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ArribaAbajoLas malditas guerras de mi juventud

Begoña Alonso


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Las malditas guerras de mi juventud


El verano de 1936

Ese verano de 1936 lo pasamos en Plencia. Yo estaba muy enojada porque quería ir a Pedernales pero mis padres dispusieron este cambio porque así papá podía ir por las tardes a reunirse con nosotros, en vez de hacerlo sólo el fin de semana; Plencia está por tren a media hora de Bilbao. Llegamos a la casita alquilada para esa temporada alrededor del día de mi treceavo cumpleaños, el 2 de julio, e inmediatamente nos gustó el lugar: la playa cerca de la casa y el pueblo muy alegre con todos los veraneantes. Mi padre, ese fin de curso de la Escuela de Ingenieros de Bilbao de la cual era catedrático, había salido de viaje con los alumnos que terminaban la carrera. Fueron a Alemania. En esos mismos días, quizá a fines de junio o principios de julio, regresó del viaje. Venía contento pero también muy preocupado porque había visto que los alemanes se estaban preparando para la guerra.   —176→   Nos comentó que había visto desfiles imponentes de militares nazis. Estaban muy bien pertrechados y disciplinados, lo cual no auguraba nada bueno. Esto, aunado al desenfado de las mujeres alemanas, que varias veces, estando él tomando un café, se le habían sentado en las rodillas, le había dejado muy sorprendido y confuso. También nos dijo que la mayor parte de sus alumnos no habían regresado a España, sino que se habían quedado unos en Alemania y otros en Francia. Todo esto era preocupante. Pero nosotros, la gente menuda, éramos muy felices; nos había traído juguetes muy lindos: los tres cerditos, que yo me acuerde, que bailaban dándoles cuerda y algunas otras cosillas. Las vacaciones empezaban y parecía que muy bien.

Las mañanas en la playa las pasábamos nadando y jugando; las tardes andábamos en bicicleta, patinábamos, jugábamos a las tabas, las canicas, etc. Todo esto completaba las diversiones. Por las noches, de ocho y media a nueve, bailábamos en la plaza del pueblo.

Tocaba la banda municipal y a veces el txistu y el tamboril. Lo poco que sé de bailar la jota data de esta época. Hicimos amistades muchachos y muchachas de mi edad porque a mis hermanitas las relegué: yo ya era una señorita y estaba en segundo de bachiller.

Así estaba todo cuando el 18 de julio, malhadada fecha, nos enteramos por los periódicos que se habían sublevado los militares en algunas ciudades. Pero en Plencia no se notaba nada. Ni un disparo. Así que no lo tomamos muy en serio al principio. Pero poco a poco empezaron a correr rumores, noticias poco tranquilizantes. Muchos de los veraneantes, que eran de derechas, empezaron a desaparecer. Se iban a Francia y de allí se pasaban al lado de Franco. (Ahora sabemos que por esta misma razón se quedaron los alumnos de mi padre en Alemania y Francia en vez de volver con él.) Nosotras las   —177→   niñas no entendíamos mucho de política así que seguíamos jugando y nadando tan ricamente. La banda no dejó de tocar en la plaza sino hasta bastante después.

Llegó septiembre y nuestros padres decidieron que nos quedáramos ese mes más puesto que, según supieron, los colegios estaban cerrados. ¡Qué más queríamos nosotras! Ahora ya no íbamos a la playa a bañarnos porque hacía frío y llovía, pero andábamos en bicicleta y no nos aburríamos. Mi mamá ideó mandarme a una escuela de comercio del pueblo para que aprendiera a escribir a máquina.

Por fin volvimos a Bilbao. Allí ya se notaba la guerra. Encontramos que la gente se había vuelto muy descuidada en el vestir. Las señoras y los señores ya no usaban sombrero; tampoco se veían corbatas sino pañuelos anudados al cuello. Esto nos llamó mucho la atención. Claro, no nos explicábamos la causa. Poco a poco fuimos entendiendo el motivo. Las personas pudientes, generalmente fascistas (aunque con muy honrosas excepciones) querían hacerse pasar por gentes del pueblo y no llamar la atención. Por eso se vestían como «gente del pueblo». A medida que pasaba el tiempo la guerra se iba notando; empezó a escasear la comida, teníamos que hacer cola para conseguir pan, carne y otras muchas cosas. Mamá nos mandaba a hacer cola muchas veces. Las noticias no eran nada tranquilizadoras. Yo ya me iba enterando entonces del problema, y estaba furiosa contra los fascistas y los curas. Como mi colegio, «Jaquimbide», seguía abierto, a pesar de que las profesoras eran monjas, mis padres me inscribieron, pero resultó que sólo éramos seis o siete alumnas. Las demás habían volado para el lado de Franco. Pero bueno, nos daban clase y también hablábamos de la guerra. Ellas disculpaban a Franco, no se atrevían a decirlo abiertamente, pero lo aprobaban. Un día yo le dije a una de las monjas que no comprendía cómo el Papa podía estar a favor de semejante traidor y que, además,   —178→   yo no creía que el Papa era infalible ni el representante de Cristo en la tierra. Ella se escandalizó mucho y me dijo que me fuera a confesar porque estaba en pecado mortal. No me dio la gana y allí se acabó mi religión. Nunca más he vuelto a rezar, y si entro a una iglesia es porque me interesan sus tesoros artísticos y arquitectónicos. De la noche a la mañana me desengañé y perdí la fe. Pero me quedó, como secuela de la educación monjil, un pudor tremendo durante varios años, hasta el punto de usar un traje de baño de gruesa lana con una inmensa falda circular hasta la rodilla que, cuando se mojaba, pesaba de tal manera que me hundía.

Todo esto ocurrió en 1936.




Salida de Bilbao

Pronto empezaron los bombardeos. Me enteré también de que no teníamos aviones para defendernos y eso me llenó de zozobra y cólera. Todavía la Unión Femenina Republicana hizo, con grandes esperanzas, una fiesta de ballet en el teatro Arriaga que se llamó «Proavión de Euzkadi». Pero ni uno llegó. Los Junkers alemanes tenían todo el cielo para ellos. Les disparaban algunos cañones antiaéreos pero no eran muy efectivos. Ya para el mes de febrero 1937 casi todas las mañanas nos despertaban las sirenas (no podían volar de noche a causa de las montañas) anunciando bombardeo.

Nuestro cuarto era grande. Había dos camas matrimoniales. En una de ellas dormían Marisol y Pili, en la otra Luisamari y yo. Mi madre ya nos había aleccionado: en cuanto oíamos la sirena cogíamos los abrigos que estaban al pie de la cama, cada una de nosotras tenía que llevar además una maleta que mamá nos había preparado, y yo me hacía cargo de mi hermana Luisamari que, por entonces, no cumplía todavía cuatro   —179→   años. Salíamos como chiflido escaleras abajo cuatro pisos, atravesábamos la calle, llegábamos a la escuela pública de Indauchu (todavía están en pie la casa y la escuela, las vi la última vez que estuve en Bilbao en 1986) cruzábamos el jardín y bajábamos a los sótanos, que ni eso eran pues las ventanas estaban al ras del suelo; y allí nos quedábamos hasta que volvía a sonar la sirena anunciando que los Junkers ya se iban. Nos enteramos del bombardeo y completa destrucción de Guernica: los miles de muertos, heridos, etc. A nuestra casa llegó refugiada una parienta lejana. No recuerdo de ella más que se llamaba Tomasa y hablaba muy poco, quizás le costaba hablar el castellano siendo su lengua materna el euskera. También estaba muy triste pues sus familiares habían muerto en el bombardeo.

Así las cosas, empezaron a hablar de evacuar a los niños y efectivamente, muchos salieron en barco rumbo a Inglaterra, Bélgica y Rusia. Un buen día nos dijeron nuestros padres que también íbamos a salir pero que iríamos con mamá. Me pareció bien, dadas las circunstancias.

Nunca pensé que saldría para siempre de mi casa. Yo lo veía como unas vacaciones en el extranjero, en Francia, y mi curiosidad por lo desconocido era muy grande. Ya sabía bastante francés y tenía muchas ganas de practicarlo. La inconsciencia de mis pocos años no me dejó darme cuenta de la gran tragedia e incertidumbre que nos esperaba.

Por fin nos dijeron que nos preparáramos para embarcar. Las maletas, los abrigos, no sé qué más y salimos rumbo al puerto de Santurce. Era el 4 de mayo de 1937. Allí estaba el barco. Una gran muchedumbre esperaba. Recuerdo a mi padre sentado en el suelo recostado contra una columna con su gabardina y su boina, meciendo en sus brazos a mi hermana la menor, Luisamari, que ese día precisamente cumplía cuatro años. Esa imagen me quedó muy grabada porque era una actitud   —180→   inusitada en él. Íbamos: mi madre, mis tres hermanas: Pili de diez, Marisol de ocho, Luisamari de cuatro y yo que ya tenía casi catorce años. Mi madre lloraba. Mi padre también estaba muy emocionado, pero nosotras las niñas creíamos empezar un viaje muy divertido. Llegó la hora de los abrazos y despedida. Embarcamos; y nada más subir empecé a darme cuenta de que aquello no era un paseo. No nos podíamos casi mover pues todas las superficies estaban llenas de gente, unos sentados y otros echados. El barco iba repleto de niños y algunas mujeres, todos evacuados por miedo a los bombardeos. Apenas si tuvimos sitio para sentarnos en el suelo.

Venía también en el barco una familia, los Diéguez, que eran amigos de mis padres de muchos años y, por supuesto, los hijos también lo eran nuestros, sobre todo la segunda hija, Amparito, era mi compañera de juegos. No comprendíamos por qué teníamos que dormir en el suelo y empezamos, ella y yo, a recorrer el barco para ver si nos podíamos acomodar mejor. ¡Pero qué va! Todo estaba inundado de gente y, para andar, teníamos que tener cuidado de no pisar a los que ya dormían en el suelo. Volvimos donde nos habían puesto y como pudimos, muy indignadas, nos dormimos.




La llegada a Francia

Nos escoltaba un destroyer inglés para protegernos del Cervera, un acorazado de Franco que nos perseguía con muy malas intenciones. Para evadirlo hubo que cambiar el destino inicial que era Burdeos, y seguimos rumbo al norte. Al amanecer ya se divisaba la costa francesa. En el transcurso de la mañana desembarcamos en la isla de Oloron, que está enfrente de La Rochelle. Las autoridades francesas nos recibieron vacunándonos contra la viruela y después pasamos a un galerón   —181→   con mesas y bancos donde nos dieron la famosa soupe francesa y no sé qué más. Como no habíamos comido nada en el barco nos cayó muy bien. Después mamá me dijo que le preguntara a un gendarme que nos custodiaba si podríamos ir a Bayona. La pregunta la pude hacer en francés, pero lo que me contestó, para mi gran sorpresa, pues yo creía saber francés, no lo entendí.

No hubo manera de saber a dónde íbamos porque no nos dejaron libres. Nos metieron en un tren y toda la noche rodamos; no sabíamos hacia dónde. Mamá estaba muy creída de que íbamos a Bayona como papá le había dicho. Pero no, al contrario, nos mandaron hacia el norte. Al llegar nos enteramos de que estábamos en Bretaña. Salimos del tren en Lorient y en autobuses llegamos a Port-Louis. Grande fue la sorpresa de mi madre, pues ella decía que debíamos ir a Bayona. Nos metieron en un antiguo convento medieval cuya última utilidad había sido la de servir a la armada como «Hôpital Maritime». Todo sucio. Por los suelos se hallaban jeringas, cánulas y zapatillas viejas entre otras muchas cosas. Nos dieron las famosas gamelles (cazuela de estaño con plato y cuchara que usaban en el ejército francés) como utensilios para comer y paja para dormir. El rancho: el mismo de los marinos acuartelados en el pueblo. Por cierto que estos marinos tenían como cuartel un fuerte muy antiguo que los españoles construyeron en los tiempos de Richelieu y las guerras de religión.

Las noticias de nuestra guerra eran muy malas. Pasamos allí todo el verano. La juventud y el buen clima, la playa y otros entretenimientos me hacían pensar que estaba pasando unas vacaciones. Sin embargo, mi madre estaba muy preocupada. No había noticias de papá y el norte se estaba perdiendo (el norte de España, empezando por Bilbao). Un buen día llegó el señor Roberto Diéguez, el esposo y padre de la familia Diéguez, con quien nos unía gran amistad de toda la vida, y nos   —182→   dijo que papá estaba bien, que las cosas no eran tan críticas. Esto nos tranquilizó un poco. Quiso mi madre que nos cambiara algo de dinero español por francés. Accedió y dijo que a la mañana siguiente lo haría. Pero, ¡oh sorpresa!, a la mañana siguiente el pájaro había volado. Así que nos quedamos como antes: sin dinero francés. Fue un gran desengaño, muy cruel para mi madre.

Todavía pasó algún tiempo y nos llegó una carta de papá en la que narraba su huida de Bilbao, pues ya entraban los fascistas, y su llegada a Santander. Quisiera tener esa carta porque era muy poética y emotiva. Decía que había sufrido innumerables bombardeos en Bilbao, y que por la carretera hacia Santander los Junkers los ametrallaban, que tuvo mucho miedo, pero que no podía dejar de admirar el espectáculo del cielo con las explosiones de luz de los antiaéreos, el ruido y las piruetas de los aviones. Hablaba de la tragedia de la muchedumbre atemorizada, tirándose al suelo en las cunetas o donde podían para protegerse. Decía que no nos preocupáramos y que nos quería mucho, que saldría con bien y que se reuniría con nosotras.




La estancia en Port-Louis

Y así fue. Pasó como otro mes y para fines de septiembre se reunió con nosotras. Al principio las autoridades francesas nos iban a trasladar a Barcelona pero mi padre arregló las cosas para podernos quedar en el pueblo. El gobierno vasco, en el cual había tenido un alto cargo, le daría un pequeño subsidio para poder sobrevivir, pues no tenía permiso de trabajo. Y así nos quedamos en Port-Louis tres años.

Nos instalamos en el pueblo en un departamentito feo y viejo pero barato. No eran más que tres habitaciones: la una   —183→   continuación de la otra, sin pasillos. En la más grande, en la entrada, dormíamos las cuatro niñas en dos camas matrimoniales. Debajo de la ventana papá puso una mesa donde trabajaba en su invento de óptica de dibujos en relieve. Esto nunca le redituó nada pero estaba ocupado, y nunca perdió la esperanza de que su invento sería un éxito. Pobre papá, nunca lo fue, y trabajó en él hasta el fin de sus días. En la pieza del medio dormían mis padres en una cama empotrada entre tres paredes, un pasillo en medio para poder pasar a la tercera pieza (la cocina), y del otro lado del pasillo, un tocador con palangana y jarra; y una cubeta debajo de éstos para echar el agua sucia. Una ventana que daba al patio, la cour, y creo recordar una cómoda donde guardaban la ropa. Esto nos servía de baño, pues no había otro dentro de la casa. Por el pasillo pasábamos a la tercera habitación: la cocina. Era larga y estrecha, una mesa con sillas suficientes, una estufa de hierro chica con fuego de carbón nos servía para cocinar y, en invierno, para calentarnos. Una puerta y una ventana al patio, una mesa y encima una hornillita de gas. Debajo de otra ventana, otra mesa con dos anchas cubetas hacía la vez de fregadero. El agua la traíamos de una bomba de mano instalada en el patio. Y merece mención aparte el retrete (WC): estaba en un rincón del patio en una casetita. Se entraba y se veían como dos asientos bastante altos con el agujero en medio, uno enfrente del otro. Había un cajón como escalón. Debajo de los asientos estaban unas barricas donde se almacenaba el excremento. El retrete era para todos los vecinos de la casa de tres apartamentos, no sólo para nosotros. En invierno pasábamos frío, pero el olor era soportable. En verano era apestoso. Además estas barricas las tenían que vaciar o cambiar manualmente. Había un servicio, al que llamaban les vidangeurs, que venían con una carreta llena de las susodichas barricas. Sacaban las llenas y en su lugar ponían las vacías. En este trajín se hacía   —184→   una peste que teníamos que salir huyendo de la casa. ¡Y yo que pensaba que los franceses estaban muy adelantados! Pero a todo nos acomodamos. Mis hermanas fueron a la escuela primaria del pueblo y yo a la secundaria en el liceo para «Jeunes Filles de Lorient». Quiero añadir aquí que el abuelo, padre de mi madre, se había reunido con nosotros. No recuerdo quién lo trajo. Me parece que fue el tío Eduardo, pero no estoy segura. El caso es que la familia aumentó con él y como no había otro cuarto le acomodaron un catre en un extremo de la cocina y allí se le hizo su rinconcito.

Mamá trabajaba como negra para atender a todos. Lavaba, planchaba, cocinaba, arreglaba la casa y además nos cosía todos los vestidos, abrigos, sweaters, etc. No sé cómo se las arreglaba. A veces, en invierno, tendía la ropa y se le congelaba tendida. Quedaba como bacalao. Yo, la mayorcita, le ayudaba algo. Mi tarea principal era lavar los trastes. Mientras lo hacía cantaba en español, para que no se me olvidara éste, las canciones de moda entonces: Mi jaca, María de la O, etc. También remendaba los calcetines de toda la familia y tejía sweaters. En fin, hacía lo que podía.

Me gustaba ir al colegio de Lorient. Aprendí mucho, y las maestras nos trataban muy bien a las tres españolas: dos hermanas Diéguez que también se habían quedado en el pueblo y yo. Llevábamos clases de inglés y español. Huelga decir que nosotras éramos las primeras en esta última. Quiero recordar aquí unas anécdotas: Una maestra me pregunta un día cuando estaba leyendo el periódico: «Mademoiselle, qu'est-ce que la veut dire codillo». Me dejó perpleja y le digo en francés naturalmente: «Pues no sé, quizá sea el diminutivo de codo». Ella dice: «No, no, aquí pone que Franco est le caudillo par la grâce de Dieu». ¡Ah, ya entendí! Y le contesto: «en ese caso es caudillo (se lo pronuncio) y significa jefe». Y pienso para mis adentros: «Si Franco es caudillo por la gracia de Dios, yo me   —185→   quedo muy a gusto con el diablo».

En el verano el pueblo se llenaba de veraneantes y nos divertíamos como cualquier muchacha de nuestra edad: con las retrailes au flambeau (que ya no se hacen), algunos bailes campestres, nadando en la playa y yo hasta tenía mi noviecito.

Nos hicimos amigas de una joven cuyos padres eran dueños de la fábrica de conservas del pueblo: Denise Breuzin, hoy Gervais; ella nos invitaba a su casa en las noches de verano, de ocho a diez, y nos enseñaba a bailar; también nos llevaba de excursión, de picnic, etc. Fue muy amistosa y siempre la recuerdo con cariño. Ahora, después de cincuenta años, la acabo de ver en París y recordamos todos estos tiempos. Me enseñó uno de los manteles que mi mamá le bordó para su boda. Fue muy emocionante verlo pues yo la recordaba muy bien cuando lo estaba haciendo. Todavía lo tiene intacto. Mi amiga se casó precisamente en 1939 y desde entonces había dejado de verla.

Viviendo muy modestamente, aprovechando que tanto el pescado como las legumbres y verduras, mantequilla, leche, etc., eran productos muy baratos en el pueblo, seguimos allí, sin mayores problemas.

Pasó el tiempo. Seguíamos con angustia todos los acontecimientos de la guerra de España. Afortunadamente, no fuimos de los que pasaron la frontera por los Pirineos al terminar ésta en 1939, puesto que ya estábamos desde 1937 en Port-Louis. Pero la terrible derrota de la República Española y el sufrimiento de tantos compatriotas nos afectó mucho. A pesar de mis pocos años me parecía increíble que las llamadas «democracias» y hasta la Sociedad de Naciones, dejaran sin ayuda al gobierno legítimo español y permitieran la ayuda a Franco de Hitler y Mussolini. No entendía y me llenaba de coraje la indiferencia y el miedo de los franceses. Querían a toda costa evitar una guerra que yo ya veía inevitable y cuando se lo decía,   —186→   me miraban como si yo fuera un monstruo. Cuando Hitler ocupó los Sudetes en Checoslovaquia, nos alegramos de ello pensando que, por fin, iba a estallar la guerra mundial, la cual, pensábamos, daría también una solución al conflicto español. Pero no, todos se doblegaban ante el espantoso Hitler. Chamberlain hizo un papel indigno junto con los demás gobiernos aliados. Sólo cuando los alemanes invadieron Polonia comprendieron que el enfrentamiento no se podía posponer más y, entonces sí, los aliados Francia e Inglaterra, declararon la guerra contra los alemanes, a pocos meses de haber terminado la nuestra de España. Era el 3 de septiembre de 1939.




La salida de Port-Louis

Llegó 1940. Hasta entonces la Segunda Guerra Mundial no la habíamos casi notado. Nos acostumbramos a pensar que el conflicto se resolvería fácilmente. Mas como las cosas iban cada vez peor, mi padre decidió ir a París para ver si podríamos ir a México. Y efectivamente, fue y consiguió los pasajes para el barco Champlain que saldría en julio de 1940 del puerto de Burdeos.

Pero no nos dio tiempo a embarcar porque ¡ah! un buen día nos despertó un ruido tremendo e inusitado. Parecía como si cientos de caballos fueran al galope por la calle. Asustados nos asomamos a la ventana y vimos que no eran caballos, sino los marineros franceses que estaban acuartelados en el pueblo. Y eran muchos los que bajaban corriendo como desesperados hacia el puerto. Preguntamos a los vecinos que por qué lo hacían. Y nos contestaron también asustados: «¡Que vienen los alemanes, que vienen los alemanes!»

Nos quedamos anonadados, sin saber qué hacer. Papá decidió salir y enterarse bien de cómo estaban las cosas. Alguien   —187→   le dijo que un barco iba a salir con los muchachos del pueblo que tenían de quince a diecisiete años; muy cerca de la edad militar. Entonces fue al puerto y preguntó. Efectivamente: era un barco atunero que llevaría a estos muchachos, no más de cuatro o cinco, al dueño del barco con su familia y dos marineros. Sin pensarlo más, papá pidió que nos incluyeran a nosotros también como pasajeros; ofreciendo el poco dinero que tenía y después de mucho alegar, accedieron a llevarnos. Eran como las cuatro de la tarde del 30 de junio de 1940 cuando nos embarcamos. No sabíamos adónde íbamos. Mamá nos mandó poner dos vestidos, ropa interior doble y llevábamos cada uno un hatillo con lo indispensable así como los abrigos en la mano.

Otra vez dejábamos lo poco que teníamos.

Al salir, vimos grandes incendios en el puerto de guerra de Lorient. Navegamos toda la tarde. Ya muy noche llegamos a la isla de Groix. Allí vi un barco cuya imagen tengo grabada como fotografía en la memoria. Me pareció un barco bastante grande. En la oscuridad se recortaba su silueta llena de gente por todos lados. Yo creo que vi hombres encaramados hasta en las chimeneas. Con un altavoz nos preguntaron que quiénes éramos y adónde íbamos. Entonces me enteré que íbamos a Inglaterra. Nos contestaron que ellos también iban allí a reunirse con las fuerzas de De Gaulle, y que subiéramos. Los muchachos lo hicieron inmediatamente pero al ir a subir nosotros, dijeron que no admitían mujeres. Así que ni el dueño del barco, su familia ni nosotros, fuimos admitidos. Muy decepcionados pasamos la noche allí anclados, y a la mañana siguiente emprendimos otra vez el viaje. El armador dijo que no tenía mucho mazout (petróleo) y que necesitaba llenar el tanque, así que iríamos hacia La Rochelle, pues los alemanes ya estaban en Nantes.

El caso era ir hacia el sur. Mi padre ya tenía los boletos para   —188→   ir a México en el Champlain que debía salir de Burdeos los primeros días de julio. Todavía teníamos esperanzas de alcanzarlo.

Mi familia estaba toda mareada en la bodega del barco y se sentía muy mal. Afortunadamente yo estaba bien. Uno de los marineros me pidió que le ayudara a hacer la famosa soupe. Me dio una hogaza de pan para que la cortara en trocitos. Mientras vi cómo sacaba el agua con la cual iba a cocinar. Como habíamos salido muy aprisa se les había olvidado llenar el depósito de agua y había muy poquita, así que este señor que tenía los dientes podridos, un bigote horrendo y que olía a pescado viejo, cogió un pedazo de manguera, se lo llevó a la boca por un lado y el otro lo puso en el tanque. Succionaba, se llenaba la boca de agua y la escupía en la cacerola. Esto lo repitió quién sabe cuántas veces hasta que la llenó. La puso a hervir. Le echó la cebolla, mantequilla y alguna otra cosa. Cuando empezó a hervir le echó el pan. Un rato hirviendo y ya estaba la sopa. Para entonces mi familia ya había salido a cubierta. Hacía muy bonito día. No habíamos comido nada desde el desayuno del día anterior, así que cuando les llevé la sopa, dijeron que estaba muy buena y se extrañaron mucho de que yo no la comiera.

Cuando llegamos a La Rochelle había un gentío enorme en las calles. Los parques estaban llenos de gente que como nosotros trataban de escapar de los alemanes. Dimos una vuelta por la ciudad. Compramos jabón de la marca Marie-Rose contra los piojos que se nos habían pegado en el barco, y fuimos a unos baños públicos. Quedamos como nuevos y volvimos a dormir al barco.

Algunos días después, estando en un parque oímos por los altavoces que se había firmado el armisticio, para regocijo de los franceses.

El 2 de julio, y no me confundo porque ese día cumplí diecisiete   —189→   años, con gran angustia vimos entrar a los alemanes en la ciudad. Llegaban, como los vencedores que eran, en motos, tanques, coches, camiones. No recuerdo ninguno a pie. Todos sonrientes, sintiéndose superhombres indudablemente, ondeando inmensas cruces gamadas. Y nosotros nos sentíamos cucarachas aplastadas. La gente les hacía valla, había quien los vitoreaba y ellos, muy magnánimos, ofrecían cigarrillos, chocolates y no sé qué más. Mis padres lloraban y nosotras, las cuatro hijas, creo que también lloramos. Estábamos atónitos.

Mi padre trató por todos los medios a su alcance de convencer al armador de que nos llevara hasta Lisboa, donde nos pondríamos en contacto con algunos amigos que ya estaban en México y que nos ayudarían a embarcarnos para este país. Pero el buen señor dijo que ni hablar, que el Mariscal Pétain acababa de firmar el armisticio con los alemanes y que ya no había guerra; que por lo tanto él se volvía a Port-Louis; que lo único que él podía hacer era llevarnos de vuelta. Como no teníamos alternativa, accedimos y volvimos a Port-Louis.




El duro regreso

Al llegar al pueblo de regreso fuimos, muy confiados, al departamento que habíamos dejado. Pero, ¡ay!, la dueña, muerta de miedo, no nos dejó entrar, ni siquiera a recoger lo que habíamos dejado. No quería tener de inquilinos a refugiados rojos españoles. Podría tener dificultades con los alemanes. Nos encontramos en la calle sin saber adónde ir. Mis padres, mis tres hermanas, el abuelo de ochenta años y yo. ¡Qué desesperación! No nos quedó más remedio que ir al único hotel del pueblo y pedir que nos alojaran. Por suerte conseguimos una habitación y allí nos hacinamos los siete como pudimos.   —190→   En los otros cuartos se albergaban soldados alemanes. Oíamos sus botas y sus carcajadas de vencedores. Nuestros ánimos, por los suelos.

Ocupamos el cuarto durante una semana más o menos, al cabo de la cual nos avisaron que se rentaba una casita. Afortunadamente la conseguimos. No me acuerdo bien cómo era. Sólo la habitamos un mes. Lo único que recuerdo es que no tenía baño, ¡ni siquiera retrete! Había que salir todas las mañanas a tirar los excrementos al mar. Pero estábamos muy contentos de tener un techo.

Nos fuimos organizando. Ya no había subsidio del gobierno vasco. Así que fui a pedir trabajo a la fábrica de conservas y me lo dieron. Ya era algo. Tenía que redondear latas ocho horas al día, pero esto nos salvaba por el momento. Después conseguimos toda la familia ir a despuntar ejotes y clasificarlos por tamaños de seis a ocho de la noche. Hasta mi abuelo iba. Así conseguimos salir adelante. Mas no nos duró mucho el gusto. Durante este periodo, yendo yo con una amiga también española refugiada por una de las calles del pueblo, salió una tabernera a pedirnos que nos detuviéramos un momento, que había un oficial alemán que nos quería hablar. Efectivamente salió el alemanzote con sus medallas y uniforme impecable y se dirigió a nosotras: «¡Ah, ostedes españolas, yo hablo español, he estado en España, gané las medallas en la Legión Cóndor. Moy bonito España. ¿Por qué ostedes aquí?» Ante tal pregunta nos quedamos pasmadas sin saber qué contestar. Mi cerebro estaba paralizado de miedo, y al insistir él por una respuesta, no se me ocurrió más que ésta: «El clima. Es que el clima no nos gusta». El alemán: «¡Oh! El clima en España moy bueno. Y ahora que terminó la guerra y Franco manda, todo está moy bien. La guerra fue culpa de los judíos». Yo nunca había oído hablar del problema judío en España, así que le dije: «¡Pero si en España no hay judíos!» El alemán: «¡Oh! Sí.   —191→   Mocho judíos en España. Todos en el gobierno republicano. Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos y otros más. Todos, todos judíos. Moy malos. Bueno, encantado de conocerlas. Si quieren que las lleve a pasear me buscan aquí, arriba de la taberna, y con gran placer lo haré». ¡Pies, para qué os quiero! No más lo vimos desaparecer y salimos corriendo despavoridas como alma que lleva el diablo.

Otro incidente con los alemanes: estábamos toda la familia despuntando los ejotes, cuando llegan varios soldados alemanes. Nosotros, en silencio, seguimos con nuestra tarea. Al poco, uno de ellos empieza a recoger puntitas de ejotes y me las tira. Al sentir el impacto levanto la cabeza y al ver que es el soldado quien las tira vuelvo otra vez a mi trabajo en silencio. El soldado continúa con la broma. Lo miro severamente sin decir nada. Entonces él me dice en mal francés: «Vous, porquoi...?» y hace la mueca de enojado. No contesto nada, pero sentí mucho miedo. Al poco rato se fueron. En aquel entonces, los soldados alemanes tenían la consigna de congraciarse con la población civil, así que trataban de ser simpáticos.

De la alcaldía del pueblo nos llamaron para que nos inscribiéramos como extranjeros. A los pocos días, dos oficiales de la Gestapo, una mañana temprano, nos vinieron a arrestar. El pavor fue mayúsculo. Se querían llevar primero a mi padre, pero como mi madre horrorizada insistía en que nos llevaran a todos juntos, nos tranquilizaron diciéndonos que después nos reuniríamos todos, que nos llevarían al mismo sitio; y para que viéramos que eso era verdad, aceptarían llevarse a mi hermana más chica, Luisamari, en aquel entonces de siete años, junto con mi padre. Al poco rato, en otro camión salimos nosotros; y fue verdad lo que nos dijeron pues volvimos a encontrar a papá y a Luisamari en la Caserne de Senarmont en Vannes, Morbihan.

Allí nos encontramos con muchos otros españoles que habían   —192→   recogido, yo creo que de toda Bretaña: mujeres, niños, viejos, jóvenes, etc. Nos instalaron en unos galerones en donde había dos tanques de guerra medio herrumbrosos. En el centro del local, enseñaban a los soldados franceses a manejarlos. Pegados a las paredes estaban los catres con colchones de paja. De allí en adelante siempre dormiríamos en paja. Los hombres estaban en otro galerón. Las ratas iban y venían incluso de día. El rancho era el mismo que comían los soldados franceses, prisioneros de los alemanes en su propio cuartel. Nos dijeron que en tres días estaríamos en la frontera española. Posteriormente supimos que, gracias a las protestas internacionales suscitadas por los fusilamientos de muchos republicanos españoles devueltos a Franco por la Gestapo, no nos mandaron de regreso a nosotros.

Sin saber nada sobre nuestro destino pasaron aproximadamente quince días, al cabo de los cuales nos dijeron que recogiéramos los bártulos, que nos cambiaban de lugar. Nos pusieron en fila, de cuatro en fondo más o menos, porque con los niños no nos podían exigir disciplina militar. Custodiados por varios soldados y un oficial, empezamos a andar. No sé cuántos kilómetros hicimos, ni me acuerdo de cuánto tardamos en llegar, pero tengo la impresión de que no fueron más de ocho o diez kilómetros pues entre nosotros había gente bastante mayor, sobre todo señoras, y todos llegamos bastante bien.




El campo de Saint-Avé

Llegamos a un campo de concentración que se llamaba Saint-Avé, en plena campiña. Había bastantes barracas, muchos soldados franceses y civiles ingleses. Pasaron lista para ver si alguien se había escapado, y nos dieron un número   —193→   a cada uno. A mí me tocó el 2015.

A las mujeres y niños nos mandaron a una barraca; a los hombres a otra. Todas las mañanas y las noches nos teníamos que formar y responder a nuestro número para verificar que no faltase nadie.

Un día, gran revuelo: falta uno. Vuelta a contar. Hasta que se dieron cuenta de que un niño del grupo estaba a un lado detrás de un arbusto, jugando con piedritas en el suelo. Era verano y el tiempo muy hermoso. Estábamos en plena campiña bretona siempre verde y frondosa, así que no sentíamos tanto el encierro. Claro, hablo de los jóvenes y niños, porque los padres, ellos sí estaban muy preocupados pensando en qué suerte nos depararía el destino.

La comida era mala, pero no para pasar hambre, y nos fuimos acomodando. Entre los españoles había unos cuantos que ya eran veteranos de los campos de concentración, y enseguida empezaron a acondicionar los cuartitos minúsculos que habían dado a las madres con hijos.

Los hombres, entre ellos mi padre, estaban en una barraca junto con una veintena de ingleses. Ellos no tenían separación ninguna. Después del toque de queda, a las ocho de la noche, estaba prohibido salir de las barracas. Los centinelas no se andaban con cuentos, tiraban a matar. Así que los españoles, veteranos de los campos, decidieron hacer una letrina dentro de la barraca. Pidieron su cooperación a los ingleses para hacerla y después para mantenerla limpia. ¡Qué escándalo se armó! Los ingleses no querían saber nada de eso, era muy shocking. No, ellos no la iban a necesitar. Muy bien: los españoles la hicieron. Al poco tiempo empezaron las diarreas, y los ingleses fueron de los primeros en sufrirlas. Tuvieron que pedir por favor que les dejaran hacer uso de la famosa letrina, y accedieron en cooperar al mantenimiento. Como los ingleses estaban en una esquina de la barraca, mi padre aludía a   —194→   esto como la toma de Gibraltar, y hasta hizo una canción con la música del Gernika-ko Arbola, en la cual se refería a este episodio:


Hace ya cuatro años.
Que andamos al garete
Y hoy somos prisioneros
Desde el Abuelo al Tete.
De Senarmont vinimos
Andando a Saint-Avé
Y un Gibraltar hicieron
Los ingleses en él.



Al referirse a la capitulación de los ingleses en el asunto de la letrina decía, irónicamente, que los españoles habían recuperado Gibraltar, y terminaba diciendo:


Un telegrama a Franco
Debemos de mandar.



No nos faltaba el buen humor. Los hombres hacían un periódico mural manuscrito, con caricaturas y artículos sobre cualquier cosa que pudiera interesar. Procurábamos mantener alta la moral. Llegamos hasta hacer teatro; cada quien exhibía sus habilidades. Entre los ingleses prisioneros había unos monjes o frailes, que decían misa cantada todos los domingos. Ibamos a oírlos.

Creo que ya era septiembre de 1940 cuando nos anunciaron que nos cambiaban a otro campo donde sólo habría civiles. Ya con más experiencia recogimos en un periquete nuestros bienes y otra vez listos para partir con rumbo desconocido. Esta vez subimos a camiones militares alemanes, y también con soldados armados de la misma nacionalidad: ¡No fuera a ser que reos tan peligrosos se escaparan! Íbamos sentados   —195→   en bancos a lo largo del camión y cubiertos con una lona verdosa. El viaje fue largo. Cuando me dice un turista, dándose importancia, que hizo la ruta de los castillos del Loire, le digo que yo también; porque es más o menos lo que hicimos. Pasamos por Angers y no sé qué otras ciudades. Muchos pueblos, todos cerca del Loire. De vez en cuando veíamos los castillos hasta que se hizo de noche. Aquí también debo decir que no paramos en todo el camino, y el que quería orinar, si era hombre levantaba la lona, pero si era mujer tenía que hacerlo en una lata de conservas que alguien había sacado de sus trastes.




El campo de Montreuil-Bellay

Ya de noche, llegamos a nuestro destino. Un campo grande, rodeado también de alambre de púas con sus torres de vigía. Bajamos de los camiones y como buenos españoles armamos gran alboroto. Las mamás llamando a los niños, los hombres recogiendo los bártulos, etc. De pronto un oficial alemán, alto y delgado, toca un silbato y nos da el gran susto. Con voz estentórea dice que nos callemos y que nos formemos. Silencio sepulcral. Nos formamos en un periquete. Vamos a entrar al campo. Tenemos mucho miedo. Nos encaminan como de costumbre, las mujeres y niños a una barraca, los hombres a otra. Este campo es todo un pueblo. Hay muchos hombres internados, somos las únicas mujeres. El campo se llama y está en Montreuil-Bellay. Estamos deseando descansar, así que cada quien escoge su paillasse, una funda de hilo rellena de paja sobre el catre de madera y alambre; y nos dormimos. Aquí, como en el campo anterior, comimos muchas kartoffel (papas).

Después del susto que nos dio el prusiano el régimen no   —196→   nos pareció tan mal. Nos dejaban salir al pueblo a los niños y jóvenes, pidiendo permiso. Encontrábamos algún alimento en el campo. Era la temporada de la uva y la robábamos, también manzanas, etc. En el pueblo podíamos comprar algo de charcutería. Bueno, íbamos tirando.

Se echaba el invierno encima y empezaba a hacer frío. Todavía teníamos los abrigos y algún sweater. ¡Pero los zapatos! No me acuerdo si los compramos allí o si ya los llevábamos, el caso es que los zuecos sabots de bois, nos vinieron como anillo al dedo. En la barraca pusieron una estufa y nos daban algo de carbón y leña.

Apareció un cura de un pueblito de por allí cerca que nunca lo olvidaremos. Este hombre tenía una bicicleta a la que había agregado una especie de cajón grande con ruedas. Recorría las granjas y los pueblos pidiendo ropa y comida para los del campo. Llegaba y la repartía. Era un verdadero cristiano y nos ayudó todo lo que pudo, incluso poniéndose él en peligro pues los alemanes le dejaban entrar pero no lo querían. Habían llegado de los Stalags (campos de prisioneros en Alemania) muchos marroquíes, que por serlo, los alemanes los consideraban como neutrales en la guerra o por lo menos como civiles. Los pobres venían muertos de hambre pues allí ni a kartoffel llegaban. Se comían las peladuras de papas crudas y todo lo que podían. Un día llegaba el buen cura al campo, y ellos que ven uvas y manzanas, se le abalanzaron encima, derribaron la bici y lo tiraron al suelo. Los españoles al ver esto (aunque todos eran republicanos y anticlericales) defendieron al cura. Fue una gran pelea y alguien salió con la cabeza mal herida. Por fin el silbato de los alemanes los calmó a todos. Bastantes fueron al calabozo por algunos días, pero allí quedó todo.

El cura se hizo amigo nuestro. Todos los domingos venía a decir misa. Y encima de unas tablas, en la barraca que servía   —197→   de comedor, ponía un crucifijo y la decía. Uno de nuestros niños mayorcitos hacía de monaguillo; el pobre no sabía nada y todo lo hacía al revés. Pero muchos de nosotros íbamos a esa misa, pues aunque no creíamos en la religión, sí creíamos y respetábamos a ese cura. Nos dijo que el obispo estaba muy enojado con él porque no aprobaba lo que hacía.

La navidad del 40-41 la pasamos en el campo de Montreuil-Bellay. Nos acompañó el cura. Nos trajo lo que pudo de comida, y su calor y afecto nos consoló mucho. No sé qué habrá sido de él. Quiero en estas líneas dejar plasmada mi gratitud a este hombre ejemplar.

Allí había civiles de muchos sitios: suecos y noruegos recogidos de naufragios, ingleses, marroquíes, etc. Entre ellos, estaban unos argentinos que fueron salvados del hundimiento de un barco. Eran periodistas y estaban allí mientras se hacían los trámites de liberación, pues como Argentina no estaba en guerra, su consulado los protegía. Mientras tanto, tratábamos de pasarlo lo mejor posible. Ya no había humor para teatro y periódico, pero gracias a uno de los argentinos, Óscar, que tocaba la armónica, bailábamos algunas veces. Éste se enamoró de mí, quería que me fuera con él y decía que luego reclamaríamos a mi familia para que nos reuniésemos todos en Argentina. Pero yo no lo quería y no quise arriesgarme. Lo único que tenía seguro eran mis padres y hermanas; por ningún motivo los iba a dejar. Pero mientras estuvo allí flirteamos y nos divertimos. No hay que olvidar que éramos jóvenes. Él tocaba la armónica y bailaba tango conmigo. Era muy alegre y estaba siempre dispuesto a ayudar en lo poco que podía.

La vida seguía su curso y otros jóvenes tenían sus idilios. Los chismes no faltaban; y a veces hasta grescas. En la barraca de mujeres esta vez no había cuartitos, sino que las camas estaban dispuestas a lo largo de las paredes. En un extremo de la barraca, no sé si por azar o adrede, las «señoras» se acomodaron   —198→   con sus hijos. Éstas venían de la clase media-alta. Eran gentes más o menos educadas, casadas con profesionales y hombres que habían ocupado cargos bastante importantes durante la República, como también era el caso de mi padre. En el otro extremo habían quedado las obreras casadas con obreros, campesinas y hasta había alguna del barrio chino de Barcelona. A pesar de estar en un campo de concentración, en circunstancias tan singulares y terribles, la lucha de clases seguía. Mi mamá, por coger un lugar más protegido, una esquina, se instaló enfrente de las obreras y allí estábamos con ella. Por las noches las conversaciones y disputas entre los dos grupos antagónicos eran dignas de oírse. Las señoras se sentían ofendidas por las proletarias, pues éstas eran muy irónicas y empleaban un lenguaje bastante soez. A su vez replicaban ellas insultándolas. Y así sucesivamente. El vocabulario dejaba mucho que desear y entonces se oía la voz de mi madre que decía: «¡Señoras, que tengo hijas menores de edad!» Las proletarias, con las cuales mi madre se llevaba bien, se callaban y por fin la barraca dormía.

Sería enero o febrero de 1941 cuando un buen día, para nuestra gran sorpresa, los alemanes llamaron a los jefes de familia para preguntarles adónde querían ir. Mi padre dijo que él quería ir a México. No sabemos exactamente qué eligieron los demás pues las entrevistas eran individuales. Mucho después nos enteramos de que el gobierno mexicano había firmado un acuerdo con el de Vichy, por el cual estaríamos bajo su protección todos los refugiados españoles como si fuéramos mexicanos y creo que fue gracias a esto por lo que los alemanes se mostraron tan benignos.



  —199→  
El campo de Douadic

A casi todos nos embarcaron en un tren que nos llevó, pasando la línea de demarcación o frontera entre zona ocupada y libre, por Chateauroux. Hubo algunos casos de familias que fueron separadas. Afortunadamente a nosotros no nos separaron. Llegamos a un pueblito del centro de Francia, por el Massif Central, que se llamaba Douadic. En este pueblo sólo había dos barracas y no había alambradas. Tampoco alemanes, así que nos sentimos bastante libres. La comida seguía siendo mala y poca, pero de alguna forma lográbamos complementarla.

El grupo de personas había cambiado. Nos dieron a elegir nuestro destino. Supongo que algunos volvieron a España, otros decidieron quedarse en la zona ocupada, y otros, quizás por sus profesiones, los alemanes se quedaron con ellos. Así que ya no había discusiones por las noches. Además algunos lograron salir del campo para trabajar en las granjas. Nosotros seguíamos esperanzados con embarcar para México.

Apareció por allí un joven vasco de buen ver y me enamoré de él. Él me correspondía y todos los días venía a verme. Dábamos grandes paseos por los alrededores. Él conocía muy bien la región. También tenía algunos amigos comerciantes por allí cerca y gracias a esto, conseguíamos algo de pan, leche y alguna que otra legumbre. El invierno se nos echó encima otra vez. Allí pasamos la navidad del 41 al 42. Me acuerdo de que fuimos a patinar con los zuecos a un lago o estanque que había en el parque de un castillo, por allí cerca. También fuimos de visita al pueblo de Leblanc. No teníamos dinero ni para un ersatz de café, pero la ciudad nos pareció agradable.

Mi noviazgo no pasó a mayores. El tiempo que estuve allí lo pasé mejor gracias a Julio, así se llamaba, pero ambos sabíamos   —200→   que, dadas las circunstancias, no podíamos tomarlo muy en serio.




El campo de Rivesaltes

Al poco tiempo vino la orden de partida. Nos llevaban a otro campo donde se suponía esperaríamos para embarcar. Viajamos en tren y después en camión y llegamos al campo de Rivesaltes, a los pies de los Pirineos, cerca de Perpignan. Era un campo enorme dividido en cuatro islotes dispuestos en forma de cruz. En medio de ellos estaban las oficinas, administración, etc. Era un verdadero pueblo, pero los habitantes éramos todos prisioneros menos los franceses que nos custodiaban. Estos eran de las milicias del desgraciado Maréchal Pétain.

En un islote estábamos las mujeres españolas. Había ya muchas cuando nosotras llegamos, también bastantes niños de todas las edades. En otro pusieron a los hombres, mi padre y abuelo entre ellos. Había otros dos islotes donde estaban los judíos, también separados por sexo. Podíamos deambular de un lado a otro siempre que no saliéramos del campo.

Aquí las condiciones de vida empeoraron terriblemente. En primer lugar nos pusieron en una barraca infestada no ya de piojos, a los que estábamos acostumbradas, sino de chinches. Era terrible pues no nos dejaban dormir y durante el día seguíamos rascándonos las ronchas. Casi quemamos los catres; hacíamos antorchas con todo lo que encontrábamos y las poníamos en la madera de los catres para quemar los horribles insectos. Pero daba igual, porque enseguida venían otros y nos volvían a atormentar con sus picaduras y aborrecible olor.

Luego la comida era muy mala y escasa. Ya no era a base de patatas sino de topinambour y rutabaga, que son una especie de tubérculos con los cuales se solía alimentar al ganado en   —201→   tiempos de paz. Ahora era lo que comíamos. La carne no la veíamos, sólo echaban huesos al caldo. Un agua sucia por la mañana como café. La sopa de topinambour o rutabaga, a veces tenía nabos, y medio vaso de vino al mediodía. Por la noche otra vez la misma sopa; esto y un trocito de pan negro, quizás 100 gramos, era todo. Empezamos a sufrir un hambre feroz. La desesperación y tristeza hizo presa de nosotros.

El clima era muy duro, hacía un viento gélido que nos llegaba de los Pirineos. Llovía bastante. Nuestra ropa ya se estaba acabando, a pesar de que mamá se las ingeniaba y hacía milagros con ella. Ya desde el primer campo de Senarmont nos habíamos apropiado de las fundas donde se metía la paja para dormir, que eran de hilo crudo. Lo mismo con los cobertores color café (del ejército francés) que nos daban. Recuerdo un pantalón de cuerpo entero como un mono que mamá me hizo con una de esas fundas de hilo. No sé cómo pudo coserlo a mano pero me quedó estupendo; y hasta le bordó mis iniciales en un bolsillo que le puso en el pecho. De lo que nos trajo el cura también sacó buen provecho y más o menos teníamos qué ponernos. Ropa para el frío era lo que nos faltaba. Entonces ideamos sacar de los cobertores las hebras de lana. Las uníamos con nudos y hacíamos ovillos con los cuales nos tejíamos enormes y gordos sweaters. Con los mismos cobertores, cortándolos, nos hacíamos faldas.

En los otros campos las letrinas y otras instalaciones higiénicas dejaban mucho que desear, pero por lo menos teníamos algo de jabón y nos bañábamos en cubetas o duchas. En Rivesaltes las duchas estaban instaladas en una barraca a lo largo de las paredes. Allí nos llevaban como ganado el día que nos tocaba. Eran de agua fría y no teníamos jabón. Entrábamos unas treinta a la vez. Para mí fue un shock el espectáculo que esto representaba. Yo tenía dieciocho años y nunca me imaginé ver a las pobres mujeres viejas y pellejudas (ninguna   —202→   gorda), que parecían sacadas de los grabados alucinantes de Goya. Mis hermanas iban en el turno de los niños y así se evitaron esta visión espantosa. Mucho después, ahora que he visto en cine las barracas donde mataban a los judíos que tenían regaderas por donde salía el gas letal en vez del agua, pienso que fui muy afortunada a pesar de todo.

Seguíamos pasando mucha hambre. Mi abuelo deambulaba por el campo buscando en la basura de las cocinas. Recogía las hojas de los nabos y peladuras de lo que fuera. Se las llevaba a mamá y ella las cocía en un hornillito que tenía desde Douadic. Era todo lo que teníamos para mitigar el hambre.

Las condiciones eran tan malas que mamá decidió repatriar al abuelo de más de ochenta años. No quería que se muriese allí, así que hizo las gestiones y el pobre abuelo se fue, efectivamente, a morir a Bilbao. Al poco de llegar ocurrió el deceso. Pero él llevó una carta para nuestros tíos, y eso fue lo que nos salvó.

Antes de hablar de nuestra salvación quiero contar que Pili y yo habíamos visto fuera de las alambradas, al lado del campo, muchos almendros a los que ya se les veía el fruto colgando, envuelto como en una vaina verde. Pili y yo vimos el cielo abierto y allí vamos, pasando por los alambres de púas a recoger las almendras. Recogimos bastantes y volvimos muy ufanas con nuestra cosecha. Mamá se puso muy contenta. Se le ocurrió cocerlas en vino, con todo y vaina para no desperdiciar nada, les puso sacarina y nos parecieron el manjar de los manjares. Pero al poco de comerlas empezamos con unos retortijones espantosos. ¡Nos habíamos envenenado! Eran almendras de las que se usan para cosméticos y tenían mucho cianuro. Afortunadamente, no nos había llegado la hora pues la cosa no pasó a mayores. Se nos pasaron las molestias y quedamos un poco más flacas que antes.

Recogíamos yerbas que crecían en el mismo campo y las   —203→   comíamos hervidas. ¡Qué no inventábamos para mitigar el hambre! El que peor aguantaba era mi padre. Se le cayó el vello y las cejas, se quedó sordo y se tambaleaba al andar. Era la pelagra. Los hombres tienen menos reservas de grasa que las mujeres y no sólo mi padre sino todos los hombres del campo estaban muy enfermos. Todos los días amanecían muertos unos cuantos. Temíamos que le sucediera lo mismo a papá.

Nos enteramos de que si trabajábamos en lo que fuera, dentro del mismo campo, no es que nos fueran a pagar, sino que tendríamos un pedazo de pan de suplemento. Así que fuimos a pedir trabajo. Yo lo hice de secretaria en una oficina. No puedo recordar en qué consistía mi trabajo, pero sí me acuerdo muy bien del que era mi jefe, un tal Monsieur Blanc, que espero esté en el infierno, si es verdad que éste existe. Era un hombre como de cuarenta a cincuenta años, presumido, soberbio, que se vanagloriaba de ser de los primeros camisas negras francesas. Siempre iba con una fusta en la mano y nos despreciaba a todos, pero más a los judíos. En la puerta de la oficina puso un letrero que decía literalmente: «prohibida la entrada a los perros y a los judíos». Afortunadamente, este tipo no estaba mucho tiempo en la oficina. Era como un «aviador», es decir, que no iba a la oficina sino el día de cobro. Los otros dos empleados franceses, con los cuales yo trabajaba, eran bastante amables. Generalmente a media mañana, sin que yo pudiera controlarlo, mis intestinos empezaban a gruñir de puro vacíos que estaban. Yo, aunque me apenaba mucho, no podía impedirlo. Entonces, estos dos empleados se compadecían de mí y compartían su almuerzo conmigo.

Después me cambié a otra oficina. El jefe era Monsieur Raspail. Éste se hizo muy amigo de los españoles y era buena persona, y aunque al principio era fascista, se fue dando cuenta de su error. Nos ayudaba en todo lo que podía pero sobre todo cuando llegaba la Comisión Todd alemana. Entonces él   —204→   se llevaba a todos los españoles que podía, entre ellos a mi padre, a las montañas de los Pirineos y los mantenía escondidos varios días hasta que la comisión se iba. La Comisión Todd era la encargada de reclutar hombres jóvenes y todavía fuertes para trabajar en la industria alemana, sobre todo, claro está, en la de guerra. Durante esos días que estaban en la montaña, el señor Raspail y yo íbamos a llevarles algo de comer. Poca cosa, lo que se conseguía. Y así aguantaban hasta que la comisión se iba.

Papá consiguió trabajo de maestro de niños. Mis hermanas eran afortunadas pues los cuáqueros, que fueron los únicos que nos ayudaron, repartían diariamente a todos los niños y adolescentes del campo raciones de arroz con leche complementadas con una naranja o plátano, chocolate o queso. Tenían una barraca que les servía de comedor, y los niños debían comerse todo lo que les daban allí mismo, pues los cuáqueros querían estar seguros de que fueran ellos, y no otros, los que aprovecharan los alimentos. Pero a mí, como ya tenía dieciocho años, no me tocaba nada.

La barraca de la escuela donde papá enseñaba estaba vacía. Los niños se sentaban en el suelo. No tenían ni papel ni lápiz, así que era muy difícil mantenerlos siquiera entretenidos en algo. Él los hacía cantar y les contaba cuentos. Además, estos niños hablaban unos francés, y otros español, así que cuando se le desmandaban, él les decía para que lo entendieran todos: «Piano, piano, por favor». Había una canción de moda entonces, que todos conocíamos, que decía: «Chi va piano, piano va lontano». El pobre hacía lo que podía. Los niños lo respetaban y querían, pero acabaron llamándole a él «Piano» y a nosotras, por ser sus hijas, «las pianolas».

Mi hermana Pili, de quince años entonces, se colocó en un almacén de intendencia. Fue la que más suerte tuvo pues allí por lo menos podía comer algo más y también, a veces, llevar   —205→   nos alguna cosilla escondida, un trozo de pan, un poco de azúcar. Eran tesoros incalculables para nosotros.

Mi primo Rafael Arrondo, que estaba fuera del campo trabajando, se enteró de nuestra situación desesperada, y como pudo, nos mandó paquetes de comida. Los primeros no los recibimos, pues se quedaban en manos de los censores o burócratas. Se lo hicimos saber y entonces ideó mandarlos a casa de un panadero amigo suyo, que vivía en un pueblo situado a más o menos cinco kilómetros del campo. Nos dio su dirección, y Pili y yo, saliendo por la alambrada de púas, nos escapábamos e íbamos a recoger el paquete. Para que no vieran nada sospechoso escondíamos las cosas entre la ropa. Teníamos una especie de bolsa en la cintura y allí almacenábamos terrones de azúcar, huevos cocidos, jabón y algún pedazo de pan. No era gran cosa, pero en nuestras condiciones ese día éramos felices.

Mientras tanto, nuestra familia de Bilbao y algunos amigos fieles, incluso monárquicos como los Tissier, al saber nuestra situación, hicieron una colecta y nos mandaron algo de dinero. No recuerdo cuánto, pero no lo mandaron por correo, pues ya les había dicho el abuelo que no llegaría a nuestras manos, sino que se valieron de un pariente lejano de mis tíos, el cual era maquinista de un barco y cada quince días llegaba a Port-de-Bouc, cerca de Marsella. Éste era un hombre de ideas republicanas ya viejo y retirado, pero que, castigado por Franco, había tenido que reanudar los viajes para sostener a su familia. Él vino al campo, solicitó vernos, se lo concedieron y nos entregó el dinero.

Esto ya fue un gran alivio pues con él, en el mercado negro, algo pudimos comprar. Pero lo mejor fue que pudimos hablar con este familiar y pedirle que fuera al consulado de México en Marsella y explicara nuestra situación: que dijera que teníamos amigos en México que nos podrían reclamar para poder   —206→   entrar a este país, que moviera todo el papeleo y nos fuera comunicando todos los trámites, y que, si había que firmar algo, él lo trajera para que lo firmara mi padre, pues a nosotros de ninguna manera nos dejaban salir. Esto fue nuestra salvación, pero todavía teníamos mucho que sufrir antes de que pudiésemos salir de ese infierno.

Por entonces Pili y yo, como ya nos habíamos escapado del campo para los paquetes de Rafael, decidimos escaparnos hasta Perpignan y lo hicimos. Como las dos hablábamos muy bien el francés y nuestro aspecto es bastante internacional, nadie nos molestó. Fuimos a la playa pero no nos bañamos; no teníamos con qué. Pero siquiera vimos la ciudad, el mar y los campos cultivados que ya casi habíamos olvidado. Lo difícil fue comer, pues no teníamos tickets de racionamiento, así que nos tuvimos que contentar con alguna cosilla que nos vendieron sin ellos. Ni hablar de ir a un restaurant pues nos descubrirían enseguida. Nos dimos cuenta de que, sin tarjetas de racionamiento, no podíamos escaparnos del campo aunque atravesáramos la alambrada. Volvimos pues allí y no tratamos de salir más veces.

En los meses de invierno llovía y la tramontana soplaba furiosa. Una de estas veces la barraca donde dormíamos se llenó de agua. Por esto quizá, y porque en la oficina donde yo trabajaba con Monsieur Raspail había una empleada que estaba tuberculosa (me enteré mucho después de esto), me enfermé. Me dolía mucho un costado, no podía respirar bien. Me llevaron a la enfermería y resultó que tenía pleuresía seca. También tenía una amiga de mi edad a quien veía bastante que tenía tuberculosis en los huesos, y entonces tenía una llaga en el codo del brazo derecho. Sufría mucho pues le dolía continuamente. Por suerte antes de caer yo enferma, se la llevaron los cuáqueros a un sanatorio de los Pirineos. Sé que allí conoció al que sería después su marido y que se curó. Vive en Lourdes   —207→   y tiene una tienda de recuerdos religiosos. Se llama Madame Artigueau ahora. En fin, oportunidades de contagio no faltaban pues no sólo la tuberculosis sino infinidad de enfermedades hacían de las suyas aprovechando la desnutrición y las malas condiciones higiénicas.

La enfermería era una pesadilla. Allí estaban reunidas todas las nacionalidades: judías austriacas, alemanas, católicas polacas, y las españolas. Y todas las enfermedades, hasta demencia. Recuerdo un incidente precisamente con una pobre mujer loca. Era alguna festividad judía y con ese motivo, habían prendido velas. No tenían ninguna Menorah. Y esta pobre señora armó el gran escándalo porque decía que ella no estaba muerta, que no quería que le prendieran velas, y que si venían a llevársela al otro mundo no se iba a dejar. Armó tanto alboroto que se la tuvieron que llevar.

¡Quién sabe dónde acabaría la pobre! Otras tenían cáncer, otras desnutrición a tal punto que ya no se podían ni levantar. Recuerdo también otro incidente, éste jocoso. A mi lado, en otra cama, estaba una joven señora española bastante guapa. Creo que también tenía tuberculosis, pero no parecía estar muy mal. Cada tarde venía su esposo a verla. Como eran jóvenes, las ansias les ganaban y se besaban, acariciaban, etc., y yo hacía como que no veía. El hombre una de las veces como queriéndose disculpar, me dijo: «¡Si no fuera por estos ratos!». Tampoco sé lo que habrá sido de ellos. Tenían dos hijos en una colonia de cuáqueros.

Mientras estaba en la enfermería, mamá se colocó de costurera en casa de la subjefa del campo, Madame Littay. Todos los días salía en un camión militar, junto con otros que también iban a trabajar al pueblo. En casa de esta señora cosía lo que le mandaran. Como recompensa, la señora le daba algunos tickets de racionamiento para comprar harina, azúcar y margarina. Al llegar al campo, con estos ingredientes y en su   —208→   hornillito, hacía lo que ella llamaba gachas: derretía la margarina, tostaba la harina y le añadía agua y azúcar. Les daba a mis hermanas una cucharada a cada una, pues no era mucha la cantidad, apenas un plato, y lo demás me lo llevaba a la enfermería, donde para aliviarnos no nos daban nada de medicina, y de comer seguían dándonos topinambours. Estas gachas me parecían exquisitas. Mis padres también me traían los pedacitos de carne que de vez en cuando encontraban en sus sopas para que yo me los comiera. Hacían lo imposible por alimentarme lo mejor que podían, pero no era mucho. Mientras, ellos se quedaban en los huesos. No sé cómo pudieron aguantar tanto. La señora Littay tenía un perrito al que nunca le faltaba de comer huesos y carne. Pues bien, cuando la señora salía, y mi mamá se quedaba sola en la casa, llegó al extremo de robarle la comida al perro. Con eso me hacía caldo. ¡Pobre madre, lo que habrá sufrido para llegar a eso!

Así fue pasando el tiempo. Alguna vez me llevaron a rayos X y dijeron que ya iba mejorando, pero yo ya no salí de la enfermería hasta dejar el campo para ir a Marsella. Mientras estuve allí conocí a una muchachita judía que se hizo mi amiga. No estaba enferma, trabajaba como enfermera aunque escasamente tendría quince años. Me enseñó algo de yiddish y una canción alemana que nunca se me ha olvidado. ¡Ella me recuerda a Ana Frank!




La luz al final del túnel

Desde que vino a visitarnos la primera vez nuestro pariente marino (así nos referíamos a él), había seguido viniendo y nos enteraba de cómo avanzaban los trámites para lograr nuestro viaje a México. Por fin un día nos notificaron que ya nos habían reclamado y que saldríamos para Marsella. Grande fue   —209→   nuestro regocijo. Dejar aquel infierno era tener mucha suerte. Y efectivamente, un día salimos de ese triste lagar. El señor Raspail y su esposa nos invitaron a su casa a comer y después nos llevaron a la estación de ferrocarril. No cabíamos en sí de gozo. Nadie nos vigilaba, ni soldados ni policías. Después de dos años de cautiverio, por fin nos sentíamos libres; aunque no tanto porque teníamos que ir al Bonne Part, no a cualquier hotel, y allí esperar hasta que embarcáramos. Bonne Part era un pequeño hotel que en otros tiempos fue bueno. Conservaba algo de este señorío, aunque las habitaciones estaban repletas de refugiados judíos y españoles. Allí alojaban sólo mujeres. A los hombres, mi padre entre ellos, los mandaban al campo de Milles en las afueras de Marsella.

La comida seguía siendo mala y poca, pero ya estábamos acostumbrados. En cambio éramos libres, podíamos pasear por Marsella. Esto ya era un gran cambio. A las ocho de la noche debíamos estar de vuelta. Conseguíamos algo extra para comer, como galletas de salvado y miel de uva que no estaban racionadas. También había un comedor de los cuáqueros donde podíamos ir sin tickets de racionamiento.

Nos pusieron en una habitación hermosa donde había dos camas grandes (no catres), y otra más pequeña, donde dormía una señora italiana, Mme. Dina, que junto con su marido habían sido voluntarios en la guerra de España del lado republicano. Los esbirros de Mussolini se llevaron a su esposo a Italia a la isla de Lípari, si mal no recuerdo. Ella estaba sola y había decidido regresar a Italia por no abandonar a su esposo. Fue muy buena con nosotros. Me prestaba libros. La guerra y la paz de Tolstoi, en italiano, lo leí allí. Y hasta me regaló una blusa que ella misma cosió. La habitación tenía una terraza que daba al jardín, así que aquello nos pareció casi Jauja. Papá venía los domingos a vernos. Esto ocurría en julio de 1942. Pasamos allí varios   —210→   meses. Cada vez que llegaba el pariente marino lo veíamos y nos paseábamos con él. Una vez vino acompañado del capitán del barco.

Hasta allí también llegó la mano de la Gestapo. Un día nos prohibieron salir de nuestros cuartos porque los alemanes venían a llevarse judíos que fueran aptos para el trabajo. Yo creo que a nosotros no nos llevaron porque ya estábamos protegidos por el gobierno de México. Pero judíos se llevaron bastantes. Mujeres de Bonne Part y hombres del campo de Milles. Hubo parejas que ante el panorama (pues ya sabían adónde iban), se suicidaron. Pero no se pudieron llevar a varios muchachos de trece a dieciocho años porque el mismo dueño del Bonne Part, un árabe (no siempre han sido enemigos de los judíos) con ayuda de la Cruz Roja y otras organizaciones clandestinas, los escondieron. No los pudieron encontrar, aunque la Gestapo nos tuvo tres días encerrados sin permiso de salir para nada y haciéndonos preguntas sobre ellos. Al fin, aburridos, se fueron sin los muchachos.

Para entonces, yo ya estaba bien de salud y me consideraba curada pero seguía viendo a un doctor del consulado de México que me daba algunas medicinas.

Debo decir que nuestro pariente marino nunca dijo a su familia lo que hizo por nosotros. Hace tres años, en mi último viaje a España, mi prima Purita me dio la dirección de la hija de este señor que vive en la provincia de Madrid. No pude verla pero le hablé por teléfono. Se acordaba muy bien de mis padres y de mí cuando era yo niña pues nos veíamos en Castro Urdiales donde veraneaban nuestras familias. Me saludó muy simpática y cuando le hablé de lo que nos había ayudado su padre, ya fallecido, no sabía nada. Quizás el miedo a las represalias de Franco lo hizo callar. Pero fue gracias a él, más que nadie, que llegamos a México y dejamos aquella pesadilla.



  —211→  
El viaje de la libertad y la llegada a México

Finalmente, llegó el tan ansiado día en que nos avisaron para embarcar. Primero en el barco Maréchal Lyautey, francés, y que había servido para transporte de soldados senegaleses. La cala estaba llena de literas y allí íbamos hacinados como iban los antiguos esclavos negros.

Seguíamos comiendo mal. Esta vez eran lentejas con cacas de rata. Había entre los pasajeros quienes no las querían, pero nosotros nos comíamos toda nuestra ración y la de ellos. Pasamos muy cerca de la costa de España, y muchos lloraron al verla. Yo no. Yo sólo quería irme lo más lejos posible y cuanto antes. También pasamos por el estrecho de Gibraltar y al cabo de dos o tres días, no recuerdo bien, llegamos a Casablanca.

Allí las autoridades francesas nos llevaron a un pueblito como a diez kilómetros de la ciudad: Aïn-Seba. Y en la playa, donde había bungalitos, nos acomodaron. No sé qué nos daban de comer. Sólo recuerdo que podíamos pedir tantos huevos como quisiéramos. Creo que comí seis de un sentón, pero hubo quien comió más de la docena. Estábamos bien, y podíamos ir a Casablanca. Pero la espera se nos hacía larga.

Por fin, nos avisaron que ya nos esperaba el Nyassa, barco portugués, y por lo tanto neutral. Y menos mal que así lo era, porque al pasar por las islas Canarias nos salió un submarino alemán. Pasamos un miedo terrible, pues obligaron a los oficiales del barco a bajar y revisaron todos los documentos. Finalmente, no pudieron hacer nada porque el barco era neutral y nosotros los españoles estábamos protegidos por el gobierno mexicano.

La travesía duró un mes ya que el barco era viejo y navegaba lentamente. Pero el viaje fue una delicia. La comida nos parecía sabrosísima y era muy abundante. A los pobres meseros se les saltaban las lágrimas de ver cómo se tiraban a la comida   —212→   los niños. El azúcar, los pastelillos, el pan tan blanco (era de arroz) nos llenaban de asombro. Y el comer como personas: en platos de loza, en vasos de cristal, cubiertos, manteles, servidos por los meseros de chaqueta blanca. ¡Quedábamos admirados! Ya habíamos olvidado todo eso. Durante dos años y pico no conocimos más que la gamelle, la cuchara y las latas de conservas si conseguíamos alguna.

Todavía nos dieron otro susto antes de terminar el viaje, pues llegando a Trinidad se les ocurrió hacer sin avisar un simulacro de emergencia. ¡Menudo lío se armó! Buscando los salvavidas para ponérnoslos, y después ver en qué lancha nos tocaba salir.

Durante el viaje hubo fiestas. Los oficiales maquinistas nos cantaban fados y tocaban la guitarra. El mar, como balsa de aceite todo el tiempo. Así que éramos felices. Casi no queríamos llegar.

Y un hermoso día, 16 de octubre de 1942, al fin alcanzamos a divisar la costa mexicana. Grande fue nuestra emoción: ¡La tierra prometida! ¡Qué afortunados nos sentíamos! Todos estábamos contentos y nerviosos. Nos salieron a recibir algunos barcos, y las autoridades mexicanas nos dieron la bienvenida. En el muelle el pueblo de Veracruz también nos la daba. ¡Qué alegría! Creo que fue uno de los momentos más felices de mi vida. Atrás dejábamos la guerra, el infierno de los campos de concentración... y el hambre. Una nueva vida nos esperaba.

Aquí, en este querido y generoso México que nos acogió e hizo posible que rehiciéramos nuestras vidas y que yo particularmente salvara mi vida de la enfermedad contraída en Francia, me he casado y tengo varios hijos y nietos. Aquí reposan mis padres y en esta tierra, que considero mía, he vivido feliz y en mi corazón llevaré siempre la gratitud que siento por este pueblo noble y generoso que nos abrió las puertas sin exigir nada a cambio. Nuestro trabajo y gratitud es el modesto pago que le ofrecemos.