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ArribaAbajoOtra segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes

Sacada de las crónicas antiguas de Toledo,

or H. de Luna, intérprete de la lengua española.


ArribaAbajoA los lectores

La ocasión, amigo lector, de haber hecho imprimir la segunda parte de Lazarillo de Tormes, ha sido por haberme venido a las manos un librillo que toca algo de su vida, sin rastro de verdad. La mayor parte de él se emplea en contar, como Lázaro cayó en la mar, donde se convirtió en un pescado, llamado atún, y vivió en ella muchos años, casándose con una atuna de quien tuvo por hijos tres peces como el padre y la madre. Cuenta también las guerras que los atunes hacían, siendo Lázaro el capitán, y otros disparates tan ridículos como mentirosos, y tan mal fundados como necios. Sin duda que el que lo compuso, quiso contar un sueño necio, o una necedad soñada. Este libro, digo, ha sido el primer motivo que me ha movido a sacar a luz esta segunda parte al pie de la letra, sin quitar ni añadir, como la vi escrita en unos cartapacios, en el archivo de la jacarandina de Toledo, que se conformaba con lo que había oído contar cien veces a mi abuela y tías al fuego las noches de invierno, y con lo que me destetó mi ama: por más señas, que disputaban muchas veces ellas, y otras vecinas, cómo había podido ser que Lázaro hubiese estado tanto tiempo dentro del agua como se cuenta en esta segunda parte sin ahogarse. Las unas decían en pro, las otras en contra: aquéllas acotaban el mesmo Lázaro, que dice no le podía entrar el agua, por estar lleno y colmado de vino hasta la boca. Un buen viejo esperimentado en nadar, para probar ser cosa hacedera, interpuso su autoridad, diciendo había visto un hombre, que entrando a nadar en el Tajo, se zambulló y metió en unas cavernas, desde que el sol se puso hasta que salió, que con su resplandor pudo atinar el camino, y cuando todos sus parientes y amigos estaban hartos de llorarle y buscar su cuerpo para darle sepultura, saltó sano y salvo. La otra dificultad que en su vida hallaban era, el no haber ninguno conocido ser Lázaro hombre, y que todos los que le veían lo juzgasen por pez: a esto respondía un buen canónigo (que por ser muy viejo estaba todo el día al sol con las hilanderas de rueca) haber sido más posible: ateniéndose a la opinión de muchos autores antiguos a modernos, entre los cuales son: Plinio, Eliano, Aristóteles, Alberto Magno, los cuales certifican haber en la mar unos pescados, que a los machos llaman tritones, y a los hembras nereydas, y a todos hombres marinos, los cuales de la cintura arriba tienen figura de hombres perfectos, y de allí abajo de peces; y ya dio que aunque esta opinión no fuera defendida de autores tan calificados, bastaba para escusa de la ignorancia española, la licencia que los pescadores tenían de los señores inquisidores; pues fuera un caso de Inquisición, si dudaran de una cosa que sus señorías habían consentido se mostrase por tal. A este propósito (aunque sea fuera del que trato ahora) contaré una cosa que sucedió a un labrador de mi tierra, y fue, que enviándole a llamar un inquisidor para pedirlo le enviase de unas peras que le habían dicho tenía estremadas, no sabiendo el pobre villano lo que su señoría le quería, le dio tal pena que cayó enfermo, hasta que por medio de un amigo suyo supo lo que le quería levantose de la cama, fuese a su jardín, arrancó el árbol de raíz, y lo envió con la fruta, diciendo no quería tener en su casa ocasión de que le enviasen a llamar otra vez; tanto si lo que los tomen, no sólo los labradores y gente baja, mas los señores y grandes, todos tiemblan cuando oyen estos nombres Inquisidor e Inquisición más que las hojas del árbol con el blando céfiro. Esto es lo que lo que he querido advertir al lector para que pueda responder, cuando en su presencia se verificasen tales cuestiones; y asimismo le advierto me tenga por coronista, y no por autor de esta obra, con que podrá pasar una hora de tiempo: si le agradare aguarde la tercera parte con la muerte y testamento de Lazarillo, que es lo mejor de todo, y si no reciba la buena voluntad. Vale.




ArribaAbajoCapítulo primero

Donde Lázaro cuenta la partida de Toledo para ir a la guerra de Arjel


Quien bien tiene y mal escoje, por mal que le venga no se enoje. Dígolo a propósito, que no pude ni supe conservarme en la buena vida que la fortuna me había ofrecido, siendo en mí la mudanza como accidente inseparable que me acompañaba tanto en la buena abundante, como en la mala y desastrada vida. Estando pues gozando el mejor tiempo que patriarca gozó, comiendo como fraile convidado, y bebiendo más que un saludador; mejor vestido que un Teatino, y con dos docenas de reales en la bolsa más ciertos que revendedora de Madrid; mi casa llena como colmenar, con una hija injerta a canutillo, y con un oficio que me lo podía envidiar el echa-perros de la iglesia de Toledo, llegó la fama de la armada de Argel, nueva que me inquietó e hizo que como buen hijo determinase seguir las pisadas y huellas de mi buen padre Tomé Gonzales (que buen siglo halla), con deseo de dejar en los venideros siglos ejemplo y dechado, no de guiar a un astuto ciego, ratonar el pan del avariento clérigo, servir al pelón escudero, y finalmente gritar las faltas agenas; mas el ejemplo y dechado fue de dar vista a los moros ciegos en sus errores, de abrir y romper los atrevidos y corsarios bajeles, de servir a mi valeroso capitán de la Orden de San Juan, con quien asenté por repostero, capitulando que todo lo que ganase sería para mí (como lo fue); finalmente, quise dejar ejemplo de gritar y animar, llamando a Santiago y cierra España. Despedime de mi amada consorte y cara hija; ésta me rogó no me olvidase de traerla un morisco, y la otra que me acordase de enviarle con el primer mensajero una esclava que la sirviese y algunos cequíes berberiscos con que se consolase de mi ausencia. Pedí licencia al Arcipreste mi Señor, a quien encargué el cuidado y regalo de mi muger e hija, prometiéndome haría con ellas como si fuesen propias suyas. Partí de Toledo alegre, ufano y contento, como suelen los que van a la guerra, colmado de buenas esperanzas, acompañado de grande cantidad de amigos y vecinos que iban al mesmo viaje llevados del deseo de mejorar su fortuna. Llegamos a Murcia con intención de irnos a embarcar a Cartagena, donde me sucedió lo que no quisiera, por conocer que la fortuna que me había puesto en lo más alto de su rueda voltaria y subido a la cumbre de la bienaventuranza terrestre con su curso veloz, comenzaba a despeñarme a lo más ínfimo: fue, pues, el caso, que llegando a la posada vi un semi-hombre, que más parecía cabrón según las vedijas e hilachas de sus vestidos: tenía un sombrero encasquetado, de manera que no se le podía ver la cara; la mano puesta en la mejilla, y la pierna sobre la espada que en una mala vaina de cimoges traía: el sombrero a lo picaresco, sin coronilla, para evaporar el humo de la cabeza; la ropilla era a la francesa, tan acuchillada de rota, que no había en donde poder atar una blanca de cominos; la camisa era de carne, la cual se veía por la celosía de sus vestidos; la calzas al equivalente; las medias, una colorada y la otra verde, que no le pasaban de los tobillos; los zapatos eran a lo descalzo, tan traídos como llevados: en una pluma que cosida en el sombrero llevaba, sospeché ser soldado: con esta imaginación le pregunté de dónde era, y adonde bueno caminaba: alzó los ojos para ver quién era el que se lo preguntaba, conociéndome, y yo a él: era el escudero que en Toledo serví, quedé admirado de verle en tal trae. Conocida mi admiración, dijo: no me espantaría, Lázaro amigo, te maravillase verme como me ves, pero presto no lo estarás si te cuento lo que por mí ha pasado desde el día que yo te dejé en Toledo hasta hoy. Tornando a casa con el trueque del doblón para pagar a mis acreedores, encontré con una arrebozada que, tirándome del herreruelo, con lágrimas y suspiros mezclados con sollozos, me pidió con encarecimiento la favoreciese en una necesidad que se le ofrecía: roguele me diese cuenta de su pena, que más tardaría en dármela que yo en dalle remedio: ella sin dejar el llanto, con una vergüenza virginal dijo, quo la merced que le había de hacer, y ella me suplicaba le hiciese, era la acompañase hasta Madrid en donde le habían dicho estaba un caballero, que no se había contentado con deshonrarla, sino que además lo había llevado todas sus joyas, sin tener respeto a la palabra de esposo que le había dado, y que si yo quería hacer por ella esto, ella haría por mí lo que una muger obligada debía. Consolela lo mejor que pude dándole esperanzas, que si su enemigo estaba en el mundo se tuviese por desagraviada. En conclusión, sin tornar el pie atrás partimos a la corte, hasta donde la hice la costa. La señora que sabía bien adonde iba, me llevó a una bandera de soldados, donde la recibieron con alegría y la llevaron delante del capitán, para que la pusiese en la lista de las cicatriceras, y tornándose a mí con una cara de poca vergüenza dijo: a dios seor peligordo, pues ésta no es para más. Viéndome burlado, comencé a echar espumajos por la boca, diciéndole, que si como era muger fuera hombre, la sacaría el alma de cuajo. Un soldadillo de los que allí estaban se llegó a mí y me hizo una mamona, no osando darme un bofetón, que si me lo hubiera dado, allí podían abrir la sepultura: como vi aquel negocio mal encaminado, sin decir chus ni mus, me fui más que de paso, por ver si me seguiría algún soldado de talle para matarme con él: porque si me pusiera con aquel soldadejo, y le matara (como sin duda hiciera), ¿qué honra o qué fama ganaría? mas si hubiera salido el capitán o algún valentón, les hubiera dado más cuchilladas que arenas hay en el mar. Como vi que ninguno osaba seguirme, fuime muy contento.

Busqué una comodidad y por no haberla hallado tal cual merecía, estoy como ves: verdad es que he podido ser repostero, o escudero de cinco o seis remendonas, oficios que aunque muriese de hambre no los tomaría. Concluyó el bueno de mi amo con decir que por no haber hallado unos mercaderes de su tierra, que lo prestasen dineros, estaba sin ellos y no sabía adonde ir aquella noche. Yo que le entendí la leva, le convidé con la mitad de mi cama y cena, admitió el convite: cuando nos quisimos acostar le dije, quitase los vestidos de encima del lecho que era pequeño para tanta gente. A la mañana quise levantarme sin hacer ruido, eché mano a mis vestidos, y fue en vago, porque el traidor me los había hurtado o ídose con ellos: pensé quedarme muerto en la cama de pura pena, y me hubiera sido mejor por evitar tantas muertes como después recibí: di voces apellidando, al ladrón; al ladrón; subieron los de casa y halláronme como el nadador, buscando con que cubrirme por los rincones del aposento: se reían todos, como locos, y yo renegaba como carretero: daba al diablo al ladrón fanfarrón que me había tenido la mitad de la noche contando grandezas de la persona y linage. El remedo que por entonces tomé (porque ninguno me lo daba) fue ver si los vestidos de aquel mata siete me podían servir, hasta que Dios me deparase otros; pero era un laberinto, ni tenían principio, ni fin: entre las calzas y sayo no había diferencia: puse las piernas en las mangas, y las calzas por ropilla, sin olvidar las medias que parecían mangas de escribano: las sandalias me podían servir de cormas, porque no tenían suelas: encasqueteme el sombrero poniéndolo de arriba abajo, por estar menos mugriento: de la gente de a pie y de a caballo que iban sobre mí, no hablo. Con esta figurilla fui a ver a mi amo. que me había enviado a llamar, el cual espantado de ver aquella madagaña, le dio tal risa, que las cinchas traseras se aflojaron, e hizo flux: por su honra es muy justo se pase en silencio. Después de haber hecho mil paradillas, me preguntó la causa de mi disfraz; contéselo, y lo que de ello resultó fue, que en lugar de tener lástima de mí, me reprendió y echó de su casa, diciendo: que como aquella vez había acogido aquel hombre en mi cama, otro día haría lo mismo con alguno que le robase.




ArribaAbajoCapítulo II

Cómo Lázaro se embarcó en Cartagena


De cosecha tenía el no durar mucho con mis amos: así lo hice con éste, aunque sin culpa mía; vime desesperado, solo y afligido, en traje que todos me daban de codo y se burlaban; unos me decían: no está malo el sombrerillo con puerta falsa, parece tocado de flamenca: otros, la ropilla es al uso, parece pocilga de puercos, pues demás que vuestra merced está dentro: le corren tan gordos, que los podría matar y enviar salados a la señora su mujer. Díjome un mochiller, seor Lázaro, por Dios que las medias le hacen buena pantorrilla: las sandalias son a lo apostólico, replicó un barrachel; es que el señor va a predicar a los moros. Tanto me decían y corrían, que estuve determinado a tornarme a mi casa; no lo hice por pensar que la guerra sería muy pobre si en ella no se ganaba más de lo perdido: lo que más sentía era, que huían de mí como de un apestado. Embarcámonos en Cartagena: la nave, era grande y bien abastecida: izaron las velas, y diéronlas al viento, que la llevaba e impelía con grande velocidad. La tierra se nos escondió y el mar se embraveció con un viento contrario, que levantaba las velas hasta las velas hasta las nubes: la borrasca crecía, y la esperanza faltaba: los marineros y pilotos nos desauciaron: los gemidos y llantos eran tan grandes, que me pareció estábamos en sermón de pasión: con la grande bataola no se entendía nada de lo que se mandaba: unos corrían a una parte: otros a otra: parecíamos caldereros: todos se confesaban con quien podían, y tal hubo que se confesó con una piltrafa, ella le dio la absolución también como si hubiera cien años que ejercitara el oficio. A río revuelto ganancia de pescadores; como vi que todos estaban ocupados, dije entre mí: muera Marta y muera harta. Bajé a lo hondo da la nave, donde hallé abundancia de pan, vino, empanadas, conservas que nadie les decía, ¿que hacéis hay? comencé a comer de todo y a henchir mi estómago por hacer provisión hasta el día del juicio. Llegose a mí un soldado pidiéndome le confesase, y espantado de verme con tan buen aliento y apetito, preguntome cómo podía comer viendo la muerte al ojo: díjele lo hacía por miedo de que el agua de la mar que había de beber cuando me ahogase, no me hiciese mal: mi simplicidad le hizo sacar la risa de los carcañales. A muchos confesé que no decían palabra con la agonía, ni yo la escuchaba con la prisa de tragar. Los capitanes y gente de consideración, con dos clérigos que había, se salvaron en el esquife: yo estaba mal vestido, y así no cupe dentro. Cuando estuve harto de comer, fuime a una pipa de buen vino, y trasmudé en mi estómago todo lo que cupo: olvideme de la tormenta y aun de mí mismo. La nave dio al través, y el agua entraba por ella como por su casa: un cabo de escuadra me asió de las manos, y con la agonía de la muerte me dijo lo escuchase un pecado que me quería confesar, y era que no había cumplido una penitencia que le habían dado de ir en romería a nuestra Señora de Loreto, habiendo tenido mucha comodidad para ello, y que entonces que quería no podía: y yo le dije, que con la autoridad que tenía se la conmutaba, y que en lugar de ir a nuestra Señora de Loreto, fuese a Santiago: ¡ay señor! dijo él, cuánto quisiera yo cumplir esa penitencia, mas el agua empieza a entrarme por la boca, y no puedo: si así es lo repetí, os doy por penitencia, que bebáis toda la de la mar: mas no la cumplió, que muchos hubo allí que bebieron tanto como él. Llegando a mi boca lo dije, a otra puerta, que esta no se abre, y aunque la abriera, no pudiera entrar, porque mi cuerpo estaba tan lleno de vino, que parecía cuero atisbado. Al estallido de la nave acudió gran cantidad de pescados: parecía les habían dado socorro con los del navío: comían de las carnes de los miserables ahogados (y no en poca agua), como si pacieran en prado concejil. Quisieron hacer ejecución en mi persona: puse mano a mi tizona, y sin detenerme en pláticas con tan ruin gente, daba en ellos como asno en centeno verde. Silvando me decían, no queremos hacerte mal, salvo saber si tienes buen gusto. Tanto hice, que en menos de medio cuarto de hora, maté más de quinientos atunes, que eran los que querían hacer gaudeamos con estas carnes pecadoras. Los pescados vivos se cebaron en los muertos, y dejaron la compañía de Lázaro que no les era provechosa. Vime señor en la mar sin contradición ninguna. Discurrí de unas a otras partes, donde vi cosas increíbles: infinidad de osamenta y cuerpos de hombres: hallé cantidad de cofres llenos de joyas y dineros: muchedumbre de armas, sedas, lienzos y especería. Todo me daba envidia, y todo lástima por no tenerlo en mi casa: con que, como decía el vizcaíno, comiera el pan empringado con sardinas. Hice todo lo que pude, y no hice nada. Abrí una gran arca, e henchila de doblones y joyas preciosísimas: tomé algunas sogas de muchas que allí había, con que la até, y anudando unas a otras, hice una tan larga, que me pareció bastante para llegar a la superficie del agua. Si puedo sacar estas riquezas de aquí (decía entre mí), no habrá bodegonero en el mundo más regalado que yo: haré casas: fundaré rentas, y compraré un jardín en los cigarrales: mi muger se pondrá don, y yo señoría: casaré a mi hija con el más rico pastelero de mi tierra: todos vendrán a darme el parabién, y yo les diré que lo he bien trabajado, sacándolo, no de las entrañas de la tierra, pero del corazón de la mar: no mojado de sudor, mas remojado como curadillo seco. En mi vida he estado tan contento como entonces, sin considerar, que si abría la boca, quedaría allí con mi tesoro sepultado hasta ciento y un año.




ArribaAbajoCapítulo III

Cómo Lázaro salió de la mar


Viéndome tan cerca de morir, temía: y tan cercano de ser rico, me alegraba: la muerte me espantaba, y el tesoro me deleitaba, para huir de aquélla y gozar de éste. Desnudeme los andrajos que mi amo primero me había dejado por el servicio que le había hecho: ateme la soga al pie, y comenzé a nadar (que aunque sabía poco, la necesidad me ponía alas en los pies y reinos en las manos). Los pescados que alrededor estaban acudieron a picarme, haciéndome caminar con sus rempujones, que me servían como de estribo: ellos picando y yo coceando, llegamos hasta la superficie del agua, donde me sucedió una cosa, que fue causa de toda mi desdicha. Los pescados y yo encontramos con unas redes que unos pescadores habían tendido, los que sintiendo la pesca enredada tiraron con tanta furia, y el agua me comenzó a entrar, no con menor, que sin poder resistir me comencé a ahogar, y lo hubiera hecho si los marineros con su prisa acostumbrada, no sacaran la presa a los barcos. Doy al diablo el mal sabor: en todos los días de mi vida he bebido cosa peor: súpome a los meados del señor Arcipreste, que un día mi muger me hizo beber diciendo ser vino de Ocaña. Puesto en el barco los peces y yo a revuelta de ellos, comenzaron a tirar de la cuerda, por la cual (como dicen) sacaron el ovillo. Halláronme atado a ella, y admirados decían: ¿qué pescado es éste que tiene las facciones de hombre? ¿si es diablo o fantasma? tiremos de esta soga, veremos que trae asido al pie: tiraron con tanta fuerza que el barco se iba a lo hondo: conociendo el peligro la cortaron, y con ella las esperanzas a Lázaro de hacerse de los Godos. Pusiéronme boca a bajo para que echara el agua que había bebido: vieron que no estaba muerto (que no hubiera sido para mí lo peor): diéronme un poco de vino, con que como lámpara con aceite torné en mí. Hiciéronme mil preguntas, a ninguna respondí, hasta que me dieron de comer, y cobrando aliento, lo primero que les pregunté fue por la corma que traía atada al pie: dijéronme como la habían cortado por librarse del peligro en que se habían visto. Allí se perdió Troya, y Lázaro sus bien colocados deseos: allí comenzaron sus dolores, angustias y tormentos. No hay mayor dolor en el mundo que haberse visto rico, y en los cuernos de la luna, y verse pobre y sujeto a necios. Todas mis quimeras se fundaban en el agua, y ella me las anegó todas. Conté a los pescadores lo que ellos y yo habíamos perdido en haberme cortado las pihuelas. Fue tan grande el enojo que recibieron, que uno de ellos se quiso desesperar. El más cuerdo de todos dijo: sería bueno me tornasen a la mar, y que me aguardasen allí hasta que saliese: siguieron todos el voto de éste, y no obstante los inconvenientes que yo les representé, estaban en sus trece: diciendo, que pues sabía el camino, me era fácil (como si fuera ir a la pastelería o al bodegón): cegoles tanto la codicia, que me querían ya echar, si mi dicha o desdicha no ordenase llegase dolido estábamos un barco que venía a ayudarles a llevar la pesca: callaron porque los otros no supiesen el tesoro que habían descubierto: fueles forzoso por entonces dejar su mala intención; llegaron los barcos a la lengua del agua, echáronme entre los pescados para disimular, con intención de tornarme a buscar cuando pudiesen. Tomáronme entre dos y llevaron a una cabañuela que cerca tenían. Uno que no sabía el misterio, les preguntó qué era aquello, respondiéronle ser un monstruo que habían cogido con los atunes. Puesto en aquella pobre zahurda, les rogué me diesen algunos andrajos con que cubrir mi desnudez y con que poder salir delante de los hombres: eso será, dijeron ellos, después de haber hecho cuenta con la huéspeda: no entendí entonces esta gerigonza. Estendiose la fama del monstruo por la comarca: venía mucha gente a la choza para verme: los pescadores no me querían mostrar diciendo aguardaban licencia del señor Obispo a Inqusidores para mostrarme, y que hasta entonces era escusado. Yo estaba atónito, sin saber qué decir ni hacer, no adivinando su intención, sucediome lo que al cornudo, que es el postrero que lo sabe. Inventaron, pues, estos diablos una invención, que el mismo Satanás no hubiera urdido otra semejante, que pide un nuevo capítulo y una nueva atención.




ArribaAbajoCapítulo IV

Cómo llevaron a Lázaro por España


La ocasión hace al ladrón: los pescadores echando de ver se les ofrecía tan buena, asiéronla de la melena, y aun de todo el cuerpo. Viendo que acudía tanta gente al nuevo pescado, determinaron desquitarse de la pérdida que habían hecho cortándome la soga del pie, y así enviaron a pedir licencia a los señores Inquisidores para mostrar por toda España un pez, que tenía cara de hombre: alcanzáronla con facilidad, por medio de un presente que del mejor pescado que habían cogido hicieron a sus señorías. Cuando el buen Lázaro estaba dando gracias a Dios por haberle sacado del vientre de la ballena (que fue un milagro tanto mayor, cuanto mi industria y saber era menor, nadando como una barra de plomo), tomáronme entre cuatro de aquellas, que parecían más verdugos de los que crucificaron a Jesucristo, que hombres: atáronme las manos y pusiéronme una barba y casquete de musgo, sin olvidar los mostachos, que parecía salvage de jardín. Envolviéronme los pies en espadañas: vime como trucha montañesa. Lloraba mi desdicha: gemía quejándome de mi hado o fortuna: decía, ¿qué es esto que tanto me persigues? en mi vida te vi, ni te conozco; pero si por los efectos se rastrea la causa, por lo que de ti he esperimentado; creo no hay sirena, basilisco, vívora, ni leona parida más cruel que tú: subes a los hombres con halagos y caricias a la cumbre de tus deleites y riquezas, dejándolos de allí despeñar en el abismo de todas las miserias y calamidades, tanto mayores cuanto tus favores lo habían sido. Oyó mi soliloquio uno de aquellos borreros, y con voz carretil me dijo: si el señor atún habla más palabra, le pondrán en sal con sus compañeros, o lo quemaremos como a monstruo, los señores Inquisidores han mandado, prosiguió, lo llevemos por las villas y lugares de España, a enseñarlo a todos como portento y monstruo de natura. Yo les juraba que no era atún, monstruo ni otra cosicosa, mas que hombre, tanto como cualquiera hijo de vecino, y si había salido de la mar, era por haber caído en ella con los que se ahogaron en la armada de Argel. Eran sordos, y tanto peores, cuanto menos querían entender. Viendo que mis ruegos eran tan perdidos como la legía con que laban la cabeza al asno, tuve paciencia aguardando a que el tiempo que todo lo cura, curase mi mal, que procedía de aquellos malditos metamorfosios. Pusiéronme en una media cuba, hecha al modo de un vergantín, que llena de agua, y yo sentado en ella, me llegaba hasta los labios: no me podía levantar en pie por tenerlos atados con una soga, de la cual salía un cabo, por entre los cellos de aquel pelambre, de suerte que si por malos de mis pecados pipeaba, me hacían dar un camarujo, como rana, y beber más agua que hidrópico: cerraba la boca hasta que sentía que el que tiraba aflojaba; entonces sacaba la cabeza fuera como tortuga y escarmentaba en la mía propia. Puesto de esta suerte me mostraban a todos, y eran tantos los que acudían a verme (pagando cada uno un cuartillo) que en un día ganaban doscientos reales. Crecía la codicia a medida de la ganancia, la cual les hizo dudar de mi salud; para conservarla entraron en bureo, si sería bueno sacarme las noches del agua, por temor que la mucha humedad y frialdad no me acortase la vida, que ellos querían más que a la propia (por el provecho que de ella se les seguía). Determinaron estuviese siempre en ella, creyendo que la costumbre se tornaría en naturaleza, de manera que el pobre Lázaro estaba como arroz o como cáñamo en balsa. A la piadosa consideración del benigno lector dejo lo que en tal caso podía sentir, viéndome preso con tan estraño género de prisión. Cautivo en tierra de libertad y aherrojado por la malicia de aquellos codiciosos titiriteros, y lo peor y que más sentía era, serme necesario contra hacer el mudo sin serlo, ni aun podía abrir la boca, porque al punto que la abría, estaba tan alerta mi centinela, que sin que nadie lo pudiera ver, me la henchía de agua temiendo no hablase. Mi comida era pan remojado, que los que venían allí echaban para verme comer: de manera que en seis meses que en aquel baño estuve, maldita otra cosa que comí: perecía de hambre, mi bebida era agua de la cuba, que por no ser muy limpia, era más sustanciosa, particularmente que con la frialdad me dieron unas camarillas, que me duraron lo que me duró aquel purgatorio aguado.




ArribaAbajoCapítulo V

Cómo llevaron a Lázaro a la corte


Lleváronme aquellos sayones de ciudad en villa, y de villa en aldea, y de aldea en cortijo, mas alegres con la ganancia que pascua de flores. Burlábanse del pobre Lázaro y cantaban diciendo: viva, viva el pescado que nos da de comer sin trabajo.

El atahud iba encima de un carro; acompañábanme tres: el carretero, el que tiraba de la cuerda cuando yo quería hablar, y el relator de mi vida este hacia las arengas contando el estraño modo que habían tenido en pescarme, y mintiendo más que sastre en víspera de pascua. Cuando caminábamos por despoblados, me permitían hablar, que fue la mayor cortesía que dellos recibí: preguntábales quién diablos les había puesto en la cabeza me llevasen de aquella manera puesto en piscina. Respondíanme que sino lo hacía así moriría al punto, pues siendo como era pescado, no podía vivir fuera del agua. Viéndolos tan porfiados determiné de serlo, y así me lo persuadía, pues que todos me tenían por tal, creyendo que el agua de la mar me habría mudado, siendo la voz del pueblo, como dicen, la de Dios: y así de allí adelante no hablaba más que en misa. Entráronme en la Corte, donde la ganancia era grande por ser la gente de ella amiga de novedades, a quien siempre acompaña la ociosidad. Entre muchos que vinieron a verme fueron dos estudiantes que considerando por menudo la fisonomía de mi rostro, dijeron a medio tono jurarían en una ara consagrada, que yo no era pescado sino hombre, y que si ellos fueran ministros de justicia sacaran la verdad en limpio, limpiándonos a todos las espaldas con una penca. Rogaba a Dios en mi alma que lo hiciesen, con tal que me sacasen de allí; quise ayudarles, diciendo, los señores bachilleres tienen razón; mas apenas había abierto la boca, cuando mi centinela me la había metido en el agua: los gritos que dieron todos cuando me zambullí (o me zambulleron) impidió que los buenos licenciados pasasen adelante en su discurso. Echábanme pan, y yo lo despachaba antes que se remojase mucho: no me daban la mitad de lo que comiera. Acordábame de la abundancia de Toledo y de mis amigos los Alemanes, y de aquel buen vino que solía pregonar. Rogaba a Dios repitiese el milagro de la cena de Galilea, y que no permitiese que muriese a manos del agua mi mayor enemigo. Consideraba lo que aquellos estudiantes habían dicho, que por el ruido nadie lo entendió confirmeme en que era hombre, y por tal me tuve, de allí adelante, aunque mi muger me había dicho muchas veces era una bestia, y los muchachos de Toledo me solían decir, señor Lázaro encasquétese un poco el sombrero que se le ven los cuernos: todo esto y el llevarme en remojo me había hecho dudar si era hombre perfecto o no: mas desde que oí hablar a aquellos benditos zahorís del mundo, no dudé más en ello, y así procuraba librarme de las manos de aquellos caldeos. Una noche en el mayor silencio de ella, viendo que mis guardas dormían a pierna suelta, procuré soltarme, mas por estar las cuerdas mojadas me fue imposible: quise dar voces: pero consideré que no me serviría de nada, pues el primero que las oyese me taparía la boca con un azumbre de agua. Viendo cerrada la puerta a mi remedio, con gran impaciencia empecé a revolcarme en aquel cenagal, y tanto hice y forcejeé que la cuba se trastornó y yo con ella: derramose toda el agua: viéndome libre grité pidiendo favor: los pescadores despavoridos conociendo lo que yo había hecho acudieron al remedio que fue taparme la boca, hinchéndomela de yerba, y para confundir mis voces las daban ellos mayores apellidando justicia, justicia; y diciendo y haciendo, tornaron a henchir la cuba de un pozo que allí estaba, con una presteza increíble: el huésped salió con una alabarda, y todos los de la posada, cuales con asadores y cuales con palos: acudieron los vecinos y un alguacil con seis corchetes, que por allí acertó a pasar; el mesonero preguntó a los marineros qué era aquello: respondieron ser ladrones que les querían hurtar su pez: él como un perdido gritaba: a los ladrones, a los ladrones: unos miraban si saldrían por la puerta o si saltarían de un tejado a otro: ya mis custodios me habían tornado a la tina. Sucedió que el agua que de ella se había derramado cayó toda por un abugero a un aposento más bajo, sobre una cama donde dormía la hija de casa; la cual movida de caridad había acogido en ella a un clérigo que para su contemplación había venido a aposentarse allí aquella noche. Espantáronse tanto del diluvio del agua que sobre su cama caía, y de las voces que todos daban, que sin saber qué hacer, se echaron por una ventana desnudos como Adán y Eva, pero sin hojas de higuera en sus vergüenzas. Hacía una luna muy clara, que su claridad podía competir con la del que se la daba; al punto que los vieron, apellidaron: ladrones, tengan los ladrones: los corchetes y alguacil corrieron tras ellos, y a pocos pasos los alcanzaron, porque como iban descalzos, las piedras no les dejaban huir; y sin ser oídos ni vistos los llevaron a la cárcel. Los pescadores salieron muy de mañana de Madrid a Toledo sin saber lo que Dios había hecho de la simple doncellita y del devoto clérigo.




ArribaAbajoCapítulo VI

Cómo llevaron a Lázaro a Toledo


La industria de los hombres es vana: su saber, ignorancia, y su poder flaqueza, cuando Dios no le fortalece, enseña y guía. Mi trabajo sirvió sola de acrecentar el cuidado y solicitud de mis guardas, los cuales enojados del asalto de la noche pasada, me dieron tantos palos por el camino, que me dejaron casi muerto, diciendo: maldito pescado, ¿queríais iros? ¿no conocéis el bien que os hacen no mataros? sois como la encina, que no dais el fruto sino a palos. Molido, reprendido y muerto de hambre, me entraron en Toledo: aposentáronse junto a Zocodover en casa de una viuda, cuyos vinos solía yo pregonar. Pusiéronme en una sala baja, adonde acudía mucha gente. Entre otros vino mi Elvira con mi hija de la mano: cuando la vi no pude detener dos hilos de lágrimas que rebentaron de mis ojos. Lloraba y suspiraba, pero entre cuero y carne, porque no me privasen de lo que tanto amaba, y de la vista de lo que quisiera tener mil ojos para ver; aunque fuera mejor que los que me privaban de la palabra lo hicieran de la potencia visiva, porque mirando atentamente a mi muger, la vi, ¡no sé si lo diga!... vila la tripa a la boca: quedé espantado y atónito; aunque si tuviera juicio no tenía de qué, pues el Arcipreste mi señor me había dicho cuando salí de aquella ciudad para la guerra, haría con ella como si fuera suya propia. De lo que más me pesaba era de no poder persuadirme estaba preñada de mí, pues había más de un año que estaba ausente. Cuando moraba con ella y vivíamos en uno, y me decía: Lázaro, no creas te haga traición, porque si lo crees haces muy mal; quedaba tan satisfecho, que huía de pensar mal de ella, como el diablo del agua bendita: pasaba la vida alegre, contento y sin celos, que es enfermedad de locos. Muchas veces he considerado entre mí, que esto de hijos consiste en la aprensión; por que ¡cuántos hay que aman a los que piensan serlo suyos sin tener más de ellos que el nombre! ¡y otros que por alguna quimera que se les pone en el capricho, los aborrecen por imaginar que sus mugeres les han puesto la madera tinteril en la cabeza! Comencé a contar los meses y días; hallé cerrado el camino de mi consolación: imaginé si mi buena consorte estaba hidrópica: durome poco esta pía meditación, porque al punto que de allí salió, comenzaron dos viejas a decirse una a otra: ¿qué os parece de la Arcipresta? no le hace falta su marido. ¿De quién está preñada? preguntó la otra. ¿De quién? prosiguió la primera: del señor Arcipreste, y es tan bueno que por no dar escándalo si pare en su casa sin tener marido, la casa el domingo con Pierres el gabacho, que será tan paciente como mi compadre Lázaro. Éste fue el toque y el non plus ultra de mi paciencia: comenzóseme a abrir el corazón sudando dentro del agua, y sin poder irme a la mano me caí desmayado en la pocilga: el agua se entraba a más andar por todas las puertas sin resistencia alguna, dando muestras de estar muerto, harto contra mi voluntad, la cual fue de vivir todo lo que Dios quisiera y yo pudiese, a pesar de gallegos y de la adversa fortuna. Los pescadores afligidos hicieron salir fuera a todos, y con grande diligencia me sacaron la cabeza fuera del agua: halláronme sin pulso, y sin aliento, y sin él se lamentaban, llorando la pérdida que para ellos no era pequeña. Sacáronme fuera de la tina: procuraron hacerme vomitar lo que había bebido; mas fue en vano, porque la muerte había cerrado la puerta tras si. Viéndose en blanco, y aun en alvis, como domingo de Cuasimodo, no sabían imaginar el remedio, ni aun dar un medio a su pena y fatiga: salió decretado por el concilio de tres, que la noche venida me llevasen al río y me echasen dentro con una piedra al cuello para que me sirviese de sepulcro la que lo había hecho de verdugo.