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ArribaAbajoGratitud en el recuerdo

María Tarragona


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Gratitud en el recuerdo

Para escribir estas líneas sobre las vicisitudes que tuvimos que pasar los que huíamos del régimen de terror de Franco y que habíamos luchado por la República, no me mueve el pensar que lo que me sucedió fuera algo extraordinario y único, no; cada uno de los refugiados españoles tiene su propia historia, todas interesantes y la mayor parte de ellas dolorosas por las circunstancias y tiempos que nos tocó vivir.

Considero que yo fui muy afortunada al no tener que pasar por los campos de concentración y poder salir de Francia al principio de la guerra.


Antecedentes

Nací en un pequeño pueblo llamado Noves de Segre, provincia de Lérida, en una familia de propietarios rurales, el 22 de octubre de 1915. Por rencillas familiares con el hermano mayor   —216→   de mi madre, que además de ser el hereu era el cacique de la comarca, mis padres dejaron el pueblo y fueron a administrar el hotel del Santuario de Nuria donde estuvimos dos años. Yo tendría alrededor de siete. Después nos instalamos en Seo de Urgel. Mis padres tuvieron seis hijos de los cuales cinco llegaron a la edad adulta. El mayor, Miguel, murió antes de la guerra creo que de reumatismo cardiaco.

El más pequeño, Pepe, murió el 24 de mayo de 1938 en el frente de Tremp luchando con las tropas republicanas en la 26 División. Antonio, el segundo, se casó muy joven y enviudó a los veintidós años quedándose con dos hijos, Josefina y Renato, a quienes mis padres cuidaron y educaron hasta que mi madre murió en 1942. La tercera que fui yo, única mujer, educada en colegios de monjas. Estuve interna algún tiempo en el colegio del Sagrado Corazón en Sarriá, Barcelona.

Mis padres no tenían otra opción que tenernos internos en colegios para podernos educar pues en Seo de Urgel no había instituciones para estudiar tan siquiera bachillerato. Con el advenimiento de la República esta situación cambió. En 1932, al aprobarse el Estatuto de Cataluña, su gobierno fundó la Escuela Normal de la Generalidad y fui admitida como alumna. Quiero hacer hincapié en que la Escuela de la Generalidad no era una más de las escuelas normales. Tenía su propio plan de estudios y entre los profesores se reunía lo mejor y más selecto de la intelectualidad catalana. Los estudios se hacían en catalán y teníamos clase de lenguaje y literatura castellana. Tuve la suerte de tener como maestros a personajes tan notables como Pablo Vila, Casiano Costal, Margarita Comas, Marcial Olivar, Arturo Martorell, Maluquer, Solanic, Xirau, Roura, Albors, Frigola y como profesor de francés al hoy célebre historiador Pierre Vilar.

La guerra civil truncó los planes de tan extraordinaria institución. Como era de esperar, al ganar Franco, cerró la escuela   —217→   y encarceló a los profesores y alumnos que no se habían exiliado. En enero de 1937 empecé a trabajar en una escuela fundada por la Generalidad en el pasaje Concepción, entre Paseo de Gracia y Rambla de Cataluña en Barcelona.




La guerra

En febrero de 1936 ganaron las izquierdas y con su triunfo pudieron regresar de la cárcel y del exilio todos los que habían salido por el movimiento del 6 de octubre de 1934. Nuestro presidente Luis Companys y todo su gabinete, que estaban en el penal de Cartagena, regresaron a Barcelona y volvieron a asumir sus funciones de gobierno.

Entre los que regresaron de Francia había un muchacho llamado José Braquer de Miguel, abogado, hijo de una familia conocida en la región y casi en seguida de encontrarnos nos enamoramos e hicimos novios. La guerra cambió nuestros planes. Su padre era médico y tanto él como su madre eran personas muy buenas y encantadoras. Mi novio era secretario particular del Ministro de Gobernación de la Generalidad, Sr. España, y después de estallar la guerra civil, fue nombrado fiscal en el Tribunal de Espionaje y Alta Traición y meses más tarde magistrado en el mismo tribunal. El presidente del tribunal era el señor José Andreu Abelló. Militaba en Izquierda Republicana y era una persona muy honesta, recta y afectuosa. Era recto a tal extremo que cuando en 1938 el gobierno llamó a filas a su generación él, que por el alto cargo que desempeñaba hubiera podido quedarse en la retaguardia, renunció a su puesto y se incorporó a las filas del ejército de la República. Tomó parte en la batalla del Ebro pero desgraciadamente su salud mental no soportó los horrores de la guerra y la separación de sus padres que suponía fusilados por Franco   —218→   y enfermó gravemente con una psicosis de guerra que lo tenía completamente fuera de la realidad. Así, enfermo, lo retiraron del frente de batalla y lo internaron en un hospital psiquiátrico en San Boi cerca de Barcelona. Meses después, y muy enfermo todavía, salió del hospital para que lo cuidara la familia.

Como sus padres habían quedado en el lado fascista durante la retirada de nuestro ejército, lo instalamos en casa de unos amigos, el ingeniero Duart, en una zona relativamente tranquila cerca de Solsona. Cuando el frente de batalla llegó a esta zona, la familia Duart lo llevó a Barcelona en donde estuvo hasta que salió al exilio con los funcionarios de la Generalidad. Llegando a Francia lo internaron en el campo de concentración de Argelés. De allí lo sacó un francés de origen catalán y amigo de su familia y lo llevó a vivir a Toulouse. Allí estuvo hasta el 23 de mayo de 1939.

Durante la guerra mis hermanos estuvieron luchando siempre al lado de la República. Antonio estuvo en la defensa de Madrid como voluntario. De allí lo retiraron herido. Al fundarse en 1937 la Escuela Superior de Guerra de la República mi hermano Jaime ingresó en ella y salió con el número uno de la primera promoción de oficiales creada por la República. Lo mandaron directamente al frente de Aragón adscrito a la 26 División. Se distinguió notablemente en la batalla de Belchite donde lo hirieron. Por esta acción fue ascendido a capitán y condecorado. Cuando su división pasó la frontera, tenía otras dos medallas y el grado de comandante de Estado Mayor.

Pepe, el más pequeño de mis hermanos, era estudiante de medicina y entró al ejército con la última leva que pudo levantar la República, la llamada «quinta del biberón» por la poca edad de sus componentes; de diecisiete a dieciocho años de promedio. Lo destinaron a Sanidad de la 26 División, donde   —219→   ya estaba mi hermano Jaime, y el 24 de mayo de 1938 moría en las trincheras del frente de Tremp, ya en plena retirada de nuestras tropas.

Yo estuve trabajando todo el tiempo de la guerra en una escuela en Barcelona; pasé todas las privaciones, bombardeos, etc., a que estábamos sometidos los habitantes de la ciudad y el 18 de marzo de 1938, uno de los tres días de constantes ataques aéreos, fui herida en un brazo durante el bombardeo. Corrí con mucha suerte pues del grupo que íbamos murieron tres; yo salí sólo con una herida leve en el brazo izquierdo y decenas de minúsculas partículas de metralla incrustadas en el cráneo sin penetrar en el hueso, que hoy todavía salen en las radiografías, pero que no han representado mayor peligro.




Camino de la frontera

En diciembre de 1938 dejé Barcelona y me fui a Seo de Urgel donde vivían mis padres y sobrinos, para preparar nuestra salida de España. La frontera con Andorra está a 5 km. y la de Puigcerdá y Bourg-Madame a 50 km. Al llegar a casa me encontré con la sorpresa de que mi hermano Jaime y la 26 División estaban en la zona en su retirada hacia Francia. Como el cuartel general quedaba cerca, mi hermano y sus compañeros comían en casa y se hacían planes para lo que ya era inminente: la derrota de la República.

Entre los que iban a mi casa se encontraba un pariente de un tío mío llamado Ramiro Mor. Este señor, nacido en España, vivía en Brasil donde tenía esposa e hijos y, por casualidad, se encontraba en España cuando estalló la guerra y se alistó en el ejército republicano. Él pensaba regresar con su familia y nos propuso que de Francia nos trasladáramos a Olimpia, Brasil, donde residían su esposa e hijos. Aceptamos conmovidos   —220→   y decidimos que al llegar a Francia nos concentraríamos en la casa de dos primas hermanas por parte de mi padre que vivían en Perpignan.

Seguimos con los preparativos de la marcha pero mi madre decidió quedarse en su casa confiada en que, por la preponderancia que había tenido su familia en la comarca y sus nexos con el obispo y la iglesia, a ella no le pasaría nada. Nos dijo categórica: «Yo sería un estorbo, pues el reumatismo casi me impide caminar. Id vosotros, que aquí estáis en peligro y cuando estéis instalados, donde quiera que sea, yo me reuniré con vosotros».

Ante esta firme actitud preparé mi salida. Se planteó que mi amiga Monserrat Jordana, hermana de un alto dirigente de Esquerra Republicana, iría y yo la encaminaría a casa de unos parientes que vivían en Aigües Mortes en las Bocas del Ródano. Un vehículo del Estado Mayor de la 26 División nos llevó a Puigcerdá donde nos reunimos con la familia del diputado Canturri que sólo esperaban nuestra llegada para pasar la frontera.

Las dos llevábamos pasaporte de manera que, a la mañana siguiente, fuimos al consulado francés a buscar nuestras visas. Una vez frente al cónsul éste nos preguntó si teníamos medios para vivir en Francia a lo que yo, con mucho aplomo, contesté que sí (mi padre me había dado al salir de casa veinticinco mil pesetas en monedas de la República que ya no tenían ningún valor). En el grupo de la familia Canturri había una muchacha amiga llamada Josefina Cusi, dueña, entre muchas otras cosas, de los laboratorios Cusi con casa matriz en Bélgica y sucursales en Francia y España. Tenía además una casa de campo en Mont-Louis en los Pirineos. Un representante de los laboratorios la esperaba del lado francés de la frontera y le tenía reservada una habitación en un hotel. Allí se alojaron ella y la madre de Canturri que ya era anciana. A la mañana siguiente ella   —221→   nos prestó el dinero a Monserrat y a mí para comprar el boleto hasta Perpignan. Una vez en Perpignan, y en casa de mis primas, ellas me dieron el dinero para girárselo a Mont-Louis.

Si pudimos entrar en Francia con tanta facilidad fue porque todavía no se abría la frontera para el grueso de los refugiados. Yo pasé dos o tres días antes. Ya en casa de mis primas, personas maravillosas, con una generosidad difícil de encontrar, vivimos los angustiosos días de la derrota final de Cataluña y esperamos noticias sobre el paradero de mis hermanos. Poco después los localizamos: Antonio en Argelés, Jaime en Vernet d'Ariège y a Ramiro Mor en Saint Ciprien. En la primera oportunidad mi prima Lola me acompañó a Argelés a ver a mi hermano y a José Braquer, que también estaba allí.

A la salida del campo unos policías quisieron registrarme pero mi prima y unas mujeres francesas se opusieron firmemente diciendo a los guardias que si había que registrarme ellas, que eran ciudadanas francesas, lo harían. Fue un acto de solidaridad difícil de olvidar. En general los franceses fueron conmigo siempre solidarios y amistosos. Sería muy largo enumerar todas las pequeñas y grandes ayudas que recibí de los franceses, alguna vez hasta de la policía. Quiero relatar dos casos en los cuales recibí comprensión y ayuda de los gendarmes franceses. Había ido al «Casal Catalá» de Perpignan a consultar las listas de los campos de concentración y de otras partes que allí llegaban y que servían para poner en contacto a familiares y amigos. Cuando estaba adentro la policía hizo una razzia para detener a los refugiados que no tenían papeles en regla.

Se acordonaron las calles alrededor del local y todos los que estaban dentro tenían que salir y formarse en una esquina para ser llevados detenidos. Yo salí como todos y saqué el pasaporte republicano y se lo enseñé a un gendarme ya viejo que formaba   —222→   el cordón policial. «Hijita, me dijo amablemente, esto no te sirve de nada». Sonriente y con mucho aplomo le di las gracias y a unos pasos de él atravesé el cordón policial y salí con mucha calma. Los demás gendarmes pensaron que mi documentación era correcta. Al llegar a la siguiente esquina eché a correr.

Unos días más tarde fui al campo de Saint Ciprien a visitar a Ramiro Mor. Cuando llegué a la ventanilla, donde se nos daban los pases, el policía me dijo que no podía entrar porque no tenía documentación. Me retiraba muy triste cuando un francés anciano que estaba en la fila, me llamó y me dijo: «Mira, tengo una hija de tu edad y que se parece a ti. Toma sus documentos y ven conmigo a solicitar el pase». Me formé en la fila y cuando llegó mi turno presenté la documentación de la muchacha francesa. El gendarme, que estaba en la ventanilla, y que era el mismo que minutos antes me había negado el pase, me miró, movió la cabeza y me dio el documento que me permitía entrar al campo.

En los domingos siguientes el padre de la muchacha me venía a buscar a casa de mis primas y con la documentación de su hija entraba al campo. Mientras, la esposa de Ramiro Mor, contestaba a la petición de su marido y mía de que obtuviera nuestra entrada a Brasil, diciendo que el gobierno no autorizaba la entrada a refugiados españoles pero que seguiría tratando de obtener los permisos... Era verdaderamente desesperante.




El Comité Británico de ayuda a los republicanos españoles

Este comité ya funcionaba antes de nuestra derrota y trataba de ayudar en todo lo que podía a la República Española. Lo presidía en Londres la duquesa de Atholl, diputada al parlamento,   —223→   que siempre luchó desde su curul y en todas partes, para que no se sacrificara a la República Española. Con ella estaban muchos y distinguidos ingleses y también mucha gente del pueblo.

Cuando ya no podían hacer nada por España, el Comité Británico se estableció en Francia para ayudar a los refugiados. En los días del paso de refugiados por la frontera establecieron barracas en las que daban bebidas calientes y algunos alimentos.

Casi al mismo tiempo establecieron oficinas en Perpignan y se dedicaron a visitar los campos de concentración y a dar ayuda a todos los que podían. También establecieron residencias donde los refugiados estaban a salvo y tenían cubiertas todas las necesidades de manutención, hospedaje, etc. Una de estas residencias estaba en Narbona.

El director en Francia era un señor llamado Donald Darling, que ayudado por otros ingleses y algunos españoles, había organizado una red de ayuda que abarcaba toda Francia y que las autoridades respetaban. Atención a los enfermos, obtención de documentación de las salidas de los campos de concentración, de las visas para Inglaterra y otros países; boletos de tren y autobús a los que salían o escapaban de los campos para dirigirse a otras regiones de Francia, el pago del pasaje a otros países eran sus funciones. Tenían un convenio con el gobierno francés y éste respetaba los carnets que otorgaba el comité. Era una gran protección.

Me dirigí a ellos solicitando su ayuda para ir a Brasil junto con mis familiares y mientras estaba en Francia ayudar en lo que yo pudiera en el Comité. Accedieron a mi petición y se comprometieron a pagar los pasajes siempre y cuando nosotros obtuviéramos las visas necesarias.

Mientras, se hacían los preparativos para fletar un barco con destino a México que liberaría a un buen número de refugiados.   —224→   Se fletó el Sinaia, que en un principio debía salir a últimos de abril pero que, debido a ciertos obstáculos, retrasó su salida hasta el 24 de mayo de 1939 del puerto de Sute.

El Sinaia fue fletado en un principio por el Comité Británico pues los organismos españoles en el exilio no se ponían de acuerdo sobre su aportación, el porcentaje de pasajeros, etc. Cansado de tantas nimiedades y discusiones el Comité fletó un buque, el Sinaia, y se dispuso a sacar de los campos al mayor número de refugiados.

Al ver esto llegó a un acuerdo que fue: el SERE pondría el 33 por ciento de sus partidarios, la JARE otro 33 y en el 33 asignado al Comité Británico se incluía a todos los demás partidos, los sin partido, además de los que designaba por su cuenta el Comité.

Mientras, yo seguía viviendo en casa de mis primas, visitando los campos de concentración, escribiendo a Brasil y esperando una resolución favorable.

Más o menos en la primera quincena de abril, hubo la primera movilización general en Francia por la inminencia de la guerra, motivada por la voracidad de Hitler que iba anexándose naciones europeas. La emergencia pasó porque aplacaron a Alemania pero yo me quedé muy angustiada y con mucho miedo de perder a mis hermanos si estallaba la guerra.

En esos días llegó una carta de Brasil diciendo que era muy difícil conseguir la entrada al país, que quizá con el tiempo... pero yo ya me había cansado de esperar y no tenía tiempo ni paciencia. Terriblemente preocupada y cavilando cómo podría solucionar tan grave problema, se me ocurrió que ya que el Comité Británico me pagaba los pasajes a Brasil, quizá en vez de eso, nos podría incluir en el pasaje del Sinaia e ir a México.

Me decidí a plantear inmediatamente el asunto al señor D. Darling, pero resultó que el Comité en pleno y muchos españoles   —225→   estaban celebrando el 14 de abril en una residencia del Comité. Dicho señor, que es una de las mejores personas que he encontrado en la vida, me escuchó y luego mostrándome a los concurrentes a la fiesta me dijo: «Mire, hoy no es posible arreglar nada, pero váyase tranquila que mañana resolveremos la situación y le prometo que ustedes saldrán de Francia».

Efectivamente, al día siguiente, fui a verlo y mostrándome las listas de embarque apuntó nuestros nombres y me dijo: «Éstos son los pasajeros que manda el Comité Británico; su pasaje y visado están asegurados. Ahora lo que usted tiene que hacer es llenar las solicitudes, traer las fotografías, avisar a sus familiares y esperar la salida del barco».

Inmediatamente fui a Argelés a comunicar lo que había hecho a mi hermano Antonio que estuvo contentísimo, pues además llevaba una orden para que en el mismo campo le hicieran las fotografías para su documentación.

Al día siguiente fui a ver a Ramiro Mor dándole cuenta de lo que había hecho y comunicándole que lo había incluido a él en el viaje. Él entendió mis razones para querer salir pronto de Europa pero me dijo que él quería reunirse con su familia en Brasil y que esperaría a que su mujer le mandara la visa. De todas maneras pude arreglar que su pasaje corriera a cargo del Comité.

Referente a mi hermano Jaime se mandó orden al jefe del campo de Vernet d'Ariège para que se le hicieran fotografías y se le diera documentación para llegar a Sète, puerto de embarque. Para José Braquer yo hice la solicitud y le mandé a Toulouse toda la documentación para que la firmara y me la devolviera. Mandó firmados todos los documentos pero no las fotografías. Yo pensé que eso no sería obstáculo y que se podría arreglar a última hora.

Estábamos citados el 23 de mayo en el puerto de Sète, de donde partiría el Sinaia al día siguiente, 24 de mayo de 1939.   —226→   En el puerto, el entusiasmo era indescriptible; entusiasmo por parte de los que tenían asegurado el sitio en el barco. También se reunieron en el puerto muchos españoles que no habían hecho ningún trámite antes, pero a quienes el sólo anuncio de que un barco saldría de Francia, rumbo a México, con el mayor número posible de españoles motivó que, por cualquier medio a su alcance, llegaran a Sète con la esperanza de obtener un lugar.

Pero desgraciadamente para ellos el barco ya tenía todo el espacio posible ocupado y sólo un número muy pequeño pudo abordar. Esto produjo un gran descontento entre los que no pudieron embarcar y la mayoría no entendía razones y culpaba a las autoridades mexicanas de no darles visa y documentación. La realidad era que el barco no podía llevar un pasajero más.

Braquer fue uno de los que, por no haber mandado las fotografías, no pudo embarcar y otro refugiado ocupó su lugar. Como he explicado anteriormente José Braquer salió de España muy enfermo con una psicosis de guerra aguda. Estaba en el puerto pero no estoy muy segura de que supiera dónde estaba ni el porqué. Su disociación con la realidad era absoluta. Lo sentábamos en algún lugar y allí permanecía horas sin hablar ni moverse hasta que volvíamos, lo tomábamos de la mano, y lo llevábamos a otro lugar. Sus amigos me lo habían dejado en Sète y seguros de que embarcaría habían regresado a Toulouse. No había forma de que regresara con sus amigos y tampoco se podía quedar solo.

Fueron horas de angustia dudando y buscando una solución para que yo pudiera embarcar, pero no había nadie con quién dejarlo ni los españoles, la mayoría sin documentación francesa, podían tomar a un enfermo así y comprometerse a llevarlo a salvo con sus amigos.



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Adiós al Sinaia

Yo estaba pensando en no embarcar y quedarme para no dejarlo abandonado. En esta situación mis hermanos me apremiaban para que subiera al barco y yo hecha un mar de lágrimas me resistía a dejar abandonado a un ser indefenso a quien había amado y al que creía mi deber proteger y ayudar.

Una vez más comprendiendo mi angustia, vinieron en mi ayuda el Presidente del Comité Británico y el encargado de dar las visas para México, señor Fernando Gamboa.

El señor Darling me ofreció que podía ir a una residencia del Comité en Narbona y que seguía en pie el ofrecimiento de pagarme los pasajes para cuando hubiera oportunidad.

El señor Gamboa me respetaba mi visado hasta que yo pudiera usarlo e ir a México. Me dio la documentación que lo acreditaba. Con el carnet del Comité, que las autoridades francesas respetaban, y mi visa para México, podía moverme con cierta seguridad en suelo francés hasta que empezó la guerra.

Mis hermanos se enojaron mucho pero ya, con las seguridades que me habían dado los señores antes citados, me sentí apoyada, bajé las maletas del Sinaia y me quedé en Francia.

Cuando ahora, pasados los años, pienso en ello no puedo menos que aterrarme por mi audacia o más bien irresponsabilidad e irreflexión. Estábamos en vísperas de la guerra. ¿A qué tremendas situaciones me exponía por un acto que consideraba mi deber? Seguramente hoy no sería capaz de hacerlo.

A las doce del día 24 de mayo de 1939 zarpó de Sète el Sinaia llevando a unos miles de españoles felices y esperanzados hacia su nueva patria; y en el puerto viéndolo partir, desolados, muchos españoles, yo entre ellos. De Sète, en una camioneta del Comité Británico, nos trasladamos a Narbona donde viví hasta el mes de diciembre.

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El edificio de la residencia lo formaban la casa principal y los galerones de lo que originalmente fue una gran fábrica. Tenía además pequeñas viviendas que en su tiempo debieron alojar a guardianes y empleados de la fábrica. Tenía también un gran terreno para huerta que algunos residentes medio cultivaban a ratos para distraerse y pasar el tiempo. El edificio principal era una hermosa casa que debió haber sido la habitación de los dueños pues, además de grande, era muy lujosa.

En la planta baja había un vestíbulo, una cocina muy espaciosa, un comedor muy grande y tres habitaciones que eran oficinas. Del vestíbulo partía una amplia escalera que al llegar al primer piso distribuía las habitaciones en dos alas. En una había la habitación principal donde dormíamos en camas chicas unas seis muchachas solteras o alguna casada que no había podido reunirse con su marido. Un gran cuarto de baño comunicaba con ella. Del otro lado de la escalera había tres habitaciones más pequeñas con su cuarto de baño para hombres solos.

Para matrimonios se habían habilitado cubículos en lo que habían sido galerones de la fábrica. Cerca de esos galerones había instalaciones para unas diez regaderas que debieron ser para los obreros pero que rendían gran servicio.

Se puede decir que la vida en la residencia transcurría plácidamente y sin sobresaltos. Llegaban unos, se reunían parejas, otros salían para distintos países, en fin, era una especie de pensión grande donde todos tratábamos de convivir de la mejor manera. Teníamos libertad para salir, para visitar amistades o ir al cine -al cine al aire libre, pues no teníamos dinero para entradas. Pero teníamos alojamiento, tres comidas y protección.

Todo marchaba sin tropiezos hasta que vino el tratado de Hitler con Stalin. Entonces se exacerbaron los ánimos. Unos estaban a favor, otros en contra, aquellos trataban de justificarlo.   —229→   En fin, la residencia se convirtió en un hervidero de bandos y discusiones.

José Braquer, que no hablaba nunca, un buen día tomó parte en la discusión y fue tan sorprendente su intervención que los demás se callaron para oírlo. En resumidas cuentas dijo que Stalin lo que quería era ganar tiempo pero que no tardaría mucho en anularse este tratado pues, entre los dos extremos, no podía haber alianza duradera. Que lo ideal sería que Francia e Inglaterra buscaran apoyo en la URSS para vencer a Hitler pues si luchaban cada uno por su lado serían vencidos.

Esta reacción marcó lo que parecía ser un principio de recuperación de su psicosis, pero le creó muchos enemigos. Poco tiempo después, el 3 de septiembre de 1939, Francia e Inglaterra declaraban la guerra a Alemania. Para todos los refugiados esto fue un golpe terrible y para nosotros, que vivíamos a expensas del Comité Británico, el cambio fue drástico. En primer lugar Inglaterra prohibió la transferencia de fondos al extranjero y el Comité en Francia se quedaba sin apoyo monetario. Tampoco se podía mantener la residencia y todos teníamos que buscar un lugar donde vivir.

Pero por aquellos días de septiembre se iniciaba en el sur de Francia la vendimia y todos los que habitábamos la residencia decidimos ir a cortar uva, poner el fruto de nuestro trabajo en un fondo común, que se entregaría al Comité, y destinarlo a sostener los gastos de la residencia el mayor tiempo posible. Y así lo hicimos.

Nos contratamos todos en un pueblecito cercano y trabajábamos lo mejor que sabíamos. Nadie se quejó y si alguna persona de edad no podía con su tarea los jóvenes le ayudábamos. Además de que podíamos comer cuanta uva se nos antojara.

Al regresar a Narbona, un día y sin ninguna explicación,   —230→   llegó la policía francesa y se llevó a José Braquer al campo de concentración de Bram que también era un campo de castigo. A las averiguaciones que hizo el presidente del Comité le contestaron que era un individuo peligroso y que las opiniones que había vertido, a raíz del pacto ruso-alemán, lo confirmaban. Supimos después que entre los habitantes de la residencia había algunos espías, que informaban a la policía francesa de todo cuanto decíamos.

Pasaba el tiempo y todos estábamos preocupados por nuestro futuro inmediato, cuando un día del mes de noviembre me mandaron llamar de la oficina diciendo que el señor Darling me hablaba desde París. Sorprendida tomé la bocina y él me dijo: «Hable usted en francés tiene dos minutos para decidir adónde va a ir. Puede ir a Inglaterra, México o Chile pero decida ahora. Si va a Inglaterra tiene una beca para estudiar».

Yo le contesté que mis hermanos estaban en México y que ése era el lugar a donde quería ir pues allí podríamos luchar para que mis padres se reunieran con nosotros.

«Muy bien, me contestó; en una semana más o menos llegaré a Narbona y le explicaré». Efectivamente, unos días después llegó a Narbona y me dijo: «Mire, en la primavera la guerra se va a activar y quién sabe lo que pueda pasar. Mi misión será sacar a los ingleses vía España y Portugal y ponerlos a salvo, pero a los españoles, que son mis amigos y quiero, no puedo sacarlos a través de España, por eso los saco de Francia antes de la primavera ya que después estaré muy ocupado y no podré ayudarles». Me informó que yo saldría de Francia hacia Nueva York en el vapor De Grasse y de allí por tren a México. Pero antes tendría que ir a París a arreglar mi documentación y la de otras personas que él me indicaría.

Ya teniendo la seguridad de mi partida me dediqué a despedirme de mis primas y de José Braquer en el campo de concentración de Bram. Por cierto que mi viaje a Bram también   —231→   se realizó en circunstancias extraordinarias. Mi decisión de ir a ver a Braquer y llevarle la solicitud de visa para Santo Domingo preocupó mucho al círculo de amigos de la residencia. La mayoría opinaban que estando Francia en guerra la documentación que me daba el Comité no ofrecía ninguna garantía de seguridad y que era peligroso que yo efectuara tal viaje. Esto se comentó en la tertulia que tenía en su casa todas las tardes una señora francesa que gustaba de la compañía de jóvenes españoles. Al oír de la aprensión de mis amigos por mi viaje, la señora dijo de repente: «Oh, yo la puedo ayudar y lo haré con mucho gusto». Resultó que su primer esposo era el gobernador del Departamento, con residencia en Carcassonne, y con el cual llevaba magnífica relación.

Al día siguiente, mi amigo Carlos Riola, que era muy amigo de ella, me trajo una amplia carta, muy personal, para el gobernador, rogándole que facilitara mi ida a Bram y me protegiera hasta mi regreso a Narbona. Me consiguieron además un pase de la policía de Narbona en el que se me autorizaba a trasladarme a Carcassonne.

Ya con estos papeles en mi poder tomé el tren para Carcassonne; los gastos me los pagaba el Comité. Una vez allí me dirigí a las oficinas del gobernador y le entregué a una secretaria la carta que me habían dado.

El gobernador no estaba en su despacho pero su secretaria, al ver de quién era la carta, lo localizó y en menos de media hora me recibía muy amablemente. Leyó la carta y me bombardeó con preguntas de cómo estaba su ex mujer, qué hacía, etc. Hablaba de ella con un gran cariño y simpatía.

Al exponerle el objeto de mi viaje y como ya anochecía, le ordenó a su secretaria que no me instalara en ningún hotel, que me llevara a su casa a dormir, no fuera que hubiera alguna razzia en la noche y me llevaran. Como estábamos en guerra todo era previsible.

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Dormí en casa de la secretaria y temprano, al día siguiente, un coche con chofer de su oficina me llevó al campo de Bram. Al llegar allí llamaron inmediatamente a José Braquer, que estaba aislado en una sección de castigo. Estaba bastante mejor de lo que yo esperaba. Le expliqué que yo salía para México pero que dejaría todo arreglado, incluso el pasaje para que él fuera a Santo Domingo y de allí podría reunirse conmigo en México.

Hablé también con el jefe del campo explicándole que recibiría documentación para salir del campo y poder embarcar para Santo Domingo. Dijo que no había ningún inconveniente. La recomendación del gobernador mejoró notablemente la situación de Braquer en el campo de concentración. Regresé a Carcassonne y después de dar las gracias al gobernador y su secretaria, tomé el tren de regreso a Narbona a donde llegué sin novedad.

A primeros de diciembre marché a París para arreglar la documentación de algunos compañeros que quedaban en la residencia y de allí, cuando hube terminado, me dirigí a El Havre donde estaban concentrados los que iban a embarcar.

En París me dirigí a las oficinas del SERE y la JARE para obtener la documentación necesaria para que el consulado de Santo Domingo me otorgara veintiséis visas para los compañeros que habían quedado en Narbona.

El gobierno de Santo Domingo según acuerdo que tenía con las oficinas JARE y SERE, recibía mil pesos dominicanos por cada permiso otorgado. Esto era el acuerdo oficial y no tuve inconveniente con las oficinas de españoles que daban el subsidio. Pero extraoficialmente, y como negocio de los empleados de París, éstos exigían trescientos francos por cada visa. Esta cantidad ya no me la daban ni SERE ni JARE ni el Comité pues se trataba de la clásica mordida.

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Después de mil vueltas me aconsejaron, los del consulado, que me dirigiera al presidente de la Unión Internacional de Refugiados. Ya no recuerdo bien si ése era el nombre exacto. La presidía un judío alemán que se encargaba principalmente de dar ayuda a sus correligionarios. No me quiso ayudar y yo desesperada ya no sabía qué hacer.

Por último, pensé recurrir una vez más al consulado dominicano y rogarles que me dieran las visas. Me recibió un señor, el mismo que me había aconsejado que recurriera al presidente del organismo internacional; y al contarle mi fracaso y las circunstancias se sonrió y abriendo la puerta, que daba a una sala de espera llena de alemanes y de fugitivos de otros países, me dijo: «éstos pagaron por ellos»; y me dio los veintiséis visados sin costo alguno. A este caballero le deben veintiséis refugiados españoles haber podido salir de Francia y de los horrores de la guerra. Se llamaba Porfirio Rubirosa.

Terminada mi tarea en París me dirigí a El Havre, donde nos esperaba la esposa del señor Fernando Gamboa, la señora Susana, que era la encargada por el consulado de México para conducir a buen término a todo el grupo.

Allí me encontré con Inés Abramson a quien me había presentado un residente de Narbona; un señor Puigvert que seguramente fue a Santo Domingo.




Por fin hacia México

Con Inés iniciamos una fraternal amistad que los años han estrechado más y más. Con el tiempo ella ha sido madrina de mi hija y yo lo soy de su primogénita.

El día 23 de diciembre de 1939 embarcamos en el De Grasse todos los pasajeros que íbamos a México y los que se quedaban en Nueva York.

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Como ya hacía cuatro meses desde el estallido de la guerra, los barcos no navegaban solos sino en convoy y con escolta de destructores o no sé qué clase de navíos de guerra. En Francia se reunieron un buen número de barcos pero se completó el convoy de treinta y cuatro embarcaciones en Southampton, Inglaterra.

La travesía de El Havre a Southampton la hicimos de noche y después de estar anclados allí un par de días iniciamos el viaje a Nueva York, con algunos incidentes en el camino por la cercanía de los submarinos alemanes. Afortunadamente sólo fueron un par de alarmas y llegamos a Nueva York el 6 de enero de 1940.

En el puerto un grupo de mujeres neoyorquinas le entregaron a la señora Gamboa una pequeña cantidad de dólares para las mujeres con niños que iban en el grupo. La señora Susana me entregó el dinero para que yo lo distribuyera y así lo hice.

De allí tomamos el tren para Nuevo Laredo. En el trayecto los conductores tuvieron muchas atenciones con nosotros; nos obsequiaban constantemente, primero con manzanas y al llegar a Texas con naranjas.

Durante el viaje tuve mucho tiempo para pensar en el futuro y en el nuevo país que me acogía y me hice el firme propósito de aceptarlo y quererlo tal como fuera, con lo bueno y lo malo, de trabajar para mejorarlo y de luchar para defenderlo si fuera necesario.

Mi primera impresión de México fue decisiva. Era el 10 de enero y yo venía de un clima inhóspito, helado y sin sol. Llegar a Laredo en un día cálido y lleno de sol fue una gran sorpresa.

Estábamos en la oficina de migración y mientras nos documentaban me asomé a una puerta. Al otro lado de la calle había un puesto con garrafones de aguas de colores y un enorme   —235→   montón de fresas. ¡Fresas en enero!

Sorprendida y maravillada le pregunté al oficial si me permitía atravesar la calle para ver de cerca el puesto; y me contestó: «Mire, ya está usted en México y puede ir a donde quiera con toda libertad, sin permiso de nadie; si quiere y tiene manera de irse para la capital y no quiere esperar a que yo la documente y quiere recoger sus papeles en Gobernación en el D.F., puede hacerlo, nadie la detendrá ni le pedirá alguna identificación en la calle nunca». Y así ha sido en los cincuenta años que llevo de vivir en México.

Atravesé la calle y un compañero que tenía dinero nos obsequió unas fresas con crema. ¡La primera comida en suelo mexicano! ¡Fresas con crema y en el mes de enero!

Al mediodía tomamos el tren para México, D.F. El paisaje mexicano es sorprendente para quien como yo, no había visto nunca el desierto y las extensas y áridas planicies con sólo algunos cactus, y kilómetros y kilómetros sin una sola zona habitada.

Me desconcertaba que hubiera tanta tierra sin cultivar, pero es que yo no tenía idea ni de la geografía, ni del régimen de lluvias, ni del terrible calor y sequía del verano. Era un mundo completamente nuevo para mí.

Llegamos a la capital el día 12 de enero de 1940, a las ocho de la noche.

En más de cincuenta años transcurridos, desde que pisé suelo mexicano, he creado una familia, sentido el calor humano de mis amigos mexicanos y, sin olvidar mis raíces primigenias, puedo constatar que tengo en este país raíces profundas y poderosas para considerarlo mío. Aquí, hace años, dejé de ser exiliada para convertirme en un elemento activo de este gran pueblo mexicano.