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ArribaCenizas y rescoldo

Genoveva Pons Rotger


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Cenizas y rescoldo

Querida amiga:

Me pides una colaboración para el libro de recuerdos que preparas, y que ellos sean de los años 40. Confiada en que mi amnesia senil no me lo impida, pongo manos a la obra para complacerte.

Ya sabes que no me agrada recordar esa época porque escarbar entre tanta hojarasca lo he creído morboso, pero también ¿qué haríamos de nuestros recuerdos? Voy, pues, a tratar de retroceder a los años que llamo felices.

Ante mi vista se desarrollan hechos gratos que realmente deberíamos de enfatizar los que vivimos en la época de los años 30.

En diciembre de 1930... tú y yo cumplimos dieciocho años. ¡Dieciocho bellos años!, y nos encontramos inmersas en un ambiente en que prevalecía el mundo del espíritu sobre la materia... Pío Baroja, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Tagore, Valle Inclán, Unamuno, Alberti, Isadora Duncan, Greta   —344→   Garbo, Berta Singerman, Margarita Xirgu y tantos otros que ni las vicisitudes de la guerra consiguieron opacar... Más los que fueron surgiendo.

Y otros recuerdos. Nuestros paseítos por la calle Ruzafa, luciendo unas preciosas pieles de zorro que estaban de moda en aquella época, satisfechas de sentirnos elegantes porque nos parecía que mejorábamos la imagen de algunas anticuadas maestras clásicas.

A nuestros veintidós años ya estábamos en Liria, aplicando en nuestro grupo escolar los conocimientos adquiridos y las innovaciones soñadas. Realmente éramos maestras progresistas.

Recuerdo que cuando viajábamos de Liria a Valencia, en el coche de un amigo, tú en el puesto de copiloto y yo en la parte de atrás, íbamos entonando una canción que todavía resuena en mis oídos:


Hacia Roma caminan dos peregrinos
a que los case el Papa ¡Mamita!
porque son primos ¡Niña bonita!
porque son primos...



Después, cambios en el pueblo, mejoras, fundación de la biblioteca circulante, lucha contra el analfabetismo, clases gratuitas nocturnas para adultos en el Centro de Izquierda Republicana... Rivalidad entre los dos Centros Musicales de Liria, representaciones estimulantes en ambos de El rey que rabió. Y por último, ya una actividad política con visitas y charlas (mítines) en los pueblos de la región. Más tarde las elecciones de febrero del 36, que producirían el triunfo del Frente Popular, que lamentablemente acabó en el alzamiento y la dialéctica de puños y pistolas predicada por José Antonio.

La guerra española en nuestra zona (Valencia), no paralizó   —345→   el movimiento cultural. Por el contrario, emergieron nuevos valores. Yo, por circunstancias emanadas de la sustitución de la enseñanza religiosa, fui oficialmente trasladada, con carácter provisional, al Instituto de Asistencia Social «Gabriela Mistral» nombre que sustituyó el de «Beneficencia» que albergaba niños que habían sido abandonados. Ya en la capital, seguí desarrollando mis actividades docentes durante el tiempo que duró la guerra.


Otra vez los moros en la península

A fines de marzo de 1939, al salir de la escuela aneja a la Normal donde estaba enseñando nociones generales a un grupo de niños, con Isabelita Franco, una compañera muy querida, entramos en un salón en la plaza Emilio Castelar, donde hacían cine continuo. A la salida, ya estaban revoloteando sobre Valencia los aviones «nacionales» porque «la guerra había terminado». Esa misma tarde ya iban paseando, como Pedro por su casa, moros enchilabados que hablaban castellano y hacían trueques.

Las cuentas bancarias habían sido bloqueadas; el papel moneda de la República no servía. No había manera de comprar comida y esos moros, de momento, fueron una solución. Traían billetes de la otra España y los cambiaban por algunos duros de plata que tal vez teníamos olvidados o por anillos, pendientes, pulseras u otras joyas que, en esa primera emergencia, nos fueron de utilidad. ¡Había tanta confusión, tanta necesidad...!

Los soldaditos que regresaban del frente eran concentrados en la Plaza de Toros, cuyas puertas se cerraron. Creo que dormían en los tendidos, en la arena o en recovecos, pero no tenían comida. A gritos, desde las tapias, pedían algo que comer   —346→   y amarrando cinturones, en cuyo extremo ataban una mochila o un gorro, subían lo que les pudiésemos enviar: naranjas o algo con que acallar el hambre. Ése fue uno de los cuadros más tristes que recuerdo de esos primeros días de cambio total.

Por la calle encontré a una de las niñas, ya adolescente, que había tenido a mi cargo en el Instituto Gabriela Mistral. Los huérfanos ya estaban recogidos y ella, limosneando, había estado durmiendo en un portal de la calle de Mariano Benlliure. La llevé a mi casa y nos quedamos compartiendo lo que podíamos reunir.

Con mis padres habíamos cambiado de piso, en parte por seguridad y en parte por economía, y como no podía incorporarme a mi trabajo intenté organizarme en distintas actividades. «Almacenes Merino», propiedad del hermano de una compañera, me entregó unas camisas en corte para que las cosiera. ¡Tardaba tanto en hacerlas por falta de práctica, que lo que me pagaban no alcanzaba para nada! Tenía, además, un par de lecciones particulares y mi padre, por su parte, hacía cambalaches o aceptaba alguna ayuda; de esta manera conseguíamos sobrevivir con la esperanza de poder reanudar una vida más normal.

Los compañeros de profesión e ideas, aunque con precauciones, estábamos en contacto y nunca nos faltó ese apoyo moral.




Día nefasto

Aproximadamente dos meses después de terminada la guerra, golpeó nuestra puerta un personaje inesperado, Luis Peris, miembro activo de Falange Española y de las JONS, luciendo flamante uniforme «camisa azul y boina colorada». Me   —347→   manifestó que tenía que seguirle para conducirme a Liria, donde yo había prestado mis servicios como Maestra Nacional antes del Alzamiento. No intenté siquiera rebelarme porque observé que iba armado y tal vez dispuesto a hacer uso de su flamante pistola.

No solamente yo sino, además, mi padre era requerido para contestar unas preguntas y como él no estaba en casa tuvimos que esperarle. Aproveché la espera para escribir una nota a mi madre, que tampoco se encontraba en casa, informándola de lo que pasaba.

Llegó mi padre, y los tres nos dirigimos caminando hasta la estación del Puente de Madera, desde la cual, en el tren, llegamos a Liria.

Al ver el grupo que formábamos mi padre y yo con el falangista, la gente se escondía y una amiga querida, cuyo hermano había sido fusilado unos días antes, temiendo lo peor, nos siguió a distancia para averiguar hasta dónde nos llevaban. Por fin llegamos a la casa de Maruja Domingo, que había sido incautada y convertida en cárcel de mujeres. La casa estaba custodiada por guardianes moros a cuyo comandante de guardia fui entregada. Al separarme de mi padre vi un brillo de lágrimas en sus ojos. Pude darme cuenta de que, con engaños, se nos había traído a Liria detenidos, y no a un simple interrogatorio. Al parecer había una denuncia contra cada uno de nosotros.

Me despojaron de cuantas cosas llevaba de valor y me hicieron traspasar una cortina que separaba el cuerpo de guardia, del recinto que ocupaban las detenidas que me habían precedido. Allí me recibió una presa que según me enteré más tarde, estaba al servicio de los carceleros, y sus primeras palabras fueron: «Ia l'an agarrat? -A voste si no li posen pena de mort, per lo mens tindra trenta anys». (¿Ya la han pescado? -A usted, si no le ponen pena de muerte, por lo menos la condenarán   —348→   a treinta años.)

Al subir al segundo piso me encontré con Maruja Domingo que, en su propia casa, se había convertido en prisionera. También con doña Paquita, maestra de párvulos, que había cometido el delito de practicar el naturismo tomando con sus hijos baños de sol en su terraza. Completaban el grupo otras mujeres del distrito. Nadie sabía por qué estaba allí. La realidad era que, desde el fin de la guerra, en el pueblo estaban fusilando gente junto a las tapias del cementerio.

A poco de llegar me llamaron para entregarme un colchón que me había llevado Elvireta Blat, para evitar que durmiese en el suelo.

Durante el tiempo que permanecí en esa casa me sometieron a interrogatorios y me acusaron de «auxilio a la rebelión», por lo que habría de comparecer ante un Consejo de Guerra.

Nuestra distracción principal la constituía la visita de un cura Requeté, con sotana y boina roja, que nos arengaba obligándonos a cantar lo siguiente:


Si molesta «Viva el Rey»
que lo digan cara a cara
y entonces sabrán quién somos
los de la boina encarnada.



Otros días llegaba Luis con un grupo de falangistas que, después de formarnos, hacía que repitiéramos hasta el cansancio la canción de Cara al sol.

Entre cantos, llantos y malas noticias iban pasando los días. Los de la chilaba continuaban cuidándonos. Ya en agosto unos moros entraron en una modesta tienda del pueblo de Benaguacil, cercano a Liria, violaron y asesinaron a su dueña, robando además todo lo que pudieron. Noticias como ésta nos mantenían atemorizadas, aunque particularmente a mí   —349→   me servía de consuelo la visita de algunas niñas que fueron mis alumnas y que, conociendo nuestras necesidades y sabiendo que no nos daban alimentación, se turnaban para traernos el diario alimento.




Consejo de guerra

Mientras tanto, mi padre, del que no había tenido noticias desde que nos separaron, pasó por delante de nuestra casa-prisión junto con otros presos para ser juzgados. Como la calle era angosta, se oían las voces de prisioneros y soldados por lo que me enteré del suceso: ¡Iban a ser sometidos a Consejo de Guerra! Se oían voces en la calle y comentarios como éste: «Están posantse moltes penes de mort» (Se están poniendo muchas penas de muerte) y yo, sobrecogida, esperaba...

Al fin un respiro. A mi padre lo habían condenado a ¡treinta años! y qué ironía, eso me alegró. Quedaba con vida y mientras hubiese vida había esperanza.




Cambios de prisión

Desde la cárcel improvisada nos trasladaron a todas a los porches del Ayuntamiento. Éramos cincuenta y tres mujeres que estábamos hacinadas. Pensábamos que tal vez en el nuevo lugar, por haber más espacio, estaríamos mejor.

Desfilamos por las calles de Liria entre dos cordones de soldados con bayoneta calada. Hacían cerrar las puertas de las casas y no permitían circular a nadie. Fue un desfile fantasmagórico de mujeres cargadas con grandes bultos, entre soldados cuyos fusiles brillaban al sol.

En nuestros oídos y en nuestros corazones se clavaban los   —350→   gritos y el llanto de los niños que pugnaban por acercarse a sus madres y que sólo consiguieron, después de grandes esfuerzos, que los dejasen caminar penosamente tras la trágica caravana.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial no nos afectó; los consejos de guerra, los interrogatorios y los fusilamientos eran más importantes porque de ellos dependía nuestra vida.

Durante nuestra permanencia en ese porche comenzamos a sentir más fuerte y cercana la crueldad del régimen. Ya iban, después de los procesos, llevándose algunas mujeres hacia «El Paredón», lugar de fusilamiento en Paterna.

Los que venían a visitarnos cuando conseguían permiso, nos decían «¡Ánimo, per Nadal tots fora!» (Por Navidad, ¡todos fuera!), y esperábamos esas fechas.

Pero pasaban los días. Entraban y salían más mujeres que comparecían en consejos de guerra, y regresaban en algunos casos llorosas o embravecidas diciendo que las habían condenado a muerte.

Las noches a la espera del resultado final eran terribles. Llantos, crisis, nervios... ¡Mis hijos! ¡Mis pobres hijos! y cuando venían a buscarlas, silencio absoluto. ¡Asombro! ¡Temor!

En febrero de 1940, trasladaron a casi todas las presas a la cárcel de Valencia, quedándonos solamente cinco en los altos del Ayuntamiento y otras dos en el hospital esperando dar a luz.

Ocho meses después, un nuevo traslado: «Penal del Remedio» (Liria también); y aunque sus condiciones eran igual o peor que las anteriores, tuve la satisfacción de ver a mi padre por primera vez desde que nos separaron, por estar en ese lugar confinados también hombres, aunque en recintos separados; pero los domingos, durante la misa, había la posibilidad de vernos en la capilla.

Los días seguían pasando desesperantes. El abogado de   —351→   turno me aconsejó que tuviese paciencia: dejando transcurrir el tiempo los ánimos se irían calmando y la gente que quería hacer méritos ante el nuevo régimen ya no resultaría tan dañina.

Esa vida era monótona y triste, realmente incómoda, teniendo que soportar a veces compañeras poco agradables y reacciones de gente inculta. Había también compañeras extraordinarias. Un fuego interior nos sostenía y teníamos la esperanza de que algo tenía que cambiar.

Alguna vez nos llegaban copias de artículos o comentarios que escribían los representantes del Gobierno Republicano en Francia y, a escondidas, los leíamos haciéndolos desaparecer después por miedo a las sanciones.

Llegó el mes de junio de 1941 y, con todos los bártulos, nos llevaron a la Prisión Nueva de Santa Clara, a María Parra y a mí, poniéndonos en cuarentena en la sala de observación sanitaria.

Santa Clara había sido un convento de monjas de clausura que se habilitó para cárcel. Las monjas que quisieron regresar quedaron cuidando presos y dirigiendo la cocina. Ya allí el director era un funcionario de prisiones.

Cuando se acabó mi aislamiento, encontré a Ángeles Malonda, presa también, que me llamó para animarme. Tenía un gran espíritu. A su esposo lo habían eliminado. Lo mataron en la cárcel de Gandía mientras auxiliaba en la enfermería a uno de los reclusos. Fue un tiro dirigido desde la calle, por un asesino, tal vez pagado, y que atravesando un ventanal segó la vida de una persona que se había consagrado a hacer el bien.

Ángeles compartía las viandas que le enviaba su madre con algunas de nosotras. Era una mujer extraordinaria en todos conceptos. Había estudiado en Madrid, y obtenido el título de licenciada en Farmacia. En esa época vivió en la Residencia de Señoritas que dirigía María de Maeztu. Ya en   —352→   Gandía estableció su farmacia que le fue arrebatada al terminar la guerra civil.

En la prisión de Santa Clara estuve unos días dando clases a reclusas analfabetas y luego me pasaron a la oficina como auxiliar de contabilidad.




Otro y último traslado

Cuando me sentía un poco más cómoda, un nuevo cambio, esta vez a la Prisión Provincial de Mujeres, me sumió de nuevo en la incomodidad y desesperanza. Allí no nos cuidaban monjas sino funcionarias de prisiones que estaban dirigidas por una mujer realmente cruel que se extralimitaba en sus funciones. Había tantas reclusas que estábamos hacinadas en los patios, y en el dormitorio teníamos escasamente cincuenta centímetros para extender nuestro petate.

Muchas de mis amigas iban saliendo y yo quedaba... Pero al fin, el día 6 de marzo me llevaron a «diligencias», debidamente custodiada. Al regresar me encontré con la orden sorpresiva de salida provisional.

Mi madre estaba a la puerta y ambas no creíamos realidad ese feliz acontecimiento. Habían transcurrido casi tres años de reclusión.

El día 11 de abril de 1942, comparecí ante un consejo de guerra y la condena fue ¡Seis meses y un día! ¿Qué hacer pues del tiempo de confinación? ¿Quién respondería por el exceso que ellos reconocían?



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Solidaridad y actividad política

Ya reunida con mi madre, los primeros días, hasta que unos amigos me consiguieron trabajo, comíamos en casa de compañeros o alumnos que nos invitaban generosamente.

Mi primer trabajo fue en un depósito de materiales de recuperación en el Grao.

Con esta ocupación ya tuve un pequeño ingreso, y aprovechaba mi tiempo libre para visitar a mi padre, que seguía en el Penal de San Miguel de los Reyes. En las largas colas que tenía que hacer para poder verlo y llevarle ropa y comida pude comprender mejor a mi madre y su calvario, pues tenía que hacer lo mismo luego de viajar a Liria para verme y atender a mis necesidades o, ya en Valencia, recorrer de un extremo a otro los lugares de reclusión de ambos. Pude al fin tramitar la libertad de mi padre, que había sido condenado a treinta años y un día de prisión mayor, acogiéndome a la disposición que permitía, al cumplir sesenta años, disfrutar de una libertad condicional. Al fin conseguimos reunirnos de nuevo los tres integrantes de la familia Pons. Pero esa dicha duró poco, sólo unos meses, porque el 6 de noviembre de 1944 falleció mi padre a consecuencia de los sufrimientos pasados.

Nuevamente cambié de lugar de trabajo. Esta vez a uno bien organizado y agradable, Industrias Geyper, con cuyos dueños colaboré y cuyo apoyo nunca faltó ni cuando, ya decidida a cambiar de continente, hube de recurrir a su ayuda económica. Por esas fechas (1944) conocí a José Alfonso, recién salido también de San Miguel de los Reyes, que vino a traerme una nota de José González Canet, esposo de una buena amiga, el cual me confiaba la dirección de la misma. Ella, con nombre ficticio y sin salir desde la terminación de la guerra de una habitación en la que permanecía escondida, tuvo   —354→   desde entonces el consuelo de que la visitásemos.

Sus hijos la llamaban Tía y de ellos sí que se dejaba ver y mantenía un espíritu siempre activo. En ese lugar comenzamos a reunirnos con Alfonso y reproducíamos, en una primitiva multicopista, artículos y noticias que nos llegaban del extranjero y que luego distribuíamos entre amigos y simpatizantes. Trabajábamos y los fines de semana hacíamos excursiones porque siempre nos gustaron los paseos por el campo. Formamos un grupito de amigos con similares aficiones, casi todos del Sindicato de Dependencia Mercantil. Creo que yo era la única maestra. Esos amigos habían estado ayudando mucho a mi madre cuando mi padre y yo estábamos encerrados.

Tus tíos, Guillermina, eran de ese sindicato y todos estábamos en contacto. Dentro de los peligros que nos rodeaban estábamos satisfechos y manteníamos nuestros ideales.

De ahí surgió mi compromiso con Alfonso, que yo consideraba el amigo ideal, y que se convirtió en mi esposo el primero de agosto de 1947. Nos casamos en el barrio de Ruzafa, en la Iglesia de San Valero, y la madrina de boda fue Marina Escribá (la Tía) que en esa fecha hizo su primera salida del lugar donde estaba refugiada.

Aunque todos estábamos «fichados» procurábamos que no decayera nuestro ánimo pero... el tiempo, implacable, iba pasando y el cambio no llegaba.

Precisamente en 1947, recuerdo que llegaron unos misioneros de Sudamérica, tal vez para evangelizar a los valencianos que habían permanecido en la zona republicana, y hacerlos volver al redil.

Una madrugada no s despertaron sorpresivamente con unos altavoces a todo volumen, diciendo:


«No dejaremos dormir a nadie.
¡No dejaremos dormir a nadie!
El demonio a la oreja, te está diciendo
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Deja misa y rosario.
¡Sigue durmiendo!»



Y así todos los días, en los que realmente, desde la madrugada, no podíamos dormir.

Los refugios antiaéreos se habían convertido en capillas y, desde ellos, se hacía una santa propaganda con el método machaca.

Los alimentos estaban racionados. Teníamos unas cartillas de las que se iban cortando cupones cuando retirábamos lo que nos adjudicaban: un octavo de litro de aceite por semana, una mínima porción de azúcar, un panecito pequeño por día, ¿mantequilla? cero...

Mujeres arriesgadas, llevando bajo sus faldas taleguitos alargados que contenían harina, hacían un contrabando que servía para completar la escasa ración de pan. Con todo ello, subsistiendo el régimen, lo peor era que la gente se iba acostumbrando a ese modo de vida y a la represión. Los niños crecían y surgió una nueva generación acomodaticia.

Solamente los que habíamos sufrido en carne propia persecuciones y daños manteníamos latente la esperanza de una nueva organización y seguíamos siendo vigilados. En esa década de los cuarenta, Europa había soportado una guerra cruenta, una gran destrucción y la casi eliminación de una raza.

España había sido el primer campo de batalla, y todavía quedaban en ella, en sus cárceles, personas que penaban por sus ideales, pero como nuevas crueldades se iban descubriendo en los campos de concentración alemanes, lo pasado en España se iba convirtiendo en historia. De todas formas, entre los que éramos sobrevivientes de nuestra guerra, la esperanza se iba convirtiendo en agotamiento.

Continuaban las persecuciones. Como estábamos «fichados» la policía violaba nuestros hogares a cualquier hora siendo   —356→   ello causa de redadas en las que nos veíamos incluidos. En varias ocasiones mi esposo y otros queridos amigos sufrieron detenciones inexplicables que acabaron de convencernos de que nunca nos dejarían tranquilos.

Una angustiosa carta que te dirigí, querida amiga, a Washington, cambió nuestra vida. La respuesta fue recibir contrato de trabajo para un prominente Colegio Americano de Bogotá que me permitió obtener el visado de residencia en Colombia, y reclamar después a mi madre y a mi esposo para que el núcleo familiar Alfonso-Pons se reuniera.

Llegué a América el 12 de octubre de 1952. ¡La fecha indicaba felices augurios!