatro de la tarde nos llevaban la comida que era lo que, según supimos después, sobraba en un restaurante de tercera o cuarta categoría. Todo frío. El puré de guisantes no había quien lo pudiera comer, a pesar del hambre que teníamos. Muy pulcros, los franceses, decidieron que un día, a las seis de la mañana todos,   —271→   hombres y mujeres, nos laváramos el pelo, pues iban a pasar a revisarnos la cabeza, por si acaso teníamos parásitos. Como no teníamos con qué secarnos el pelo y el frío era muy intenso, el agua que no pudimos secar se nos convirtió en hielo. Sobre las once de la mañana aparecieron varias enfermeras y un médico y nos llevaron a un hospital para desinfectarnos la ropa y el cuerpo. Cuando la ropa salió de los autoclaves no nos la pudimos poner. Había encogido tanto que era imposible usarla.




La generosa ayuda de los cuáqueros

Por fortuna, un grupo de cuáqueros, que casi todos los días iban a visitarnos, había conseguido un buen lote de ropa y, gracias ellos, pudimos vestirnos de nuevo. El vehículo en que nos correspondió ir era una carroza fúnebre, previamente adaptada para que cupiéramos todos, unos encima de otros.

Días más tarde, sin previo aviso, nos trasladaron a Regny, refugio en el que permanecimos hasta que a mi suegra le llegó la autorización del gobierno francés para trasladarse a Marsella con sus familiares. Mis hermanas consiguieron su traslado del Hospital de Lourdes a Regny, por estar allí su madre y el hijo de una de ellas.

Tanto mi madre como mis hermanas fueron incluidas para ir a México en uno de los barcos que fletó el gobierno español en el exilio: el Ipanema.

Mis hermanas y el niño llegaron a México a mediados de julio de 1939. No así mi madre, que al saber que a mi hermano Paco (para mí tan patriota e idealista como Pepe) lo habían trasladado en una ambulancia desde el campo de concentración donde se encontraba (creo que Argelés-sur-Mer) hasta el barco que lo condujo a Rusia, decidió irse con él. En Francia   —272→   Paco estuvo a punto de que le amputaran la pierna que tenía casi congelada por tanto tiempo que pasó en el frente de Teruel, al mando de una brigada. Afortunadamente en Rusia le salvaron la pierna.




Mi madre muere en Rusia

A pesar de las constantes gestiones que hicimos ante la embajada rusa en México para traernos a mi madre, lamentablemente no lo conseguimos. En el 45 murió allí. Cuando en junio de 1969 pudimos reunirnos en Francia con mi hermano Paco, en un camping de Hendaya al que podía ir los veranos para estar cerca de España, supimos el cariño y respeto con que todos los españoles que vivían cerca de ella la trataron en todo momento. Para todos era su mamuska. Mi profundo agradecimiento y respeto para ellos.




Localizamos a la familia

En Regny las cosas mejoraron un poco para todos los allí reunidos, pues si bien el alojamiento era lo que quedó después de que se quemó un pajar a las afueras del pueblo, la comida la hacíamos por turno las mujeres. El Gobierno Republicano pagaba una cantidad por cada exiliado, y en las noches nos poníamos de acuerdo sobre lo que queríamos comer al día siguiente. Dormíamos en el suelo sobre la paja que antes de nuestra llegada habían esparcido en él. Como todas las ventanas se quemaron, por los huecos entraba un aire tan helado que, entre esto y lo duro del suelo, difícilmente podíamos dormir.

Mi familia y yo tuvimos suerte, pues nos pusieron en una   —273→   habitación pequeñita que había en lo que fue el primer piso. Poco nos duró el gusto ya que al día siguiente de nuestra llegada trajeron a un par de chicas que acababan de llegar y aunque apenas cabíamos nosotros, allí se quedaron. Desde el primer momento a mi suegra le parecieron «raras», a pesar de que durante los primeros días disimulaban y se portaban con corrección. Poco a poco comenzaron a darse a conocer y ante el descontento de todo el grupo y el aislamiento en que las dejaron pidieron regresar a España, lo que hicieron poco después.

En Regny pudimos ponernos en contacto, por escrito, con nuestros familiares. Logramos saber que mis hermanas Griselda y Lola, habían salido de España cuando dieron oficialmente la orden de hacerlo y estaban en el Hospital de Lourdes, habilitado como refugio. Mis hermanos Pedro y Paco estaban en un campo de concentración y mi suegro en otro. Mi marido y yo nos pusimos en contacto a través de un amigo de Joaquín, que publicó en un periódico republicano el lugar en donde me encontraba. Afortunadamente Joaquín lo leyó y gracias a eso me pudo localizar.

Él, que había salido con lo que quedaba del ejército del Ebro, fue a dar a un campo de concentración. Después me contó que, ante el temor de quedarse allí indefinidamente, se unió a la comitiva de los jefes militares españoles que salían del campo y como vio que cada uno de ellos decía su nombre, dio el suyo y, afortunadamente, lo dejaron salir. Un antifascista alemán, que durante algún tiempo había pertenecido al Estado Mayor, siguió su ejemplo. Mi marido, ante el temor de que su acento los delatara, se anticipó a dar su nombre (Jan Gutman) y dijo en el tono más normal posible: «Juan Guzmán, mi ayudante». Así salieron los dos. Alejados del campo decidieron separarse por considerarlo menos peligroso. Joaquín vendió el reloj Omega de oro que sus padres le regalaron   —274→   cuando acabó sus estudios y con lo que obtuvo compró un traje de mala muerte. El caso era quitarse cuanto antes el uniforme. No le alcanzó para zapatos, ya que sólo le quedaba lo justo para irse a París y tuvo que quedarse con las botas de militar hasta que en París le dieron dinero sus amigos de la embajada.

Cuando comenzó la guerra nombraron a mi marido secretario político del entonces ministro de Estado, don Julio Álvarez del Vayo, que antes de la guerra fue embajador de España en México, por lo que sé uno de los embajadores españoles más queridos. En ese cargo conoció a muchos diplomáticos extranjeros y desde el primer momento simpatizó con el personal de la embajada de México. Entre otras personalidades conoció al Lic. don Narciso Bassols, con el que hasta su muerte siguió una entrañable amistad.

Al llegar a la embajada en París ya estaba el Lic. Bassols como encargado de negocios de México en Francia. Inmediatamente le ofreció asilo en ella, pero Gregorio Nivón, segundo secretario de la embajada, muy amigo de Joaquín, y que le estaba muy agradecido por haber salvado a su mujer, que pertenecía a una familia española de derecha, le rogó a Bassols que le permitiera llevarlo a su casa y una vez en ella, tratara de sacarme cuanto antes de Regny, lo que procuró conseguir por todos los medios, sin llegarlo a lograr.




Salida del refugio a la mexicana

En vista de que el gobierno francés denegó todas las solicitudes que se hicieron para conseguir mi salida del refugio, Nivón decidió que yo debía salir de allí «a la mexicana». Que él se encargaría de todo.

Un viernes en la tarde me telefoneó Joaquín. Me dijo que   —275→   Nivón había decidido ir al día siguiente a buscarme. Hizo hincapié en que cuando los viera no diera señales de conocerlos, pues esto echaría abajo todo el plan de Nivón. Al llegar pasaron directamente al subprefecto. Yo me moría de ansiedad pensando si me dejarían salir o no. Al cabo de un rato, que se me hizo eterno, me mandaron llamar. Afortunadamente pude vencer el impulso de acercarme a Joaquín. El subprefecto me dijo que los dos señores de la embajada mexicana, habían ido a reclamarme puesto que estaba indebidamente allí por haberme casado con un mexicano y por consiguiente podía adquirir la nacionalidad de mi marido. Era lamentable que yo no hubiera reclamado mis derechos desde el primer momento pues él se hubiera encargado de subsanar el error, poniendo el caso en conocimiento de sus superiores. Me rogaba que tuviera paciencia hasta que él recibiera la autorización de dejarme salir de Regny. Siguió hablando con Nivón pues Joaquín no se atrevía a hablar por miedo a que lo delatara su acento y, entre otras cosas, nos contó que una señora española, que estaba en otro refugio, dijo que iba a dar un paseo por los alrededores de la población y no volvió. Al darse cuenta de su ausencia a la hora de la cena, el encargado del refugio lo comunicó por escrito al subprefecto, el que hasta el lunes en la mañana, al regresar a su oficina supo lo ocurrido. Lo más probable, dijo, es que ya se encontrara fuera de su jurisdicción.

Pocos minutos después terminó la entrevista. Mi madre y mi suegra ya habían preparado la máquina de escribir y los apuntes, así como la poca ropa que tenía y emprendimos la huida. Nivón quería salir cuanto antes de allí por si acaso el subprefecto se arrepentía de haber contado la anécdota y me hacía regresar. Llegamos a París, a casa de Nivón y Carmela, sin ningún contratiempo.

Durante los primeros días no salí a la calle ni un solo momento,   —276→   tal era el miedo que todos teníamos que pudieran detenerme. A Nivón, que también era médico, no le parecía conveniente que en mi estado no hiciera ejercicio, por lo que, algún tiempo después de mi llegada, salíamos en su coche y paraba en algún parque, casi siempre en el Bois de Boulogne, para que tanto Carmela, también en estado, y yo, estiráramos las piernas. Al regreso, en vista de que no nos atrevíamos a ir a algún restaurante, compraba castañas asadas o crepas en alguna de las esquinas por las que pasábamos.




Por fin... hacia México... vía Nueva York

A últimos de abril, el Lic. Bassols le comunicó a Joaquín que había sido autorizado por el general Cárdenas para enviar, cuanto antes, a 40 intelectuales a México y que para él era una gran satisfacción incluirlo. Al agradecérselo Joaquín, por considerarlo un honor inmerecido, el Lic. Bassols le respondió que tanto su presidente como él estaban convencidos de que también el país saldría beneficiado con nuestra ida.

El 6 de mayo zarpamos del puerto de Boulogne, en el Veendam, barco holandés, hacia Nueva York. Durante la travesía comencé a sentirme mal. Toda la comida, buenísima y abundante, me hacía daño. Las molestias que no había tenido en el refugio, aparecían ahora. Por un lado el mareo y por otro el picor que después de las comidas me daba, sobre todo en las manos, hacía que casi no pudiera salir del camarote. Como el picor y las manchas en las manos no sólo no se me quitaban sino que iban en aumento, Joaquín decidió consultar a don julio Bejarano, uno de los dermatólogos más destacados de España y también en México después. No bien me había visto las manos el Dr. Bejarano cuando dijo que tenía sarna. Lo peor, nos dijo, es que tendrá que esperar a que lleguemos   —277→   a Nueva York para ponerla en tratamiento. No podemos decir nada al médico de a bordo pues declararían al barco en cuarentena y a usted y a mí nos echarían por la borda. No salga durante el día para no contagiar a nadie. Joaquín, si alguien pregunta por Laura, dígales que se siente muy mal, debido a su estado. Como tampoco es conveniente que esté en el camarote sin hacer ejercicio, sáquela en la noche a cubierta para aliviar un poco su encierro. Joaquín se contagió. Afortunadamente para él, no le dio tan fuerte como a mí y siguió haciendo su vida normal. Ahora, 52 años después de ese calvario, pido perdón a las personas a las que involuntariamente pude contagiar. Si alguien creyó que estaba histérica o era rara, ya saben el porqué de mi comportamiento.

Los ingleses no nos permitieron desembarcar en Southampton ni los canadienses en Halifax. El 21 de mayo desembarcamos en Nueva York. Se nos comunicó que nos agrupáramos y esperáramos a que salieran todos los judíos, que también viajaban con nosotros, pues una comisión antifascista iba a venir a darnos la bienvenida a su país. Pasado un rato varias señoras, que parecían estar buscando algo que les llamara la atención, se acercaron a mi marido y a mí y nos preguntaron, mitad en inglés mitad en español, si era cierto que en el barco venían los «rojos» españoles. Al contestarles Joaquín que efectivamente el grupo de exiliados españoles éramos los que estábamos allí, dijeron que no era posible. Los «rojos», dijeron, van sucios y las mujeres van vestidas con volantes y peinetas. La indignación y carcajada del grupo fue general.

En el muelle nos esperaban Andrés Iduarte, el gran escritor mexicano y su mujer, Graciela. Andrés había sido alumno de mi marido el año 36, en Madrid. Nos llevaron a su casa. Durante tres días que estuvimos en Nueva York no dejaron de colmarnos de atenciones. Aunque Joaquín les dijo que no podíamos   —278→   quedarnos en su casa por miedo a contagiarlos, no nos dejaron movernos de allí. Al salir de su casa para coger el autobús que nos llevaría a México, Andrés le entregó a Joaquín tres cartas. Una para su cuñado Óscar Morineau, otra para su amigo Emigdio Martínez Adame y otra para otro amigo suyo cuyo nombre no recuerdo. Le dijo que creía que todos ellos tratarían de ayudarnos y todos lo hicieron.

Llegamos a México el 29 de mayo en la madrugada. El autobús nos dejó en el Hotel Regis. El Dr. Bejarano me puso en tratamiento y aunque me llevó mucho tiempo deshacerme de la sarna por no haber podido combatirla a tiempo, después de muchos días y de mucho sufrir (el tratamiento es muy doloroso pues hay que frotarse toda la piel con estropajo para que el Mitigal penetre bien), logré mejorarme.

El mismo día que llegamos, varios periodistas antifascistas nos llevaron a comer a Las Cazuelas, para que probáramos cuanto antes la comida mexicana. También nos llevaron a conocer algo de la ciudad, entre otras cosas, el Palacio Nacional. Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que la pesadilla había pasado y que en el poco tiempo que creíamos permaneceríamos aquí, nos adaptaríamos en seguida tanto a sus costumbres como a su forma de hablar. ¡Qué equivocados estábamos respecto a nuestro regreso a España! Al acabar la Segunda Guerra Mundial nos dimos cuenta de que España nos seguía vedada. Afortunadamente nos adaptamos tan bien a nuestra nueva patria, pues eso fue México para nosotros desde el primer momento, que ya no nos fue tan doloroso renunciar a nuestros sueños.



  —279→  
Ayudas generosas y manos amigas

Las cartas de Iduarte surtieron efecto muy pronto. El Lic. Óscar Morineau presentó a Joaquín al gran jurista mexicano don Alberto Vázquez del Mercado que, desde ese momento, puso a su disposición su biblioteca y despacho para que pudiera estudiar las leyes mexicanas. Don Alberto, que estaba traduciendo al español el Derecho Mercantil del italiano Brunetti, le rogó a Joaquín que lo tradujera, pues si bien no era mucho lo que pagaría la editorial, por lo menos podríamos contar con algo para cuando naciera el «chamaco». Por otra parte, uno de los periodistas que nos recibió a nuestra llegada y que daba clases de mercantil en la Universidad Obrera, le pidió que siguiera él dando la cátedra ya que sus ocupaciones como periodista le quitaban mucho tiempo. Pagaban 38 pesos al mes. ¡Con cuánta delicadeza nos ayudaron todos!

Martínez Adame le presentó a Joaquín a sus amigos don Antonio Martínez Báez y don Antonio Carrillo Flores. Los dos pertenecían a la Comisión de Leyes de la entonces Secretaría de Economía. Desde el primer momento se interesaron en que Joaquín formara parte de la Comisión. A mediados de año el presupuesto estaba agotado, por lo que convinieron en darle cada uno de ellos 25 pesos, con lo que reuniría los 300 pesos que ellos ganaban. Como les daba pena dar a Joaquín los 25 pesos cada uno, se los entregaban al secretario de la Comisión, el que se hacía «guaje» siempre que podía. A partir de 1940 nombraron a Joaquín miembro de la Comisión, y acabó nuestro problema económico. Por lo menos podíamos comer y pagar los 70 pesos que nos costaba el departamento que alquilamos en la colonia de los Doctores.

Quiero expresar mi profundo agradecimiento a todas aquellas personas que tan desinteresadamente y de una forma tan delicada nos ayudaron a encarrilar nuestra vida. También rindo   —280→   un tributo de agradecimiento y respeto a la memoria de don Santiago Galas que, sin que se lo pidieran, prestó a mi primo Carlos, por ser sobrino de un empleado de confianza, y a Joaquín, los diez mil pesos que necesitaron para abrir el bufete de la calle de Palma 42.

¡Qué prematuramente murieron los dos! Carlos, en 1948 de un infarto al miocardio. Joaquín, el 10 de agosto de 1949, de una enfermedad del riñón. Poco tiempo después de su fallecimiento aparecían los antibióticos, la diálisis y el trasplante renal... Y quedé sola con mis tres hijos: Joaquín de nueve años, Pepe de cuatro y Laura (o Rosi como la llamaba su padre) de nueve meses.

Dicen que Dios aprieta pero no ahoga. A pesar de mi poca preparación (sólo hice el bachillerato) pude salir adelante trabajando en la Dirección Médica del Sanatorio Español, como secretaria y después en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público durante 29 años.

Mi mayor satisfacción es que, a pesar de que hace muchos años que mi marido murió, sus obras siguen publicándose y se consideran como obras de consulta para los estudios de derecho, economía y otras disciplinas. ¡Pequeño tributo de agradecimiento hacia el país que tan generosamente nos acogió!