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Guillermina Medrano


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Rescatando el pasado


El ejército se ha sublevado

Cuando en las elecciones de febrero de 1936 los partidos políticos de izquierda, unidos en Frente Popular, volvieron al poder, fui nombrada concejal del Ayuntamiento de Valencia. Era la primera y única mujer en un municipio integrado siempre por hombres. El partido de Izquierda Republicana, en el que yo tomaba parte activa, me había designado para el cargo. Las mujeres empezábamos a abrirnos camino... Profesionalmente era maestra en una escuela graduada cerca de Valencia. Había pertenecido a un grupo de maestros que tomamos parte en unas oposiciones que, para entrar en el escalafón del Magisterio, teníamos que hacer los que cursamos el llamado Plan Profesional. Una de las primeras preocupaciones de la República, apenas establecida en el año 1931, fue la de formar maestros capaces para la gran misión de educar a las futuras generaciones en el respeto a la vida humana, el   —284→   amor a la naturaleza, el derecho a pensar libremente y la importancia de la educación. Normas pedagógicas que eran coincidentes con las defendidas por la Institución Libre de Enseñanza, algunos de cuyos discípulos fueron, por entonces, profesores de estos alumnos-maestros del Plan Profesional.

Apenas tomé posesión de mi cargo de concejal, que como otros representantes en el Ayuntamiento, con la excepción del alcalde, desempeñábamos gratuitamente, empecé a preocuparme de organizar las colonias escolares veraniegas que patrocinaba el Ayuntamiento y de las que disfrutaban muchos niños necesitados de unas, aunque breves, vacaciones en el campo. Mi deseo era organizar más y mejores colonias que en años anteriores. Poco duró mi empeño en llevar a cabo el proyecto: el alzamiento militar vino a transformar las estructuras y, por tanto, las actividades que habían de dirigir mi vida futura. Aunque yo había pagado una substituta en la escuela, para atender cumplidamente mis responsabilidades como concejal, cuando se inicia la sublevación militar ya las escuelas están en plena vacación veraniega. Los días 19, 20 y 21 de julio asisto al Ayuntamiento donde los directivos en mi partido me aconsejan espere acontecimientos. El alcalde, y varios representantes de partidos y sindicatos, han acudido al Gobierno Civil donde esperan tener mejor información del progreso de la sublevación. El 21 de julio, hacia las cinco de la tarde, estábamos en el balcón del Ayuntamiento esperando noticias, el entonces secretario Sr. Gurrea (creo recordar que ése era su nombre) y yo. Era la única concejal presente. Un grupo de jóvenes entre los que estaba un querido compañero de Magisterio, Paco Bernia, y otros que no identifiqué al momento, me hicieron señas y me preguntaron si podían subir a hablar conmigo. Le dije al alguacil que les permitiera la entrada y me indicaron que venían de la Plaza de la Virgen donde habían presenciado la entrada de grupos incontrolados en la Capilla de   —285→   la Virgen de los Desamparados, tan venerada por los valencianos. Nada pudieron ellos hacer. Querían despedirse porque iban a salir para el frente. Se sentían preocupados por el rumbo que iban tomando las cosas y tenían el propósito de ir, cuanto antes, a luchar contra los que habían propiciado, con el levantamiento contra el gobierno legalmente constituido, que estos hechos ocurrieran. Me despedí de ellos deseando que la suerte les acompañara. Solamente volví a ver a mi querido compañero cuando le trajeron muerto del frente. Paco había sido uno de los jóvenes maestros del Plan Profesional cuyo lema pedagógico, más que otro cualquiera, era «abajo las armas de guerra». Éste presidía el aula donde enseñó antes de iniciarse la guerra.

Vivíamos momentos angustiosos. ¿Qué iba a pasar en España? Hasta el día 24 no hubo seguridad de que Valencia estuviera bajo la enseña republicana y que partidos políticos, sindicatos, y el pueblo se aprestaban a defender los ideales de la República. También había empezado el período revolucionario y con él los atropellos, represalias, saqueos, registros y, en fin hechos sangrientos que conllevó la revolución provocada por el levantamiento militar.

Las noticias que llegaban de la zona ocupada por los fascistas agravaban las reacciones populares. Poco o nada se podía hacer para controlar lo que, por una parte era entusiasmo popular para defender la República, y por otra una avalancha de incontrolados disfrazados de revolucionarios.

A primeros de noviembre, el gobierno republicano decide trasladarse a Valencia huyendo del peligro que suponía el asedio a Madrid. Con las oficinas del gobierno llegan también embajadas, y niños, principalmente procedentes de los orfelinatos. Muy pronto éstos serán evacuados a Europa y al Norte de África.

Valencia, hasta el 18 de julio, había sido una de las ciudades   —286→   más atractivas para vivir: el clima, el espíritu alegre y artístico de los valencianos, la riqueza de su huerta y el hecho de que con poco más de medio millón de habitantes estuviera rodeada de pueblos muy cercanos en los que era fácil adquirir frutas y legumbres recién cogidas en aquellas alquerías -barracas hoy desaparecidas- hacían la vida fácil y agradable. El centro de Valencia tenía, todavía, un sentido de pueblo grande. Y era corriente encontrar, al salir del único instituto existente en la calle de Játiva, o de la Escuela Normal situada en los altos del Ayuntamiento o de la cercana Universidad donde paseábamos por el claustro presidido por la estatua de Luis Vives, amigos con quienes conversar y dar varios paseos antes de volver, al anochecer, a nuestros hogares. Aunque el advenimiento de la República había influido en un cambio, a veces radical, de muchas costumbres, la sublevación militar y el traslado del gobierno a Valencia cambió totalmente la fisonomía de nuestra cuidad.

El 1 de diciembre las Cortes de la República celebran una sesión en los salones del Ayuntamiento que en colaboración con el Comité Ejecutivo Popular, que ya existía desde principios de la guerra, inicia un trabajo difícil de inmediata necesidad: habilitar viviendas para la cantidad de empleados que acompañan al gobierno, sus familias, niños y viejos evacuados de Madrid y miembros de embajadas. Se plantea también la necesidad de preparar refugios en caso de ataque aéreo. El valenciano se siente orgulloso de acoger a hombres como el poeta Antonio Machado y políticos como don Manuel Azaña. Para los que huían del Madrid asediado y en parte destruido por los ataques enemigos, Valencia es un oasis de paz que pronto será bautizada con el nombre de «La Valencia feliz». No tardó «La Valencia feliz» en dejar de serlo al recibir, en sus propias carnes, la visita fascista. La primera en forma de bombardeo de la región del puerto el 12 de enero de 1937, seguida   —287→   de otras desde buques fascistas y de ataques aéreos que, al principio, causaban pánico entre la población pero a los que se acostumbró la ciudad muy pronto. El espíritu valenciano y su republicanismo pudo demostrarse hasta el fin de la guerra: fue, con Alicante, la última ciudad que se rindió al enemigo.




¿Actividad política o vida profesional?

La Institución se propone educar a sus alumnos... ante todo para ser hombres, personas capaces de concebir un ideal de gobernar con sustantividad su propia vida y de producirla mediante el armonioso consorcio de todas sus facultades.


Francisco Giner de los Ríos                


Las órdenes religiosas estaban, en aquellos momentos, empezando a ser perseguidas. La necesidad de sustituir, principalmente en los internados y asilos, a las monjas que los dirigían, hizo que los partidos políticos y sindicatos recabaran de sus afiliados maestros, enfermeras, y otros elementos preparados, la ayuda para sustituir a las religiosas y que se hicieran cargo de esos centros. Aunque yo todavía formaba parte del Consejo Municipal tuve que hacerme cargo, por disciplina política y por amor a mi profesión, de una institución que, con el nombre de Asilo de San Eugenio, funcionaba en el barrio de Sagunto. En ella se alojaban más de 400 niños y niñas dependientes del Tribunal Tutelar de Menores. Ayudada por varios profesores, algunos de ellos también provenientes del Plan Profesional y compañeros muy queridos, me hice cargo de dicho asilo e hice que personas de mi mayor confianza trasladaran   —288→   a las monjas a lugares que ellas indicaron que les habían prometido amparo. Eran momentos en que peligraban las vidas y, los que nunca compartimos la violencia, estábamos obligados a defender a las posibles víctimas, algunas veces aún a costa de nuestra seguridad personal.

Como el símbolo de la palabra «asilo» hería profundamente mis convicciones, hice un cambio inmediato, siguiendo, sin conciencia de ello, la moda de aquellos momentos quedó pronto convertido en «Casa de la Infancia Giner de los Ríos».

Llegaba el momento más difícil para mí por la falta de experiencia en la dirección de un centro de esta naturaleza. Pero la buena voluntad, la ayuda de algunas empleadas que se prestaron a colaborar y que conocían bien el funcionamiento del antiguo asilo, me permitió iniciar cambios necesarios para llevar a buen término la dirección del internado y de las escuelas. Muchas de las experiencias de aquellos primeros momentos quedaron en mi corazón para siempre.

Unos días antes de tomar posesión de mi cargo había muerto, en la maternal, una niña cuya hermanita gemela, de poco más de dos años, todavía vivía. Estaban estas niñas, como la mayor parte, protegidas por el Tribunal Tutelar de Menores. Su padre había asesinado a la madre en un ataque de celos y estaba en la cárcel condenado a cadena perpetua. Como las cárceles habían liberado a muchos prisioneros, un día se presentó para ver a sus hijas. Era un hombre sencillo que me contó la historia que lo llevó a la cárcel. Nunca le volví a ver más y la niña se convirtió, he de declararlo, en una de mis predilectas. Cuando, en mis raros momentos de asueto, visitaba yo la parte destinada a la guardería la niña corría a mi encuentro y apretaba sus bracitos alrededor de mi cuello. Cuando, obligada por las circunstancias, tuve que dejar la dirección del centro y marchar a París, llevé siempre conmigo el recuerdo de mi querida niña.



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Los incesantes ataques aéreos

Durante los meses en que me dediqué a dirigir la «Casa de la Infancia Giner de los Ríos» tuve que poner toda mi energía a tal responsabilidad alejándome, en lo posible, de lo que había considerado mi segunda inclinación: la actividad política. En febrero del año 37 el Ayuntamiento había cambiado de orientación. Domingo Torres, representando a la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) sustituye en la alcaldía a Cano Coloma; un Consejo Municipal se forma con representantes de la CNT, UGT (Unión General de Trabajadores), Partido Socialista, Partido Sindicalista, Unión e Izquierda Republicana, Esquerra Valenciana, Partido Comunista, FAI (Federación Anarquista Ibérica), Partit Valencianista d'Esquerra y POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista).

Relevada de mis obligaciones y ante el peligro que los constantes ataques aéreos suponían para la vida de los niños en el barrio de Sagunto, decidimos trasladarlos a un balneario, rico en aguas medicinales y alejado, por lo tanto, del peligro de los bombardeos. No fue fácil mantener a la población infantil bien alimentada. Lejos de los centros de abastecimiento las raciones de que disponíamos llegaban mermadas y tardías. Gracias al alcalde del pueblo donde funcionaba la colonia, Chulilla, un alma noble, el Sr. Sales, campesino socialista que a la entrada de los fascistas fue fusilado, logramos que los niños no sufrieran intensamente por las necesidades impuestas por la guerra. La alegría de verles nadar y jugar al aire libre sustituía, algunas veces, el dolor que nos producía tener que limitar nuestras raciones.

Compartir la responsabilidad de la dirección de la Casa de la Infancia con inolvidables compañeros como Ramón Garí, Petra Esparcia, Paco Verdejo, Magdalena Marzal y muchos otros, me permitió asistir al Ayuntamiento para atender alguna   —290→   de mis responsabilidades en la sección de Educación. De aquella época, hasta mi cese como concejal en febrero del 37 quedaron, entre mis más entrañables recuerdos, tres hechos que nunca se borraron en mis largos años desde que salí de Valencia: primero, el inmenso dolor que sentí al ir a formar guardia al lado del féretro que encerraba el cuerpo de mi querido amigo de la infancia Francisco Bernia, muerto en el frente poco tiempo después de alistarse como voluntario para defender la República. Segundo, las caricias de mi pequeña niña huérfana de madre, que tuve que dejar en la Casa de la Infancia cuando otras actividades me obligaron a dejar la dirección en ese centro. La tercera, ya de orden político, llena de emoción y de orgullo republicano, fue el día que tuve el honor de ser presentada a don Manuel Azaña, presidente de la República en una sala del Ayuntamiento. Era el 21 de enero de 1937 y en ese día hizo don Manuel un discurso con un emocionante canto a Valencia:

«A Valencia -dijo- debo en los comienzos de mi acción política, tan corta todavía, pero tan excesivamente dramática y tempestuosa, la primer acta de diputado que nunca tuve. Vuestro pueblo tuvo esa cortesía conmigo... Valencia tiene en su historia el título glorioso de haber sido uno de los primeros y más fuertes hogares del republicanismo español, y en este país se daban de antiguo aquellas condiciones sociales, económicas y políticas merced a las cuales el árbol de la democracia ha podido crecer... Valencia, en la paz, era una joya de la República Española, y en la guerra ha sabido cumplir con creces su obligación. Muchos hijos de Valencia han perdido su vida luchando en el frente por la salvación de todos sus hermanos de España».



Cuando el alcalde, Cano Coloma, me hizo el honor de presentarme como la única mujer concejal del Ayuntamiento y   —291→   miembro destacado de nuestras juventudes de IR, don Manuel, que no creo que en el fondo fuera uno de los paladines de la emancipación de la mujer, me dio ligeramente la mano, me miró a través de sus gafas midiendo seguramente mi pequeñez y juventud -siempre representé menos años de los 23 que exigían para desempeñar el cargo de concejal-, y sin más comentarios me volvió la espalda para conversar con Largo Caballero, Diego Martínez Barrio, del que el año 39, ya en el exilio en París, sería yo secretaria particular en el Comité de Ayuda a los Refugiados Españoles que él presidía y Rafael Supervía, entonces primer teniente alcalde del Ayuntamiento y gestor de la Diputación Provincial, que sería mi compañero durante todos los años de nuestro exilio hasta su fallecimiento en el año 1978 en los Estados Unidos. La emancipación legal y política de la mujer durante los años de la República estaba, en muchas ocasiones, solamente en la constitución.




Vuelta a la actividad política


Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.


Antonio Machado                


Relevada de las obligaciones a las que me sometía la dirección de la Casa de la Infancia Giner de los Ríos, convertida ahora en colonia situada en el hermoso pueblo de Chulilla, se me ofreció la oportunidad de volver a mi segunda actividad: la política.

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Pertenecía yo, casi desde su fundación en el año 34, al partido de Izquierda Republicana donde organicé un Comité Femenino que empezaba a dar frutos cuando estalló la sublevación. Mi trabajo en aquel comité fue, creo yo, uno de los motivos para que me nombraran concejal del Ayuntamiento de Valencia. No era IR el primer partido político en donde milité. Ya había sido miembro activo del partido Radical Socialista. La circunstancia de haber tenido como maestro y mentor, siendo casi yo una niña, a don Fernando Valera, uno de los más relevantes escritores y políticos de nuestra República, me preparó para la iniciación en lo que iba a ser mi trayectoria vital.

Ya avanzada la guerra, a principios del año 38, siendo miembro de la Ejecutiva Nacional de las juventudes de Izquierda Republicana, se me propuso que me marchara a París para representarlos en la delegación que la Alianza Juvenil Antifascista tenía en esa capital. Hasta aquel momento el delegado de los jóvenes republicanos había sido Manuel Noguera. Las juventudes creían que debía Noguera volver a España y ocupar un puesto en el frente. Nunca supe si el correligionario Noguera había cumplido las órdenes de nuestra ejecutiva porque no tuve la oportunidad de conocerle ni de que se cruzaran nuestros pasos.




Cómo nació la Alianza Juvenil Antifascista (AJA)

A mediados del 37, representantes de las distintas organizaciones juveniles que desarrollaban una labor dependiendo de los partidos políticos y sindicales, acordaron, para trabajar con mayor efectividad, establecer una organización independiente en donde conjuntamente pudieran desarrollar un programa de mayor agresividad para luchar contra el enemigo.   —293→   La AJA llevaría a cabo trabajos coordinados para conseguir, bajo postulados más o menos afines, el triunfo contra el fascismo y la consecución de las metas revolucionarias que abogaba la representación de las Juventudes de la Confederación Nacional del Trabajo. Serafín Aliaga, presidente de la AJA, hablando de los propósitos de esta nueva organización hacía hincapié en la lealtad y cordialidad que existía entre la juventud antifascista. «Sin lealtad no cabe unión, y la lealtad no es cuestión de palabras sino norma de abnegación, de sacrificio, de supeditación de lo estrictamente particular a lo de carácter general...». No pasaría mucho tiempo hasta que esa lealtad se viera sacrificada a los intereses a que obligaba «la consigna» recibida por uno de los organismos miembro de la AJA: los representantes de las Juventudes Socialistas Unificadas.

Aceptado el cargo para el que se me proponía como representante de las Juventudes Republicanas en la AJA en París, salí de Valencia con dirección a Barcelona donde tenía que proveerme de la necesaria documentación y divisas que me permitieran llegar a mi destino. Eran los primeros días de abril de 1938. Barcelona sufría destructores bombardeos diarios. Apenas llegué a la capital cuando se supo que el ejército de Franco había llegado al Mediterráneo cortando, por Vinaroz, la comunicación entre norte y sur de los defensores de la República. Aunque la guerra había de durar todavía casi un año más, costando miles de vidas y sufrimientos, puede decirse, y así lo sentí yo en aquellos momentos, que la suerte quedó echada: el corte de las dos zonas fue definitivo para iniciar nuestra derrota.



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La delegación en París

Era un día festivo cuando, atravesando en tren la pacífica campiña francesa, llegué a París. Las calles estaban casi desiertas. Los franceses gozaban de sus vacaciones de Pascua. En aquellos momentos no pude reprimir un sentimiento de resquemor y rabia. Mientras en España corría la sangre en defensa de lo que era para Francia la base de su vida -aquel trío de «Igualdad, Legalidad y Fraternidad»- los franceses gozaban de una paz idílica. No tardaría mucho tiempo hasta que Francia sufriera también la humillación de la invasión nazi.

Como mis medios económicos eran muy limitados -el Ministerio de Propaganda apenas concedía divisas a los que salíamos al extranjero- tuve que recurrir a una joven italiana, directora de un periódico contra Mussolini cuyo nombre me había dado en España una amiga suya compañera de profesión. Se firmaba Antonio Moreno, algo que nunca logré que me explicara. Ella me ayudó a encontrar un pequeño y modestísimo apartamento junto al que ocupaba en la rue de Clignancourt, en el corazón del París que habría de ser mi segundo hogar durante más de dos años.

Pasadas las vacaciones pascuales me dirigí a la oficina donde, según mis datos, estaba situada la delegación de la AJA. En efecto; en el boulevard de la Madeleine estaban las oficinas que funcionaban dependiendo, en cuanto a solvencia económica y local de trabajo, bajo la dirección de Juan Vicens, jefe de la Delegación de Propaganda. La oficina, que era bastante amplia, tenía varias dependencias en lo que llamaríamos mezzanine o entresuelo. En la parte baja estaban unos mostradores en los que se atendía a quienes entraban pidiendo información, material relativo a la guerra, etc., etc. En los grandes escaparates que daban a la avenida había, a mi llegada, una gran fotografía de la Pasionaria y otras de generales y héroes   —295→   de nuestra guerra. Casi toda la propaganda, muy pronto pude constatar, mostraba personajes miembros del Partido Comunista o simpatizantes de sus consignas.

El delegado Vicens me recibió con amabilidad y me presentó a la secretaria de la AJA. Era Mme. Beranger una mujer callada, de gran actividad, cuya nacionalidad nunca pude averiguar. Tenía bajo su dirección el boletín «Juventud» publicación de una gran sencillez que se editaba en francés y algunas veces se traducía a otros idiomas. Bajo el nombre «Juventud» aparecía «Service d'information sur la Jeunesse Espagnole, edité pour la Delegation à París de l'Alliance Juvénile Antifasciste». Para componerlo aprovechábamos cuanta información nos llegaba de la zona fascista y de la republicana aunque, a decir verdad, nos era más fácil adquirir periódicos de la zona enemiga que de la nuestra que nos llegaban con gran retraso. El boletín, bajo su dirección, tenía un marcado sabor comunista. Mis primeros esfuerzos fueron encaminados a paliar en algo aquella tendencia y así empecé a incluir en él declaraciones del Presidente Azaña y de otros personajes ilustres de nuestra República.

De un valor extraordinario era la relación que Mme. Beranger guardaba cuidadosamente de organizaciones, nombres y direcciones de quienes, en todo el mundo, levantaban su voz a favor de la República y recaudaban ayuda para la juventud española. La lista incluía varios países hispanoamericanos, Estados Unidos, Canadá, Filipinas, Inglaterra, Noruega, Suecia, Bulgaria, Suiza, Polonia, Yugoslavia, Bélgica, Holanda, Finlandia, África del Sur, Checoslovaquia, Dinamarca, Estonia, Austria, Rumania, Nueva Zelanda, China... Puede decirse que, en los archivos de Mme. Beranger, figuraban casi todos los países en donde no había un dictador establecido.

Esta relación, y las frecuentes cartas que de todo el mundo recibíamos, servían para mantener nuestras esperanzas y eran   —296→   prueba evidente de la simpatía con que la República Española contaba entre todos los pueblos del mundo. La conducta de muchos gobiernos era muy diferente.




Nuestra delegación: trabajo en París

Después de orientarme en lo que iba a ser mi oficina de trabajo quise, naturalmente, conocer a mis compañeros de delegación. Ésta debía estar constituida por tres representantes: uno de las juventudes Socialistas Unificadas, el de los jóvenes Libertarios y yo, representando a los jóvenes Republicanos. En su mesa de trabajo estaba el representante de los Socialistas Unificados, un joven llamado Zalacaín que había sido herido en un bombardeo en el país vasco en el que había perdido una pierna. La delegada de las Juventudes Libertarias, Pepita Iglesias, estaba en el hospital con un ataque de polio. El delegado republicano, al que fui a sustituir, había desaparecido sin dejar instrucciones de lo que se debía continuar y lo que ya se había hecho... El panorama no era muy halagador pero el entusiasmo en la tarea a emprender paliaba los inconvenientes.

Muy pronto llegó a la delegación un sustituto de Pepita: hombre que más bien pertenecía al partido que a las juventudes, que asistía a nuestra oficina con bastante irregularidad pero de una gran preparación y honestidad que se convirtió en uno de mis mejores colaboradores. Se llamaba Elizalde. Permaneció con nosotros hasta que la República perdió la guerra y, en los últimos momentos de nuestra gestión como AJA fue sustituido por Fidel Miró. De esa etapa, por sus peculiares características, hablaré más adelante.

Las relaciones internacionales, como hemos indicado, estaban casi a cargo de la secretaria, Mme. Beranger. Nuestra   —297→   misión era, principalmente, la de presionar a los sindicatos, partidos políticos, y personas relevantes en la vida francesa para que el gobierno terminara con la nefasta política de no intervención. Tomábamos parte en mítines, reuniones y en cualquier actividad que nos permitiera recabar ayuda para nuestra causa. Sería interminable incluir la cantidad de actividades en que la Delegación de la AJA tomó parte durante el período en que permanecí como delegada de las juventudes Republicanas. Incluiré solamente alguna de ellas por lo que significan teniendo en cuenta la diversidad y entusiasmo con que esas personas y organismos defendieron nuestra causa. Desde el Syndicat National des Instituters, hasta los mítines organizados por partidos políticos, congresos como el del Office International pour l'enfance y su Conference International pour l'aide à l'enfance espagnole... Pero una de las actividades en las que tomé parte como delegada de las Juventudes Republicanas de España, no de AJA, fue el congreso celebrado en Marmande en septiembre de 1938, por la Federation de Jeunesses Laïques et Republicaines de France. Este organismo, que al principio de nuestra guerra había mantenido su apoyo al gobierno en la política de «no intervention», cambió pronto de dirección al constatar que la no-intervención hacía posible que Franco y sus aliados pudieran obtener los recursos y armas con que sacrificar al pueblo español. En este congreso pronuncié un discurso de 20 minutos en el que, con la vehemencia de mis convicciones, solicitaba ayuda para la causa española. Esta organización, aparentemente sin depender de partidos políticos existentes, tenía entre sus miembros jóvenes que han sido, y todavía son, elementos destacados de la política francesa. Y el hecho de que el congreso estuviera presidido por el entonces Ministro de Salud Pública Marc Rucart era para raí una gran oportunidad. Todavía recuerdo algunas palabras que pronuncié en aquel congreso   —298→   bajo la mirada comprensiva de Mr. Rucart:

«España ha emprendido una nueva ruta colonizadora más amplia que la que inició la Edad Moderna, porque ella es de tipo ideológico: vamos a la salvaguardia de la Paz, del Derecho y de la Justicia, atropellados hoy por el fascismo y que puede convertirse en amenaza para el mundo entero».



¡Palabras que se hicieron realidad pocos meses después! El ministro me distinguió y felicitó por mi actuación. Unos meses después, el ministro Rucart, acompañado del que entonces era del Interior, Mr. Sarraut, visitaba los campos de concentración donde los refugiados españoles empezaban su periodo de dolor y lágrimas... bajo la mirada feroz de los senegaleses encargados de vigilar a los defensores de la libertad...

Por una persona allegada al ministro Rucart supe que la visión de estos campos, y la limitación de los medios con que organizarlos de manera más humana, le había afectado intensamente. Rucart habló, después de su visita, al Comité de Salud Pública, sobre la cruel situación de los heridos refugiados admitiendo que los medios de que disponía Francia eran insuficientes para solucionar el problema y pidiendo a la Cruz Roja, sindicatos e instituciones, ayuda inmediata. Aunque las medidas fueron insuficientes bien está dejar sentado aquí el interés que por resolver el problema tenía el ministro de la Salud Pública.

La variedad y cantidad de actividades a que nos sometía la delegación de la AJA no era obstáculo para que nos diéramos cuenta de las circunstancias políticas que se desarrollaban en Europa. Mejor dicho, sabíamos que de aquellas circunstancias dependía, en gran parte, la suerte de nuestra guerra.

Mientras España se desangraba en sus últimas y heroicas batallas, en París podíamos contemplar las reacciones de un pueblo que, sin visión histórica, pretendía la paz a toda costa.   —299→   Edouard Daladier, al regreso con Neville Chamberlain de firmar el desgraciado pacto de Munich, es recibido con aplausos y vítores. Nada importaba que el pacto con Hitler hubiera aceptado la destrucción de Checoslovaquia y la ocupación de Austria. Lo importante era «salvaguardar» la paz. París respira con lo que cree es el mejor medio para evitar otra guerra en suelo francés. Han pasado apenas veinte años desde la terminación de la Primera Guerra Mundial. En ella habían luchado, al lado de Francia, y muerto en su defensa, más de 35 mil españoles. Apenas un año después de la firma de este ignominioso pacto la bota nazi se pasearía por los Campos Elíseos y otros miles de españoles -ahora refugiados del fascismo- darían también su vida por la libertad de Francia.

En el mes de noviembre fui invitada a participar en una cena en la que se agasajaba a un grupo de soldados procedentes de las Brigadas Internacionales, recién salidos de España. Aunque la mayor parte eran norteamericanos, mi conocimiento del inglés y el suyo del español muy limitado, recuerdo con emoción pequeñas conversaciones con aquellos héroes combatientes. Pocos lograron salir de España íntegros físicamente. Muchos quedaron enterrados en suelo español, símbolo de la fuerza de los ideales. Años después, cuando las persecuciones en los EE.UU., durante la era de McCarthy, tuve ocasión de hablar con uno de ellos en Maryland. Durante mucho tiempo estos heroicos luchadores tuvieron que esconder su pasado como miembros de las Brigadas Internacionales para poder librarse de la persecución en aquella época de triste recuerdo.

Muchos fueron los franceses que tendieron la mano, y abrieron sus hogares a los españoles en desgracia, pero no quiero dejar de mencionar a dos personas que, dentro de las Jeneusses Laïques et Republicaines, trabajaron infatigablemente por ayudar, durante la guerra y a su terminación, a la   —300→   causa republicana: su presidente, Jean Victor Meunier y su secretario René Berlin. Berlin había sido testigo presencial de nuestra lucha en una visita a la que fue invitado por el gobierno español a principios del año 38. Nuestra gratitud ya en la historia.




Vuelta a España


¡Más que la victoria
importa merecerla!


Miguel de Unamuno                


Terminaba ya el año 38 y las perspectivas de ganar la guerra eran cada día más pesimistas. Tenía que volver a España antes de que las circunstancias me lo impidieran.

Existía en París un organismo que bajo el lema «Pour l'Unión de la Jeunesse Democratique» propugnaba la unión de todas las juventudes democráticas del mundo. Tenía filiales en México, Cuba, Checoslovaquia, Bélgica, Gran Bretaña, Polonia y Rumania. Su secretario era Robert Le Roy Wattiaux. Como carecía de medios económicos suficientes para que dicha organización prosperara, su ayuda, desgraciadamente, no se extendió a nuestros jóvenes republicanos al finalizar la guerra civil. Basándome en los principios de esta organización quise yo establecer una filial en España cuando regresé al final del año 38.

Los Socialistas Unificados, bajo la protección del Partido Comunista tenían, más o menos, solucionado parte de este problema. Lo mismo, por tener carácter internacional, ocurría con los jóvenes libertarios. O al menos eso creía yo. Solamente los republicanos estábamos sin una mano que internacionalmente nos pudiera ayudar. En Barcelona y en Madrid   —301→   y Valencia estaban nuestros directivos correligionarios. Era necesario que yo volviera a España para dar cuenta de mi gestión en París y preparar el exilio.

¿Cómo volver? Había dos medios, los dos peligrosos y difíciles. Uno ir por tierra, tal y como había salido de España en el mes de abril, por los Pirineos hasta llegar a Barcelona. El otro, ir en avión, siempre y cuando lograra un asiento en uno de los vuelos que todavía unían a Marsella con Alicante, y tratar de llegar a Valencia para trasladarme a Madrid después. Logré este último medio y en un avión, de aquellos que casi volaban a pocos metros de tierra firme, llegué a Alicante en medio de un bombardeo al que yo ya me había desacostumbrado. Me refugié en una zanja cerca del aeropuerto y luego, no recuerdo con qué medios, llegué hasta las oficinas del partido de IR donde me resolvieron el problema de ir a Valencia con mi familia.

¡Qué emoción al verme rodeada de mis familiares! Observé que nada había cambiado desde mi partida. Solamente la actitud de la gente ante el peligro de los ya frecuentes bombardeos. Dos noches después de mi llegada estaba durmiendo cuando sonaron las sirenas. Me lancé rápidamente de la cama con el propósito de bajar a la portería donde se había habilitado un pseudorrefugio, que más que protección contra las bombas parecía dar seguridad psicológica a los que allí se reunían. Ningún miembro de mi familia se había molestado en abandonar la cama. Mi abuela, mujer ya entrada en años, al verme dispuesta a bajar a la portería me dijo: «No te molestes, hija. Ya nadie baja. Si nos ha de tocar, pues... ¡Dios dirá!». Me convencí, a partir de ese momento, de que ni las bombas, ni la escasez de alimentos, ni la intranquilidad por el futuro les hacía mella. Y, sobre todo, nadie hablaba de la posible derrota.

Cuando en mis conversaciones trataba de preparar a mis familiares para que consideraran la posibilidad de salir de España,   —302→   me acusaban de tener espíritu derrotista. «Claro, en París las cosas deben verse de manera distinta, pero nosotros sabemos que tenemos que ganar la guerra. Nuestras ideas no pueden ser derrotadas. ¡Somos una esperanza para el futuro del mundo!»

En este período de mi última estancia en España visité de nuevo Madrid y estuve en el frente para hablar con los soldados de un regimiento del que yo había sido madrina abanderada antes de marchar a París. Como la mayor parte de mis correligionarios de las JIR estaba en Barcelona, después de unas semanas en la zona sur, decidí tratar de ir a Barcelona para reunirme con los miembros de la JIR que estaban allí. Luego podría volver a París y reintegrarme a mi trabajo en la AJA. Poco imaginaba yo entonces lo que durante mi ausencia había ocurrido en la Delegación de la AJA.




Adiós a Valencia


No andes errante
y busca tu camino...
-Dejadme,
ya vendrá un viento fuerte
que me lleve a mi sitio.


León Felipe Camino                


Si la vuelta a España desde Francia había sido difícil y peligrosa, el regreso a París presentaba muchos más problemas. No se podía ya pensar en salir en avión porque la compañía francesa había suspendido sus vuelos. Las comunicaciones por tierra estaban interrumpidas desde que las tropas de Franco cortaron las zonas republicanas llegando al Mediterráneo por Vinaroz. Había una sola posibilidad: salir por mar.

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Un amigo de la juventud, Agustín Montesinos, también correligionario, militar del cuerpo de Carabineros, encargado de vigilar la flotilla que comunicaba la zona sur con Cataluña, consiguió que me admitieran en uno de estos barquitos que salían, cada anochecer, del puerto de Valencia. Mi querido amigo, que no salió de España aunque lo intentó dos veces, al terminar la guerra, pagó con varios años de cárcel su solidaridad con la República. Un atardecer del mes de enero me acompañó al puerto. Apenas me despedí de mis familiares. La angustia y el dolor me atenazaban el corazón. Agustín me presentó al capitán con una mentira caritativa: «Le pongo en sus manos a mi hermana. Cuídemela». El capitán, un vasco cuyo nombre desgraciadamente no recuerdo, de rostro expresivo y sincero y fuerte complexión, me acogió con naturalidad y me llevó a su camarote. «Aquí, me dijo, está el único camarote del barco que yo nunca uso. Acuéstese y, pase lo que pase, no salga hasta que yo venga a buscarla».

Íbamos a navegar por aguas en parte de las cuales los fascistas tenían control. Como estaba anocheciendo y llevaba mi corazón angustiado por el presentimiento de que ésta era la última vez, quién sabe en cuánto tiempo, que yo iba a ver las playas de Valencia cuyas olas habían acariciado mis años de infancia, le pedí permiso al capitán para permanecer en cubierta unos momentos antes de seguir sus instrucciones y encerrarme en el diminuto camarote. Las aguas estaban tranquilas pero el barquito, a mí me lo parecía, se balanceaba como una concha en un violento oleaje. Han pasado muchos años -casi toda una vida- pero el recuerdo de aquel atardecer me ha acompañado siempre.

Al llegar a Barcelona el acostumbrado bombardeo nos esperaba. El capitán me tomó en brazos y me llevó a uno de los bloques de cemento que había en el puerto para refugio presuroso de los que llegaban por mar. Pasado el bombardeo   —304→   vino a buscarme. Me despedí de él muy agradecida, le deseé suerte en su regreso a Valencia y me dirigí, no recuerdo cómo, a las oficinas del partido de Izquierda Republicana. Allí esperaba encontrar a algunos correligionarios que me ayudaran a salir de Barcelona. Pero otro interés me guiaba: saber qué había pasado con los archivos del Partido y de las juventudes. Era importante que esos archivos no cayeran en manos de los fascistas. Durante mis entrevistas con miembros de las JIR, en Madrid y Valencia, había yo indicado la conveniencia de organizar comités secretos para que, llegado el momento, pudieran tener comunicación todos los correligionarios sin que peligrase su seguridad. En la oficina no había miembros de las juventudes pero sí estaba, con las mismas intenciones que yo, un extraordinario republicano, ministro de Propaganda durante la guerra, don Carlos Esplá. Político, escritor y periodista, don Carlos había ya sufrido exilio durante los años de la dictadura de Primo de Rivera y fue secretario del gran escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez. De aquella época contaba don Carlos anécdotas y datos interesantísimos. Don Carlos fue un vivo ejemplo de lo que un republicano simbolizaba: honesto, sacrificado por sus ideas, siempre dispuesto a tender la mano... Su sentido del humor era inigualable y sus artículos firmados como «El Valijero» fueron, durante nuestro exilio, consuelo a nuestras desesperanzas. Murió en México hace años sin poder ver el fin del dictador Franco.

Las tropas de Franco estaban ya casi a las puertas de Barcelona. El Gobierno Republicano había salido hacia el norte y yo estaba allá sin saber qué camino tomar...

Bajé a la calle esperando encontrar salida hacia el norte y, milagrosamente pasó un automóvil con cuatro miembros de la JIR. Al verme me invitaron a subir y así llegué a Gerona donde pasé la noche en el hall de un atestado hotel. Al día siguiente, un alto jefe militar, que yo había conocido durante   —305→   mis visitas al frente, en los primeros meses de la guerra, me llevó hasta la frontera. Como yo disponía de un permiso de residencia no tuve inconveniente en entrar en territorio francés. Mi equipaje era mínimo. Con mi maletita de mano, un sombrero y guantes que había acomodado en ella, pude pasar sin que los «amigos franceses» me consideraran una refugiada de las que ellos encaminaban, muchas veces con gran crueldad, hacia los refugios. Mi problema era que apenas tenía francos para llegar a París. Con un telegrama enviado a mi mejor amiga francesa, Anita Dossagües, encontré la solución. Anita me envió, al consulado de Toulouse, unos francos con los que compré mi billete de tren hasta llegar a París.




Los restos de la AJA

Aunque había dejado parte de mi equipaje en el modesto hotel en dónde me instalé a mi llegada al principio del 38, pagando dos meses de alquiler por anticipado para que me lo reservaran hasta mi regreso, cuando traté de instalarme de nuevo en él me dijeron que no tenían nada libre y que podía recoger mi equipaje e instalarme en otro hotel cercano, en la calle Simart. Los dueños del pomposamente llamado Hôtel Meuble, de la calle Clignancourt, eran miembros del partido comunista y el marido era además secretario de un sindicato de cocineros. Me habían usado, en muchas ocasiones, para tener acceso a mítines y reuniones a los que yo había sido invitada. Llegado el momento en que ellos supusieron que yo podría verme en apuros económicos, decidieron que lo mejor era alejarme de su hotel para evitar la posible responsabilidad de tenerme que ayudar. Empezaba yo a darme cuenta de lo que iba a ser la solidaridad de ciertas gentes que se habían llamado «amigas de la República».

  —306→  

Otra gran sorpresa me esperaba al llegar a París. Nuestras oficinas de la AJA ya no estaban en la delegación de Propaganda de la Madeleine. Los archivos habían desaparecido y las subvenciones que el gobierno destinaba a nuestra delegación y que cubrían, además del trabajo en la secretaría las mensualidades destinadas a nuestros sueldos, habían desaparecido en los bolsillos de los Socialistas Unificados. Como no podíamos localizar a nadie que respondiera por lo acaecido -Cabello había sustituido a Zalacaín en los últimos meses- nos dirigimos, el delegado de las juventudes Libertarias, Fidel Miró, nombrado representante en febrero del 39 y yo, en carta cuya copia todavía conservo, a Santiago Carrillo citándole para una reunión para el miércoles 1 de marzo. Nunca se dignó contestar por ningún medio y Miró y yo decidimos seguir trabajando, con nuestros escasos medios, para ver de organizar la ayuda a nuestros compatriotas, refugiados en Francia desde la caída de Cataluña y «huéspedes», en los campos de concentración de Argelés-Sur-Mer, St. Cyprien, Barcarés... Otra dolorosa etapa de nuestra vida de refugiados, acababa de comenzar.




Hay que ayudar a nuestros jóvenes


El miliciano llora angustias
y calla memorias
trenzándose en ascuas de abejas
y corales.


Eugenio F. Granell                


En el mes de marzo de 1939 la guerra aún continuaba en el sur y centro de España. Con la caída de Valencia y de Alicante terminaría el 30 de marzo. Algunos de los republicanos de   —307→   esta zona lograrían llegar al norte de África. Otros quedarían atrapados en las costas, sin medios para poder ponerse a salvo de la represión franquista. En Francia, más de medio millón de refugiados, procedentes de Cataluña, habían logrado escapar de la persecución de los vencedores pero tenían que enfrentarse muchas veces con condiciones infrahumanas mantenidos por la esperanza de poder encontrar asilo en tierras americanas y lograr rehacer sus vidas.

A la delegación de la AJA -o la limitada delegación formada por Fidel Miró y por mí cuyo domicilio estaba en el hotel que yo ocupaba en la Rue Simart-, llegaban cartas enternecedoras. Heridos, madres que trataban de localizar a sus familiares, solicitudes de ayuda económica para paliar el hambre, sellos para poder comunicarse con personas de las que esperaban ayuda, cartas esperanzadoras de que los comités de ayuda, que ya funcionaban en París, pudieran ayudar a libertarlos de los campos... La tarea era superior a nuestras fuerzas. Pedimos ayuda a las organizaciones juveniles que se habían distinguido, durante nuestra guerra sobre todo, solicitándoles las gestiones para obtener el visado de entrada en sus países. Algunas respondieron pero la mayoría entendió que, finalizada la guerra, también sus obligaciones habían terminado. Quedaba nuestra tragedia enterrada en suelo francés. Aquí habría que trabajar para lograr el rescate.

¿Qué ocurría mientras tanto en Francia? ¿Cómo reaccionaba el pueblo y el gobierno ante la enorme responsabilidad de atender a más de medio millón de hombres, heridos, ancianos, niños y mujeres que buscaron refugio en su suelo? Jean Mistler, presidente de la Comisión de Asuntos Extranjeros en el congreso francés publicaba, el 12 de marzo de 1939 en el periódico París Soir, un detenido análisis de lo que para Francia suponía la entrada en su territorio de esa numerosa emigración. De acuerdo con sus declaraciones «500 mil españoles   —308→   habían cruzado los Pirineos. De ellos solamente 50 mil habían vuelto a España». Reconocía, en su artículo, que entre los refugiados se encontraban algunos que merecían ser considerados como tales y que éstos podrían seguramente encontrar visados que les abrieran las puertas de otros países. «Hasta el presente -seguía- solamente algunos países del continente americano habían respondido a la solicitud de asilo». Sigue Mistler diciendo que está alarmado por el costo que para el gobierno francés encierra alimentar tal población y que ni al final de la gran guerra había Francia sufrido tal cantidad de invasión humana. «¿Qué podría hacerse con esta aglomeración de gentes, sobre todo hombres de entre 20 y 50 años? ¿En qué podrían ocuparse?»

Muy pronto Francia iba a encontrar ocupación para ellos. Los refugiados, a los que contra su voluntad había dado cobijo, se convertirían muy pronto en los mejores defensores del suelo francés contra la invasión hitleriana.

Distintas organizaciones, con dinero rescatado por el Gobierno Republicano, empezaron a funcionar en París. El Comité de Ayuda presidido por don Diego Martínez Barrio, el SERE y más tarde la JARE, ayudaron a paliar las necesidades de la mayor parte de los refugiados, fuera y dentro de los campos de concentración, y a subvencionar los viajes de los elegidos para marchar a países principalmente del continente americano. Las Sociedades Hispanas Confederadas de Nueva York, que se habían distinguido por su ayuda política y económica durante la guerra, ayudaron, a través de sus delegados llegados de Nueva York, los queridos amigos Mari y Castro, para que bastantes refugiados obtuvieran el dinero que les permitiera pagar su pasaje a México y a la República Dominicana.

El 3 de septiembre de 1939, un año justo desde que Chamberlain y Daladier volvieran de firmar el nefasto pacto de   —309→   Munich haciendo creer a las débiles democracias que la paz con Hitler estaba asegurada, se declara la Segunda Guerra Mundial.

Sobre los refugiados españoles en Francia se cierne, de nuevo, el signo de la guerra, esta vez en tierra ajena.




Otra vez la guerra

Hay fechas que permanecen con nosotros a través de la vida: recuerdo imperecedero. El 3 de septiembre de 1939 era domingo. Haciendo milagros con nuestro limitado presupuesto decidimos gastar unos francos e ir a un cine. Estábamos bajo gran tensión por nuestro incierto porvenir y por los acontecimientos creados por Hitler con su ideario nazi formulado en su teoría del «espacio vital» y llevada a cabo ya parcialmente, en varios países de Europa. Tratamos, pues, de escapar, con una diversión ingenua, de esa preocupación permanente y entramos a un cine. Apenas iniciada la proyección se encendieron las luces y oímos la voz del premier Daladier anunciando que Francia le había declarado la guerra a Hitler. Inglaterra lo había hecho dos horas antes. Mi esposo, que había salido de un campo de concentración en el Norte de África, y mi madre, que había sorteado grandes peligros para reunirse conmigo en París, me acompañaban. Aunque la noticia no nos cogió de sorpresa quedamos angustiados sin saber qué decir. Estábamos en la sala solamente cuatro personas y pronto se reanudó la proyección. Decidimos quedarnos y después... ya pensaríamos lo que íbamos a hacer.

Aunque hacía meses que yo había decidido que nuestro único destino era dejar Europa y buscar en América solución a nuestra vida, mi esposo se resistía a dejar Francia pensando que la dictadura en España sería cosa efímera y que nuestro   —310→   deber era permanecer en Francia y tratar de ayudar en la lucha contra la posible invasión de las tropas hitlerianas. Yo, que había presenciado, un año antes, la reacción de los franceses y sufrido ante la actitud de su gobierno respecto a la guerra civil española, no compartía su opinión. Unos días después los acontecimientos me dieron la razón.

La dueña del modestísimo hotel donde vivíamos llamó a todos los ocupantes y nos dijo: «Tienen que ir a retirar las máscaras de gas que están repartiendo en la comisaría» y añadió dirigiéndose a nosotros tres: «Ustedes no tienen que ir. Son solamente para los franceses; no tienen derecho a ellas». Desde ese momento decidimos no bajar al pseudorrefugio que habían habilitado en el sótano, ni seguir las órdenes que nos daban. Eso sí, comenzamos nuestras gestiones para poder salir de Francia lo antes posible e ir a cualquier país de América. En aquellos primeros momentos de la declaración de guerra no era extraordinariamente difícil movilizarse. Los parisinos parece que habían decidido quedar en sus casas y esperar que el «poderoso ejército francés» y la línea Maginot, creada como defensa a un costo de varios millones por milla, les defendería a la agresión de Hitler. Y siempre quedaba la esperanza de que la guerra no llegara a mayores y la paz se estableciera muy pronto. La Historia nos enseña que no fue así.

Gracias a nuestras relaciones con varias embajadas americanas habíamos conseguido visados de entrada en tres países. Lo difícil era ahora lograr medios de salir y embarcar para alguno de ellos. Un buen amigo francés, que se había distinguido por su ayuda durante la guerra civil en España, nos avisó que en pocas semanas iba a salir para el Caribe un barco francés y que tenía posibilidad de encontrar tres billetes para nosotros. Así fue. Ahora teníamos que llegar a Bordeaux, puerto del cual saldría nuestro «barco de la esperanza». En un tren cuyos pasajeros eran casi todos soldados, llegamos a la ciudad   —311→   de Burdeos y a los pocos días, embarcamos como se nos había prometido.

Para nosotros la aventura de salir de París y llegar al puerto de Burdeos había sido relativamente fácil, pero a nuestra esperanza se unía el dolor de saber que en Francia quedaban nuestros compatriotas, muchos en campos de concentración y en refugios inhumanos, tal vez sometidos al peligro de que les obligaran a volver a España. Así pasó con algunos que fueron fusilados o condenados a prisión al ser entregados por el gobierno del Mariscal Pétain al dictador Franco.

La travesía en el barco francés no estuvo tan alejada de peligros como la salida de París. Desde Burdeos nos dirigimos a Plymouth y allí pasamos dos días sin saber si el barco continuaría hasta su destino o volvería de nuevo a Francia. No se nos informaba de nada. Por fin zarpamos de nuevo y, en el camino, sufrimos todas las peripecias e intranquilidades que ya se han relatado en otros de los trabajos de las mujeres que colaboran en este libro: persecución por submarinos alemanes, falta de comida e higiene,... y, al fin, llegamos a St. Thomas donde pudimos bajar unas horas y después cambiar de barco para dirigirnos a lo que considerábamos sería nuestro destino final: México. Como hubimos de detenernos en la República Dominicana y mi salud se había resentido por el largo y penoso viaje, pregunté a los empleados de las aduanas si podríamos bajar y descansar unos días en aquel país hasta embarcar la semana siguiente y seguir nuestra ruta hasta México donde teníamos ya algunos amigos que habían llegado en expediciones anteriores. Aunque no teníamos visado de entrada los aduaneros se mostraron muy amables y nos dijeron que podíamos quedarnos el tiempo que quisiéramos en su país. La semana de descanso se prolongó por casi seis años...

De Puerto Plata, lugar de nuestra llegada, decidimos ir a la capital entonces llamada Ciudad Trujillo, nombre del dictador   —312→   que dirigía los destinos de la República Dominicana y del cual no sabíamos absolutamente nada. Estando en París, durante nuestra guerra civil, había yo leído algo sobre la visita de Trujillo a Francia y también visto caricaturas sobre este personaje que, al parecer, no tomaban muy en serio en París. Como por aquel entonces no pensaba yo ni remotamente en que mi destino me llevaría a la tierra de Trujillo, no me interesé en saber nada más de él. Solamente la República Dominicana, conocida como Santo Domingo, la estudié durante mis cursos de historia de América en la Universidad. Rafael Trujillo Molina era hombre de origen modesto que, por circunstancias diversas, se había hecho con el poder a raíz de un terremoto que asoló la capital. Dirigía el país con mano de hierro y acababa con sus enemigos con métodos comunes a todos los dictadores. Era, sin embargo, «generoso» dejando entrar en el país a españoles refugiados y a muchos judíos que encontraron allí su primer escalón para abrir camino a otros países. Se decía que el interés de Trujillo era dar la sensación de libertad y agradar al gobierno del presidente Roosevelt, además de ayudar a «blanquear la raza».

La generosa acogida de los aduaneros, que sin tener visado para entrar al país no nos exigieron ningún pago, y la fortuna de compartir el automóvil que nos trasladó a la capital con un alto funcionario del departamento de Educación, que me prometió ayudarme a conseguir un trabajo en la Secretaría de Educación, nos ayudó en decidir que ese país iba a ser nuestro hogar, al menos por algún tiempo. Una semana después de nuestra llegada estaba yo ya trabajando, primero como profesora en la Escuela Normal de Señoritas y, más tarde, en el mes de enero, coincidiendo con un nuevo presupuesto, como miembro, con otros cuatro españoles, educadores recién llegados a la ciudad, una Sección Técnica que tendría como misión estudiar el sistema educativo dominicano para tratar   —313→   de mejorarlo. Allí propuse crear un Centro de Adaptación Social para niños que precisaban atención especial pero... «en la tierra de Trujillo no había niños anormales», según se me dijo fueron los comentarios del «Jefe», como lo nombraban sus «correligionarios». Un diez por ciento del salario mensual se entregaba al Partido Dominicano, es decir, a Trujillo.

Pronto me di cuenta de que lo que yo debía hacer era fundar una escuela. Con la ayuda de algunas familias dominicanas, que a causa de la Segunda Guerra Mundial no podían enviar a sus hijos a los Estados Unidos, y miembros del cuerpo diplomático que tenían niños en edad escolar, pude fundar el Instituto-Escuela que dirigí hasta mi salida del país a fines del año 1945. Tuve también la fortuna de poder contar con la ayuda de varios compatriotas, profesores ya en España, que me hicieron posible contar, desde el primer momento, con profesionales preparados y conocedores de la moderna metodología que había de presidir la educación en el referido Instituto-Escuela. Además de los profesores españoles teníamos maestros dominicanos y dos de procedencia inglesa y austriaca, refugiados también como nosotros. Aunque iniciamos el curso con apenas treinta alumnos, al cabo de cuatro años contábamos ya con más de 300 de pago y una pequeña cantidad de becas adjudicadas, en su mayoría, a alumnos cuyos padres, refugiados también, no contaban con medios económicos para pagar la mensualidad correspondiente. La labor desarrollada para educar a nuestros alumnos en el régimen liberal del Instituto-Escuela pasó, a causa del ambiente impuesto por el régimen que imperaba en la isla, por momentos difíciles. Todo pudo superarse dignamente. Todavía hoy, cuando tengo la alegría de encontrarme con quienes se formaron -siquiera por algunos años- en el Instituto-Escuela me produce gran satisfacción oírles decir lo que para su educación significó.



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Otro paso en el exilio

El dictador Trujillo que al principio de nuestra llegada nos había recibido con aparente generosidad y complacencia, comenzó a poner obstáculos a nuestra libertad de asociación y a nuestra labor. El lema que figuraba en parques y edificios públicos «Dios y Trujillo» nunca se puso en nuestro Instituto-Escuela. Tampoco su retrato sino un escudo simbólico de la República Dominicana a pesar de que la propia hija de Trujillo asistió al Kindergarten por una temporada. Era casi natural que en un régimen dictatorial como aquél la presencia de un grupo de exiliados de otra dictadura, sus reuniones políticas, sus publicaciones y, en general, su presencia no era ejemplo conveniente para un régimen político como el que se respiraba en Ciudad Trujillo. Poco a poco, muchos refugiados, con ayudas provenientes de otras organizaciones radicadas en Hispanoamérica, fueron abandonando el país. Para nosotros también había llegado el momento de hacerlo.

El año 1943, en plena guerra mundial, había yo tenido la fortuna de recibir un Grant de la Rockefeller Foundation para estudiar en la Universidad de Columbia en Nueva York. Mi interés era poder traer material para establecer un laboratorio psicopedagógico en el Instituto-Escuela. También visitar, a mi regreso de Estados Unidos, el laboratorio que funcionaba en La Habana al cual había sido invitada. Dos años después, ante las circunstancias que he mencionado agravadas por el hecho de que se nos acusó públicamente de pertenecer al partido comunista, arma que usaba el dictador para atacar a algunos exiliados, decidimos dar los pasos necesarios para salir del país y buscar en otros nuevos horizontes. La acusación de Trujillo no logró impedir nuestra entrada en los Estados Unidos. Rafael Supervia era bien conocido como anticomunista y antifranquista: un liberal, demócrata de toda   —315→   la vida. Con la ayuda del embajador norteamericano, Mr. Avra Warren, cuya hija había sido una de mis alumnas en el Instituto-Escuela, logramos contratos de trabajo en Washington y, con ellos, el necesario permiso de entrada en el país. En el año 1946 ambos, mi esposo y yo, estábamos trabajando, yo en Sidwell Friends School y él en la George Washington University. De nuevo, al dejar la capital que nos había acogido por seis años, sentimos el dolor de un segundo alejamiento, ahora no solamente de españoles sino también de amigos dominicanos que nos habían abierto sus corazones, compartiendo sus temores ante la dictadura trujillista y ofreciendo una sincera amistad. Dejábamos también una obra educativa creada con sacrificio y amor y una cultura con la que nos habíamos familiarizado, en parte por interés cultural y en parte por la necesidad que imponía su enseñanza. Con muchos de aquellos amigos y ex alumnos mantuvimos, a través de los años, estrecha relación.

Al llegar a los Estados Unidos, aun sabiendo que nuestra vida estaba asegurada económicamente, sentimos temor y esperanza. Temor al saber que teníamos que enfrentarnos, con nuestro limitado conocimiento de la lengua inglesa, a una cultura e idiosincrasia desconocidas. Esperanza porque el ambiente político de aquel momento, siendo presidente Harry Truman, que acababa de sustituir al presidente Roosevelt, fallecido en abril del 45, nos hacía pensar en un rápido cambio político en relación con el dictador Franco. Terminada la Segunda Guerra Mundial, Franco, estrecho colaborador de Hitler y Mussolini, no podía continuar en el poder... Habían de pasar muchos años, ocurrir en el mundo europeo hechos no previstos ocasionados, en su mayor parte, por la existencia de dos corrientes políticas tan opuestas como la democracia americana y el comunismo que definía a la URSS, hasta que un cambio político producido por la muerte del dictador español   —316→   hiciera posible la vuelta de mi esposo y mía a la patria nunca olvidada.

La estancia en la República Dominicana nos permitió vivir en una comunidad de hermandad y nos proporcionó un campo fértil a la creatividad. La llegada a los Estados Unidos supuso, al principio, una barrera aparentemente infranqueable que hubo que saltar tratando de integrarnos en ese mundo desconocido y comprenderlo. El hecho de tener la oportunidad de enseñar nuestra lengua y nuestra cultura y de hablar sin temores y abiertamente de las razones que nos trajeron al exilio, era algo de lo que nos habíamos parcialmente visto privados en la República Dominicana. Sin abandonar nuestras raíces pudimos integrarnos en organizaciones políticas y grupos culturales afines con nuestro propio deseo de que la democracia y, por lo tanto, la República, fuera instaurada de nuevo en España. Así participamos en «American For Democratic Action», un organismo político creado a poco de nuestra llegada donde la señora Roosevelt tuvo participación activa.

Las leyes de emigración habían producido un rompimiento de la unidad familiar: mi madre tuvo que ir a México y esperar allí, cosa que no duró mucho tiempo, la posibilidad de reunirse con nosotros en Washington. Así fue. Durante muchos años mi madre trabajó en la sección de becas de la Organización de Estados Americanos haciendo posible la reanudación de la unidad Supervia-Medrano.

Habíamos llegado a los Estados Unidos con la esperanza de que la terminación de la Segunda Guerra Mundial, la creación de las Naciones Unidas y la ruptura de relaciones diplomáticas con Franco nos volvería a nuestra patria muy pronto. No es necesario explicar las razones que impidieran que ese hecho se hiciera realidad. Pasaron los años 40, 50, 60 y casi 70 antes de que nuestro sueño se realizara. Mientras tanto encontrábamos   —317→   en el trabajo profesional el consuelo de realizar una labor hablar de los verdaderos valores de la cultura española. Así publiqué algunos manuales para la enseñanza del español, participé como directiva en varias organizaciones relacionadas con la enseñanza de nuestro idioma, dirigí un programa de intercambio entre norteamericanos y mexicanos durante trece años, actué como conferenciante, en cuantas ocasiones se me requirió, hablando sobre temas de literatura e historia, siempre aprovechando la ocasión de poner al descubierto las irregularidades y atropellos que ocurrían en España bajo el régimen dictatorial... Se me hizo miembro de dos organizaciones que reconocen la excelencia en la enseñanza y la Universidad de Harvard en 1965 me concedió un premio como maestra distinguida en la escuela secundaria. También el gobierno español, en el año de 1986, me concedió, por mi labor en favor de la cultura española en los Estados Unidos, el Lazo de Dama de Isabel la Católica.

Ahora, ya habiendo regresado a la Valencia de mi juventud, encuentro que mi vida está aquí en este país donde residí gran parte de mi vida y donde murió mi esposo. Pero, aunque la España de hoy no tiene ningún parecido con la que soñé en mis años de lucha política siendo muy joven todavía, veo que mi corazón está unido a mi pasado tanto como a este presente y en ese pasado sueño porque nadie ya «podrá quitarme el derecho a mis recuerdos».