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ArribaAbajoLa guerra civil ha terminado

Amparo Segarra


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La guerra civil ha terminado

Salí de Barcelona el 8 de julio de 1939, seis meses después de la entrada de los franquistas en Barcelona. Vivía yo en esa fecha en la avenida Vallvidriera en un chalet de una señora francesa que la Generalitat había requisado y que me habían alquilado para que viviera en él. Estaba localizado cerca de un funicular por el que se subía al Tibidabo.

El primer día de la entrada en Barcelona de las tropas franquistas se sentía el gran desconcierto y miedo que abrumaba a los soldados republicanos rezagados. Por delante de mi casa pasaban dos soldados republicanos que, al ver avanzar tras ellos los tanques franquistas (requetés), tiraron al suelo los fusiles y levantaron las manos. Les disparó el primer tanque, matándolos. Luego, estuvieron tres días tendidos en la acera. Al día siguiente de su muerte miré por el balcón y vi que seguían allí, pero ya les habían robado las botas.

Durante dos días fue Barcelona un constante desfile de tropas fascistas que llegaban por todas partes: centenares de   —322→   tanquetas italianas, tropas alemanas, moras y las fuerzas españolas. Los árabes acamparon a todo lo largo de la Diagonal, me imagino que por no tener sitio dónde meterlos.

Mi marido, en esa época, era un militar profesional, destinado en Barbastro. Fue leal a la República y luchó durante los tres años en diferentes frentes del lado republicano. En ese año, 1939, él ya me había llamado por teléfono para decirme que estaba camino de Francia con sus tropas.

Los franquistas publicaron el bando de que todos los que no habían sido residentes en Barcelona, antes de la guerra, tenían que regresar a su lugar de origen. Yo vivía en el chalet con mi hijo Elton, que tenía dos años de edad. Para conseguir comida yo había estado en pueblos aragoneses, siempre con mi hijo, donde estaba la CNT. En Albero Bajo, cerca de Huesca, estuve con una colonia anarquista al mando de Jover, cuya mujer se llamaba Amparo, igual que yo.


La destrucción de Monzón

Al ir avanzando las tropas fascistas en el frente de Aragón, yo me quedé a vivir por algún tiempo en Monzón. Allí sufrimos el primer bombardeo que arrasó el pueblo. El sótano donde nos habíamos refugiado, con muchos otros vecinos, sufrió el peso de desmoronamiento del edificio. El derrumbe cerró nuestra salida. Oímos que fuera, voces de hombre pedían picos y palas, con las que pudieron abrir una salida.

Por casualidad, años más tarde, viendo un reportaje sobre Franco, narrado por Mike Douglas, en la televisión de Nueva York, cuál no sería mi sorpresa al ver una joven, con un niño en brazos, en medio de las ruinas de Monzón. Esa chica era yo, que con mi hijo Elton nos habíamos salvado del ataque aéreo.

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Allí estaba el cuartel general de los anarquistas, donde también había muchos miembros del POUM, a los cuales la CNT protegió de los comunistas. Cuando el cuartel general recibió la orden de evacuar a la población civil porque los fascistas ya estaban cerca, me evacuaron a mí con mi hijo y a cuantas personas quisieron dejar el pueblo. Viajamos a Barcelona en camiones de tropas. En Barcelona recibí la última llamada de mi marido. Poco tiempo después, no recuerdo exactamente cuánto, entraron en Barcelona todas las tropas franquistas.




Hay que buscar casa

Al día siguiente de la entrada de las tropas de Franco, llegó la dueña del chalet. El problema surgió entonces, porque para mudarme de casa yo necesitaba dos avales, uno de la Falange y otro de un comerciante. No recuerdo cómo, obtuve el aval de la Falange. Para el aval del comerciante fui a ver a un sastre, amigo de mis suegros, de nombre Bonet o Benet, a cuyo hijo yo tuve cerca de un año escondido en mi casa para que no se lo llevase el ejército. El chico tenía diez y ocho años y a los de esa edad los llamábamos «la quinta del biberón». Este matrimonio, el sastre y su mujer, al estar su casa sin cristales en todas las ventanas por los bombardeos, venían a dormir a la mía, y, de paso, traían la comida para su hijo. En vista de esto, fui a obtener el aval de este sastre. Lo primero que vi al entrar fue un retrato de tamaño natural de Franco, con todas sus medallas. Al exponerle mi situación y pedirle el aval para poder sacar los muebles de la casa, me dijo que él no avalaba a una roja. Se me puso un nudo en la garganta, no pude decir nada y, muerta de miedo, me volví a mi casa. Los falangistas ya habían estado registrando la casa varias veces y me preguntaban si yo sabía dónde estaba mi marido. Yo les contestaba que   —324→   tal vez habría muerto, porque hacía mucho tiempo que no tenía noticias de él.

De algún modo, no recuerdo cómo, obtuve el aval de otro comerciante. Entonces, pude comenzar a buscar piso, ya que tenía que dejarle el chalet a la dueña. Finalmente encontré un piso cerca de la Boquería, en el Barcelona viejo. La casa tenía dos balcones que daban a una plaza donde podíamos ver la instrucción militar de los Flechas y los Balillas falangistas. Mi hijo, que tenía dos años, los miraba con mucho entusiasmo y se ponía a cantar la Internacional. Yo le decía que ahora tenía que cantar el Cara al sol que le había enseñado un guardia civil, amigo de la criada gallega que yo tuve en la otra casa y que había regresado a su pueblo.

Todavía en este piso los falangistas continuaron viniendo a preguntarme por mi marido. El dinero republicano ya no servía; traté de obtener trabajo como mecanógrafa o usando el francés que yo hablaba muy bien, o cualquier otro trabajo, pero como había vivido todo el tiempo de la guerra en Barcelona, me calificaban de roja y no me empleaban. Para poder comer tenía que ir a los Encantes, un rastro, a vender las sábanas de hilo y objetos de la casa. Con la escasez de comida durante la guerra y después, a pesar de que mi hijo tenía dos años, seguía dándole el pecho. Iba al barrio chino de noche para comprar leche y aceite en el mercado negro, lo mismo que durante la guerra, pues con la cartilla de racionamiento sólo me correspondían para el niño tres botes de leche condensada por semana.




Tengo que salir de España

En vista de tantas dificultades para poder vivir, decidí irme de España. Para obtener un salvoconducto hasta Puigcerdá necesitaba   —325→   otros dos avales también, uno de Falange y otro de un comerciante. Como en Barcelona ya había tenido tantas complicaciones para obtener los dos primeros avales, me fui a Valencia, donde estaba mi familia, pensando que allí me sería más fácil obtenerlos para conseguir el salvoconducto a Puigcerdá.

El viaje en tren a Valencia fue interminable. Viajamos como ganado, en vagones sin asientos. El viaje duró tres días; hacíamos noche donde podíamos. El tren se paraba en una estación y no sabíamos cuándo iba a continuar. Una noche dormimos en el suelo de una estación mezclados con los soldados que se iban a incorporar a sus destinos. Otra noche la pasé con mi hijo en una pensión infestada de chinches. Desgraciadamente, no recuerdo el nombre de los pueblos donde hicimos noche.

En Valencia me asombró ver la cantidad de comida que había en mi casa, sobre todo las ristras de morcillas de cebolla colgadas en la cocina. El aval de un comerciante lo obtuve con facilidad. El otro aval, al ser mi familia tan «roja» como yo, no pudieron dármelo. Fui a la casa de la Falange. Allí tuve que esperar un rato hasta que me llamaron a una oficina. Al entrar en la oficina vi, con gran sorpresa, que el jefe era un compañero de promoción de mi marido, que había luchado en el lado republicano y que se había hecho del partido comunista durante la guerra. Como él no demostró conocerme, yo tampoco lo reconocí. Le pedí el aval. Me lo dio en seguida y muy cortésmente se despidió de mí. Después de dos o tres semanas con mi familia regresé a Barcelona en tren en las mismas condiciones que el viaje a Valencia.

En Barcelona fui a la Falange a solicitar el salvoconducto para ir a Puigcerdá. Yo me había enterado, a través de varias personas conocidas o conocidas de conocidas, cómo se podía cruzar la frontera y a quién recurrir que conociese el terreno   —326→   de los Pirineos. De varias personas yo había oído explicaciones no muy claras. Finalmente fui a ver a una portera que había cruzado a Francia con otras cuatro mujeres, y que había vuelto ante el miedo de ir a un campo de concentración francés. La única opción que tenían los que llegaban a Francia era España o el campo de concentración.

La portera me dio la dirección y el nombre de un carnicero francés de Perpignan, casado con una española, que solía ayudar a algunos españoles refugiados. Yo pensaba que quizás podría recurrir a él al no conocer a nadie en Perpignan.

También había ido a ver al capitán Riaño, amigo de mi marido, que había salido de España a Francia con sus tropas, pero que había regresado después de pasar un tiempo en un campo de concentración. Según me dijo, lo hizo por tener miedo de posibles represalias contra su familia. Por eso regresó a Barcelona, y estaba en espera de que lo llamasen para depurarlo. Creo que lo fusilaron. Este amigo no sabía exactamente cómo pasaban las mujeres a Francia, aunque llegaban muchas. Me aconsejó que no lo hiciera, porque las condiciones en los campos de concentración de mujeres eran terribles -niños y mujeres vivían en campos aparte de los de los hombres en situaciones ignominiosas. Los niños morían de tifus sin tener ninguna atención médica.

Al pedir el salvoconducto, me preguntaron por qué quería ir a Puigcerdá y les dije que por pasar unos días con unos familiares y para ver si mi hijo se mejoraba. Ellos vieron que el niño parecía muy saludable, pero les dije que no comía y que tenía diarrea. Me ofrecieron un salvoconducto hasta Ripoll, al suroeste de Puigcerdá y a sesenta kilómetros de Perpignan. En cuanto obtuve el salvoconducto fui a casa a decidir lo que debía llevar en el viaje. También averigüé el horario del tren para Ripoll, y sin decirle nada a nadie me fui a la estación de Francia a tomar el tren. Antes de ir a la estación, me puse cuatro   —327→   vestidos, uno encima de otro, y zapatos. En una bolsa puse unas alpargatas para mí, un par de mudas para el niño, así como ropa interior, y una mantita a cuadros, del cochecito. También me llevé cuatro botes de leche condensada, un vaso y una botella de vino de Málaga. No sé por qué me llevé la botella, pero como estaba allí la metí en la bolsa también. Me llevé una cámara de retratar Leica con la idea de venderla en Francia. Ya antes había vendido otros objetos para obtener dinero para el viaje.

Probablemente tomé un autobús o tranvía para ir a la estación. Nada más arrancar el tren, al salir al campo tiré las llaves del piso por la ventanilla. Como mi salvoconducto era sólo hasta Ripoll, pero mi intención era ir hasta Francia, pensaba quedarme en el tren e intentar llegar a Puigcerdá o a cualquier pueblo en la frontera. Era un tren corriente, como los de cercanías, con los asientos de madera. No había muchos pasajeros y el ambiente no era para conversar. Ninguno llevábamos mucho equipaje y no teníamos ánimo para hablar.

Finalmente llegamos a Ripoll. En la estación había dos parejas de la guardia civil. Como yo estaba decidida a seguir, me quedé sentada. El tren permaneció mucho rato en la estación. Entonces subió un falangista pidiendo la documentación de los pasajeros. Cuando llegó a pedirme la mía, y ver el papelito, me dijo que yo tenía que bajar allí, que no se me ocurriese seguir, porque en las próxima estación me detendrían. En vista de eso, cogí el niño y la bolsa y bajé del tren. Estuve caminando por las calles y preguntando dónde estaba la oficina de Falange. Cuando alguien finalmente me lo dijo, me dirigí allí a pedir una extensión del salvoconducto hasta Puigcerdá. En la oficina, cuando me dirigí a alguien, quise hacerme la simpática, y lo hice en valenciano, ya que allí todos eran catalanes, y me dijeron, de muy mala manera, que hablara en español. Al pedir la extensión me volvieron a preguntar que para qué   —328→   quería ir a Puigcerdá. Les dije que tenía familiares y que como el niño estaba medio malucho y no tenía apetito, yo quería pasar una temporada con ellos. Me dijeron lo mismo que en Barcelona, que el niño tenía muy buen aspecto, pero que me lo daban hasta Ribes de Freser, que está a unos veinte kilómetros de Ripoll.

En Barcelona yo había hecho una lista de los pueblos entre Ripoll y Perpignan con el propósito de caminar si tenía que hacerlo. También sabía que de Ripoll a la frontera había 60 km. Como pensé que quizás tendría que andar, en el tren me había quitado los zapatos y puesto las alpargatas.

Al obtener el salvoconducto me fui a pasear por el pueblo para averiguar cómo podía ir a Ribes de Freser. Al pasar por la plaza había mercado con campesinos de aldeas cercanas. Le pregunté a uno por direcciones para ir allí. Me dijo que él era de Ribes y que al terminar el mercado, en una media hora, él regresaba al pueblo. También me preguntó que a quién iba a ver. Le contesté que no tenía familia en aquel pueblo, pero que iba a pasar unos días con el niño. Cuando él recogió sus cosas y las dos mulas nos fuimos. Cruzamos parte del pueblo; salimos a monte traviesa y por caminos de montaña. El campesino, al ver que el niño tenía dificultad por aquellos caminos y que yo lo llevaba en brazos, lo sentó en una mula. Como los caminos eran estrechos y siempre subiendo, me dijo que me agarrase al rabo de una de las mulas. Íbamos hablando. Me contó que él acababa de salir de un campo de concentración en España por haber luchado en el lado republicano. Al darme cuenta de que él había imaginado mis intenciones, le conté lo que pensaba hacer. También le dije que, aunque no tenía salvoconducto hasta la frontera, yo estaba decidida a ir a pie y, como no sabía ir a campo traviesa, había pensado seguir la vía del tren. El campesino, entonces, me hizo saber que no podría seguir la vía del tren, pues éste pasaba por un túnel, el   —329→   Túnel del Caracol, que era muy largo y por consiguiente muy oscuro. Un hombre tardaba en cruzarlo más de una hora andando.




Un pastor, mi única esperanza

Al cabo de mucho tiempo llegamos a Ribes de Freser. Me llevó a su casa. Vivía en una masía bastante grande, con una cocina muy confortable. Su madre, una señora toda vestida de negro, me recibió muy bien. El hijo le explicó lo que yo quería hacer y que él me iba a poner en contacto con un pastor que se dedicaba a cruzar evadidos por los Pirineos. Entonces, el campesino salió para hablar con el pastor ese mismo día y volvió a la masía con él. El pastor me dijo que él me ayudaría a cruzar la frontera. Creo que cuando vio al niño estuvo a punto de echarse atrás, pero se ofreció a guiarme por 5.000 pesetas. Me dijo que vendría a recogerme a las diez de esa noche.

El niño estaba muy cansado. La madre del campesino lo puso a dormir en una cama muy alta y grande, que sería la suya. La madre estuvo preparando la cena y nos dio un plato de sopa de ajo riquísima, con huevo, jamón y chorizo. Aunque fueron muy amables no hablamos mucho, ni me preguntaron nada. Ni siquiera sé sus nombres, aunque les estoy muy agradecida.

El pastor llegó un poco antes de las diez. Me había dicho que con la luna llena no importaba a qué hora saliésemos porque toda la noche habría luz. Esto hacía la marcha más peligrosa, pero como yo estaba dispuesta a seguir adelante salimos sin más tardar. Atravesamos parte del pueblo. Al dejarlo atrás él oyó una patrulla de falangistas que solía patrullar a las nueve y media todas las noches. Nos escondimos en unos matorrales, que eran el comienzo de un bosque, hasta que la   —330→   patrulla pasó. Empezamos a andar cuando el pastor me lo indicó. Cruzamos juntos el bosque durante mucho tiempo. El pastor me había advertido que no iríamos juntos; que él iría unos quinientos metros delante de mí porque había por los Pirineos muchas patrullas de carabineros a caballo y si nos cogían era necesario que no creyeran que íbamos juntos. También me había dicho que él no iba a ayudarme con el niño. Yo le había contestado que yo no esperaba que él me ayudara con Elton.

En efecto, cuando salimos del bosque el guía se adelantó por su cuenta y yo lo seguía sin perderlo de vista. Así caminamos toda la noche hasta que amaneció. Yo llevaba a mi hijo encima de los hombros, con su cabeza apoyada en la mía, y así durmió esa noche. Como ya hacía frío, a pesar de ser en el mes de julio, lo cubrí con la mantita que había llevado de Barcelona. Estábamos en los Pirineos y, aunque era verano, los caminos se perdían cubiertos de nieve. Cuando el niño se despertó, llamé al pastor para que se detuviese un rato, porque yo quería darle leche al niño. Abrí una lata de leche condensada y con agua del deshielo le preparé un vaso. Yo tomé un buen trago de vino de Málaga y le señalé al pastor si quería un trago también. Él aceptó y se acercó un momento para beber. Yo estaba deseando terminar la botella, ya me pesaba mucho.

Clareaba. Cada vez que yo veía algo confuso en la lejanía, llamaba al pastor, le señalaba lo oscuro y él me gritaba con voz apagada, «¡caballos!». También vimos cabras montesas (cabra ibérica) y varios grupos de soldados muertos. El pastor me había advertido que los carabineros disparaban sin dar el alto.

En un lugar de la montaña el pastor se sentó; yo también me senté y el niño se puso a jugar por allí. El pastor sacó de su mochila un pedazo de tocino muy grande y una hogaza de pan. Llevaba también una bota de vino. Se acercó a mí y me   —331→   dio un pedazo de tocino, un pedazo de pan y un trago de vino de su bota. Después de comer y descansar un rato, se puso de pie y volvimos a andar como antes, él delante y yo siguiéndole a unos quinientos metros.

Así continuamos caminando por largo tiempo. Llegó un momento en que tuve que sentarme en la nieve porque ya no podía andar. Al levantarme al cabo de un rato, vi la nieve con una mancha roja. Me había llegado, inesperado, el período y tenía la ropa manchada. Lavé la mancha con nieve y me arreglé como pude con alguna ropa del niño. Aunque seguíamos en España ya estábamos cerca de Francia. Finalmente llegamos a un sitio determinado, conocido por el pastor. Entonces me señaló que al otro lado de la montaña, lo que se veía, allí en frente, ya era Francia. Aquella frontera, me dijo que se llamaba el Paso del Ladrón. A mí me pareció que al decirme eso él tenía intenciones de dejarme, como así era. Le rogué que me acompañase hasta que yo viese por lo menos alguna casa, porque para mí todo era igual: montaña nevada. En efecto, me acompañó hasta que se vio a la distancia un río y unas casas. Me hizo saber que ya había llegado a mi destino y que me sería fácil bajar al pueblo. El pastor, entonces, se despidió de mí y me deseó suerte así como yo se la deseé a él. Al separarnos, de vez en cuando, él volvía la cabeza y yo también, y nos volvimos a despedir con las manos.




Allá está Francia

Bajando por la montaña, lo hice a trompicones y cayéndome a cada rato. Al niño le llamaba la atención que me cayera tanto. Llevaba las alpargatas hechas pedazos y con los dedos fuera. Ya el pastor me había preguntado si sólo llevaba ese par. Él solía llevar dos pares. Por fin, bajé hasta el pueblo y me metí   —332→   en la primera casa que encontré. Al entrar en la casa, lo primero que se veía era una cocina muy grande. Era la una de la tarde, la gente que había allí estaba sentada a la mesa comiendo. Una mujer joven estaba sirviendo a un grupo de hombres, pensé que eran trabajadores. Entre ellos, había dos españoles, probablemente refugiados. Le pedí agua caliente a la mujer para hacerle leche al niño. Me la dio, pero no nos ofreció nada ni al niño ni a mí. Le pregunté cómo podía ir a Perpignan y me dijo que hacia las tres o cuatro de la tarde -no recuerdo bien- salía un tren hacia esa ciudad. Me dijo que para ir a la estación tendría que contar con un señor que tenía coche y llevaba pasajeros, pero que me cobraría. Uno de los hombres que estaba allí se ofreció a ir a buscar al hombre. El hombre llegó poco después y me llevó a la estación. En la estación compré el billete para Perpignan y me senté a esperar el tren.

Mientras esperaba en la estación llegó un gendarme, me miró y se metió en las oficinas de la taquilla. Yo podía oírle y oí que le preguntaba al empleado quién era yo, qué hacía allí y adónde iba -hablaban en francés y pensarían que yo no lo entendía, pues hablaban en voz alta. El taquillero le contestó que yo era una española que probablemente acababa de cruzar la frontera. Entonces el gendarme comentó que a lo mejor yo llevaba contrabando. El otro le contestó enseguida: ¿Pero tú no la ves? ¿Cómo va a llevar contrabando si no lleva nada?» En ese momento el gendarme se dirigió a mí y me preguntó en catalán de dónde era yo. Le contesté, en francés, que yo era de España. Me dijo en francés: «Ustedes las mujeres españolas se creen que venir a Francia es una excursión». También me preguntó si yo sabía lo que les ocurría a las mujeres que se pasaban a su país. Le dije que no lo sabía. Me dijo que o me llevarían a un campo de concentración o que tendría que volver a España. Le contesté que no me importaba adónde me llevasen, pero que yo a España no volvía.   —333→   Quiso saber si yo tenía algún familiar en Francia. Le contesté que tenía un tío en París, hermano de mi madre, desde hacía veinte años. Entonces, me preguntó por qué yo hablaba el francés tan bien y le contesté que había estudiado en París. Me dejó un rato; volvió a la oficina de la estación, pero ya no oí lo que hablaban porque lo hacían en voz baja. En eso se oyó el silbido del tren que llegaba. No me atreví a moverme, pero el gendarme salió y me acompañó al tren. Me dio explicaciones de que tendría que cambiar de tren en otra estación -no recuerdo cuál-; me ayudó a subir al vagón y me aconsejó que descansara durante el viaje.

En el tren me senté, sin fijarme, en el primer asiento vacío que vi. Frente a mí, a mi izquierda, estaban sentados dos gendarmes. Me puse a hablar francés con el niño. Elton, de vez en cuando, me preguntaba qué le decía: «Mamá, ¿qué me estás diciendo?». Para callarlo le daba el pecho. La verdad es que los gendarmes no me prestaron la menor atención. Intenté varias veces ponerme los zapatos que llevaba en la bolsa, pero tenía los pies tan hinchados que no lo logré.

Estaba el tren parado en una estación y oí algo que no pude entender por el altavoz, pero vi que toda la gente bajaba del tren. Alguien que se levantaba me dijo que allí debía cambiar de tren para ir a Perpignan.

Subí al otro tren, y no recuerdo cuánto tardé en llegar a Perpignan, que era el fin del trayecto. Tampoco recuerdo cómo llegué a la casa de la que llevaba la dirección que me había dado la portera, a la cual había acudido a informarme para cruzar la frontera. Llamé y al verme el dueño me recibió muy seco, pero con amabilidad. Al poco de estar en su casa me dijo que tenía que irse a trabajar a su carnicería. Era ya de noche. Se despidió diciéndome que comiese todo lo que quisiese de lo que había en la cocina y que podíamos dormir en una especie de almacén que estaba al lado de la cocina y en el   —334→   cual había un catre. En cuanto mi huésped se fue, me puse a freírme chuletas de cerdo, y no sé la cantidad de ellas que comí con una barra entera de pan que desapareció sin darme cuenta. Hacía más de tres años que no había probado un pan tan bueno. Mi hijo también se dio buen banquete. Daba gusto ver cómo dejaba los huesos de las chuletas.

Al día siguiente de mi estancia en la casa del señor de Perpignan me dijo que no podía quedarme allí más tiempo. Como no tenía documentación resultaba un compromiso para él. Me dijo que había una organización española que ayudaba a los refugiados y que se llamaba el SERE y me dio la dirección. Lo primero que hice al salir a la calle, fue entrar en una joyería para vender un reloj de oro que llevaba para tener algún dinero francés. El joyero le quitó la máquina y pesó el oro. Lo que me dio fue una miseria, pero tuve que aceptarla. Así que me quedé sin reloj. Los pocos días que estuve en Perpignan fui vendiendo las pocas joyas que llevaba, incluso el anillo de matrimonio. Siempre me pagaban al peso del oro.

Después de la operación del reloj me dirigí a las oficinas del SERE. Al solicitar que me procurasen algún alojamiento, me dijeron que como dentro de tres días se iba a celebrar el 14 de julio, la fiesta nacional, aprovecharían la ocasión para hablar con el prefecto de Perpignan para que me diese el permiso de ingreso a un campo de concentración para mujeres. Había uno cerca de la ciudad. En ese momento me pareció una buena solución. El 16 de julio, en un coche de alguien de la oficina del SERE, me llevó un muchacho español, que era el chofer, al dichoso campo. El joven que me llevó no comprendía cómo yo iba tan dispuesta y por mi propia voluntad.

Al llegar, quedé horrorizada de ver a tantas mujeres y niños detrás de aquella alambrada, agarradas a ella y mirándonos con un aspecto a no poder más angustioso. Me recibió un teniente francés. Al yo entregarle la orden del Prefecto de   —335→   Perpignan, me dijo que no podía hacer nada sin órdenes del capitán. Le pedí hablar con el capitán. Vino al poco rato. Me repitió lo mismo que el teniente y añadió que el campo de concentración lo regían los militares y que el prefecto no tenía ni voz ni voto en esos asuntos. Regresamos a las oficinas del SERE y allí me prometieron mandarme a Vernet les Bains, en los Pirineos Orientales, donde el Gobierno Republicano tenía alquilados tres grandes y hermosos hoteles llenos de españoles refugiados, la mayoría mutilados de guerra, ex combatientes y militares profesionales. Me dio el SERE el billete para el autobús y allí me fui con el niño. A las primeras personas que vi al bajar del autobús fue a Alfredo Matilla y a Jesús Galíndez, que más tarde estuvieron también en Santo Domingo.




Hotel para refugiados

Me dirigí con el papelito de ingreso al hotel que me correspondía. Me dieron una habitación bastante decente y amplia, con baño y dos camas. Durante mi estancia en Vernet les Bains me encargué de un muchacho, ciego de guerra, al cual yo atendía. Le lavaba la ropa en el lavadero público del pueblo, y me ocupaba de ayudarlo en todas sus necesidades.

Los hoteles estaban administrados por otros refugiados y los cocineros se turnaban en la cocina. Para la limpieza del hotel, las mujeres teníamos asignadas partes del mismo: pasillos, escaleras y servicios comunes, que también variaban de un día a otro para no hacer siempre la misma zona, alternando lo más pesado con lo menos.

Durante mi estancia en Vernet les Bains, volví a ver a amigos que también residían allí. Eran todos militares y, con el subsidio que les pasaba el Gobierno Republicano, vivían aparte   —336→   en casas muy modestas. Allí estaban Vicente Alonso, oficial del ejército, y Luisa su mujer. Me preguntaron por mi marido. Les dije que estaba en un campo de concentración, creo que en el de Barcarés.

Entre los militares que vivían en Vernet les Bains estaban D. Aurelio Matilla con su mujer y sus dos hijos; Aurelio, coronel de estado mayor y Alfredo, abogado, también con su mujer, con un niño de la misma edad del mío. Tanto a Vicente Alonso y Luisa como a la familia de Matilla, los volvimos a ver tiempo más tarde en la República Dominicana, donde murió D. Aurelio. A su funeral asistió toda la colonia de refugiados españoles, numeroso público, y muchas autoridades de la vida cultural y social de la isla.

El coronel Fernández -o Hernández- y su mujer vivían en Vernet en una casa con mucho jardín, algo separado del pueblo. El padre del coronel, militar y gallego, había estado destinado en Cuba cuando la isla era española y el coronel Fernández había nacido allí. Este coronel fue uno de los que con Vicente Alonso hicieron todas las gestiones necesarias para sacar a mi marido del campo y llevarlo a Vernet les Bains.

Al llegar mi marido dejé el refugio en el que estaba y con el subsidio que le correspondía pudimos alquilar una vivienda independiente, incómoda, muy humilde, sin tan siquiera servicio. Sólo había una letrina fuera, pegada a la casa.

Recuerdo que un día Marta, la mujer del coronel, nos invitó a comer a su casa. También fueron Luisa y Vicente Alonso. Estábamos todavía sentados en la mesa, tomando el café cuando mi hijo Elton, que tenía entonces dos años y medio, me pidió ir al baño. Lo llevé al piso de arriba, donde estaba, así como los dormitorios. Cuando volvimos al comedor el niño, muy decidido, se dirige al coronel y le dice muy satisfecho, «Oye, coronel, qué bien se caga en tu water». Me acordé de la letrina y, desde luego, no le faltaba razón.

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Allí estuvimos haciendo una vida más o menos normal, hasta que los alemanes declararon la guerra, y se inició una verdadera actitud agresiva contra nosotros por parte de algunos franceses del pueblo. Yo tenía que ir a lavar la ropa al lavadero público. Otras refugiadas también lo hacían. Las francesas, que se encontraban lavando, no cesaban de hablar haciendo siempre comentarios ofensivos y humillantes a costa nuestra. Uno de los comentarios más frecuentes era que les estábamos quitando su pan. Siempre nos designaban con la palabra cochons. Nunca me di por enterada, ni tampoco las demás españolas. Nos limitábamos a lavar la ropa sin comentar nada, para poder marcharnos lo antes posible. También en las tiendas, cuando íbamos a comprar, notábamos la misma agresividad.

Recuerdo que un oficial, ya mayor, murió de un ataque al corazón. Su viuda fue a decirle al cura del pueblo que su marido necesitaba la extremaunción, pero se negó a administrársela porque era un rojo, que es lo mismo que hacían los curas en España.

Con el inicio de la guerra en Francia, y en vista de nuestra desagradable situación, aumentada por el conflicto bélico europeo, empezamos a pensar en irnos a América.

Dejamos la colonia de Vernet les Bains y nos fuimos a París. Mi marido hizo todas las gestiones para poder embarcar hacia nuestro destierro, que duró más de cuarenta años.




Camino de América

Conseguimos pasaje en el barco De Lasalle, de la compañía trasatlántica francesa. Fue el penúltimo barco que salió de Francia cargado de refugiados. Éramos 800 españoles y 800 judíos centroeuropeos. Fuimos en tren hasta Burdeos. Allí   —338→   nos esperaba el barco. Íbamos en la bodega que habían llenado de literas. Pensé usar la de arriba, y la de abajo para el niño. En ella había dejado mi abrigo y mis guantes para indicar que ya estaban ocupadas. Subí a cubierta y al volver me habían desaparecido ambas prendas. Tampoco las iba a necesitar en el trópico.

Salimos del puerto francés, con escolta hasta Casablanca, debido a los submarinos alemanes. En Casablanca estuvo el barco atracado dos días porque el mar había sido minado. En Guatemala nos enteramos, años más tarde, por el embajador republicano D. Salvador Echevarría, muy bella persona, de que nuestro barco, cuyo destino era Chile, tuvo que cambiar de rumbo porque las autoridades chilenas se negaron a recibir más refugiados por el momento. También ésa fue una razón para que hubiésemos estado esos dos días en Casablanca. Por fin salimos, ya sin escolta, rumbo a la República Dominicana, pues el dictador Trujillo había aceptado recibirnos, bajo previo pago de no sé cuántos dólares por cada refugiado. Me imagino que a los refugiados judíos les ocurrió lo mismo.

Tardamos un mes en llegar a Santo Domingo. El barco se desviaba de un lado para otro, esquivando los submarinos alemanes. Hubo momentos en que creímos que nos regresaban a Francia. Si algún submarino hubiese torpedeado el barco, lo más seguro es que la mayoría de los pasajeros hubiese perecido. No siendo suficientes los botes salvavidas para la cantidad de pasajeros que llevaba la embarcación, en ese viaje lo habían provisto de unas balsas, pero los niños les habían quitado los tapones redondos, que iban enroscados, para entretenerse jugando con ellos.

El barco fue hundido a su regreso a Francia.

Un buen día llegamos a St. Thomas y el barco atracó allí un par de días. Nos entretuvimos todo el santo día mirando por la borda a los jóvenes negros que desde sus canoas se tiraban a   —339→   bucear cuando se les lanzaban monedas. Al día siguiente, seguimos hacia Santo Domingo. Llegamos a la ciudad dominicana de Puerto Plata. Nos estaba esperando una multitud de gente y muchas señoras que al desembarcar nos daban ropa y comida. Allí mismo, en Puerto Plata, nos llevaron a todos los españoles a unos grandes galpones y pasamos allí, las mujeres y los niños, nuestra primera noche. A la mañana siguiente a 400 de nosotros nos destinaron a Dajabón, un pueblo casi vacío fronterizo con Haití. A los otros 400 los llevaron a San Francisco de Macoris y formaron otra colonia. Se suponía que éramos campesinos y que íbamos a trabajar la tierra. Los pocos que lo intentaron no sacaron nada. Al parecer, el clima tropical no se ajustaba a los cálculos de los pocos supuestos agricultores.

A los dos o tres meses dejamos Dajabón con siete pesos que pedimos a un amigo para el pasaje del autobús y nos fuimos a la capital.

La aventura de mi vida en Ciudad Trujillo, como se llamaba entonces la capital de la República Dominicana, es muy variada y llena de vivencias inolvidables. Allí me divorcié y volví a casarme. En 1941 nació nuestra hija Natalia. A pesar de todas las estrecheces guardo muy buen recuerdo de ese país y les tengo cariño a sus gentes, que son muy generosas y buenas.